Cuando Craso estaba reflexionando y consultando acerca de estas cosas, sobrevino un príncipe árabe llamado Ariamnes, hombre doloso y astuto, y que entonces fue para ellos el mayor y más consumado mal de cuantos para su perdición amontonó la fortuna. Acordábanse algunos de los que habían servido con Pompeyo de que había disfrutado de su favor y tenía concepto de ser amante de los Romanos. Arrimóse entonces a Craso por dictamen de los generales del rey, para que viera si acompañándolo podría llevarlo lejos del río y de los barrancos, introduciéndolo en una vasta llanura, donde pudiera ser envuelto; porque a todo se determinaban, menos a combatir de frente con los Romanos. Venido, pues, Ariamnes a la presencia de Craso, como elocuente que también era, empezó a celebrar a Pompeyo, que había sido su bienhechor; y dando a Craso el parabién de mandar tales fuerzas culpó su detención en examinar y tomar disposiciones, como si le faltaran armas y manos y no tuviera más bien necesidad de pies ligeros contra unos hombres que lo que buscaban hacía tiempo era robar lo más precioso que pudieran en riquezas y en personas y retirarse a la Escitia o la Hircania; “y si vuestro ánimo- decía- es pelear, lo que conviene es usar de celeridad y prontitud, antes que el rey cobre aliento y reúna en un punto todas sus fuerzas; cuando ahora no tenemos contra nosotros más que a Surenas y Silaces, que han tomado a su cargo el resistirnos, y aquel no se sabe dónde para”. Todo esto era falso, porque Hirodes había hecho, desde luego, dos divisiones de sus tropas; y talando él la Armenia, para vengarse de Artabaces, había opuesto a Surenas contra los Romanos, no por desprecio, como han querido decir algunos, pues no podía desdeñarse de tener por antagonista a Craso, varón muy principal entre los Romanos, e irse a pelear con Artabaces, haciendo correrías por el país de los Armenios, sino que lo que se conjetura es que, temeroso del peligro, se propuso estar en celada y esperar el éxito, y que Surenas se adelantara a tentar la batalla y detener a los enemigos. Porque tampoco Surenas era un hombre plebeyo, sino en riqueza, en linaje y en opinión el segundo después del rey; en valor y en pericia el primero entre los Partos de su edad, y, además, en la talla y belleza de cuerpo no había nadie que le igualara. Marchaba siempre solo, llevando su equipaje en mil camellos, y en doscientos carros conducía sus concubinas, acompañándole mil soldados de a caballo armados, y de los no armados mucho mayor número, como que entre dependientes y esclavos suyos podría reunir hasta unos diez mil. Tocábale por derecho de familia ser quien pusiese la diadema al que era nombrado rey de los Partos; y él mismo había vuelto a colocar en el trono a Hirodes, arrojado de él, y le había reconquistado a Seleucia, siendo el primero que escaló el muro y quien rechazó con su propia mano a los que se le opusieron. No tenía entonces todavía treinta años, y con todo, gozaba de una grande opinión de juicio y de prudencia, dotes que no fueron las que contribuyeron menos a la ruina de Craso, más expuesto a engaños que otro alguno, primero por su confianza y orgullo, y después, por el terror y por los mismos infortunios que sobre él cargaron.