27

Este fue el lenguaje que les tuvo Craso, y de este modo procuró alentarlos; pero vio que pocos le escuchaban con buen semblante, y habiéndoles mandado dar el grito de guerra se desengañó aún más acerca de su abatimiento: porque aquel fue débil, apocado y desigual, cuando el de los bárbaros fue claro y esforzado. Venidos a la contienda, la caballería de éstos, haciendo un movimiento oblicuo, comenzó a lanzar saetas; y los coraceros, usando de las lanzas, redujeron a los Romanos a un recinto estrecho, a excepción de aquellos que, por huir de la muerte que los tiros causaban, prefirieron arrojarse desesperadamente sobre éstos, haciendo, a la verdad, poco daño, pero encontrando una muerte pronta por medio de heridas grandes y profundas, dadas por hombres que con el empuje de sus robustos astiles pasaban con el hierro a los que se les ponían delante, y aun muchas veces atravesaban a dos de un golpe. Peleando de esta manera sobrevino la noche, y se retiraron, diciendo que de gracia concedían a Craso una noche para llorar a su hijo; a no ser que lo pensara mejor y por sí mismo se fuera a presentar a Arsaces, en lugar de ser llevado. Pusieron allí cerca su campo, alentados de grandes esperanzas; en cambio, para los Romanos la noche fue terrible, no haciendo cuenta de dar sepultura a los muertos ni de prestar auxilios a los heridos y moribundos, sino que cada uno se lamentaba por sí mismo, teniéndose por perdidos, bien esperaran allí el día, o bien se lanzaran por la noche en aquel vasto desierto. Éranles gran motivo de irresolución los heridos, pues si determinaban llevarlos serían un estorbo para la prontitud de la marcha, y si los dejaban, con sus gritos darían indicio de la partida; y aunque conocían que Craso era la causa de todo, sin embargo deseaban verle y oír su voz. Mas él se había retirado solo y yacía en las tinieblas, cubierta la cabeza con su ropa: ejemplo para los más de las mudanzas de fortuna, pero para los hombres prudentes de temeridad y ambición, por las que no estaba contento con no ser el primero y el mayor entre tantos millones de hombres, sino que le parecía que todo le faltaba, porque tenía el último lugar respecto de dos solos. Entonces, el legado Octavio y Casio trataron de consolarle y darle aliento; pero cuando vieron que del todo estaba desanimado, reunieron a los tribunos y centuriones, y habiendo convenido en que no debían quedar allí movieron el ejército sin toque de trompetas y con mucho silencio al principio; pero cuando los imposibilitados de seguir percibieron que se les abandonaba, fue terrible el desorden y la confusión que entre sollozos y lamentos se apoderó del campo. Después, cuando ya estaban en marcha, les sobrevino nueva turbación y terror, creyendo que se acercaban los enemigos; muchas veces retrocedían; otras muchas tomaban el orden de formación; y de los heridos que los seguían, ya poniendo en los bagajes a unos y ya bajando a otros, fue larga la detención que tuvieron, a excepción de trescientos de caballería mandados por Egnacio, que arribaron a Carras como a la medianoche. Habló éste a los centinelas en lengua romana, y como le hubiesen entendido, les encargó dijeran a su comandante Coponio que Craso había tenido una grande batalla con los Partos; y sin decir más, ni descubrir quién era, se apresuró a llegar al puente y salvó aquella tropa; mas fue muy vituperado por haber abandonado a su general. Con todo, aprovechó a Craso aquella ligera expresión suya referida a Coponio, porque, conjeturando éste que lo breve y cortado del anuncio no era de quien traía buenas nuevas, mandó inmediatamente a los soldados tomar las armas, y luego que se informó de que Craso estaba en camino salió a recibirle, y acompañó a su ejército hasta la ciudad.

Share on Twitter Share on Facebook