Cuando pareció que todo estaba ya asegurado, bajó del alcázar al teatro, al que acudía inmenso gentío con deseo de verle y de oír el razonamiento que haría a los Corintios. Colocando, pues, a uno y otro lado al tránsito a los Aqueos, salió al medio de la escena, puesta la corona y muy demudado el semblante con la fatiga y falta de sueño, de manera que la arrogancia y alegría del ánimo quedaban ahogadas bajo el quebranto del cuerpo. Como, al presentarse, todos se deshiciesen en aplausos, pasando la lanza a la mano derecha y doblando un poco la rodilla y el cuerpo, permaneció así inclinado largo rato, recibiendo los parabienes y las aclamaciones de aquella muchedumbre que alababa su valor y ponderaba su fortuna. Luego que cesaron y quedaron tranquilos, rehaciéndose, pronunció acerca de los Aqueos un discurso muy propio del suceso, persuadiendo a los Corintios que se hicieran Aqueos, y les entregó las llaves de las puertas, entonces por primera vez puestas en sus manos desde el tiempo de Filipo. De los generales de Antígono, a Arquelao, que se le sometió, lo dejó ir libre; pero quitó la vida a Teofrastro, que no quiso rendirse. Perseo, perdido el alcázar, pudo huirse a Cencris, y se refiere que más adelante, en una disputa, al que propuso que sólo el sabio le parecía que era general: “A fe- le respondió-que, de los dogmas de Zenón, éste era el que antes me agradaba más; pero ahora he mudado de dictamen, adiestrado por un mozuelo de Sicione.” Esto es lo que dicen de Perseo los más de los historiadores.