SEGUNDA PARTE

El médico de Balbec, a quien llamamos con motivo de un acceso de fiebre que tuve, estimó que no debía pasarme todo el día a la orilla del mar y a pleno sol con aquellos calores tan grandes, y escribió unas cuantas recetas farmacéuticas de cosas que yo había de tomar; mi abuela cogió las recetas con aparente respeto, en el que yo discerní en seguida su firme propósito de no encargar ninguna de aquellas medicinas; pero en cambio tuvo muy en cuenta el consejo higiénico y aceptó el ofrecimiento de la señora de Villeparisis, que se brindó a llevarnos de paseo en su coche. Yo me pasaba el tiempo hasta que llegaba la hora de almorzar yendo y viniendo de mi cuarto al cuarto de la abuela. Este cuarto no daba frente al mar como el mío; tenía vistas a un rincón del dique, a un, patio y al campo; el mobiliario era también distinto, y había unos sillones bordados con filigranas metálicas y florcitas de color rosa, de las que parecía salir el olor fresco y grato que notaba uno al entrar en aquella habitación. En ese momento del día diferentes rayos de luz, que venía cada cual de una dirección, y al parecer de una hora distintas, quebraban los ángulos de las paredes y ponían encima de la cómoda, junto a un reflejo de la playa, un altarito de mayo todo salpicado de colorines, como las flores del camino; posaban en la pared las dos alas plegadas, trémulas y tibias, de una claridad siempre dispuesta a emprender el vuelo, o iban a calentar, como un baño, el cuadradito de alfombra provinciana que caía delante de la ventana del patio, y que estaba, festoneado de sol como una parra, y realzaban el encanto y la complejidad de la decoración mobiliaria quitando a los sillones su corteza de seda florida y su pasamanería; de modo que aquella habitación que atravesaba Yo un momento antes de ir a vestirme para salir de paseo parecía un prisma que descomponía los colores de la luz exterior, una colmena donde se hallaban disociadas aún, desparramadas, visibles y embriagadoras, las mieles de la tarde que iba a disfrutar, o un jardín de la esperanza que se disolvía en rayos de plata y pétalos de rosas; pero lo primero que yo hacía era descorrer los visillos de mi balcón, con objeto de enterarme de cuál era el mar que estaba aquella mañana jugueteando, como una nereida en la tierra costeña. Porque cada uno de estos mares no estaba allí más que un día. Al siguiente ya había otro, muchas veces parecido. Pero nunca vi el mismo dos veces.

Los había de tan rara belleza, que al verlos se redoblaba aún mi placer por la sorpresa. ¿Qué privilegio gozaba una determinada mañana sobre las demás, para que el balcón, al entreabrirse, descubriera a mis maravillados ojos a la ninfa Glauconómena, cuya perezosa hermosura y muelle respirar tenían la vaporosa transparencia de una esmeralda, a través de la cual veíanse afluir los elementos ponderables que le daban colorido? Hacía juguetear al sol, con sonrisa entibiada por invisible bruma, que no era otra cosa sino un espacio vacío reservado en torno de su superficie translúcida, la cual venía a ser por ende más abreviada y seductora, como esas diosas que el escultor destaca en medio de un bloque dejando todo el resto de la piedra sin desbastar siquiera. Y así, con su único color nos invitaba a pasear por los groseros caninos terrenos, desde los cuales, bien instalados nosotros en la carretela de la señora de Villeparisis, la veíamos toda la tarde, sin llegar nunca hasta la frescura de su blanda palpitación.

La señora de Villeparisis mandaba enganchar temprano para que tuviésemos tiempo de ir hasta Saint-Mars-le-Vétu, hasta las peñas de Quetteholme, o a otro punto de excursión, que para un coche no muy rápido era lejano y requería el día entero. Yo, muy contento por el paseo que nos esperaba, tarareaba alguna de las últimas canciones que había oído y andaba arriba y abajo esperando que estuviese preparada la señora de Villeparisis. Los domingos, además de su coche, solía haber otros parados delante del hotel; eran carruajes de alquiler, que estaban esperando no sólo a las personas invitadas a ir al castillo de Féterne por la señora de Cambremer, sino también a otras que, con tal de no quedarse en el hotel como niños castigados, declaraban que el domingo era un día muy cargante en Balbec y se iban en cuanto almorzaban a esconderse en una playa cercana o a visitar algún lugar de los alrededores. Y muchas veces la mujer del notario, cuando le preguntaban si había estado en casa de los Cámbremer, respondía terminantemente: "No; estábamos en las cascadas del Bec", como si ése hubiera sido el único motivo que tuvo para no pasar el día en el castillo de los Cambremer. Y el abogado decía, caritativamente:

—Les tengo envidia. De buena gana hubiese cambiado con ustedes es más divertido.

Junto a los coches, delante del pórtico, en donde yo esperaba, estaba plantado, como un arbusto joven de rara especie, un botones que llamaba la atención visual tanto por la singular armonía de su encendido pelo como por su epidermis de planta. Dentro, en el hall, que correspondía al narthex o iglesia de los catecúmenos de las iglesias romanas, lugar donde tenían derecho a entrar las personas que no vivían en el hotel, había otros compañeros del groom [43] exterior, que no trabajaban mucho más que el de afuera, pero que por lo menos ejecutaban algunos movimientos. Es muy probable que por la mañana ayudasen a la limpieza; pero por la tarde estaban allí sólo como esos coristas que aun cuando ya no sirven para nada, se quedan en escena para aumentar la comparsería. El director general, aquel que me daba a mí tanto miedo, tenía pensado aumentar el número de botones el año siguiente, porque veía las cosas en gran escala. Y su decisión contristó mucho al director del hotel, que estimaba a todos aquellos niños muy impertinentes, con lo que quería dar a entender que estorbaban el pase y no servían para nada. Pero, por lo menos en los espacios que mediaban entre almuerzo y cena, entre las entradas y salidas de las huéspedes, servían para llenar los vacíos de la acción, como esas discípulas de madama de Maintenon que, vestidas de jóvenes israelitas, bailan un intermedio cada vez que salen Ester o Joab. Pero el botones de afuera, tan rico de matices, de tan buen talle y estatura, ese groom junto al cual me paseaba yo esperando que bajara la marquesa, manteníase inmóvil, inmovilidad que se teñía de cierta melancolía porque sus hermanos mayores habían abandonado el hotel para más brillantes destinos y él se sentía aislado en aquella tierra extraña. Por fin llegaba la señora de Villeparisis. Acaso hubiera entrado en las funciones del botones el mandar acercar el coche y ayudar a la señora a subir, pero sabía que cuando una persona lleva consigo su servidumbre es para que sirvan ellos y suele dar pocas propinas en un hotel; y que esta última costumbre la comparten, por lo general, los nobles del viejo barrio de Saint-Germain. Y como la señora de Villeparisis pertenecía a la vez a estas dos clases de gente, el arbóreo groom deducía que no tenía nada que esperar de la marquesa, y dejaba a su mayordomo y a su doncella que la instalaran en el coche, sin salir de su vegetal inmovilidad, soñando tristemente en la envidiable suerte de sus hermanos.

Salíamos; al poco rato de haber rodeado la estación del ferrocarril entrábamos en un camino del campo que pronto se me hizo tan familiar como los de Combray, desde el recodo en que comenzaba a aventurarse por entre deliciosos cercados hasta la otra vuelta en que lo abandonábamos, cuando ya corría por entre tierras de labor. De cuando en cuando veíase en medio de esas tierras un manzano, sin flores, sí, tan sólo con un ramillete de pistilos, pero que era lo bastante para deleitarme porque allí reconocía yo esas hojas inimitables por cuya amplia superficie, igual que por la alfombra de estrado de una fiesta nupcial ya terminada, había pasado la cola de blanco raso de las florecillas rojizas.

Al año siguiente, en París cuando llegó el mes de mayo, más de una vez compré una rama de manzano en una tienda de florista y me pasé la noche delante de esas flores, en las que triunfaba esa misma esencia blanquecina que aún espolvorearía con su espuma los brotes de las hojas; y parecía que entre las blancas corolas había ido poniendo de propina el comerciante, para tener una generosidad conmigo, y por gusto de inventiva y de contraste ingenioso, unos capullitos rosa, que caían muy bien; las miraba, las ponía a la luz de la lámpara —y tanto y tanto, que muchas veces aun me estaba así cuando el alba les traía el mismo reflejo rojizo que debía de estar naciendo en Balbec—, y mi imaginación trataba de colocarlas otra vez en aquel camino, de multiplicarlas y extenderlas en el marco ya preparado, en el lienzo ya listo, formado por aquellos cercados cuyo dibujo me sabia yo de memoria, cercados que yo ansiaba ver —algún día había de lograrlo— en el momento en que la primavera cubre su tela de colores con la deliciosa fantasía del genio.

Antes de subir al coche ya llevaba yo compuesto el cuadro de mar que iba a cruzar, en la esperanza de verlo a "sol radiante", porque ese cuadro en Balbec se me ofrecía muy divertido por tantas cosas vulgares, bañistas, casetas y yates ele recreo, que mi ilusión se negaba a admitir. Pero cuando el coche de la señora de Villeparisis llegaba a lo alto de una loma y veía yo el mar entre el follaje de los árboles, entonces desaparecían con la lejanía los detalles contemporáneos que, por así decirlo, lo colocaban fuera de la Naturaleza y de la Historia, y al mirar las olas pensaba yo que eran las mismas que nos pinta Leconte de Lisle en la Orestíada, cuando los cabelludos guerreros de la heroica Hélade, "como bandadas de aves de presa a la hora del alba, hacen palpitar con mil remos el mar sonoro". Pero, en cambio, estaba ahora muy lejos de la orilla, y el mar no se me representaba con vida, sino inmóvil, de modo que ya no sentía yo la fuerza oculta tras esos colores, extendidos, como los de una pintura, entre las hojas de los árboles, y el agua se aparecía tan inconsistente como el cielo, tan sólo un poco más obscura en, su azul.

La señora de Villeparisis, al ver que me gustaban las iglesias, me prometía que iríamos viéndolas poco a poco; sobre todo, había que ver la de Carqueville, "toda envuelta en hiedra vieja" decía la señora marquesa; y hacía con la mano un movimiento como si se deleitase en cubrir la ausente fachada con invisible y delicado follaje. Eran muy frecuentes en la señora de Villeparisis o esos menudos ademanes descriptivos, o una frase exacta para definir el encanto y la singularidad de un monumento, evitando siempre los términos técnicos, pero sin poder disimular que conocía perfectamente las cosas de que estaba hablando. Y a modo de excusa alegaba que uno de los castillos de su padre, aquel en que ella se crió, estaba en una comarca en que había una iglesia del mismo estilo que las de los alrededores de Balbec, y hubiera sido una vergüenza que no se aficionara a la arquitectura; tanto más, cuanto que aquel castillo era el modelo más hermoso de los castillos del Renacimiento. Pero como resultaba que aquel castillo era además un verdadero museo que allí tocaron Chopin y Liszt, que allí recitó Lamartine y que todos los artistas célebres del siglo habían dejado pensamientos, melodías o dibujos en el álbum de la familia, la señora de Villeparisis, por gracia, por buena educación, por modestia real o por falta de espíritu filosófico, atribuía a esta causa, puramente material, su conocimiento de todas las bellas artes, y acababa por considerar pintura y música, literatura y la filosofía como particular atributo de una señorita educada del modo más aristocrático en un monumento ilustre y catalogado. Parecía que para ella no había más cuadros que los que se heredan. Se alegró mucho de que a mi abuela le gustara u n collar que llevaba y que le pasaba de la cintura. Ese collar figuraba en un retrato de una bisabuela suya, pintado por Ticiano, retrato que nunca salió de la familia; de modo que podía asegurarse que era un Ticiano auténtico. Porque la marquesa no quería oír hablar de cuadros comprados Dios sabe dónde por un Creso, y persuadida de antemano de que eran falsos, no sentía deseos de verlos; sabíamos nosotros que ella pintaba acuarelas de flores, y mi abuela, que había oído alabarlas, le habló de su afición. La señora de Villeparisis cambió de conversación, pero sin dar mayores muestras de sorpresa o de satisfacción que esos artistas conocidos a quienes los elogios no suenan a nada nuevo. Se contentó con decir que era un entretenimiento delicioso, porque aunque las flores nacidas de su pincel no sean gran cosa, por lo menos el tener que pintarlas le obliga a uno a vivir entre flores naturales, y éstas son tan hermosas, sobre todo cuando hay que mirarlas de cerca para copiarlas, que nunca cansan. Pero en Balbec la señora de Villeparisis se daba asueto para descansar la vista.

A la abuela y a mí nos asombró el ver que la marquesa era mucho más "liberal" que la mayor parte de la gente de clase media. Se admiraba la señora de Villeparisis de que causara escándalo la expulsión de los jesuitas, y decía que eso se había hecho siempre, hasta en una monarquía, y hasta en España. Defendía la República, y el único reproche que dirigía al anticlericalismo se encerraba en estos mesurados términos: "Me parecería tan mal que no me dejaran ir a misa si quiero ir, como el que me obligasen a ir sin tener gana"; y de cuando en cuando lanzaba frases como: "¡Ah la nobleza hoy día es muy poca cosa!", o "Para mí, un hombre que no trabaja no es nada", quizá porque tenía conciencia de lo graciosas, significativas y memorables que eran esas palabras dichas por ella.

A fuerza de oír expresar a menudo ideas avanzadas —pero sin llegar nunca al socialismo, que era la pesadilla de la señora de Villeparisis—, precisamente a tina de esas personas que por inspirarnos consideración, gracias a su talento, impulsan a nuestra escrupulosa y tímida imparcialidad a no condenar las ideas de los conservadores, la abuela y yo casi llegamos a creernos que nuestra agradable compañera poseía la medida y dechado de la verdad en todo. Le creíamos como artículo de fe todo lo que nos decía de sus Ticianos, de la galería de su castillo, del talento de conversación de Luis Felipe. Pero la señora de Villeparisis —al igual de esos eruditos que maravillan al verlos desenvolverse en el terreno de la pintura egipcia o las inscripciones etruscas, pero que hablan de las obras modernas de un modo tan superficial que nos hacen dudar si no habremos exagerado el interés de las ciencias que ellos dominan, porque al tratar de ellas no dejaron asomar esa mediocridad que era de esperar y que aparece en sus necios estudios sobre Baudelaire— cuando yo le preguntaba por Chateaubriand, por Balzac o Víctor Hugo, que ella conoció porque iban todos a casa de sus padres, se reía de mi admiración y contaba de ellos cosas de risa, lo mismo que había hecho un momento antes con los grandes señores y los políticos; y juzgaba con severidad a esos escritores, precisamente porque carecían de esa modestia, de ese olvido de su valer, de ese arte sobrio que se satisface con un solo trazo y no insiste, que huye sobre todo del ridículo de la grandilocuencia de esa oportunidad y de esas cualidades de moderación de juicio y sencillez que son exclusivo patrimonio, según le habían señalado a ella, del verdadero mérito; y se veía que la marquesa prefería a hombres que, quizá por dominar esas cualidades expuestas, llevaron ventaja a un Balzac, a un Hugo o a un Viny en un salón, en una academia o en un consejo de ministros hombres como Molé, Fontanes, Vitroles, Bersot, Pasquier, Lebrun, Salvandy o Daru.

"Es lo mismo que esas novelas de Stendhal que a usted parece que le gustan tanto. Le hubiera asombrado hablándole a él en ese tono. Mi padre, que solía verlo en casa del señor Mérimée —ése sí que tenía talento, ve usted—, me ha dicho muchas veces que Beyle, porque se llamaba así, era terriblemente vulgar, pero muy ingenioso en la mesa, y no se hacía ilusiones respecto a sus libros. Es decir, usted mismo habrá visto cómo contestó encogiéndose de hombros a los desmesurados elogios del señor de Balzac. En esto, por lo menos, era hombre de buen tono." Poseía autógrafos de todos esos literatos, y parecía muy convencida de que gracias a las relaciones particulares que su familia tuvo con estos artistas, ella los juzgaba con mayor justicia que los jovenzuelos como Yo, que no pudieron tratarlos. "Me parece que puedo hablar de ellos porque iban a casa de mi padre; y, corno decía el señor Sainte Beuve, que tenía mucha gracia, con respecto a esos escritores, hay que creer a los que los vieron de cerca y pudieron juzgar exactamente lo que valían."

A veces, cuando el coche iba subiendo por una cuesta entre tierras labrantías, seguían a nuestro carruaje unos cuantos tímidos ancianos, parecidos a los de Combray, que daban mayor tono de realidad al campo y eran como señal de autenticidad, igual que esa preciosa florecilla con que firmaban sus cuadros algunos 'pintores antiguos. El andar de nuestros caballos nos separaba de ellos muy pronto, pero a poco ya veíamos otro que nos esperaba y había plantado en la hierba su estrella azul; algunos se atrevían a llegarse al borde de la carretera, y con esas florecillas domésticas y con mis recuerdos lejanos se iba formando una nebulosa.

Bajábamos la cuesta, y entonces nos cruzábamos ella a pie, en bicicleta, en un carricoche o en un carruaje, con alguna criatura —flores del día claro, pero que no son como las de los campos, porque cada cual encierra en sí una cosa que no existe en las demás, por lo cual no podemos satisfacer el deseo que nos inspire con una semejante suya—: moza de granja que arreaba su vaca, o medio acostada en una carreta; hija de tendero en asueto, o elegante señorita sentada en la banqueta del landó, enfrente de sus papás. Cierto que Bloch me abrió una era nueva y cambió para mí el valor de la vida el día que me enseñó que mis solitarios sueños en los paseos por el lado de Méséglise, cuando deseaba yo que pasara una moza del campo para cogerla en mis brazos, no! Eran pura quimera sin correspondencia alguna fuera de mí, sino que toda muchacha que uno se encontrara, campesina o ciudadana, estaba en disposición de satisfacer semejantes deseos. Y aunque ahora, por estar malo y no salir nunca solo, no podía disfrutar de esos placeres, sin embargo, me sentía alegre como niño nacido en una cárcel o en un hospital que, después de haberse figurado por mucho tiempo que el organismo humano no digiere más que pan seco y medicinas, se entera un día de que albaricoques, melocotones y uvas no son mero ornamento de los campos sino deliciosos alimentos asimilables. Y aunque el carcelero o el enfermero no le dejen coger esas frutas tan hermosas, el mundo ya le parece mejor y más clemente la vida. Porque un deseo se hermosea a nuestros ojos, y nos apoyamos en él con mayor confianza cuando la realidad externa se adapta a tal deseo, aun cuando no sea realizable para nosotros. Y pensamos con más alegría en una vida en que podamos imaginar la posibilidad de llegar a satisfacerlo, una vez que apartemos por un instante de nuestra mente el pequeño obstáculo accidental y particular que nos impide hacerlo en verdad. Y en lo que concierne a las guapas muchachas que veía yo pasar, desde el día que supe yo que aquellas mejillas podían besarse me entró curiosidad por su alma. Y el universo me pareció de más interés.

El coche de la señora de Villeparisis iba de prisa. Apenas si me daba tiempo a ver a la chiquilla que se encaminaba hacia nosotros; y, sin embargo, como la belleza de los seres humanos no es igual que la de las cosas, y sentimos muy bien que pertenece a una criatura única, consciente y de libre querer, en cuanto su individualidad, alma vaga, voluntad desconocida, se pintaba en imagen menuda prodigiosamente reducida, pero completa, en el fondo de su distraído mirar, inmediatamente misteriosa réplica del polen preparado para el pistilo sentía en mí el embrión vago, minúsculo también, de no dejar pasar a aquella muchacha sin que su pensamiento tuviera conciencia de mi persona, sin impedir que sus deseos se dirigieran a otro hombre, sin entrarme yo en esas ilusiones y señorear su corazón. Mientras tanto, el coche se alejaba, la muchacha se quedaba atrás, y como carecía con respecto a mí de toda noción de las que constituyen una persona, sus ojos, apenas vistos, ya me habían olvidado. ¿Me parecía tan hermosa quizá por haberla visto así, tan fugazmente? Puede ser. En primer término, la imposibilidad de pararnos junto a una mujer, el riesgo que corremos de no volver a encontrarla ningún día más, le infunden bruscamente el mismo encanto con que revisten a un determinado país la enfermedad o la falta de recursos que nos impiden visitarlo, o con que reviste a los días que nos quedan por vivir la idea del combate en que de seguro sucumbiremos. De modo que si no hubiera costumbre la vida debería parecer deliciosa a esos seres que estuviesen amenazados con morir en cualquier momento, es decir, a todos los humanos, Además, si la imaginación se siente arrastrada por el deseo de lo que no podemos poseer, su impulso no está limitado por una realidad perfectamente percibida en esos encuentros en que los encantos de una mujer que vemos pasar suelen estar en relación directa con lo rápido de su paso. A poco que obscurezca, y con tal que el coche vaya aprisa, en campo o en ciudad, no hay torso femenino mutilado, como un mármol antiguo, por la velocidad que nos arrastra y por el crepúsculo que lo ahoga, que no nos lance, desde un recodo del camino o desde el fondo de una tienda, las flechas de la Belleza; esa Belleza que sería cosa de preguntarse si en este mundo consiste en algo más que en la parte de complemento que nuestra imaginación, sobreexcitada por la pena, añade a una mujer que pasa, fragmentaria y fugitiva.

Si yo hubiera podido bajar del carruaje y hablar con la muchacha que pasaba, quizá me habría desilusionado cualquier imperfección de su cutis, que desde el coche no se podía ver. (Y, entonces, de pronto, todo esfuerzo para penetrar en su vida habríaseme representado cosa imposible. Porque la belleza no es más que una serie de hipótesis y la fealdad la reduce interponiéndose en aquel camino que veíamos ya abrirse hacia lo desconocido.) Quizá una sola palabra suya, una sonrisa, me habrían dado una clave o cifra inesperada para comprender la expresión de su rostro o de su porte, que inmediatamente me parecerían ya superficiales. Es muy posible, porque en mi vida me he encontrado con muchachas tan deliciosas como esos días en que estaba yo con una persona muy seria, de la que no podía separarme a pesar de los mil pretextos que inventaba; algunos años después de mi primer viaje a Balbec, en París, iba yo en coche con un amigo de mi padre, cuando vi una mujer andando muy de prisa en la obscuridad de la noche; se me ocurrió que era disparatado el perder por un motivo de cortesía mi parte de felicidad en la única vida que hay indudablemente; me apeé sin excusa alguna y me eché en busca de la desconocida; se me perdió en los cruces de las calles, di con ella en un tercero, y por fin, todo sin aliento, me vi cara a cara con la vieja señora de Verdurin, de la cual iba yo siempre huyendo, y que me dijo, muy contenta y extrañada: "¡Qué amabilidad tan grande haber corrido para venir a saludarme!"

Aquel año, en Balbec, siempre que tenía alguno de esos encuentros, aseguraba a mi abuela y a su amiga que mejor sería que me volviese a pie yo solo. Pero no querían dejarme bajar. Y entonces añadía esa guapa moza (mucho más difícil de volver a encontrar que un monumento, porque era anónima y móvil), a la colección de todas aquellas otras muchachas que me tenía yo prometido ver algún día de cerca. Sin embargo, hubo una que pasó varias veces por delante de mí, y en tales circunstancias, se me figuró que podría conocerla como yo quisiese. Era una lechera que iba de una casa de labor a llevar al hotel la nata que se necesitaba. Me creí que me había conocido, y, en efecto, me miraba con una atención motivada probablemente por el asombro que le causaba la atención mía. Al otro día me estuve toda la mañana descansando, y cuando a las doce entró Francisca a descorrer las cortinas me entregó una carta que habían dejado para mí en el hotel. No conocía yo a nadie en Balbec. Y no dudé un instante que aquella carta era de la moza de la leche. Pero, por desgracia, no había nada de eso: Bergotte, de paso en Balbec, estuvo a visitarme, y al enterarse de que estaba descansando me dejó unas líneas muy amables; y el liftman [44] puso en el sobre la dirección aquella que yo me figuré escrita por la lechera. Tuve una gran decepción, y la idea de que era cosa mucho más difícil y halagüeña tener una carta de Bergotte en nada me consoló de que no fuese de la lechera. Y ocurrió que a aquella muchacha no volví a verla más, como me sucedía con las otras que veía tan sólo yendo en coche. Y el ver a tanta moza y el perderlas a todas aumentaba el estado de agitación en que vivía; así, que llegué a juzgar muy sabios a esos filósofos que nos recomiendan que limitemos nuestros deseos (siempre que quieran hablar del deseo que nos inspiran las personas, porque ése es el único que, por aplicarse a lo desconocido consciente, puede causarnos ansiedad. Sería completamente absurdo suponer que la filosofía se refiera al deseo de las riquezas). Pero no me parecía del todo perfecto ese género de sabiduría, porque, al fin y al cabo, por esos encuentros se me aparecía más hermoso un mundo que deja crecer así en todos los caminos del campo unas flores tan vulgares y a la par tan raras, tesoros fugitivos del día, regalos del paseo, que dan sabor nuevo a la vida y que sólo por circunstancias contingentes que tal vez no se volvieran a repetir, no podía yo gozar ahora.

Pero quizá al esperar que algún día, con más libertad, pudiese yo encontrarme en otros caminos con muchachas de esas no hacía yo otra cosa sino empezar a falsear ese elemento, exclusivamente individual, que tiene el deseo de vivir junto a una mujer que nos pareció bonita; y por el mero hecho de admitir la posibilidad de que naciera artificialmente reconocía yo implícitamente su cualidad de ilusión.

Un día la señora de Villeparisis nos llevó a Carqueville, donde estaba esa iglesia toda cubierta de hiedra de que nos hablara, iglesia colocada en un otero y que domina al pueblo y al río con su puentecito de la Edad Media; mi abuela, figurándose que me agradaría quedarme yo solo para ver el monumento, propuso a su arraiga que fuesen a merendar a la pastelería, a aquella placita que se veía perfectamente desde allí, y que con su pátina dorada era como una parte de un objeto antiguo, distinta de las demás. Quedamos en que yo iría a buscarlas. Para reconocer una iglesia en aquel bloque de verdura que tenía delante me fue menester un esfuerzo que me puso más en contacto con la idea de iglesia; en efecto, lo mismo que esos estudiantes que cogen mejor el sentido de una frase cuando por medio de un ejercicio de versión o de tema los obligan a despojarla de las formas a que están acostumbrados, yo, que no solía necesitar esa idea de iglesia al verme delante de torres que se daban a conocer por sí mismas, ahora tenía que llamarla en mi auxilio constantemente con objeto de no olvidarme de que el arco que formaba aquella parte de la hiedra era el de una vidriera ojival y de que aquel saliente de las hojas se debía al relieve de un capitel. Pero entonces se movía un poco de viento, y hacía estremecerse a todo aquel pórtico, que se llenaba de ondulaciones temblorosas y sucesivas como oleadas de luz; las hojas se estrellaban unas contra otras, y la fachada vegetal, toda trémula, arrastraba acariciadoramente tras ella los pilares ondulantes y huidizos.

Al salir de la iglesia vi delante del puente viejo a unas muchachas del pueblo, que, sin duda, por ser domingo, estaban muy emperejiladas, diciendo cosas a los mozos que pasaban por allí. Había una peor trajeada que las otras, pero que, al parecer, tenía algún ascendiente sobre ellas —porque apenas si contestaba a lo que le decían—; alta, de aspecto más serio y voluntarioso, medio sentada en el resalto del puente, con las piernas colgando; tenía delante un cacharrito lleno de peces, acabados de pescar por ella probablemente. Era de tez morena y de ojos suaves, pero con la mirada desdeñosa para lo que tenía alrededor; la nariz, menuda, muy fina y deliciosa de forma. Posé la vista en su cara, y en rigor mis labios pudieron creerse que habían ido detrás de mi mirada. Pero no sólo quería yo llegar a su cuerpo, sino a la persona que vivía en él, esa persona con la que parece que entra uno en contacto cuando llama su atención, y en la que nos parece que penetramos cuando le sugerimos una idea.

Y aunque vi que mi propia imagen se reflejaba furtivamente en el espejo de la mirada de la hermosa pescadora, según un índice de refracción para mí tan desconocido como si se hubiese colocado en el campo visual de una cierva, aun dudé yo si había 'penetrado en el ser interior de la moza, si no me seguía tan cerrado como antes. Pero a mí no me habría bastado con que mis labios bebiesen el placer de los suyos, sino que también los míos habían de darle a ella ese placer; y del mismo modo deseaba yo que la idea de mí entrara en ese ser, que se prendiera a él, no sólo me ganara su atención, sino también su admiración y su deseo, que la obligara a conservar mi recuerdo hasta el día en que pudiese volver a encontrarla. Mientras tanto, estaba viendo a unos pasos de allí el sitio en donde me habría de esperar el coche de la señora de Villeparisis. No tenía a mi disposición más que un momento; además, veía que las muchachas empezaban ya a reírse de verme parado. Llevaba cinco francos en el bolsillo. Los saqué, y antes de explicar a la moza lo que le iba a encargar, para tener más probabilidades de que me hiciera caso, le enseñé la moneda.

—¿Querría usted hacerme un favor —dije a la pescadora—, ya que parece que es usted del pueblo? Es llegarse a fina pastelería que dicen que está en una plaza yo no sé dónde; debe de haber allí un coche esperándome. Mire usted: para no confundirse, pregunta usted si es el coche de la marquesa de Villeparisis. Pero no hay duda, ya lo verá usted; es un coche de dos caballos.

Esto es lo que yo quería que ella supiera, para que formase de mí muy buena idea. Pero en cuanto pronuncié las palabras "marquesa" y "dos caballos", de pronto me sentí muy tranquilo. Vi que la pescadora se acordaría de mí, y vi que se disipaba con mi temor a no volverla a encontrar nunca una parte de mi deseo de volverla a encontrar. Me pareció que acababa de tocar su persona con labios invisibles y que yo le había gustado. Y este violento adueñarme de su espíritu, esa posesión inmaterial le hicieron perder tanto misterio como le habría quitado la posesión física.

Bajamos hacia Hudimesnil; de repente me invadió esa profunda sensación de dicha que no había tenido desde los días de Combray; una dicha análoga a la que me infundieron, entre otras cosas, los campanarios de Martinville. Pero esta vez esa sensación quedó incompleta. Acababa de ver a un lado de] camino en la escarpa por dónde íbamos tres árboles que debían de servir de entrada a un paseo cubierto; no era la primera vez que veía ye aquel dibujo que formaban los tres árboles, y aunque no pude encontrar en mi memoria el lugar de donde parecían haberse escapado, sin embargo, me di cuenta de que me había sido muy familiar en tiempos pasados; de suerte que como mi espíritu titubeó entre un año muy lejano y el momento presente, los alrededores de Balbec vacilaron también, y me entraron dudas de si aquel paseo no era una ficción, Balbec un sitio donde nunca estuve sino en imaginación, la señora de Villeparisis un personaje de novela, y los tres árboles añosos, la realidad esa con que se encuentra uno al alzar la vista del libro que se estaba leyendo y que nos describía un ambiente en el cual se nos figuró que nos hallábamos de verdad.

Miré los tres árboles; los veía perfectamente, pero mi ánimo tenía la sensación de que ocultaban alguna cosa que no podía él aprehender; así ocurre con objetos colocados a distancia, que, aunque estiremos el brazo, nunca logramos más que acariciar su superficie con la punta de los dedos, sin poder cogerlos. Y entonces descansa uno un momento para alargar luego el brazo con más fuerza aún, a ver si llega más allá. Pero para que mi espíritu hubiese podido hacer lo mismo y tomar impulso habría sido menester que estuviera yo solo. ¡Cuánto me hubiese alegrado de poder aislarme un rato, como en los paseos por el lado de Guermantes, cuando me separaba de mis padres! Parecía como si algo me mandara hacerlo. Reconocía yo esa clase de placer, que requiere, es cierto, un determinado trabajo del pensamiento replegándose sobre sí mismo; pero esfuerzo muy grato comparado con esas mediocres satisfacciones del abandono y la renuncia. Tal placer, de cuyo objeto apenas si tenía un vago presentimiento y casi necesitaba crearlo yo mismo, lo sentía en muy raras ocasiones; pero cada vez que así ocurría que habían pasado hasta entonces se me figuraba que las cosas no tenían importancia y que haciéndome a su realidad me sería dable comenzar por fin la verdadera vida. Me puse la mano delante de los ojos para poder tenerlos cerrados sin que la señora de Villeparisis se diera cuenta Por un momento no pensé en nada, y luego, con el pensamiento concentrado, recogido con más fuerza, salté hacia adelante en dirección a aquellos tres árboles, o, mejor dicho, en aquella dilección interior en donde yo los veía dentro de mí mismo. Otra vez sentí tras ellos la existencia de un objeto conocido, pero vago, que no pude atraerme. Entretanto, el coche andaba y yo los veía acercarse. ¿En dónde los había visto ya? En los alrededores de Combray no había ningún paseo que empezara así. Tampoco cabía el lugar que me recordaban en aquel campo alemán donde fui un año a tomar aguas con la abuela. ¿Sería acaso que venían de unos años muy remotos de mi vida, borrado ya enteramente en mi memoria el paisaje que los rodeaba, y que, igual que esas páginas que se encuentra uno de pronto, todo emocionado, en un libro que creíamos no haber leído, eran lo único que sobrenadaba del libro de mi primera infancia? ¿Formaban parte, por el contrario, de esos paisajes de ilusión, siempre idénticos, al menos para mí, porque en mi caso el aspecto extraño de esos paisajes no era más que la objetivación en sueños del esfuerzo que hacía cuando despierto por llegar hasta el misterio que se escondía tras las apariencias de un lugar determinado donde yo lo presentía, o de ese otro esfuerzo para volver a introducir el misterio en un sitio que estuve deseando conocer mucho tiempo, y que me pareció superficial en cuanto logré verlo, como me pasó con Balbec? ¿Eran imagen recién desprendida de un sueño de la noche anterior, pero tan borrosa que me parecía venir de mucho más lejos? ¿O sería quizá que no los había visto nunca y que ocultaban tras su realidad una significación obscura, tan difícil de descubrir como un remoto pasado, y por ello al solicitarme para que profundizara en un pensamiento se me figuraba que reconocía un recuerdo? ¿O acaso no encerraban pensamiento alguno y el cansancio de mi vista era la causa de que se me representaran dobles en el tiempo, como a veces ve uno doble en el espacio? No lo sabía: Mientras tanto iban viniendo hacia mí; aparición mítica acaso, ronda de brujas o de normas que me proponían sus oráculos. Yo me creí más bien que eran fantasmas del pasado, buenos compañeros de mi infancia, amigos desaparecidos que invocaban nuestros comunes recuerdos. Y lo mismo que sombras, parecía como que me pedían que los llevara conmigo, que los devolviera a la vida. En sus ademanes sencillos y fogosos percibía yo la impotente pena de un ser amado que perdió el uso de la palabra y se da cuenta de que no podrá decirnos lo que quiere y de que nosotros no sabremos adivinarlo. En una encrucijada el coche los dejó atrás. El coche, que me arrastraba en dirección opuesta a lo único que yo consideraba como cierto, a lo que me hubiera hecho feliz de verdad, y se parecía en eso a mi vida.

Vi cómo se alejaban los árboles, agitando desesperadamente sus brazos, cual si me dijeran: "Lo que tú no aprendas hoy de nosotros nunca lo podrás saber. Si nos dejas caer otra vez en el camino ese desde cuyo fondo queríamos izarnos a tu altura, toda una parte de ti mismo que nosotros te llevábamos volverá por siempre a la nada". Y, en efecto, aunque más adelante encontré otra vez esa clase de placer y de inquietud que acababa de sentir, y una noche me entregué a él —tarde, sí, pero para siempre—, ello es que nunca supe lo que querían traerme esos árboles ni dónde los había visto. Y cuando el cache cambió de dirección, les volví la espalda y dejé de verlos, mientras que la señora de Villeparisis me preguntaba por qué estaba tan preocupado; me sentía tan triste como si acabara de morírseme un amigo, de morirme yo mismo, de renegar a un muerto o a un Dios.

Ya era hora de pensar en la vuelta. La señora de Villeparisis, que sentía la Naturaleza con más frialdad que mi abuela, pero con sentido para apreciar no sólo en los museos y en los palacios aristocráticos la belleza majestuosa y sencilla de ciertas cosas antiguas, decía al cochero que tomara por el camino viejo de Balbec, muy poco frecuentado, pero que tenía a los lados dos hileras de olmos que nos parecían admirables.

Cuando ya conocimos bien esa carretera antigua volvíamos, para variar, si es que a la ida no pasábamos por allí, por otro camino que cruzaba los bosques de Chantereine y Canteloup. La invisibilidad de los innumerables pájaros que se respondían de árbol a árbol por todos lados daba la misma impresión de descanso que cuando sé tienen los ojos cerrados. Encadenado a mi banqueta del coche como Prometeo a su roca, iba yo escuchando a aquellas mis Oceánidas. Y cuando veía por casualidad a alguno de los pájaros pasar por detrás de unas hojas, había tan poca relación aparente entre él y sus trinos, que yo me resistía a ver en ese cuerpecillo saltarín, asustado y ciego, la causa de los cantos.

Aquel camino era como tantos otros de esta clase que suelen encontrarse en Francia; subía una cuesta bastante pendiente, y luego iba descendiendo muy poco a poco, en un trecho muy largo. En aquellos momentos no me parecía muy seductor, me alegraba de volver a casa. Pero más tarde se me convirtió en fuente de alegrías porque se me quedó en la memoria como un recuerdo, en el que irían a empalmarse todos los caminos parecidos por donde yo había de pasar más adelante en paseos o viajes, sin solución de continuidad, y que, gracias a él, podía ponerse en comunicación con mi corazón. Porque en cuanto el coche o el automóvil se entrara por una de esas carreteras que semejase continuación de la que recorríamos con la señora de Villeparisis, mi conciencia actual encontraría para apoyarse como en su más reciente pasado (abolidos todos los años intermedios) las impresiones que sentía en aquellos atardeceres paseando por los alrededores de Balbec cuando las hojas olían tan bien e iba elevándose la bruma, cuando más allá del primer pueblecillo la puesta de sol entre los árboles era como otro pueblo más, forestal, distante, al que no podríamos llegar aquella misma tarde. Y esas impresiones, enlazadas con las que experimentaba ahora en otras tierras y caminos semejantes a aquéllos rodeadas de todas las sensaciones accesorias de respirar libremente, de curiosidad, de indolencia, de apetito y de alegría, a ellas inherentes, habían de reforzarse, habían de adquirir la consistencia de un tipo particular de placer, casi de un marco de vida con el que rara vez volvería a encontrarme y en el cual el despertar de los recuerdos colocaba en medio de la realidad percibida efectivamente una gran parte de realidad evocada, soñada e inasequible, que me inspiraba en esas regiones por donde cruzaba algo más que un sentimiento estético: el deseo pasajero, pero exaltado, de vivir allí para siempre. Y muchas veces la fragancia de una enramada ha bastado para que se me apareciera eso de ir sentado en una carretela frente a la marquesa de Villeparisis, y cruzarnos con la princesa de Luxemburgo, que le decía adiós desde su coche, y volver a cenar en el Gran Hotel, como felicidad inefable que ni el presente ni el porvenir pueden traernos y que no se disfruta más que una vez en la vida.

Muchas veces se hacía de noche antes de que estuviéramos de vuelta en Balbec. Yo, con mucha timidez, señalando a la lana, citaba a la señora de Villeparisis alguna frase bonita de Chateaubriand, de Vigny o de Hugo: "Difundía el viejo secreto de su melancolía", o "Llorando cual Diana junto a sus fuentes", o "La sombra era nupcial, augusta y solemne".

—¿Y eso le parece a usted bonito? —me preguntaba la marquesa—, ¿es decir, genial, según usted? Le diré a usted que a mí me asombra ver cómo se toman ahora en serio las cosas que los amigos de esos caballeros, aun haciendo plena justicia a sus méritos, eran los primeros en echar a broma. Entonces no se prodigaba el calificativo de genio como hoy, porque si ahora le dice usted a un escritor que no tiene más que talento, lo toma como una injuria. Me ha citado usted una gran frase del señor de Chateaubriand sobre la luz de la luna. Pues va usted a ver cómo ten— mis motivos para ser refractaria a su belleza. El señor de Chateaubriand iba mucho a casa de mi padre. Era simpático cuando no había gente, porque entonces se mostraba muy sencillo y entretenido; pero en cuanto había público comenzaba a darse tono y se ponía ridículo; sostenía delante de mi padre que le había tirado al rey a la cara su dimisión, y que había dirigido el cónclave, sin acordarse de que a mi propio padre le había encargado que suplicara al rey que lo volviese a aceptar y que había hecho pronósticos disparatados respecto a la elección del Papa. ¡Había que oír hablar de ese conclave al señor de Blacas que era otra clase de persona que el señor de Chateaubriand! Y las frases esas de la luna llenaron a ser en casa una institución gravosa. Siempre que había luna y hacía claro por los alrededores del castillo, si teníamos un invitado nuevo se le aconsejaba que se llevara al señor de Chateaubriand a dar una vuelta después de cenar. Y cuando volvían, a mi padre nunca se le olvidaba llevar aparte al invitado para decirle: "¿Qué, ha estado muy elocuente el señor de Chateaubriand?" "Sí, sí." "¿Con que le ha hablado a usted de la luz de la luna?" "¿Y cómo lo sabe usted?" "A que le ha dicho a usted" (y mi padre citaba la frase). "Es verdad; pero, ¿cómo se las arregla usted para…?" "Y también le habrá hablado a usted de la luna en la campiña romana." "¡Pero tiene usted poder de adivinación!" Mi padre no tenía tal facultad: era que el señor de Chateaubriand se contentaba con colocar siempre el mismo trocito, ya preparado.

Al oír el nombre de Vigny se echó a reír.

—¡Ah, sí! Ese decía siempre: "Soy el conde Alfredo de Vigny". Se puede ser conde o no, eso no tiene importancia.

Pero, sin embargo, debía de parecerle que alguna tenía, porque añadía luego:

—En primer término, no estoy segura de que lo fuese; y en todo caso no era de gran rama —el señor ese, que ha hablado en sus versos de su "cimera de noble". ¡Qué interesante es eso para el lector, y de qué buen gusto! Es lo mismo que Musset, un sencillo burgués de París, que decía enfáticamente: "El gavilán de oro que adorna mi casco". Un gran señor de verdad no dice nunca esas cosas. Pero por lo menos Musset tenía talento como poeta. Lo que es del otro, del señor de Vigny, nunca pude leer nada más que el Cincq Mars; sus otros libros se me caen de las manos. El señor de Molé, que tenía todo el ingenio y el tacto que le faltaba al señor de Vigny, lo arregló muy bien cuando entró en la Academia. ¿Cómo no conoce usted el discurso? Es una obra maestra de impertinencia y de malicia. Censuraba a Balzac, asombrándose de que admiraran sus sobrinos la pretensión de pintar una clase de la sociedad "donde no lo recibían" y de la que contó mil cosas inverosímiles. En cuanto a Víctor Hugo, nos decía que su padre, el señor de Bouillon, que tenía muchos amigos entre los jóvenes románticos, entró gracias a ellos al estreno de Hernani, pero no pudo aguantar hasta el final por lo ridículos que le parecieron los versos de ese escritor, que tenía talento, sí, pero tan exagerado, que si ha recibido el título de gran poeta es en virtud de un contrato ajustado, como recompensa a la interesada indulgencia que tuvo con las peligrosas divagaciones de los socialistas.

Ya veíamos el hotel y sus luces, tan hostiles la primera noche, la de la llegada, y ahora gratas y protectoras, anunciadoras del hogar. Y cuando el coche llegaba a la puerta, el portero, los grooms, el lift, solícitos, ingenuos, un poco inquietos por nuestra tardanza, allí apiñados en la escalinata, esperándonos, eran ya, convertidos en cosa familiar, seres de esos que cambian muchas veces en el curso de nuestra vida, conforme cambiamos nosotros, pero en los cuales nos encontramos con placer, fielmente, amistosamente, reflejados mientras que dure ese espacio de tiempo en que son espejo de nuestras costumbres. Y los preferimos a amigos que llevamos sin ver mucho tiempo, porque contienen en mayor proporción que ellos algo de lo que nosotros somos actualmente. Únicamente el botones, que estuvo todo el día aguantando el sol, había entrado, por miedo al fresco de la noche, y puesto allí en medio del hall de cristales, todo cubierto de lana, con su cabellera amarilla y la coriácea flor color rosa de su cara, traía sal ánimo el recuerdo de una planta de estufa protegida contra el rigor del frío. Bajábamos del coche ayudados por un número de criados mucho mayor del que en realidad hacía falta, pero era porque todos se daban cuenta de la importancia de la escena y deseaban representar algún papel en ella. Yo sentía un hambre atroz. Así que muchas veces, para no retrasar la cena, no subía a mi cuarto (el cual acabó ya por convertirse en mío de verdad, y ahora, al ver los cortinones de color violeta y las estanterías bajas, me encontraba a solas con ese yo nuestro que se reflejaba por fin en las cosas como en las personas de allí) y esperábamos los tres en el hall a que el maestresala viniese a decirnos que ya estábamos servidos. Era para nosotros una ocasión más de oír a la señora de Villeparisis.

—Estamos abusando de usted —decía mi abuela.

—Nada de eso, estoy encantada, me gusta mucho —respondía su amiga con zalamera sonrisa, afinando la voz y en melodioso tono, que hacía contraste con su sencillez acostumbrada.

Y es que, en efecto, en esos instantes no era natural; se acordaba de su educación, de los modales aristocráticos con que una gran señora debe mostrar a la gente de clase media de que se alegra de estar un rato con ellos y que no es orgullosa. Y la única falta de verdadera cortesía que en ella se podía observar era precisamente su exceso de cortesía; porque en eso se transparentaba ese hábito profesional de la dama del barrio de Saint-Germain que sabe que a esos amigos suyos de la burguesía tendrá que dejarlos descontentos alguna vez, y aprovecha ávidamente todas las ocasiones en que le es posible inscribir en su libro de cuentas con ellos un anticipo de crédito que poco más tarde compense en el debe el hecho de no haberlos invitado a una reunión o a una comida. El genio de su casta social había moldeado antaño a la marquesa de un modo definitivo, y no sabía que las circunstancias eran ahora muy distintas y las personas muy otras, y que en París podría permitirse el gusto de vernos a menudo en su casa; de modo que ese genio de raza la' impulsaba con febril ardor, como si el tiempo que se le concedía para ser amable fuera ya muy poco, a multiplicar con nosotros mientras estábamos en Balbec los regalos de rosas y de melones, los libros prestados, los paseos en coche y las efusiones verbales. Y de ahí que al igual del esplendor deslumbrante de la playa, que el llamear multicolor y los reflejos suboceánicos de los cuartos del hotel, y que las lecciones de equitación con que unos hijos de comerciante eran, deificados cual Alejandro de Macedonia, se me hayan quedado en la memoria como características de la vida de playa las amabilidades diarias de la señora de Villeparisis y también la facilidad momentánea, estival, con que las aceptaba mi abuela.

—Dé usted los abrigos para que se los suban.

Mi abuela se los daba al director, y yo, como estaba agradecido a él por sus atenciones conmigo, me desesperaba ante esa falta de consideración de mi abuela, que molestaba al director.

—Me parece que ese señor se ha molestado —decía la marquesa—. Probablemente es que se considera demasiado aristócrata para coger sus abrigos. Me acuerdo aún, era yo muy pequeñita, de cuando el duque de Némours entraba en casa de mi padre, que ocupaba el último piso del palacio Bouillon, con un gran paquete de cartas y periódicos debajo del brazo. Todavía me parece que veo al príncipe con su frac azul allí en la puerta (que por cierto tenía unos adornos muy bonitos en madera; creo que era Bagard quien hacia eso, esas molduritas tan finas, que el ebanista les daba forma de capullos y flores como los nudos que se hacen con la cinta para atar un ramo). "Tenga usted, Ciro —decía a mi padre—; esto me ha dado el portero para usted. Me ha dicho:

—"Ya que va usted a casa del señor conde, no vale la pena de que suba Yo dos pisos más; pero tenga usted cuidado de no deshacer el nudo." Bueno, ahora que ya se desembarazó usted de los abrigos, siéntese usted aquí —decía a mi abuela cogiéndola de la mano:

—No, en ese sillón, no, si le es a usted lo mismo. Es pequeño para dos, pero para mí sola es muy grande; no estaré a gusto.

—Me recuerda usted, porque era exactamente igual que éste, un sillón que tuve mucho tiempo, pero que al cabo no pude conservar, porque se lo había regalado a mi madre la duquesa de Praslin. Mi madre, a pesar de ser la persona más sencilla del mundo, como tenía ideas de esas de otros tiempos y que a mí ya entonces no me entraban bien en la cabeza, no quiso a lo primero dejarse presentar a la duquesa de Praslin, que era una simple señorita Sebastiani, y ésta, por su parte, como era duquesa, se creía que ella no debía ser la que buscara la presentación. Y en realidad —añadía la señora de Villeparisis, olvidándose de que ella no distinguía ese género de matices— esa pretensión era insostenible como no hubiese sido una Choiseul. Los Choiseul son una casa de primera, proceden de una hermana del rey Luis el Gordo, eran soberanos de verdad en Basigny. Comprendo que nosotros le llevamos ventaja por nuestros enlaces y por el brillo, pero la antigüedad de las familias es poco más o menos la misma. Hubo incidentes cómicos por esta cuestión de precedencia, como un almuerzo que hubo que servir con un retraso de más de una hora, que fue todo el tiempo que se necesitó para convencer a una de esas señoras de que se dejara presentar. Pues a pesar de todo eso se hicieron muy amigas, y la duquesa regaló a mi madre un sillón como ése, en el que nadie se quería sentar, como le ha pasado a usted ahora. Un día mi madre oye entrar un coche en el patio de nuestra casa, y pregunta; a un criado quién es. "Es la, señora duquesa de La Rochefoucauld, señora condena." "Muy bien, que suba." Pasa un cuarto de hora, y no aparece nadie. "Bueno; pero, ¿dónde está la señora duquesa de La Rochefoucauld, no había venido?" "Está en la escalera, soplando, sin— poder subir más, señora condesa", dijo el criadito, que hacía poco había llegado del campo, donde mi madre tenía la costumbre de buscar su servidumbre. Muchas veces eran gente que había visto nacer. Así es como puede uno tener criados decentes. Y ése es el primero de los lujos. Bueno; pues, en efecto, la duquesa de La Rochefoucauld iba subiendo con mucho trabajo, porque —era enorme; tan enorme, que, cuando entró, mi madre estuvo preocupada un momento pensando en dónde la acomodaría. En aquel instante cayó su mirada sobre el sillón que le había regalado la señora de Praslin. "Hálame usted el favor de sentarse", dijo mi madre, empujando el sillón hacia la duquesa. La duquesa lo llenó hasta el borde. A pesar de ese aspecto imponente, era bastante agradable. Un amigo nuestro decía que al entrar en un salón siempre causaba efecto. "Sobre todo, al salir", respondía mi madre, que muchas veces tenía salidas un poco atrevidas para nuestra época. Hasta en la misma casa de la duquesa se gastaba bromas relativas a sus enormes proporciones, y ella era la primera en reírse. Un día mi madre fue a visitar a la duquesa; a la puerta del salón la recibió el duque, y mi madre no vio a su esposa, que estaba en el vano de un balcón. "¿Está usted solo? Creí que estaba la duquesa, pero no la veo." "¡Qué amable es usted!", contestó el duque, que era un hombre de los de menos discernimiento que yo he conocido, pero que a veces tenía gracia.

Después de cenar, cuando subía a mi cuarto con la abuela, le decía yo que las buenas cualidades con que nos seducía la señora de Villeparisis, tacto, finura, discreción, olvido de sí misma, no debían de ser de gran valor, puesto que la gente que sobresalía en esas condiciones no pasaron de ser Molés y Loménies, y en cambio, el no tenerlas, por desagradable que fuera en el trato diario, no estorbó para llegar a lo que fueron Chateaubriand, Vigny, Hugo y Balzac, vanidosos de poco juicio que se prestaban mucho a la broma, como Bloch. Pero al oír el nombre de Bloch, mi abuela se indignaba. Y me hacía el elogio de la señora de Villeparisis. Como dicen que en materia amorosa lo que determina las preferencias de cada individuo es el interés de la especie, y que para que el niño tenga una constitución perfectamente normal el instinto lleva a las mujeres delgadas hacia los hombres gordos y al contrario, mi abuela, impulsada también aunque inconscientemente, por el interés de mi bienestar, amenazado por los nervios y por mi enfermiza tendencia a la tristeza y al aislamiento, colocaba en primera fila esas facultades de ponderación y de juicio, propias no sólo de la señora de Villeparisis, sino de una parte de la sociedad donde me era dable hallar distracción y tranquilidad; sociedad semejante a aquella en donde floreció el talento de un Doudan, de un Rémusat, por no decir de una Beausergent, de un Joubert o de una Sevigné, porque esa clase de talento proporciona mayor ventura y dignidad en la vida que los refinamientos opuestos, que llevaron a un Baudelaire, a un Poe, a un Verlaine o a un Rimbaud a sufrir dolores y desconsideraciones que mi abuela no quería para mí. Corté sus palabras para darle un abrazo, y le pregunté si se había fijado en algunas frases de la señora de Villeparisis, en las que se transparentaba la mujer que tiene su linaje en mucha más estima de lo que dice. Y así, sometía yo a mi abuela todas las impresiones, porque yo nunca sabía el grado de consideración debido a una persona hasta que ella me lo indicaba. Todas las noches le llevaba yo los apuntes que durante el día hiciera de los seres inexistentes que no eran la abuela misma. Una vez le dije que no podría vivir sin ella.

—No, no, eso no —me contestó con voz alterada—. Hay que tener el corazón más fuerte. Porque entonces, ¿qué iba a ser de ti el día que yo me fuera de viaje? Al contrario, serás juicioso y feliz.

—Sí, seré juicioso si te vas nada más que por unos días; pero me los pasaré contando las horas.

—¿Y si me voy por unos meses… (sólo de oírlo se me encogía el corazón), o por años…, o por…?

Los dos nos quedábamos callados y no nos atrevíamos á mirarnos. Pero a mí me causaba mayor dolor su angustia que la mía. Así, que me acerqué al balcón y dije a mi abuela muy distintamente, mirando a otro lado:

—Ya sabes tú que yo soy un ser de costumbres. Los primeros días que paso separado de las personas que más quiero estoy muy triste; pero luego, sin dejar de quererlas, me voy acostumbrando, la vida se vuelve otra vez tranquila y grata, y resistiría unaseparación de meses, de años…

Pero no pude seguir y me puse a mirar a la calle sin decir nada. La abuela salió de la habitación un momento. Al otro día empecé a hablar de filosofía con tono de gran indiferencia, pero arreglándomelas para que la abuela se fijara en mis palabras y dije que era muy curioso ver cómo después de los últimos descubrimientos científicos el materialismo estaba en ruinas, y que de nuevo se consideraba como muy probable la inmortalidad de las almas y su futura reunión en la otra vida.

