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El estado de éste era el siguiente. Luego que dio al hijo la orden de acometer a los Partos, como alguno le anunciase que éstos iban en derrota y que se les perseguía con tesón, y viese que los que contra sí tenía no obraban como antes, porque la mayor parte había marchado con los que huyeron, se alentó algún tanto, y reuniendo sus tropas las situó en puestos ventajosos, esperando allí que el hijo volviese de la persecución. Publio, luego que se vio en peligro, envió quien avisase al padre; pero los primeros mensajeros perecieron. De los últimos, algunos que con dificultad escaparon le trajeron la nueva de que Publio era perdido si no se le daba pronto y grande socorro. Combatieron a un tiempo muchos afectos el corazón de Craso; así, ya no obró en él la razón; e impelido, ora del miedo, ora del deseo del hijo para darle el socorro que pedía, se resolvió por fin a mover el ejército. En esto aparecieron los enemigos, mucho más terribles en su gritería y en sus cantos, aturdiendo otra vez con el ruido de sus tímpanos a los Romanos, que esperaron con esto el principio de otra batalla. Los que traían la cabeza de Publio clavada en la punta de una pica, acercándose más que los otros, la mostraban, preguntando con escarnio por sus padres y su linaje, pues no parecía posible que Craso, hombre el más cobarde y el más perverso, fuera padre de un joven tan valiente y de tan acendrada virtud. Este espectáculo fue el que más, de cuantos males habían pasado, quebrantó y desconcertó los ánimos de los Romanos, concibiendo todos, no ira y deseo de venganza, que era lo que el caso pedía, sino un indecible terror y espanto. Dícese que entonces Craso, en medio de tan vehemente dolor, se mostró muy superior a sí mismo, porque, corriendo las filas, habló de este modo a los soldados: “Este luto ¡oh Romanos!, es privadamente mío; pero la eminente fortuna y gloria de Roma, intacta e ilesa, permanece en vosotros, a quienes veo salvos. Si alguna compasión tenéis de mí por la pérdida de mi valeroso hijo, manifestadla en vuestro enojo contra los enemigos. Arrebatadles de las manos ese gozo; vengáos de su crueldad. No os abata lo sucedido: porque no puede ser que dejen de tener que sufrir y padecer los que acometen grandes presas. Ni Luculo derrotó sin sangre a Tigranes, ni Escipión a Antíoco. Nuestros antepasados perdieron en Sicilia mil naves y en la Italia muchos emperadores y pretores; pero no impidieron las derrotas de éstos que al cabo triunfasen de los vencedores: pues que la brillante prosperidad de Roma no ha llegado a tanta altura por su buena suerte, sino por la constancia y virtud de los que no rehusaron los peligros”.

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