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Hemos dicho lo que el consulado de Craso ofreció digno de alguna atención, pues la censura todavía fue más oscura e inactiva: porque ni hizo investigación del Senado, ni pasó revista a los caballeros, ni impuso nota a ninguno de los ciudadanos, sin embargo de que tuvo por colega a Lutacio Cátulo, varón el más dulce y apacible entre los Romanos. Ha quedado memoria de que intentando Craso reducir el Egipto a la obediencia del pueblo romano por un medio inicuo y violento, se le opuso Cátulo con el mayor esfuerzo, y que, habiéndose ocasionado entre ambos con este motivo una fuerte discordia, espontáneamente abdicaron aquella dignidad. En las grandes agitaciones causadas por Catilina, que estuvo en muy poco no trastornasen del todo la república, hubo contra Craso alguna sospecha, y aun uno de los conjurados pronunció en público su nombre, pero nadie le dio crédito. Con todo, Cicerón, en una oración, claramente echó la culpa de aquel atentado a Craso y a César; bien es que este escrito no salió a luz hasta después de la muerte de ambos. El mismo Cicerón, en la oración del consulado, dice que Craso fue a su casa por la noche y le presentó una carta en que se hablaba de Catilina y con la que se ocnfirmaba la sospechada conjuración. Lo cierto es que Craso miró siempre con odio a Cicerón con este motivo; y si manifiestamente no se vengó, fue precisamente por su hijo Publio, que, siendo muy dado a las buenas letras y a la filosofía, estaba siempre al lado de Cicerón: de manera que, cuando se vio su causa, mudó con él de vestidura, e hizo que ejecutaran otro tanto los demás jóvenes, y al cabo recabó del padre que se le hiciera amigo.

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