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Vino en esto a confirmarle maravillosamente en su propósito Artabaces, rey de Armenia, porque pasó a su campo con seis mil soldados de a caballo, que dijo constituían su guardia y su defensa, prometiendo otros diez mil armados de corazas y treinta mil infantes que mantendría a su costa. Aconsejaba a Craso que se dirigiera por Armenia a la Partia, pues no sólo tendría su ejército abundantemente, provisto por su cuidado, sino que caminaría con toda seguridad, haciendo la marcha por montes y collados continuos, y por sitios ásperos, inaccesibles a la caballería, que era toda la fuerza de los Partos. Apreció mucho su buena voluntad y sus cuantiosos socorros, mas díjole que le era preciso marchar por la Mesopotamia, donde había dejado muchos y buenos soldados romanos; el Armenio a esto cedió y se retiró. Cuando Craso conducía su ejército cerca de Zeugma, se desgajaron frecuentes y terribles truenos, y se fulminaron muchos rayos enfrente del ejército, y un huracán violento, con nubes y torbellino, hiriendo en el pontón que preparaba, derribó y destrozó la mayor parte. Fue también dos veces tocado del rayo el lugar adonde iba a establecer su campamento. El caballo de uno de los jefes, vistosamente enjaezado, derribó al jinete, y arrojándose al río se sumergió y desapareció. Dícese que levantada para marchar la primera águila, por sí misma se volvió lo de adelante atrás. Quiso también la casualidad que al repartir a los soldados sus raciones después de haber pasado el río, lo primero que se les dio fueron lentejas y sal, cosas que son entre los Romanos de luto y se ponen a los muertos. Habló Craso a las tropas, y en el discurso dejó escapar una expresión que en gran manera disgustó al ejército, porque dijo que rompería el puente para que ninguno pudiese volver, y cuando convenía- luego que conoció el mal efecto que había producido- recogerla y alentar a los tímidos, se desdeñó de hacerlo por orgullo. Finalmente, haciendo la acostumbrada expiación del ejército, y presentándole el agorero las entrañas de la víctima, se le cayeron de las manos, con lo que se mostraron inquietos los que se hallaban presentes; mas él, sonriéndose, “Estas son cosas de la vejez- les dijo-; pero a bien que las armas no se me caerán de la mano”.

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