Mortificábale la felicidad y buena suerte de Pompeyo en sus empresas, el que hubiese truinfado antes de ser senador y el que los ciudadanos le apellidaran Magno, que quiere decir grande; y como en una ocasión dijese uno: “Ahí viene Pompeyo el Grande”, sonriéndose le preguntó: “¿Como cuánto es de grande?” Desconfiando, pues, de poder igualarle por la malicia, recurrió a las artes del gobierno, llegando a conseguir con su celo, sus defensas, sus empréstitos, y con dar pareceres y auxiliar en cuanto le pedían a los que tenían negocios públicos, un poder y una gloria que competían con los que habían granjeado a Pompeyo sus muchas y grandes victorias. Sucedíales una cosa singular: y era que el nombre y la autoridad de Pompeyo en la ciudad eran mayores cuando estaba ausente, a causa de sus prósperos sucesos en la guerra; y presente, quedaba muchas veces inferior a Craso por su entonamiento y por su método de vida, que le hacían huir de la muchedumbre, retirarse de la plaza pública y no tomar bajo su amparo, y aun esto no con gran empeño, sino a pocos de los que a él acudían, a fin de conservar más vigente su autoridad cuando para sí mismo la hubiera menester. Mas Craso, que conocía la importancia de ser útil a los demás, y que no se hacía desear ni escaseaba su trato, sino que siempre estaba pronto para toda suerte de negocios, con hacerse popular y humano triunfaba de aquel ceño y majestad. Por lo que hace a la nobleza de la persona, a la facundia en el decir y a la gracia en el semblante, es fama que uno y otro tenían bastante atractivo. Ni aquella emulación de que hemos hablado producía en Craso enemistad o malquerencia, sino que, sintiendo ver que Pompeyo y César le eran antepuestos en los honores, no por eso acompañaban a este ajamiento de su amor propio ni mal humor ni enemiga; y sin embargo de esto, César, cuando en el Asia fue cautivado y puesto en custodia por los piratas, “¡Con cuánto gozo- exclamó- recibirás, oh, Craso, la noticia de mi cautividad!” Ello es que más adelante contrajeron entre sí cierta amistad, y teniendo en una ocasión César que pasar de pretor a España, como le faltasen fondos y los banqueros le incomodasen, habiendo llegado hasta embargarle las prevenciones de la expedición, Craso no se hizo el desentendido, sino que le sacó del apuro, constituyéndose su fiador por ochocientos y treinta talentos. Finalmente, dividida Roma en tres partidos, el de Pompeyo, el de César y el de Craso- porque en Catón era más la gloria que la autoridad, y más bien era admirado que tenido por poderoso-, la parte juiciosa y sensata de la república cultivaba la amistad de Pompeyo, y la gente inquieta y fácil de mover se iba tras las esperanzas de César. Craso, puesto entre ambos, ya sacaba ventajas de una parte y ya de otra; siguiendo las vicisitudes del gobierno, que se sucedían con frecuencia, ni era amigo seguro ni enemigo irreconciliable, sino que con facilidad cedía en la gracia y en el odio, según la utilidad lo exigía, siendo muchas veces, en poco tiempo, defensor e impugnador de los mismos hombres y de las mismas leyes. Contribuían a darle poder el favor y el miedo, pero éste más todavía; así es que Sicinio, que tanto dio en qué entender a todos los magistrados y hombres públicos de su tiempo, preguntándole uno por qué causa con sólo Craso no se metía, sino que le dejaba en paz, “Éste- le respondió- tiene heno en el cuerno”, aludiendo a la costumbre que tenían los Romanos, cuando había un buey bravo, de ponerle un poco de heno en el cuerno para que se guardasen los que le vieran.