La señora de Villeparisis nos dijo que ahora ya no podríamos vernos tan a menudo porque un sobrino suyo que se preparaba para ingresar en la escuela de Saumur, y que estaba de guarnición cerca de Balbec, en Donciéres, iba a venir a pasar unas semanas de licencia con ella y le robaría mucho tiempo. Durante nuestros paseos la marquesa nos había hablado de su sobrino alabándonos su mucha inteligencia y, sobre todo, su buen corazón; yo me figuraba que le iba a inspirar simpatía, que sería su amigo favorito, y como antes de que llegara su tía dejó entrever a mi abuela que el muchacho, desgraciadamente, había caído en manos de una mala mujer que le había trastornado el seso y no lo soltaría nunca., yo, convencido de que esa clase de amores acaba fatalmente en locura, crimen o suicidio me daba a pensar en el poco tiempo que estaba reservado a nuestra amistad, tan grande ya en mi alma aunque todavía no había visto al amigo, y sentía mucha pena por ella y por las desgracias que la esperaban, como ocurre con un ser querido del que nos acaban de decir que está gravemente enfermo y que tiene los días de vida contados.

Una tarde muy calurosa estaba yo en el comedor del hotel; lo habían dejado medio a obscuras para protegerlo del calor echando las cortinas, que el sol amarilleaba, y por entre sus intersticios dejaba pasar el azulado pestañeo del mar; en esto vi por el tramo central que va de la playa al camino a un muchacho alto, delgado, fino de cuello, cabeza orgullosamente echada hacia atrás, de mirar penetrante, dorada tez y pelo tan rubio como si hubiera absorbido todo el oro del sol. Llevaba un traje de tela muy fina, blancuzca, como nunca me figuré yo que se atreviera a llevarlo un hombre, y que evocaba por su ligereza el frescor del comedor a la par que el calor y el sol de fuera; iba andando de prisa. Tenía los ojos color de mar, y de uno de ellos se descolgaba a cada momento el monóculo. Todo el mundo se quedaba, mirándolo con curiosidad, porque sabían que este marquesito de Saint-Loupen-Bray era famoso por su elegancia. Los periódicos habían descrito el traje que llevó poco antes, cuando sirvió de testigo en un duelo al duque de Uzes. Parecía como si la calidad tan particular de su pelo, de sus ojos, de su tez y de su porte, que lo harían distinguirse en el seno de una multitud como precioso filón de ópalo luminoso y azulino embutido en una materia grosera, hubiese de corresponder a una vida distinta de la de los demás hombres. Y por eso, antes de aquellas relaciones que disgustaban a la señora de Villeparisis, cuando se lo, disputaban las mujeres más bonitas del gran mundo, su presencia, por ejemplo, en una playa al lado de la renombrada beldad a quien estaba haciendo la corte, no sólo ponía a ella en el foco de la atención, sino que atraía también muchas miradas sobre su persona. Por su gran chic, por su impertinencia de joven "gomoso", por su hermosura física, había quien le encontraba un aspecto un tanto afeminado, pero sin echárselo en cara, porque era muy conocido su ánimo varonil y su apasionada afición a las mujeres. Aquel era el sobrino de que nos hablara la señora de Villeparisis. A mí me encantó la idea de que iba a tratarlo durante unas semanas, y estaba muy seguro de que me ganaría por completo su afecto. Atravesó todo el hotel como si fuera persiguiendo a su monóculo, que revoloteaba por delante de él como una mariposa. Venía de la playa, y el mar, cuya franja subía hasta la mitad de las vidrieras del hall, le formaba un fondo en el que se destacaba su figura, como esos retratos en que los pintores modernos, sin traicionar la observación exactísima de la vida actual, escogen para su modelo un marco apropiado: campo de polo, de golf o de carreras, o puente de yate, para dar un equivalente moderno de esos lienzos donde los primitivos plantaban una figura humana en el primer término de un paisaje. A la puerta lo esperaba un coche de dos caballos; y mientras que su monóculo volvía a danzar en la soleada calle, el sobrino de la señora de Villeparisis, con la misma elegancia y maestría que un pianista encuentra ocasión de mostrar en una cosa sencillísima en la que parecía imposible que pudiese revelarse superior a un ejecutante de segunda fila, cogió las bridas que le entregaba el cochero, se sentó a su lado, y al mismo tiempo que abría una carta que le entregara el director del hotel, hizo arrancar a los caballos.

Los días que siguieron tuve una gran decepción cada vez que me lo encontraba en el hotel o en la calle —cuellierguido, equilibrando constantemente los movimientos del cuerpo con arreglo a su monóculo bailarín y escurridizo, que parecía su centro de gravedad—, al darme cuenta de que no quería acercarse a nosotros, y vi que no nos saludaba aunque sabía muy bien que éramos amigos de su tía. Y acordándome de lo amables que conmigo estuvieron la señora, de Villeparisis y antes el señor de Norpois, se me ocurrió que quizá no eran más que nobles de mentira, y que en las leyes que gobiernan a la aristocracia debe de haber un artículo secreto en que se permita a las damas y a algunos diplomáticos que falten en su trato con los plebeyos, por urea razón misteriosa, a esa altivez que un marquesito tiene que practicar implacablemente. Mi inteligencia me habría dicho todo lo contrario. Pero la característica de esa edad ridícula porque yo pasaba —edad nada ingrata, sino muy fecunda— es que no se consulta a la inteligencia y que los mininos atributos de los humanos nos parece que forman arte indivisible de su personalidad. La tranquilidad es cosa desconocida, porque está uno siempre rodeado de monstruos y dioses. Y casi todos los ademanes que entonces hacemos querríamos suprimirlos más adelante. Cuando, al contrario, lo que debía lamentarse es no tener ya aquella espontaneidad que nos los inspiraba. Más tarde se ven las cosas de un modo más práctico, más en conformidad con las demás gentes, pero la adolescencia es la única época en que se aprende algo.

Esa insolencia que adivinaba yo en la persona del señor de Saint-Loup, con toda la rudeza natural que llevaba consigo, resultó comprobada, por la actitud que tomaba cada vez que pasaba por nuestro lado, con el cuerpo muy erguido, la cabeza echada atrás y la mirada impasible, más aún que impasible, y todavía no basta, implacable, porque de ella faltaba hasta ese vago respeto que se merecen los derechos de las demás criaturas aunque no conozcan a la tía de uno; ese derecho en virtud del cual mi actitud ante una señora anciana difería de mi actitud ante un farol. Esos modales de hielo estaban a mucha distancia de aquellas cartas encantadoras que, según me imaginaba yo unos días antes, habría de escribirme el marqués para decirme cuán simpático le era; a la misma que están las verdaderas ovaciones de la Cámara de la posición mediocre y pobre de un hombre de imaginación que se figura haber levantado los ánimos del Congreso y del pueblo con un discurso inolvidable, y que luego, después de haber soñado en alta voz, cuando se calman las falsas aclamaciones, se encuentra tan poca cosa como antes.

Cuando la señora de Villeparisis, sin duda para tratar de borrar la mala impresión que nos había hecho la apariencia de su sobrino, y que revelaba un temperamento orgulloso y malo, vino a hablarnos de la inagotable bondad de su sobrino-nieto (porque era hijo de una sobrina suya, tenía unos años más que yo), me admiré de la facilidad con que se atribuyen en este mundo condiciones de buen corazón a los que más seco lo tienen, por más que en otras ocasiones sean amables con las personas brillantes que forman parte de su ambiente social. Y la misma señora de Villeparisis añadió, aunque indirectamente, una confirmación a esos rasgos esenciales del carácter de su sobrino, que a mí ya no me cabían dudas, un día en que me los encontré a los dos en un camino muy estrecho y no tuvo más remedio que presentarme a él. Pareció como que no oía que le estaban nombrando a una persona, pues no se movió ni un músculo de su rostro; ningún resplandor de simpatía humana cruzó por su mirada; sólo mostraron sus ojos una exageración en la insensibilidad e inanidad del mirar, sin lo cual no se hubieran diferenciado en nada de espejos sin vida. Luego, mirándome fijamente y con dureza, como si quisiera enterarse bien de quién era yo antes de devolverme su saludo, por un movimiento brusco, que más bien parecía efecto de un reflejo muscular que acto de voluntad, alargó el brazo en toda su longitud y me tendió la mano a distancia, creando entre él y yo el mayor intervalo posible. Cuando al día siguiente me pasaron su tarjeta creí que era para un duelo. Pero no me habló más que de literatura, y después, de un largo rato de charla declaró que tenía muchos deseos de que todos los días pasáramos juntos algunas horas. En aquella visita no sólo dio pruebas de una afición vehemente a las cosas de la inteligencia, sino que me hizo patente una simpatía que se compaginaba muy mal con el saludo del día antes. Luego, cuando vi que saludaba de esa manera siempre que le presentaban a alguien, comprendí que era una simple costumbre de sociedad, propia de un sector de su familia y a cuya mecánica corporal lo había habituado su madre, que tenía interés en que estuviese admirablemente educado; hacía esos saludos sin fijarse en que los hacía, como no se fijaba en sus trajes o en sus caballos, siempre hermosos; eran cosa tan exenta de la significación moral que yo le atribuí al principio, y tan puramente artificial como otra costumbre que tenía: la de pedir que le presentaran inmediatamente a los padres de cualquier persona con quien trabara conocimiento, y tan instintiva ya, que al día siguiente de nuestra conversación, al verme se lanzó sobre mí, y sin decirme siquiera buenos días me pidió que le presentara a mi abuela, que estaba a mi lado, con la misma rapidez febril que si esa demanda obedeciese a algún instinto defensivo, como ese acto inconsciente de parar un golpe o de cerrar los ojos cuando vemos un chorro de agua hirviente, rapidez que nos preserva de un peligro que nos hubiera alcanzado un segundo después.

Y en cuanto pasaron los primeros ritos de exorcismos, lo mismo que un hada arisca se quita su primera apariencia y se presenta revestida de encantadoras gracias, vi cómo se convertía aquel ser desdeñoso en el muchacho más amable y más atento que conociera. "Bueno —me dije para mí—, me he equivocado, fui víctima de un espejismo; pero he triunfado del primero para caer en otro, porque seguramente éste es un gran señor enamorado de su nobleza y que quiere disimularla." Y en efecto, al cabo de poco tiempo, por detrás de la encantadora educación de Saint-Loup y de toda su amabilidad había de transparentarse para mí otro ser, pero completamente distinto de lo que yo me sospechaba. Aquel joven, con su aspecto de aristócrata y de sportsman desdeñoso, no sentía curiosidad ni estima más que por las cosas de la inteligencia, especialmente por esas manifestaciones modernistas de la literatura y del arte, que tan ridículas parecían a su tía; además, estaba imbuido de lo que ella llamaba las declamaciones socialistas, poseído de un gran desprecio hacia su casta y se pasaba horas y horas estudiando a Nietzsche y a Proudhon. Era uno de esos "intelectuales", muy prontos de admiración, que se encierran en un libro y no se preocupan más que de pensar elevadamente. Tanto, que la expresión en el joven Saint-Loup de esta tendencia muy abstracta, y que lo alejaba tanto de mis preocupaciones usuales, aunque me parecía conmovedora, me cansaba un poco. Y confieso que cuando me enteré bien de lo que había sido su padre, los días siguientes a mi lectura de unas memorias relativas a ese famoso conde de Marsantes, resumen de la elegancia especial de una época ya pasada, y me sentí con el ánimo lleno de sueños y deseoso de saber detalles de la vida que llevara el señor de Marsantes, me dio rabia que Roberto de Saint-Loup, en vez de limitarse a ser el hijo de su padre, en vez de ser capaz de guiarme por las páginas de aquella novela anticuada que fue su vida, se hubiese encumbrado hasta la admiración a Nietzsche y a Proudhon. Su padre no hubiera compartido esta idea mía. Era también hombre muy inteligente, que pasaba de las usuales fronteras de su vida de hombre de mundo. Apenas si tuvo tiempo de conocer a su hijo, pero su deseo vivísimo fue que valiera más que él. Y yo creo que, a diferencia de las demás personas de la familia, le hubiese admirado, alegrándose de que abandonara por la austera meditación aquellos motivos de liviana diversión que él tuvo, —y que sin decir nada, con su modestia de gran señor inteligente, habría leído a escondidas los autores favoritos de su hijo para apreciar bien la superioridad de Roberto.

Pero, en cambio, ocurría una cosa muy lamentable: mientras que el señor de Marsantes, por su amplitud de criterio, habría admirado a un hijo tan distinto de él como Roberto, en cambio mi amigo, como era de esas personas que se representan el mérito unido siempre a determinadas formas de arte y de vida, conservaba un recuerdo afectuoso, sí, pero un poco despectivo de aquel padre que no se preocupó en toda su vida más que de cacerías y carreras, que bostezaba oyendo a Wagner y tenía pasión por Offenbach. Saint-Loup no era lo bastante inteligente para comprender que el valor intelectual no tiene nada que ver con la adhesión a una determinada fórmula estética, y la intelectualidad de su padre le inspiraba un desdén análogo al que hubiesen podido sentir hacia Labiche o Boieldieu un hijo de Labiche o un hijo de Boieldieu que practicaran fervorosamente una literatura de lo más simbólico o una música de suma complicación.

"Apenas si he conocido a mi padre —decía —Roberto—. Dicen que era un hombre exquisito. Su desgracia fue vivir en una época tan deplorable. Nacer en el barrio de Saint-Germain y vivir en la época de La hermosa Elena es una catástrofe para la vida de un hombre. Quizá de haber sido un burgués de poca monta, fanático del "Ring", hubiese dado de sí otra cosa. Me dijeron que hasta le gustaba la literatura, aunque quién sabe si es verdad, porque lo que entendía por literatura es una serie de obras ya muertas."

Conmigo ocurría que yo consideraba a Roberto un poquito demasiado serio, y él, en cambio, no comprendía por qué no tenía yo más seriedad. Juzgaba todas las cosas por el peso de inteligencia que contienen, y como no se daba cuenta de los encantos de imaginación que encierran ciertas cosas que él estimaba frívolas, se extrañaba de que a mí —porque me juzgaba muy superior a él— me pudieran interesar. Ya desde los primeros días Saint-Loup conquistó a mi abuela, no sólo porque se ingeniaba para darnos incesantes pruebas de bondad, sino por la naturalidad con que lo hacía, como todas esas cosas. Y la naturalidad —sin duda porque en ella se siente la naturaleza bajo la capa del arte humano— era la cualidad favorita de mi abuela, tanto en los jardines, donde no le gustaba ver, como en el de Combray; arriates muy regulares, como en la cocina, en cuyo arte detestaba las "obras complicadas", que apenas si dejan reconocer los alimentos con que están hechas, y lo mismo en interpretación pianística, que no le agradaba muy esmerada y lamida; hasta tal punto, que tenía particular complacencia por las notas enlazadas, por las notas falsas de Rubinstein. Saboreaba mi abuela esa naturalidad hasta en los trajes de Saint-Loup, de fina elegancia, sin ninguna "gomosería" ni "artificio", sin almidón ni tiesura. Aun apreciaba más a aquel muchacho rico por la manera descuidada y libre que tenía de vivir con lujo, sin "olor a dinero", sin darse ninguna importancia; y le parecía deliciosa esa naturalidad hasta cuando se manifestaba por la incapacidad —que Saint-Loup conservaba, y que, por lo general, desaparece con la niñez al propio tiempo que ciertas particularidades fisiológicas de esa edad de dominar el gesto de modo que no se reflejen las emociones en la cara. Cualquier cosa que deseara, cualquier cosa con la que no había contado, aunque fuera un cumplido, determinaba en él un placer tan brusco, tan fogoso, tan volátil y tan expansivo,, que le era imposible contener y ocultar su impresión; inmediatamente le señoreaba el rostro un gesto de agrado; tras la finísima piel de sus mejillas se transparentaba vivo rubor, y sus ojos reflejaban confusión y alegría; y a mi abuela la emocionaba mucho ese gracioso aire de franqueza y de inocencia, que en Saint-Loup, por lo menos en la época en que nos hicimos amigos, era del todo sincero. Pero he conocido a otra persona, y como ella hay muchas, cuyo pasajero rubor responde a una sinceridad fisiológica, pero no por eso excluye la doblez moral; y muchas veces es tan sólo muestra de cuán vivamente sensibles al placer, hasta el punto de verse desarmados delante de él y obligados a confesárselo a los demás, son ciertos caracteres capaces de las peores villanías. Pero donde más adoraba mi abuela la sencillez de Saint-Loup era en su manera de confesar sin rodeos lo simpático que yo le era, simpatía que expresaba con palabras tales que a ella misma decía que no se le habrían ocurrido otras más justas y cariñosas, palabras dignas de la firma "Sévigné y Beausergent"; no sentía cortedad para burlarse de mis defectos que había discernido en seguida con finura que encantó a mi abuela—, pero cariñosamente, lo mismo que lo hubiera hecho ella, y exaltando luego mis buenas cualidades con acaloramiento y naturalidad, exentas por completo de esa reserva y frialdad con la que suelen creer que se dan importancia los mozos de sus años. Y mostraba tan vigilante atención para evitarme cualquier molestia, para echarme una manta por las piernas sin que yo me diera cuenta, en cuanto refrescaba, para quedarse conmigo más tarde que de costumbre si me veía triste o malhumorado, que a mi abuela ya llegó a parecerle excesiva desde el punto de vista de mi estado de salud —porque quizá me convenía menos mimo—; pero, en cambio, considerada como prueba de afecto a mí, le llegaba al corazón.

Muy pronto quedó convenido entre nosotros que éramos amigos íntimos y para siempre; Roberto hablaba de "nuestra amistad" como si se refiriera a alguna cosa importante y deliciosa que tuviese existencia fuera de nosotros mismos, y en seguida llegó a llamarla la mayor alegría de su vida: la mayor, claro es, después del amor que sentía por su querida. Sus palabra me causaban un sentimiento como de tristeza, y no sabía qué contestar, porque la verdad era que cuando estaba hablando con él —e indudablemente lo mismo me pasaba con los demás— no me era posible sentir esa felicidad que gozaba en cambio cuando estaba yo solo, sin compañía alguna. Porque en esos momentos en que no había nadie a mi lado, a veces sentía afluir de lo hondo de mi ser alguna impresión de esas que me causaban delicioso bienestar. Pero en cuanto estaba con alguien, en cuanto me ponía a hablar con un amigo, mi espíritu daba media vuelta, de modo que mis pensamientos se dirigían ya a mi interlocutor y no a mí, y en cuanto seguían ese orden inverso dejaban de procurarme placer alguno. Cuando me separaba de Saint-Loup iba yo poniendo cierto orden, con ayuda de las palabras, en aquellos minutos confusos que había pasado con él — me decía a mí mismo que tenía un amigo de verdad, que eso es una cosa rara; pero el sentirme rodeado de cosas difíciles de adquirir me causaba una sensación opuesta al placer que en mí era natural: opuesta al placer de haber extraído de mi alma para llevarla a plena claridad una cosa que estaba allí encerrada en su penumbra. Si me había pasado dos o tres horas hablando con Roberto de Saint-Loup, que admiro mucho lo que yo le dije, sentía luego una especie de remordimiento, de cansancio y de pesar por no haberme estado yo solo y en disposición de trabajar por fin. Entonces me replicaba que no sólo es uno inteligente para sí mismo, que a los espíritus más excelsos les gustó ser estimados, y que no podía considerar como horas perdidas aquéllas que pasé en construir un elevado concepto de mí en el ánimo de mi amigo; me convencía fácilmente de que debía tenerme por feliz y deseaba con vivo ardor no perder nunca ese motivo de felicidad precisamente porque no la había sentido realmente. Los bienes cuya desaparición más teme uno son aquellos que existen fuera de nosotros porque el corazón no llegó a apoderarse de ellos. Me sabía yo capaz de poner en práctica todas las virtudes de la amistad mejor que muchos (porque yo siempre colocaba el bien de mis amigos por delante de mis intereses personales, de los cuales no prescinden nunca otras personas, y que para mí no existían); pero no podía alegrarme un sentimiento que en vez de agrandar las diferencias existentes entre mi alma y las de los demás —esas que existen entre todas las almas—, contribuiría a borrarlas. En cambio, a ratos mi pensamiento discernía en Saint- Loup un ser general, el "noble", que a modo de espíritu interno regía el movimiento de sus miembros, ordenaba sus acciones y ademanes; y en esos momentos, aunque estaba en su compañía, me sentía solo como delante de un paisaje cuya armonía comprendiera mi ánimo. No era ya más que un objeto que mis ideas querían profundizar bien. Y experimentaba gran alegría, pero no de amistad, sino de inteligencia, cada vez que volvía a encontrar en mi amigo ese ser anterior, secular, el aristócrata que Roberto no quería ser. Y en la agilidad moral y física que revestía de tanta gracia a su amabilidad, en la soltura con que ofrecía su coche a mi abuela y la ayudaba a subir, en la destreza con que saltaba del pescante cuando temía que tuviese yo frío, para echarme por los hombros su propio abrigo, veía yo algo más que la flexibilidad hereditaria de esos grandes cazadores que desde muchas generaciones atrás eran los antepasados de ese muchacho que no aspiraba a otra cosa que a la intelectualidad, algo más que ese desdén hacia las riquezas, que en él se aliaba al amor a la riqueza porque dé esa manera podría obsequiar mejor a sus amigos y lo capacitaba para poner todo el lujo de que él disponía a sus pies con aire indiferente; veía yo sobre todo la certidumbre o la ilusión que tuvieron esos grandes señores de ser "más que los demás", por lo cual no ligaron a Saint-Loup ese deseo de mostrar que se "es tanto como los demás", ese miedo a mostrarse demasiado afectuoso, que en él no se daba nunca y que afea tan torpe y desdichadamente las más sinceras amabilidades plebeyas. Me censuraba yo a veces por ese placer de tomar a mi amigo como una obra de arte, por considerar el funcionamiento de todas las partes de su persona como armoniosamente gobernado por una idea general de la que dependía, pero que a él le era desconocida, y que, por consecuencia, no añadía nada nuevo a sus cualidades peculiares, a ese valor personal de inteligencia y moralidad que en tanto estimaba Saint-Loup.

Y sin embargo, ese mérito personal suyo estaba en cierto modo condicionado por tal idea. Esa actividad mental, esas aspiraciones socialistas que lo impulsaban a reunirse con jóvenes estudiantes presuntuosos y mal vestidos, parecían en él mucho más puras y desinteresadas que en esos otros muchachos precisamente porque Roberto era un aristócrata. Como se consideraba heredero de una casta ignorante y egoísta, hacia Saint-Loup porque le perdonasen su origen aristocrático aquellos amigos, cuando precisamente lo buscaban ellos por la seducción que" les ofrecía su linaje, aunque lo disimulaban fingiéndose con él fríos y hasta insolentes. De donde resultaba que Saint- Loup era el que tenía que dar los primeros pasos para buscarse unas amistades que hubieran dejado estupefactos a mis padres, porque, en su opinión y según la sociología de Combray, lo que hubiera debido hacer Roberto era huir de ellas. Un día estábamos los dos sentados en la arena de la playa, cuando oímos salir de una caseta de lona, a nuestro lado, imprecaciones contra el bullir de israelitas que infestaban a Balbec. "No se puede dar dos pasos sin tropezar con un judío. No es que yo sea irreductiblemente hostil por principios a la nacionalidad judía, pero aquí hay ya plétora de ellos. No se oye más que: "¡Eh, Efraim, mira, soy yo Jacob! Parece que está uno en la calle de Aboukir" Por fin salió de la caseta el individuo que tronaba contra los judíos, y alzamos la vista para ver al antisemita. Era mi camarada Bloch. Saint-Loup me pidió en seguida que recordara a Bloch que se habían conocido en los exámenes del bachillerato, donde Bloch tuvo premio de honor, y luego en una Universidad popular.

Alguna vez me sonreía yo al observar en Roberto el rastro de las lecciones de los jesuitas: por ejemplo, en el azoramiento que le causaba el miedo a molestar a un amigo, cuando alguna de sus amistades intelectuales incurría en un error mundano o hacía una cosa ridícula, a lo que él no atribuía ninguna importancia, pero que hubiese hecho ruborizarse al otro, caso de haberse dado cuenta de la falta. Y Roberto era el que se ponía encarnado, como si fuese el culpable; así ocurrió, por ejemplo, el día que Bloch le prometió ir a verlo al hotel; diciéndole:

—Pero como no me gusta estar esperando entre el lujo falso de esos asilos de caravanas y los tziganes [45] me ponen malo, haga usted el favor de decir al laift que los mande callar y que le avise a usted. Yo no tenía ningún interés en que Bloch fuese a nuestro hotel. Estaba en Balbec; pero no él solo, sino con sus hermanas, que tenían una corte de parientes y amigos. Y esa colonia judía era más pintoresca que agradable. Ocurría con Balbec lo que ocurre, según las clases de geografía, con algunas naciones como Rusia o Rumania, esto es, que allí la población israelita no goza del mismo favor ni ha llegado al mismo grado de asimilación que en París, por ejemplo. Los parientes de Bloch iban siempre juntos, sin mezcla de ningún otro elemento; y cuando sus primas y sus tíos, con correligionarios de ambos sexos, se dirigían al Casino, las unas hacia "el baile" y los otros bifurcando hacia el baccarat [46] , formaban una comitiva perfectamente homogénea y enteramente distinta de la gente que los veía pasar; gente que se los encontraba allí todos los años y que nunca cambiaba un saludo con ellos ni el círculo de los Cambremer, ni el clan del magistrado, ni burgueses ricos o pobres, ni siquiera los tratantes en granos de París, cuyas hijas, guapas, altivas, burlonas y francesas como la escultura de Reims, no querían mezclarse a esa horda de mozuelas mal educadas que llevaban la preocupación de la moda de "playa" hasta el punto de que siempre parecía que volvían de pescar quisquillas o de bailar el tango. En cuanto a los hombres, a pesar del brillo de los smokings y de los zapatos de charol, lo exagerado de su tipo traía a la memoria esas rebuscas llamadas "acertadas" de los pintores que, teniendo que ilustrar los Evangelios o Las mil y una noches, piensan en el país donde ocurre la escena y ponen a San Pedro o a Alí Babá precisamente la misma cara que tenía el "tío" más gordo de Balbec. Bloch me presentó a sus hermanas; las trataba muy bruscamente, cortándoles la palabra de pronto; pero ellas se reían a carcajadas de cualquier fanfarronada de su hermano, el cual era objeto de su admiración e idolatría. De modo que es posible que el ambiente de esa familia tuviese como otro cualquiera, o aun en mayor grado, sus encantos, sus buenas cualidades y sus virtudes. Pero para sentir todo eso hubiera sido menester entrar en él. Y no agradaba a la gente, cosa que ellos notaban y en la que veían la prueba de un antisemitismo al que hacían frente en falange compacta y cerrada, falange en que además nadie intentaba abrirse paso.

Lo de lift pronunciado laift no me sorprendió, porque unos días antes Bloch me preguntó a qué había ido yo a Balbec (en cambio, la presencia suya allí le parecía naturalísima), si era con "la esperanza de hacer buenas amistades"; y como yo le respondiera que ese viaje obedecía a un deseo mío antiquísimo, aunque no tan fuerte como el que tenía de ir a Venecia, me repuso él: "Sí, claro, para tomar sorbetes con señoronas guapas y hacer como que se lee las Stones of Venaice, de lord John Ruskin, pelmazo aburridísimo, uno de los hombres más latosos que existen". De manera que Bloch creía evidentemente que en Inglaterra todos los individuos del sexo masculino son lores, y además que la letra i se pronuncia siempre ai. A Saint-Loup este defecto de pronunciación no le pareció nada grave, porque lo consideraba como falta de una de esas nociones casi de buena sociedad, que mi amigo poseía a fondo y despreciaba afondo también. Pero el temor de que Bloch llegara a enterarse un día de que Ruskin no era lord y de que se dice Venice y se imaginara, retrospectivamente, que había hecho el ridículo delante de Roberto, lo puso en situación de culpable, cual si hubiese faltado a la indulgencia que siempre desbordaba y el rubor que algún día había dé asomar a las mejillas de Bloch cuando averiguara su error lo sintió él en su rostro anticipadamente y por reversibilidad. Porque pensaba, y con razón, que Bloch atribuía a esas cosas más importancia que él. Y así lo demostró Bloch algún tiempo después, un día que me oyó decir lift, interrumpiéndome:

—¡Ah, con que se dice lift!

Y añadió, en tono seco y altanero.

—Lo mismo da, no tiene ninguna importancia.

Frase que parece un movimiento reflejo; frase común a todos los hombres de mucho amor propio, lo mismo en las circunstancias más graves que en las más ínfimas de esta vida: frase que delata, corno en este caso, lo importante que parece la cosa de que se trate a aquél que la declara sin importancia; frase que es la primera que se escapa, y ¡cuán desgarradora entonces!, de los labios dé toda persona un poco orgullosa cuando al negarle un favor le acaban de arrancar la última esperanza a que se aferraba: "Bueno, lo mismo da, no tiene importancia, ya me las arreglaré de otra manera"; esa otra maniera, a la que se ve empujado por una cosa que no tiene importancia, puede ser el suicidio.

Luego Bloch me dijo cosas muy amables. Se veía que deseaba estar muy atento conmigo. Sin embargo, me preguntó:

"Oye, ¿te tratas tanto con Saint-Loup-en-Bray por ganas de elevarte hacia la nobleza, aunque sea una nobleza un poco olvidada, porque tú eres muy cándido? ¡Debes de estar pasando una buena crisis de snobismo! ¿Qué, eres ya snob? Sí, ¿verdad?" Y no es que de pronto hubiese cambiado su deseo de estar amable, no. Pero eso que se llama en francés bastante incorrecto la "mala educación" era su defecto capital, y, por consecuencia, defecto del que no se daba cuenta: de modo que no creía que pudiera chocar a los demás. Tan maravillosa es en el género humano la frecuencia de virtudes idénticas para todos como la multiplicidad de defectos que parecen particulares de un ser determinado. Indudablemente, lo que más abunda no es el sentido común, como se suele decir, sino la bondad. Se asombra uno al verla florecer solitaria en los rincones más remotos y extraviados, como amapola de un valle apartado igual a todas las demás amapolas del mundo, ella que no las ha visto nunca y que jamás conoció otra cosa que el viento cuando estremece su encarnado capirote solitario. Aun cuando esa bondad, paralizada por el interés, no se ejercite, existe, y siempre que no le estorbe el movimiento un móvil egoísta, por ejemplo, durante la lectura de una novela o de un periódico, abre sus pétalos y se vuelve, hasta en el corazón del que, asesino en la realidad, conserva su sensibilidad tierna de lector de folletín, hacia el débil, hacia el justo o el perseguido. Pero no menos admirable que la semejanza de las virtudes es la variedad de los defectos. Todo el mundo tiene los suyos, y para seguir queriendo á una persona no tenemos más remedio que no hacer caso de ellos y desdeñarlos en favor de las demás cualidades. La persona más perfecta tiene siempre un determinado defecto que choca o da rabia. Este es un hombre extraordinariamente inteligente, lo juzga todo desde un punto de vista muy elevado, nunca habla mal de nadie, pero se le olvidan en el bolsillo las cartas que uno le confió porque él mismo se brindó a llevarlas, y luego nos hace perder una cita importantísima, sin excusarse siquiera sonriente, porque tiene a prurito el no saber nunca qué hora es. Otro hay finísimo, muy cariñoso, de tan delicadas maneras, que nunca os dirá dé vosotros mismos más que las cosas que puedan seros gratas; pero bien se siente que hay otras que, se calla; que se le quedan dentro, agriándose, otras cosas muy distintas, y tal placer tiene en veros, que antes lo mata a uno dé fatiga que dejarle solo.

Un tercero, en cambio, tiene más sinceridad; pero la lleva al extremo, porque en ocasión en que nos excusamos de no haber ido a verlo porque estábamos malos insiste en que nos enteremos de que aquel mismo día nos vieron camino del teatro y con muy buena cara; o nos dice que apenas si le ha sido provechosa una gestión que hicimos por él, que ya otros tres le iban a hacer el mismo favor, y, por consiguiente, que tiene poco que agradecernos. En estos dos últimos casos el amigo de más arriba hubiese hecho como que no sabía que estuvimos en el teatro y se habría callado que otras personas le podían prestar el mismo favor. Y ese amigo sincero siente la imperiosa necesidad de ir a contar o a repetir a alguien la cosa que más nos contraría, se queda encantado de su franqueza y 'dice firmemente: "Yo soy así". Los hay que nos molestan con su curiosidad exagerada o con su absoluta falta de curiosidad, tan grande que ya puede uno hablarles de los más graves acontecimientos, seguro de que no saben de qué se trata; otros tardan meses en contestarnos si nuestra carta se refería a una cosa que a nosotros nos importaba y a ellos no; algunos nos anuncian que van a ir a preguntarnos una cosa, y cuando uno se queda en casa sin salir, por temor a que vengan y no nos hallen, resulta que nos hacen esperar semanas y semanas todo porque no contestamos a su carta, porque no era menester, y se figuran que nos hemos enfadado. Personas hay que consultan sus deseos y no los ajenos, de suerte que hablan sin dejarnos abrir la boca, cuando están contentas y tienen ganas de vernos; pero cuando se sienten cansadas por el tiempo, o de mal humor, no hay medio de sacarles una palabra, oponen a todo esfuerzo una lánguida inercia y no se toman la molestia de responder ni siquiera por monosílabos a lo que está uno diciendo, como si no Hubiesen oído. Cada uno de nuestros amigos tiene sus defectos y para seguir queriéndolo es menester hacer por consolarnos de esos defectos pensando en su talento, en su bondad o en su cariño; o prescindir de ellos desplegando toda nuestra buena voluntad en esta empresa Desgraciadamente, nuestra complaciente obstinación en no ver el defecto del amigo se ve siempre superada por la obstinación suya en mostrarlo, ya por ceguedad propia, ya porque crea que los ciegos somos nosotros. Porque o no ve él su defecto, o se imagina que no lo ven los demás. Como el peligro de desagradar proviene sobre todo de la dificultad de apreciar cuales cosas se notan y cuáles no, por lo menos por —prudencia no debiera uno hablar nunca de sí n mismo, porque ése es un tema donde de seguro la visión nuestra y la ajena no coinciden nunca. El descubrir la verdadera vida del prójimo, el universo real bajo el universo aparente, nos causa tanta sorpresa como visitar tina casa de buena apariencia y encontrarla llena de cadáveres, de riquezas y de ganzúas; y no es menor la sorpresa sentida cuando, en vez de la imagen nuestra que nos habíamos formado al oír hablar de nuestro carácter a los demás, nos enteramos, por lo que esas mismas personas dicen cuando no estamos delante, de la imagen enteramente distinta que en sí llevan de nosotros y de nuestra vida. De modo que cada vez que acabamos de hablar de nosotros no podemos saber si nuestras palabras, prudentes e inofensivas, escuchadas con aparente cortesía e hipócrita aprobación serán o no motivo de comentarios furiosos o regocijantes, pero desfavorables en todo caso. El menor de los peligros que corremos es el de irritar a los que nos oyen, cocí esa desproporción que hay siempre entre la idea que de nosotros tenemos y nuestras palabras; desproporción que convierte las cosas que dice la gente de sí misma en algo tan risible como esos canturreos de los falsos aficionados a la música que sienten necesidad de tararear tina melodía que les gusta, compensando la insuficiencia de su inarticulado murmullo con una mímica enérgica y un gesto de admiración en ningún modo justificado por lo que nos están cantando. A la mala costumbre de hablar de sí mismo y de los propios defectos hay que añadir, como formando bloque con ella, ese otro hábito de denunciar en los caracteres de los demás defectos análogos a los nuestros. Y se está constantemente hablando de los dichos defectos, como si fuera esto una especie de rodeo para hablar de sí mismo, en el que se juntan el placer de confesar y el de absolverse. Y es que nuestra atención, fija en lo más característico de nuestro ser, nota también esa cualidad en los demás mucho antes que las otras. Habrá miope que diga de otro—: "¡Si apenas puede abrir los ojos!"; a este enfermo del pecho le ofrece duda la integridad pulmonar del individuo más fuerte; un hombre poco aseado no hace más que hablar de los baños que no toman los demás; el que huele mal sostiene que allí donde está hay un olor que apesta; ve por todas partes maridos engañados el marido engañado, mujeres casquivanas la mujer casquivana, snobs el snob.

Y pasa con cada vicio lo que con cada profesión, y es que exigen y desarrollan un determinado saber que se ostenta con gusto. El invertido descubre en seguida a los invertidos; el modista invitado a una reunión, apenas ha empezado a hablar con uno cuando ya está valorando la clase del paño de su traje, y se le van los dedos, sin querer, a palpar la tela y reconocer su calidad; y si se está un rato de conversación con un dentista y se le pregunta qué es lo que opina de uno, nos dirá cuántos dientes tenemos echados a perder.

Para él nada hay más importante; para vosotros, que ya os habéis fijado en la dentadura suya, nada más ridículo. Y no sólo nos figuramos que los demás son ciegos cuando nos ponemos a hablar de nosotros, sino que procedemos como si en realidad lo fueran. Para cada uno de nosotros parece que hay un dios que oculta su defecto o le promete su inversibilidad; ese dios que cierra los ojos y las narices a la gente que se lava, respecto a la raya de grasa que llevan en las orejas y al olor a sudor que echan, persuadiéndolos de que pueden pasear impunemente ambos defectos por el mundo sin que nadie los note. Y los que llevan perlas falsas o las regalan se figuran siempre que todos las tomarán por buenas. Bloch era un muchacho mal educado, neurasténico, snob y de familia poco estimada; de modo que soportaba como en el fondo del mar las incalculables presiones con que lo abrumaban no sólo los cristianos de la superficie, sino las capas superpuestas de castas judías superiores a la suya, cada una de las cuáles hacía pesar todo su desprecio sobre la in inmediatamente inferior. Para llegar hasta la región del aire libre atravesando familias y familias judías hubiese necesitado Bloch millares de años. Así, que más valía buscarse la salida por otro lado.

Cuando Bloch me habló de la crisis de snobismo que yo debía de estar pasando y me pidió que le confesara si era ya snob, pude haberle contestado muy bien: "Si lo fuese, no te trataría". Pero me limité a decirle que era muy poco amable. Quiso excusarse, pero con arreglo a la táctica del mal educado, que se alegra mucho de desdecirse de sus palabras porque así tiene ocasión de agravarlas.

—Perdóname —me decía ahora cada vez que me veía—, te he hecho sufrir, te he torturado, he sido malo contigo. Y sin embargo —porque el hombre en general, y tu amigo en particular, es un animal muy raro—, no te puedes imaginar el cariño que te tengo, yo que te hago rabiar tan cruelmente. Tanto, que a veces hasta lloro —pensando en ti.

Y se le escapaba un sollozo.

Lo que me extrañaba en Bloch aún más que sus malos modales era lo desigual de la calidad de su conversación. Aquel muchacho tan exigente, que llamaba estúpidos latosos e imbéciles a los' escritores de fama, se ponía a veces a contar con tono muy divertido anécdotas que no tenían la menor gracia, y citaba a una persona enteramente mediocre como "sumamente curiosa". Ese doble rasero para medir el ingenio, el mérito y el interés de las gentes me asombró hasta que conocí al señor Bloch padre.

Yo creí que nunca lograríamos el honor de conocerlo, por Bloch hijo había hablado mal de mí a Saint-Loup, y a mí me habló mal de Roberto. Le dijo que yo fui siempre terriblemente snob. "Sí, sí, está encantado porque conoce al señor Lengrandin Y lo pronunció con muchas eles, cosa que en Bloch era a la par indicio de ironía y de literatura. Saint-Loup, que nunca había oído ese nombre, se quedó asombrado: "¿Y quién es?" "¡Ah!, una persona muy bien", respondió Bloch riéndose y metiéndose las manos en los bolsillos de la americana, convencido de que en aquel momento estaba contemplando el pintoresco aspecto de un extraordinario hidalgo de provincia, junto al cual no eran nada los Barbey d'Aurevilly. Se consolaba de no saber describir al señor Legrandin pronunciando su nombre con muchas eles y saboreándolo como un vino trasañejo.

Pero esos goces eran puramente subjetivos y no llegaban a conocimiento de los demás A Saint-Loup le habló mal de mí y a mí no me habló mucho mejor de Saint-Loup. Nos enteramos detalladamente de estos chismes al día siguiente, y no porque nos fuésemos a contar Saint-Loup y de las palabras de Bloch, cosa que nos hubiera parecido fea, sino porque Bloch, figurándose que era natural y casi inevitable que así lo hiciéramos, inquieto y seguro de que no nos iba a decir nada que ya no supiésemos, prefirió tomar la delantera y, llevándose aparte a Saint-Loup, le confesó que había hablado mal de él adrede, para que se lo dijeran, y le juró por "el Cronion Zeus, guardián de los juramentos", que lo quería mucho y que daría su vida por él, al mismo tiempo que se secaba una lágrima. Aquel mismo día se las arregló para verme a mí solo, se confesó, ', me dijo que lo había hecho en defensa de mi propio interés, porque él creía que cierta clase de relaciones mundanas me perjudicarían, y que yo valía "más que todo eso". Luego, cogiéndome la mano con sentimentalismo de borracho, aunque su borrachera era de nervios, me dijo: "Créemelo, que la funesta Ker se apodere de mí al instante y me haga entrar por las puertas de Hades, odiosas a los humanos, si no es verdad que ayer, pensando en ti, en Combray, en el cariño que te tengo y en algunas tardes del colegio de las que tú ya no te acordarás siquiera, no me pasé toda la noche llorando. Sí, toda la noche, te lo juro; y lo peor es que no lo creerás, porque yo conozco el corazón humano". Yo, en efecto, no me lo creía; y el juramento por "la Ker" no añadía peso alguno a esas palabras, que iba inventando según hablaba, porque el culto helénico era en Bloch puramente literario. Además en cuanto comenzaba a ponerse sentimental y deseaba hacer enternecerse a los demás por cualquier embuste, decía que lo juraba, más bien por histérica voluptuosidad de mentir que por tener interés en que le prestaran crédito. No creí nada de lo que me dijo, pero no le guardé rencor, porque había heredado yo de mi madre y de mi abuela la incapacidad para ese sentimiento, aun en el caso de culpas mucho mayores, y no sabía condenar a nadie.

Además, el tal Bloch no era un mal muchacho del todo, y en ocasiones tenía rasgos de bondad. Y desde que se extinguió casi la raza de Combray, esa raza de la que salían seres absolutamente intactos, como mi madre y mi abuela, en esta vida no me ha sido dable elegir más que entre brutos honra os, insensibles y leales, que con sólo su metal de voz denotan que no se preocupan lo más mínimo de nuestra vida, y otra clase de hombres, que mientras están con nosotros nos comprenden, nos quieren, se enternecen con nuestras cosas casi hasta llorar y que aunque unas horas después se tomen la revancha haciendo un chiste cruel a costa nuestra, vuelven otra vez tan comprensivos, tan simpáticos, asimilados a uno por el momento como antes; y yo creo que prefiero, si no la moralidad, por lo menos el trato de esta segunda clase de gente.

—No puedes imaginarte lo que sufro pensando en ti —siguió Bloch—. Quizá en el fondo sea debido a lo poco de judío que llevo dentro— añadió irónicamente, contrayendo la pupila como si tratase de dosificar al microscopio una cantidad infinitesimal de sangre judía, y lo mismo que habría podido decirlo —aunque éste no lo hubiese dicho— un gran señor francés que entre sus ascendientes, todos de cepa cristiana, quisiera contar a Samuel Bernard o a la Virgen Santísima, de la que se dicen descendientes los Levíes.

—Me gusta —continuó— tener en cuenta, al analizar mis sentimientos, lo poco que puedan influir en ellos mis orígenes judíos. —Pronunció esa frase porque le parecía cosa gallarda y atrevida el decir la verdad sobre su linaje, verdad que al mismo tiempo atenuó mucho, como los avaros que se deciden a quitarse sus deudas de encima, pero no se resuelven a pagar más que la mitad. Esta clase de falsificaciones, que consiste en tener la audacia de proclamar la verdad, pero acompañándola en buena proporción de algunas mentiras que la adulteran, está más extendida de lo que se cree, y ocurre hasta en los que no la practican a menudo, cuando ciertas ocasiones de la vida, esencialmente unos amores, les dan pie para entregarse a ella. Todas estas diatribas confidenciales de Bloch a Saint-Loup contra mí y a mí contra Saint-Loup acabaron invitándonos a ir a cenar a su casa. No me consta que antes no hiciera una tentativa para llevarse a Saint-Loup sólo. Verosímilmente esta tentativa debe de ser probable, pero no tuvo éxito, porque un día nos dijo a los dos: "Tú, maestro, y usted, caballero amado de Ares, de Saint-Loup-en-Bray, dominador de caballos, porque jinete os vi hoy en la ribera de Anfitrite, toda resonante de espuma, junto a la tienda de los Menier, los de las naves veloces, ¿quieren ustedes venir un día de esta semana a cenar a casa de mi ilustre padre, el del corazón irreprochable?" Nos invitaba porque así tenía esperanza de intimar más con Saint-Loup, que acaso le ayudara a penetrar en el mundo aristocrático. Ese deseo, en caso de haberlo concebido yo, le habría parecido a Bloch de un repugnante snobismo, muy de acuerdo con la opinión que tenía de un aspecto de mi personalidad, que, por lo menos hasta aquí, consideraba secundario; pero, en cambio, ese deseo sentido por él se le antojaba prueba de una admirable curiosidad de su inteligencia, ansiosa de ciertos cambios de región social que acaso le fueran de utilidad literaria. El señor Bloch padre, cuando le dijo su hijo que había invitado a cenar a un amigo suyo, cuyo nombre y título pronunció con tono de sarcástica satisfacción: "El marqués de Saint-Loup-en-Bray", se sintió violentamente conmovido, y exclamó, usando de la interjección que en él indicaba la prueba máxima de deferencia social: "¡Caray! ¡El marqués de Saint-Loup-en-Bray!" Y lanzó a su hijo, a aquel ser capaz de echarse esos amigos, una mirada admirativa— que significaba: "Es un muchacho prodigioso. ¿Será posible que sea mi hijo?"; mirada que causó a mi compañero de estudios tanto agrado como si su padre le hubiese aumentado su asignación mensual en diez duros. Porque Bloch no se sentía muy considerado en su casa, y se daba cuenta de que su padre lo miraba como a un chico descarriado a causa de su constante admiración por Leconte de Lisle, Heredia y otros "bohemios". Pero el tratarse con Saint-Loup, cuyo padre fue presidente del Canal de Suez, era un éxito indiscutible, ya lo creo. Todos lamentaron mucho haberse dejado en París por miedo de que se estropeara con el viaje, el estereoscopio. El señor Bloch era el único individuo de la familia que tenía el arte, o por lo menos el derecho, de manejar dicho aparato. Cosa que sólo hacía muy de tarde en tarde, después de pensarlo bien, los días de gala, en que alquilaban criados extraordinarios. De modo que de aquellas sesiones emanaba para los que a ellas asistían una como distinción a favor de privilegiados, y para el amo de la casa que las daba, prestigio análogo al que confiere el talento, y que no habría podido ser mayor aun cuando las vistas las hubiese tomado el propio señor Bloch y el aparato fuese de su invención. "¿No estuvisteis ayer en casa de Salomón?" decía algún pariente de los Bloch a otro. "No, yo no era de los elegidos. ¿Qué hubo?" "¡Huy!, gran aleo, el estereoscopio, todo el monumento." "¡Ah!, pues entonces siento no haber estado, porque dicen que Salomón es único para explicar las vistas." "¡Qué quieres! —dijo el Sr. Bloch a su hijo—, no hay que darlo todo de un golpe; así le quedará alguna cosa que ver en casa." Se le había ocurrido, inspirada por su cariño paterno y por el deseo de enternecer a su hijo, la idea de mandar traer a Balbec el aparato. Pero no había "tiempo material", o, mejor dicho, se creyó que no iba a haber tiempo. Pero hubo que celebrar la comida porque Saint-Loup no tenía momento libre; estaba esperando a un tío suyo que iba a ir a pasar dos días con la señora de Villeparisis. Como este señor era muy dado a los ejercicios físicos, sobre todo a las excursiones largas, la mayor parte del camino entre el castillo donde estaba veraneando y Balbec la haría a pie, durmiendo de noche en las casas de labor, de manera que no se sabía exactamente cuándo llegaría. Y Saint- Loup no se atrevía a moverse; tanto que me encargó a mí que fuese a Incauville, donde había telégrafo, a poner el telegrama que mandaba diariamente a su querida. El tío a quien esperaba mi amigo se llamaba Palamedio, nombre heredado de los príncipes de Sicilia, que eran ascendientes suyos. Más adelante, cuando me he encontrado en mis lecturas históricas con un podestá o un príncipe de la Iglesia que llevaba ese nombre, hermosa medalla del Renacimiento —hay quien dice que es antigua—, que nunca salió de la familia y que pasó de descendientes en descendientes desde el gabinete del Vaticano al tío de mi amigo, sentí el mismo placer reservado a esas personas que por no tener dinero bastante para formarse una colección de medallas o una pinacoteca, rebuscan nombres viejos (nombres de lugar, documentales y pintorescos como un mapa antiguo, una perspectiva caballera, una muestra de tienda o un fuero consuetudinario, nombre de pila donde se oye resonar, en las hermosas finales francesas, el defecto de habla, la entonación de una vulgaridad étnica, la pronunciación viciosa con que nuestros antepasados impusieron a los vocablos latinos y sajones mutilaciones persistentes que pasaron luego a ser augustas legisladoras de las gramáticas), y que gracias a esas colecciones de vocablos antiguos se dan conciertos a sí mismos, a la manera de los que se compran violas de gamba o de amor para tocar música antigua con instrumentos antiguos. Me dijo Saint-Loup que su tío se distinguía hasta en la sociedad aristocrática más imperante, por ser dificilísimamente accesible y muy desdeñoso: infatuado con su nobleza, formaba con su cuñada y otras cuantas personas selectas lo que la gente llamaba el círculo de los Fénix. Y tan temido era por sus insolencias, que se contaba cómo una vez unos aristócratas que querían conocerlo acudieron con esta demanda a su propio hermano, que se negó a hacerlo. "No, no me pida usted que le presente a mi hermano Palamedio. Aunque nos pusiéramos a la obra mi mujer y yo y todos, no sacaríamos nada. O se arriesga uno a que esté inoportuno, y no quiero dar lugar a eso." En el Jockey él y unos amigos habían hecho una lista de doscientos socios del Club a los que no se dejarían presentar nunca. Y en casa del conde de París lo conocían por el apodo del "Príncipe", a causa de su elegancia y su orgullo.

Saint-Loup me habló de la bien pasada juventud de su tío. Todos los días llevaba mujeres a un cuarto de soltero que tenía puesto con otros dos amigos de tan buena figura como él, por lo cual los llamaban las tres Gracias.

—Un día, un hombre que hoy está muy bien mirado en el barrio de Saint-Germain, como diría Balzac, pero que tuvo una primera época bastante molesta por sus extrañas aficiones, pidió a mi tío que lo dejara visitar aquel piso. Pero apenas llegó se declaró, no a ninguna mujer, sino a mi tío Palamedio. Éste hizo como que no entendía bien; llamó aparte, con un pretexto cualquiera, a sus dos amigos, y luego entre los tres cogieron al culpable, lo desnudaron, le dieron una buena paliza hasta qué le saltó sangre, y lo echaron afuera a puntapiés, y eso con un frío de diez, bajo cero; lo encontraron en la calle medio muerto; tanto, que la justicia abrió sumario, y al desgraciado le costó muchísimo que no siguiera la cosa adelante. Hoy día mi tío no sería capaz de un castigo tan cruel; al contrario, no te puedes imaginar el número de hombres del pueblo que protege, y se encariña con ellos, él tan orgulloso con los aristócratas, aunque luego le paguen de mala manera. A veces a un criado que lo ha servido en un hotel le da una colocación en París; otras costea el aprendizaje de un oficio a un hombre del campo. Ese es el lado bueno de mi tío, por contraste con el aspecto del hombre de mundo.

Porque Saint-Loup pertenecía a esa clase de muchachos aristócratas colocados en una altitud donde es posible que nazcan esas expresiones: "Es lo que tiene de bueno, ese es su lado bueno", semillas harto preciosas que muy pronto determinan una manera de concebir las cosas sin la cual uno no vale nada y "el pueblo" lo es todo; es decir, todo lo contrario del orgullo plebeyo. Según me contaba Roberto, no es posible figurarse cómo su tío, cuando joven, daba el tono y dictaba la ley a todo el mundo.

—Él, por su parte, hacía siempre lo que le parecía más agradable y cómodo, pero en seguida lo imitaban los snobs. Si se le ocurrió tener sed estando en el teatro y mandó que le trajeran algo que beber al palco, ya se sabía que a la semana siguiente en todos los antepalcos habría refrescos. Un verano muy lluvioso se sintió un poco reumático, y se encargó un gabán de vicuña muy fina, pero de mucho abrigo, que sólo se emplea para mantas de viaje, y respetó el dibujo de la tela a rayas azul y naranja. Los grandes sastres recibieron inmediatamente encargos de abrigos a rayas y con mucho pelo. Si por cualquier motivo quería quitar solemnidad a una comida en una casa de campo donde estaba pasando el día, y para indicar ese matiz no llevaba frac y se sentaba a la mesa de americana, se ponía de moda cenar de americana en las casas de campo. Comía un pastel, y si 'en vez de cuchara utilizaba un tenedor o un cubierto de su invención, que había encargado a un platero, o lo cogía con los dedos, ya no era, lícito comer pasteles de otra manera. Sintió deseos de volver a oír determinados cuartetos de Beethoven (porque, con todas sus ideas absurdas, no es ningún bruto, ni mucho menos, y tiene talento), y mandó a unos músicos que fueran a su casa un día por semana para tocar esas obras, que oía él con unos cuantos amigos. Y aquel año se consideró como suprema elegancia dar reuniones íntimas donde se ejecutaba música de cámara. ¡Me parece que no debe de haberse aburrido en este mundo! ¡Con su buen tipo, las mujeres no le habrán faltado, no! Ahora, que no se sabe cuáles, porque es discretísimo. Yo sé que ha engañado mucho a mi pobre tía. Pero eso no obstaba para que fuese muy bueno con ella; la adoraba y la ha llorado muchos años. Cuando está en París suele ir al cementerio casi a diario.

Al día siguiente de esta conversación que tuve con Roberto, mientras que él estaba esperando inútilmente a su tío, iba yo por delante del casino hacia el hotel, cuando tuve la sensación de que alguien que no estaba muy lejos de mí me miraba. Volví la cabeza y vi a un hombre de unos cuarenta años, muy alto y grueso, de bigotes muy negros; aquel señor se daba golpecitos en el pantalón, nerviosamente, con un junquillo y clavaba en mí unos ojos dilatados por la atención. Por esos ojos cruzaban de vez en cuando miradas de extremada actividad, propias sólo de los hombres que se ven delante de una persona desconocida, la cual, por cualquier motivo, les inspira ideas que no se le ocurrirían a otro, por ejemplo, locos o espías. Me lanzó una postrera ojeada, atrevida, prudente, rápida y profunda, todo a la vez, como la última estocada antes de emprender la fuga, y después de mirar a su alrededor adoptó una actitud de hombre distraído y altanero, y volviéndose bruscamente se puso a leer un cartel de teatro, absorbiéndose en esta tarea, mientras que tarareaba una canción y se arreglaba la rosa del ojal. Sacó del bolsillo un cuadernito e hizo como que tomaba nota de la función anunciada: miró el reloj dos o tres veces, y luego se echó más hacia la cara su sombrero de paja negra, prolongándose el ala con la mano puesta a modo de visera, cual si quisiese ver si venía el que esperaba; hizo un gesto de disgusto de esos que quieren dar a entender que ya se ha cansado uno de esperar, pero que no se hacen nunca cuando en realidad está uno esperando a alguien, y luego, echándose hacia atrás el sombrero, con lo cual dejó al descubierto un peinado de cepillo, al rape, pero con alitas onduladas a los lados, exhaló el resoplido que exhalan no las personas que tienen mucho calor, sino las que quieren aparentar que tienen mucho calor.

