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Nada tuvo que responder Cleómbroto, sino que, falto de disculpa, se estuvo sentado callando; pero Quilonis, la hija de Leónidas, antes se puso al lado del padre, mientras fue agraviado, y separándose de Cleómbroto, que le usurpaba el reino, prestaba servicios a aquel en su desgracia, interponiendo ruegos a su lado mientras estuvo presente, y llorándole en su ausencia, siempre indignada contra Cleómbroto. Mas ahora, siguiendo las mudanzas de la suerte, se la vio hacer otras súplicas sentada al lado del marido, al que alargaba los brazos, teniendo sobre su regazo los hijos, uno a un lado y otro a otro. En todos producían admiración y a todos arrancaban lágrimas la bondad y piedad de aquella mujer, la cual, haciendo notar el desaliño de sus ropas y de su cabello: “Este estado- dijo-, oh padre, y este lastimoso aspecto no es de ahora, ni a él me ha traído la compasión por Cleómbroto, sino que desde tus aflicciones y tu destierro el llanto ha sido siempre mi comensal y mi compañero. ¿Y qué es lo que me corresponde ahora hacer, después que tú has vencido y vuelto a reinar en Esparta? ¿Continuar en estos desconsuelos, o tomar ropas brillantes y regias y desentenderme de mi primero y único marido, muerto a tus manos? El cual, si nada te suplica ni te persuade por medio de las lágrimas de sus hijos y su mujer, todavía sufriría una pena más amarga de su indiscreción que la que tú deseas, con ver que yo, a quien ama tanto, muero antes que él. Porque, ¿cómo podrá vivir ante las demás mujeres la que nunca pudo alcanzar compasión ni del marido ni del padre, y que mujer e hija parece que no han nacido sino para las desgracias y las deshonras de los suyos? Y si éste pudo tener alguna razón plausible, yo se la quité uniéndome contigo y dando testimonio contra lo que ejecutaba; pero tú ahora haces más disculpable su injusticia, mostrando que el reinar es tan grande y tan digno de ser disputado, que por él es justo dar muerte a los yernos y no hacer caso de los hijos”.

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