Arato, que iba retirándose de palacio y cortando poco a poco la amistad e íntimo trato con Filipo, cuando al bajar éste al Epiro le pidió que le acompañase en aquella expedición, se negó a complacerle y permaneció en quietud, temeroso de que sus operaciones le hiciesen incurrir en mala nota y opinión. Mas después que en combate con los Romanos perdió ignominiosamente las naves, y saliéndole mal todas sus empresas, se restituyó al Peloponeso, e intentó de nuevo engañar a los Mesenios, y ya no a escondidas, sino abiertamente los maltrataba, talándoles el país; entonces Arato enteramente se apartó y se puso en oposición con él, habiendo ya llegado a entender el agravio que en el honor le hacía, y llevándolo él mismo dentro de sí con grande pesar, sin descubrirlo al hijo, porque sobraba con saber la afrenta a quien no podía vengarla. Se veía, pues, que Filipo había hecho una grande y extraña mudanza, convirtiéndose, de un rey benigno y de un joven contenido, en un varón desenfrenado y en un tirano odioso, aunque esto no fue mudanza de índole, sino manifestación en la seguridad de una maldad que el miedo había tenido oculta largo tiempo.