Se me ocurrió que acaso fuera un ladrón de hotel, que habiéndose fijado en la abuela y en mí, preparaba algún golpe contra nosotros, y que ahora se había dado sorprendí en el momento que me espiaba, y quizá para despistarme adoptó aquella nueva actitud, que expresaba distracción e indiferencia, pero con tan agresiva exageración, que su objeto, más que el de disipar las sospechas que pudiera haberme inspirado, parecía el de vengar una humillación y darme a entender, no ya que no me había visto, sino que era yo un objeto de mínima importancia para atraer su atención. Erguía el cuerpo en son de bravata, repulgaba los labios, se retorcía el bigote e infundía a su mirada una nota de indiferencia de dureza casi insultante. Tanto, que aquella expresión tan singular me hizo pensar si sería un ladrón o un loco, Sin embargo, su manera de vestir era muy pulcra y mucho más seria y sencilla que la de todos los bañistas que se veían por Balbec, de modo que casi me justificaba a mí mi americana obscura, tan frecuentemente humillada por la resplandeciente blancura de los frívolos trajes de playa. Pero en esto mi abuela vino a mi encuentro, dimos una vuelta juntos, y luego me quedé esperándola a la puerta del hotel, donde entró un momento; en aquel instante vi que salía la señora de Villeparisis con Roberto de Saint-Loup y el desconocido que me estuvo mirando con tanta fijeza delante del casino. Su mirada me atravesó con la rapidez del relámpago, lo mismo que la primera vez que me tropecé con él, y luego, como si no me hubiera visto, volvió a colocarse aquella mirada delante de los ojos, un poco caída, ya sin filo. Como la mirada neutra que finge no haber visto nada afuera y no es capaz de decir nada adentro, la mirada que se limita a expresar la satisfacción de sentirse envuelta en las pestañas que entreabre, con su beatífica redondez, la mirada devota de ciertos hipócritas, la mirada estúpida de ciertos tontos. Vi que se había mudado de traje. El que llevaba ahora era más obscuro todavía; indudablemente, es que la elegancia verdadera está mucho más cerca de la sencillez que la falsa; pero había otro detalle: mirándolo desde más cerca, se veía, que si el color no asomaba por ningún lado en sus trajes, no es porque el que los llevaba no hiciera caso de colores y los desdeñara, sino porque se los tenía prohibidos por una razón cualquiera. Y la sobriedad de su porte más parecía obediencia a un régimen que falta de apetito. En el dibujo de un pantalón, una rayita de color verde obscuro armonizaba con el dibujo de los calcetines, refinamiento que delataba un buen gusto despierto, pero al que no dejaba alzar la cabeza más que en este detalle, por pura tolerancia; en la corbata, una pinta rosa casi imperceptible, como una libertad que casi no se atreve uno a tornarse.

—Qué, ¿cómo está usted? Le presento a mi sobrino el barón de Guermantes —me dijo la señora de Villeparisis, mientras el desconocido, sin mirarme, murmuró un "¡Encantado!", al que añadió unos gruñidos, para que su amabilidad pareciese cosa forzada; y doblando el dedo meñique, el índice y el pulgar, me tendió los otros dos, sin sortija alguna, que yo estreché, protegidos por su guante de piel de Suecia; luego, sin haber puesto los ojos en mi persona, se volvió hacia la señora de Villeparisis.

—¡Ay, Dios mío dónde tengo yo la cabeza! —dijo la marquesa—; te he llamado barón de Guermantes. Es el barón de Charlus a quien le presento a usted Después de todo, la equivocación no es muy grande —añadió—, porque tú también eres Guermantes.

A esto, había salido mi abuela, y comenzaron a andar todos juntos. El tío de Saint-Loup no me honró con una palabra, ni siquiera con una mirada. Miraba fijamente a algunos desconocidos (durante nuestro corto paseo lanzó dos o tres veces su terrible y profunda mirada, como para sondear a personas insignificantes y de humildísima extracción que con nosotros se cruzaban), pero en cambio no posaba los ojos nunca en los conocidos, lo mismo que un policía encargado de una misión secreta que excluye a sus amigos de su vigilancia profesional. Yo dejé que fueran hablando delante la señora de Villeparisis, mi abuela y él, y me quedé un poco atrás con Roberto.

—Oiga usted: ¿oí bien cuando dijo la marquesa a su tío que era un Guermantes?

—Claro, naturalmente: es Palamedio de Guermantes.

—¿Pero de los mismos Guermantes que tienen un castillo junto a Combray y que se dicen descendientes de Genoveva de Brabante?

—Exactamente; mi tío, que es de lo más heráldico que se puede ver le contestaría a usted que nuestro grito, nuestro grito de guerra, que más tarde fue Passavant, al principio era Combraysis —dijo riéndose, para que no pareciese que se envanecía por aquella prerrogativa del grito, propia sólo de las casas semirreales, de los grandes señores de la mesnada. Es hermano del actual dueño del castillo.

Así vino a emparentarse pronto con los Guermantes aquella señora de Villeparisis que por mucho tiempo estuvo siendo para mí tan sólo una señora que me regaló cuando yo era pequeño una cajita de chocolate con un pato, y tan alejada entonces del lado de Guermantes como si hubiera estado encerrada en el Méséglise, menos considerada y menos brillante a mis ojos que el óptico de Combray; y ahora tenía bruscamente una de esas alzas fantásticas paralelas a las depreciaciones, no menos imprevistas, de algunos objetos que poseemos, alzas y bajas que introducen en nuestra adolescencia y en aquellas partes de nuestra vida en que persista algo de nuestra adolescencia, mudanzas tan numerosas como las metamorfosis de Ovidio.

—¿No están en ese castillo los bustos de todos los antiguos señores de Guermantes?

—Sí, y es un hermoso espectáculo —dijo irónicamente Saint- Loup—. Aquí, para dicho entre nosotros, a mí me parecen esas cosas un tanto ridículas. Pero en Guermantes hay cosas de más interés: un retrato muy impresionante de mi tía, hecho por Carriére. Es tan hermoso como un Whistler o un Velázquez —añadió Saint-Loup, que, con su ardor de neófito, no guardaba muy exactamente la escala de las distancias—. Hay también cuadros muy curiosos de Gustavo Moreau. Mi tía la duquesa es sobrina de la señora de Villeparisis, su amiga de usted, y se educó con ella. Más tarde se unió en matrimonio con su primo, sobrino él también de mi tía Villeparisis, ti actual duque de Guermantes.

—¿Y entonces este tío de usted que está aquí …?

—Ése lleva el título de barón de Charlus. En realidad, a la muerte de mi tío-abuelo, mi tío Palamedio debió haber tomado el título de príncipe de los Laumes, que era el que ostentaba su hermano antes de ser duque de Guermantes, porque en esa familia cambian de título como de camisa. Pero mi tío tiene ideas propias sobre ese particular. Y como le parece que ya se abusa un poco de ducados italianos y grandezas de España, aunque pudo haber escogido entre cuatro o cinco títulos de príncipe, prefirió quedarse con el de barón de Charlus, a modo de protesta y con sencillez aparente, que en el fondo es orgullo, y mucho. "Hoy día —dice él—, todo el mundo es príncipe; así, que necesita uno distinguirse en algo; yo usaré mi título de príncipe cuando tenga que viajar de incógnito." Según él, no hay título más antiguo que el de barón de Charlus; para demostrar que es anterior al de los Montmorency, que se decían los primeros barones de Francia, sin serlo, porque en realidad lo fueron de la Isla de Francia tan sólo, donde radicaba su feudo, mi tío se estará dando explicaciones horas y horas, y muy gustoso porque, aunque es hombre listo y de talento, le parece que ese tema de conversación interesa siempre —dijo Saint-Loup sonriendo—. Pero como a mí no me pasa lo que a él, no me haga usted hablar de genealogía; no conozco nada más latoso ni más muerto que eso, y en esta vida tiene uno muy poco tiempo para poder gastarlo en eso.

Ahora me di cuenta de que ese mirar duro que me había hecho volverme un rato antes, cuando pasaba por delante del Casino, era el mismo que se posó en mí hacía años, allá en Tansonville, cuando la señora de Swann llamó a Gilberta.

—¿No fue la señora de Swann una de esas numerosas queridas que me ha dicho usted que tuvo su tío el barón?

—No, nada de eso. Es muy amigo de Swann y lo ha defendido siempre mucho. Pero nunca se habló de que fuera querido de la señora de Swann. Causaría usted asombro si sostuviera esa opinión en un salón aristocrático.

Yo no me atreví a contestarle que mayor asombro causaría en Combray sosteniendo la opinión contraria.

A mi abuela le agradó mucho el señor de Charlus. Cierto que éste concedía suma importancia a las cuestiones de linaje y de posición social; mi abuela lo había notado; pero sin ese rigor en que, por lo general, suele haber mucho de envidia secreta y de irritación, por ver que otro disfruta preeminencias que uno desea sin poderlas poseer. Como mi abuela estaba, por el contrario, muy satisfecha de su suerte, y no echaba de menos absolutamente nada la vida de un medio social más brillante, no utilizaba más que su inteligencia para juzgar los defectos del señor de Charlus y hablaba de él con la generosa benevolencia, sonriente, casi simpática, con que recompensamos al objeto de nuestra observación desinteresada por el placer que nos procura; tanto más, cuanto que esta vez el objeto de observación era un personaje cuyas pretensiones, si no legitimas, por lo menos pintorescas, lo hacía destacarse claramente de las personas con quienes solía tratarse la abuela. Pero mi abuela le había perdonado en seguida su prejuicio aristocrático, especialmente por la viva inteligencia y sensibilidad que, al contrario de tanta gente de la aristocracia, de la que se burlaba Saint-Loup, se transparentaban tiras los modales del señor de Charlus. Pero la manía aristocrática no fue sacrificada por el tío, como lo había sido por el sobrino, a cualidades de orden superior. El señor de Charlus más bien había conciliado las dos cosas. Como descendiente de los duques de Nemours y de los príncipes de Lamballe, poseía archivos, muebles y tapices antiguos, retratos de sus antepasados, pintados por Rafael, por Velázquez o por Boucher; de modo que sólo con recorrer sus recuerdos de familia podía decir que visitaba un museo y una biblioteca de incomparable valor, y colocaba en aquel rango de donde su sobrino la destronó toda la herencia de la aristocracia. Además, como era menos ideólogo que Saint-Loup le pagaba menos de palabras, y observaba a los humanos con mayor realismo; no quería renunciar acaso a un elemento tan esencial de prestigio ante la generalidad de la gente, que, a más de dar a su imaginación desinteresados goces, podía ser ayuda poderosamente eficaz para su actividad utilitaria. Planteada queda la lucha entre los nobles de esta clase y los que, obedeciendo á su ideal interior, renuncian a todas esas ventajas para poder realizarle; parecidos en esto a los pintores y a los músicos que renuncian a su virtuosismo, a los pueblos artistas que se modernizan, a los pueblos guerreros que toman la iniciativa del desarme universal y a los gobiernos absolutos que se hacen democráticos y revocan las leyes severas, muchas veces sin que la realidad recompense su noble esfuerzo; porque aquéllos pierden su talento y éstos su secular predominio; y el pacifismo multiplica en ocasiones las guerras, y la indulgencia aumenta la criminalidad. Como cosa muy noble debían considerarse los esfuerzos de sinceridad y emancipación de Saint-Loup; pero, a juzgar por el resultado exterior, había motivo para felicitarse de que no participara de esas ideas el señor de Charlus, porque así mandó trasladar a su casa gran parte de las admirables entabladuras del palacio de los Guermantes en vez de cambiarlas, como hizo su sobrino, por un mobiliario de estilo moderno, por Lebourgs y Guillaumin. También es verdad que el ideal del señor de Charlus era bastante falso, si es que este objetivo se puede aplicar a la palabra ideal, ya sea en sentido social o artístico. Había mujeres de gran belleza y refinada cultura, descendientes de aquellas damas que dos siglos antes estuvieron rodeadas de todo el lustre y elegancia del antiguo régimen, que le parecían tan distinguidas al señor de Charlus, que sólo en su compañía se encontraba a gusto; indudablemente, la admiración que por ellas sentía era sincera, pero entraban también por mucho en ese sentimiento numerosas reminiscencias de arte e historia evocadas por sus nombres, lo mismo que los recuerdos de la antigüedad son uno de los motivos del deleite con que lee un hombre culto una oda de Horacio, inferior acaso a algunas poesías de nuestros días que lo dejarían indiferente. Y para el señor de Charlus cada una de estas damas era una señora de la, clase media lo que un cuadro moderno que represente una carretera o una boda esa uno de esos cuadros antiguos, de historial perfectamente conocido, desde el rey o el Papa que lo encargaron, y que fue pasando de personaje en personaje, por donación, compra; robo o herencia, con lo cual nos recuerda acontecimientos o, por lo menos, algún enlace de interés histórico, y, por consiguiente, es adquisición de nuevos conocimientos y viene a cobrar una utilidad nueva aumentando el sentimiento de riqueza de nuestra memoria o de nuestra erudición. Y el señor de Charlus se alegraba mucho de que un prejuicio análogo al suyo apartara a esas damas del trato con mujeres de menor pureza de sangre, porque sí se ofrecían a su culto intactas, con inalterable nobleza, como esas fachadas del siglo XVIII sustentadas en columnas de mármol rosa y en las que no pudo hacer mella la época moderna.

El señor de Charlus celebraba la verdadera nobleza de ánimo y de sentimientos de dichas damas, jugando con la palabra nobleza en esa frase equívoca, con la que se dejaba engañar y en la cual se apreciaba lo falso de ese bastardo concepto, de esa ambigua mezcla de aristocracia, de generosidad y de arte, pero frase seductora y peligrosa también para personas como mi abuela, que hubiese juzgado ridículo el prejuicio más inocente y tosco de un noble que no piensa más que en sus cuarteles sin preocuparse de otra cosa, pero que se veía indefensa en cuanto se le presentaba una cosa con apariencia de superioridad espiritual; hasta el extremo, que consideraba a los príncipes como los seres más envidiables del mundo porque pudieron tener a un La Bruyére o a un Fenelón por preceptores.

Nos separamos delante del Gran Hotel, de los tres Guermantes, que iban a comer a casa de la princesa de Luxemburgo. Mientras que mi abuela se estaba despidiendo de la señora de Villeparisis y recibía el saludo de Roberto, el señor de Charlus, que hasta aquel momento no me había dirigido la palabra, dio unos pasos atrás y, poniéndose a mi lado, me dijo:

—Está tarde tomaré el té, después de comer, en el cuarto de mi tía Villeparisis. Espero que nos haga usted el favor de venir a acompañarnos con su señora abuela.

Y se marchó con la marquesa.

Aunque era domingo, ya no había coches de alquiler delante del hotel. A la señora del notario le parecía que era mucho gasto eso de alquilar un coche todos los domingos para no ir a casa de los Cambremer, y se contentaba con estar en su cuarto.

—¿Está mala su señora? —le preguntaban al notario—. No la hemos visto hoy.

—Le duele un poco la cabeza; debe de ser por el calor o la tormenta. Con cualquier cosa se pone así; pero esta noche la verán ustedes, porque le he aconsejado que baje. Le sentará bien.

Yo me figuré que al invitarnos a tomar el té en el cuarto de su tía, a la que indudablemente habría anunciado nuestra visita, el señor de Charlus quería reparar la descortesía que me mostró durante todo el paseo de por la mañana. Pero cuando entramos en el salón de la señora de Villeparisis su sobrino estaba contando con voz chillona una historia en la que quedaba bastante desairado un pariente suyo, y no pude lograr que me mirara siquiera, a pesar de las vueltas que di a su alrededor; entonces me decidí a saludarlo, y muy fuerte para que se enterara de mi presencia; pero comprendí que ya la había notado, porque en el momento de inclinarme, y antes de pronunciar una palabra, vi que me tendía los dos dedos para que los estrechara, sin volver la mirada ni interrumpir la conversación. Evidentemente, me había visto, sin darse, por enterado; noté que su mirar no estaba nunca fijo en su interlocutor y se paseaba constantemente en todas direcciones, como el de un animal asustado o el de un charlatán de plazuela, que mientras que está echando su discurso y enseñando su ilícita mercancía, escruta, sin volver la cabeza por eso, los diversos puntos del horizonte por donde pudiera llegar la policía. Sin embargo, me extrañó un poco que la señora de Villeparisis, aunque muy contenta de vernos, parecía como que no lo esperaba; y aún me extrañó más lo que dijo a mi abuela el señor de Charlus: "¡Ah!, han hecho ustedes muy bien en venir, es una idea excelente, ¿verdad, tía?" Indudablemente, el señor de Charlus había notado la sorpresa de su tía cuando entramos, y creyó, como hombre acostumbrado a dar el tono, el "la", que bastaba para transformar esta sorpresa en alegría con indicar que él se veía sorprendido también, y que ése era en efecto el sentimiento que lógicamente debía despertar nuestra visita. Y calculó bien, porque su tía, que tenía en mucho a su sobrino y sabía lo difícil que era agradarle, parece como que encontró en mi abuela nuevos encantos y estuvo atentísima con ella. Pero yo no llegaba a comprender que al señor de Charlus se le hubiese olvidado en el transcurso de unas horas la invitación tan breve, pero aparentemente tan intencional, que me había hecho aquella misma mañana, y que llamara "una buena idea" de mi abuela a una idea, que era completamente suya. Y entonces le dije, con un escrúpulo de precisión que me duró hasta la edad en que me di cuenta de que no se entera uno de la verdadera intención que tuvo una persona preguntándoselo a ella, y que más vale correr el riesgo de una mala interpretación, que pasará inadvertida, en vez de insistir cándidamente: "¿Pero se acordará usted de que esta mañana me dijo que viniéramos a pasar un rato con ustedes, no es verdad?" El señor de Charlus no pronunció una palabra ni hizo gesto alguno que indicaran que se había enterado de mi pregunta. Entonces la repetí, como los diplomáticos o los novios reñidos, que con buena voluntad incansable se empeñan inútilmente en solicitar explicaciones que el otro está decidido a no dar. Tampoco me respondió el señor de Charlus. Me pareció ver flotar por sus labios la sonrisa de los que juzgan de los caracteres y educaciones ajenos desde muy alto.

Ya que él se negaba a dar explicación, quise yo encontrar una, por mi parte; pero no logré más que quedarme vacilando entre varias explicaciones, ninguna buena probablemente. Quizá es que ya no se acordaba de lo que dijo, o que yo había entendido mal sus palabras de por la mañana. Más probable sería que, por su mucho orgullo, no quisiera dejar ver que había solicitado la compañía de gente que desdeñaba, y prefiriendo atribuirnos la iniciativa de nuestra visita. Pero entonces, si nos desdeñaba, ¿por qué quiso que fuéramos al cuarto de su tía, mejor dicho, que fuera mi abuela, porque sólo a ella le dirigió la palabra en toda la tarde y a mí no me habló ni una sola vez? Charlaba muy animadamente con ella y con la señora de Villeparisis, y parecía como que se ocultaba detrás de esa conversación como en el fondo de un palco; en cuanto a mi persona, se limitaba de vez en cuando a desviar hacia ella la investigadora mirada de sus penetrantes ojos y a posarla en mi rostro con la misma seriedad y preocupación que si estuviera leyendo un manuscrito difícil de descifrar.

Indudablemente, si no hubiera sido por aquellos ojos, la cara del señor de Charlus se parecería a la de tantos hombres agraciados como andan por el mundo. Y cuando más adelante me dijo Saint-Loup; refiriéndose a los otros Guermantes: "No tienen ese aire de raza de gran señor hasta la punta de los dedos de mi tío Palamedio'", sentí que se disipaba una de mis ilusiones, porque esas palabras me confirmaron que el aire de raza y la distinción aristocrática no son cosa misteriosa y nueva sino que consisten en elementos que yo distinguía fácilmente sin que me hicieran gran impresión. Pero de nada servía que el señor de Charlus cerrara herméticamente la expresión de aquel su rostro, que se parecía un poco a una cara de cómico por la leve capa de polvos que lo cubría, porque los ojos eran a modo de rendija o aspillera que no pudo tapar, y por allí salían, hacia uno u otro lado, según la posición que se ocupara, reflejos de algún bélico ingenio interior, de una máquina alarmante hasta para aquel que la llevaba dentro de sí sin dominarla, en estado de equilibrio inestable y siempre a punto de estallar; y la expresión circunspecta y constantemente inquieta de esos ojos, de la que resultaba un gran cansancio, manifestado en las ojeras, muy dilatadas, para todo el rostro, por muy arreglado y compuesto que estuviera, traía a la mente ideas de incógnito, de un hombre poderoso que está en peligro y que se disfraza, o por lo menos de un individuo peligroso y trágico. Me habría gustado averiguar qué secreto era ese que no tenían los demás hombres y ese secreto por el que se me representó con carácter tan enigmático la mirada del señor de Charlus cuando lo vi por la mañana junto al Casino. Pero ahora que sabía ya de qué familia era, ya no podía seguir imaginándome que fuese un ladrón, ni, por lo que le oí hablar, un loco. Si estaba conmigo tan frío y en cambio tan amable con mi abuela, quizá no fuese por mera antipatía personal, porque en general era muy benévolo con las mujeres y hablaba de sus defectos casi siempre con gran indulgencia; pero, en cambio, en lo que se refiere a los hombres, especialmente a los jóvenes, daba muestras de tan violento odio como el de los misóginos a las mujeres. Dijo de dos o tres "polluelos" parientes o amigos de Saint-Loup, a quienes nombró Roberto casualmente: "Son unos canillitas", con tono de ferocidad que contrastaba con su frialdad acostumbrada. Comprendí que lo que más reprochaba a los muchachos de hoy día era su afeminamiento. "Son mujeres de verdad", decía despreciativamente. Pero comparada con aquella vida que él consideraba adecuada para un hombre, y que aun se le antojaba, poco enérgica y viril (en sus caminatas, después de horas y horas de marcha, todo acalorado, se bañaba en ríos helados), cualquier otra vida había de parecer afeminada. Ni siquiera admitía que un hombre llevara una sortija. Pero este prejuicio de la energía viril no era obstáculo a sus cualidades de finísima sensibilidad. La señora de Villeparisis le pidió que describiera a mi abuela un castillo donde estuvo madama de Sevigné, y al paso dijo que ella veía un poco de literatura en esa desesperación, por estar separada de persona tan aburrida como su hija madama de Grignan: —Pues a mí me parece, por el contrario, muy de verdad —respondió el señor de Charlus—. Además, en aquella época esos sentimientos se comprendían muy bien. El habitante del Monomotapa, de La Fontaine, que va corriendo a casa de su amigo porque en sueños lo vio un poco triste, y el palomo que consideraba como la mayor desgracia la ausencia de su compañero, quizá le parezcan a usted, tía, tan exagerados como madama de Sevigné cuando no puede esperar tranquila el momento de quedarse sola con su hija. Y lo que dice al separarse es muy hermoso: esta separación me duele con tanta fuerza en el alma como si me doliera en el cuerpo. Durante la ausencia no escatima uno horas. Nos adelantamos hacia ese momento que constituye nuestra aspiración.

Mi abuela estaba encantada de oír hablar de las Cartas de la misma manera que hubiese hablado ella. Le pareció ver en el señor de Charlus cualidades de delicadeza y sensibilidad femeninas. Luego, cuando ya estuvimos solos, la abuela y yo hablamos del señor de Charlus, coincidimos en que debía de haber habido alguna mujer que influyera mucho en su ánimo, bien fuese su madre, o quizá su hija, si es que había tenido hijos de su matrimonio. Yo me dije para mis adentros que podía ser una querida, pensando en la influencia que tuvo en Saint-Loup la suya, porque por este ejemplo de mi amigo vine yo a darme cuenta de lo mucho que puede afinar a un hombre la mujer con quien vive.

—Y luego, cuando estuviese con su hija, probablemente no tendría nada que decirle —repuso la señora de Villeparisis.

—Sí que tendría, aunque no fuera más que esas "cosas tan insignificantes que sólo tú y yo sabemos apreciar". Por lo pronto ya estaba a su lado. Y eso, como dice La Bruyére, es lo esencial. "Estar con los seres queridos, hablarles o no, lo mismo da." Tiene razón, esa es la única felicidad —añadió el señor de Charlus con melancólica voz—; y la vida está tan mal arreglada, que esa felicidad la goza uno muy rara vez; madama de Sevigné es menos digna de compasión que los demás: ha pasado gran parte de su vida con el ser amado.

—Pero no era amor: se trataba de su hija.

—Lo importante en esta vida no es aquello en que se pone el amor, sino el sentir amor —respondió él en tono de enterado, terminante y decisivo—. El sentimiento de madama de Sevigné por su hija puede aspirar con mayor motivo a parecerse a la pasión que pintó Racine en Andromaque o en Phédre, que no las frívolas relaciones del joven Sevigné con sus queridas. Y lo mismo ocurre con el amor de algunos místicos a su Dios. Esas demarcaciones tan estrechas que trazamos alrededor del amor provienen únicamente de nuestra gran ignorancia de la vida.

—¿De modo que te gustan mucho Andromaque y Phédre? —preguntó Saint-Loup a su tío, con tono levemente desdeñoso.

—Hay mucha más verdad en una tragedia de Racine que en todos los dramas de Víctor Hugo —repuso el señor de Charlus.

—¡La verdad es que la aristocracia es terrible! —me dijo Saint- Loup al oído—. ¡Preferir Racine a Víctor Hugo! ¡Hay que ver, es una cosa enorme!

Las palabras de su tío lo habían contristado realmente; pero, se consoló con el placer de poder decir: "¡Hay que ver!", y sobre todo, "¡enorme!"

En esas reflexiones sobre lo triste que es vivir separado de aquello que amamos (reflexiones que hicieron decir a mi abuela que el sobrino de la señora de Villeparisis entendía algunas obras mucho mejor que su tía, y que estaba en un nivel muy superior al de la mayor parte de los hombres de mundo), el señor de Charlus no sólo dejaba transparentar una finura de sentimiento muy poco usual en los hombres, sino que su voz, muy parecida a algunas voces de contralto en las que no está bastante cultivado el registro medio, y cuyo canto parece un dúo entre un muchacho y una mujer, iba a colocarse en las notas altas, en el momento en que expresaba estos pensamientos tan delicados, y cobraba imprevista dulzura, como si llevara dentro coros de voces de novia y de hermana, henchidos de ternura. Pero aquella nidada de doncellas que parecían escondidas en la voz del señor de Charlus, cosa que de haberla él notado le habría causado gran pesar, por lo mucho que odiaba todo afeminamiento, no se limitaba a interpretar y a modular aquellos pasajes sentimentales. Muchas veces, mientras que estaba hablando el señor de Charlus, se oía una risa aguda y fresca de colegialas o de coquetas burlándose del prójimo con malicias de chiquillas pícaras y deslenguadas.

Contaba que una casa que fue de su familia, con el parque dibujado por Lenótre, y donde había dormido una vez María Antonieta, pertenecía actualmente a los ricos banqueros Israel, que la habían comprado: "Israel, ese es el hombre que llevan esas gentes; me parece más bien término genérico, étnico, que no un nombre propio. Puede que sea que esa clase de gente no tiene nombre y se la designa con el de la colectividad a que pertenece. Pero lo mismo ¡Haber sido propiedad de los Guermantes y pertenecer ahora a los Israel! —exclamó—. Eso me recuerda aquella habitación del castillo de Blois, de la que me decía el guarda que me iba guiando: "Aquí es donde rezaba María Estuardo; ahora yo la utilizo para poner las escobas". Claro es que no quiero oír hablar nunca más de esa casa que se ha deshonrado, como no quiero oír hablar de mi prima Clara, de Chimay, que ha huido de su esposo. Conservo fotografías de la casa cuando aún estaba intacta y de la princesa cuando no tenía ojos más que para mi primo. La fotografía gana un poco de la dignidad que le falta cuando deja de ser reproducción de una realidad y nos enseña cosas que ya no existen. "Yo le daré a usted una, ya que le interesa ese estilo", dijo a mi abuela. En aquel momento se fijó en que sobresalía un poco la orla de color del pañuelo bordado que llevaba en el bolsillo, y se apresuró a meterlo más adentro, con el gesto de susto de una mujer pudibunda, aunque no inocente, cuando, por exceso de escrúpulo, disimula algún atractivo físico que le parece indecente.

—Imagínese usted que esa gente ha empezado por destruir el parque de Lenótre, cosa tan punible como hacer tiras un cuadro de Poussin. Ya por eso tendrían que estar en la cárcel los tales Israel. Claro es —añadió, sonriéndose, tras un momento de silencio— que indudablemente había otros muchos motivos para que estén en la cárcel. En todo caso, figúrese usted el efecto que hace delante de un edificio de ese estilo un parque a la inglesa.

—Pero la casa es del mismo estilo que el Pequeño Trianón —dijo la señora de Villeparisis, y María Antonieta mandó poner allí un jardín a la inglesa.

—Sí, pero que echa a perder la fachada de Gabriel —respondió su sobrino—. Evidentemente, sería una salvajada hoy día mandar deshacer el Hameau. Pero cualesquiera que sean los gustos de hoy, no creo que un capricho de la señora de Israel tenga el mismo prestigio que un recuerdo de la reina.

Mientras tanto, mi abuela me hizo señas para que subiera a acostarme, a pesar de la insistencia de Saint-Loup, que, con gran bochorno mío, aludió delante del señor de Charlus a la tristeza que me asaltaba muchas noches antes de dormirme, tristeza que debió de parecer a su tío cosa muy poco viril. Esperé un momento, y, por fin, me fui; y me quedé muy sorprendido cuando un rato después llamaron a la puerta, y al preguntar quién era oí la voz del señor de Charlus, que decía con tono seco:

—Soy yo, Charlus. ¿Se puede? Caballero —prosiguió en el mismo tono, una vez que estuvo dentro y la puerta cerrada—, mi sobrino contaba hace un instante que se sentía usted un poco desasosegado antes de dormirse, y decía también que admira usted mucho los libros de Bergotte. Y como tengo en el baúl una obra suya, que probablemente no conoce usted, se la he traído para que le ayude a pasar este rato malo que tiene usted.

Di las gracias, muy emocionado, al señor de Charlus, y le dije que, al contrario, aquellas palabras de Saint-Loup sobre mi tristeza al llegar la noche me inspiraron el temor de que me juzgara más tonto aún de lo que yo era.

—No, no —respondió con tono más cariñoso—. Quizá no tenga usted mérito personal, eso muy pocas personas lo tienen. Pero por lo menos tiene usted juventud, y la juventud es una gran seducción. Además, caballero, la mayor de las tonterías es considerar censurables o ridículas las cosas que uno no siente. A mí me gusta mucho la noche, y a usted le da miedo; a mí me agrada oler las rosas, y a un amigo mío ese olor le da fiebre. Y no crea que por eso me figuro que vale menos que yo. Yo hago por comprenderlo todo y me abstengo de condenar ninguna cosa. Pero no se queje usted mucho; no digo que no sean dolorosos esos accesos de tristeza; ya sé yo que hay cosas que los demás no comprenden y que hacen sufrir mucho. Pero por lo menos tiene usted su cariño muy bien empleado en la persona de su abuela. La ve usted mucho, y además es un afecto lícito, es decir, correspondido. Pero hay muchos de los que no se podría decir lo mismo.

A todo esto estaba dándose paseos por la habitación de arriba abajo, mirando los objetos que había en el cuarto y cogiendo alguno para examinarlo. A mí me hacía la impresión de que tenía algo que anunciarme y no hallaba la manera de decírmelo.

—Tengo otro volumen de Bergotte aquí, voy a mandar que se lo traigan a usted —dijo.

Llamó, y al cabo de un momento apareció un groom.

—Vaya usted a buscarme al maestresala. Es el único de esta casa capaz de hacer un recado con cierto sentido común —añadió el señor de Charlus altivamente.

—¿Al señor Amando, caballero? —preguntó el groom.

—No sé cómo se llama; sí, creo que le he oído llamar Amando. Vaya ligero, que tengo prisa.

—Subirá en seguida, señor; acabo de verlo abajo —contestó el groom, que quería echárselas de enterado.

Pasó un rato, y el groom volvió a aparecer.

—Caballero, el señor Amando está ya acostado. Pero yo puedo hacer el encargo.

—No; mándele usted levantarse.

—Es imposible, caballero; no duerme aquí. —Entonces, déjenos en paz.

Yo dije al señor de Charlus cuando se hubo ido el groom:

—Pero es usted amabilísimo, tengo bastante con un libro de Bergotte.

—Sí, eso también es verdad. El señor de Charlus seguía dando paseos por la habitación. Transcurrieron unos minutos de esta manera, y luego, tras un momento de duda, se decidió a ejecutar la acción que había iniciado varias veces: girar sobre sus talones, lanzarme con una voz tan dura como cuando entró un "¡Buenas noches!" y salir de mi cuarto. A la mañana siguiente, el señor de Charlus, que había de marcharse ese día, se acercó a mí en la playa cuando yo iba a bañarme, con objeto de decirme de parte de mi abuela que me esperaba en cuanto saliera del agua; y después de los nobles sentimientos que había expresado la noche antes en mi cuarto, me chocó mucho oírle decir, pellizcándome el cuello, con una familiaridad y una risita muy vulgares:

—¿Qué, toma usted el pelo a su abuela, eh, sinvergüencilla?

—¡Cómo! ¡La quiero muchísimo! Caballero —me dijo, dando un paso atrás y con aire glacial— todavía es usted joven y debe aprovecharlo para aprender dos cosas: la primera, abstenerse de expresar sentimientos que se sobrentienden porque son naturalísimos; la segunda, no lanzarse impetuosamente a responder a una cosa que le han dicho a usted, sin enterarse antes de su significación. Si hubiese usted tomado esta precaución hace un momento se habría usted evitado pasar por el trance de hablar a tontas y a locas como un sordo y de añadir con eso un ridículo más al ridículo de llevar esas anclas bordadas en el traje de baño. Necesito ese libro de Bergotte que le he prestado a usted. Mándemelo antes de una hora con el maestresala de ese nombre risible que tan ancho le viene: es de suponer que a estas horas no estará acostado. Recuerdo que anoche le hablé a usted antes de lo debido de las seducciones de la juventud, y veo que le habría a usted hecho un favor más grande señalándole el atolondramiento, la incomprensión y las inconsecuencias de la juventud. Tengo la esperanza, joven, de que esta pequeña ducha le será tan saludable como el baño. Pero no se quede usted tan parado, puede usted coger frío. ¡Buenos días!

Indudablemente se arrepintió de esas palabras, porque algún tiempo más adelante recibí —con una encuadernación en tafilete que llevaba embutida en la tapa una placa de cuero representando una rama de miosotis en relieve— aquel libro que me prestó, y que yo le devolví en seguida, no por medio de Amando, que tenía "salida" aquel día, sino con el chico del lift.

Ya que se hubo marchado el señor de Charlus, Roberto y yo pudimos ir a cenar a casa de Bloch. Durante ese pequeño banquete me di cuenta de que aquellas historias que Bloch juzgaba tan divertidas sin serlo, y las personas insignificantes que él estimaba "muy curiosas", eran historias y amigos del señor Bloch padre. Hay mucha gente que empezamos a admirar en nuestra infancia: un padre más ingenioso que el resto de la familia, un profesor que se lleva él los méritos de la metafísica que nos revela, o un compañero más adelantado que uno do que fue Bloch en mi caso), que desprecia al Musset de la esperanza en Dios cuando a nosotros aún nos gusta, y que, en cambio, cuando hayamos llegado al buen Leconte o a Claudel seguirá extasiándose con aquello de:

A Saint-Blaise, á la Zuecca Vous étiez,
vous étiez bien aise. [47]

y añadirá:

Padoue est un fort bel endroit
Oú de tres grands docteurs en droit…
Mais j'aime mieux la polenta…
Passe dans mon domino noir [48]
La Toppatelle

Y de las Noches tan sólo se quedará con estos versos:

Au Havre devant l'Atlantique
A Venise, á l'affreux Lido,
Oú vient sur l'herbe d'un tombeau
Mourir le pále Adriatique. [49]

Y ocurre que de estas personas que admira uno con tanta confianza se recogen y se citan cosas muy inferiores a otras que rechazaríamos muy severamente si nos dejáramos guiar por nuestro verdadero gusto, lo mismo que un escritor utiliza en una novela, con el pretexto de que son verdad, "palabras" y personajes que en un conjunto vivo son, por el contrario, peso muerto, parte mediocre. Los retratos de Saint-Simon que escribió sin admirarse él son admirables; pero los rasgos de ingenio de algunas personas que conoció y que cita como cosa deliciosa son hoy día mediocres o incomprensibles. Él no se hubiera dignado inventar las cosas de madama Cornuel o de Luis XIV, que cuenta como muy finas o pintorescas, lo cual se observa en otros muchos escritores y se brinda a varias interpretaciones; por el momento nos basta con suponer que cuando el escritor se halla en el estado de ánimo del que "observa", está en nivel muy inferior al estado de espíritu del que crea.

Había, pues, dentro de mi compañero Bloch un Bloch padre retrasado cuarenta años con respecto al hijo, que contaba anécdotas ridículas, y que desde lo hondo de la persona de mi amigo se reía tanto como el Bloch padre exterior y real, porque a la risa que soltaba este último cuando se acababa la historieta, repitiendo dos o tres veces la frase final para que el público la saboreara bien, se sumaba la risa ruidosa con que el hijo saluda invariablemente en la mesa los cuentos paternales. Y por eso mi compañero Bloch, después de haber dicho cosas muy agudas, manifestaba su herencia de familia contándonos por trigésima vez algunas de esas gracias que el padre sacaba a relucir (juntamente con su levita) tan sólo los días solemnes en que Bloch hijo llevaba a casa a algún amigo digno de que se tomara el trabajo de deslumbrarlo: uno de sus profesores, un "compinche" que se llevaba todos los premios, etc.; aquella noche éramos Saint- Loup y yo. Eran cosas por este estilo: "Figúrense ustedes un crítico militar muy sabio que había deducido con gran golpe de pruebas las infalibles razones para que en la guerra ruso-japonesa los japoneses tuviesen que resultar vencidos y los rusos vencedores". O esta otra: "Es un personaje eminente que pasa por gran financiero en los círculos políticos y por gran político en los círculos financieros". Estas frases alternaban con dos anécdotas referentes al barón de Rothschild la una y a sir Rufus Israel la otra, personajes a quienes presentaba de un modo equívoco con objeto de que pudieran entenderse que Bloch padre había tratado personalmente a los dos millonarios.

Yo también me dejé coger en este lazo, y por la manera que tenía de hablar de Bergotte me creí que era un viejo amigo suyo. Y en realidad, Bloch padre conocía a todas las celebridades "sin conocerlas", por haberlas visto de lejos en el teatro o en la calle. Y llegaba a imaginarse que su propia figura, su nombre y su personalidad no les eran desconocidos a aquellos personajes, y que al verlo tenían que reprimir muchas veces un furtivo deseo de saludarlo. La gente de la aristocracia conoce a los hombres de talento directamente, los lleva a cenar a su casa, pero no por eso los comprende mejor. Y cuando ha vivido uno en ese ambiente, la estupidez de los individuos que lo forman inspira el deseo de verse en círculos sociales más modestos, en donde se conoce a los hombres de mérito "sin conocerlos", círculos sociales que consideramos más inteligentes de lo que son. Ahora iba yo a darme cuenta de eso hablando de Bergotte. El señor Bloch padre no era el único que lograba éxito en su casa. Mi amigo todavía tenía más con sus hermanas; les hablaba constantemente en tono gruñón, metiendo la nariz en el plato, y ellas lloraban de risa. Habían adoptado el idioma de su hermano, que hablaban corrientemente, como si fuera obligatorio y el único propio de seres inteligentes. Cuando llegamos, la mayor dijo a una de las otras:

—Ve a avisar al sabio padre y a la venerable mamá.

—Perras —les dijo Bloch—, os presento al caballero Saint- Loup, el de los dardos ligeros, que ha venido por unos días de Bonciéres, la villa de las casas de piedra fecunda en caballos.

Como tenía Bloch tanta vulgaridad como cultura, sus discursos solían terminarse con alguna broma mucho menos homérica:

—Vamos, cerraos un poco más esos peplos de los bellos broches: ¿qué escándalo es ese? ¡Que te crees tú eso!

Y las señoritas de Bloch se torcían entre tempestades de risa. Dije yo a su hermano las muchas alegrías que me había proporcionado el recomendarme que leyera a Bergotte, cuyos libros adoraba.

El señor Bloch padre, que no conocía a Bergotte más que de lejos y que no sabía de su vida más que lo que había oído contar al público del anfiteatro, tenía también una manera completamente indirecta de enterarse de sus obras por medio de juicios ajenos de apariencia literaria. Vivís ese señor en el mundo de los poco más o menos, donde se saluda en el 'vacío y se juzga en falso. Y lo raro es que en estos casos la inexactitud y la incompetencia no quitan seguridad a lo que se dice, antes al contrario. Como muy poca gente puede tener amistades de alcurnia y profunda cultura, resulta que, por milagro benéfico del amor propio, aquellas personas a quienes faltan esas cosas se consideran las más favorecidas porque la óptica de las escalas sociales hace suponer a todos que la mejor posición es la que uno ocupa, y tienen por mucho más desgraciados, por mucho menos afortunados y dignos de compasión a los seres superiores a ellos, y los mientan y los calumnian sin conocerlos, así como los juzgan y desdeñan sin haberlos comprendido. Y aun en los casos en que la multiplicación de los pocos méritos personales que uno tenga por el amor propio no baste para conquistar a cada cual la dosis de felicidad superior a la concedida a los demás, hay una cosa para colmar la diferencia, y es la envidia. Y si la envidia se expresa en frases desdeñosas, hay que traducir un "no quiero tratarlo" por un "no puedo tratarlo". Ese es el sentido intelectual de la frase, pero su sentido pasional es realmente "no quiero tratarlo". Sabe uno que eso no es verdad; pero, sin embargo, no se dice por mero artificio, se dice porque se siente, y ya eso basta para suprimir las distancias, esto es para ser feliz.

Gracias al egocentrismo, cualquier ser humano ve el universo tendido a sus pies, y él, rey. El señor Bloch padre se permitía el lujo de ser monarca implacable cuando por la mañana, mientras tomaba su chocolate, al ver en el periódico un artículo firmado por Bergotte, le concedía desdeñosamente una audiencia breve, pronunciaba su fallo y se daba el gustazo de repetir entre sorbo y sorbo del chocolate caliente: "¡Este Bergotte se ha vuelto ilegible! ¡Qué pelma es este tío bruto! Voy a dejar la suscripción. No cabe nada más embrollado que esta obra de confitería". Y tomaba otra rebanada de pan con manteca.

Esa ilusoria importancia del señor Bloch padre se extendía un poco más allá del círculo de su propia percepción. En primer lugar, sus hijos lo consideraban corrió un hombre superior. Los hijos manifiestan siempre una tendencia a estimar a los padres menos de lo debido o a exaltar sus méritos, y para un buen hijo su padre será siempre el mejor de todos los padres, aparte de todas las razones objetivas que tenga para admirarlo. Y razones de esta índole había en el caso del señor Bloch, que era instruido, fino y cariñoso con los suyos. En el círculo de la familia íntima todo el mundo encontraba muy agradable su trato; porque ocurre que, si bien en la sociedad elegante se juzga a la gente con arreglo a un patrón, absurdo por lo demás, de reglas falsas, pero fijas, y por comparación con la totalidad de las demás personas elegantes en cambio, en la vida tan fragmentada, de la clase media, las comidas y reuniones de familia giran siempre en torno a personas que se declaran agradables o divertidas, y que en el mundo elegante no se sostendrían ni dos noches. Y en ese ambiente burgués en que no existen las falsas grandezas de la aristocracia, se las substituye por distinciones mucho más absurdas aún. Y así ocurría que en la familia Bloch, y hasta un grado de parentesco bastante lejano, todos llamaban al padre de mi amigo "el falso duque de Aumale", porque sostenían que se parecía a dicho personaje en la manera como llevaba el peinado, el bigote y la forma de la nariz. (¿No ocurre también en el círculo de los botones de un casino que ése que, lleva la gorra echada a un lado y la chaqueta muy entallada para echárselas de oficial extranjero, según él cree, es para sus camaradas casi un personaje?)

El parecido ese era muy vago, pero cualquiera hubiese dicho que se trataba de un título. Y se oía decir: "¿Qué Bloch, el duque de Aumale?", lo —mismo que se dice: "¿Qué princesa Murat, la reina de Nápoles?" Había aún un cierto número de ínfimos indicios que a los ojos de su parentela lo revestían de una aparente distinción. Aunque no llegaba a tener coche, alquilaba ciertos días una victoria descubierta, de dos caballos, en la Compañía de Coches, y cruzaba por el Bosque de Boulogne muellemente tendido en el carruaje, apoyado el rostro en la mano, que se abría de modo que dos dedos tocaran en la sien y los otros quedaran bajo la barbilla; y aunque la gente que no lo conocía, al verlo en esa actitud lo tomaba por un presuntuoso, la familia estaba muy convencida de que en cuanto a chic el tío Salomón hubiera podido dar lecciones hasta a Gramont-Caderousse. Era una de esas personas que por haber comido muchas veces en un restaurante en la misma mesa que el redactor en jefe del Radical son calificadas, cuando llega el día de su muerte, como figuras muy conocidas' en París, por la crónica, de sociedad de dicho periódico. El señor Bloch nos dijo a Saint-Loup y a mí que Bergotte sabía tan perfectamente las razones que tenía él, el señor Bloch, para no saludarlo cuando se encontraban en el teatro o en el círculo, que Bergotte en cuanto lo veía volvía la vista a otro lado. Saint- Loup se puso encarnado porque pensó en que ese círculo no podía ser el jockey, del cual había sido presidente su padre. Aunque ese círculo debía de ser bastante exigente en la admisión, porque el señor Bloch nos dijo que a Bergotte no lo recibirían aunque quisiera entrar. Así, que Saint-Loup, temblando de miedo a no "estimar en lo debido las fuerzas de su adversario", preguntó si ese círculo era el de la calle Royale, considerado como "no de su clase" por la familia de Saint-Loup y en el que se había dejado entrar a algunos israelitas.

—No —respondió el señor Bloch, con tono negligente, altivo y avergonzado—, es un círculo reducido, pero mucho más agradable, el. Círculo de los Pelmas. Allí se juzga muy severamente a la galería.

—¿No es el presidente sir Rufus Israel? —preguntó Bloch a su padre, para darle pie a una mentira honrosa, sin que se le ocurriera que ese financiero no tenía para Saint- Loup la misma importancia que para él.

En realidad, sir Rufus Israel no formaba parte del Círculo de los Pelmas; el socio era un empleado de su casa. Pero este empleado, como estaba muy bienquisto con su patrón, disponía de tarjetas del gran financiero y daba una al señor Bloch cuando tenía que viajar por algunas de las líneas de ferrocarril de las que era administrador sir Rufus; de modo que Bloch padre decía: "Voy a pasarme por el Círculo para pedir una recomendación de sir Rufus". Y con aquella tarjeta dejaba deslumbrados a los jefes del tren. Las señoritas de Bloch manifestaron mayor interés por Bergotte, y en vez de seguir hablando de "los Pelmas", encauzaron la conversación hacia el escritor; la mayor preguntó a su hermano, con el tono más serio del mundo, porque se imaginaba que para designar a los hombres de talento no existían otros término que los que empleaba su hermano.

—¿Es un tío en verdad asombroso ese Bergotte? ¿Se lo puede poner a la altura de los tíos de primera, como Villiers o Catulle?

—Lo he visto algunas veces en los estrenos —dijo el señor Nissim Bernard—. Es zurdo, se parece a Schlemihl.

Esa alusión al cuento de Chamisso no era cosa grave ciertamente, pero el epíteto de Schlemihl formaba parte de ese dialecto semialemán, semijudio, cuyo empleo, en la intimidad de la familia, seducía al señor Bloch, pero que delante de extraños le parecía vulgar e inoportuno. Así, que lanzó a su tío una mirada severa.

—Sí, tiene talento —dijo Bloch.

—¡Ah! —dijo muy gravemente su hermana, como dando a entender que en ese caso mi admiración tenía excusa.

—Todos los escritores tienen talento —repuso despectivamente el señor Bloch padre.

—Pues hasta parece que se va a presentar académico —dijo el muchacho, levantando el tenedor y frunciendo los ojos con aire de, diabólica ironía.

—¡Quita allá! —respondió Bloch padre, que, por lo visto, no sentía por la Academia el mismo desprecio que sus hijos—. No tiene peso para académico. Le falta calibre.

—Además, la Academia es un salón aristocrático, y Bergotte no tiene brillo aluno —declaró el señor Nissim Bernard, tío rico y futura herencia de la señora de Bloch.

Era este personaje un ser inofensivo y tranquilo que sólo con su apellido hubiera despertado las dotes de diagnóstico antiisraelita de mi abuelo; pero el señor Bernard no estaba en realidad a la altura de aquel rostro, que parecía arrancado del palacio de Darío y reconstituido por la señora de Dieulafoy y en caso de que algún aficionado a asiriología hubiese querido dar un remate oriental a esta figura de Susa, lo habría salvado el nombre de Nissim, que se extendía sobre su persona como las alas de un toro androcéfalo de Korsabad. Bloch estaba siempre insultando a su tío, ya fuese porque lo irritaba el carácter bonachón e indefenso de su hazmerreír, ya porque como Nissim Bernard era el que pagaba el hotelito de Balbec, quisiera indicar al señor Bloch con sus insultos que él seguía tan independiente como siempre, y, sobre todo, que no aspiraba a ganarse con mimos la futura herencia del acaudalado tío. A' éste lo que le molestaba era verse tratado tan groseramente delante del maestresala. Murmuró tina frase ininteligible, en la que sólo se distinguieron estas palabras "Cuando los Mescoreos están delante". Con el nombre de Mescoreo se designa en la Biblia al siervo de Dios. Los Bloch utilizaban en familia este término, siempre muy regocijados por la seguridad que tenían de que no los habían de entender ni los cristianos ni los criados, con lo cual se exaltaba en las personas de los señores Nissim Bernard y Bloch su doble particularismo de "amos" y de "judíos". Pero esta última causa de satisfacción convertíase en motivo de enfado cuando había delante gente extraña. Entonces, el señor Bloch, al oír decir a su tío "los Mescoreos" se imaginaba que había descubierto más de lo justo su lado oriental, lo mismo que una cocotte que invita a una reunión a sus compañeras de profesión y a personas muy decentes se disgusta si sus amigas hacen alusión a su oficio de cocottes o sueltan alguna frase malsonante. Así, que la súplica de su tío no sólo no produjo efecto alguno al señor Bloch, sino que lo puso fuera de sí, sin poder contenerse, y ya no perdió ocasión de lanzar invectivas contra el desdichado Nissim. "Lo que es cuando hay alguna perogrullada estúpida que decir, no pierde usted ocasión de soltarla, no. Y usted sería el primero en lamerle los pies a Bergotte si estuviera aquí", gritó el señor Bloch, mientras que su tío, muy contristado, inclinaba hacia su plato aquella ensortijada barba de rey Sargón. Mi compañero de colegio Bloch, desde que se había dejado la barba, se parecía mucho a su tío abuelo, porque la tenía también muy rizada y de tono azulado.

"¡Ah!, ¿con que es usted hijo del marqués de Marsantes? —dijo a Saint-Loup el señor Nissim Bernard—. Lo he conocido mucho." Yo me creí que quería decir "conocido" en el mismo sentido que el padre de Bloch cuando afirmaba que conocía a Bergotte, esto es, de vista. Pero añadió: "Su padre de usted era muy buen amigo mío". A todo esto Bloch se había puesto muy encarnado, a su padre se le avinagró el gesto, y las señoritas de la casa hacían por contener la risa. Y era porque 'ese deseo de darse tono, contenido en Bloch padre y en sus hijos, en cambio en el caso del señor Nissim Bernard llegó a engendrar el hábito de la mentira perpetua. Por ejemplo, cuando viajaba y estaba parando en un hotel, Nissim Bernard hacía lo mismo que hubiera hecho Bloch padre: mandar que su ayuda de cámara le trajera todos los periódicos al comedor a la hora del almuerzo, cuando estaba lleno de gente, para que todo el mundo viera que viajaba con su ayuda de cámara. Pero a los huéspedes del hotel con quienes hacía amistad les decía el tío una cosa que nunca les hubiera dicho el sobrino: que' era senador. Sabía perfectamente que algún día se enterarían de que ese título que se daba era usurpado, pero por el momento no podía resistirse a la necesidad imperiosa de llamarse senador. El señor Bloch padecía mucho con los embustes de su tío y con los disgustos que le ocasionaban.

—No haga usted caso, es muy amigo de bromear —dijo por lo bajo a Saint-Loup, el cual sintió aún mayor interés por el viejo porque le preocupaba mucho la psicología de los embusteros.

—Todavía más embustero que el Itacense Odiseo, al que llamaba Atenas el más embustero de los hombres —añadió mi compañero Bloch.

—¡Vaya, vaya, quién me iba a decir que cenaría con el hijo de mi amigó! En mi casa de París tengo un retrato de su padre y muchas cartas suyas. Tenía la costumbre de llamarme siempre tío, yo no sé por qué. Era un hombre muy simpático, agradabilísimo. Me acuerdo de una noche que cenó en. Niza, en mi casa… Estaban también aquella noche Sardou, Labiche, Augier.

—Moliére, Racine, Corneille —continuó, irónicamente, el señor Bloch—. Y su hijo remató la enumeración añadiendo: —Plauto, Menandro, Kalidassa.

El señor Nissim Bernard, muy agraviado, cortó de pronto su relato y, privándose ascéticamente de un gran placer, no volvió a hablar hasta que la cena se terminó.

—Saint-Loup, el del, bronceado casco —dijo Bloch—, sírvase un poco más de este pato de los muslos grasientos, sobre los que ha derramado el ilustre victimario de las aves numerosas libaciones de vino tinto.

Por lo general, el señor Bloch, después de haber sacado del fondo del baúl para un compañero notable de su hijo las anécdotas referentes a sir Rufus Israel y a otros personajes, se daba cuenta de que su hijo estaba ya satisfecho y conmovido por la fineza del papá, y se retiraba de la conversación para no "rebajarse" a los ojos del estudiante. Pero cuando había un motivo extraordinario, por ejemplo, cuando su hijo hizo el ejercicio de la agregación, el señor Bloch añadía a la serie habitual de anécdotas esta reflexión irónica, que de ordinario solía reservar para sus amigos personales y que ahora sacaba a relucir para los amigos de su hijo, con gran orgullo por parte de éste: "El Gobierno ha estado imperdonable. No ha consultado al señor Coquelin. Parece ser que el señor Coquelin ha dado a entender que está muy disgustado". (Porque el padre de Bloch se las echaba de reaccionario y aparentaba desprecio a los cómicos.)

