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Habiendo llegado a entender que los Aqueos y Arato estaban persuadidos de que, no teniendo la mayor seguridad en sus negocios por las novedades introducidas, no se hallaba en estado de salir fuera de la Laconia, ni de dejar pendiente la república en tiempos de tales agitaciones, creyó que no carecería de grandeza y utilidad el hacer ver a los enemigos la excelente disposición de su ejército. Invadiendo, pues, el territorio de Megalópolis, recogió un rico botín y taló gran parte de aquel. Por fin, llamando cerca de sí a unos farsantes que iban a Mesena, y levantando un teatro en el país enemigo, señaló a la representación el precio de cuarenta minas, y asistió a ella un día sólo, no porque gustase de aquel espectáculo, sino para burlarse en cierto modo de los enemigos y hacer ostentación de su gran superioridad, manifestando que los miraba con desprecio. Pues, por lo demás, de todos los ejércitos, ya griegos y ya del rey, éste sólo era al que no seguían ni cómicos, ni juglares, ni bailarinas, ni cantoras, sino que se conservaba puro de toda disolución y de toda vanidad y aparato: estando por lo común ejercitados los jóvenes, y ocupándose los ancianos en instruirlos, y cuando no tenían otra cosa que hacer, pasando todos el tiempo en sus acostumbrados chistes y en motejarse unos a otros con dichos graciosos y propiamente lacónicos. Ahora, cuál sea la utilidad de esta especie de juego, lo dijimos en la Vida de Licurgo.

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