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Al amanecer les costó gran trabajo despertar a Fulvio, a quien todavía tenía dormido el vino, y armándose con los despojos que conservaba en casa, y eran los que había tomado cuando siendo cónsul venció a los galos, marcharon con grandes amenazas y alboroto a tomar el monte Aventino. Gayo no quiso armarse, sino que iba a salir en toga como si fuera a la plaza, sin llevar más que un puñalejo. Al salir se le echó a los pies su mujer en la misma puerta, y deteniendo con una mano a él y con otra al hijo: “No te envío, oh Gayo- exclamó-, a la tribuna, tribuno de la plebe o legislador como antes, ni tampoco a una guerra gloriosa, para que, aun cuando te sucediera una desgracia, me dejeras un honroso duelo, sino que vas a ponerte en manos de los matadores de Tiberio: desarmado estás bien, para que en caso antes sufras males que los causes; pero vas a perecer sin ningún provecho para la república. Domina ya la maldad, y a los juicios sólo presiden la violencia y el yerro. Si tu hermano hubiera perecido en Numancia, nos habría sido entregado muerto, en virtud de un tratado; pero ahora acaso tendré yo también que hacer plegarias a algún río o al mar para que me digan dónde está detenido tu cuerpo; porque, ¿qué confianza hay que tener ni en las leyes ni en los dioses después de la muerte de Tiberio?” Mientras así se lamentaba Licinia, Gayo se desprendió suavemente de sus abrazos y marchó en silencio con sus amigos. Quiso aquella asirle de la ropa, pero cayó en el suelo, donde estuvo mucho tiempo sin sentido, hasta que, levantándola desmayada sus sirvientes, la condujeron a casa de Craso, su hermano.

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