Pero las señoritas de Bloch y su hermano se ruborizaron hasta las orejas, tan grande fue su emoción, cuando Bloch padre, para mostrarse verdaderamente regio con los dos amigos viejos de su hijo, mandó traer champaña y anunció sin darle importancia que, con objeto de "obsequiarnos"; había tomado tres butaca para una función que daba aquella noche en el Casino una compañía de opereta. Lamentaba mucho no haber podido encontrar un palco. Ya no quedaban. Además, él lo sabía muy bien por experiencia, se está mucho mejor en butaca. Si el defecto del hijo, es decir, lo que el hijo se figuraba que los demás no veían, era la grosería, el del padre era la avaricia. Mí, que lo que él llamaba champaña era, en realidad, un vinillo espumoso que sirvieron en jarra, y las butacas se convirtieron realmente en asientos de parterre, que costaban la mitad; y el señor Bloch se quedó persuadido, por obra de la divina intervención de su defecto, de que no notaríamos la diferencia ni en la mesa ni en el teatro (donde, por cierto, vimos que todos los palcos estaban vacíos). El señor Bloch, después de habernos dejado que nos mojáramos los labios en las copas para champaña, que su hijo adornaba con el nombre de "cráteres de abiertos flancos", nos hizo que admiráramos un cuadro tan estimado por él que lo llevaba a Balbec Dijo que era un Rubens. Saint-Loup, muy cándidamente, preguntó si estaba firmado. El señor Bloch contestó, poniéndose muy encarnado, que había tenido que mandar cortar la firma por el tamaño del marco, pero que eso no tenía importancia alguna porque no pensaba venderlo. Luego se despidió en seguida de nosotros para hundirse en el Journal Officiel; toda la casa estaba llena de números de dicha publicación, y su lectura le era necesaria, según nos dijo, por su "posición parlamentaria", posición de la que no nos dio más detalles y cuyo valor exacto ignorábamos.

—Voy a coger un pañuelo para el cuello —dijo Bloch—, porque Céfiro y Bóreas se están disputando furiosamente el mar fecundo, y si nos retrasamos un poco al salir del teatro volveremos a casa con las primeras luces de Eos, la de los dedos do púrpura. A propósito —preguntó a Saint-Loup, cuando salimos; (y yo me eché a temblar, porque comprendí que ese tono irónico se refería al señor de Charlus)—, ¿quién era ese excelente fantoche de traje lúgubre que iba usted paseando por la playa anteayer por la mañana?

—Mi tío —respondió Saint-Loup, picado.

Desgraciadamente, Bloch no tenía miedo a las "planchas", ni muchísimo menos, y se retorció de risa.

—¡Ah!, lo felicito a usted, debió de habérseme ocurrido; mucho chic; tiene una cara inestimable de tonto de muy buena casa.

—Pues se equivoca usted de medio a medio, es muy inteligente —repuso Saint-Loup, furioso.

—Lo siento, porque, entonces es menos completo. Me gustaría mucho conocerlo, porque estoy seguro de que tipos de esa especie me inspirarían grandes obras. Lo que es ése, sólo el verlo pasar es para reventar de risa. Pero dejaría a un lado la parte caricaturesca, en el fondo bastante despreciable para un artista enamorado de la belleza plástica de las frases, de esa cara ridícula que me ha hecho doblarme de risa, y usted me dispensará, para poner en relieve el lado aristocrático de su tío, que hace un efecto bestial, y en cuanto se pasa el primer regocijo, impresiona por su gran estilo. Pero ahora me acuerdo —dijo dirigiéndose a mí de una cosa que no tiene nada que ver con esto, y que quería preguntarte; pero siempre que nos hemos visto, algún dios, de los dichosos habitantes del Olimpo, me la ha quitado de la cabeza, y es lástima, porque el saberla pudo serme de utilidad en cierta ocasión, y aun quizá me lo sea. ¿Quién es esa señora tan guapa con quien te vi en el jardín de Aclimatación, acompañada por un caballero al que conozco de vista y por una muchacha de pelo muy largo?

Yo había observado en aquella ocasión que la señora de Swann no se acordaba del nombre de Bloch, puesto que lo confundió con otro y calificó a mi amigo de agregado a no sé qué ministerio, dato este que yo no hice luego por averiguar si era cierto. Pero, ¿cómo es posible que Bloch, que, según me dijera entonces la señora de Swann, se había hecho presentar a ella, no supiera cómo se llamaba la dama? Tan asombrado me quedé, que estuve un momento sin contestar.

—De todos modos, te felicito —me dijo—, porque no has debido de aburrirte con ella. Yo me la había encontrado, unos días antes de veros, en el ferrocarril de circunvalación exterior. Y ella tuvo a bien mostrarse muy interior en aquel departamento del exterior con este tu amigo; nunca he pasado tan buen rato, y ya estábamos arreglándolo todo para volver a vernos otro día, cuando un conocido suyo tuvo la mala ocurrencia de subir a nuestro departamento en la penúltima estación.

Mi silencio parece que no fue muy agradable a Bloch.

—Tenía la esperanza —me dijo— de enterarme por ti de sus señas, con objeto de ir a su casa algunos días a la semana para disfrutar los goces de Eros, grato a los dioses; pero no insisto, ya que te ha dado por ser discreto con respecto a una profesional que se me entregó tres veces seguidas, y de un modo refinadísimo, en el espacio que media entre París y el Point du Jour. Yo daré con ella alguna noche.

Poco después de dicha comida fui a ver a Bloch, y él me devolvió la visita, pero en ocasión en que yo había salido; en el momento en que estaba preguntando por mí en el hotel pasó por allí Francisca, que no lo había visto nunca, aunque Bloch había estado varias veces en Combray. De modo que lo único que sabía nuestra criada es que uno de los "señoritos" que yo conocía había ido a verme, no se sabe "con qué objeto"; su manera de vestir no tenía nada de particular y a Francisca no le hizo mucha impresión. Yo sabía muy bien que ciertas ideas sociales de Francisca serían siempre impenetrables para mí, porque probablemente estaban basadas en confusiones de palabras o de nombres, que ella trastrocaba; pero, sin embargo, y a pesar de haber renunciado hacía mucho tiempo a intrigarme por esas cosas, no pude por menos de preguntarme, inútilmente, qué cosa inmensa podría significar para Francisca el nombre de Bloch. Porque apenas le hube dicho que aquel joven que había visto era el señor Bloch; retrocedió unos cuantas pasos dando muestras de grandísimo estupor y decepción. "¡Cómo!, ¿que ése es el señor Bloch?", exclamó con semblante de consternación, como sí un personaje tan prestigioso hubiese debido tener un exterior que "revelara" inmediatamente la presencia de un grande hombre. Y lo mismo que aquel que descubre que un personaje histórico no está a la altura de su reputación,, repetía Francisca muy impresionada y en tono que descubría gérmenes de escepticismo universal para lo por venir: "¡Cómo!, ¿que ése es el señor Bloch? ¡Ah!, cualquiera lo hubiera dicho al verlo!" Y parecía como si me guardara rencor porque le había "falsificado" a Bloch. Pero tuvo la bondad de añadir: "¿Pues sabe usted lo que le digo? Que por muy Bloch que sea, el señorito es tan guapo como él".

Con Saint-Loup, a quien adoraba, tuvo pronto otra desilusión, pero de distinta clase, y que le duró muy poco; se enteró de que era republicano. Porque Francisca, aunque al hablar, por ejemplo, de la reina de Portugal dijese: "Amelia, la hermana de Felipe", con esa falta de respeto que es para las gentes del pueblo el supremo respeto, era monárquica. Pero, sobre todo, eso de que un marqués, y un marqués que la había deslumbrado, fuera republicano, era cosa inconcebible. Y la ponía de mal humor, lo mismo que si yo le hubiese regalado una cajita al parecer de oro, y ella, después de haberme dado las gracias muy efusivamente, se enterara por un joyero de que era chapeada. Retiró su estima a Saint-Loup, pero pronto volvió a concedérsela, porque pensó que un marqués de Saint-Loup no podía ser republicano y que su republicanismo era cosa fingida y por interés, porque de esa manera podía sacar más del Gobierno que entonces mandaba. En cuanto se le ocurrió eso cesó su frialdad con Roberto y su despecho conmigo. Y al hablar de Saint-Loup decía: "¡Es un hipócrita!", con sonrisa benévola y generosa, que daba a entender que ella lo estimaba otra vez tanto como el primer día, y ya le había perdonado.

Y precisamente Saint-Loup era de una sinceridad y desinterés absolutos; y su gran pureza moral, que no podía satisfacerse enteramente en un sentimiento egoísta como el amor, y que no se veía en la imposibilidad, como a mí me pasaba, de encontrar alimento espiritual fuera de sí mismo, es lo que a él lo hacía tan capaz de amistad, mientras que yo era incapaz de tal sentimiento.

También se equivocaba Francisca con respecto a Saint-Loup cuando decía que así por fuera parecía como que no desdeñaba a la gente del pueblo, pero eso no era verdad, porque no había más que verlo cuando se enfadaba con su cochero. En efecto, algunas veces Roberto lo había regañado con cierta rudeza, pero ello no indicaba en Saint-Loup un sentimiento de diferencia de clases, sino más bien de igualdad. "¿Por qué —me contestó cuando yo le eché en cara que hubiese tratado tan duramente al cochero—, por qué voy a afectar con él cortesía? ¿No es un dial mío? ¿No está a la misma distancia de mí que mis tíos y mis primos? ¿De modo que le parece a usted que yo debía tratarlo con consideraciones, como a un inferior? Habla usted como un aristócrata", añadió desdeñosamente.

En efecto, si alguna clase social había contra la que tuviese Roberto pasión y parcialidad de ánimo era la aristocracia, hasta el punto de que sólo con gran dificultad admitía la superioridad de un hombre de mundo, y en cambio creía muy fácilmente en la de un hombre del pueblo. Le hablé de la princesa de Luxemburgo, a la que habíamos encontrado yendo con su tía.

—Es un chorlito, como todas las de su clase. Es algo parienta mía.

Como Saint-Loup tenía gran prevención contra los aristócratas, no solía ir a las reuniones de la alta sociedad, y cuando iba adoptaba una actitud despectiva u hostil, con lo cual aun se agudizaba el disgusto que su familia tenía por sus relaciones con una mujer de "teatro", relaciones fatales, según sus parientes, y a las que atribuían el desarrollo en Roberto de ese espíritu denigrativo, de esa mala tendencia que, por lo pronto, va lo había ".desviado", hasta que llegara a "sacarlo de su clase" por completo. Y por eso algunos aristócratas del barrio de Saint-Germain, hombres ligeros en todo lo demás, hablaban sin compasión alguna de la querida de Saint-Loup. "Las cocottes, al fin y al cabo, trabajan en su oficio —decían— y son como otras cualesquiera, pero ésta no. No la perdonarnos. HA Hecho mucho daño a una persona queridísima para nosotros." Verdad es que Roberto no era el único hombre que hubiese caído en las zarpas de una querida. Pero los demás seguían haciendo su divertida vida de hombres de mundo, y pensando como tales, en política y en todo. Pero a Roberto su familia lo encontraba "agriado". No se daba cuenta de que para muchos muchachos de la aristocracia una querida es el verdadero maestro, y las relaciones de ese género son la única escuela de moral que los inicia en una cultura superior y en donde aprenden el valor de los conocimientos desinteresados; y sin eso seguirían toda su vida con el espíritu sin cultivar, muy toscos para la amistad, sin gusto y sin finura. Hasta en el pueblo bajo (que desde el punto de vista de la grosería se parece muchas veces al gran mundo), la mujer es más sensible, más fina, más amiga del ocio, y tiene curiosidad por determinadas bellezas y primores de arte y sentimiento, que coloca, aunque no las comprenda muy bien, por encima de aquellas cosas que más codiciables parecen al hombre: el dinero y la posición social. Así que, ya se trate de la querida de un joven clubman, como Saint-Loup, o de un muchacho artesano dos electricistas, por ejemplo, figuran hoy en las filas de la verdadera caballería; su amante le tiene admiración y respecto, que hace extensivos a las cosas que ella admira y respeta; por donde viene a trastrocarse para el hombre su escala de valores. Por su calidad de mujer, tiene perturbaciones nerviosas inexplicables, y que vistas en un hombre o en otra mujer cualquiera, en una mujer que sea prima suya o tía suya, habrían hecho sonreír a este robusto muchacho. Pero a la mujer que ama no puede verla sufrir. El joven aristócrata que tiene, como Saint-Loup tenía, una querida, se acostumbra cuando va a cenar con ella a un merendero a llevar en el bolsillo el valerianato, por si acaso ella lo necesita; dice al mozo, imperiosamente y sin ironía, que no haga ruido al cerrar las puertas, y le manda que no adorne la mesa con musgo húmedo; todo con objeto de evitar a su amiga esos sufrimientos que él no sintió nunca y que forman parte de un mundo oculto, en cuya realidad ella le enseñó a creer; y todos esos sufrimientos, que de esta manera aprende a compadecer sin conocerlos, los compadecerá también cuando los vea en otras personas. La querida de Saint-Loup enseñó a su amigo —lo mismo que se lo habían enseñado los monjes medievales a la Cristiandad— a ser bueno con los animales, porque ella tenía pasión por los bichos y siempre que iba de viaje llevaba consigo un perro, sus canarios y sus loros; Saint-Loup atendía a los animalitos con maternal cuidado y llamaba brutos a los que no trataban bien a las bestias. Además, una actriz, o una mujer que se titula actriz, como la que vivía con Saint-Loup, sea lista o no —cosa que yo ignoraba—, hace ver a su amigo que el trato con las damas aristocráticas es muy aburrido y que el hecho de asistir a una reunión mundana es una penitencia; y así, Roberto se libró del snobismo y se curó de la frivolidad. Gracias a ella, la vida del gran mundo' tenía muy poca importancia en la existencia de Roberto, y en cambio su querida le había enseñado a poner en el trato con sus amigos sentimientos de nobleza y refinamiento, mientras que si hubiese seguido siendo un aristócrata puro se habría guiado para hacerse amigos por la vanidad y el interés, y sus amistades siempre tendrían un tinte de rudeza. Como por su instinto de mujer apreciaba en los hombres determinadas cualidades de sensibilidad, que se le hubieran escapado a su amante o que lo hubieran hecho reír, sabía distinguir y preferir en seguida de entre todos los demás al amigo de Saint-Loup que le tenía verdadero afecto. Y sabía obligar a su amante a que tuviera gratitud a ese amigo y se la demostrara, a fijarse en las cosas que le eran gratas y las que le molestaban. Y Saint-Loup, al cabo de muy poco tiempo y sin necesidad de que ella se lo advirtiera, empezó a preocuparse de todas esas cosas, y por eso, aunque su querida no estaba en Balbec ni me conocía, y aunque probablemente Roberto ni siquiera le había hablado de mí en sus cartas, él por su propio impulso tenía conmigo muchas delicadezas: cerraba cuidadosamente la ventanilla del coche, quitaba las flores cuyo aroma podía molestarme, y cuando estábamos juntos varios amigos se las arreglaba para despedirse antes de ellos y quedarse el último conmigo, diferenciándome así de los demás. Su querida le abrió el ánimo a lo invisible, infundió seriedad a su vida y delicadeza a su sentimiento; pero la familia, sin fijarse en nada de esto, repetía, llorando: "Esa bribona lo matará, y, por lo pronto, ya lo está deshonrando". Verdad es que ya Roberto había sacado de aquella mujer todos los beneficios que podía darle, y ahora ella era para su querido motivo de incesantes sufrimientos, porque le había tomado odie y se complacía en torturarlo. Un buen día empezó a descubrir que Roberto era tonto y ridículo, sencillamente porque así se lo habían dicho algunos amigos de los que ella tenía entre los autores y actores de teatro; y repetía lo que le dijeron con la pasión y la falta de reserva que se muestran siempre que se escuchan y se adoptan opiniones y costumbres que provienen de otras personas, y que uno ignoraba por completo. Y profesaba la teoría, que era la teoría de sus amigos cómicos, de que entre Saint- Loup y ella había un foso infranqueable, porque eran de raza distinta: ella, una intelectual, y él, aunque aspirara a otra cosa, enemigo de la inteligencia por nacimiento. Este punto de vista le parecía muy profundo, y buscaba pruebas de su teoría en las palabras y ademanes más insignificantes de su querido. Pero cuando los mismos amigos la convencieron, además, de que estaba destruyendo, en una compañía tan poco adecuada para ella como la de Roberto, las grandes esperanzas artísticas que había inspirado, de que su querido la estaba perjudicando y de que echaba a perder su porvenir de artista viviendo con él, no sólo despreció a Saint-Loup, sino que le tomó odio, como si se empeñara en inocularle una enfermedad mortal. Lo veía lo menos posible, aunque iba aplazando el momento de la ruptura definitiva, que a mí me parecía muy poco verosímil. Saint-Loup hacía por ella tales sacrificios que, como no fuese una mujer maravillosa,(Roberto nunca había querido enseñarme su retrato, diciéndome: "No es ninguna belleza, y, además, no sale bien en las fotografías; son instantáneas que he hecho yo con mí Kodak, y le darían a usted una idea falsa de ella), parecía difícil que encontrara otro hombre tan generoso. Yo no pensaba que la manía de hacerse una reputación, aunque no se tenga talento, y la estima, nada más que la estima, privada de las personas cuya opinión nos impone pueden ser (aunque acaso no ocurriera así con la querida de Saint-Loup), hasta para una cocotte—, motivos más eficaces que el gusto de ganar dinero. Saint-Loup, sin comprender muy bien lo que ocurría en el ánimo de su querida, no la consideraba del todo sincera, ni en los reproches injustos ni en las promesas de amor eterno, pero se daba cuenta a ratos de que rompería con él en cuanto pudiese; y por eso, impulsado sin duda por el instinto de conservación de su amor, más clarividente quizá que el mismo Saint-Loup, y usando de una habilidad práctica que en él se compaginaba muy bien con los mayores y más ciegos arrebatos sentimentales, se negó a crearle un capital, y aunque pidió prestada una cantidad enorme para que no faltase nada a su querida, le entregaba el dinero día por día. E indudablemente, en el caso de que la actriz hubiera pensado en dejarlo, tendría que esperar fríamente a "hacerse su fortunita", lo cual, con las cantidades que le daba Saint-Loup, exigiría algún tiempo; corto, sí, pero al fin y al cabo un espacio de tiempo suplementario para prolongar la felicidad de mi amigo… o su desgracia.

Este período dramático de sus relaciones —que había llegado por entonces al punto extremo y más doloroso para Saint-Loup, pues ella le prohibió la estancia en París porque su presencia la exasperaba, y le hizo pasar sus días de licencia en Balbec, a un paso de la ciudad donde estaba de guarnición— tuvo sus comienzos una noche en casa de una tía de Saint-Loup, que, gracias a las instancias de Roberto, invitó a la actriz a ir a recitar ante un público aristocrático fragmentos de una obra simbolista que había representado cierta vez en un teatro de tendencia avanzada; esta obra la admiraba ella mucho y transmitió a Saint-Loup su admiración.

Pero cuando salió con una gran azucena en la mano, con traje copiado de la Ancilla Domini, y que, según había dicho a Roberto era una verdadera visión de arte, fue acogida con sonrisas por aquella asamblea de señores de casino y de duquesas, sonrisas que se trocaron primero en risas ahogadas, por el tono monótono de la salmodia, lo raro cíe algunas palabras y su frecuente repetición, y luego en risas tan irresistibles, que la pobre artista no pudo seguir. Al otro día la tía de Saint-Loup fue unánimemente censurada por haber dejado entrar en sus salones a una actriz tan grotesca. Un duque muy conocido no le ocultó que, si la criticaban, ella se tenía la culpa.

—¡Qué demonio, no hay que darle a uno números de ese empuje! Si por lo menos esa mujer tuviera algún talento; pero ni lo tiene ni lo tendrá nunca. ¡Qué caramba! En París no somos tan tontos como se suele creer. Esa jovencita debió de figurarse que iba a asombrar a París. Pero esa empresa es más difícil de lo que ella se imagina, y hay cosas que no nos harán tragar nunca.

Y la actriz salió diciendo a Saint-Loup:

—Pero ¿adónde me has traído? En esta casa no hay más que gansas y avestruces sin educación; es un hatajo de sinvergüenzas. Mira, te lo digo francamente: no hay uno de todos esos tipos que había ahí que no me haya hecho guiños, y como yo no les hice caso, han querido vengarse.

Estas palabras trocaron la antipatía, de Roberto por los aristócratas en un sentimiento de horror, aún más hondo y doloroso; sentimiento que le inspiraban particularmente los que menos lo merecían, unos pobres parientes que, delegados por la familia, quisieron convencer a la querida de Saint-Loup de que debía romper con él; y ella hacía creer a Roberto que este paso no era desinteresado y que si lo daban sus parientes es porque estaban prendados de ella. Saint-Loup había dejado de tratarlos; pero cuando estaba separado de su querida, como ahora, pensaba que acaso ellos u otros habían vuelto a la carga y quizá logrado los favores de su amiga. Y cuando hablaba de los señoritos juerguistas que engañan a sus amigos, intentan corromper a las mujeres y hacerlas ir a casas de compromisos, se transparentaban en el rostro el dolor y el odio.

"Los mataría con menos remordimiento que a un perro, que al fin y al cabo es un animalito bueno, fiel y leal. Esa gente se merece la guillotina con mucho más motivo que los desgraciados que hicieron un crimen impulsados por la miseria y la crueldad de los ricos."

Se pasaba el tiempo mandando a su querida cartas y telegramas. Ya le había prohibido que fuera a París, pero además siempre encontraba algún medio para teñir con él a distancia, y cuando así ocurría se lo notaba yo a Roberto en el descompuesto semblante. Como su querida no le decía nunca qué motivo de queja tenía, Saint-Loup, sospechando que si no se lo decía es porque en realidad ella no lo sabía tampoco y estaba ya cansada de él, pedía explicaciones y le escribía: "Dime qué es lo que he hecho. Estoy dispuesto a confesar mis faltas". Porque la pena que sentía acababa por convencerlo de que había hecho algo malo.

Ella le hacía esperar mucho tiempo sus contestaciones, que además no tenían ningún sentido. Así, que casi siempre veía yo a Saint-Loup volver del correo con la frente arrugada, y muchas veces con las manos vacías; porque de toda la, gente del hotel, únicamente Saint-Loup y Francisca iban al correo a llevar y a recoger sus cartas: él, por impaciencia de enamorado; ella, por desconfianza de criada. (Y cuando telegrafiaba Roberto, aun tenía que andar mucho más.)

Unos días después de la cena en casa de Bloch, mi abuela me dijo, muy alegre, que Saint-Loup le había preguntado si no quería que la retratara antes de irse de Balbec; y cuando vi que se había puesto el mejor traje que tenía y que estaba dudando cuál peinado le sentaría mejor, me sentí un poco irritado de aquella niñería tan impropia de su carácter. Llegué hasta el punto de preguntarme si no estaría yo un poco equivocado con respecto a mi abuela, si no la había colocado más arriba de lo que se merecía; y me dije que quizá no era tan despreocupada de lo relativo a su persona como yo me figuré, y que acaso fuese coqueta, cosa que nunca creyera yo en ella.

Desgraciadamente, mi descontento por el proyecto de sesión fotográfica, y sobre todo por la satisfacción que a mí abuela inspiraba, se transparentó con harta claridad para que Francisca lo notara y contribuyese involuntariamente a disgustarme más echándome un discursito sentimental y tierno, que fingí no tomar en consideración.

—¡Pero, señorito, si la señora se alegrará tanto de que le saquen su retrato, y se va a poner el sombrero que le ha arreglado su servidora Francisca! Hay que dejarla, señorito.

Me convencí de que no era crueldad mía el burlarme de la sensibilidad de Francisca recordando que mi madre y mi abuela, mis modelos en todo, lo hacían también muchas veces. Pero mi abuela notó que yo tenía cara de enfadado, y me dijo que si lo de la fotografía me contrariaba lo dejaría. No quise que renunciara, le aseguré que no tenía nada que decir y la dejé que se compusiera; pero luego, figurándome que daba pruebas de fuerza y de penetración de espíritu, le dije unas cuantas frases irónicas y mortificantes, con objeto de neutralizar el placer que le causaba retratarse; de suerte que no tuve más remedio que ver el magnífico sombrero de mi abuela, pero por lo menos logré que se borrara de su semblante la expresión de gozo que para mí debía haber sido motivo de alegría, pero que se me representó, como ocurre tantas veces en la vida de los seres más queridos, como manifestación exasperante de un mezquino defecto y no como preciosa forma de esa felicidad que para ellos deseamos. Mi mal humor provenía sobre todo de que aquella semana mi abuela parecía como que me huía, y no pude tenerla ningún rato para mí solo, ni de día ni de noche. Cuando por la tarde volvía al hotel para pasar un rato con ella, me decían que no estaba en casa o me la encontraba encerrada con Francisca y entregada a largos conciliábulos que no me era permitido interrumpir. Cuando salía con Saint-Loup después de cenar, durante el trayecto, de vuelta a casa, iba pensando en el momento de ver a mi abuela y poder darle un beso; pero ya en mi cuarto esperaba inútilmente esos golpecitos dados en el tabique que me indicaban que podía entrar a decirle las buenas noches; acababa por acostarme, un tanto enfadado con mi abuela, porque me privaba, con una indiferencia tan rara en ella, de una alegría que yo daba por segura; todavía me estaba un rato en la cama despierto, con el corazón palpitante como cuando era niño, con la atención puesta en el tabique, que seguía sin decir nada, y, por fin, me dormía llorando.

* * *

Aquel día, lo mismo que los anteriores, Saint-Loup había tenido que ir a Donciéres, pues aunque no Había llegado aún la fecha de volver a su guarnición de un modo definitivo, le reclamaban allí ciertos asuntos que lo entretendrían hasta anochecido. Sentí que no estuviese en Balbec. Había yo visto bajar de sus coches a unas cuantas muchachas que de lejos me parecieron deliciosas, y que entraron las unas en el salón de baile del Casino y las otras en la nevería. Estaba yo en uno de esos períodos de la juventud en que no se tiene ningún amor particular, períodos vacantes; cuando en todas partes ve uno a la Belleza, la desea, la busca, lo mismo que hace el enamorado con la mujer amada. Basta con qué un solo trazo de realidad —lo poco que se distingue de una figura de mujer vista a lo lejos o de espaldas— nos permita proyectar por delante de nosotros nuestra ansia de Belleza, y ya se nos figura que la hemos encontrado; el corazón late con más celeridad, apresuramos el paso, y nos quedamos casi convencidos de que, en efecto, era ella si la mujer desaparece al volver una esquina; únicamente si llegamos a alcanzarla es cuando comprendemos nuestro error.

Además, como estaba cada vez más delicado, tenía yo tendencia a encarecer el valor de los más sencillos placeres precisamente por lo difícil que me era lograrlos. Por todas partes veía damas elegantes, debido a que nunca podía acercarme a ellas; en la playa, por hallarme muy cansado, y en el Casino o en una pastelería, por mi mucha timidez. Y si tenía que morirme pronto, me habría gustado saber cómo estaban hechas, vistas de cerca; y en la realidad, las muchachas más bonitas que podía brindarme la vida, aunque fuera otro y no yo, o aunque no fuera nadie, el que se aprovechara de su belleza (no me daba yo cuenta de que en el origen de mi curiosidad había un deseo de posesión). Si Saint-Loup hubiese estado conmigo, me habría atrevido a entrar en el salón del Casino. Pero yo solo me quedé parado delante del Grand Hotel, haciendo tiempo hasta que llegara la hora de ir a buscar a mi abuela; cuando, allá por la otra punta del paseo del dique, destacándose como una mancha singular y movible vi avanzar a cinco o seis muchachas tan distintas por sil aspecto y modales de todas las personas que solían verse por Balbec como hubiese podido serlo una bandada de gaviotas 'venidas de Dios sabe dónde y que efectuara con ponderado paso —las que se quedaban atrás alcanzaban a las otras de un vuelo— un paseo por la playa, paseo cuya finalidad escapaba a los bañistas, de los que no hacían ellas ningún caso, pero estaba perfectamente determinada en su alma de pájaros.

Una de las desconocidas iba empujando una bicicleta; otras dos llevaban clubs de golf, y por su modo de vestir se distinguían claramente de las demás muchachas de Balbec, pues aunque entre éstas hubiera algunas que se dedicaban a los deportes, no adoptaban un traje especial para ese objeto.

Era aquella la hora en que damas y caballeros veraneantes solían dar su paseo por allí, expuestos a los implacables rayos que sobre ellos lanzaba, como si todo el mundo tuviese alguna tacha particular que había que inspeccionar hasta en sus mínimos detalles, los impertinentes de la señora del presidente de sala, sentada muy tiesa delante del quiosco de la música., en el centro de esa tan temida fila de sillas a las que muy pronto habrían de venir a instalarse estos paseantes, para juzgar a su vez, convertidos de actores en espectadores, a los que por allí desfilaran. Toda esa gente que andaba por el paseo, balanceándose como si estuvieran en el puente de un barco (porque no sabían mover una pierna sin hacer al propio tiempo otra serie de cosas: menear los brazos, torcer la vista, echar atrás los hombros, compensar el movimiento que acababan de hacer con otro equivalente en el lado contrario, y congestionarse el rostro), hacían como que no veían a los demás para fingir que no se ocupaban de ellos, pero los miraban a hurtadillas para no tropezarse con los que andaban a derecha e izquierda o venían en dirección contraria, y precisamente por eso se tropezaban, se enredaban unos con otros, piles también ellos habían sido recíproco objeto de la misma atención secreta y oculta tras aparente desdén, por parte de los demás paseantes; porque el amor —y por consiguiente el temor— a la multitud es móvil poderosísimo para todos los hombres, ya quieran agradar o deslumbrar a los demás, ya deseen mostrarles su desprecio. El caso del solitario que se encierra absolutamente, y a veces por toda la vida, muchas veces tiene por base un amor desenfrenado a la multitud, amor mucho más fuerte que cualquier otro sentimiento, y que por no poder ganarse, cuando sale de casa, la admiración de la portera, de los transeúntes, del cochero de punto, prefiere que no lo vean nunca, y para ello renuncia a toda actividad que exija salir a la calle.

En medio de todas aquellas gentes, algunas de las cuales iban pensando en alguna cosa, pero delatando entonces la movilidad de su ánimo por una serie de bruscos ademanes y una divagación de la mirada tan poco armoniosos como la circunspecta vacilación de sus vecinos, las muchachas que digo, con ese dominio de movimientos que proviene de la suma flexibilidad corporal y de un sincero desprecio por el resto de la Humanidad, andaban derechamente, sin titubeos ni tiesura, ejecutando exactamente los movimientos que querían, con perfecta independencia de cada parte de su persona con respecto a las demás, de suerte que la mayor parte de su cuerpo conservaba esa inmovilidad tan curiosa propia de las buenas bailarinas de vals. Ya se iban acercando a mí. Cada una era de un tipo enteramente distinto de las demás, pero todas guapas; aunque, a decir verdad, hacía tan poco tiempo que las estaba viendo, y eso sin atreverme a mirarlas fijamente, que todavía no había individualizado a ninguna de ellas. No había más que una que, por su nariz recta y su tez morena, contrastaba vivamente con sus compañeras, como un rey Mago de tipo árabe en un cuadro del Renacimiento; a las demás las reconocía por un solo rasgo físico: a ésta, por sus ojos duros, resueltos y burlones; a aquélla, por los carrillos de color rosa tirando a cobrizo, tono que evocaba la idea del geranio, y ni siquiera esos rasgos los había yo atribuido indisolublemente a una muchacha determinada y distinta; y cuando (con arreglo al orden en que se iba desarrollando este maravilloso conjunto, en el que se tocaban los más opuestos aspectos y se unían las más diferentes gamas de color, pero todo ello confuso como una música en la que me fuese imposible aislar y reconocer las frases que iban pasando, perfectamente distintas, pero inmediatamente olvidadas) veía surgir un óvalo blanco, unos ojos azules o verdes, no sabía bien si esa cara y esa mirada eran las mismas que me sedujeron el momento antes, y me era imposible referirlas a una sola muchacha separada y distinta de las demás. Y, precisamente, el hecho de que en esta mi visión faltaran las demarcaciones que luego habría yo de fijar entre ellas propagaba en el grupo algo como una fluctuación armoniosa, la constante traslación de una belleza fluida, colectiva y móvil.

Si habían ido a reunirse en la vida aquellas amigas, todas guapas, para formar un grupo, quizá no era por puro efecto de la casualidad; acaso esas muchachas (que con sólo su actitud revelaban un modo de ser atrevido, frívolo y duro), sumamente sensibles a todo ridículo y fealdad e incapaces de sentirse atraídas por ninguna belleza de orden intelectual o moral, se encontraron un día con que entre todas sus compañeras se distinguían ellas por la repulsión que les inspiraban aquellas otras chicas que con su timidez, su encogimiento o sensibilidad, lo que ellas debían de llamar un "estilo antipático", y no se juntaron con ellas; mientras que intimaron con otras muchachas que las atraían por su mezcla de gracia, de agilidad y belleza física, única forma con que se podía revestir; según ellas, un carácter franco y seductor, promesa de muy buenos ratos de amistosa compañía. Acaso fuese también que la clase social a que pertenecían, y que no pude precisar bien, se hallaba en ese punto de evolución en que, o bien por ser rica y ociosa, o bien por estar penetrada de las nuevas costumbres deportivas, tan difundidas hasta en ciertas capas del pueblo, y de una cultura física a la que queda aún por agregar la cultura intelectual se parecía un poco a esas escuelas de escultura armoniosas y fecundas que todavía no buscan la expresión atormentada, una clase social que produce naturalmente y en abundancia cuerpos hermosos, con piernas bonitas, con caderas bonitas, semblante tranquilo y sano y aire de astucia y agilidad. ¿Acaso no estaba yo viendo allí, delante del mar, nobles y serenos dechados de humana belleza, como estatuas colocadas al sol en la ribera de la tierra griega?

Parecía como que la cuadrilla de mozas, que iba avanzando por el paseo cual luminoso cometa, estimara que aquella multitud que había alrededor se componía de seres de otra raza, de seres cuyo sufrir no les inspiraría sentimiento alguno de solidaridad, y hacían como que no veían a nadie, obligando a todas las personas paradas a apartarse lo mismo que cuando se viene encima una máquina sin gobierno y qué no se preocupa de choques con los transeúntes; a lo sumo cuando algún señor viejo, cuya existencia no admitían las jovenzuelas y cuyo contacto rehuían, escapaba con gestos de temor o indignación, precipitados o ridículos, se limitaban ellas a mirarse unas a otras, riéndose. No necesitaban afectar ningún desprecio por todo lo que no fuese su grupo, porque bastaba con su sincero desprecio. Pero no podían ver ningún obstáculo sin divertirse en saltárselo, tomando carrerilla o a pies juntos, porque estaban henchidas, rebosantes de esa juventud que es menester gastar en algo; tanto, que hasta cuando se está triste o malo, y obedeciendo más bien a las necesidades de la edad que al humor del día, no se deja pasar ocasión de dar un salto o echarse a resbalar sin aprovecharla concienzudamente, interrumpiendo así el lento paseo, sembrándolo de graciosos incidentes, en que se tocan virtuosismo y capricho, lo mismo que hace Chopin con la frase musical más melancólica. .La señora de un banquero ya muy viejo estuvo dudando en dónde colocar a su marido, y por fin lo sentó en su butaca plegable, dando cara al paseo, resguardado del aire y del sol por el quiosco de la música. Viéndolo ya bien instalado, acababa de marcharse en busca de un periódico para distraer con su lectura al esposo; estos cortos momentos en que lo dejaba solo, y que nunca duraban más de cinco minutos, cosa que a él le parecía mucho, los repetía la señora con bastante frecuencia, porque como deseaba prodigar a su viejo marido muchos cuidados y al propio tiempo disimularlos, de esa manera le daba la impresión de que aún se hallaba en estado de vivir como todo el mundo y no necesitaba protección. El quiosco de la música, al cual estaba arrimado el anciano, formaba una especie de trampolín natural y tentador; la primera muchacha de la cuadrilla echó a correr por el tablado de la música y dio un salto por encima del espantado viejo, rozándole la gorra con sus ágiles pies, todo ello con gran contentamiento de las otras muchachas, especialmente de unos ojuelos verdes pertenecientes a una cara de pepona, que expresaron ante aquel acto una admiración y alegría donde se me figuró a mí ver una cierta timidez vergonzosa y fanfarrona que no existía en las demás chiquillas. "¡Hay que ver ese pobre viejo, me da lástima, está medio cadáver va!", dijo una de ellas con voz bronca y en tono semiirónico. Anduvieron unos pasos más y se pararon en conciliábulo, en medio del paseo, sin darse por enteradas de que estaban estorbando el paso, formando una masa irregular, compacta, insólita y vocinglera, al igual de los pájaros que se agrupan para echarse a volar; luego reanudaron su lento caminar a lo largo del paseo, dominando el mar.

Ahora ya habían dejado de ser confusas e indistintas sus encantadoras facciones. Las había yo repartido y aglomerado (a falta de nombres) alrededor de la mayor, la que saltó por encima del viejo banquero; una menudita, que destacaba sobre el fondo del mar sus carrillos frescos y llenos y sus ojos verdes; otra de tez morena y nariz muy recta, en fuerte contraste con sus compañeras; la tercera tenía la cara muy blanca, como un huevo, y la naricilla formaba un arco de círculo cual el pico de un polluelo —cara que suelen tener algunos jovencitos—; la cuarta era alta y se envolvía en una pelerina, cosa que le daba un aspecto de pobre y desmentía la elegancia de su tipo (tanto, que a mí no se me ocurrió más explicación sino que aquella muchacha debía de tener unos padres de buena posición y que ponían su amor propio muy por encima de los veraneantes de Balbec y de la elegancia del indumento de sus hijos, de modo que les era igual que la chica anduviera por el paseo vestida de una manera que hasta para gente insignificante hubiese resultado modesta); y, por último, una muchacha de mirar brillante y risueño, de mejillas llenas y sin brillo, con una especie de gorra de sport muy encasquetada; iba empujando una bicicleta con un meneo de caderas tan desmadejado, con tal facha y soltando tales vocablos de argot muy ordinarios, y a gritos, cuando pasé a su lado (sin embargo, distinguí entre sus palabras esa frase molesta de "vivir su vida"), que tuve que abandonar la hipótesis basada en la pelerina de su compañera, y llegué a la consecuencia de que esas chiquillas eran de ese público que va a los velódromos, probablemente jóvenes amigas de corredores ciclistas. Claro es que en ninguna de mis suposiciones entraba la, idea de que fuesen muchachas decentes. A primera vista —en el insistente mirar de la que empujaba la bicicleta, en el modo que tenían de lanzarse ojeadas unas a otras riéndose— comprendí que no lo eran. Además, mi abuela había velado siempre sobre mí con tan timorata delicadeza, que yo llegué a creerme que todas las cosas que no deben hacerse forman un conjunto indivisible, y que unas muchachas que no respetan a la ancianidad es poco probable que se paren en obstáculos cuando se trate de placeres más tentadores que el de saltar por encima de un octogenario.

Ahora ya las había individualizado; pero, sin embargo, la réplica que se daban unas a otras con los ojos, animados por un espíritu de suficiencia y compañerismo, en los que se encendía de cuando en cuando una chispa de interés o de insolente indiferencia, según se posaran en una de las amigas o en un transeúnte, y esa consciencia de conocerse con bastante intimidad para ir siempre juntas, formando "grupo aparte" creaba entre sus cuerpos separados e independientes, según iban avanzando por el paseo, un lazo invisible, pero armonioso, como una misma sombra cálida o una misma atmósfera que los envolviera, y formaba con todos ellos un todo homogéneo en sus partes y enteramente distinto de la multitud por entre la cual atravesaba calmosamente la procesión de muchachas.

Por un momento, cuando pasé junto a la muchacha carrilluda que iba empujando la bicicleta, mis miradas se cruzaron con las suyas, oblicuas y risueñas, que salían del fondo de ese mundo inhumano en que se desarrollaba la vida de la pequeña tribu, inaccesible tierra incógnita a la que no llegaría yo nunca y en donde jamás tendría acogida la idea de mi existencia. La muchacha, que llevaba, un sombrero de punto muy encasquetado, iba muy preocupada con la conversación de sus compañeras, y yo me pregunté si es que me había visto cuando se posó en mí el negro rayo que de su mirar salía. Si me había visto, ¿qué le habría parecido yo? ¿Desde qué remoto fondo de un desconocido universo me estaba mirando? Y no supe contestarme, como no sabe uno qué pensar cuando, gracias al telescopio, se nos aparecen determinadas particularidades en un astro vecino, respecto a la posibilidad de que esté poblado y de que sus habitantes nos vean, ni de la idea que de nosotros se formen.

Si pensáramos que los ojos de una muchacha no son más que brillantes redondeles de mica, no sentiríamos la misma avidez por conocer su vida y penetrar en ella. Pero nos damos cuenta de que lo que luce en esos discos de reflexión no proviene exclusivamente de su composición material; hay allí muchas cosas para nosotros desconocidas, negras sombras de las ideas que tiene esa persona de los seres y lugares que conoce —verdes pistas de los hipódromos, arena de los caminos, por donde me hubiese arrastrado, pedaleando a campo y a bosque traviesa, esta perimenudita, más seductora para mí que la del paraíso persa—, las sombras de la casa en donde va a penetrar ahora, los proyectos que hace o los proyectos que inspira; en esos redondeles de mica está ella, con sus deseos, sus simpatías, sus repulsiones, con su incesante y obscura, voluntad. Así, que sabía yo que, de no poseer todo lo que en sus ojos se encerraba, nunca poseería a la joven ciclista. De suerte que lo que me inspiraba deseo era su vida entera; deseo doloroso por lo que tenía de irrealizable, pero embriagador, porque lo que entonces había sido mi vida dejó bruscamente de ser mi vida total y se transformó en una parte mínima del espacio que se extendía ante mí y que yo ansiaba recorrer, espacio formado por la vida de esas muchachas, que me ofrecía esa prolongación y multiplicación posibles de sí mismo que constituyen la felicidad. E indudablemente la circunstancia de que no hubiera entre nosotros ninguna costumbre —ni ninguna idea— común había de hacerme más difícil el poder llegar a tratarlas y ganarme su simpatía. Pero gracias precisamente a esas diferencias, a la conciencia de que no entraba en la manera de ser en los actos de aquellas chicas un solo elemento de los que yo conocía o poseía, fue posible que en mi espíritu la saciedad se cambiara en sed —sed tan ardiente como la de la tierra seca—, sed de una vida que mi alma absorbería ávidamente, a grandes sorbos, en perfectísima imbibición, justamente porque nunca había probado una gota de esa vida.

Tanto miré a la ciclista de los ojos brillantes, que pareció darse cuenta y dijo a la mayor de todas una frase que la hizo reír y que yo no entendí. En verdad, esta morena no era la que más me gustaba, cabalmente por ser morena, pues (desde el día en que vi a Gilberta en el sendero de Tansonville) fue para mí el inaccesible ideal una muchacha de pelo rojo y tez dorada. Pero también a Gilberta la quise porque se me apareció con la aureola de ser amiga de Bergotte e ir con él a ver catedrales. Y lo mismo ahora tenía motivo para regocijarme porque esta morena me había mirado do cual me hacía suponer que me sería más fácil entrar en relaciones con ella primero), pues así me presentaría a las demás, a la implacable chiquilla que saltó por encima del viejo, a la otra tan cruel que dijo: "¡Me da lástima ese pobre viejo!", a todas aquellas muchachas de cuya inseparable amistad podía gloriarse. Y, sin embargo, la suposición de que algún día podría ser amigo de una de esas muchachas, que esos ojos cuyo desconocido mirar venía hasta mí algunas veces acariciándome sin saberlo, como rayo de sol que se posa en una pared, llegasen a dejar penetrar, por milagrosa alquimia, entre sus inefables parcelas la noción de mi existencia y hasta algún afecto, de que quizá alguna vez me fuera dado estar entre ellas, formar parte de la teoría que iba desarrollándose sobre el fondo que ponía el mar, me pareció suposición absurda; suposición que contuviese en sí tina contradicción tan insoluble como si delante de un friso antiguo o de un fresco que figure el paso de una comitiva se me antojara posible el que yo, espectador, fuese a ocupar un sitio entre las divinas procesionantes, que me acogían con amor.

La felicidad de conocer a aquellas muchachas era cosa irrealizable. Bien es verdad que no era la primera felicidad de este género a que había yo renunciado. Bastaba con recordar las muchas desconocidas que, hasta en el mismo Balbec., me había hecho dejar atrás para siempre el coche que corría a toda velocidad. Y el placer que me causaba la bandada de mocitas, noble como si estuviera compuesta de vírgenes helénicas, provenía de que tenía algo de pasajero, como las muchachas que me encontraba en los caminos. Esa fugacidad de los seres que no conocemos y que nos obligan a separarnos de la vida habitual, donde ya llegamos a saber los defectos de las mujeres que en ella tratamos, nos pone en un estado de persecución en que no hay nada que pueda parar la imaginación. Y quitar a nuestros placeres el lado imaginativo es reducirlo a la nada. Mucho menos me hubiesen encantado esas muchachas en caso de que alguna de esas celestinas que, como ya se vio, no desdeñaba yo siempre, me las hubiera ofrecido separadas del elemento que ahora las revestía de tantos matices y tal vaguedad. Es menester que la imaginación, avivada por la incertidumbre de si podrá lograr su objeto, invente una finalidad que nos tape la otra, y substituyendo al placer sensual la idea de penetrar en una vida humana, no nos deje reconocer ese placer, saborear su verdadero gusto ni reducirlo a sus justas proporciones.

Es menester que entre nosotros y ese pescado, pescado que en el caso de haberlo visto por primera vez servido en una mesa no nos parecería digno de las mil artimañas y rodeos que su captura requiere, se interponga en las tardes de pesca el remolino de la superficie del agua, en el que asoman, sin que nosotros sepamos a ciencia cierta para qué nos van a servir, una carne brillante y una forma indecisa entre la fluidez de un azul móvil y transparente.

A estas muchachas las favorecía también ese cambio de proporciones sociales característico de la vida de playa veraniega. Todas las preeminencias que en nuestro ambiente habitual nos sirven de prolongación y engrandecimiento se hacen invisibles ahora, se suprimen realmente, y en cambio los seres que, según suponemos nosotros, sin fundamento alguno, disfrutan de esas ventajas, se adelantan amplificados con falsa grandeza. Y por eso era muy fácil que unas desconocidas, en este caso las muchachas de la cuadrilla, adquirieran a mis ojos extraordinaria importancia y muy difícil que yo pudiese enterarlas de la importancia de mi persona.

Pero si este desfile de la bandada de muchachas tenía la ventaja de ser un resumen de ese rápido pasar de mujeres fugitivas, que siempre me preocupó, en este caso el huidizo desfile se sujetaba a un ritmo tan lento que casi era inmovilidad. En una fase tan poco rápida los rostros de las muchachas no se me representaban como arrastrados por un torbellino, sino perfectamente distintos y serenos; y el hecho de que vistos así me pareciesen bellos excluía la posibilidad, posibilidad que se me ocurría muchas veces cuando veía pasar a las mozas yendo en el coche de la señora de Villeparisis, de que viéndolas más de cerca y parándome un momento viniese a descubrirse algún detalle, como la tez picada de viruelas, la conformación defectuosa de la nariz, la mirada sosa, la sonrisa desgraciada, o una cintura fea, en lugar de aquellos rasgos perfectos en la cara y el cuerpo de la mujer, que yo me había imaginado; solía ocurrirme que me bastaba con entrever una línea de cuerpo bonita o una tez fresca para que en seguida añadiese yo de muy buena fe unos hombros perfectos o una mirada deliciosa, que en realidad eran recuerdo o idea preconcebida mía, porque ese rápido descifrar de la significación de un ser que vemos al vuelo nos expone a errores idénticos a los de una lectura hecha de prisa, en la que nos basamos en una sola sílaba, sin tomarnos tiempo para reconocer las que siguen, y ponemos en lugar de la palabra realmente escrita otra que nos brinda nuestra memoria. Pero ahora no podía ocurrir lo mismo. Me había fijado muy bien en sus rostros, y aunque no los vi en todos sus posibles perfiles y no se me presentaron de cara sino rara vez, pude coger de cada uno de ellos dos o tres aspectos lo bastante distintos para poder hacer, o bien la rectificación, o bien la verificación y prueba de las diferentes suposiciones de líneas y colores que arriesgué a primera vista; y observé que subsistía en ellos a través de las expresiones sucesivas una inalterable materialidad. Así, que pude decirme con toda seguridad que ni aun en el caso de las más favorables hipótesis respecto a lo que hubieran podido ser, si yo hubiese logrado pararme a hablar con ellas, las mujeres fugitivas que me llamaban la atención en París o en Balbec, ninguna me había inspirado con su aparición, y en seguida con su desaparición sin darme lugar a conocerla, la misma nostalgia que tras sí me dejarían estas muchachas, y con ninguna de ellas se me ocurrió que su amistad fuera cosa tan embriagadora. Ni entre las actrices, ni entre las mozas del campo, ni entre las pensionistas de los colegios de monjas vi yo nunca nada tan bello, tan hondamente empapado de vida desconocida, tan inestimablemente precioso, tan verosímilmente inaccesible. Eran un ejemplar delicioso y en perfecto estado de la felicidad desconocida y posible de la vida; tanto, que casi fue por razones intelectuales por lo que me desesperé de miedo a no poder hacer en condiciones únicas, sin dejar posibilidad al error, la experiencia del máximo misterio que nos ofrece la belleza que deseamos; belleza que se consuela uno de no poseer nunca yendo a pedir placer —como Swann se negó siempre a hacer, antes de Odette— a mujeres que no se desean, de manera que llega la muerte sin que sepamos a qué sabía el placer deseado. Podía ocurrir que en realidad tal placer no fuese un placer desconocido, que visto de cerca se disipara su misterio, y que sólo fuera proyección y espejismo del deseo. Pero si eso era cierto habría que atribuirlo a la necesidad de una ley de la naturaleza —que en el caso de aplicarse a estas muchachas se aplicaría igualmente a todas las del mundo—, pero no a lo defectuoso del objeto. Objeto que yo hubiera escogido entre otros muchos, pues me daba perfecta cuenta, con satisfacción de botánico, de que era imposible encontrar juntas especies más raras que las de estas flores tempranas que interrumpían en este momento, delante de mí, la línea del mar formando leve valladar que parecía hecho con rosales de Pensilvania que sirven de exorno a un jardín puesto en la brava ribera marina; a través de esos rosales se ve toda la extensión de océano que recorre un steamer deslizándose lentamente por la, raya azul y horizontal que va de tallo a tallo de rosal, y tan despacio marcha el barco, que esta mariposa que se quedó entre los pétalos de una flor que ya dejó atrás el navío puede esperar tranquilamente a que sólo la separe de la flor siguiente una parcela azul para echarse a volar en la seguridad de que llegará antes que el vapor.

Volví al hotel; aquel día tenía que ir a cenar a Rivebelle con Roberto, y mi abuela me exigía las noches que cenaba fuera que me estuviese una hora echado en mi cama antes de salir; luego, el médico de Balbec me ordenó que esta siesta fuese diaria.

Aunque en realidad no era menester salir del paseo del dique y penetrar en el hotel por el hall, esto es, por la parte de detrás. Porque ahora, por ser pleno verano, y gracias a un adelanto comparable a los sábados de Combray, en que almorzábamos una hora antes, los días eran tan largos que el sol estaba aún bien alto, como en hora de merienda, cuando empezaban a poner las mesas de la cena en el Gran Hotel de Balbec. De suerte que los grandes ventanales del comedor, que daban al paseo del dique, estaban abiertos por completo hasta el suelo, y con levantar un poco el pie para saltar el reborde de madera de la ventana ya estaba en el comedor; lo atravesaba y me metía en el ascensor.

Al pasar por delante de la dirección dirigía yo una sonrisa al director; recogía otra correspondiente en su rostro, sin sentir ya ni sombra de desagrado, porque desde que estaba en Balbec mi atención comprensiva había ido inyectándose poco a poco en aquella cara y transformándola como una preparación de historia natural. Sus rasgos fisonómicos eran ya para mí cosa corriente, se habían cargado de significación, mediocre sí, pero inteligible como letra que ya no se parecía a aquellos caracteres raros intolerables, que me presentó su rostro aquel primer día en que vi delante de mí a un personaje ya olvidado; personaje que cuando surgía al conjuro de mi evocación era ya desconocido y dificilísimo de identificar con la, personalidad insignificante y, pulida a la que servía de caricatura sumaria y deforme. Ya sin aquella timidez y tristeza de la noche de mi llegada al hotel hacía sonar el timbre del lift; y ahora el muchacho del ascensor no permanecía silencioso mientras que iba subiendo a su lado, como en una caja torácica móvil que corriera a lo largo de la columna, sino que me repetía: "Ya no hay tanta gente como hace un mes. Empiezan ya a marcharse; los días van acortándose". Y decía eso no porque fuese verdad, sino porque tenía una colocación en un hotel de un lugar más cálido de la costa, y su deseo habría sido que nos marcháramos todos para que así el hotel tuviera que cerrarse y le quedaran unos días de holganza antes de seguir en su nueva colocación. "Seguir" y "nueva" no eran en su lenguaje expresiones contradictorias, porque para él "seguir" era la forma usual del verbo empezar. Lo único que me extrañó es que tuviese la condescendencia de decir "colocación", porque pertenecía a ese moderno proletariado que aspira a borrar en el habla toda huella de domesticidad. Pero en seguida me anunció que en el "empleo" en que iba a "seguir" tendría mejor traje y paga; y es que las palabras "uniforme" y "salario" le parecían anticuadas y poco discretas. Y como, por un caso de absurda contradicción, el vocabulario ha sobrevivido, a pesar de todo, en el ánimo de los "patronos" a la concepción de la desigualdad social, resultaba que yo siempre entendía de mala manera lo que me decía el lift. Lo que yo quería saber es si mi abuela estaba en el hotel. Y ya antes de que le preguntara nada, me decía el muchacho: "Esa señora acaba de salir de su cuarto". Yo nunca caía en la cuenta y me figuraba que se refería a mi abuela. "No, esa señora que está empleada en casa de ustedes." Como en el antiguo lenguaje burgués, que por lo visto debía de estar ya abolido, una cocinera no se denomina empleada, yo me paraba un momento a pensar: "Se ha equivocado, porque nosotros no tenemos ni fábrica ni empleados" De pronto se me venía a las mientes que el nombre de empleado es lo mismo que el bigote para los camareros de café: una satisfacción de amor propio que se da a los criados, y que esa señora que acababa de salir era Francisca (que probablemente habría ido a visitar al cafetero o a ver coser a la doncella de la señora belga); esa satisfacción aún no le parecía bastante al chico del lift, porque solía decir de la gente de su clase y edad, con tono de compasión "el obrero, el chico", empleando el mismo singular colectivo que Racine cuando dice: "el pobre". Pero, por lo general, como ya habían desaparecido la timidez y el deseo de agradar que sentí el primer día, ya no hablaba al lift. Y ahora él es el que se quedaba sin contestación durante aquella corta travesía, cuyos nudos tenía que ir filando, a través del hotel, hueco como un juguete, o que desplegaba a nuestro alrededor, o piso a piso, sus ramificaciones de pasillos; y allá al fondo la luz se aterciopelaba, se rebajaba, quitaba materialidad a las puertas de comunicación y a los escalones de las escaleras interiores, que convertía en un ámbar dorado inconsistente y misterioso, como uno de esos crepúsculos en que Rembrandt recorta el antepecho de una ventana o la cigüeñuela de un pozo. Y en cada piso un resplandor áureo en la alfombra del ascensor anunciaba la puesta de sol y las ventanas de los retretes.

