Cuando ya estaba para mover las tropas de los cuarteles de invierno le llegaron embajadores del rey Arsaces, trayéndole un mensaje muy breve, porque le dijeron que si aquel ejército era enviado por los Romanos la guerra sería perpetua e irreconciliable; pero que si Craso había llevado contra ellos las armas y ocupado sus ciudades sin el permiso de la patria y arrastrado sólo por la codicia, que era lo que les había informado, Arsaces estaba dispuesto a usar de moderación, compadeciéndose de la ancianidad de Craso, y a restituirle los soldados, que más bien se hallaban en custodia que en guarnición. Díjoles Craso con altanería que en Seleucia les daría la respuesta, y el más anciano de los embajadores, llamado Vagises, echándose a reír y mostrando la palma de la mano: “Aquí ¡oh Craso!- le dijo- nacerá pelo antes que tú veas a Seleucia”. Retiráronse, pues, cerca de su rey Hirodes, anunciándole ser inevitable la guerra. De las ciudades de Mesopotamia que guarnecían los Romanos pudieron escapar algunos, contra toda esperanza, y trajeron nuevas, propias para inspirar cuidado, habiendo sido testigos oculares del gran número de los enemigos y de los combates que habían sostenido en las ciudades, y, como suele suceder, todo lo pintaban del modo más terrible: que eran hombres de quienes, si perseguían, no había cómo librarse, y si huían, no había cómo alcanzarlos; que sus saetas eran voladoras y más prontas que la vista, y el que las lanzaba, antes de ser observado había penetrado por doquiera, y, finalmente, que de las armas de los coraceros, las ofensivas estaban fabricadas de manera que todo lo pasaban, y las defensivas a todo resistían sin abollarse. Los soldados, al oír esta relación, cayeron de ánimo, pues cuando creían que los Partos serían como los Armenios y Capadocios, a los que Luculo llevó como quiso hasta cansarse, y que lo más difícil de aquella guerra sería lo mucho que habría que andar en persecución de unos hombres que nunca venían a las manos, se encontraban, contra lo que se habían prometido, con que los esperaban grandes combates y peligros; así es que aun algunos de los primeros del ejército creyeron que Craso debía contenerse y deliberar de nuevo sobre el partido que convendría tomar, de cuyo número era el cuestor Casio. Anunciábanle también reservadamente los agoreros que las víctimas le daban siempre funestas y repugnantes señales; mas ni a éstos quiso dar oídos, ni a ninguno que no le hablase de seguir adelante.