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Vueltos a Roma Pompeyo y Craso después de este tratado, al punto se levantó contra ellos la sospecha y corrió de boca en boca la voz de que su entrevista no había sido para cosa buena. En el mismo Senado preguntaron Marcelino y Domicio a Pompeyo si pediría el consulado, a lo que respondió que quizá lo pediría y quizá no; y preguntado de nuevo, contestó que lo pediría por causa de ciudadanos hombres de bien, mas no de ciudadanos injustos. Pareciendo nacidas de arrogancia y de soberbia estas respuestas, Craso contestó con más moderación, diciendo que si había de ser para bien de la república pediría el consulado, y si no, se abstendría, por lo cual algunos se resolvieron a presentarse también candidatos, y entre ellos Domicio. Mas como al tiempo de las súplicas se mostrasen ya descubiertamente, todos los demás desistieron de la pretensión; no obstante, Catún sostuvo a Domicio, que era su deudo, y lo alentó a que tuviera esperanza y entrara en contienda por las libertades públicas: porque no era al consulado a lo que aspiraban Pompeyo y Craso, sino a la tiranía; ni aquello era petición de una magistratura, sino rapiña de las provincias y de los ejércitos. Como de este modo se explicase y pensase Catón, casi no le faltó más que llevar a empujones a Domicio hasta la plaza, siendo, por otra parte, muchos los que se pusieron a su lado. Preguntábanse unos a otros, con no pequeña admiración, para qué querrían éstos un segundo consulado, por qué otra vez juntos: y por qué no con otros; “pues tenemos- decían- mucho, hombres que pueden muy bien ser colegas de Craso y de Pompeyo”. Cobraron miedo los del partido de éste con tales voces, y no hubo vileza ni violencia a que no se propasasen; armaron asechanzas, sobre todo Domicio, que todavía de noche bajaba a la plaza con otros; dieron muerte al criado que le precedía con el hacha, e hirieron a varios, entre ellos a Catón. Ahuyentando, pues, a éstos y encerrándolos en casa, se hicieron declarar cónsules; y de allí a poco tiempo, rodeado de armas el Senado, echando a Catón de la plaza y dando muerte a algunos que les hicieron oposición, prorrogaron a César su mando por otros cinco años, y para sí mismos se decretaron la Siria y una y otra España; después, echadas suertes, tocó a Craso la Siria, y las Españas a Pompeyo.

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