Me preguntaba yo si las muchachas que acababa de ver vivirían en Balbec y quiénes serían. Cuando el deseo se orienta así hacia una pequeña tribu humana que uno ha seleccionado, todo lo que a ella se refiere viene a convertirse en motivo de emoción, y más luego, en motivo de ensoñaciones. Había yo oído decir en el paseo a una señora: "Es una amiga de la chica de Simonet", con el mismo tono de presuntuosa precisión de una persona que dijese: "Es un camarada inseparable del chico de La Rochefoucauld". Y en seguida se advirtió en la cara de la señora a quien se dirigían estas palabras la curiosidad y el deseo de mirar con mayor atención a la favorecida persona que era "amiga de la chica de Simonet". Privilegio este que de seguro no se concedía a todo el mundo. Porque la aristocracia es una cosa relativa. Y hay huequecitos que no cuestan mucho donde el hijo de un mueblista es príncipe de elegancias y tiene su corte como un joven príncipe de Gales. Más adelante he hecho muchas veces por acordarme de cómo resonó para mí en la playa, al oírlo por primera vez, ese nombre de Simonet, incierto aún en su forma, que yo no distinguía bien, y también en su significación, en la posibilidad de que designara a una o a otra persona; teñido, en suma, con un tono de vaguedad y cosa nueva que luego, en el porvenir, nos habrá de conmover al recordarlo, porque ese nombre, cuyas letras se van grabando segundo a segundo, y cada vez más profundamente en nosotros, por obra de la incesante atención, llegará a 'convertirse (con el de la chica de Simonet no me ocurrió eso hasta años más tarde) en el primer vocablo que encontremos en el momento del despertar o al recobrar mientes después de un desmayo, antes aún de la noción de la hora que sea y del lugar en que nos hallemos, antes de la palabra "yo", corno si el, ser que designa ese nombre fuese más que nosotros mismos y como si después de un momento de inconsciencia esa tregua que acaba de expirar significara ante todo unos instantes en que dejamos de pensar en el nombre ese. No sé por qué desde el primer día se me antojó que alguna de esas muchachas debía de llamarse Simonet, y estaba siempre pensando en cómo podría llegar a conocer a la familia Simonet; y a conocerla por medio de alguna persona que ellos juzgaran superior, cosa no muy difícil si eran chiquillas fáciles de clase pobre, como yo suponía, con objeto de que no se formara de mí una idea desdeñosa. Porque no es posible llegar al conocimiento perfecto ni practicar la absorción completa de un ser que nos desdeña mientras no hayamos vencido ese desdén. Y cada vez que penetran en nuestro ánimo las imágenes de mujeres tan distintas ya no tenemos punto de reposo, a no ser que el olvido o la competencia de otras imágenes no las elimine, hasta que convirtamos a esas mujeres extrañas en algo parecido a nosotros mismos, porque nuestra alma tiene en estas cosas la misma facultad de reacción y actividad que el organismo físico, el cual no puede tolerar la intromisión en su seno de un cuerpo extraño sin intentar inmediatamente la digestión y asimilación del intruso; así, me figuraba yo que la pequeña Simonet debió de ser la más guapa de todas, y, además, la que acaso llegara alguna vez a querida mía, porque ella fue la única que se dio por enterada de la fijeza de mis miradas y medio volvió la cabeza por dos o tres, veces. Pregunté al lift si no conocía a algunos Simonet en Balbec. Como no le gustaba confesar que ignoraba ninguna cosa respondió que le parecía haber oído hablar de ese nombre. Cuando llegué al último piso le dije que me hiciera el favor de traerme las lisias últimas de las personas llegadas al hotel.

Salí del ascensor; pero en vez de encaminarme a mi cuarto seguí por el pasillo, porque a esta hora el criado del piso, aunque tenía miedo a las corrientes de aire, dejaba abierta la ventana que se abría al fondo del corredor; esta ventana no daba al mar, sino al valle y la colina, pero como casi siempre estaba cerrada y los cristales eran esmerilados no dejaba ver el paisaje. Hice estación por un momento delante de la ventana, rindiendo la devoción debida a la "vista", que por una vez me descubría, más allá de 'a colina a la que estaba adosado el hotel; en dicha colina no había más que una casita plantada a cierta distancia, y a esta hora la perspectiva y la luz de anochecido, sin quitarle nada de su volumen, la cincelaban preciosamente y le prestaban aterciopelado estuche, como uno de esos edificios en miniatura, templo o capillita de orfebrería y esmalte, que sirven de relicarios y que sólo se exponen a la veneración de los fieles en raras ocasiones. Pero ya había durado mucho ese instante de adoración, porque el criado que tenía en una mano un manojo de llaves y se llevaba la otra, para saludarme, a su casquete de sacristán., pero sin quitárselo, por causa del aire fresco de la noche, venía ya a cerrar las dos hojas de la ventana como quien cierra las dos hojas de un relicario y arrebataba así a mi adoración el reducido monumento y la áurea reliquia. Entraba yo en mi cuarto. Según se adelantaba el verano iba cambiando el cuadro que me encontraba en el balcón. A lo primero era aún de día y la habitación estaba muy clara, a no ser que estuviese nublado; entonces, en el glauco cristal, ampulosamente repleto de hinchadas olas, el mar, engastado en la armadura de hierro de la cristalería como entre los plomos de una vidriera, deshilachaba en toda la rocosa, orla de la bahía triángulos adornados de inmóvil espuma delineada con la finura de pluma o plumón salidos del lápiz de Pisanello, triángulos que parecían como solidificados en ese esmalte blanco, inalterable y espeso que figura una capa de nieve en los trabajos de vidriería de Gallé.

Pronto fueron acortándose los días, y en el momento de entrar en mi habitación el cielo violeta parecía como estigmatizado por la imagen rígida, geométrica, pasajera y fulgurante del sol (igual que si representase algún signo milagroso o aparición mística), y se inclinaba hacia el mar girando sobre la charnela del horizonte como un cuadro religioso colgado encima del altar mayor; mientras las partes diferentes del crepúsculo se exponían en los espejos de las librerías de caoba que corrían a lo largo de las paredes, y yo las refería con el pensamiento a la maravillosa pintura de la que parecían haberse desprendido, como esas diversas escenas que ejecutó un pintor primitivo para una hermandad en un relicario, y que ahora se exhiben en una sala de museo en tablas separadas, que sólo el visitante puede, a fuerza de imaginación, colocar en su sitio, en la predela del retablo. Unas semanas más tarde, al subir a mi cuarto, el sol ya se había puesto. Por encima del mar, compacto y recortado como una gelatina, había una franja de cielo rojo, semejante a la que veía yo en Combray extenderse sobre el Calvario cuando tornaba de mi paseo y me disponía a bajar a la cocina antes de cenar, y un momento después, sobre el mar frío y azulado como ese pescado que llaman mújol, el cielo, del mismo tono rosado que el salmón que habrían de servirnos poco después en Rivebelle, avivaba el placer que yo sentía al vestirme de frac para ir a cenar fuera. En el mar, y muy cerca de la orilla, se afanaban por elevarse unos encima de otros, a capas cada vez más anchas, vapores de un negro de hollín, pero con bruñido y consistencia de ágata, y que parecían pesar mucho; tanto, que los que estaban más altos se desviaban ya del tallo deforme y hasta del centro de gravedad que formaban las capas que les servían de sostén, y parecía como que iban a arrastrar toda aquella armazón, que ya llegaba a la mitad del cielo, y a precipitarla en el mar. Veía un barco que iba alejándose como nocturno viajero, y eso me daba la misma impresión, que ya tuve en el tren, de estar liberado de las necesidades del sueño y del encierro en una habitación. Aunque en realidad no me sentía yo prisionero en mi cuarto, puesto que dentro de una hora iba a salir de él para montar en el coche. Me echaba en la cama, y me veía rodeado por todas partes de imágenes del mar, como si estuviese en la litera de uno de esos barcos que pasaban cerca de mí, de esos barcos que luego, por la noche, nos asombrarían con la visión de su lenta marcha por el seno de la obscuridad, como cisnes silenciosos y sombríos, pero bien despiertos.

Y muchas veces, en efecto, no eran más que imágenes, porque yo me olvidaba de que por detrás de esos colores no había sino el triste vacío de la playa, barrida por ese viento inquiete de la noche que con tanta ansia sentí el día de mi llegada a Balbec; además, preocupado con la idea de las muchachas que vi pasar, ni siquiera allí en mi cuarto me sentía en disposición lo bastante tranquila y desinteresada para que pudiesen producirse en mi alma impresiones de belleza verdaderamente hondas. Con la espera de la cena en Rivebelle aun estaba de humor más frívolo y mi pensamiento residía en esos momentos en la superficie de mi cuerpo, el cuerpo que iba a vestir en seguida con objeto de que pareciese lo más agradable posible a las miradas femeninas que en mí se posaran en el iluminado restaurante; de modo que era incapaz de poner profundidad alguna tras los colores de las cosas. Y si no hubiera sido porque allí al pie de mi ventana el suave e incansable revuelo de vencejos y golondrinas se lanzaba como un surtidor, como un vivo fuego artificial, rellenando el intervalo de eso altos cohetes con la hilazón inmóvil y blanca de las largas estelas horizontales; sí no hubiera sido por el delicioso milagro de este fenómeno natural y local, que enlazaba con la realidad los paisajes que ante mi vista tenía, se me habría podido figurar que no eran otra cosa tos tales paisajes que una colección de cuadros, que se cambiaban a diario, expuestos por capricho en el lugar donde yo me hallaba y sin ninguna relación necesaria con él. A veces era una exposición de estampas japonesas; junto a la delgada oblea del sol, rojo y redondo como la luna, una nube amarilla semejaba un lago, y destacándose contra ella, cual si 'fuesen árboles plantados en la orilla del imaginario lago, había unas espadañas negras; una barra de un rosa suave, tal como no la viera yo desde mi primera caja de pinturas, se inflaba a modo de río, y en sus riberas había unos barquitos que parecían estar en seco esperando que viniesen a tirar de ellos para ponerlas a flote. Y con el mirar desdeñoso, aburrido y frívolo de un aficionado o de una damisela que recorre entre dos visitas mundanas una galería de pintura, me decía yo: "Es curiosa la puesta de sol, muy particular; pero he visto otras tan delicadas y tan asombrosas como ésta". Más me gustaban aquellas tardes en que aparecía, cual en cuadro impresionista; un barco absorbido y fluidificado por el horizonte, de un color tan de horizonte, que semejaba la misma materia que la lejanía, como si su proa y sus jarcias no fuesen otra cosa que recortes hechos en el azul vaporoso del cielo, que en ellos aun se hacía más sutil y afiligranado. A veces el océano llenaba casi toda mi ventana, adornada con urca franja de cielo, orlada en lo alto por una línea que era del mismo azul que el mar, por lo cual me figuraba yo que era mar también y atribuía su distinto tono a un efecto de luz. Otros días el mar pintábase tan sólo en la parte inferior de la ventana y todo el espacio restante lo llenaban infinitas nubes amontonadas unas contra otras en franjas horizontales, de suerte que parecía como si los cristales presentaran, con premeditación o por especialidad artística, un "estudio de nubes", mientras que las vitrinas de las librerías mostraban nubes semejantes, pero de distintos lugares del horizonte y diversamente iluminadas, cual si ofreciesen esa repartición, tan grata a algunos maestros contemporáneos, de un mismo y único efecto tomado siempre a horas diferentes, pero que gracias a la inmovilidad del arte 'podían verse ya ahora todos juntos en una misma habitación, ejecutados al 'pastel y cada cual detrás de su cristal. 'Había veces en que sobre mar y cielo, uniformemente grises, se posaba con exquisito refinamiento un 'leve tono rosado, y una mariposa dormida en la parte baja de la ventana parecía significar con sus alas, allí al pie de esa "armonía gris y rosa", al modo de las de Whistler, la firma favorita del maestro de Chelsea. Todo iba desapareciendo hasta el tono rosa, y ya no quedaba nada que mirar. Me levantaba 'un momento, y antes de volver a acostarme echaba los cortinones de la ventana. Por encima de ellos, desde mi cama, veía la raya de claridad que quedaba ensombrecerse y atenuarse progresivamente; pero ninguna suerte de tristeza ni de nostalgia me daba el dejar morir en lo alto de las cortinas esa hora en que, por lo general, estaba sentado a la mesa, porque sabía yo que aquel día era distinto de los demás, mucho más largo, como los días polares, que la noche interrumpe sólo por unos momentos; sabía yo que de la crisálida de ese crepúsculo ya se disponía a salir, por radiante metamorfosis, la esplendorosa luz del restaurante de Rivebelle. Me decía. "Ya es hora"; me desperezaba en la cama, poníame en pie, daba remate a la tarea de componerme, y me parecían deliciosos esos instantes inútiles, aliviados de todo peso material, en los que yo empleaba, mientras que los demás estaban abajo cenando, todas las fuerzas acumuladas durante la inactividad del descanso tan sólo en secarme el cuerpo, en ponerme el smoking, en hacerme el lazo de la corbata, en todos esos movimientos dominados va por el esperado placer de ver de nuevo a una mujer en la que me había fijado la vez última que estuve en Rivebelle, que pareció que me miraba, y que si aquella noche salió por un momento del comedor fue acaso para ver si yo la seguía; y muy alegremente me revestía de todos esos atractivos para entregarme espontánea y completamente a una vida nueva, libre, sin preocupaciones, en la que me sería dable apoyar mis vacilaciones en la calma de Saint-Loup, en la que escogería de entre todas las especies de la Historia Natural venidas de todas las tierras aquellas que por ser componente de inusitados platos, inmediatamente encargados por mi amigo, tentaran más mi golosina o mi imaginación.

Y por fin llegaron los días en que ya no podía entrar en el hotel por los ventanales del comedor; no estaban abiertos porque era de noche, y todo un enjambre de pobres y de curiosos, atraídos por aquel resplandor para ellos inaccesible, se pegaba en negros racimos, ateridos por el cierzo, a las paredes luminosas y resbaladizas de la colmena de cristales.

Llamaron; era Amando, que quiso traerme él en persona las listas de los últimos huéspedes que habían llegado.

Pero antes de retirarse no pudo por menos de decirme que Dreyfus era culpable y requeteculpable. "Ya se descubrirá todo —me dijo—; si no este año, el que viene; a mí me lo ha dicho un señor que tiene muy buenas relaciones en el Estado Mayor." Yo le pregunté si no se decidirían a descubrirlo todo en seguida antes de fin de año. "Dejó el cigarrillo —continuó Amando, al mismo tiempo que imitaba la escena relatada, sacudiendo la cabeza y el índice como hiciera su cliente, para dar a entender que no había que ser tan exigente y me dijo, dándome un golpecito en el hombro:

—Este año, no, Amando, no es posible; pero para la Pascua de Resurrección, sí." Y Amando me dio también un golpecito en el hombro, diciéndome: "¿Ve usted?, eso es lo que me hizo el caballero", ya porque le halagara aquella familiaridad del gran personaje, ya con objeto de que pudiese yo apreciar mejor y con pleno conocimiento de causa la fuerza del argumento y los motivos de esperanza que teníamos.

No dejé de sentir cierto golpecillo en el corazón cuando en la primera página de la lista me encontré con estas palabras: "Simonet y familia". Llevaba yo en mis viejos ensueños que databan de mi infancia, y en estos ensueños toda la ternura que vivía en mi seno, pero que precisamente por ser mía no se distinguía de mi corazón, se me aparecía como traída por un ser enteramente distinto de mí. Y ese ser lo fabriqué ahora una vez más utilizando para ello el nombre de Simonet y el recuerdo de la armonía que reinaba entre aquellos cuerpos jóvenes que vi desfilar por la playa en procesión deportiva digna de la antigüedad y de Giotto. Yo no sabía cuál de las muchachas era la señorita de Simonet, ni siquiera si alguna de ellas se llamaba así, pero sabía ya que la señorita de Simonet me quería y que iba a hacer por trabar conocimiento con ella por mediación de Saint-Loup. Desgraciadamente, Roberto había obtenido una; prórroga de licencia, pero a condición de volver todos los días a Donciéres; yo me creí que, para hacerlo faltar a sus obligaciones militares, debía de contar, no sólo con su amistad por mí, sino con esa misma curiosidad de naturalista humano que tantas veces me despertó el deseo de conocer a una nueva variedad de la belleza femenina, aun sin haber visto a la persona de que se hablaba, sólo por oír decir que en tal frutería tenían una cajera muy guapa. Pero en vano esperé excitar esa curiosidad en el ánimo de Saint-Loup hablándole de las muchachas de mis pensamientos. En él estaba paralizada hacía mucho tiempo por el amor que tenía a la actriz aquella que era querida suya. Y aun cuando hubiese sentido levemente tal curiosidad habríale reprimido inmediatamente por una especie de supersticiosa creencia de que la fidelidad de su querida acaso podía depender de su propia fidelidad. Así, que nos marchamos a cenar a Rivebelle sin que Roberto me prometiera ocuparse con actividad de las muchachas del paseo.

Al principio del verano, cuando llegábamos, el sol acababa de ponerse, pero aun había claridad; en el jardín del restaurante, cuyas luces no estaban encendidas todavía, el calor del día caía y se depositaba como en el fondo de una copa, y el aire pegado a las paredes parecía una jalea consistente y sombría, de tal modo que un gran rosal que trepaba por la obscura tapia, veteándola de rosa, semejaba la arborización que se ve en el fondo de una piedra de ónice. Pero al poco tiempo, al bajar del coche en Rivebelle ya reinaba la noche, y también era casi de noche cuando salíamos de Balbec, sobre todo cuando había mal tiempo y retrasábamos el momento de mandar enganchar esperando un claro. Pero esos días oía yo el soplar del viento sin ninguna tristeza: sabía que no significaba el abandono de mis proyectos y la reclusión en el cuarto; sabía que en el gran comedor del restaurante, en donde entraríamos al son de la música de los tziganes, innumerables lámparas triunfarían fácilmente de la obscuridad y del frío aplicándoles sus anchos cauterios de oro; y alegremente montaba en el cupé, que aguantaba el chaparrón, y me sentaba junto a Roberto. Desde algún tiempo atrás aquellas frases de Bergotte cuando se decía convencido de que a pesar de mi opinión yo había nacido para saborear sobre todo los placeres de la inteligencia volvieron a darme esperanzas respecto a lo que pudiese hacer algún día en el terreno de la, literatura; pero tales esperanzas veíanse defraudadas a diario por el fastidio que sentía al sentarme a la mesa para comenzar un estudio crítico o una novela. "Después de todo —decíame yo—, quizá resulte que el criterio infalible para juzgar del valor de una: hermosa página no tenga nada que ver con el placer que se sintió al escribirla; acaso ese placer no sea más que un estado accesorio, que se superpone después, pero que en caso de faltar no indica nada en contra del valor de lo escrito. A lo mejor, algunas obras magistrales se escribieron entre bostezos." Mi abuela calmaba mis dudas diciéndome que trabajaría bien y alegremente a condición de que mi salud fuese buena. Y como nuestro médico consideró lo más prudente avisarme de los graves riesgos a que podía exponerme mi estado de salud y me indicó todas las precauciones higiénicas a que debía atenerme para evitar cualquier accidente, yo subordinaba todo placer a una finalidad en mi opinión mucho más importante, la de llegar a ponerme bastante fuerte para poder realizar la obra que acaso llevaba en mí; así, que desde que estaba en Balbec yo mismo era el minucioso y constante inspector de mi propia salud. Por nada del mundo habría yo tocado la taza de café que podía quitarme el sueño de la noche, necesario para no sentirme fatigado al otro día. Pero cuando llegábamos a Rivebelle, en seguida, por la ex citación que me causaba el placer nuevo y por verme en esa zona distinta en la que nos introduce lo excepcional después 'de haber cortado el hilo pacientemente tejido durante días y días, que nos llevaba hacia la cordura, como si ya no hubiese futuro ni elevados fines que realizar, desaparecía ese preciso mecanismo de prudente higiene que tenía por objeto servirles de salvaguardia. Cuando el criado me pedía mi abrigo, Saint-Loup me decía:

—¿No tendrá usted frío? Quizá sea mejor no quitárselo porque no hace mucho calor.

Yo contestaba que no, quizá porque no sentía el frío; pero, de todos modos, es que ya no sabía yo nada del temor a caer malo, de la necesidad de no morirme, de la importancia de trabajar. Entregaba yo mi abrigo y entrábamos en el comedor del restaurante a los sones de alguna marcha guerrera que tocaban los tziganes, atravesando por entre las filas de mesas servidas como por un fácil camino de gloria, sintiendo el alegre ardor que infundían a nuestro cuerpo los ritmos de la orquesta que nos tributaba aquellos honores militares; pero ese inmerecido triunfe lo disimulábamos nosotros poniendo el gesto grave, glacial, andando con aire de cansancio, para no imitar a esos tipos de café-concierto que acaban de cantar una cancioncilla alegre con música belicosa y hacen su aparición en escena con el marcial continente de un general triunfante.

Desde este momento me convertía yo en un hombre nuevo, ya no era el nieto de mi abuela, ni me acordaría de ella hasta la salida; ahora era hermano momentáneo de los mozos que iban a servirnos.

Aquella cantidad de cerveza, y aún con más motivo de champaña, con la que no me atrevía en Balbec en toda una semana, porque aunque para mi conciencia tranquila y lúcida el sabor de esos brebajes representaba un placer claramente apreciable sabía sacrificarlo fácilmente, me la bebía en Rivebelle en tina hora, y todavía añadía unas gotas de oporto, pero tan distraído, que ni siquiera le sacaba gusto; y daba al violinista que acababa de tocar, los dos "luises" que había tardado dos meses en economizar para comprar alguna cosa que ahora se me había olvidado cuál pudiera ser. Algunos de los camareros, disparados por entre las mesas, huían a toda velocidad, y la finalidad de su carrera parecía ser el que no se cayera la bandeja que llevaban en la abierta palma de la mano. Y, en efecto, los soufflés de chocolate llegaban a su destino sin sufrir vuelco, y las patatas a la inglesa, a pesar del galope que debió de sacudirlas, venían hasta nosotros muy bien colocadas todas alrededor del cordero Pauilhac, lo mismo que cuando salieron. Me fijé en uno de esos criados, muy alto, empenachado con magnífica cabellera negra, la cara pintada de un color que recordaba, más que la especie humana, determinadas especies de aves raras, y que corría sin cesar, al parecer sin objeto alguno, de un lado para otro, trayendo a la memoria del que lo miraba el recuerdo de alguno de esos guacamayos que llenan toda la gran pajarera de un jardín zoológico con su colorido ardiente y su incomprensible agitación. Luego el espectáculo se ordenó, al menos para mis ojos, de un modo más noble y tranquilo. Aquella vertiginosa actividad fue plasmándose en calmosa armonía. Miré las redondas mesas, cuya innúmera tropa llenaba el restaurante, como otros tantos planetas, tal y como se los representa en los cuadros alegóricos de antaño. Y en verdad que entre estos astros diversos se ejercía una fuerza de atracción considerable, y los comensales de cada mesa no tenían ojos más que para las mesas de los demás, exceptuando algún rico anfitrión que logró llevar a cenar a algún escritor célebre y se esforzaba por sacarle del cuerpo, gracias a las virtudes de la mesa mágica, unas cuantas frases insignificantes que asombraban a las señoras. La armonía de estas mesas astrales no era obstáculo a la incesante rotación de los innumerables sirvientes, que por estar de pie, en vez de sentados, como los comensales, evolucionaban en una zona superior. Indudablemente éste corría a llevar los entremeses, aquél a cambiar el vino, el otro a poner más vasos. Pero a pesar de estas razones particulares, su perpetuo correr entre las redondas mesas acababa por determinar la ley de su circulación vertiginosa y reglamentada. Sentadas detrás de un macizo de flores, dos horribles cajeras, sumidas en cálculos interminables, parecían dos hechiceras que trabajaran en prever por medio de cálculos astrológicos los trastornos que pudiesen producirse en esta bóveda celeste concebida con arreglo a la ciencia medieval.

Y yo compadecía un tanto a todos los comensales, porque bien sabía que para ellos las redondas mesas no eran planetas y porque no había practicado en las cosas ese corte y sección que nos libra de su apariencia usual y nos deja ver las analogías. Estaban pensando esas personas que cenaban con Fulano y con Zutano que la comida les costaría tal cantidad y que al día siguiente habría que volver a empezar. Y al parecer permanecían absolutamente insensibles al desfile de una comitiva de criaditos que, probablemente por no tener en aquel momento otro que hacer más urgente, llevaban procesionalmente unos cestillos con pan. Algunos, muy jovencitos, embrutecidos por los pescozones que los maestresalas les daban al pasar, posaban melancólicamente sus miradas en algún ensueño remoto, y sólo se consolaban cuando algún parroquiano del hotel de Balbec, en donde ellos habían estado, los reconocía, les dirigía la palabra y les decía personalmente que se llevaran aquel champaña imbebible, cosa que los llenaba de orgullo. Oía yo el gruñido de mis nervios, en los cuales había ahora un bienestar independiente de los objetos exteriores que pudieran motivarlo; y para que dicho bienestar se hiciese sensible me bastaba con el más leve movimiento del cuerpo o de la atención lo mismo que le basta a un ojo cerrado con una ligera compresión para tener sensación de color. Ya había habido mucho oporto, y si pedía más no era pensando en el bienestar que habrían de darme los nuevos vasos del vino, sino por efecto del bienestar que me produjeran los vasos precedentes. Dejaba que la música, guiara mi placer hasta las notas e iba a posarse entonces dócilmente en ellas. Este restaurante de Rivebelle, al igual de esas industrias químicas gracias a las cuales se producen en grandes cantidades cuerpos que sólo de modo accidental y raramente se suelen encontrar en la Naturaleza, reunía en un solo momento muchas más mujeres, con perspectivas de felicidad solicitándome allá desde el fondo de sus cuerpo, que las que el azar de los caminos podría ofrecerme en todo un año; y además, la música que allí oíamos arreglos de valses, de operetas alemanas, de canciones de café-concert, toda nueva para mí era por sí misma como otro lugar de placer aéreo superpuesto al terrenal y aún más embriagador. Porque cada tema, musical, particular como una hembra, no reservaba el secreto de su voluptuosidad, como ella hubiese hecho, a algún privilegiado, sino que me lo proponía, me miraba maliciosamente, se llegaba hasta mí con modales caprichosos o canallescos, me abordaba, acariciábame, cual si de pronto fuese yo más seductor, más poderoso o más rico que antes; encontraba yo a aquellas musiquillas un no sé qué de cruel; y es que para ellas era cosa desconocida todo sentimiento desinteresado de la belleza, todo reflejo de la inteligencia, y no existía otra cosa que el placer físico. Y son el infierno más implacable, más sin salida, para el infeliz celoso a quienes presentan ese placer, ese placer que la mujer querida está sintiendo con otro hombre; como la única cosa que existe en el mundo para el ser amado que la llena por entero. Y mientras que me repetía yo a media voz las notas de esas músicas y le devolvía su beso, la voluptuosidad especial y suya que me hacía sentir se me hizo tan grata, que hubiese sido capaz de abandonar a mis padres para irme, detrás del motivo, a ese mundo singular que iba construyendo en lo invisible con líneas plenas, ora de languidez, ora de vivacidad. Aunque ese placer no sea de tal linaje que añada más valor al ser a que se superpone, porque sólo él lo percibe, y aunque cada vez que en nuestra vida hemos desagradado a una mujer que nos estaba viendo ignorase ella si en ese momento poseíamos o no la felicidad interior y subjetiva, que por consiguiente en nada habría cambiado el juicio que le merecimos, ello es que yo me sentía con más fuerza, casi irresistible. Parecíame que mi amor no era ya cosa desagradable, que podía hacer reír, sino que estaba revestido de la conmovedora belleza, de la seducción de esa música que se asemeja a un ambiente simpático, en el que nos habíamos encontrado y nos hablamos hecho íntimos en seguida la mujer amada y yo.

A aquel restaurante solían ir no sólo demi-mondaines, sino también gente de la más elegante sociedad, que iban a merendar a las cinco o que daban allí comidas. Las mesas de merienda estaban colocadas en una larga galería cerrada con vidrieras, estrechas y en forma de pasillo, que ponía en comunicación el vestíbulo con el comedor; por un lado daba dicha galería al jardín, del que estaba separada únicamente por unas cuantas columnas y por las vidrieras, algunas de ellas abiertas. Le esta disposición resultaba que allí siempre había corrientes de aire, bruscas e intermitentes oleadas de sol, y una claridad tan cegadora que casi no se veía a las señoras que estaban merendando; de modo que las damiselas se apilaban de dos en dos mesas a lo largo del estrecho gollete, y como hacían visos a cada uno de sus ademanes para tomar el té o al saludarse unas a otras, la galería venía a asemejarse a un vivero de peces o a una nasa donde el pescador junta muchos pececillos que asoman la cabeza casi fuera del agua, y que bañados por el sol relucen con cambiantes reflejos.

Unas horas después, durante la cena, que se servía, claro es, en el comedor, se encendían ya las luces, aunque afuera aún había claridad, de suerte que en el jardín veía uno, junto a pabellones iluminados por la luz crespuscular y que parecían pálidos espectros nocturnos, alamedas de glauco follaje atravesadas por los últimos rayos solares, y que vistas desde el iluminado comedor parecían, allí detrás de los cristales —no como las damas de la merienda en el pasillo azul y oro, peces dentro de una red húmeda y chispeante—, vegetaciones de un gigantesco acuario, verde y pálido, alumbradas con luz sobrenatural. Levantábase la gente de las mesas: los invitados, durante la cena se entretuvieron en mirar a los de la mesa de al lado, en preguntar quiénes eran, en reconocerlos, y estaban muy bien sujetos con perfecta cohesión allí alrededor de su mesa; pero la fuerza de atracción que los hacía gravitar entorno a su anfitrión de aquella noche perdía mucha potencia a la hora del café, que se servía en la misma galería de merendar; solía ocurrir que en el momento en que toda una mesa de invitados pasaba del comedor al pasillo, alguno o algunos de sus corpúsculos la abandonaban porque habían sufrido la fuerte atracción de la mesa de enfrente, y se desprendían de su grupo, en el que venían a substituirlos damas y caballeros de la cena rival, que se acercaban a saludar a unos amigos y se iban en seguida, diciendo:

"Bueno, me marcho en busca del señor X., es mi anfitrión de esta noche". Y por un momento se podía pensar en dos ramilletes distintos que cambiaban entré sí algunas de sus flores. Luego la galería se quedaba también desierta. A veces, corno aún había luz hasta después de terminada la cena, el largo corredor se dejaba sin encender, y parecía, con aquellos árboles que se inclinaban al otro lado de las vidrieras, la alameda de un jardín frondoso y obscuro. Y alguna vez, entre sus sombras, quedaba, sentada a la mesa, una dama rezagada.

Una noche, al atravesar la galería en busca de la salida, reconocí en medio de un grupo de gente desconocida a la hermosa princesa de Luxemburgo. Yo me quité el sombrero, sin pararme. La princesa me conoció e hizo, sonriente, una inclinación de cabeza y por encima de ese saludo, emanando del mismo movimiento, se elevaron melodiosamente algunas palabras a mí destinadas, que debía de ser un "¡buenas noches!", un poco largo, no para que yo me detuviese, sino tan sólo para completar el saludo, para que fuese un saludo hablado. Pero las palabras quedáronse en tal vaguedad, y con tanta dulzura se prolongó el indistinto son con que a mí llegaron y que tan musical me pareció, que aquel saludo fue como si en el follaje sombrío del jardín hubiese roto a cantar un ruiseñor. Algunas veces Saint-Loup se encontraba con un grupo de amigos y decidía que fuésemos a acabar la noche en su compañía al Casino de alguna playa cercana; Roberto se iba solo con ellos y a mí me colocaba solo en un coche; pero yo recomendaba al cochero que fuese a toda velocidad con objeto de que se acortaran los instantes que tenía que pasarme sin tener la ayuda de nadie, para no tener que suministrar yo mismo a mi sensibilidad —dando marcha atrás y saliendo de la pasividad en que me veía cogido como en un engranaje— esas modificaciones que desde el momento de llegar a Rivebelle recibía yo de los demás. Ni; el posible choque con un coche que viniese en dirección contraria por aquellos angostos senderos, tan sumidos en la obscuridad; ni la poca firmeza del suelo, desmoronado a trechos hacia el acantilado; ni lo próximo de la ribera, cortada a pico, bastaba para provocar en mi ánimo el pequeño esfuerzo que se hubiese requerido para traer hasta mi inteligencia la representación y el temor del peligro. Y es que así como lo que nos posibilita la creación de una obra no es el deseo de celebridad, sino la costumbre de ser laborioso, igualmente ocurre que lo que nos sirve de ayuda para preservar de riesgo nuestro futuro no es la alegría del presente, sino la prudente reflexión de lo pasado. Yo al llega Rivebelle había arrojado muy lejos las muletas del razonamiento del cuidado de sí mismo, que ayudan a nuestra flaqueza a ver el camino recto, y era presa de una especie de ataxia moral; añádase que el alcohol, poniéndome los nervios en tensión excepcional, infundió a los minutos actuales rica calidad y encanto, pero que no por eso me daban fuerza ni resolución para defenderlos; así, que estaba encerrado en el presente al modo de los héroes y los borrachos; mi pasado, en momentáneo eclipse, ya no proyectaba por delante de mí esa sombra suya que llamamos lo por venir, y yo colocando la finalidad de mi vida no en la realización de los ensueños de ese pasado, sino en la felicidad del minuto presente, no veía nada más allá de tal instante. De modo que por una contradicción, contradicción sólo aparente, en el mismo momento en que experimentaba desusado placer, cuando sentía que mi vida podría ser dichosa, es decir, cuando más valor debía de haberle concedido, iba yo, liberado ahora de las preocupaciones que me inspiraba, a entregarla sin vacilación al riesgo de un accidente. Y al obrar así no hacía otra cosa que concentrar en una noche la incuria que para los demás hombres está diluida en su existencia entera, en esa vida en la que afrontan a diario y sin necesidad los peligros de un viaje por mar, de un paseo en aeroplano o en automóvil, cuando en casa les está esperando un ser a quien destrozarían con su muerte, o cuando aun tienen confiado tan sólo a la fragilidad de su cerebro el libro cuyo remate es el único motivo de su existencia. Y así me pasaba a mí en el restaurante de Rivebelle las noches que nos quedábamos allí; como no se me representaban sino en una irreal lejanía la persona de mi abuela, de mi vida por venir; los libros que tenía que escribir, me unía yo por entero al aroma de la mujer que estaba en la mesa de al lado, a la corrección de los maestresalas, al contorno de vals que estaban tocando, y me quedaba apegado a la sensación presente sin más extensión por delante que la de esa sensación ni otro deseo que el de no separarme de ella; así, que si en ese momento hubiese llegado alguien con designio de darme muerte, habríala yo recibido bien apretado contra esa sensación, sin defensa alguna, sin movimiento, abeja adormecida por el humo del tabaco, que ya no se cuida de poner a cubierto de daño la provisión de sus acumulados esfuerzos y la esperanza de su colmena.

Conviene decir que esa insignificancia en que caían las cosas más graves, por contraste con lo violento de mi exaltación, acabó por abarcar también a la señorita de Simonet y a sus amigas.

El empeño de conocerlas se me antojaba ahora fácil, pero indiferente, porque lo único que para mí tenía importancia era mi sensación presente gracias a su extraordinaria fuerza, a la alegría que determinaban sus más mínimas modificaciones y hasta por el hecho de su mera continuidad; y todo lo demás, padres, trabajo, placeres, muchachas de Balbec, pesaba lo mismo que un poco de espuma en el seno de la fuerte ráfaga que no la deja posarse, y no existía sino en relación con esa interna potencia; porque la embriaguez realiza por unas horas el idealismo subjetivo, el fenomenalismo puro; todo se convierte en apariencias y existe únicamente en función de nuestro sublime yo. Y no quiere decir esto que un amor de verdad, si por acaso tal amor nos posee, sea incapaz de subsistir en semejante estado. Pero de tal manera sentimos, como si estuviésemos en una atmósfera nueva, que desconocidas presiones han cambiado las dimensiones de ese sentimiento, que ya se nos hace imposible seguir considerándolo como antes. Y nos encontramos, sí, con ese mismo amor, pero en lugar distinto, sin pesar sobre nosotros, satisfecho de la sensación que le concede el presente, y que nos basta porque no nos preocupa nada que no sea actual. Desgraciadamente, el coeficiente que así trastorna los valores sólo tiene poder durante unas horas de embriaguez. Mañana esas personas que no tenían importancia, a las que soplábamos como burbujas de jabón, habrán recobrado su plena densidad; menester será ponerse de nuevo a esos trabajos que ya no significaban nada. Y ocurre aún algo más grave, y es que esa matemática del otro día, la misma de ayer, con cuyos problemas tendremos que volver a entendérnoslas inexorablemente, es la misma que nos rige también durante las horas de embriaguez, para todos menos para nosotros mismos. Si anda por cerca de nosotros una mujer virtuosa u hostil, esa cosa tan difícil el día antes —lograr agradarla— nos parece ahora mucho más fácil sin serlo en realidad, porque si hemos cambiado es únicamente a nuestros propios ojos, para nuestra mirada interior. Y tan enfadada está ahora ella porque nos hemos permitido una familiaridad, como el día siguiente lo estaremos nosotros recordando que dimos a un botones cien francos de propina; y ambas cosas, por la misma razón, para nosotros un poco más retrasada: el no estar borrachos.

Yo no conocía a ninguna de las mujeres que estaban en Rivebelle, y que por la circunstancia de formar parte de mi embriaguez, como los reflejos forman parte del, espejo, se me antojaban mucho más codiciadas que aquella señorita de Simonet, cada vez menos existente. Una muchacha rubia, solitaria, de aire tristón, y que llevaba un sombrero de paja con florecillas campestres, me miró un instante con soñadora mirada, y me fue simpática. Lo mismo me ocurrió luego con otras dos, y por último, con una morena de magnífica tez. Yo no las conocía, pero Roberto trataba a casi todas ellas.

Antes de haber conocido a la que entonces era su querida, Roberto había vivido tan dentro del restringido círculo de la vida alegre, que entre todas aquellas mujeres que solían ir a cenar a Rivebelle, y muchas de las cuales estaban allí por casualidad, porque habían ido en busca de un amante nuevo o en recobro de un amante perdido, no había una a la que no conociese por haber pasado, él o alguno de sus amigos, una noche con ella. Cuando estaban con un hombre, Roberto no las saludaba, y ellas, aunque lo miraban más que a otro cualquiera, porque su conocida indiferencia por toda mujer que no fuese su actriz lo revestía a los ojos de estas muchachas de singular prestigio, aparentaban no conocerlo. Había una que murmuraba: "Mira, mira a Saint-Loup. Dicen que sigue enamorado de su pendón. Es su gran pasión. ¡Buen mozo, eh! A mí me gusta mucho, con ese chic que tiene. ¡La verdad es que hay mujeres con una suerte atroz! ¡Y es chic en todo, sabes! Lo traté cuando estaba yo con d'Orleans, eran inseparables. Lo que es entonces se divertía de lo lindo, pero ahora ya no le hace ninguna infidelidad. Ya puede decir que tiene suerte. Y yo no sé por dónde la ve guapa. Tiene que ser un tonto de remate. Tiene unos pies como casas y bigotes a la americana, y es muy puerca. Sus pantalones no los tomaría ni una modistilla. Pero ¡fíjate qué ojos tan bonitos tiene él: es un hombre para hacer cualquier tontería! Mira, ya me ha conocido, ¿ves cómo se ríe? Ya lo creo que me ha conocido, háblale de mí y verás". Y entonces sorprendía yo entre ellas y Roberto una mirada de inteligencia. Hubiese sido mi deseo que me presentara a esas mujeres, pedirles una cita y lograrla, aunque luego no pudiera yo acudir. Porque sin ello su rostro seguiría por siempre en mi memoria desprovisto de esa parte de sí mismo —que parece oculta tras un velo—, distinta en cada mujer, imposible de imaginar sin haberla visto y que únicamente se asoma en la mirada que nos dirige para acceder a nuestro deseo y prometernos que será satisfecho. Y sin embargo, su rostro, aunque así limitado, me decía a mí mucho más que el de las mujeres reputadas de virtuosas, y no se me representaba, como el de estas últimas, soso, sin nada debajo, compuesto de una pieza única y sin espesor. Indudablemente, esas caras no eran para mí lo mismo que debían de ser para Saint-Lóup, el cual por medio de la memoria, bajo aquella indiferencia, para él transparente, de las facciones inmóviles que afectaban no conocerlo o bajo la superficialidad del saludo igual al que hubiese dirigido a cualquier otra persona, recordaba, veía una boca entreabierta, unos ojos a medio cerrar, todo ello en un cuadro silencioso, como esos que los pintores tapan con otro cuadro decente para engañar a la mayoría de los visitantes. En mi caso ocurría lo contrario, porque como me daba cuenta de que en ninguna de aquellas mujeres había entrado elemento alguno de mi ser y de que nada mío se llevarían por los desconocidos caminos que tomaran sus vidas, esos rostros seguían tan cerrados. Pero ya era algo saber que podían abrirse, porque así me parecían de un precio que nunca hubiesen alcanzado caso de ser únicamente hermosas medallas y no medallones con recuerdos de amor dentro. Roberto, entretanto, tenía que esforzarse para estarse quieto; disimulaba tras su sonrisa de hombre de corte su avidez por las acciones de hombre de guerra, y yo, mirándolo bien, me percataba de cuánto debía de parecerse la enérgica osamenta de su cara triangular a la de sus antepasados, mucho más apta para un fogoso arquero que para un hombre culto y delicado. Asomaban tras la fina piel la construcción atrevida, la feudal arquitectura. Su testa traía a la mente el recuerdo de esas torres del homenaje de los viejos castillos, con sus inutilizadas almenas aun visibles, arregladas interiormente para servir de bibliotecas.

Al volver a Balbec iba yo diciéndome, con referencia a alguna de aquellas desconocidas a quienes me presentó: "¡Qué mujer tan deliciosa!"; y lo repetía sin parar, como el que canta un estribillo, sin darme cuenta casi. Claro es que esas palabras éranme dictadas antes por una predisposición nerviosa que por un juicio sólido. Pero eso no quita para que en el caso de haber llenado encima mil francos y estar abiertas a esas horas las joyerías no hubiese yo regalado una sortija a la damisela desconocida. Cuando las horas de nuestra vida se desarrollan como planos muy distintos, nos encontramos con que ayer nos prodigamos demasiado con personas que hoy nos parecen insignificantes. Pero se siente uno responsable de lo que se dijo y hay que hacer honor a ello.

Como en tales noches me recogía yo mucho más tarde, en mi cuarto, que ya no me era hostil, me encontraba con sumo placer aquel lecho en el que según se me figuró el día de mi llegada nunca podría descansar, y al que se dirigían ahora mis fatigados miembros en busca de reposo; de modo que mis muslos, mis caderas, mis hombros, iban sucesivamente tratando de adherirse en todos sus puntos a las sábanas que envolvían el colchón, lo mismo que si mi fatiga, hecha escultor, quisiera sacar un vaciado completo de un cuerpo humano. Pero no podía dormirme, sentía ya acercarse la mañana; la calma, la buena salud habían huido de mí. Tan desconsolado estaba, que me parecía que nunca más habría de dar con ellas. Me hubiera sido menester dormir mucho rato para volver a cogerlas. Y aun cuando me quedase un poco adormilado, de todas maneras al cabo de dos horas vendría a despertarme el concierto sinfónico. De pronto me dormía, caía en ese pesado sueño que nos descubre tantos misterios; el retorno a la juventud, el remontar los años pasados, los sentimientos perdidos, la desencarnación, la transmigración de las almas, la evocación de los muertos, las ilusiones de la locura, la regresión hacia los reinos más elementales de la Naturaleza (porque suele decirse que muchas veces vemos animales en nuestros sueños, olvidándose de que en el sueño nosotros somos también un mero animal privado de la razón, que proyecta sobre las cosas una claridad de certidumbre; no ofrecemos al espectáculo de la vida más que una visión dudosa, borrada a cada instante por el olvido, porque la realidad precedente se desvanece ante la subsiguiente, como una proyección de linterna mágica cuando se quita el cristalito); todos esos misterios, en suma, que se nos figuran desconocidos y en los que en realidad nos iniciamos todas las noches, lo mismo que nos iniciamos en el otro gran misterio del aniquilamiento y la resurrección. La iluminación sucesiva y errante de las zonas 'en sombra de mi pasado, iluminación aún más caprichosa por la difícil digestión de la comida de Rivebelle, convertíame en un ser cuya dicha suprema hubiese sido encontrarse con Legrandin, con el cual Legrandin acababa yo de hablar en sueños. Además, mi propia vida se me ocultaba enteramente tras una decoración nueva, como la que suelen colocar casi junto a la batería para que los actores representen un intermedio mientras que detrás se está cambiando de cuadro. Ese intermedio, en el que yo hacía mi papel, era a la manera de un cuento oriental, y yo nada sabía de mi pasado ni de mi propia persona, debido a lo muy cerca que se hallaba la interpuesta decoración; no era yo más que un personaje que se llevaba todas las tundas y recibía castigos diversos por una falta que no se veía muy clara, pero que consistía en haber bebido más oporto de lo conveniente. De pronto me despertaba y me daba cuenta de que el concierto sinfónico ya había acabado y que gracias a un largo sueño no había oído nada. Era ya por la tarde; para convencerme miraba mi reloj, después de haber hecho unos esfuerzos para incorporarme, esfuerzos infructuosos primero y entrecortados por caídas en la almohada, esas breves caídas que son subsiguientes al sueño y a las restantes formas de embriaguez, ya sean debidas al vino, ya a una convalecencia; pero aun antes de mirar qué hora era, ya estaba seguro de que la mañana había pasado. Ayer noche no era yo más que un ser vacío, sin peso (y como para poder estar sentado es menester haberse acostado antes, y para ser capaz de callarse se requiere haber dormido bien); yo no podía por menos de agitarme y hablar; carecía de consistencia, de centro de gravedad, estaba ya disparado, y se me antojaba que hubiese podido continuar mi triste carrera hasta la misma luna. Y al dormir, cierto que mis ojos no habían visto el reloj, pero mi cuerpo supo calcular la hora, midió el tiempo, y no en esfera figurada superficialmente, sino por medio de la progresiva pesantez de todas mis fuerzas renovadas, que mi cerebro iba dejando caer punto por punto, como potente reloj hasta más abajo de las rodillas la intacta abundancia de sus provisiones. Si es exacto que el mar ha sido antaño nuestro medio vital y que en él es menester sumergirse para recobrar nuestras Ir lo mismo ocurre con el olvido, con la aniquilación mental; porque cuando nos dominan parece que está uno ausente del tiempo por unas horas; pero las fuerzas que durante ese espacio se fueron ordenando sin gastarse lo miden por su cantidad con la misma exactitud que las pesas del reloj o los ruinosos montículos de la ampolleta de arena. Por supuesto que tan difícil es salir de un sueño así como de una prolongada vigilia, porque todas las cosas tienden a durar, y si bien es cierto que algunos narcóticos hacen dormir, el mucho dormir es un narcótico más potente, y luego cuesta mucho trabajo despertarse. Era yo como el marinero que ve perfectamente el muelle adonde ha de amarrar su barca, cuando todavía la sacuden las olas; hacía intención de mirar la hora que era y levantarme, pero mi cuerpo veíase lanzado de nuevo a las oleadas del sueño; cosa difícil era el tomar tierra; y antes de incorporarme para ver el reloj y confrontar su hora con la que marcaba la riqueza de materiales de que disponían mis cansadas piernas, volvía a caer dos o tres veces en la almohada.

Por fin veía claramente: "¡Las dos de la tarde!" Llamaba, pero en seguida tornaba a sumirme en un sueño, que esta vez debía de ser mucho más largo, a juzgar por el descanso y la visión de una inmensa noche vencida con que me encontraba al despertar. Pero tal despertar debíase a la entrada de Francisca, entrada acarreada por mi campanillazo, y ese nuevo sueño que me pareció más largo que el otro y que tanto bienestar y olvido me causó no había durado más que medio minuto.

Mi abuela abría la puerta, y yo le hacía algunas preguntas referentes a la familia Legrandin.

No sería bastante decir que había vuelto a, alcanzar la calma y la salud, porque la noche antes me separaba de ellas algo más que una simple distancia, y tuve que pasármela luchando contra una corriente contraria; y ahora no me sentía yo tan sólo a la vera de la calma y de la salud, sino que ambas estaban dentro de mí. Y en puntos determinados, un poco doloridos aún, de mi vacía cabeza, la cabeza que algún día habría de estallar, dejando huir mis ideas para siempre, estas ideas habían vuelto una vez más a ocupar su puesto y dado de nuevo con esa existencia que hasta ahora no supieron aprovechar.

Por una vez más había yo escapado a la imposibilidad de dormir, a aquel desastre y naufragio de las crisis nerviosas. Ya no me inspiraba miedo alguno, lo mismo que la noche antes, cuando el verme falto de descanso me servía de amenaza. Se me abría una vida nueva; sin hacer un solo movimiento, porque todavía estaba tronchado, aunque ya bien dispuesto, saboreaba con delicia mi fatiga; ella me rompió y disgregó los huesos de brazos y piernas, pero yo los veía ahora a todos reunidos delante de mí, prontos a juntarse 'de muevo, y sólo con cantar, como el arquitecto de la fábula, se pondrían otra vez en pie.

De pronto me acordé de la rubita triste que vi en Rivebelle y que me había mirado un momento. Durante la noche otras muchas mujeres se me antojaron simpáticas, pero ahora ella era la única que surgía de lo hondo de mi recuerdo. Se me, imaginaba que se había fijado en mí, y esperaba que viniese un mozo del restaurante de Rivebelle a traerme una carta de su parte. Saint-Loup no la conocía, y en su opinión debía de ser una muchacha decente. Muy difícil sería verla., verla constantemente, pero yo estaba dispuesto a todo con tal de lograrlo, y no pensaba más que en ella. La filosofía suele hablar de actos libres y actos necesarios. Quizá no se da en nosotros acto más necesario que aquel por virtud del cual una fuerza ascensional comprimida durante la acción hace ascender, una vez que nuestro pensamiento está en reposo, a un recuerdo que estuvo nivelado con los otros por la fuerza opresiva de la distracción, y lo empuja hacia arriba, porque, sin que nosotros nos diésemos cuenta, contenía en mayor grado que los demás un encanto notado tan sólo veinticuatro horas después. Y quizá no exista tampoco acto más libre, porque aun está exento de costumbre, de una especie de manía mental que en amor sirve para favorecer el exclusivo revivir de una determinada persona.

Precisamente el día, anterior fue aquel en que vi desfilar por delante del mar la hermosa procesión de muchachas. Pregunté si las conocían a algunos parroquianos del hotel que solían ir casi todos los años a Balbec, pero no supieron decirme nada. Luego, más adelante, una fotografía vino a explicarme el porqué. ¿Quién era capaz de reconocer en ellas, recién salidas, pero salidas ya de una edad en que se cambian tan totalmente, a aquella masa amorfa y deliciosa, toda infantil aún, de niñas que unos años antes se sentaban en la arena formando corro alrededor de una caseta, especie de vaga y blanca constelación, donde si se discernían unos ojos más brillantes que los demás, una cara maliciosa, una melena rubia, era para volverlos a perder y a confundir en seguida en el seno de la nebulosa indistinta y láctea?

Indudablemente, en esos años pasados no sólo era la visión total del grupo la que carecía de perfecta nitidez, como noté yo el día antes, sino el grupo mismo. Entonces esas niñas eran aún muy jovencitas y se hallaban en ese grado elemental de formación en que la personalidad no puso aún a cada rostro su sello. Estaban todas apretadas unas contra otras, como esos organismos primitivos en los que el individuo no existe por sí mismo y está constituído antes por el polipero que por cada uno de los pólipos que entran en su composición. A veces una de las niñas empujaba a la que tenía al lado y la hacía caerse al suelo, y entonces una risa alocada, que parecía la sola manifestación de su vida personal, las agitaba a todas simultáneamente, borrando y confundiendo aquellos rostros indecisos y parleros en la masa de un racimo único, tembloroso y chispeante. En un retrato viejo que luego, andando el tiempo, me dieron ellas, y que he conservado, su tropa infantil constaba ya del mismo número de figurantas que la procesión femenina que habían de constituir más adelante;; y se da uno cuenta de que ya entonces debían de formar las chiquillas en la playa un manchón particular que atraería la atención; pero, en dicho retrato sólo se las puede distinguir individualmente por medio del razonamiento, dejando campo libre a todas las transformaciones posibles durante la juventud, hasta ese límite en que las formas reconstituídas invaden ya otra personalidad que es menester diferenciar asimismo, personalidad cuyo lindo rostro tiene probabilidades, gracias a la concomitancia de una buena estatura y un pelo rizado, de haber sido antaño esa bolita gesticulante y avellanada que nos presenta el retrato viejo; y como la distancia recorrida en poco tiempo por los caracteres físicos de cada muchacha privaba de un criterio seguro para distinguirlos, y además como ya entonces estaba muy marcado en ellas aquello que de común y colectivo tenían, solía ocurrir a sus mejores amigas que en ese retrato las confundían unas con otras, hasta el punto que para decidir las dudas había que recurrir a un detalle de indumento que según alguna de ellas era exclusivamente suyo. Desde aquel tiempo, tan diferente del día en que me las encontré yo en el paseo, tan diferente, pero no muy distante, acostumbraban entregarse a la risa, como pude ver la anterior mañana; pero esa risa no era ya aquella intermitente y casi espasmódica de la infancia, aquella risa en la que antes se hundían a caca momento sus cabecitas para volver a surgir después, al modo de los bloques de pececillos del Vivonne, que se dispersaban y desaparecían por un instante y se juntaban en seguida; ahora sus fisonomías eran ya dueñas de sí; los ojos se clavaban en el blanco que perseguían, y el día antes fue lo indeciso y tembloroso de mi percepción primera lo que confundió indistintamente —como hacía la hilaridad de antaño y la fotografía descolorida— las esporadas, ahora individualizadas y desunidas, de la pálida madrépora.

Es verdad que muchas veces, al ver pasar a unas muchachas bonitas, me hice promesa de volverlas a buscar. Pero por lo general no parecían; además, la memoria, que olvida pronto su existencia, difícilmente distinguiría sus facciones, acaso nuestros ojos no las conocieran ya; añádase a eso que habíamos visto pasar otras muchachas a las que tampoco volveríamos a encontrar. Pero otras veces, y eso es lo que sucedió con la insolente bandada de mocitas, el azar se obstina en ponérnoslas delante. Y entonces el azar se nos antoja muy bello, porque en él discernimos como un comienzo de organización, de esfuerzo para componer nuestra vida; y por él se nos convierte en cosa fácil, inevitable y a veces —tras las interrupciones que nos infundieron la esperanza de dejar de acordarnos— en cosa cruel, la fidelidad a unas imágenes a cuya posesión se nos figura más tarde que estábamos predestinados, y que, en verdad, de no haber sido por el azar, hubiéramos podido olvidar al principio como tantas otras.

