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Había salido la suerte puede decirse que a gusto de todos, porque había muchos que no querían que Pompeyo se alejase a gran distancia de la ciudad, y éste, que amaba con exceso a su mujer, se veía que se detendría cuanto pudiese. A Craso, desde el punto en que cayó la suerte, se le conoció la gran satisfacción que le produjo, y que lo tuvo por la mayor dicha que pudiera sobrevenirle: de manera que apenas podía contenerse aun ante los extraños y la muchedumbre; con sus amigos no hablaba de otra cosa, profiriendo expresiones pueriles y vacías de sentido, contra lo que pedían su edad y su carácter, que nunca había sido hueco y jactancioso; mas entonces, acalorado y fuera de tino, no ponía por término a su ventura la Siria o los Partos, sino que mirando como niñería los sucesos de Luculo con Tigranes y los de Pompeyo con Mitridates, pasaba con sus esperanzas hasta la Bactriana, la India y el Mar Océano. Nada en verdad se decía de Guerra Pártica en el decreto que se sancionó, pero todo el mundo sabía que esto era lo único que ansiaba Craso; César le escribió desde las Galias celebrando su designio y dándole priesa para partir a la guerra. Mas luego se vio que el tribuno de la plebe, Ateyo, iba a oponérsele al tiempo de la salida, teniendo de su parte a muchos que no encontraban bien en que se fuese a hacer la guerra a unos hombres que en nada habían faltado y con quienes intercedían tratados de paz, de miedo de lo cual rogó a Pompeyo que se pusiera a su lado y le acompañara. Era ciertamente grande la autoridad de Pompeyo para con el pueblo, y aunque había muchos que estaban dispuestos a impedir la marcha y levantar alboroto, los contuvo verle al lado de aquel con semblante risueño; de manera que, sin el menor obstáculo, los dejaron pasar. Ateyo, con todo, se les puso delante, y primero le dio en voz, tomando testigos, la orden de que no partiese, y después mandó al ministro que le echara mano y lo detuviera. Impidiéronlo los otros tribunos: así el ministro no llegó a asir a Craso; pero Ateyo corrió a la puerta y puso en ella una escalfeta con lumbre, y cuando llegó Craso, echando aromas y haciendo libaciones, prorrumpió en las imprecaciones más horrendas y espantosas, invocando y llamando por sus nombres a unos dioses terribles también y extraños. Dicen los Romanos que estas imprecaciones detestables, y antiguas tienen tal poder, que no puede evitarlas ninguno de los comprendidos en ellas, y que alcanzan para mal aun al mismo que las emplea, por lo que ni son muchos los que las profieren, ni por ligeros motivos. Así, entonces, reconvenían a Ateyo de que hubiese atraído sobre la república, por cuya causa se había manifestado contrario a Craso, semejantes maldiciones y semejante ira de los dioses.

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