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Entregóse, pues, enteramente a Teribazo, y cuando ya eran muchos los rebeldes, un eunuco descubrió al rey la conjuración y el modo, estando plenamente informado de que tenían resuelto entrar aquella noche y matarle en el lecho. Oído por Artojerjes, le pareció cosa fuerte desatender tan grave peligro no dando valor a la denuncia; pero aun le pareció más fuerte y terrible el darlo por cierto sin ninguna prueba. Tomó, pues, este partido: al eunuco le mandó que estuviera sobre ellos y los siguiese, y él hizo que en el dormitorio abrieran un agujero en la pared que estaba a espaldas del lecho, y, poniéndole puertas, cubrió éstas con un tapiz. Llegada la hora, y avisado por el eunuco del momento de la ejecución, se estuvo en el lecho, y no se levantó de él hasta haber visto los rostros de los agresores y conocídoles bien. Cuando vio que desenvainaban las espadas y se encaminaban en su busca, levantó sin dilación el tapiz y se retiró a la cámara inmediata, cerrando con estrépito las puertas. Vistos por él los matadores sin que hubiesen podido ejecutar su hecho, dieron a huir por la puerta por donde entraron, y decían a Teribazo que escapara, pues que habían sido descubiertos, y los demás se dispersaron y huyeron; pero Teribazo iba a ser preso, y dando muerte a muchos de los guardias, con dificultad acabaron con él herido de un dardo arrojado de lejos. Para Darío, que fue preso con sus hijos, convocó Artojerjes los jueces regios, no hallándose él presente, sino haciendo que otros le acusaran y dando orden de que los dependientes escribieran el dictamen de cada uno y se lo llevaran. Votaron todos con uniformidad condenándole a muerte, y a los ministros lo pasaron a la pieza próxima. Llamado el verdugo, vino prevenido del cuchillo con que se cortaba la cabeza a los sentenciados; pero al ver a Darío se quedó pasmado, y se retiró mirando a la puerta y manifestando que no podía ni se atrevía a poner mano en el rey; gritábanle y amenazábanle en tanto desde afuera los jueces, con lo que volvió, y tomando a Darío con la otra mano por los cabellos, y acercándolo a sí, con el cuchillo le cortó el cuello. Dicen algunos que estuvo el rey presente al juicio, y que Darío, cuando se vio convencido con las pruebas, postrándose en el suelo, rogó y suplicó; pero aquel, levantándose encendido en ira, sacó el puñal y lo hirió hasta quitarle la vida. Añaden que después pasó a palacio y, adorando al Sol, dijo: “Retiraos alegres, ¡oh Persas!, y anunciad a los demás que el grande Oromazes ha dado el debido castigo a los que habían meditado crímenes tan atroces y nefandos”.

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