Pronto tocó a su fin la estancia de Saint-Loup en Balbec. No volví a ver a las muchachas en la playa. Y Roberto estaba en Balbec muy poco tiempo, o durante la tarde, y no le daba lugar a ocuparse de mi asunto y hacer que se las presentaran, todo por mí. Por la noche tenía más libertad, y seguía llevándome a menudo a Rivebelle. En restaurantes como el de Rivebelle suele ocurrir, igual que en los jardines públicos y en los trenes, que nos encontramos con gente de exterior vulgar, cuyo nombre nos deja asombrados cuando, al preguntar casualmente quiénes son, venimos a descubrir que no se trata de los inofensivos insignificantes que nosotros suponíamos, sino de tal ministro o cual duque, que conocíamos de oídas. Saint-Loup y yo habíamos visto ya dos o tres veces en el restaurante de Rivebelle a un caballero alto, musculoso, de facciones correctas y barba gris, que iba a sentarse a su mesa cuando toda la gente empezaba a marcharse; tenía un mirar pensativo, constantemente clavado en el vacío. Una noche preguntamos al amo quién era aquel señor aislado, desconocido y rezagado en la cena. "¡Ah!, ¿no lo conocen ustedes? Es Elstir, el pintor tan célebre." Swann había dicho una vez aquel nombre delante de mí; pero yo no me acordaba en qué ocasión ni a qué propósito; sin embargo, suele suceder que la omisión de un recuerdo, por ejemplo, el elemento de una frase en una lectura favorita, venga en favor, no de la incertidumbre, sino de una prematura seguridad. "Es amigo de Swann, un artista conocidísimo y de mucho mérito", dije a Saint- Loup. Y en seguida nos cruzó por el ánimo, como un escalofrío, la idea de que Elstir era un gran artista, una celebridad; y en seguida pensamos que probablemente nos confundiría con los demás parroquianos del restaurante, sin sospechar el estado de exaltación en que nos pusiera la idea de su talento. Indudablemente, el hecho de que ignorase nuestra admiración por él y nuestra amistad con Swann no nos hubiese causado la menor pena a no ser porque estábamos en una playa de veraneo. Pero como nos hallábamos un poco retrasados para nuestros años, sin poder sujetar nuestro entusiasmo en silencio, y transportados a una vida de verano, donde el incógnito ahogaba escribimos una carta firmada por los dos, en la que revelábamos a Elstir que aquellos dos jóvenes sentados a unos pasos de su mesa eran dos admiradores entusiastas de su talento y dos amigos de su gran amigo Swann, y le manifestábamos nuestro deseo de saludarlo. Encargamos a un mozo que llevara la misiva al hombre célebre.

Por aquella época Elstir quizá no fuese todavía todo lo célebre que aseguraba el amo del restaurante, aunque unos años más tarde logró gran celebridad. Pero él fue una de las primeras personas que concurrieron a aquel restaurante cuando no pasaba de ser una especie de casa de campo, y llevó allí una colonia de artistas dos cuales emigraron todos en cuanto aquella casa, donde se comía al aire libre, al abrigo de un simple sobradillo, se convirtió en lugar de moda); el mismo Elstir, si comía allí ahora, era porque su mujer, con la que vivía no lejos de Rivebelle, había salido de viaje. Pero el gran talento, aunque no sea todavía muy conocido, determina necesariamente algunos fenómenos que pudo distinguir el amo del restaurante de la primera época en las preguntas de más de una viajera inglesa, ávida de detalles sobre la vida que hacía Elstir, o en el gran número de cartas del extranjero que recibía el pintor. Entonces el huésped se fijó en lo poco que le gustaba a Elstir que lo molestaran mientras estaba trabajando, en que se levantaba a medianoche cuando hacía luna e iba a pintar a la orilla del mar con un modelo de desnudo; y acabó por reconocer que tantas fatigas valían la pena, y que la admiración de los turistas era justificada, un día que reconoció en un cuadro de Elstir una cruz de madera que se alzaba a la entrada de Rivebelle.

—¡Qué bien está la cruz! —repetía estupefacto—, se ven los cuatro maderos. Pero hay que ver también el trabajo que le cuesta.

Y no sabía a ciencia cierta si un "Amanecer en el mar" que le había regalado Elstir no valdría una fortuna.

Vimos cómo leía nuestra carta; se la metió en el bolsillo, siguió cenando, pidió su abrigo y su sombrero y se levantó; nosotros teníamos tal seguridad de haberlo molestado con nuestra demanda, que la misma cosa que antes nos daba tanto miedo, es decir, que se marchase sin haberse fijado en nosotros, era ahora nuestro mayor deseo. No se nos ocurría una cosa en la que debíamos haber pensado, porque era muy importante: que nuestro entusiasmo por Elstir, de cuya sinceridad no permitiríamos a nadie que dudara y de la que nosotros no podíamos dudar, puesto que nos servía de testimonio el respirar entrecortado por la esperanza, el deseo de hacer algo difícil o heroico por el grande hombre, no era de admiración, como nosotros nos figurábamos, puesto que nunca habíamos visto nada suyo; nuestro sentimiento podía tener por norte la idea vacía de un "gran artista", pero no una obra que no conocíamos. A lo sumo era una admiración en blanco, el marco nervioso, la armadura sentimental de una admiración sin contenido, esto es, cosa tan indisolublemente propia de la infancia, como determinados órganos que ya no existen en el hombre adulto; éramos aún unos niños. A todo esto, Elstir estaba ya cerca de la puerta, cuando de pronto cambió de rumbo y se vino para nosotros. Yo me vi arrebatado por un delicioso espanto de tal índole que unos años más tarde no podría sentirlo ya así, porque la capacidad para ese género de emociones disminuye con la edad, y la costumbre del trato de gentes nos quita toda idea de provocar tan extrañas ocasiones para esta emoción.

En las frases que Elstir nos dirigió, después de haberse sentado a nuestra mesa, no se dio por enterado de las diversas alusiones que hice a Swann. Yo ya empecé a creer que no lo conocía. Sin embargo, me invitó a que fuese a verlo a su estudio de Balbec, invitación que no hizo a Saint-Loup, y que se debía a unas cuantas frases mías de las que dedujo el pintor que tenía cariño al arte; porque en la vida humana los sentimientos desinteresados juegan más papel de lo que suele creerse, y así logré con mis palabras lo que quizá no hubiese logrado con una recomendación de Swann, si es que Elstir era amigo suyo. Se mostró conmigo amabilísimo, con amabilidad superior a la de Saint- Loup y que estaba con respecto a ella en la misma relación que la de Roberto con la amabilidad de un hombre de la clase media. La amabilidad de un gran señor, por grande que sea, parece, comparada con la de un artista, cosa de comedia y simulación. Saint- Loup quería agradar. A Elstir le gustaba entregar, entregarse. Todo lo que tenía, ideas, obras, y las demás cosas, que estimaba en mucho menos, habríalo dado con alegría a alguien capaz de comprenderlo. Pero a falta de sociedad soportable vivía Elstir aislado, de un modo selvático, y a ese género de vida la gente elegante lo llamaba pose; los poderes públicos, mala índole; los vecinos, locura, y la familia, egoísmo y orgullo.

Indudablemente, en sus primeros tiempos de artista debió de serle grata la idea de que desde aquella soledad se dirigía a distancia, por medio de sus obras, a aquellas personas que lo habían menospreciado u ofendido, y les daba una alta idea de su persona. Quizá entonces vivía solitario no por indiferencia, sino por amor a los demás, y así como yo había renunciado a Gilberta con objeto de reaparecer algún día ante ella con más amables colores, Elstir destinaba su obra a ciertas personas, a modo de retorno hacia ellas, retorno en que, sin verlo, lo querrían, lo admirarían, hablarían de él; el renunciamiento sea de enfermo, de monje, de artista o de héroe, no siempre es total desde sus comienzos, cuando acabamos de decidirnos a renunciar con nuestra antigua alma y antes de que haya obrado en nosotros por reacción. Pero aun siendo cierto que quería producir con el ánimo puesto en personas determinadas, ello es que vivió para sí mismo, alejado de una sociedad que se le hizo indiferente; porque a fuerza de practicar la soledad llegó a enamorarse de ella, como ocurre con toda gran cosa que empezó por darnos miedo porque sabíamos que era incompatible con otras insignificantes a las que teníamos apego, esas cosas de las cuales parece que nos priva la soledad, cuando en realidad lo que hace es quitarnos el cariño a ellas. Y antes de conocer la soledad, toda nuestra preocupación estriba en saber hasta qué punto será conciliable con ciertos placeres que dejan de ser tales en cuanto trabamos conocimiento con ella.

Elstir no se estuvo mucho rato hablando con nosotros. Yo hice intención de ir a su estudio muy pronto; pero al siguiente día de nuestra conversación acompañé a mi abuela hasta el final del paseo del dique, camino de los acantilados de Canapville, y a la vuelta, en la esquina de una de las callecitas que desembocan perpendicularmente a la playa, nos cruzamos con una muchacha que, con la testa baja, como animalito a quien obligan a volver al establo sin tener ganas, y llevando en las manos sus clubs de golf, iba andando delante de una señora, que debía de ser su "inglesa" o una amiga suya que se parecía al retrato de Jeffries por Hogarth, con la cara encarnada, como si su bebida favorita fuese el gin y no el té, y que prolongaba con el negro garabato de una punta de chicote el bien poblado bigote gris. La muchachita que iba delante se parecía a una de las de mi bandada, a aquella del sombrero de estambre negro y de los ojos risueños que se abrían en un rostro mofletudo y quieto. Esta de ahora llevaba también un sombrero así, pero se me figuraba más guapa aún que la otra; la nariz era más recta de línea y de alas más amplias y carnosas en su base. Además, aquélla me la representé como a una muchacha orgullosa y pálida, mientras que ésta se me aparecía cual chiquilla domesticada de tez rosácea. Sin embargo, como ésta también iba empujando una bicicleta, igual que la otra, y llevaba asimismo guantes iguales, de piel de reno, deduje que las diferencias por mí observadas debían de obedecer a mi distinta posición con respecto a ella y a las circunstancias, porque era muy poco probable que hubiese en Balbec otra muchacha tan parecida de fisonomía a aquélla y con las mismas particularidades de indumento. Echó una ojeada muy rápida hacia el sitio en donde yo estaba; ni los días siguientes, cuando volví a ver a la bandada de mocitas en la playa, ni aún más adelante, cuando llegué a conocer a todas las muchachas que la componían, pude tener la seguridad absoluta de que ninguna de ellas —ni siquiera la que más se parecía a la muchacha de la bicicleta— fuese aquella que de esa tarde en la esquina de una calle, al final de la playa, muchacha muy poco diferente, es cierto, pero en todo caso algo diferente de la que me llamó la atención en la bandada.

Desde aquella tarde, yo, que los días anteriores me sentí preocupado principalmente por la muchacha mayor de todas, empecé a pensar en la de los clubs de golf, en la supuesta señorita de Simonet. Iba en medio del grupo, solía pararse a menudo, obligando a sus amigas, que parecían respetarla mucho, a interrumpir también su marcha. Y así la veo ahora, en el momento de hacer un alto en su paseo, brillantes los ojos al abrigo de su sombrero negro, destacada la silueta sobre el telón que pone al fondo el mar, y separada de mí por un espacio transparente y azul, que es el tiempo transcurrido desde entonces; primera imagen sutilísima en mi recuerdo, deseada, perseguida, olvidada y luego vuelta a encontrar, de un rostro tan frecuentemente proyectado por mi alma en los días pasados, que ya pude decir de esa muchacha que estaba en mi cuarto: "Ella es".

Pero la muchacha a quien tenía yo más deseos de conocer seguía siendo la del cutis de geranio y los ojos verdes.

Había, días en que me gustaba más ver a una muchacha determinada del grupo que a otra; pero fuese cual fuese la de mi mudable preferencia, las demás, aun sin aquella que por aquel día me agradaba más, siempre me hacían impresión, y mi deseo, a pesar de encaminarse especialmente hoy sobre ésta y mañana sobre aquella otra, seguía —seguía como el primer día de mi confusa visión— juntándolas a todas, formando con ellas un mundillo aparte, animado de vida común, que indudablemente tenían la pretensión de constituir; y si pudiese hacerme amigo de alguna de ellas, me sería dable penetrar —como un refinado pagano o un cristiano escrupuloso entra en el mundo bárbaro— en una sociedad toda llena de juventud, señoreada por la salud, la inconsciencia, la voluptuosidad, la crueldad, la ausencia de intelectualismo y la alegría.

Había contado a mi abuela la conversación con Elstir, y se alegró mucho del provecho intelectual que podía sacar de su trato; por eso le parecía absurdo y descortés que no hubiese ido ya a hacerle una visita. Pero yo tenía el pensamiento puesto exclusivamente en la bandada de muchachas, y como no sabía a qué hora pasarían por el paseo del muelle, no me atrevía a alejarme de allí. También se extrañaba mi abuela de mi elegancia, porque yo de pronto me había acordado de los trajes que hasta entonces durmieron en el fondo de mi baúl. Cada día me ponía uno diferente, y hasta escribí a París para que me enviasen sombreros y corbatas nuevos.

Uno de los mayores encantos que se pueden superponer a la vida de una playa como Balbec es el de tener pintado en el pensamiento con vivos colores y como norte de cada uno de los días ociosos y luminosos que se pasan en la playa el rostro de una muchacha bonita, vendedora de conchas, de pastelillos o de flores. Entonces son los días, por la razón dicha, días desocupados, pero alegres como días de trabajo, días con una finalidad que los espolea, les sirve de imán y de soplo, y que está en un momento próximo, en ese momento en que a la par que compramos garapiñados, rosas o amonitas, nos deleitaremos en contemplar cómo se presentan los colores en un rostro femenino tan puramente como en una flor. Pero a esas vendedoras por lo menos se les puede hablar, lo cual nos evita el tener que construir con la imaginación los otros lados de su personalidad que no aparecen en la percepción visual, y nos ahorran el trabajo de inventar su vida y exagerar su seducción, como delante de un retrato; y sobre todo, y precisamente porque se les puede hablar, se entera uno de las horas a que se las puede ver. Pero en lo tocante a las muchachas de la bandada nada de eso ocurría. No conocía sus costumbres, y los días que no las veía, ignorante de la causa de su ausencia, me ponía a pensar si obedecería a un motivo fijo, si no se dejaban ver más que un día sí y otro no, o cuando hacía tal tiempo, o si había días en que no se las veía nunca. Me figuraba que era amigo suyo y les decía: "Tal día no estuvieron ustedes; ¿cómo fue eso?" "Ah, sí, es que era sábado, y los sábados no venimos nunca porque…" Y ojalá hubiese sido tan sencillo averiguar que el triste sábado era inútil empeñarse en buscar y que podía uno recorrer la playa de arriba abajo, sentarse delante de la pastelería como para comer un bizcocho, entrar en la tienda donde venden recuerdos de la playa, y esperar la hora del baño y del concierto, la subida de la marea y la puesta del sol, ver llegar la noche sin que asomara la ansiada bandada. Pero ese día fatal quizá no se repetía sólo una vez por semana. Acaso no cayera forzosamente en sábado. ¡Quién sabe si no había determinadas circunstancias atmosféricas que influyesen en ese día, o que le fueran totalmente ajenas! ¡Qué caudal de observaciones pacientes, pero no serenas es menester ir recogiendo con respecto a los movimientos, en apariencia irregulares, de estos mundos desconocidos, antes de dar por seguro que no se dejó uno engañar por meras coincidencias y que nuestras previsiones no serán defraudadas, antes de formular las leyes ciertas, adquiridas a costa de experiencias crueles, que rigen esa astronomía de la pasión! Al recordar que no las había visto en tal día de la semana como hoy, me decía yo que ya no vendrían, que era inútil estarse en la playa. Y precisamente en ese momento asomaban ellas. En cambio, otro día que, con arreglo a las deducciones de las leyes que regulaban el retorno de estas constelaciones, consideré como día fasto, no venían. Pero aun había algo más que esta primera incertidumbre de si las vería o no en el espacio de veinticuatro horas: la incertidumbre mucho más grave de si volvería a verlas o no en absoluto, porque ignoraba yo si tendrían que marcharse a América o que volver a París. Ya esto bastaba para que empezara yo a quererlas. Puede ocurrir que se tenga simpatía por una persona y nada más. Pero para desatar esa tristeza, ese sentimiento de lo irreparable y esas angustias que sirven de preparación al amor, es menester que exista el riesgo de una imposibilidad (y acaso tal riesgo y no la persona amada es el objeto que la pasión quiere señorear). Así, obraban ya en mí esas influencias que se repiten en el curso de amores sucesivos, y que pueden darse; pero entonces, cuando se está en grandes ciudades, en el caso de modistillas que no se sabe el día que tienen libre, y que faltan un día, con gran susto nuestro, a la salida del obrador; influencias que se repiten, o al menos se renovaron en el curso de mis amores. Acaso sean inseparables del amor; quizá todo lo que fue una particularidad del amor primero venga a superponerse a los siguientes por recuerdo, sugestión o hábito y a través de los diversos períodos de nuestra vida preste a los diferentes aspectos de la pasión un carácter general.

Yo me aprovechaba de cualquier pretexto para ir a la playa a las horas que tenía esperanza de encontrarlas. Como una vez las vi pasar mientras que estábamos almorzando, ahora llegaba siempre tarde a almorzar, esperando indefinidamente en el paseo a ver si pasaban; el poco tiempo que estaba sentado a la mesa lo dedicaba a interrogar con la mirada el azul de la vidriera; me levantaba mucho antes del postre, para no perder la ocasión de verlas si acaso paseaban aquel día a otra hora, y llegaba a enfadarme con mi abuela, mala sin querer, cuando me hacía quedarme con ella más de la hora que a mí se me antojaba propicia. Para prolongar el horizonte ponía la silla un poco de lado; si por casualidad veía a alguna de las muchachas, como participaban todas de la misma especial esencia, sentía lo mismo que si hubiese sido proyectada allí enfrente de mí, en alucinación móvil y diabólica, algo de ese sueño enemigo, y sin embargo apasionadamente codiciado, que un momento antes no existía sino en mi cerebro, donde estaba estancado de manera permanente.

Con estar enamorado de todas, no estaba enamorado de ninguna, y, sin embargo, el encuentro posible con ellas era el único elemento delicioso de mis días, lo único que me inspiraba esas esperanzas en las que habrían de estrellarse todos los obstaculos; esperanzas a las que sucedían transportes de cólera cuando me quedaba sin verlas. En ese momento las muchachas eclipsaban a mi abuela, y me habría agradado cualquier viaje que tuviese como meta un lugar en donde ellas se hallaran. Cuando creía yo que estaba pensando en cualquier cosa o en nada, en realidad estaba pensando en ellas. Pero cuando estaba pensando en ellas, aun sin saberlo, resultaba que, todavía más inconscientemente, ellas eran para mí estas ondulaciones montuosas y azules del mar, aquel perfil de su desfile por delante del mar. Si había de ir a alguna ciudad dad en donde ellas estuviesen, con lo que esperaba yo encontrarme era con el mar. Y es que el amor más exclusivo que se tenga a una persona es siempre amor y algo más.

Mi abuela, como veía que ahora me interesaba yo en grado sumo por el golf y el tenis y dejaba pasar una ocasión de ver trabajara un artista de los más grandes y de escuchar sus palabras, me miraba con un poco de desprecio, que en mi opinión provenía de un punto de vista suyo demasiado estrecho. Ya entreví yo antes, .en los Campos Elíseos, una cosa de la que más tarde pude darme cuenta mejor, y es que cuando se está enamorado de una mujer se proyecta sencillamente sobre ella un estado de nuestra alma; por consiguiente, lo importante no es el valor de una mujer, sino la profundidad de dicho estado de ánimo; y las emociones que nos causa una muchacha mediocre acaso hagan salir a flor de nuestra conciencia partes de nosotros más íntimas y personales, más esenciales y remotas que el placer que se puede sacar de la conversación de un hombre superior o hasta de la misma contemplación admirativa de sus obras.

Al cabo no tuve más remedio que obedecer a mi abuela, cosa doblemente molesta porque Elstir vivía bastante lejos del paseo del dique, en una de las más recientes avenidas de Balbec. Como hacía mucho calor, tuve que tomar el tranvía que pasa por la calle de la Playa, e hice esfuerzos para imaginarme que estaba en el antiguo reino de los Cimerios, quizá en la patria del rey Mark o en el mismo emplazamiento de la selva de Brocelianda, y para no mirar el lujo de pacotilla de los edificios que iban pasando; de todos ellos quizá la villa de Elstir era el más suntuosamente feo, y lo alquiló a pesar de eso porque era el único hotel de Balbec donde podía tener un estudio amplio.

Y así, volviendo la vista crucé el jardín de la casa, que tenía su poco de tierra vestida de césped —como una reducción de cualquier casa de burgués en los alrededores de París—, su estatuita de galán jardinero, unas bolas de cristal donde podía uno verse, arriates de begonias y un cenadorcito con unas cuantas mecedoras delante de una mesa de hierro. Pero pasados todos estos contornos empapados de fealdad ciudadana, cuando me vi en el estudio ya no me fijé en las molduras color chocolate de los zócalos y me sentí henchido de felicidad, porque, gracias a todos los estudios de color que tenía alrededor, me di cuenta de la posibilidad de elevarme a un conocimiento poético, fecundo en alegrías, de muchas formas que hasta entonces no había yo aislado del espectáculo total de la realidad. Y el taller de Elstir se me apareció cual laboratorio de una especie de nueva creación del mundo, en donde había sacado del caos en que se hallan todas las cosas que vemos, pintándolas en diversos rectángulos de telas que estaban colocados en todas formas; aquí, una ola que aplastaba colérica contra la arena su espuma de color lila; allá, un muchacho, vestido de dril blanco, puesto de codos en el puente de un barco. La americana del joven y la salpicadora ola habían cobrado nueva dignidad por el hecho de que seguían existiendo, aunque ya no eran aquello en que aparentemente consistían, puesto que la ola no podía mojar y la americana no podía vestir a nadie.

En el momento en que entré, el creador estaba rematando, con el pincel que tenía en la mano, la forma de un sol poniente.

Los estores estaban echados en casi todas las ventanas, de suerte que la atmósfera del estudio era fresca y obscura, excepto en una parte de la habitación, donde la claridad del día ponía en la pared su decoración brillante y pasajera; no había abierta mías que una ventanita rectangular encuadrada de madreselvas, y por la que se veía una franja de jardín y al fondo una calle; de modo que el ambiente del estudio era, en su mayor parte, sombrío, transparente y compacto en su masa, pero húmedo y brillante en los rompientes, donde la luz le servía de engaste, como bloque de cristal de roca tallado y pulimentado a trechos, que se irisa y luce como un espejo. Mientras que Elstir seguía pintando, cediendo a mis ruegos, yo anduve por aquel claroscuro parándome delante de uno y otro cuadro.

La mayoría de los lienzos que me rodeaban no eran aquella parte de su obra que más ganas de ver tenía yo, porque me interesaban sobre todo su primera y segunda maneras, corno decía tina revista de arte inglesa que andaba rodando por la mesa del salón del Gran Hotel, la manera mitológica y la de influencia japonesa, representadas ambas perfectamente, decía el periódico, en la colección de la señora de Guermantes. Y, naturalmente, lo que más abundaba en su estudio eran marinas hechas en Balhec. Sin embargo, yo vi muy claro que el encanto de cada tina de esas marinas consistía en tina especie de metamorfosis de las cosas representadas, análoga a la que en poesía se denomina metáfora, y que si Dios creó las cosas al darles un nombre, ahora Elstir las volvía a crear quitándoles su denominación o llamándolas de otra manera. Los nombres que designan a las cosas responden siempre a una noción de la inteligencia ajena a nuestras verdaderas impresiones, y que nos obliga a eliminar de ellas todo lo que no se refiera a la dicha noción.

Me había sucedido muchas veces en el hotel de Balbec, por la mañana cuando Francisca descorría las cortinas y entraba la luz, o por la tarde, mientras que esperaba la hora de salir con, Roberto, que gracias a un efecto de sol tomaba yo la parte más sombría del mar por una costa lejana, o me quedaba mirando con Viran satisfacción una zona azul y fluida sin saber si era de mar o de cielo. En seguida mi inteligencia restablecía entre los elementos aquella separación que la impresión aboliera. Así, me sucedía en París que en mi cuarto oía rumor de disputa y alboroto antes de referir a su causa., por ejemplo, el rodar de un coche que se iba acercando, aquel ruido, del que eliminaba entonces las vociferaciones agudas y discordantes que mi oído percibió indubitablemente, pero que mi inteligencia sabía bien que no las causaba un coche. Pero la obra de Elstir estaba hecha con los raros momentos en que se ve la Naturaleza cual ella es, poéticamente. Una de las metáforas más frecuentes en aquellas marinas que había por allí consistía justamente en comparar la tierra al mar, suprimiendo toda demarcación entre una y otro. Y esa Comparación tácita e incansablemente repetida en un mismo lienzo es lo que le infundía la multiforme y potente unidad, motivo, muchas veces no muy bien notado, del entusiasmo que excitaba en algunos aficionados la pintura de Elstir.

Así, por ejemplo, en un cuadro reciente, que representaba el puerto de Carquethuit, y que yo miré mucho rato, Elstir preparó el ánimo del espectador sirviéndose para el pueblecito de términos marinos exclusivamente y para el mar de términos urbanos. Por aquí las casas ocultaban una parte del puerto; más allá una dársena de calafateo o el mar penetraban en la tierra formando golfo, cosa tan frecuente en esta costa; al otro lado de la punta avanzada en que estaba emplazado el pueblo asomaban por encima de los tejados (a modo de chimeneas o campanarios) unos mástiles que por estar así colocados parecían convertir a los barcos suyos en una cosa ciudadana, construida en la misma tierra; esa impresión aun se afirmaba con otros barcos, formados a lo largo del muelle, pero tan apretados y juntos, que los hombres hablaban de uno a otro barco sin que se pudiese distinguir la separación entre las embarcaciones ni el intersticio del agua: así, que esa flotilla parecía una cosa menos marina que las iglesias de Criquebec, por ejemplo, las cuales allá lejos, ceñidas de mar por todos lados, porque se las veía sin la ciudad que estaba al pie, entre una vibración de sol y olas, hubiérase dicho surgían de las aguas, y que, hechas de yeso o espuma, encerradas en el ceñidor de un arco iris versicolor, formaban parte de un cuadro místico e irreal. En el primer término de la playa el pintor había sabido acostumbrar a la vista a no reconocer frontera fija, demarcación absoluta, entre tierra y océano. Había unos hombres empujando barcas para echarlas al agua, que lo mismo corrían entre las olas que por la arena; y esa arena mojada reflejaba los cascos de las embarcaciones como si fuese agua. Ni el mar siquiera asaltaba la tierra regularmente, sino con arreglo a los accidentes de la playa, que con la perspectiva aun eran más variados; de tal modo, que un barco en plena mar, semioculto por las obras avanzadas del arsenal, parecía que bogaba por medio de la ciudad; unas mujeres cogían quisquillas entre las peñas, y como estaban rodeadas de agua y la playa formaba una depresión casi al nivel del mar, pasada la barrera circular de rocas (en los dos lados más próximos a tierra), habríase dicho que se hallaban en una gruta marina dominada por las olas y las barcas, milagrosamente abierta y resguardada en medio de las separadas ondas. Si todo el cuadro daba esa impresión de los puertos donde el mar entra en la tierra y la tierra es ya marina y la población anfibia, la fuerza del elemento marino estalla por todas partes; junto a las rocas en la boca del muelle, donde el mar estaba movido, advertíase por los esfuerzos de los marineros y la oblicuidad de las barcas, inclinadas en ángulo agudo, en contraste con la tranquila verticalidad de los almacenes, de la iglesia y de las casas del pueblo, en el que entraban unas barcas mientras que otras salían a la pesca, que las embarcaciones trotaban rudamente por encima del agua como a lomos de un animal rápido y fogoso, que a no ser por su destreza de jinetes los hubiese tirado al suelo con sus corcovos. Una b: bandada de gente iba de paseo, muy contenta en una barca, con las mismas sacudidas que en un carricoche; la gobernaba como con riendas, sujetando la fogosa vela, un marinero alegre, pero muy atento; todos estaban muy bien colocados para que no hubiese más peso en un lado que en otro y no dieran un vuelco; y así corrían por las soleadas campiñas y los rincones umbríos, bajando las cuestas a toda velocidad. La mañana era muy hermosa a pesar de la tormenta que había habido. Y se veía la potente actividad matinal para neutralizar el hermoso equilibrio de las barcas inmóviles, que gozaban del sol y la frescura, en aquellas partes en que el mar estaba tan tranquilo que los reflejos casi tenían mayor solidez y realidad que los cascos de las embarcaciones, vaporizados por un efecto de sol y montándose unos encima de otros a causa de la perspectiva. Y mejor aún se diría que aquellos trozos no eran ya otras partes distintas del mar. Porque había entre esa partes la misma diferencia que entre ellas y la iglesia que surgía del agua o los barcos que asomaban por detrás de los tejados. La inteligencia hacía en seguida un mismo elemento de lo que aquí era negro con efecto de tempestad, más allá de un color de cielo y con el mismo barniz celeste, y en otro lado, tan blanco de bruma y espuma, tan compacto, tan terrícola, tan rodeado de casas, que traía al pensamiento un camino de piedra o un campo de nieve por el que subía cuesta arriba y en seco un barco, con gran susto del espectador, como un coche que da resoplidos al salir de un vado; pero al cabo de un instante, al ver en la alta y desigual extensión de aquella sólida planicie unos barcos que daban tumbos, se comprendía que aquello, idéntico en todos sus diversos aspectos, era aún el mar.

Aunque se diga, y con razón, que el progreso y los descubrimientos se dan en el dominio de la ciencia, pero no en el de las artes, y que todo artista empieza por sí mismo un esfuerzo individual al que no pueden ayudar ni estorbar los esfuerzos de ningún otro, sin embargó, es menester reconocer que en esa medida en que el arte sirve para poner de relieve determinadas leyes una vez que la industria las vulgariza, el arte anterior pierde retrospectivamente algo de su originalidad. Desde la época en que Elstir comenzó a pintar hemos visto muchas de esas llamadas "admirables" fotografías de paisajes y ciudades. Si se intenta precisar qué es lo que denominan admirable en este caso los aficionados, se echará de ver que tal epíteto se suele aplicar a urca imagen rara de una cosa conocida, imagen distinta de las que vemos de ordinario, imagen singular y sin embargo real, y que precisamente por eso nos seduce doblemente, porque nos causa extrañeza, nos saca de nuestras costumbres y a la par nos entra en nosotros mismos al recordarnos una determinada impresión. Por ejemplo, alguna de esas magníficas fotografías servirá de ilustración a una ley de perspectiva, nos mostrará una catedral que estamos acostumbrados a ver en medio de una ciudad, cogida, por el contrario, desde un punto en que aparezca treinta veces más alta que las casas y formando espolón a la orilla del río, que en realidad está muy separado. Precisamente el esfuerzo de Elstir para no exponer las cosas tal y como sabía que eran, sino con arreglo a esas ilusiones ópticas que forman nuestra visión inicial, lo había llevado cabalmente a poner de relieve alguna de esas leyes de perspectiva, que entonces chocaban más porque el arte era el que primero las revelaba. Un río, debido al recodo que formaba' su curso, parecía un lago cerrado por todas partes, allí en el seno de las llanuras o de las montañas, y el mismo efecto daba un golfo porque la ribera escarpada se tocaba casi aparentemente por los dos lados. En un cuadro, pintado en Balbec durante un tórrido día de verano, una entrante del mar, encerrado entre murallas de granito rosa, parecía no ser el mar, que aparentemente empezaba más allá. La continuidad del océano estaba sugerida únicamente por unas gaviotas que revoloteaban sobre aquello que al espectador le parecía piedra, pero en donde ellas aspiraban, por el contrario, la humedad marina. Aun había otras leyes de visión que derivaban de ese mismo cuadro, como la gracia liliputiense de las velas blancas al pie de los enormes acantilados, en aquel espejo azul donde estaban posadas como mariposas dormidas, o unos contrastes entre la profundidad de las sombras y la palidez de la luz. Esos juegos de sombra, que también ha vulgarizado la fotografía, interesaron a Elstir hasta tal punto, que en cierta época se complacía en sorprender verdaderos espejismos donde un castillo con su torre se representaba como un castillo completamente circular, prolongado en lo alto por una torre y abajo por otra torre inversa, ya porque la limpidez extraordinaria del aire diese a la sombra reflejada en el agua la dureza y el brillo de la piedra, ya porque las brumas matinales convirtiesen a la piedra en cosa tan vaporosa como la sombra. Asimismo, allá por detrás del mar, tras una hilera de bosques, comenzaba otro mar, rosado por la puesta de sol, y que era el cielo. La luz, como si inventara nuevos sólidos, empujaba la parte que iluminaba de un barco más atrás de la que se quedaba en sombra, y disponía como los peldaños de una escalera de cristal la superficie, materialmente plana, pero quebrada por el modo de iluminación, del mar matinal. Un río que transcurre por bajo los puentes de una ciudad estaba tomado de tal manera que aparecía totalmente dislocado, aquí explayándose en lago, allá hecho hilillos, en otra parte roto por la interposición de una colina coronada de bosque donde van por la noche los vecinos a tomar el fresco; y el ritmo de esta revuelta ciudad estaba asegurado tan sólo por la inflexible verticalidad de las torres, que no subían, sino que parecían caer con arreglo a la plomada de la pesantez, marcando la cadencia cual en una marcha triunfal, y tenían en suspenso allí por bajo de ellas toda la masa, más confusa, de las casas escalonadas en la bruma; a lo largo del río, aplastado y deshecho. Y (como las primeras obras de Elstir databan de la época en que exornaba los paisajes la presencia de un personaje) en la escarpada ribera o en la montaña, el camino, ese elemento semihumano de la Naturaleza, sufría, al igual del río o del océano, los eclipses de la perspectiva. Una cresta montañosa, la bruma de una cascada o el mar cortaban la continuidad de la senda, visible para el paseante, pero no para nosotros; así que el menudo personaje humano, vestido con anticuada moda y perdido en esas soledades, parecía estar parado delante de un abismo, como si el sendero por donde iba terminase allí; pero trescientos metros más allá, en el bosque de abetos, veíamos emocionados una cosa que nos serenaba el corazón, y es que reaparecía la estrecha blancura de la arena hospitalaria para los pasos del viandante, aquel camino cuyos recodos intermedios, que iban salvando la cascada o el golfo, nos ocultó el declive de la montaña.

El esfuerzo que hacía Elstir por despojarse en presencia de la realidad de todas las nociones de su inteligencia era doblemente admirable, porque ese hombre —que antes de pintar se volvía ignorante, se olvidaba de todo por probidad, porque lo que se sabe no es de uno— tenía precisamente una inteligencia excepcionalmente cultivada. Le confesé yo la decepción que me había causado la iglesia de Balbec. "¡Cómo! —me dijo Elstir—, ¿que no le ha satisfecho a usted ese pórtico? Es la Biblia historiada más hermosa que un pueblo pudo leer nunca. La Virgen y los bajorrelieves donde se expone su vida constituyen la expresión más tierna e inspirada de ese largo poema de adoración y alabanza que la Edad Media va tendiendo a los pies de la madona. No puede usted imaginarse, además de su exactitud minuciosisima para traducir el texto santo, cuántos aciertos de delicadeza tuvo el viejo escultor, qué de pensamientos profundos y cuán encantadora poesía."

Primero, la idea de ese gran velo donde llevan los ángeles el cuerpo de la Virgen, sacratísimo para que se atrevan a tocarlo directamente de dije yo que el mismo tema se hallaba tratado en Saint-André des Champs; pero Elstir, que había visto fotografías del pórtico de esta última iglesia, me hizo notar que aquella celosa diligencia con que rodean a la Virgen esos tipos de aldeanos era cosa muy distinta de la gravedad de los dos ángeles, tan finos y esbeltos, casi italianos, de la iglesia de Balbec); el ángel que se lleva el alma de la Virgen para reunirla con su cuerpo; el encuentro de la Virgen y Elisabet, con el ademán de esta segunda, que toca el seno de María y se maravilla al sentir su plenitud; el brazo tieso de la comadrona, que no quiso creer en la Inmaculada Concepción sin tocar; el ceñidor que echó la Virgen a Santo Tomás para darle la prueba de la resurrección; ese velo que se arranca la Virgen de su propio seno para velar la desnudez de su Hijo, que tiene a un lado a la Iglesia recogiendo su sangre, el licor de la Eucaristía, y al otro a la Sinagoga, cuyo reino terminó ya, vendados los ojos, con un cetro medio roto y con la corona cayéndosele de la cabeza, perdida, como las tablas de la Ley. "Y ese esposo que a la hora del juicio Final ayuda a su mujer a salir de la tumba y le pone la mano sobre su corazón para que se tranquilice y vea que late de verdad, ¿le parece a usted eso una tontería, una idea insignificante? Y no digo nada de ese ángel que se lleva el Sol y la Luna, inútiles ya porque ha sido dicho que la luz de la Cruz será siete veces más fuerte que la de los astros; y el otro que mete la mano en el agua del baño de Jesús a ver si está bastante caliente; y el que sale de entre las nubes para poner la corona en la frente de la Virgen; y aquellos que asoman allá en lo alto, entre los balaustres de la Jerusalén celeste, y alzan los brazos, de espanto o de alegría, al ver los suplicios de los malos y la bienaventuranza de los buenos. Porque en esa portada tiene usted todos los círculos celestiales, un gigantesco poema teológico y simbólico. Es un prodigio, una divinidad, mil veces superior a todo lo que pueda usted ver en Italia, donde muchos escultores de menos valía han copiado literalmente ese tímpano. Porque no ha habido ninguna época en que todo el mundo fuese genial; ¡qué tontería!, eso hubiese sido aún más hermoso que la edad de oro. Lo que es el individuo que esculpió esa fachada puede usted estar seguro de que era tan grande y tenía ideas tan profundas como cualquiera de los hombres de ahora que más admire usted. Ya se lo enseñaría yo a usted si fuésemos a verla juntos: Hay unas palabras del oficio de la Asunción traducidas con una sutileza que no ha sido igualada ni por un Redon" Y, sin embargo, cuando mis ojos, llenos de deseo, se abrieron delante de esa fachada no vi yo en ella aquella vasta visión celestial el gigantesco poema teológico que allí había escrito, según comprendía ahora. Le hablé de las grandes estatuas de santos que, subidas en zancos, forman una especie de avenida.

"Arrancan del fondo de los tiempos para llegar hasta Jesucristo —me dijo—. A un lado están sus antepasados del espíritu; al otro, los Reyes de Judea, sus antepasados de la carne. Todos los siglos se reúnen allí. Y si se hubiera usted fijado mejor en eso que a usted le parecen zancos, habría usted sabido quiénes eran los que están encima. Porque Moisés tiene debajo de sus pies el becerro de oro; Abraham, el carnero; José, el demonio aconsejando a la mujer de Putifar"

Le dije también que yo esperaba haberme encontrado con un monumento casi persa, y que ésa fue sin duda una de las causas de mi decepción. "No —me contestó—, eso tiene su parte de verdad. Algunas cosas son completamente orientales; hay un capitel que reproduce tan exactamente un tema persa, que es muy, difícil de explicar sólo por la persistencia de las tradiciones orientales. El escultor debió de copiar alguna arqueta que trajeron los navegantes." En efecto, Elstir me mostró más adelante la fotografía de un capitel con tinos dragones casi chinos que se devoraban unos a otros: pero en Balbec ese trozo de escultora se me había escapado en el conjunto del monumento, que no se parecía a lo que me anunciaron estas palabras: "Iglesia casi persa".

Los goces intelectuales que disfrutaba yo en aquel estudio no me estorbaban, en ningún modo, para sentir, aunque todo ello estaba alrededor nuestro como sin querer, la transparente tibieza de colores y la brillante penumbra de la habitación; y allá al fondo de la ventanita, ceñida de madreselvas, en la rústica avenida, veíase la resistente sequedad de la tierra quemada por el sol y velada tan sólo por la transparencia de la distancia y la sombra de los árboles. Acaso el inconsciente bienestar que en mí determinaba aquel día de verano servía para acrecer, como un afluente, la alegría que experimentaba al mirar el "Puerto de Carquethuit".

Yo me creía que Elstir era modesto; pero comprendí que me había equivocado al ver que por su rostro se difundió un matiz de tristeza cuando yo pronuncié, en una frase de gratitud, la palabra gloria. Aquellos artistas que consideran sus obras como cosas que han de durar —y Elstir era uno de ellos— se acostumbran a situarlas en una época en que ellos no serán ya más que polvo. Y por eso, porque los lleva a pensar en la nada, los contrista la idea de la gloria, inseparable de la idea de la muerte.

Cambié de conversación para que se disipara aquella nube de orgullosa, melancolía que cargaba la frente de Elstir. "Me habían aconsejado —le dije, recordando la conversación que tuve con Legrandin— que no fuese á Bretaña porque no era sano para un ánimo inclinado a soñar." "No —me respondió el pintor— cuando un alma tiende al ensueño, no hay que apartarla de él ni dárselo con ración. Mientras desvíe usted su alma de los ensueños se quedará sin conocerlos y será usted juguete de mil apariencias, porque no ha comprendido usted su naturaleza. Si se estima que soñar un poco es peligroso, lo que cure no habrá de ser soñar menos, sino soñar más, el pleno ensueño. Es menester que conozcamos muy bien nuestros ensueños para que no nos duelan; hay una separación de la vida y el ensueño tan útil de hacer, que muchas veces me digo si no se la debiera practicar preventivamente, por si acaso, como dicen algunos cirujanos que convendría cortar el apéndice a todos los niños para evitar la posibilidad de una apendicitis."

Habíamos ido Elstir y yo hasta el fondo del estudio, junto a la ventana que daba a la parte trasera del jardín, a un camino de atajo casi rústico. Nos habíamos acercado allí para respirar el aire fresco de la bien entrada tarde. Me figuraba yo estar muy lejos de la bandada de muchachas, y tuve que sacrificar por una vez la esperanza de verlas para obedecer a los ruegos de mi abuela e ir a visitar a Elstir. No sabe uno dónde se halla lo que anda buscando, y muchas veces se suele huir obstinadamente del lugar preciso al que, por otras razones, nos invitan todos a que vayamos. Pero nosotros no sospechamos que cabalmente allí veríamos al ser de nuestros pensamientos. Estaba yo mirando vagamente ese camino campestre que pasaba junto al estudio, pero por fuera y sin pertenecer ya a la casa de Elstir. De pronto, y recorriendo aquella trocha con paso rápido, asomó por allí la joven ciclista de la bandada, con su negro pelo, el sombrero encasquetado hasta los carrillos mofletudos y el mirar alegre y un tanto insistente; y en aquel afortunado sendero milagrosamente henchido de suaves promesas, bajo la sombra de los árboles, la vi que dirigía a Elstir un sonriente saludo de amiga, arco iris que para mí unió nuestro terráqueo mundo a regiones juzgadas hasta entonces inaccesibles. Se acercó para dar la mano al pintor, pero sin pararse, y vi que tenía un lunarcito en la barbilla. "¡Ah!, ¿con que conoce usted a esta muchacha?", dije a Elstir, pensando que podría presentarme a ella, invitarla a venir a su casa. Y aquel estudio tranquilo con su rural horizonte se colmó de delicias, como ocurre con una casa en donde un niño que se encuentra allí muy a gusto se entera de que además, por la generosidad con que gustan las cosas bellas y las personas nobles de acrecentar indefinidamente sus dones, le van a preparar una magnífica merienda.

Elstir me dijo que se llamaba Albertina Simonet, y me dio también los nombres de sus amigas, que le describí yo con exactitud bastante para que no cupiese duda había incurrido yo en un error con respecto a su posición social, pero un error contrario al usual en Balbec. Porque en Balbec tomaba fácilmente por príncipes a los hijos de un tendero que montaban a caballo. Y con las muchachas ocurrió que las coloqué en un medio social falso, cuando en realidad eran hijas de familias burguesas ricas del mundo de la industria y de los negocios. De ese mundo que a primera vista me interesaba menos que ninguno, puesto que no tenía para mí ni el misterio del pueblo ni el de una sociedad como la de los Guermantes. E indudablemente, de no haber sido porque aquella brillante vacuidad de la vida de playa les había conferido ante mis asombrados ojos un prestigio que ya no habrían de perder, acaso no hubiese yo logrado luchar victoriosamente contra la idea de que eran hijas de negociantes ricos. Me quedé admirado al ver cómo la clase media francesa era un maravilloso taller de escultura generosísima y en extremo variada. ¡Qué de tipo imprevistos, cuánta invención en el carácter de los rostros, qué decisión, frescura y sencillez de facciones! Y aquellos burgueses viejos y avaros de los que habían nacido estas Dianas y ninfas me parecían los más geniales escultores del mundo. Y como esos descubrimientos de un error, esas modificaciones de la noción que formamos de una persona tienen la instantaneidad de las reacciones químicas, ocurrió que antes de haber tenido yo tiempo de darme cuenta de la metamorfosis social de estas muchachas, ya se había instalado detrás del rostro de un género tan golfo de aquellas muchachas, a quienes tomara yo por queridas de corredores ciclistas o de boxeadores, la idea de que podían ser muy bien amigas de la familia de cualquier notario conocido nuestro. Yo casi no sabía lo que era Albertina Simonet. Ella ignoraba, claro es, lo que algún día llegaría a ser para mí. Ni siquiera hubiese sabido yo entonces escribir como es debido el nombre de Simonet, porque le habría puesto dos n, sin sospechar la importancia que atribuía la familia a no tener más que una sola n. Porque a medida que se va bajando en la escala social el snobismo se agarra a naderías, que acaso no sean más tontas que las distinciones de la aristocracia, pero que sorprenden en mayor grado por ser más particulares y raras. Quizá había habido Simonet que anduvieran en malos negocios, o en cosa peor. Pero ello es que los Simonet siempre se habían enfadado, como por una calumnia, cuando se duplicaba su n. Y ponían ellos tanto orgullo en ser los único Simonet con una n en vez de dos, como acaso pueden poner los Montmorency en ser los primeros caballeros de Francia. Pregunté a Elstir si esas muchachas vivían en Balbec, y me dijo que algunas de ellas sí. El hotel de una muchacha de ésas estaba precisamente situado en un extremo de la playa, donde empiezan los acantilados de Canapville. Como esta muchacha era gran amiga de. Albertina Simonet, ya tuve un motivo más para creer que la joven de la bicicleta que me encontré cuando volvía de paseo con mi abuela era efectivamente Albertina. Claro es que había tantas calles perpendiculares a la playa y formando con ella el mismo ángulo, que era muy difícil especificar de cuál se trataba. Hubiese uno querido guardar un recuerdo exacto, pero en aquel preciso momento la visión estaba turbada. Sin embargo, prácticamente podía tenerse la certidumbre de que Albertina y aquella joven que iba a entrar en casa de su amiga eran la misma persona. Pero, a pesar de todo, mientras que las innumerables imágenes que más adelante me ofreció la morena jugadora de golf, por diferentes que fuesen unas de otras, se superponen (porque sé que todas son suyas), y cuando remonto el curso de mis recuerdos me es posible, tras esa cobertura de identidad, pasar y repasar, como por un camino de comunicación interior, por todas esas imágenes sin salir de la misma persona, en cambio, si quiero remontarme hasta la muchacha que vi yendo con mi abuela necesito dejar ese camino y salir al aire libre. Estoy convencido de que es Albertina la que encuentro, la misma que se paraba a menudo, entre todas sus amigas, en aquel paseo en que sus figuras se alzaban sobre la línea del horizonte marino; pero todas esas imágenes siguen separadas de la otra, porque no puedo conferirle retrospectivamente una identidad que no tenía en el momento que me saltó a la vista; y a pesar de todo lo que pueda asegurarme el cálculo de probabilidades, lo cierto es que a esa joven de las mejillas llenas, que me miró atrevidamente al doblar la esquina de la calle y de la playa, y que yo me figuré que podría quererme, no la he vuelto a ver nunca, en el sentido estricto de la frase "volver a ver".

Mi indecisión de sentimiento con respecto a las muchachas de la bandada, las cuales seguían teniendo algo de aquel colectivo encanto que me impresionó al principio, vino a añadirse a los antedichos motivos y me dejó más adelante, y hasta en la época de mi gran amor por Albertina —el segundo amor—, una especie de libertad intermitente y muy breve para no quererla. Mi amor, como había vagabundeado por entre todas sus amigas antes de dirigirse exclusivamente a ella, conservó a ratos entre él y la imagen de Albertina un cierto "resorte" que, como un aparato de proyección mal enfocado, le permitía posarse en las otras muchachas antes de adaptarse a ella; la relación entre la pena que yo sentía en el corazón y el recuerdo de Albertina no me parecía necesaria, y quizá hubiese podido coordinarla con la imagen de otra persona. Con lo cual lograba yo, por un instante fugaz como el relámpago, que se desvaneciera la realidad, y no sólo la realidad exterior, como en mi amor a Gilberta (cuando vi que era únicamente un estado interior del que yo extraía la calidad particular y el carácter especial del ser amado, todo aquello por lo que se hacía indispensable a mi felicidad), sino hasta la misma realidad interior y puramente subjetiva.

"No hay día que no pase alguna de ellas por delante del estudio y entre a hacerme compañía un rato", me dijo Elstir; y me desesperé al pensar que si hubiera ido a verlo en seguida, como mi abuela me había dicho, probablemente y habría sido presentado a Albertina:

La cual había seguido andando y ya no se la veía desde el estudio. Yo me figuré que iba al paseo del dique en busca de sus amigas. Si hubiera sido posible ir allá con Elstir, podía haberme presentado. Inventé mil pretextos para que accediese a dar una vuelta conmigo por la playa. Ya no tenía yo aquella tranquilidad de antes de la aparición de la muchacha al mirar la ventanita, encantadora hasta aquel momento, con su marco de madreselvas, pero tan vacía ahora. Elstir me dio alegría y tortura juntas cuando me dijo que andaría un rato conmigo, pero que antes tenía que acabar el cuadro que tenía empezado. Era un cuadro de flores; pero de ninguna de esas flores cuyo retrato le habría yo encargado con más gusto que el de una persona, con objeto de descubrir por la revelación de su genio aquello que tartas veces había yo buscado inútilmente parado delante de ellas: espinos blancos y rosas, acianos y flor de manzano. Elstir, al mismo tiempo que pintaba me hablaba de botánica, pero yo apenas si le prestaba atención; y él por sí solo no me bastaba ya: ahora era únicamente el intermediario forzoso entre aquellas muchachas y yo; aquel prestigio con que lo veía yo revestido por su talento un instante antes, ahora sólo valía en cuanto que me confería a mí también un poco de prestigio a los ojos de las muchachas a quienes habría de presentarme.

Iba y venía yo por el taller, impaciente, deseando que acabara de trabajar; de vez en cuando cogía algún estudio de color de los que estaban por allí, vueltos hacia la pared, unos encima de otros. Y de ese modo di con una acuarela que debía de ser de una época bastante antigua de Elstir, y que me encantó con esa sensación particular de delicia que causan las obras que además de una ejecución deliciosa tienen un asunto tan singular y seductor que a él atribuimos parte de su gracia, como si el pintor no hubiese tenido otro papel que descubrirla y observarla, realizada ya materialmente en la Naturaleza, y hacer una copia. El hecho de que puedan existir tales objetos, bellos por sí mismos, independientemente de la interpretación del pintor, viene a halagar en nosotros un materialismo innato, con el que lucha la razón—, y sirve de contrapeso a las abstracciones de la estética. Aquella acuarela era el retrato de una mujer joven, no precisamente guapa, pero de un tipo curioso, tocada con un sombrero que se parecía bastante a la forma del sombrero hongo, con una cinta de color cereza; en una de las manos, semicubiertas por mitones, tenía un cigarrillo encendido, y con la otra sostenía a la altura de la rodilla un gran sombrero de jardín, sencilla pantalla de paja para guardarse del sol junto a ella, en una mesa, había un florero lleno de rosas. Muchas veces, y así ocurría ahora, la impresión de rareza que causan estas obras proviene de que fueron ejecutadas en condiciones particulares, de las que no nos dimos cuenta clara en el primer momento; por ejemplo, la toilette extraña de un modelo femenino es un disfraz para un baile de trajes, o, al contrario, el rojo manto de un viejo que parece cosa puesta tan sólo por prestarse a un capricho del pintor, resulta que es su toga de catedrático o de magistrado o la muceta de cardenal. El carácter ambiguo del ser cuyo retrato tenía yo delante consistía, sin comprenderlo yo muy bien, en que era una joven actriz de hacía años, a medio disfrazar. Pero el sombrero hongo, que cubría un pelo ahuecado, pero corto; su chaqueta de terciopelo, sin solapas, abierta para mostrar una blanca pechera, me hicieron vacilar con respecto a la fecha de la moda y al sexo del modelo; de modo que no sabía exactamente qué era lo que estaba mirando, es decir, no sabía sino que era una luminosísima pintura. Y el placer que sacaba de su contemplación enturbiábalo únicamente el miedo de que Elstir se entretuviera más y no encontrásemos a las muchachas, porque el sol ya iba sesgando y descendiendo en la ventanita. Ninguna de las cosas representadas en aquella acuarela lo estaba en calidad de dato real, pintado a causa de su utilidad en la escena: el traje, porque la dama tenía que llevar algún traje, y el florero, por las flores. El cristal del florero, amado por sí mismo, parecía como que encerrase el agua donde se hundían los tallos de los claveles en una materia casi tan límpida y tan líquida como ella, el vestido de la mujer la envolvía de una manera que tenía una gracia independiente, fraternal, y, si las obras de la industria pudieran competir en encanto con las maravillas de la Naturaleza, tan delicada, tan sabrosa al mirar, tan fresca y reciente cual la piel de una gata, unos pétalos de clavel y unas plumas de paloma. La blancura de la pechera, como de finísimo granizo, y que formaba en su frívolo plegado unas campanitas como las del lirio de los valles, se iluminaba con los claros reflejos de la habitación, reflejos agudos y tan finamente matizados cual ramitos de flores que recamaran la tela. Y el terciopelo de la chaqueta, brillante y nacarado, tenía de trecho en trecho un algo de picoteado; de velloso y erizado, que sugería la idea de los despeluzados claveles del florero. Pero sobre todo se veía que Elstir, sin importarle nada lo que pudiese tener de inmoral aquel disfraz de una actriz joven que sin duda daba más importancia que al talento de interpretación de su papel al picante atractivo que iba a ofrecer a los sentidos cansados o depravados de algunos espectadores, se había encariñado, por el contrario, con esos rasgos de ambigüedad, considerados como elemento estético que valía la pena de poner de relieve, e hizo todo lo posible por subrayarlos. Siguiendo las líneas del rostro, por momentos parecía que el sexo de la persona retratada iba a decidirse, y que era una muchacha un tanto viril; pero luego esa expresión de sexo se desvanecía, tornaba a asomar, sugiriendo ahora la idea de un joven afeminado, vicioso y soñador, y por último, huía, inasequible. El carácter de soñadora tristeza de la mirada, por el contraste que hacía con los detalles reveladores de un mundo de teatro y juerga, no era lo menos inquietante del retrato. Aunque se le ocurría a uno que esa tristeza era de mentira y que aquel ser juvenil que parecía ofrecerse a la caricia en ese provocativo atavío creyó que debía de ser más gracioso aún si añadía la romántica expresión de un sentimiento secreto, de una pena oculta. Al pie del retrato estaban escritas estas palabras: "Miss Sacripant, octubre 1872". No pude callar mi admiración. "Eso no es nada, un croquis de mi juventud, de un traje para una revista de varietés. Hace ya mucho de todo eso." '¿Y qué ha sido del modelo?" El asombro que provocaron mis palabras sirvió de preludio en el rostro de Elstir a un gesto de indiferencia y distracción que adoptó inmediatamente. "Déme usted, déme usted ese lienzo en seguida, porque me parece que viene mi señora, y aunque esta joven del sombrero hongo no ha tenido nada que ver con mi vida, ¡en serio, eh! sin embargo, mi mujer no tiene por qué ver esa acuarela. La he guardado únicamente como documento curioso sobre el teatro de aquella época." Y antes de ocultar la acuarela detrás de él, Elstir, que quizá no la había visto hacía tiempo, la miró atentamente: "No se puede guardar más que la cabeza —murmuró—; lo demás está muy mal pintado, las manos son de un principiante". A mí me desesperó la llegada de la señora de Elstir, porque eso probablemente nos retrasaría más. El reborde de la ventana era ya de color rosa. Nuestra salida sería inútil. No había probabilidad alguna de ver a las muchachas, de modo que ya me daba lo mismo que la señora de Elstir se marchara en seguida o no. Pero se estuvo muy poco; me pareció una señora muy aburrida; hubiera sido guapa con veinte años menos, con rústica belleza de campesina, que lleva su buey por la campiña de Roma; pero ahora ya empezaba a encanecer; era ordinaria, sin sencillez, porque se imaginaba que la solemnidad de modales y la majestad de la actitud eran requisitos de su belleza escultural, que con la edad había perdido todos su encantos. Iba vestida sencillisimamente. Impresionaba y sorprendía a la par oír a Elstir llamar a su mujer "Mi Gabriela, mi Gabriela guapa" a cada momento y con respetuoso cariño, como si sólo con pronunciar esas palabras sintiera ternura y veneración. Más adelante, cuando conocí la pintura mitológica de Elstir, también para mí fue bella la señora de Elstir. Comprendí que el pintor había atribuído un carácter casi divino, a un determinado tipo ideal resumido en ciertas líneas, en ciertos arabescos que se repetían constantemente en su obra a un determinado canon, y todo el tiempo que tenía, todo el esfuerzo de pensamiento de que se sentía capaz, en una palabra, toda su vida, la consagró a la misión de distinguir mejor esas líneas y reproducirlas con mayor fidelidad. El culto que semejante ideal inspiraba a Elstir era tan grave y exigente que nunca lo dejaba estar contento, era la parte más íntima de sí; de modo que no pudo considerar ese ideal con verdadero desprendimiento y sacar de él emociones hasta el día que se lo encontró realizado exteriormente en el cuerpo de una mujer, en el cuerpo de la que había de ser la señora de Elstir, y ya en ella —como sólo es posible con lo que es distinto de nosotros— le pudo parecer su ideal valioso, enternecedor y divino. ¡Qué descanso tan grande el poder posar los labios en aquella Belleza que hasta entonces había que sacarse de la propia alma con tanto trabajo, y que ahora, misteriosamente encarnada, se le ofrecía para una serie de eficaces comuniones! Elstir en aquella época había salido ya de esa primera juventud en que se espera realizar el ideal sólo por la potencia de nuestro pensamiento. Iba acercándose a la edad en que cuenta uno con las satisfacciones del cuerpo para estimular las fuerzas del espíritu, cuando la fatiga del ánimo nos inclina al materialismo y la disminución de la, actividad a la posibilidad de influencias pasivamente recibidas, y empezamos ya a admitir que puede haber determinados cuerpos, determinados oficios, ritmos privilegiados que realicen con naturalidad tanta nuestro ideal, que aun sin genio, sólo con copiar el movimiento de un hombro, la tensión de un cuello, hagamos una obra maestra; es la edad en que nos complacemos en acariciar la Belleza, con la mirada, fuera de nosotros, junto a nosotros, en un tapiz o en un dibujo del Ticiano que descubrimos en casa de un anticuario, o en una querida tan hermosa como el dibujo del Ticiano. Cuando me di cuenta de esto, ya siempre me gustaba ver a la señora de Elstir; su cuerpo se aligeró porque yo lo llené de una idea, la idea de que era una criatura inmaterial, un retrato de Elstir. Lo era para mí y debía de serlo también para él. Los datos reales de la vida no tienen valor para el artista, son únicamente una ocasión para poner su genio de manifiesto. Cuando se ven juntos diez retratos de distintas personas hechos por Elstir, se aprecia en seguida que son ante todo Elstir. Sólo cuando después de haber subido esta marea del genio, que cubre la vida empieza ya a fatigarse el cerebro, se rompe el equilibrio y la vida recobra su primacía, como el río que sigue su curso tras el empuje de una marea contraria. Mientras que dura el primer período, el artista, poco a poco, ha extraído la ley y la fórmula de su inconsciente don artístico.

