Porque nadie estaba tranquilo ni contento con el estado presente, y aun muchos de los mismos Sicionios y Corintios se habían manifestado inclinados a Cleómenes, siendo mucho antes sospechosos de que posponían el bien público al deseo de sus propios adelantamientos. Sobre esto se dio a Arato libre facultad, y en Sicione dio muerte a los que halló complicados; en Corinto intentó inquirir sobre algunos y castigarlos; pero irritó con esto a la muchedumbre, viciada ya y mal hallada con el gobierno de los Aqueos. Corriendo, pues, al templo de Apolo, enviaron a llamar a Arato con el objeto de matarle o prenderle antes de declarar su defección; acudió él al llamamiento, trayendo el caballo del diestro, como si ninguna desconfianza o sospecha tuviese. Viniéronse muchos para él, y como empezasen a motejarle y acusarle, mostrándose afable en el semblante y en las palabras, les dijo que se sentasen y no gritasen así en pie desordenadamente, sino que entrasen también los que estaban junto a las puertas; y al mismo tiempo que así hablaba, se retiraba poco a poco como si fuese a entregar a alguno el caballo. Apartándose de allí de esta manera, y hablando con serenidad a los Corintios que hallaba al paso, mandándoles que fueran al templo, cuando se vio cerca de la ciudadela, montó a caballo y, dando orden a Cleopatro, comandante de la guardia, de que la custodiase con esmero, se encaminó a Sicione, siguiéndole treinta soldados, pues los demás le abandonaron o se fueron escabullendo. Habiendo los Corintios notado de allí a poco su fuga, fueron en su persecución, y como no le alcanzasen, llamaron a Cleómenes, y entregándole la ciudad, no le pareció que equivalía lo que se le daba al yerro cometido en haber dejado ir a Arato. Viniéronse además a Cleómenes los habitantes del territorio llamado Acte, y le hicieron entrega de sus ciudades, después de lo cual circunvaló y sitió con muro el Acrocorinto.