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La mayor parte de los Españoles abandonaron al punto aquel partido, y se entregaron a Pompeyo y Metelo, enviándoles al efecto embajadores; y de los que quedaron se puso al frente Perpena, con resolución de tentar alguna empresa. Valióse de las disposiciones que Sertorio tenía tomadas, pero no fue más que para desacreditarse y hacer ver que no era para mandar ni para ser mandado; habiendo, en efecto, acometido a Pompeyo, fue en el momento derrotado por éste; y quedando prisionero, ni siquiera supo llevar el último infortunio, como a un general correspondía, sino que, habiendo quedado dueño de la correspondencia de Sertorio, ofreció a Pompeyo mostrarle cartas originales de varones consulares y de otros personajes de gran poder en Roma, que llamaban a Sertorio a la Italia, con deseo de trastornar el orden existente y mudar el gobierno; pero Pompeyo se condujo en esta ocasión, no como un joven, sino como un hombre de prudencia consumada, libertando a Roma de grandes sustos y calamidades. Porque, recogiendo todas aquellas cartas y escritos de Sertorio, los quemó todos, sin leerlos ni dejar que otro los leyera, y a Perpena le quitó al instante la vida, por temor de que no se esparcieran aquellos nombres entre algunos y se suscitaran sediciones y alborotos. De los que conjuraron con Perpena, unos fueron traídos ante Pompeyo, y perdieron la vida, y otros, habiendo huído al África, fueron asaetados por los Mauritanos. Ninguno escapó, sino Aufidio, el rival en amores de Mallo; el cual, o porque se escondió, o porque no se hizo cuenta de él, mendigo y odiado de todos, llegó a hacerse viejo en un aduar de los bárbaros.

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