Sabe cuáles son las situaciones en el caso de que sea novelista, o cuáles son los paisajes, si se trata de un pintor, que le proporcionarán la materia, indiferente en sí, pero tan indispensable para sus creaciones como un laboratorio o un estudio. Sabe que ha hecho sus obras con efectos de luz tenue, con remordimientos que mortifican la idea del pecado, con mujeres colocadas a la sombra de los árboles o con mujeres bañándose, como estatuas. Llegará un día en que, por el desgaste de su cerebro, ya no tendrá, al verse delante de esos materiales que su genio artístico utilizaba, el empuje necesario para el esfuerzo intelectual que se requiere para producir su obra, y, sin embargo, seguirá buscándolos, sentirá alegrías al verse junto a ellos por el placer espiritual, aliciente al trabajo, que en su ánimo provocan; y rodeándolos con un sentimiento como de superstición, cual si fuesen superiores a todas las demás cosas, cual si en ellos estuviese depositada y ya hecha una buena parte de la obra artística, no hará más que buscar y adorar los modelos. Se estará hablando indefinidamente con criminales arrepentidos, cuyos remordimientos y regeneración le sirvieron de asunto para sus novelas; comprará una casa de campo en región donde la bruma atenúe la fuerza de la luz; se pasará horas enteras viendo cómo se bañan las mujeres, o hará colección de telas antiguas., Y así, la belleza de la vida, palabras en cierto modo sin significación, lugar puesto del lado de acá del arte, y en donde vi que se paraba Swann, era también aquel lugar al que un día habría de ir retrocediendo poco a poco un Elstir, por debilitación de su genio creador, por idolatría de las formas que lo habían favorecido o por deseo del menor esfuerzo.

Por fin dio la última pincelada a las flores; me estuve mirándolas un momento; ahora ya no tenía mérito por perder tiempo en mirarlas, pues sabía que las muchachas ya no iban a estar en la playa; pero aun habiendo creído que seguían allí y que por esos minutos de contemplación no las alcanzara, hubiese mirado el cuadro, pensando que Elstir se interesaba más por sus flores que por mi encuentro con las muchachas. Porque el modo de ser de mi abuela, cabalmente opuesto a mi total egoísmo, se reflejaba sin embargo, en el mío. En cualquier circunstancia en que tina persona indiferente, pero a la que había yo tratado siempre con exterior afecto o respeto, no arriesgase más que una contrariedad mientras que yo me veía en un peligro, mi actitud no podía ser otra que la de compadecerla por su disgusto, como si se tratara de cosa considerable, y mirar mi peligro como una insignificancia; todo porque me parecía que a esa persona las cosas debían de representársele en esas proporciones. Y para decir las cosas como son, añadiré que aun iba más allá no sólo no deploraba el peligro mío, sino que le salía al encuentro, y en cambio con el peligro de los demás hacía por evitárselo, aunque hubiese probabilidades de que por ello viniese a recaer sobre mí. Eso obedece a varias razones que no me hacen mucho favor. Una de ellas es que mientras que no hacía más que raciocinar, se me figuraba tener apeo a la vida; pero cada vez que en el curso de mi existencia me he visto atormentado por preocupaciones morales o por meras inquietudes nerviosas, tan pueriles a veces que no me atrevería a contarlas, si surgía entonces una circunstancia imprevista que implicaba para mí riesgo de muerte, esa nueva preocupación era tan leve, en comparación con las otras, que la acogía con un sentimiento de descanso lindando con la alegría. Y así resultaba que yo, el hombre menos valiente del mundo, conocía esa cosa que tan inconcebible y que tan extraña a mi modo de ser se me representada en momentos de puro raciocinar: la embriaguez del peligro. Y en el momento en que surge un peligro, aunque sea mortal y aunque me halle yo en una etapa de mi vida sumamente tranquila y feliz, si estoy con otra persona no puedo por menos de ponerla al abrigo y coger para mí el lugar de peligro Cuando un número considerable de experiencias de esta índole me Hubo demostrado que yo siempre procedía así y con mucho gusto, descubrí, muy avergonzado, que, al revés de lo que creí y afirmé siempre, era muy sensible a las opiniones ajenas. Sin embargo, esta especie de amor propio no confesado no tiene nada que ver con la vanidad y el orgullo.

Porque aquello con que se satisfacen orgullo o vanidad no me causa placer alguno y nunca me atrajo. Pero nunca pude negarme a mostrar a las mismas personas a las que logré ocultar por completo esos pequeños méritos míos, que acaso les hubieran hecho formar idea menos ruin de mí, que me preocupa más apartar la muerte de su camino que no del mío. Como el móvil de su conducta es entonces el amor propio y no la virtud, me parece muy natural que en cualquier otra circunstancia procedan de distinto modo. Nada más lejos de mi ánimo que censurarlas por eso; acaso lo haría si yo me hubiese visto impulsado por la idea de un deber, que en ese caso me parecería obligatorio para ellas lo mismo que para mí. Al contrario, las reputo por muy cuerdas por eso de guardar su vida, pero no puedo por menos de colocar el valor de la mía en segundo término; cosa particularmente absurda y culpable desde que me ha parecido descubrir que la vida de muchas personas que tapo con mi cuerpo cuando estalla una bomba vale menos que la mía. Por lo demás, el día de esta visita a Elstir aun faltaba mucho tiempo para que yo llegase a darme cuenta de esa diferencia de valor, y no se trataba de ningún peligro, sino sencillamente de una señal precursora del pernicioso amor propio: de aparentar que no concedía a aquel placer tan ardientemente codiciado por mí mayor importancia que a su trabajo de acuarelista, aun sin terminar. Pero por fin acabó el cuadro. Y cuando salirnos, como por entonces los días eran muy largos, me di cuenta de que no era tan tarde como yo creía; fuimos al paseo del dique. Eché mano de mil argucias para retener a Elstir en aquel sitio por donde suponía yo que aun podrían pasar las muchachas. Le enseñaba los acantilados que se alzaban junto a nosotros y le hacía que me hablara de ellos, con objeto de que se le olvidara la hora que era y se estuviese allí. Me parecía que teníamos más probabilidades de copar a la bandada de chiquillas encaminándonos hacia el final de la playa. "Me gustaría que viéramos de cerca estas rocas —dije a Elstir, porque me había fijado que una de las muchachas solía ir por ese lado—. Mientras tanto, cuénteme usted cosas de Carquethuit. ¡Cuánto me gustaría ir a Carquethuit! —añadí, sin pensar que el carácter nuevo, tan potentemente manifestado en el "Puerto de Carquethuit", acaso provenía de la visión del pintor y no de ningún mérito especial de esa playa—. Desde que he visto el cuadro, las dos cosas que más ganas tengo de conocer son Carquethuit y la Punta de Raz, que desde aquí sería todo un viaje." "Y aun cuando estuviera más cerca yo le aconsejaría a usted preferentemente Carquethuit —me respondió Elstir—. La Punta de Raz es admirable; pero al fin y al cabo es la costa escarpada normanda o bretona, que usted conoce ya, mientras que Carquethuit es muy distinto con esas rocas en la playa baja. No conozco en Francia nada parecido; me recuerda algunos aspectos de la Florida. Es curioso, ¿verdad?; también es un lugar en extremo salvaje. Está entre Clitourps y Nehomme; ya sabe usted cuán desolados son esos lugares, pero la línea de las playas es deliciosa. Aquí esa línea no dice nada; pero si viera lo graciosa y lo suave que es en esos sitios…"

Anochecía y era menester volver; iba yo acompañando a Elstir hacia su hotel, cuando de repente, lo mismo que surge Mefistófeles delante de Fausto, asomaron al fondo de la avenida —como una mera objetivación irreal y diabólica del temperamento opuesto al mío, de aquella vitalidad cruel y casi bárbara que faltaba a mi flaqueza y a mi exceso de sensibilidad dolorosa y de intelectualismo— unos cuantos copos de esa materia imposible de confundir con ninguna otra, unas cuantas esporadas de la bandada zoofítica de muchachas, las cuales aparentaban no verme, pero en realidad debían de estar pronunciando irónicos juicios sobre mi persona. Al ver que el encuentro entre ellas y nosotros era inevitable, y pensando que Elstir me llamaría, me volví de espaldas, como el bañista hace para recibir la ola; me paré en seco y, dejando a mi ilustre compañero que siguiera su camino, me quedé atrás, como impulsado por súbito interés, mirando el escaparate de la tienda de antigüedades que allí había; me agradó esa posibilidad de aparentar que estaba pensando en otra cosa distinta de las tales muchachas; y ya presentía vagamente que cuando Elstir me llamara para presentarme a esas señoritas pondría yo esa mirada interrogadora que revela no la sorpresa, sino el deseo de hacerse el sorprendido (y esto, o porque todos somos muy malos actores o porque el prójimo es siempre muy buen fisonomista); y acaso llegara hasta ponerme un dedo en el pecho, como diciendo: "¿Es a mí a quien llama usted?", para acudir luego con la cabeza dócilmente inclinada, muy obediente y disimulando con frío gesto la molestia que me causaba el verme arrancado de la contemplación de unas porcelanas antiguas para que me presentaran a unas personas que no me interesaba conocer. A todo esto, estaba mirando al escaparate en espera del momento en que mi nombre, lanzado a gritos por Elstir, viniese a herirme como una bala esperada e inofensiva. La certidumbre de ser presentado a las muchachas tuvo por resultado no sólo hacerme fingir indiferencia, sino sentirla realmente. El placer de conocerlas, como ahora era ya inevitable, se comprimió se redujo, me pareció más pequeño que el de hablar con Saint-Loup, cenar con mi abuela y hacer por los alrededores excursiones que seguramente echaría mucho de menos si tenía que abandonarlas por causa de mi trato con unas personas que no debían de interesarse nada por los monumentos artísticos. Además, lo que disminuía el placer que iba yo a tener era no sólo la inminencia, sino también la incoherencia de su realización. Unas leyes tan precisas como las de la hidrostática mantienen la superposición de imágenes que nosotros formamos en un orden fijo, que se trastorna cuando se avecina el acontecimiento. Elstir iba a llamarme. Pero no era de esta manera como yo me figuré muchas veces, en la playa o en mi cuarto, que habría de conocer a las muchachas. Lo que iba a suceder era otro acontecimiento para el que no estaba yo preparado. Ahora no reconocía yo ni mi deseo ni su objeto; casi sentía haber salido con Elstir. Pero, sobre todo, debíase la contracción de aquel placer que yo esperaba a la certidumbre de que no me lo podían quitar. Y volvió a cobrar toda su dimensión, como en virtud de una fuerza elástica, cuando ya no sufrió la presión de esa certidumbre, cuando me decidí a volver la cabeza y vi que Elstir, parado a unos pasos de allí, se estaba despidiendo de las muchachas. La cara de la muchacha que estaba más cerca del pintor, cara gruesa e iluminada por el mirar parecía una torta en la que se había reservado un huequecito a un trozo de cielo. Sus ojos, aunque quietos daban una impresión de movilidad, como ocurre esos días de mucho viento en que no se ve el aire, pero se nota la rapidez con que cruza sobre el fondo azul. Por un instante sus miradas se cruzaron col, las mías, como esos cielos anubarrados y corretones de los días de tormenta que se acercan a una nube menos rápida que ellos, se ponen a su lado, la tocan y siguen su camino. Pero no se conocen y se van en direcciones opuestas. Así, nuestras miradas estuvieron un momento frente a frente, ignorando ambas todas las promesas y amenazas para lo por venir que se encerraban en el continente celeste que tenían delante. Únicamente en el preciso instante en que su mirada pasó exactamente sobre la mía se veló levemente, pero sin aminorar su velocidad. Tal ocurre una noche clara cuando la luna, arrastrada por el viento, pasa tras una nube, vela por un minuto su resplandor y reaparece en seguida. Ya Elstir se había despedido de las muchachas sin llamarme. Se marcharon ellas por una calle transversal, y el pintor se acercó a mí. Todo estaba perdido.

Ya he dicho que Albertina no se me representó ese día con la misma apariencia que los anteriores y que cada vez que la viera había de parecerme distinta. Pero en aquel momento me di cuenta de que algunas modificaciones del aspecto, la importancia y la magnitud de un ser pueden consistir en la variabilidad de determinados estados de espíritu interpuestos entre él y nosotros. Y uno de los que más papel juegan en esto es la creencia en determinada cosa (aquella noche, la creencia de que iba a conocer a Albertina unos segundos más tarde la convirtió a mis ojos en cosa insignificante, y el desvanecerse de semejante creencia le devolvió luego su carácter de cosa preciosa; años más tarde la creencia de que Albertina me era fiel, y luego la desaparición de esa idea, acarrearon análogas mudanzas).

Claro que va en Combray había yo visto achicarse o agrandarse, según las horas, según entrase yo en una o en otra de las dos grandes modalidades que se repartían mi sensibilidad, la pena ele no estar con mi madre, por la tarde tan imperceptible como la luz de la luna mientras brilla el sol; pero que luego, cuando caía la noche, reinaba ella sola en mi alma ansiosa, en el mismo lugar donde estaban los recuerdos borrados y recientes. Pero aquel día, al ver que Elstir se separaba de las muchachas sin haberme llamado aprendí que las variaciones de la importancia que para nosotros tiene un placer o una pena pueden obedecer no salo a aquella alternativa de los dos estados de ánimo, sino también al cambiar de creencias invisibles; gracias a ellas, la muerte, por ejemplo, nos parece cosa indiferente porque ellas la revistieron con una luz de irrealidad, y así nos permiten que atribuyamos gran importancia al hecho de ir a un concierto de sociedad que perdería todo su encanto si de pronto, por el anuncio de que nos van a guillotinar, desapareciese la creencia que impregna la fiesta de esa noche; ese papel que desempeñan las creencias es muy cierto; en mí había algo que lo sabía, la voluntad; pero vano es que ella lo sepa si continúan ignorándolo la inteligencia y la sensibilidad; y estas dos facultades obran de muy buena fe cuando creen que sentimos ganas de abandonar a una querida a la cual sólo la voluntad sabe que tenemos mucho apego. Y es que están obscurecidas por la creencia, de que volveremos a encontrarla al cabo de un momento. Pero que se disipe tal creencia, que se enteren de pronto de que esa mujer se ha marchado para siempre, y entonces inteligencia y sensibilidad se ponen como locas, pierden su equilibrio, y el placer ínfimo se agranda hasta lo infinito.

¡Mudanza de una creencia, vacío del amor también, que siendo cosa preexistente y móvil se posa en una mujer sencillamente porque esa mujer será casi inasequible! Y en seguida piensa uno más que en esa mujer, que difícilmente nos representamos en los medios de conocerla. Desarróllase todo un proceso de angustias, y él basta para sujetar nuestro amor a esa mujer objeto, apenas conocido, de un amor. La pasión llega a ser 'inmensa, y se nos ocurre pensar cuán poco lugar ocupa dentro de ella la mujer real. Y si de pronto, como en aquel momento en que vi a Elstir pararse con las muchachas, cesa nuestra preocupación, cesa nuestra angustia, como todo nuestro amor era esa angustia, parece que de repente se haya desvanecido la pasión en el instante mismo en que su presa, esa presa en cuyo valor no hemos reflexionado mucho, está a nuestro alcance. ¿Qué es lo que conocía yo de Albertina? Dos o tres siluetas destacadas sobre el mar, de seguro mucho menos bellas que las de las mujeres del Veronés, las cuales hubieran debido ser preferidas en caso de obedecer yo a razones puramente estéticas. ¿Y qué otras razones podía yo tener, si una vez que mi angustia decaía no me encontraba con otra cosa que esas mudas siluetas, no poseía nada más? Desde que había visto a Albertina, todos los días me hacía mil figuraciones con respecto a ella, mantuve con lo que yo llamaba Albertina todo un coloquio interior, en el que yo le inspiraba preguntas y respuestas, pensamientos y acciones, y en la serie indefinida de Albertinas imaginadas que se sucedían en mi ánimo hora a hora, la Albertina de verdad, la que vi en la playa, no era más que la figura que iba a la cabeza, lo mismo que esa actriz famosa creadora de un personaje que no aparece más que en las primeras representaciones de la larga serie de ellas que alcanza una obra. Esta Albertina casi se reducía a una silueta; todo lo superpuesto a ella era de mi cosecha, porque así ocurre en amor: que las aportaciones que proceden de nosotros mismos triunfan —aunque sólo se mire desde el punto de vista de la cantidad— sobre las que nos vienen del ser amado. Y esto es cierto aun en los amores más efectivos. Los hay, hasta entre aquellos que ya tuvieron cumplimiento carnal, que pueden no sólo formarse, sino subsistir alrededor de muy poca cosa. Un profesor de dibujo de mi abuela tuvo una hija con una querida de muy baja clase. La madre murió a poco de nacer la niña, y con su muerte causó tal pena al profesor de dibujo, que no pudo sobrevivir mucho tiempo. En los últimos meses de su vida, mi abuela y algunas otras señoras de Combray, que nunca habían querido hacer alusión delante de su profesor a aquella mujer, con la que jamás vivió oficialmente y con la que no tuvo muchas relaciones, pensaron en asegurar el porvenir de la niña, contribuyendo cada cual con una cantidad para regalarle una renta vitalicia. Mi abuela fue quien lo propuso, y hubo algunas amigas que se hicieron de rogar bastante, alegando si en realidad valdría la pena preocuparse por la niña y que quién sabe si era hija siquiera del que se figuraba ser su padre; porque con mujeres como la madre no se puede tener ninguna seguridad. Por fin se decidieron. La niña fue a casa a dar las gracias. Era fea y tan parecida al viejo maestro de dibujo, que todas las dudas se disiparon; como lo único que tenía bonito era el pelo, una señora dijo a su padre, que iba acompañándola:

"¡Vaya un pelo más bonito que tiene!" Y mi abuela, considerando que ahora la mujer culpable ya estaba muerta y el profesor camino de la sepultura, y, por consiguiente, que una alusión a ese pasado que todos fingían ignorar no tenía ya gravedad, añadió: "¡Quizá sea de familia! ¿Tenía su madre el pelo así?" "No lo sé —respondió ingenuamente el padre—. Nunca la vi más que con el sombrero puesto".

Había que volver con Elstir. Me vi la cara en un espejo del escaparate. A más del desastre de no haber sido presentado, observé que mi corbata estaba torcida y que la melena me asomaba por debajo del sombrero, cosa que me sentaba muy mal; pero, de todos modos, ya era una suerte que aun con esta facha las muchachas me hubieran visto en compañía de Elstir y no pudiesen olvidarme; también fue una suerte que aquella tarde, y por consejo de mi abuela, llevara el chaleco bonito, que estuve a punto de cambiarme por uno muy feo, y mi mejor bastón; porque como los acaecimientos que deseamos no se producen nunca conforme habíamos pensado, a falta de las ventajas con que creíamos contar se presentan otras que no esperábamos, y así todo se compensa; tanto miedo teníamos a lo peor que, después de todo, nos inclinamos a considerar que, bien mirado, la casualidad nos ha sido más favorable que adversa.

"Me hubiera gustado conocerlas", dije a Elstir cuando se acercó. "¿Entonces, por qué se ha quedado usted a una legua?" Estas fueron las palabras que pronunció, no porque expresaron su pensamiento, puesto que, si él hubiera querido satisfacer mi deseo, nada más fácil que llamarme, sino quizá porque había oído semejante frase, muy familiar a las personas vulgares cogidas en falta, y porque hasta los grandes hombres son en ciertas cosas igual que la gente vulgar y buscan sus excusas corrientes en idéntico repertorio, igual que compran el pan cada día en el mismo horno; o quizá sea que tales palabras, que en cierta manera deben ser leídas al revés, puesto que su letra significa lo contrario de la verdad, sean efecto necesario, gráfico negativo de un movimiento reflejo. "Tenían prisa." Yo, sobre todo, me figuré que las muchachas no lo habían dejado llamar a una persona que tan poco simpática les era; porque de no ser así, y después de tanta pregunta cómo le hice con respecto a ellas y del interés que vio que me inspiraban, me hubiese llamado. "Íbamos hablando de Craquethuit —me dijo en la puerta de casa, cuando iba a despedirme—. He hecho un dibujo donde se ve muy bien la línea de la playa. El cuadro no está mal, pero es otra cosa. Si usted lo quiere, en recuerdo de nuestra amistad le regalaré mi dibujo", añadió, porque las personas que le niegan a uno aquello que desean le dan otra cosa.

"Lo que me gustaría mucho, si es que tiene usted alguna, es la fotografía del retratito de miss Sacripant. ¿Pero qué significa ese nombre?" "Es un personaje que representó el modelo del retrato en una zarzuela estúpida." "Ya sabe usted que no la conozco, de veras; parece que usted no lo cree." Elstir no dijo nada. "Porque me parece que no será la señora de Swann cuando estaba soltera", dije yo, por uno de esos bruscos y fortuitos encuentros con la verdad, muy raros, sí, pero que cuando se dan bastan para servir de base a la teoría de los presentimientos con tal de que se echen en olvido todos los errores que la invalidan. Elstir no me contestó. Era, en efecto, un retrato de Odette de Crécy. No quiso ella conservarlo por muchas razones, algunas de suma evidencia. Pero además había otras. El retrato era anterior al momento en que Odette, disciplinando sus facciones, hizo con su cara y con su cuerpo esa creación que a través de los años habían de respetar en sus grandes líneas sus peluqueros y sus modistas, y también la misma Odette en su modo de andar, de hablar, de sonreír, de colocar las manos, de mirar y de pensar. Se necesitaba toda la depravación de un amante harto para que Swann prefiriese a las numerosas fotografías de la Odette ne varietur [50] en que se había convertido su deliciosa mujer aquel retratito que tenía en su cuarto, en el que se veía, tocada con un sombrero de paja adornado de pensamientos, una joven bastante fea, con el pelo ahuecado y las facciones descompuestas.

Además, aunque el retrato hubiese sido, no ya anterior, como la fotografía preferida de Swann, a la sistematización de las facciones de Odette en un tipo nuevo, lleno de majestad y encanto, sino posterior, con la sola visión de Elstir habría bastado para desorganizar ese tipo. El genio artístico obra a la manera de esas temperaturas sumamente elevadas que tienen fuerza para disociar las combinaciones de los átomos y agruparlos otra vez con arreglo a un orden enteramente contrario y que responda a otro tipo. Toda esa falsa armonía que la mujer impone a sus facciones y de cuya persistencia se asegura todos los días antes de salir, ladeándose un poco más el sombrero, alisándose el pelo y poniendo más alegre la mirada para asegurar su continuidad, la destruye la visión del pintor en un segundo y crea en su lugar una nueva agrupación de las facciones de la mujer, de modo que satisfaga un determinado ideal femenino y pictórico que él lleva dentro. Así suele ocurrir que al llegar a una cierta edad los ojos de un gran investigador encuentran por doquiera los elementos necesarios para fijar las únicas relaciones que le interesan. Como esos obreros y jugadores que no tienen escrúpulos y se contentan con lo que se les viene a la mano, podrían decir de cualquier cosa: "Sí, eso me sirve". Y sucedió que una prima de la princesa de Luxemburgo, beldad muy orgullosa, se enamoró, ya hace años, de un arte que era nuevo en esa época, y encargó un retrato suyo al más célebre de los pintores naturalistas. En seguida la mirada del artista encontró lo que buscaba por todas partes. Y en el lienzo se veía un tipo de modistilla y por fondo una decoración ladeada, de color violeta, que recordaba la plaza Pigalle. Pero, sin llegar a eso, el retrato de una mujer por un gran artista no sólo no tenderá en ningún caso a satisfacer algunas de las exigencias de dicha mujer; como esas, por ejemplo, que la mueven, cuando empieza a entrar en años, a retratarse con trajes de jovencita que realzan su buen talle, juvenil aún, y la representan como a hermana de su hija o hija de su hija, (que si es menester figurará a su lado muy mal vestida, como conviene), sino que, por el contrario, querrá poner de relieve los rasgos desfavorables que ella desea ocultar, y que le tientan, como, por ejemplo, un color verdoso, porque tienen más carácter; pero eso basta para desencantar al espectador vulgar y para reducirle a migajas el ideal cuya armadura mantenía tan altivamente esa mujer, y que la colocaba, en su forma única e ireductible, aparte de la Humanidad y por encima de la Humanidad. Ahora ya se ve destronada, colocada fuera de su propio tipo, que era su invulnerable reino; no es más que una de tantas mujeres que no nos inspira ninguna fe en su superioridad. De tal manera identificábamos nosotros con ese tipo no sólo la belleza de una Odette, sino su personalidad y ser mismos, que al ver el retrato que le quita su carácter nos entran ganas de gritar que está mucho más fea de lo que es ella y sobre todo muy poco parecida. No la reconocemos. Sin embargo, nos damos cuenta de que allí hay un ser que hemos visto. Pero no es Odette; conocemos, sí, la cara, el cuerpo, el aspecto de ese ser. Y no nos recuerdan a la mujer que nunca se sentaba así, y cuya postura usual no dibujó nunca el extraño y provocativo arabesco que muestra en el cuadro, sino a otras mujeres, a todas las que pintó Elstir, y que siempre, por muy diferentes que fuesen, plantó así, de frente, con el pie combado asomando por debajo de la falda, y un gran sombrero redondo en la mano, respondiendo simétricamente, al nivel de la rodilla, que oculta, a ese otro disco visto de frente, el rostro. En suma, no sólo disloca un retrato genial el tipo de una mujer tal como lo definieron su coquetería y su concepción egoísta de la belleza, sino que además no se contenta con envejecer el original de la misma manera que la fotografía, esto es, presentándole con galas pasadas de moda. Porque en un retrato de pintor el tiempo lo indica más del modo de vestirse de la mujer, el estilo que por entonces tenía el artista. Este estilo, la primera manera de Elstir, era la partida de nacimiento más terrible para Odette, pues a ella la convertía, como sus fotografías de la misma época, en una principianta de las cocottss conocidas entonces; pero a su retrato lo hacía contemporáneo de uno de los numerosos retratos que Manet o Whistler pintaron con modelos ya desaparece, y que pertenecen al olvido o a la Historia.

A estos pensamientos, silenciosamente rumiados junto a Elstir, mientras que lo iba acompañando, me arrastraba el descubrimiento recién hecho de la identidad de su modelo, cuando ese primer descubrimiento acarreó otro mucho más inquietante para mí, y referente a la identidad del artista. Había hecho el retrato de Odette de Crécy. ¿Sería, pues, posible que este hombre genial, este sabio, este solitario, este filósofo de magnífica conversación y que dominaba todas las cosas, fuera el ridículo y perverso pintor protegido antaño por los Verdurin? Le pregunté si no los había conocido y si no lo llamaban a él por entonces el señor Biche. Elstir me respondió que sí, sin dar muestra de confusión, como si se tratara de una parte ya vieja de su existencia; no sospechaba la decepción extraordinaria que en mi provocó, poco alzó la vista y la leyó en mi cara. En la suya se pintó un gesto de descontento. Como ya estábamos casi en su casa, otro hombre de menos inteligencia y corazón que él quizá se hubiera despedido secamente, sin más, y después hubiera hecho por no encontrarse conmigo. Pero Elstir no hizo eso; como verdadero maestro —quizá su único defecto desde el punto de vista de la creación pura era ser un maestro, en este sentido de la palabra maestro, porque un artista para entrar en la plena verdad de la vida espiritual debe estar solo y no prodigar lo suyo, ni siquiera a sus discípulos—, hacía por extraer de cualquier circunstancia, referente a él o a los demás, y para mejor enseñanza de los jóvenes, la parte de verdad que contenía. Y prefirió a frases que hubiesen podido vengar su: amor propio otras que me instruyeran. "No hay hombre —me dijo—, por sabio que sea, que en alguna época de su juventud no haya llevado una vida o no haya pronunciado unas palabras que no le gusta recordar y que quisiera ver borradas. Pero en realidad no debe sentirlo del todo, porque no se puede estar seguro de haber llegado a la sabiduría, en la medida de lo posible, sin pasar por todas las encarnaciones ridículas u odiosas que la preceden. Ya sé que hay muchachos, hijos y nietos de hombres distinguidos, con preceptores que les enseñan nobleza de alma y elegancia moral desde la escuela. Quizá no tengan nada que tachar de su vida, acaso pudiesen publicar sobre su firma lo que han dicho en su existencia, pero son pobres almas, descendíentes sin fuerza de gente doctrinaria, y de una sabiduría negativa y estéril. La sabiduría no se transmite, es menester que la descubra uno mismo después de un recorrido que nadie puede hacer en nuestro lugar, y que no nos puede evitar nadie, porque la sabiduría es una manera de ver las cosas. Las vidas que usted admira, esas actitudes que le parecen nobles, no las arreglaron el padre de familia o preceptor: comenzaron de muy distinto modo; sufrieron la influencia de lo que tenían alrededor, bueno o frívolo. Representan un combate y una victoria. Comprendo que ya no reconozcamos la imagen de lo que fuimos en un primer período de la vida y que nos sea desagradable. Pero no hay que renegar de ella, porque es un testimonio de que hemos vivido de verdad con arreglo a las leyes de la vida y piel espíritu y que de los elementos comunes de la vida, de la vida de los estudios de pintor, de los grupos artísticos, de un pintor se trata, hemos sacado alguna cosa superior." Habíamos llegado a la puerta de su casa. Yo estaba muy decaído por no haber sido presentado a las muchachas. Pero ahora ya había alguna —posibilidad de encontrármelas en esta vida; dejaron de ser una visión pasajera por un horizonte en donde pude figurarme que no las vería dibujarse nunca más. Ahora ya no se agitaba en torno a ellas esa especie de remolino que nos separaba, y que no era sino la traducción del deseo en perpetua actividad, móvil, urgente, nutrido de inquietudes, que en mí despertaba su calidad de inasequibles, acaso su posible desaparición para siempre. Este deseo podía ya echarlo a descansar, guardarlo en reserva junto a tantos otros cuya realización, una vez que la sabía posible, iba yo aplazando. Me separé de Elstir y me quedé solo. Y entonces, de pronto, y a pesar de mi decepción, vi toda esa serie de casualidades que yo no había sospechado: que Elstir fuese precisamente amigo de esas muchachas, que las que aquella misma mañana eran para mí figuras de un cuadro con el mar por fondo me hubiesen visto en compañía y amistoso coloquio con un gran pintor, el cual sabía ahora que yo deseaba conocerlas y sin duda secundaría mi deseo. Todo ello me había causado alegría, pero la alegría se estuvo oculta hasta entonces; era como esas visitas que esperan a que los demás se hayan ido y a que estemos solos para pasarnos recado de que están allí. Entonces los vemos, podemos decirles que estamos por completo a su disposición, escucharlos. A veces ocurre que entre el momento en que esas alegrías entraron en nosotros y el momento en que nosotros entramos en ellas han pasado tantas horas y hemos visto a tanta gente, que tenemos miedo de que no nos hayan aguardado. Pero tienen paciencia, no se cansan, y en cuanto los demás se han ido las vemos allí junto. Otras veces somos nosotros los que estamos tan cansados, que se nos figura que no tendremos fuerza bastante en nuestro desfallecido ánimo para retener esos recuerdos e impresiones que tienen por único modo de realización y por único lugar habitable nuestro frágil yo. Y lo sentiríamos mucho, porque la existencia apenas si tiene interés más que en esos días en que el polvo de las realidades está mezclado con un poco de arena mágica, cuando un vulgar incidente de la vida se convierte en episodio novelesco. Todo un promontorio del mundo inaccesible surge entonces de entre las luces del sueño y entra en nuestra vida; y entonces vemos en la vida, lo mismo que el durmiente despierto, a aquellas personas en las que soñamos con tanta fuerza que nos creímos que nunca habríamos de verlas sino en sueños.

La tranquilidad que me trajo la posibilidad de conocer a esas muchachas cuando yo quisiera, me fue ahora mucho más preciosa porque, debido a los preparativos de marcha de Saint-Loup, no podía seguir acechando su paso como antes. Mi abuela tenía ganas de demostrar a mi amigo su agradecimiento por las muchas bondades que tuvo con nosotros. Yo le dije que Roberto era gran admirador de Proudhom y que podía pedir que le mandaran a Balbec buen número de cartas de ese filósofo, que mi abuela había comprado; Saint-Loup vino a verlas al hotel el día que llegaron, que era el de la víspera de su marcha. Las leyó ávidamente, manejando las hojas de papel con mucho respeto y procuró aprenderse frases de memoria; se levantó, excusándose por habernos entretenido tanto, cuando mi abuela le dijo:

—No; lléveselas usted, son para usted; he mandado que me las envíen con ese objeto.

Le entró tal alegría que no pudo dominarla, como no se puede dominar un estado físico que se produce sin intervención de la voluntad; se puso encarnado igual que un niño recién castigado, y a mi abuela le llegaron al alma, mucho más que las frases de gratitud que hubiera podido proferir, todos los esfuerzos inútiles que hizo para contener la alegría que lo agitaba. Pero él temía haber expresado mal su reconocimiento, y al día siguiente, en la estación, asomado a la ventanilla, en aquel tren de una línea secundaria que lo había de llevar a su guarnición, aún se excusaba por su torpeza. La ciudad en donde estaba su regimiento no distaba mucho de Balbec. Pensó en ir en coche, como solía hacer cuando tenía que volver por la noche y no se trataba de una marcha definitiva. Pero tenía que mandar por tren su gran equipaje. Y le pareció más sencillo ir él también en ferrocarril, acomodándose en esto al consejo del director del hotel, que respondió a la consulta de Roberto que tren o coche "vendría a ser equívoco". Con lo cual quería dar a entender que sería equivalente (poco más o menos, lo que Francisca hubiese dicho: "Lo mismo da uno que otro") . "Bueno —decidió Saint-Loup—, entonces tomaré el "galápago". Yo también lo habría tomado para acompañar a mi amigo hasta Doncieres, pero estaba muy cansado; y durante el rato largo que pasamos en la estación —es decir, el tiempo que dedicó el maquinista a esperar a unos amigos retrasados, sin los que no quería marcharse, y a tomar algún refresco— prometí a Saint-Loup que iría a verlo varias veces por semana. Como Bloch había ido también a la estación —con gran disgusto de Saint-Loup—, éste, al ver que mi compañero de estudios lo estaba oyendo invitarme a ir a almorzar, a comer o hasta a vivir a Donciéres con él, no tuvo más remedio que decirle, con un tono sumamente frío, que tenía por objeto corregir la amabilidad forzada de la invitación, para que Bloch no la tornara en serio: "Si alguna vez pasa usted por Donciéres una tarde que esté yo libre, puede usted preguntar por mí en el cuartel, aunque casi siempre estoy ocupado". Acaso también decía eso Roberto porque temía que yo solo no fuese, e imaginándose que yo tenía con Bloch más amistad de lo que yo decía, a sí me daba ocasión de tener un compañero de viaje que me animara a ir.

Me daba miedo que esa manera de invitar a una persona, aconsejándole al mismo tiempo que no vaya, hubiese molestado a Bloch, y me parecía que Saint-Loup no debía haberle dicho nada. Pero me equivoqué, porque cuando el tren se marchó nosotros volvimos juntos un rato hasta el cruce de dos calles, una que llevaba hacia el hotel y la otra hacia la villa de Bloch, y éste no hizo en todo el camino más que preguntarme qué día iríamos a Donciéres, porque después de "todas las amables invitaciones" que Saint-Loup le había hecho, sería "por su parte una grosería" no aceptar. Me alegré de que no hubiera notado el tono tan poco insistente, apenas cortés, con que se le hizo la invitación, o caso de haberlo notado, de que no se ofendiera y se diese por no enterado. Sin embargo, deseaba yo que Bloch no incurriera en el ridículo de ir pronto a Donciéres. Pero no me atrevía a darle un consejo que lo había de molestar forzosamente, haciéndole ver que Saint-Loup había estado mucho menos apremiante en su invitación que él en aceptarla. Estaba deseando ir porque, a pesar de que todos los defectos que en este respecto tenía estuviesen compensados por cualidades estimables, de que carecían personas más reservadas, ello es que Bloch llevaba su indiscreción a extremos irritantes. Según él, no podía pasar aquella semana sin que fuésemos a Donciéres (decíafuésemos porque yo creo que contaba con que mi presencia atenuaría el mal efecto de la suya) . Por todo el camino, delante del gimnasio, oculto entre los árboles, delante de los campos de tenis, de la casa, del puesto de conchas, me fue parando para que fijáramos un día determinado; pero como yo no quise, se marchó enfadado, diciéndome: "Haz lo que te dé la gana, caballerito. Yo de todas maneras tengo que ir, puesto que me ha invitado".

Saint-Loup Unía tanto miedo de no haber dado bien las gracias a mi abuela, que al otro día volvió a encargarme, una vez más, que le expresara su gratitud, en una carta suya escrita en Donciéres, y que parecía, tras aquel sobre donde la administración de Correos puso el nombre de la ciudad, venir corriendo hacia mí para decirme que entre sus murallas, en el cuartel de caballería Luis XVI, mi amigo pensaba en mí. El papel llevaba las armas de los Marsantes, en las que se distinguían un león y encima una corona formada con un birrete de par de Francia.

"Después de un viaje sin novedad —me decía—, dedicado a leer un libro que compré en la estación, escrito por Arvede Barine (un autor ruso creo; pero me ha parecido que para ser de un extranjero está muy bien escrito; dígame usted lo que opina, porque usted debe de conocerlo; usted, pozo de ciencia, que lo ha leído todo), aquí estoy otra vez en medio de esta vida grosera, y me siento muy solo porque no tengo nada de lo que me dejé en Balbec; una vida en la que no encuentro ningún recuerdo de afectos, ningún encanto intelectual; en un ambiente que usted despreciaría, pero que tiene su atractivo. Me parece que desde la última vez que salí de aquí todo ha cambiado, porque en este intervalo ha empezado una de las eras más importantes de mi vida, la de nuestra amistad. Espero que no se acabe nunca. No he hablado de ella más que a una persona, a mi amiga, que me ha dado la sorpresa de venir a pasar una hora conmigo. Le gustaría mucho conocerlo a usted y me parece que se entenderían muy bien, porque ella es muy dada a la literatura. En cambio, para tener espacio de pensar en nuestras conversaciones y revivir esas horas que nunca olvidaré; me aíslo de mis compañeros, muchachos excelentes, pero que no comprenden esas cosas. Este recuerdo de los ratos pasados con usted hubiera yo preferido, por ser el primer día, evocarlo para mí solo, sin escribir. Pero temo que usted, espíritu sutil, corazón ultrasensitivo, entre en cuidado al no recibir carta, si es que se ha dignado usted humillar su pensamiento hasta ese rudo soldado que tanto trabajo le ha de costar pulir y desbastar para que sea un poco más sutil y digno de su amigo."

En el fondo esta carta se parecía mucho, por su tono de cariño, a aquellas que cuando no conocía aún a Saint-Loup me imaginé que habría de escribirme, en esas fantasías de mi imaginación de las que me sacó, su primitiva acogida poniéndome delante de una realidad glacial que no sería definitiva. Después de esta carta, cada vez que traían el correo a la hora del almuerzo yo salía seguida cuando había una carta suya, porque las de Roberto ostentaban siempre esa segunda fisonomía que nos muestra un ser que está ausente y en cuyas facciones (el carácter de letra) no hay motivo alguno para que no distingamos un alma individual; Como se distingue en la forma de la nariz o en las inflexiones de voz.

Ahora solía quedarme sentado a la mesa, acabada la comida, mientras retiraban el servicio, y no me limitaba a mirar hacia el mar, a no ser en los momentos en que podían pasar las muchachas de mi bandada. Porque desde que había visto estas cosas en las acuarelas de Elstir me gustaba encontrar en la realidad, apreciándolo como elemento poético, aquel ademán interrumpido de los cuchillos atravesados en las mesas, la bombeada redondez de una servilleta desdoblada donde el sol intercala un retazo de amarillo terciopelo, la copa medio vacía que así delata mejor la noble amplitud de sus formas, y el fondo de su cristal translúcido, parecido a una condensación del día, un poco de vino obscuro, pero todo chispeante; el cambio de volúmenes y la transmutación de los líquidos por obra de la luz, esa alteración de las ciruelas que pasan del verde al azul y del azul al oro en el frutero casi vacío, el paseo de aquellas sillas, viejecitas que van dos veces al día a instalarse alrededor del mantel puesto en la mesa como en un altar en el que se celebran los ritos de la gula, y en el que hay unas ostras con unas gotas de agua lustral en el fondo como pilillas de agua bendita, y buscaba yo la belleza en donde menos me figuré que pudiese estar, en las cosas más usuales, en la vida profunda de los "bodegones" .

Algunos días después de la marcha de Saint-Loup logré que Elstir diera una reunión íntima donde había de encontrar a Albertina; al salir del Gran Hotel hubo quien me dijo que estaba yo muy elegante y con muy buena cara do cual se debía a un largo reposo y especiales cuidados de mi toilette, y yo sentí no poder reservar mi simpatía y mi elegancia (así como el crédito pie Elstir) para la conquista de una persona de más valía, y tener que consumir todo esa por el simple gusto de conocer a Albertina. Mi inteligencia consideraba ese placer muy poco valioso desde que lo tuvo asegurado. Pero mi voluntad no participó por un instante de esa ilusión, porque la voluntad es la servidora perseverante e inmutable de nuestras personalidades sucesivas; se oculta en la sombra, desdeñada, incansablemente fiel, y trabaja sin cesar y sin preocuparse de las variaciones de nuestro yo, para que no le falte nada de lo que necesita. En el momento de ir a realizar un ansiado viaje, mientras que la inteligencia y la sensibilidad empiezan a preguntarse si realmente vale la pena viajar, la voluntad, sabedora de que esos dos amos ociosos otra vez considerarían tal viaje como cosa maravillosa en caso de que no se llegara a efectuar, las deja divagar delante de la estación y entregarse a múltiples vacilaciones; y ella va tomando los billetes y nos coloca en el vagón para cuando llegue la hora de la marcha. Todo lo que tienen de mudables sensibilidad e inteligencia lo tiene ella de firme; pero como es callada y no expone sus motivos, parece casi que no existe, y las demás partes de nuestra personalidad obedecen las decisiones de la voluntad sin darse cuenta, mientras que en cambio perciben muy bien sus propias incertidumbres. Mi sensibilidad y mi inteligencia armaron, pues, una discusión respecto a la valía del placer que iba a sacar con la presentación a Albertina, mientras que yo miraba en el espejo aquellos vanos y frágiles adornos de mi persona, que ellas dos hubieran querido guardar intactos para otra ocasión. Pero mi voluntad no dejó que se pasara la hora de salida y dio al cochero las señas, de Elstir. Y como ya la suerte estaba echada, mi inteligencia y mi sensibilidad se dieron el lujo de pensar que era lástima. Pero lo que es si mi voluntad hubiera dado otras señas, se habrían quedado con tres palmos de narices.

Cuando al poco rato llegué a casa de Elstir, a lo primero creí que la señorita de Simonet no estaba en el estudio. Había allí, sí, es verdad, una joven sentada, con traje de seda y sin nada a la cabeza; pero para mí eran desconocidos aquel magnífico pelo y el color de la tez, en donde no encontré la misma esencia que había extraído de una muchacha ciclista que iba paseándose con su sombrero de punto, a orillas del mar. Sin embargo, aquélla era Albertina. Pero yo ni siquiera me ocupé de ella cuando me di cuenta. Cuando se es joven y se entra en una reunión mundana, muere uno para sí mismo, se convierte en un hombre diferente, porque todo salón es un nuevo universo, en el que, obedeciendo a la ley de otra perspectiva moral, clava uno su atención, como si nos fuesen a importar siempre, en personas, bailes y juegos de cartas que ya se habrán olvidado al otro día. Como para llegar hasta la meta de una conversación con Albertina me era menester tomar un camino que yo no había trazado, que se paraba primero delante de Elstir, luego ante otros grupos de invitados a quienes me iban presentado, después junto al buffet que me ofrecía unos pasteles de fresa que me comí mientras que escuchaba inmóvil la música que empezaba a ejecutar, resultó que atribuí a todos estos episodios la misma importancia que a mi presentación a la señorita de Simonet, presentación que ya no era más que uno de tantos episodios, pues se me olvidó enteramente que unos minutos antes en eso estaba la finalidad de mi venida. Y eso ocurre también en la vida activa con nuestras verdaderas dichas y nuestras grandes desgracias. La mujer que amamos nos, da la respuesta favorable o moral que esperábamos hace un año en el momento en que nos encontramos rodeados de gente. Y hay que seguir hablando, las ideas se superponen unas a otras y desarrollan un plano superficial, en el que de cuando en cuando asoma el recuerdo, mucho más hondo, pero muy limitado, de que sobre nosotros se ha posado la desgracia. Y si es en vez de la desgracia la felicidad, puede ocurrir que pasen unos cuantos años antes de que nos acordemos de que el mayor acontecimiento de nuestra vida sentimental se produjo sin que tuviésemos tiempo de consagrarle mucha atención, ni casi de darnos cuenta, en una reunión mundana, a la que, sin embargo, no concurrimos sino en espera de ese acontecimiento.

Cuando Elstir me llamó para presentarme a Albertina, sentada un poco más allá, yo antes de ir acabé de comerme un pastel de café que tenía empezado y pregunté a un caballero viejo que me habían presentado, y al que creí oportuno ofrecer la rosa que admiraba en mi ojal, algunos detalles referentes a las ferias de Normandía. No quiere eso decir que la presentación a Albertina no me causara placer alguno y que no se me apareciera con cierta gravedad. Pero no me di cuenta de ese placer hasta un rato más tarde, cuando, de vuelta en el hotel y ya solo, volví otra vez a ser yo mismo. Pasa con las alegrías algo semejante a lo que ocurre con las fotografías. La que se hizo en presencia de la amada no es sino un clisé negativo, y se la revela más adelante, en casa, cuando tenemos a nuestra disposición esa cámara obscura interior cuya puerta está condenada mientras hay gente delante.

Pero si la conciencia de la alegría se retrasó para mí unas horas, en cambio la gravedad de esta presentación la sentí en seguida. En el momento de una presentación, en vano nos sentimos de pronto agraciados con un "billete" valedero para futuros placeres y tras el que corríamos semanas y semanas comprendemos muy bien que con su obtención se acaban para nosotros no sólo esas penosas rebuscas —lo cual sería motivo de regocijo—, sino también la existencia de un determinado ser, que nuestra imaginación había desnaturalizado; un ser que adquirió magnas proporciones merced a nuestro ansioso temor de no llegar a conocerlo nunca. En el momento en que nuestro nombre suena en labios del que presenta, sobre todo si éste lo rodea, cono hizo Elstir con el mío, de comentarios elogiosos —ese momento sacramental análogo al de la comedia de magia cuando el hada ordena a una persona que se convierta de repente en otra—, aquel ser a quien deseábamos acercarnos se desvanece; y es natural que no pueda seguir siendo la misma persona, puesto que —debido a la atención con que ha de escuchar nuestro nombre y con que ha de favorecernos— en esos ojos, ayer situados en el infinito (y que nosotros nos figuramos que no habrían de encontrarse nunca con los nuestros, errantes sin puntería, desesperados y di— hay ahora, como por arte de milagro, en vez de la Mirada consciente y el pensamiento incognoscible que buscábamos, una pequeña figura que parece pintada al fondo de un sonriente espejo, que es la nuestra. Si el vernos encarnados nosotros mismos en aquello que más distante se nos figuraba es lo que modifica más profundamente a la persona que acaban de presentarnos, la forma de esa persona aún se nos ofrece envuelta en vaguedad, y podemos preguntarnos si será un dios, una mesa o una palangana. Pero las primeras palabras que la desconocida nos diga, tan ágiles como esos escultores en cera que hacen un busto en cinco minutos, precisaran esa forma, le imprimirán un carácter definitivo, que excluirá todas las hipótesis a que se entregaban el día antes nuestro deseo y nuestra imaginación. Indudablemente, Albertina, ya antes de ir a esta reunión, no era para mí ese mero fantasma de una mujer que pasó, entrevista apenas y de la que nada sabemos, fantasma que nos acompañará en nuestra vida. Su parentesco con la señora de Bontemps había limitado esas hipótesis maravillosas y cegó una de las salidas por donde podían desparramarse. A medida que me acercaba a la muchacha y la iba conociendo más, tal conocimiento se realizaba por sustracción, pues iba quitando partes de imaginación y deseo para poner en su lugar nociones qué .valían infinitamente menos; pero a esas nociones iban unidas unas cosas equivalentes, en el dominio de la vida, a las que dan las sociedades financieras cuando se ha reembolsado una acción, a eso que llaman acciones de disfrute. Su apellido, la calidad de sus padres, fueran ya una primera linde puesta a mis suposiciones. La amabilidad de que me dio muestras mientras que observaba yo de cerca el lunar que tenía en la mejilla, debajo de un ojo, fue otra limitación; y me extrañó oírle emplear el adverbio rematadamente en vez de muy, pues al hablar de dos personas decía de la una que era "rematadamente loca, pero muy buena", y de la otra, que se trataba de "un señor rematadamente ordinario y rematadamente aburrido". Y este uso del rematadamente, por poco agradable que resulte, indica un grado de civilización y de cultura al que nunca me figuré yo que llegaría la bacante de la bicicleta, la orgiástica musa del golf. Lo cual no quita para que después de esta metamorfosis aún cambiara Albertina para mí muchas veces. Las buenas y malas cualidades que un ser ofrece en el primer término de su rostro aparecen dispuestas en formación totalmente distinta si la abordamos por otro lado, igual que en una ciudad los monumentos diseminados en orden disperso en una sola línea se escalonan en profundidad mirándolos desde otra parte y cambian sus proporciones relativas. Al principio vi a Albertina más tímida que implacable, y me pareció educada, más bien que otra cosa, a juzgar por las frases de "tiene un tipo muy malo, tiene un tipo raro", que aplicó a todas las muchachas de quienes le hablé; tenía, además, como punto de mira del rostro, una sien abultada y poco agradable de ver, y no encontré tampoco la singular mirada en que hasta entonces había yo pensado. Pero ésta no era sino una segunda visión, y había otras por las que tendría yo que ir pasando sucesivamente. De suerte que tan sólo después de haber reconocido, no sin muchos tanteos, los errores de óptica iniciales se puede llegar al conocimiento exacto de un ser, si es que ese conocimiento fuera posible. Pero no lo es; porque mientras que se rectifica la visión que de ese ser tenemos, él, que no es un objetivo inerte, va cambiando; nosotros pensamos darle alcance, pero muda de lugar, y cuando nos figuramos verlo por fin más claramente, resulta que lo que hemos aclarado son las imágenes viejas que del mismo teníamos antes, pero que ya no lo representan. Sin embargo, y no obstante las decepciones que trae consigo, este ir hacia lo que entrevimos, hacia lo que nos dimos el gusto de imaginar, es el único ejercicio sano para los sentidos y que mantenga su apetito despierto. La vida de esas personas que por pereza o timidez van derechas, en coche, a casa de unos amigos a quienes conocieron sin haber soñado antes en ellos, y que no se atreven nunca a pararse en el camino junto a una cosa que desean, está teñida de tristísimo tedio.

Volví al hotel pensando en aquella reunión, representándome el pastel de café que acabé de comerme antes de que Elstir me llevara hacia Albertina, la rosa que regalé al caballero viejo, todos esos detalles seleccionados sin participación nuestra por las circunstancias, y que para nosotros forman, en disposición especial y fortuita, el cuadro de una primera entrevista. Pero meses más adelante tuve la impresión de ver ese cuadro desde otro punto de vista, desde muy lejos de mí mismo, y comprendí que no sólo para mí había existido; porque hablando a Albertina del día que me la presentaron, ella, con gran asombro mío, se acordó del pastel de café, de la flor que regalé, de todo aquello que yo, aun sin considerarlo exclusivamente importante para mí, creí que nadie más que yo había visto, y me lo encontraba ahora transcrito en una versión de insospechada existencia en la mente de Albertina. Desde aquel primer día, cuando volví a casa y vi el recuerdo que traía de la reunión, comprendí que el escamoteo había sido perfectamente ejecutado y que hablé un rato con una persona que gracias a la habilidad del prestidigitador, y sin parecerse en nada a la que seguía yo por la orilla del mar, había puesto en lugar suyo. Bien es verdad que esto se me podía haber ocurrido por anticipado, puesto que la muchacha de la playa la habla fabricado yo. Pero, a pesar de eso, como en mis conversaciones con Elstir la había identificado con Albertina, tenía la obligación moral de mantener a esta muchacha las promesas de amor hechas a la Albertina imaginaria. Se desposa uno por procuración y luego nos creemos obligados a casarnos con la persona interpuesta. Por lo demás, si, provisionalmente al menos, se había desvanecido de mi vida aquella angustia que se calmó con sólo el recuerdo de los correctos modales de Albertina, de su frase "rematadamente ordinario" y de la sien abultada, este recuerdo ya despertó en mí un deseo de nuevo linaje, suave y nada doloroso por el momento, es verdad, pero que a la larga podía ser tan peligroso como la angustia pasada, asaltándome continuamente con la necesidad de besar a esa persona nueva que con sus buenos modos, su timidez y la inesperada facultad de disponer de ella paró el vano correr de mi imaginación, pero en cambio dio vida a un sentimiento de cariñosa gratitud. Y además, como la memoria empieza en seguida a tomar clisés independientes unos de otros, y suprime toda relación y continuidad entre las escenas que representan, en la colección de los que expone, el último no destruye forzosamente los precedentes. Frente a la mediocre y buena Albertina con quien yo hablé veía a la Albertina misteriosa con el mar por fondo. Eran todo recuerdos, es decir, cuadros que me parecían tan poco verdad, unos como otros. Y para acabar ya de hablar de aquella tarde de la presentación, diré que cuando quise ver en imaginación el lunarcillo que Albertina tenía en la mejilla, debajo de un ojo, me acordé de que al salir Albertina de casa de Elstir el lunar lo vi yo en la barbilla. Es decir, que cuando me la representaba veía que tenía un lunar; pero mi errabunda memoria lo paseaba por la cara de Albertina y lo colocaba ora en un lado, ora en otro.

Pero de nada sirvió aquella desilusión mía al encontrarme en la señorita de Simonet con una muchacha muy poco diferente de las que yo conocía; lo mismo que mi decepción ante la iglesia de Balbec no me quitó las ganas de ir a Quimperlé, a Pontaven y a Venecia, me dije ahora que, aunque Albertina no era lo que yo me esperaba, por mediación suya podría al menos conocer a las muchachas de la cuadrilla.

Al principio creí que no lo lograría. Como ella y yo teníamos que estar aún bastante tiempo en Balbec, pensé que lo mejor sería no buscarla mucho y esperar la ocasión de encontrarme con ella. Pero aunque nos encontráramos a diario, era muy de temer que se contentara con responder a mi saludo, y yo no adelantaría nada repitiendo el saludo todos los días, durante el verano entero.

Poco después, una mañana que había llovido y hacía casi frío, en el paseo del dique me abordó una muchacha con gorra y manguito, tan distinta de la que había visto en la reunión de Elstir, que parecía una operación imposible para el ánimo reconocer en ella a la misma persona; sin embargo, yo la reconocí, pero tras un segundo de sorpresa, que, según creo, no se le escapó a Albertina. Además, como en aquel momento me acordaba de los "buenos modos" que tanto me asombraron, ahora me chocó por lo contrario, por su tono rudo y sus modales de muchacha de la cuadrilla. Añádase que la sien ya no era el centro óptico y tranquilizador del rostro, bien porque la mirase yo desde otro lado, bien porque la ocultara la toca, o acaso porque la inflamación no era constante. "¡Vaya un tiempo, eh!" Bien mirado, eso del verano interminable de Balbec es un camelo. ¿Y usted qué hace aquí? No se lo ve en ninguna parte: ni en el golf, ni en los bailes del Casino; ¡no monta usted a caballo! Debe usted de aburrirse mucho. ¿No le parece a usted que se idiotiza unjo con eso de estarse todo el día en la playa? ¿Le gusta a usted tomar el sol como los lagartos? ¡Bueno, hay tiempo para todo! Veo que no es usted como yo, que adoro todos los deportes. ¿No estuvo usted en las carreras de la Sogne? Nosotras fuimos en el tram, y me explico que no le guste a usted tomar un cacharro semejante. Hemos tardado dos horas. En el mismo tiempo hubiera yo ido y venido tres veces con mi máquina." Admiré a Saint-Loup cuando había llamado a su tren, con toda naturalidad, el "galápago", por lo despacio que andaba, y ahora me asusté al oír con qué facilidad decía Albertina traen y "cacharro". Me di cuenta de su maestría en un modo de dominar las cosas en el que yo era positivamente inferior, y tuve miedo de que lo notara y me despreciara. Sin embargo, aún no se me había revelado toda la riqueza de sinónimos que poseía la cuadrilla para designar aquel tranvía extraurbano. Albertina tenía la cabeza quieta al hablar, las narices contraídas, y movía únicamente el borde de los labios. De lo cual resultaba una sonoridad nasal y lenta, en la que entraban probablemente como causas herencias de parla provinciana, juvenil afectación de la flema británica, lecciones de una institutriz extranjera y una hipertrofia congestiva de la mucosa nasal. Este modo de hablar, que desaparecía en seguida cuando iba conociendo a la gente y se volvía más natural y chiquilla, podía parecer desagradable. Pero era muy particular y a mí me encantaba. Cada vez que se me pasaban unos días sin verla, yo me repetía a mí mismo, todo exaltado "No se lo ve a usted nunca en el golf", con el mismo tono nasal en que ella lo dijera, muy tiesa, sin mover la cabeza. Y entonces pensaba yo que no había ser más codiciable.

Aquella mañana formábamos nosotros una de esas parejas que esmaltan el paseo de trecho en trecho con su coincidencia y parada durante el tiempo preciso para cambiar unas cuantas frases antes de separarse y volver a tomar cada cual su divergente camino. Me aproveché de la inmovilidad para mirar bien y averiguar de un modo definitivo en, donde estaba el lunar. Y el lunar, lo mismo que una frase de la sonata de Vinteuil que me había encantado y que mi memoria paseó desde el andante al finale, hasta que un día, con la partitura en la mano, di con ella y la inmovilicé en mi recuerdo en su verdadero lugar, que era el scherza; el lunar, digo, que a veces se me representaba en el carrillo, y a veces en la barbilla, fue a posarse para siempre en la parte de arriba del labio, debajo de la nariz. Cosa semejante ocurre cuando, muy asombrados, nos encontramos con un verso que sabíamos de memoria en una obra a la que nunca sospechamos que pudiera pertenecer.

En aquel momento, como para que pudiera multiplicarse en 'libertad sobre el fondo del mar, en la variedad de sus formas, todo el rico conjunto decorativo que formaba el desfile magnífico de las vírgenes, a la par doradas y rosas, recocidas por el sol y el aire, las amigas de Albertina, con sus piernas esbeltas y sus talles gráciles, pero todas distintas, dejaron ver su grupo, que fue desarrollándose, avanzando en dirección nuestra, más cerca del mar, y paralelamente a él. Pedí permiso a Albertina para acompañarla un rato. Desgraciadamente, se limitó a decir adiós con la mano a sus compañeras. "Pero se van a quejar sus amigas si las abandona usted", dije yo, en la esperanza de que pudiésemos pasear todos juntos. Un muchacho de facciones correctas, y que llevaba dos raquetas en la mano, se acercó a nosotros. Era el aficionado al baccarat, cuyas locuras traían tan indignada a la esposa del magistrado. Saludó a Albertina con un aire frío e impasible, que debía de considerar como signo de distinción suprema:

—¿Viene usted del golf, Octavio? —le preguntó ella—. ¿Qué tal hoy, estaba usted en forma?

—No, es un asco, estoy tonto.

—¿Y Andrea, estaba?

—Sí, ha hecho setenta y siete.

—¡Ah, es todo un récord!

—Yo había hecho ayer ochenta y dos.

Era el hijo de un fabricante muy rico que había de tener gran participación en la organización de la próxima Exposición Universal. Me extrañó extraordinariamente ver cómo en aquel joven y en los otros pocos amigos masculinos de las muchachas se había desarrollado la ciencia de todo lo relativo a trajes, manera de vestir, cigarros, bebidas inglesas y caballos, ciencia que poseía hasta en sus menores detalles con orgullosa infalibilidad lindante con la silenciosa modestia del sabio; pero se había desarrollado aisladamente, sin ir acompañada de una mínima cultura intelectual. No tenía ninguna vacilación respecto a la oportunidad del smoking o del piyama; pero no sospechaba que hay palabras que unas veces pueden emplearse y otras no, e ignoraba las reglas gramaticales más sencillas. Esta disparidad entre las dos culturas debía de darse exactamente igual en su padre, presidente del Sindicato de Propietarios de Balbec, que decía a los electores, en una "carta abierta" que mandó pegar en las esquinas: "Yo he querido verlo (al alcalde) para hablarle; pero él no ha querido escuchar mis justas griefs" Octavio ganaba en el Casino todos los premios de boston, tango, etc., cosa que le facilitaría, si él quería, una buena boda en esa sociedad de "baños de mar", donde muchas veces la pareja de una muchacha resulta ser su pareja de verdad y para siempre. Encendió un cigarro al mismo tiempo que decía a Albertina: "¡Si usted me permite…!", lo mismo que se pide autorización para acabar, sin dejar de hablar, un trabajo urgente. Porque "él no podía estar sin hacer nada", aunque en realidad nunca hizo nada. Y como la inactividad total acaba por tener los mismos efectos que el exagerado trabajo, así en la esfera de lo moral como en la del cuerpo y los músculos, 7a constante nulidad intelectual que se cobijaba tras la frente soñadora de Octavio le originó, a pesar de su aspecto de tranquilidad, comezones de pensar que le quitaran el sueño exactamente como hubiera podido ocurrirle a un metafísico rendido de ideas.

Yo, pensando que si conocía a sus amigos tendría más ocasiones de ver a las muchachas, estuve a punto de pedir a Albertina que me presentara. Y se lo dije en cuanto que el joven se marchó repitiendo: "Estoy tonto". Al decírselo lo hacía con intención de inculcarle la idea de presentármelo la primera vez que nos viéramos.

—¿Pero qué dice usted? ¡No le voy a presentar un niño tonto! Aquí abundan mucho. Pero es una gente que no podría hablar con usted. Este juega muy bien al golf, es un punto del golf y nada más. Yo sé lo que me digo, no congeniarían ustedes.

—Sus amigas de usted se van a quejar si las abandona —le dije, a ver si me proponía que fuéramos a buscarlas.

—No, no me necesitan para nada.

Nos cruzamos con Bloch, que me dedicó una sonrisa fina e insinuante, un poco azorada, con referencia a Albertina, a la que no conocía, o por lo menos si la conocía era sin conocerla por presentación; al propio tiempo inclinó la cabeza con tiesura y aspereza de movimiento.

—¿Cómo se llama ese ostrogodo? —me preguntó Albertina—. Yo no sé por qué me saluda, porque no me conoce. Por eso no le he devuelto el saludo.

Pero no tuve tiempo de contestar, porque Bloch vino derecho hacia nosotros, y me dijo:

—Perdona que te interrumpa, pero te prevengo que yo voy mañana a Donciéres. Esperar más me parece una descortesía, y no sé lo que pensará de mí Saint-Loup-en-Bray. Tomaré el tren de las dos, ya lo sabes. A tus órdenes.

Pero yo ya no pensaba más que en ver a Albertina y conocer a sus amigas, y Donciéres, como no tenía nada que ver con ellas y me haría volver pasada la hora de ir a la playa, me pareció que estaba en el fin del mundo. Dije a Bloch que me era imposible.

—Bueno, pues iré solo. Diré a Saint-Loup, para halagar su clericalismo, esos dos ridículos alejandrinos del llamado Arouet:

Sabrás que mi deber no depende del tuyo.
Que él haga lo que quiera. Yo con el mío cumplo.

—Reconozco que es un buen mozo —dijo Albertina—; pero me revienta.

A mí nunca se me había ocurrido que Bloch pudiese ser buen mozo; y, en efecto, lo era. Con su cabeza un poco prominente, su nariz repulgada, su aspecto de gran finura y de estar persuadido de ella, tenía una cara simpática. Pero no podía gustar a Albertina. Y quizá se debía eso al lado malo de la muchacha, a la dureza e insensibilidad de la cuadrilla mocil, a su grosería con todo lo que no fuese de su círculo. Más adelante, cuando los presenté, la antipatía de Albertina no bajó de punto. Bloch pertenecía a una clase social en la que se ha llegado a una especie de transacción entre el tono de broma del gran mundo y el respeto conveniente de las buenas maneras que debe tener todo hombre "con las manos limpias", transacción que se diferencia de los modales del gran mundo, pero que no por eso deja de ser una especie sumamente odiosa de mundanismo. Cuando le presentaba, a alguien se inclinaba con exagerado respeto y sonrisa escéptica, y si se trataba de un hombre decía: "¡Mucho gusto, caballero!", con voz que se burlaba de las palabras mismas que estaba pronunciando, pero que delataba la conciencia de que él no era ningún bruto. Tras este primer minuto consagrado a una costumbre que Bloch observaba, pero con cierta burla (como esa otra que tenía de decir el primero de año: "Le deseo a usted mil felicidades" ), comenzaba a desplegar unos modales finos y malignos y a "proferir cosas sutiles", que muchas veces eran muy exactas, pero que, según decía Albertina, "le atacaban los nervios". Cuando ese primer día le dije yo que se llamaba Bloch, exclamó Albertina: "¡Claro, habría apostado algo a que era judío!

Se ve muy claro que es eso, hace las figuras de todos los de su raza". Más adelante, Bloch habría de irritar a Albertina por otra cosa. Como ocurre a muchos intelectuales, le sucedía a Bloch que no podía decir sencillamente las cosas sencillas. Para cada una daba con su calificativo culto, y en seguida generalizaba. Esto molestaba mucho a Albertina, que no era amiga de que nadie se metiera en lo que hacía, porque una vez que se torció un pie y tuvo que estarse en casa, Bloch iba diciendo: "Está echada en la meridiana; pero por ubicuidad no deja de ir a vagos campos de golf y a remotos tenis". Eso era pura "literatura"; pero como Albertina ' se daba cuenta de que esas palabras podían indisponerla con algunas personas que la habían invitado, y a quienes dijo que no podía moverse, con eso bastó para que tomara ojeriza a la cara y a la voz del muchacho que decía esas cosas. Nos separamos Albertina y yo con promesa de salir un día juntos. Había hablado con ella sin saber en dónde caían mis palabras ni adónde iban a parar, como el que tira piedras a un abismo insondable. Es un hecho constantemente observado en la vida corriente que la persona a quien van dirigidas nuestras palabras las llena de una significación que extrae ella de su propia substancia y que es muy distinta de aquella con que nosotros las pronunciamos. Pero si además resulta que nos encontramos junto a una persona cuya educación, aficiones, lecturas y principios nos son desconocidos (como me ocurría a mí con Albertina), no sabemos si nuestras palabras le harán más efecto que a un bicho a quien tuviera uno que explicar ciertas cosas. De modo que la empresa de intimar con Albertina se me representaba lo mismo que querer entrar en contacto con lo desconocido o lo imposible, al modo de un ejercicio violento como la doma de potros y descansado cual la cría de abejas o el cultivar rosas.

Unas horas antes se me figuraba a mí que Albertina se limitaría a saludarme desde lejos. Y acabábamos de separarnos después de proyectar una excursión juntos. Me hice promesa de ser más atrevido con 'Albertina la próxima vez que la viera, y formé por anticipado el plan de todo lo que había de decirle y hasta de los favores que le pediría (ahora que ya tenía yo la impresión de que Albertina era un poco ligera) . Pero tan susceptible de influencias es el espíritu como una planta, una célula o los elementos químicos, y cuando se mete en un medio nuevo, que son las circunstancias y el ambiente, se modifica como aquéllos. Cuando volví a verme delante de Albertina, como por el mero hecho de su presencia ya era yo un ser distinto, le dije cosas muy otras de las que tenía pensadas. Luego, acordándome de la sien inflamada, pensé si Albertina no apreciaría más una frase amable que viese ella que era desinteresada. Y además me sentía un poco azorado ante algunas de sus sonrisas y miradas. Lo mismo podían significar ligereza de cascos que alegría tontona de una muchacha vivaracha, pero honrada en el fondo. Una misma expresión de cara o de lenguaje podía tener acepciones diversas, y yo dudaba como un estudiante duda delante de un ejercicio de versión griega. Esta vez nos encontramos en seguida con la muchacha alta, Andrea, la que había saltado por encima del viejo. Albertina tuvo que presentarme. Su amiga tenía unos ojos clarísimos; recordaban esas puertas abiertas que hay en un cuarto sombrío, y por las que se ve una habitación toda llena de sol y de reflejos verdosos del mar radiante.

Pasaron cinco individuos a los que conocía yo mucho de vista desde que estaba en Balbec; muchas veces me pregunté quiénes podrían ser. "No, es gente muy chic —me dijo Albertina, burlona y con aire de desprecio—. El viejecito del pelo teñido, que lleva guantes amarillos, hay que ver la facha que tiene, ¿eh?, es estupendo: es el dentista de Balbec, un buen hombre; el gordo es el alcalde, y ese otro gordo, más pequeñito, debe usted de haberlo visto, es el profesor de baile, un tío tonto que no nos puede ver porque en el Casino metemos mucho ruido, le estropeamos las sillas y queremos bailar sin alfombra; así, que nunca nos ha dado premio, aunque no hay nadie que sepa bailar más que nosotras. El dentista es buena persona; yo le hubiera dicho adiós para molestar al profesor de baile; pero no podía ser porque va con ellos el señor de Sainte-Croix, el diputado provincial, que es un individuo de muy buena familia, pero que se ha ido con los republicanos por el dinero; no lo saluda ninguna persona decente. Se trata con mi tío por las cosas del gobierno, pero el resto de mi familia le vuelve la espalda. Ese delgado, del impermeable, es el director de orquesta. ¿Pero no lo conoce usted? Dirige divinamente. ¿No ha ido usted a oír Cavalleria rusticana? Es una cosa ideal. Esta noche da un concierto, pero no podemos ir porque es en el Ayuntamiento. Al Casino sí se puede ir; pero en el salón del Ayuntamiento han quitado el Cristo que había, y si fuésemos le daría un ataque a la madre de Andrea. ¿Y usted me dirá que el marido de mi tía es del Gobierno, verdad? ¡Qué se le va a hacer! Mi tía es mi tía. Y no se crea usted por eso que la quiero. Nunca tuvo otro deseo que librarse de mí. La persona que me ha servido de madre realmente, y con doble mérito, porque no es nada mío, es una amiga, y claro, la quiero como a una madre. Ya le enseñaré su retrato." Un momento después se nos acercó el campeón de golf y el jugador de baccarat, Octavio. Se me figuró haber descubierto entre él y yo un lazo común, porque, según deduje de la conversación, era un poco pariente de los Verdurin, que lo estimaban mucho. Pero habló desdeñosamente de los famosos miércoles, añadiendo que Verdurin ignoraba el uso del smoking, por lo cual era verdaderamente molesto encontrárselo en algunos music-halls, donde no tenía uno ganas de oírse llamar a gritos "¡Hola, galopín!", por un señor de americana y corbata negra como notario de pueblo. Se marchó Octavio, y en seguida Andrea, al pasar por delante del chálet donde vivía, se entró en su casa, sin haberme dicho una sola palabra durante todo el paseo. Sentí mucho que se fuera; tanto más, porque mientras hablaba yo a Albertina de la frialdad de su amiga conmigo y cotejaba mentalmente esa dificultad que Albertina mostraba en hacerme amigo de sus amigas con la hostilidad aquella en que tropezó Elstir el primer día para presentarme, pasaron unas muchachas, las de Ambresac, a quienes saludé; Albertina también les dijo adiós.

Yo me creí que con esto iba a ganar a los ojos de Albertina. Eran hijas de una parienta de la marquesa de Villeparisis, conocidas también de la princesa de Luxemburgo. Los señores de Ambresac, gente riquísima; tenían un hotelito en Balbec, vivían con suma sencillez y vestían siempre lo mismo: el marido con su americana, y la señora con un traje obscuro. Ambos hacían a mi abuela saludos muy cumplidos, sin objeto alguno. Las hijas eran muy guapas y vestían con mayor elegancia; pero elegancia de ciudad y no de playa. Con sus faldas hasta el suelo y sus grandes sombreros no parecían de la misma humanidad que Albertina. La cual sabía muy bien quiénes eran aquellas muchachas. "Ah., ¿con que conoce a esas de Ambresac? Se trata usted con gente muy chic. Pues a pesar de eso son muy sencillas —añadió, como si ambas cosas fuesen contradictorias—. Son muy simpáticas, pero están tan perfectamente educadas, que no las dejan ir al Casino, sobre todo por nosotras, porque nosotras somos "muy mal tono". ¿Le gustan a usted? A mí, según y cómo. Son los patitos blancos. Eso tiene su encanto. Si a usted le gustan los patitos blancos, no tiene usted más que pedir. Y parece que pueden gustar, porque una de ellas tiene ya novio, el marqués de Saint-Loup. Cosa que da mucha pena a la pequeña, que estaba enamorada del muchacho. A mí sólo con esa manera que tienen de hablar con el borde de los labios me ponen nerviosa. Y además visten ridículamente. Van a jugar al golf con traje de seda. A su edad van vestidas con más pretensiones que señoras que saben ya lo que es vestir. Ahí tiene usted la señora de Elstir: ésa sí que es elegante." Contesté que a mí me había parecido que la esposa del pintor iba muy sencilla, y Albertina se echó a reír. "Sí, muy sencilla; pero viste deliciosamente, y para llegar a eso que le parece a usted sencillo gasta un disparate." Los trajes de la señora de Elstir, en efecto, no decían nada a una persona que no fuese de gusto muy seguro y sobrio en cosas de vestir. Yo carecía de esa cualidad. En cambio Elstir la poseía en grado sumo, según me dijo Albertina. Yo no lo había sospechado, como no sospeché 'tampoco que las cosas elegantes, pero sencillas, que adornaban su estudio eran maravillas que el pintor codició largo tiempo, y de cuya historia y cambios de dueño estuvo al tanto, hasta que ganó bastante dinero para comprarlas. Pero en este sector Albertina era tan ignorante como yo y no podía enseñarme nada nuevo. Mientras que en lo del vestir, despabilada por su instinto de coqueta o quizá por el sentimiento de nostalgia de la muchacha pobre que saborea con desinterés y delicadeza en las personas ricas las cosas que ella no puede gastar, me habló muy bien de los refinamientos de Elstir, tan exigente que todas las mujeres le parecían mal vestidas, y que por considerar un mundo todo lo que fuese proporción y matiz tenía que encargar para su mujer sombrillas, sombreros y abrigos que le costaban un dineral, y cuya bellezas enseñó a apreciar a Albertina, aunque para una persona sin gusto eran letra muerta, como me pasó a mí. Además, Albertina, que pintaba un poco, pero sin tener, según confesión propia, ninguna "disposición", sentía gran admiración por Elstir, y gracias a sus conversaciones con el pintor entendía de cuadros, lo cual contrastaba con su entusiasmo por Cavalleria rusticana. Y es que en realidad, y aunque eso no se veía muy bien, Albertina era muy inteligente, y en las cosas que decía las tonterías no eran suyas, sino de su ambiente y edad. Elstir ejerció en Albertina una influencia muy feliz, pero limitada. Todas las formas de inteligencia no habían alcanzado en Albertina igual desarrollo. La afición a la pintura casi se había puesto a la altura de la afición a las cosas de vestir y demás formas de elegancia, pero en la música se quedó muy atrás.

De nada sirvió que Albertina supiera quiénes eran las de Ambresac; pero como el que puede lo mucho no por eso puede también lo poco, después de mi saludo a esas señoritas no encontré a Albertina más animada a presentarme a sus amigas que antes. "Sí que es usted amable en concederles tanta importancia. No les haga usted caso, no valen nada. ¿Qué significan esas chiquillas para un hombre de mérito como usted? Andrea sí que es muy inteligente. Es muy buena muchacha, aunque rematadamente rara; pero las otras son realmente muy tontas." Después de separarme de Albertina me puse a pensar en lo que me dijo respecto al noviazgo de Saint- Loup, y me dolió que Roberto me lo hubiese ocultado y que hiciera una cosa tan mal hecha como casarse antes de romper con su querida. Unos días después me presentaron á Andrea, y como estuvimos hablando un rato, me aproveché para decirle que me gustaría que nos viésemos al día siguiente; pero ella me respondió que era imposible porque había encontrado a su madre bastante mal y no quería dejarla sola. A los dos días fui a ver a Elstir, el cual me habló de lo simpático que yo había sido a Andrea; yo le dije: "A mí sí que me ha resultado ella simpática desde el primer día; le pedí que nos viésemos, pero no podía ser, según me dijo". "Sí, me lo ha contado —respondió Elstir—; lo sintió mucho; pero tenía aceptada una invitación a una comida de campo a diez leguas de Balbec, para ir en coche, y no podía volverse atrás." Aunque semejante embuste, dado que Andrea me conocía muy poco, era cosa insignificante, yo no debí seguir tratándome con una persona capaz de eso. Porque lo que la gente hace una vez lo hace ciento. Y si todos los años fuera uno a ver a ese amigo que la primera vez no pudo acudir a una cita o se acatarró aquel día, lo volveríamos a encontrar con otro catarro, nos faltaría a la cita otra vez, y todo por una misma razón permanente que a él se le antojan razones variadas, ocasionadas por las circunstancias.

Una mañana, después de aquel día en que Andrea me dijo que tenía que estarse con su madre, iba yo paseando un poco con Albertina, a la que me encontré lanzando al aire con un cordón de seda un extraño símbolo que la hacía asemejarse a la "Idolatría" de Giotto; era lo que se llama un dialvolo, y tan en desuso ha caído hoy ese juego, que los comentaristas del porvenir, cuando vean el retrato de una muchacha con, un diavolo en la mano, podrán disertar, como ante una figura alegórica de l'Arena, respecto al significado de ese objeto. Al cabo de un momento aquella amiga suya de aspecto pobre y seco, que el primer día que las vi se burló tan malignamente del pobre viejo cuya testa rozaron los ligeros pies de Andrea, se acercó y dijo a 'Albertina: "Buenos días, ¿no te molesto?" Se había quitado el sombrero, que le estorbaba, y sus cabellos, como una variedad vegetal desconocida y deliciosa, le descansaban en la frente con toda la minuciosa delicadeza de su foliación; Albertina, quizá molesta por verla sin nada en la cabeza, no contestó, se mantuvo en un silencio glacial; pero, a pesar de todo, la otra se quedó, aunque Albertina la tenía a distancia arreglándoselas de modo que unos momentos andaba sola con ella… otros conmigo; dejando a su amiga atrás. Y para que me presentara no tuve más s remedio que pedírselo delante de la muchacha. Entonces, en el momento que Albertina dijo mi nombre, por la cara, por los ojos azules de aquella chiquilla que tan mala me pareció cuando dijo: "¡Pobre viejo, me da lástima!", vi pasar y resplandecer una sonrisa cordial y amable, y la muchacha me tendió la mano. Tenía el pelo dorado, y no sólo el pelo; porque afinque la cara era de color de rosa y los ojos azules, se parecían al purpúreo cielo matinal, donde asoma y brilla el oro por doquiera.

Yo me entusiasmé en seguida, y me dije que debía de ser una niña tímida cuando sentía cariño, que por mí, por simpatía a mí se quedó con nosotros no obstante los sofiones de Albertina, y que sin duda se había alegrado mucho al poder confesarme por fin, con aquella mirada sonriente y buena, que sería tan cariñosa conmigo como terrible era con los demás. Indudablemente, me había visto en la playa cuando yo aún no la conocía, y desde entonces debió de estar pensando en mí; quizá se había burlado del viejo para que Yo la admirara, y acaso porque no podía llegar a conocerme tuvo los días siguientes aquel aspecto melancólico. Muchas veces, desde el hotel la había visto pasearse por la playa. Probablemente lo hacía con la esperanza de encontrarme. Y ahora, molesta por la presencia de Albertina, como si ella sola hubiese sido toda la cuadrilla, no cabía duda que si se pegaba a nosotros sin hacer caso de la actitud cada vez más fría de su amiga era con la esperanza de quedarse la última, de citarse conmigo tara un rato en que pudiera escapar sin que se enteraran su familia y sus amigas, y darme cita en un sitio seguro antes de misa o después del golf Era muy difícil verla, porque Andrea estaba reñida con ella y la detestaba. "He estado aguantando mucho tiempo —me dijo esta última— su terrible doblez, su bajeza y las innumerables porquerías que me ha hecho, y todo lo aguanté por las demás. Pero su última acción va ha colmado la medida." Y me contó un chisme de esta muchacha que, en efecto, pudo haber perjudicado a Andrea.

Pero las palabras que me prometía la mirada de Giselia para cuando Albertina nos dejara solos no pudieron decirse, porque Albertina, colocada testarudamente entre los dos, contestó cada vez más brevemente a sus preguntas, y por fin acabó por no contestar nada, de modo que la otra tuvo que ceder el campo. Censuré a Albertina su conducta, tan poco agradable. "Así aprenderá a ser más discreta. No es mala muchacha, pero es muy latosa. No tiene por qué ir a meter la nariz en todas partes. ¿Por qué se pega a nosotros sin que nadie se lo pida? Ha faltado el canto de un duro para que la mande a freír espárragos. Además, no me gusta que lleve el pelo así, eso da muy mal tono." Miraba yo las mejillas a Albertina mientras que estaba hablando, y me preguntaba qué perfume y qué sabor tendrían; aquel día no tenía la tez fresca, sino lisa, de color rosa uniforme, violáceo, espeso, como esas rosas que parecen barnizadas de cera. A mí me entusiasmaban como le entusiasma a uno muchas veces una determinada flor. "No me he fijado bien en ella", respondí yo. "Pues la ha mirado bastante: parecía como si quisiera usted hacerle un retrato", me dijo Albertina, sin dejarse ablandar por la circunstancia de que ahora era ella a quien yo miraba fijamente. "Y no creo que le gustara a usted. No es nada flirt, ¿sabe? Y a ustedes se me figura que le gustan las muchachas que flirtean. De todos modos, no tendrá ya muchas ocasiones de ser Pegajosa y de recibir sofiones, porque se marcha pronto a París." "¿Y las otras amigas de usted se van también con ella?" "No; ella sola con la miss, porque tiene que repetir su examen; la pobreza necesitar empollar mucho. Lo cual no es muy divertido. Puede suceder que le toque a una un buen tema. ¡Hay casualidades tan grandes!… A una amiga nuestra le tocó éste: "Refiera usted un accidente que haya presenciado". ¡Eso es suerte! Pero conozco una muchacha que tuvo que disertar, y en el ejercicio escrito, sobre esta cosa: "¿De quién preferiría usted ser amiga, de Alcestes o de Philinte?" Lo que hubiera yo sudado con eso. En primer lugar, no es una pregunta para muchachas. Las muchachas tienen amistad con amigas, pero no se debe dar por supuesto que se tratan con hombres. (Esta frase me hizo temblar, porque me indicaba las pocas probabilidades que yo tenía de entrar a formar parte de la cuadrilla mocil.) Pero, en fin, aunque la pregunta se haga a muchachos, ¿qué es lo que se le ocurriría a usted decir de eso? Ha habido padres que han escrito al Gaulois quejándose de lo difíciles que son semejantes cuestiones. Y lo más curioso es que en una colección de los mejores ejercicios de alumnos premiados, el tema sale desarrollado dos veces y de dos maneras opuestas. Todo depende del catedrático. Uno quería que se dijese que Philinte era un hombre adulador y bellaco, y en cambio otro reconocía que había que admirara Alcestes, pero censuraba su aspereza y opinaba que era preferible como amigo Philinte. ¿Cómo quiere usted que las infelices estudiantes sepan a qué atenerse, cuando los catedráticos no están de acuerdo? Y eso no es nada, cada año está más difícil. Lo que es Giselia no podrá salir bien como no sea por una buena recomendación." Volví al hotel; mi abuela no estaba; la esperé un buen rato, y cuando llegó le supliqué que me dejara ir a una excursión, en condiciones inesperadas que acaso durase cuarenta y ocho horas; almorcé con ella, pedí un coche y mandé que me llevara a la estación. A Giselia no le extrañaría verme; cuando hubiésemos transbordado en Donciéres en el tren de París había un vagón con pasillo, y allí, aprovechándome del sueño de la miss, podríamos buscar un rincón donde escondernos, y me citaría con Giselia para mi vuelta a París, que procuraría yo se realizase lo antes posible. La acompañaría hasta Caen o Evreux, según lo que ella prefiriera, y luego volvería en el primer tren. ¡Qué hubiera dicho Giselia si hubiese sabido que estuve dudando mucho tiempo entre ella y sus amigas, y que tan pronto quise enamorarme de ella, como de Albertina, de la otra muchacha de los ojos claros, o de Rosamunda! Sentía remordimientos, ahora que un recíproco amor nos iba a unir a Giselia y a mí. En este momento hubiese yo podido asegurar a Giselia con toda veracidad que Albertina ya no me gustaba. La había visto aquella mañana cuando se volvía casi de espaldas a mí para hablar a Giselia. Inclinaba la cabeza con gesto enfurruñado, y el pelo, que llevaba echado atrás, más negro que nunca, y distinto de otras veces, brillaba cual si Albertina acabase de bañarse. Me recordó un pollo que sale del agua, y aquel pelo me hizo encarnar en Albertina otra alma distinta de la —que hasta entonces se ocultaba tras la cara de violeta y la misteriosa mirada. Por un instante todo lo que pude ver de Albertina fue ese pelo brillante, y eso era lo único que seguía viendo. Nuestra memoria se parece a esas tiendas que exponen en sus escaparates una fotografía de una persona y al día siguiente otra distinta, pero de la misma persona. Y por lo general la más reciente es la única que recordamos. Mientras que el cochero arreaba al caballo, yo ya escuchaba las frases de gratitud y cariño que me decía Giselia, y que brotaban todas de su sonrisa bondadosa y su mano tendida de antes; y es que en los períodos de mi vida en que yo estaba enamorado y quería estarlo, llevaba en mí no sólo un ideal físico de belleza entrevista, y que reconocía de lejos en toda mujer que pasaba a distancia bastante para que sus facciones confusas no se opusieran a la identificación, sino también el fantasma moral —dispuesto siempre a encarnarse— de la mujer que se iba a enamorar de mí y a decirme las réplicas en aquella comedia amorosa que tenía yo escrita en la cabeza desde niño, comedia que a mi parecer estaba deseando representar toda muchacha amable con tal de que tuviese un mínimum de disposiciones físicas para su papel. En esta obra, y cualquiera que fuese la nueva actriz que yo traía para que estrenara o repitiera ese papel, la escena, las peripecias y el texto conservaban una forma ne varietur.

Unos días después, y a pesar de las pocas ganas que Albertina tenía de presentarnos, ya conocía yo a toda la mocil bandada del primer día, que continuaba en Balbec completa (menos Giselia, a la que no pude ver en la estación, pues, con motivo de una larga parada en el portazgo y de un cambio de horas, llegué cuando ya hacía cinco minutos que había salido el tren, y ahora ya no me acordaba de ella); además, conocí a dos o tres amigas suyas que me presentaron porque yo se lo pedí. De suerte que como la esperanza del placer que había de causarme el trato con una muchacha nueva provenía de otra muchacha que me la había presentado, la más reciente venía a ser como una de esas variedades de rosas que se obtienen gracias a una rosa de otra especie. Y pasando de corola en corola por esta cadena de flores, la alegría de conocer a una más me impulsaba a volverme hacia aquella a quien se la debía, con gratitud tan llena de deseo como mi nueva esperanza. Al poco tiempo me pasaba todo el día con estas muchachas.

Pero, ¡ay!, que en la flor más fresca ya se pueden distinguir esos puntos imperceptibles que para un alma despierta dibujan lo que habrá de ser, por la desecación o fructificación de las carnes que hoy están en flor, la forma inmutable y ya predestinada de la simiente. Observa uno con deleite una naricilla parecida a una menuda ola deliciosamente henchida de agua matinal y que al parecer está inmóvil, y se puede dibujar porque el mar se muestra tan tranquilo y no se nota el mover de la marea. Los rostros humanos parece que no cambian cuando se los está mirando, porque la revolución que sufren es harto lenta para que podamos percibirla. Pero bastaba con ver junto a esas muchachas a sus madres o a sus tías para medir las distancias que por atracción interna de un tipo, generalmente horrible, habrían atravesado esas facciones en menos de treinta años, hasta la hora en que el mirar decae y el rostro que traspasó la línea del horizonte ya no recibe luz alguna. Yo sabía que lo mismo que existe, profundo e ineluctable, el patriotismo judío o el atavismo cristiano en aquellos que se consideran más libres del espíritu de raza, así bajo la rosada inflorescencia de Albertina, de Rosamunda, de Andrea, vivían sin que ellas lo supieran, y en reserva para las circunstancias, una nariz basta, una boca saliente y una gordura que extrañaría pero que en realidad se hallaba ya entre bastidores, dispuesta a salir a escena; igual que una vena de dreyfusismo, de clericalismo, repentina, imprevista, fatal; igual que un heroísmo nacionalista y feudal surgido de pronto al conjuro de las circunstancias, de una naturaleza anterior al individuo mismo, y con la cual piensa, vive evoluciona, se fortifica o muere el hombre sin poder distinguirla de los móviles particulares con que la confunde. Hasta mentalmente dependemos de las leyes naturales mucho más de lo que nos figuramos, y nuestra alma posee por anticipado, como una criptógama o gramínea determinada, las particularidades que se nos antojan escogidas por nosotros: Pero no somos capaces de aprehender más que las ideas secundarias, sin llegar a la causa primera (raza judía, familia francesa, etc.) que las produce necesariamente, y que se manifiesta en el momento que se desee: Y puede ser que aunque algunos pensamientos no nos parezcan resultado de una deliberación y ciertas dolencias efecto de una falta de higiene, tanto las ideas de que vivimos como la enfermedad de que morimos nos vengan de familia, como a las plantas amariposadas la forma de su simiente.

Allí en la playa de Balbec, cual plantío donde las flores se dan en épocas diferentes, había yo visto esas secas simientes, esos blandos tubérculos que mis amigas serían algún día. ¿Pero qué importaba eso? Ahora era el momento de las flores. Así que cuando la señora de Villeparisis me invitaba a un paseo, buscaba yo una excusa para no ir. No hice a Elstir más visitas que aquellas en que me acompañaron mis amigas: Ni siquiera pude encontrar una tarde para ir a Donciéres a ver a Saint-Loup, como se lo había prometido. El haber querido sustituir mis paseos con aquellas muchachas por una reunión mundana, una conversación seria o un coloquio de amigos me hubiese hecho el mismo efecto que si a la hora del almuerzo lo llevaran a uno no a comer, sino a ver un álbum. Los hombres jóvenes o viejos, las mujeres maduras o ancianas que a nosotros se nos figuran simpáticos los llevamos en realidad en una superficie plana e inconsistente, porque sólo tenemos conciencia de ellos por medio de la percepción visual reducida a sí misma; pero, en cambio, cuando esta percepción se dirige a una muchacha, va como delegada por los demás sentidos, que de ese moda buscan en una y en otra las cualidades de olor, de tacto y sabor, y las disfrutan sin la ayuda de manos ni labios; y como son capaces, gracias a las artes de transposición y al genio de síntesis, en que tanto sobresale el deseo, de reconstituir tras el color de las mejillas o del pecho la sensación de tacto y sabor, los roces vedados, resulta que dan a esas muchachas la misma consistencia melosa que a las rosas o a las uvas, cuando andan merodeando por una rosaleda o una viña, y se comen las flores o las frutas con los ojos.

Cuando llovía, aunque el mal tiempo no asustaba a Albertina y se la veía frecuentemente corriendo en bicicleta con su impermeable, aguantando los chaparrones, nos metíamos en el Casino que ahora me parecía imprescindible para semejantes días.

Despreciaba profundamente a las señoritas de Ambresac porque no habían entrado allí nunca. Y ayudaba con mucho gusto a mis amigas a hacer malas pasadas al profesor de baile. Por lo general, nos ganábamos algunas amonestaciones del arrendatario o de los empleados, que usurpaban poderes dictatoriales, porque mis amigas, hasta la misma Andrea (que precisamente por lo del salto se me figuró el primer día una criatura tan dionisíaca, y era, por el contrario, frágil, intelectual, y aquel año muy enfermiza, pero que, a pesar de eso, obedecía más que a su estado de salud al genio de la edad, que lo arrastra todo y confunde en la alegría a sanos y enfermos), no podían ir del vestíbulo al salón de fiestas sin tomar carrerilla y saltar por encima de las sillas, y volvían dejándose resbalar, como si patinaran, y guardando el equilibrio con un gracioso movimiento del brazo,' al propio tiempo que cantaban, mezclando así todas las artes en esta primera juventud, al modo de los poetas de los tiempos antiguos, para quienes los géneros no están aún separados y unen en un poema épico preceptos agrícolas y enseñanzas teológicas.

Esa Andrea, que el primer día me pareció la más fría de todas, era muchísimo más delicada, afectuosa y fina que Albertina, a la que trataba con cariñosa y acariciadora ternura de hermana mayor. En el Casino iba a sentarse a mi lado y sabía —a diferencia de Albertina— prescindir de un vals o hasta de ir al Casino cuando yo no me encontraba bien, para venir al hotel. Expresaba su amistad a Albertina y a mí con matices que revelaban deliciosísima comprensión de las cosas del afecto, comprensión acaso debida en parte a su estado enfermizo. Siempre sabía poner una sonrisa alegre para disculpar el infantilismo de Albertina, la cual expresaba con ingenua violencia la tentación irresistible que le ofrecían las diversiones, sin saber, como Andrea, renunciar a ellas y estarse mejor hablando conmigo. Cuando se acercaba la hora de una merienda en el golf, si estábamos todos juntos Albertina se preparaba y se acercaba a Andrea.

—Andrea, ¿qué estás esperando ahí? Ya sabes que hoy vamos a merendar al golf.

—No; yo me quedo hablando con él —respondía Andrea, señalándome a mí.

—Pero sabes que la señora de Durieux te ha invitado —exclamaba Albertina, como si la intención de Andrea de quedarse conmigo sólo se explicara por su ignorancia de que estaba invitada.

—Bueno, hija, no seas tonta —respondía Andrea.

Albertina no insistía más, temerosa de que le propusieran quedarse también. Sacudía la cabeza.

—Pues salte con la tuya —respondía, corno se le dice a un enfermo que se reata por placer poco a poco—; yo me largo porque me parece que tu reloj va atrasado.

Y salía a escape. "Es deliciosa, pero absurda", decía Andrea, envolviendo a su amiga en una sonrisa que era a la par caricia y juicio. Si Albertina se parecía algo, en esta afición a las diversiones, a la Gilberta de la primera época, es porque hay una cierta semejanza, aunque vaya evolucionando, entre las mujeres que nos enamoran sucesivamente, semejanza que proviene de la fijeza de nuestro temperamento, puesto que él es quien las escoge y elimina a todas aquellas que no sean a la vez opuestas y complementarias, es decir, adecuadas para dar satisfacción a nuestros sentidos y dolor a nuestro corazón. Son estas mujeres un producto de nuestro temperamento, una imagen, una proyección invertida, un "negativo" de nuestra sensibilidad. De modo que un novelista podría muy bien pintar durante el curso de la vida de su héroe casi exactamente iguales sus amores sucesivos, y con eso dar la impresión no de imitarse a sí mismo, sino de crear, puesto que menos fuerza demuestra una innovación artificial que una repetición destinada a sugerir una verdad nueva. Debería anotar además en o carácter del enamorado un índice de variación que se acusa a medida que va llegando a nuevas regiones y a otras latitudes de la vida. Y acaso lograría expresar una verdad más si pintara los caracteres de todos los personajes, pero guardándose de atribuir carácter alguno a la mujer amada. Porque ¿conocemos nosotros el carácter de las personas que nos son indiferentes; pero cómo nos va a ser posible comprender el carácter de un ser que se confunde con nuestra vida, y que ya no llegamos a separar de nosotros y sobre cuyos móviles hacemos constantemente ansiosas hipótesis, perpetuamente retocadas? 'Nuestra curiosidad por la mujer amada se lanza más allá de la inteligencia; en su carrera deja atrás el carácter de esa mujer, y aunque pudiéramos pararnos en ese punto, ya no nos darían ganas de hacerlo. El objeto de muestra inquietante investigación es más esencial que esas particularidades de carácter, semejantes a esos dibujillos de la epidermis cuyas variadas combinaciones forman la florida originalidad de la carne. Nuestra intuitiva radiación las atraviesa, y las imágenes que nos trae no son imágenes de un rostro determinado, sino que representan la triste y dolorosa universalidad de un esqueleto.

Como Andrea era muy rica y Albertina una pobre huérfana, Andrea, con suma generosidad, hacía que su amiga se aprovechara de su lujo. Los sentimientos que le inspiraba Giselia no eran exactamente los que yo me había figurado. Pronto se tuvieron noticias de la estudiante, y cuando Albertina enseñó la carta en la que Giselia daba noticias de su viaje y llegada a toda la cuadrilla, excusándose por no escribir a las demás, me sorprendió oír decir a Andrea, a la que yo suponía reñida mortalmente con Giselia: "Yo le voy a escribir mañana, porque si espero carta suya ya puedo esperar sentada, con lo perezosa que es". Y añadió, volviéndose hacia mí: "Usted puede que no la haya considerado como una gran cosa; pero es una buena muchacha y yo la tengo en mucha estima". De eso deduje que los enfados de Andrea no solían durar mucho.

Como todos los días, excepto los de lluvia, íbamos en bicicleta a los acantilados o al campo, yo me dedicaba a componerme con una hora de anticipación y me lamentaba cuando Francisca no había preparado bien mis cosas. Y Francisca, aun en París, en cuanto la encontraban en falta, y a pesar de que los años ya la iban encorvando, se ponía muy tiesa, toda llena de orgullo y de rabia, ella, tan modesta, humilde y simpática cuando se veía halagado su amor propio. Como ese amor propio era el resorte capital de su vida, la satisfacción y el buen humor de Francisca estaban en razón directa de la dificultad de las cosas que le mandaban. Y las que tenía que hacer en Balbec eran tan fáciles, que Francisca casi siempre daba muestras de descontento, el cual se centuplicaba y crecía con irónica expresión de orgullo cuando yo me quejaba en el momento de ir en busca de mis amigas de que no me había cepillado el sombrero o de que mis corbatas no estaban ordenadas. Ella, tan capaz de darse un gran trabajo y de decir luego que eso no era nada, al oír que una americana no estaba en su sitio, no sólo se jactaba del mucho cuidado con que "la guardó para que no cogiera polvo", sino que pronunciaba elogio en regla de sus trabajos, diciendo que aquel descanso de Balbec no era descanso y que no había en el mundo dos personas capaces de soportar esa vida. "Yo no sé cómo puede uno dejar todo tirado por aquí y por allá, y luego a ver quién se las entiende con ese revoltijo. Hasta el diablo perdería el seso." O se contentaba con poner cara de reina, lanzándome miradas incendiarias y manteniendo silencio absoluto, que rompía en cuanto salía del cuarto y empezaba a andar por el pasillo; entonces se oían por E' corredor frases que debían ser injuriosas, pero indistintas, como las de esos personajes que pronuncian las primeras palabras de su papel detrás de un bastidor, antes de entrar en escena. Y siempre que me preparaba yo a salir con mis amigas, aunque no faltara nada y Francisca estuviese de buen humor, se mostraba insoportable. Porque yo, en mi necesidad de hablar de aquellas muchachas, había dicho a Francisca unas cuantas bromas a ellas referentes, y ahora nuestra criada me las repetía, pero con un tono como de revelarme cosas que no eran ciertas, porque Francisca me había entendido mal, pero que, aun en caso de haberlo sido, las hubiese sabido yo antes que ella. Tenía, como todo el mundo, su carácter peculiar; una persona no se parece nunca a un camino recto, sino que nos asombra con sus imprevistos e inevitables rodeos, que los demás no ven, y por los que nos cuesta mucho trabajo pasar. Cada vez que llegaba yo a lo de: "¡El sombrero no está en su sitio!", o "¡Por vida de Andrea o de Albertina!", Francisca me obligaba a perderme por caminos extraviados y absurdos que me hacían gastar mucho tiempo. Lo mismo sucedía cuando le mandaba preparar bocadillos de queso o ensalada o comprar tartas para comerlas con mis amigas a la hora de la merienda; Francisca decía que ellas debían corresponder y convidarme también si no fuesen tan interesadas, porque entonces la asaltaba un atavismo de rapacidad y vulgaridad provincianas, como si el alma de la difunta Eulalia, a quien tanto envidió, se hubiera ido a encarnar, más graciosamente que en San Eloy, en los deliciosos cuerpos de mis amigas. Oía yo esas acusaciones de rabia de sentir que había llegado a uno de esos sitios en que el camino rústico y familiar que era el carácter de Francisca se ponía impracticable, felizmente no por mucho tiempo. Y cuando la americana había parecido y los bocadillos estaban preparados, me iba en busca de Andrea, Albertina y Rosamunda, y a veces de algunas Otras veces me hubiese gustado que los paseos fueran en días de mal tiempo. Entonces quería yo descubrir en Balbec "la tierra de los Cimerios", y los días buenos eran una cosa que no debía existir allí, una intrusión del vulgar verano de los bañistas en esta vieja región de las brumas. Pero ahora, todo aquello que antes desdeñaba, sin hacerle caso, no sólo los efectos del sol, sino las regatas, las carreras de caballos, habríalo buscado con ansia por la misma razón que antes me impulsaba a desear únicamente mares tempestuosos, y es que tanto una cosa como otra se referían a una idea estética. Y es porque mis amigas y yo habíamos ido algunas tardes a ver a Elstir, y cuando las muchachas estaban allí, a Elstir lo que más le gustaba enseñarnos eran apuntes de lindas yachtwomen [51] o dibujos hechos en un hipódromo de cerca de Balbec. Yo al principio confesé tímidamente a Elstir que no quise ir a las carreras que allí se habían celebrado. "Ha hecho usted mal —me dijo—, es muy curioso y muy bonito. En primer lugar, hay ese ser raro, el jockey [52] , en el que se posan tantas miradas, y que está allí delante del paddock [53] , serio, gris, con su casaca brillante, formando un todo con el caballo que retiene. ¡Ya ve usted si tendría interés sorprender sus movimientos profesionales, la mancha que ponen él y las cubiertas de los caballos en el campo de carreras, con tantas sombras y reflejos que sólo allí se ven! ¡Y qué bonitas suelen estar allí las mujeres! Sobre todo el primer día de carreras fue delicioso: había mujeres elegantísimas, en medio de una luz húmeda, holandesa, en la que se sentía subir, hasta en los mismos sitios del sol, el frío penetrante del agua. Nunca había visto ese tipo de mujer que llega en coche o la que está mirando con los gemelos, en una luz tan bonita, sin duda debida a la humedad del mar. ¡Cuánto me hubiera gustado pintarla! Volví de las carreras loco, con un deseo enorme de trabajar." Se extasió aún más hablando de las regatas, y comprendí que tanto las carreras como las reuniones de yachting [54] , todos los meetings [55] deportivos donde hay mujeres elegantemente vestidas bañándose en la glauca luz de un hipódromo marino, pueden ser para un artista moderno temas tan interesantes como las fiestas aquellas que tanto gustaban de describirnos un Veronés o un Carpaccio. "Su comparación de usted es muy exacta —me dijo Elstir—, porque la ciudad donde ellos pintaban esas fiestas es en parte ciudad náutica. Ahora, que la belleza de las embarcaciones de aquella época consistía, por lo general, en su pesadez, en su complicación. Había torneos marítimos, como aquí, dados, por lo general, en honor de alguna embajada como la que Carpaccio representó en "La leyenda de Santa Ursula". Los barcos eran macizos, construidos al modo de edificios, y casi parecían anfibios, como Venecias chicas dentro de la Venecia grande, cuando, unidos por puentes volantes y cubiertos de raso carmesí y de tapices persas, llevaban su carga de mujeres con trajes de brocado color cereza o de verde damasco junto a los grandes balcones incrustados de mármoles multicolores en donde estaban asomadas, mirando, otras damas, con sus trajes de negras mangas con vueltas blancas, bordadas de perlas o exornadas con encajes. No se sabía dónde acababa la tierra y dónde empezaba el agua, y ni si se estaba aún en un palacio o se había pasado ya al navío, a la carabela, a la galeaza, al Bucentauro". Albertina escuchaba con ardorosa atención todos esos detalles de trajes e imágenes de lujo que nos describía Elstir. ¡Cuánto me gustaría ver esas blondas que dice usted! ¡Es tan bonito el punto de Venecia!… exclamó—.

De qué buena gana iría a Venecia!" "Quizá pueda usted ver pronto —le dijo Elstir— esas telas maravillosas que allí se llevaban. Hasta ahora sólo se veían en los cuadros de los pintores venecianos o en los tesoros de algunas iglesias; alguna salía a la venta de tarde en tarde. Pero dicen que un artista veneciano, Fortuny, ha dado con el secreto de su fabricación y que dentro de algunos años las mujeres podrán lucir en sus paseos, y sobre todo en su casa, brocados tan espléndidos como aquellos que Venecia adornaba con dibujos de Oriente para dedicárselos a sus damas patricias. Pero yo no sé si eso llegaría a gustarme del todo. Si no resultará un poco anacrónico para mujeres de hoy, aun luciéndose en unas regatas; porque, volviendo a nuestros barcos modernos de recreo, son todo lo contrario de los tiempos de Venecia, "reina del Adriático". El encanto supremo de un yate, del modo de amueblar un yate, de las toilettes del yachting, es su sencillez de cosa marina, y ¡como a mí me gusta tanto el mar…!

Confieso a ustedes que prefiero las modas de hoy a las modas de la época del Veronés y hasta de Carpaccio. Lo que tienen de bonito nuestros yates —sobre todo los medianos; a mí no me gustan los barcos enormes, grandotes; pasa como con los sombreros: hay que respetar un cierto límite de proporción— es esa cosa lisa, sencilla, clara, gris, que cuando el tiempo está velado toma una suavidad de crema. Es menester que la cámara donde esté uno parezca un café menudito. Y con los trajes femeninos en un yate pasa lo mismo; lo gracioso son esos trajes ligeros blancos, lisos, de hilo, de linón, de seda de China, de cutí, que con el sol y el azul del mar toman una blancura tan deslumbrante como una vela blanca. Claro que hay pocas mujeres que sepan vestir; pero, sin embargo, se ven algunas maravillosas. En las carreras estaba la señorita Lea con un sombrerito blanco y una sombrillita blanca también, que iba deliciosa. ¡Daría cualquier cosa por una sombrillita!" A mí me habría gustado saber en qué se distinguía esa sombrilla de las demás, y lo mismo le pasaba a Albertina, aunque por otras razones de coquetería femenina. Pero, lo mismo que decía Francisca refiriéndose a los soufflés, que era cosa de "coger el punto", lo distintivo de esa sombrilla era el arte con que estaba cortada. "Era redondita, muy chica, como un quitasol chino", dijo Elstir. Cité yo las sombrillas de algunas damas conocidas, pero no se parecían, según el pintor; Elstir consideraba todas esas sombrillas muy feas. Hombre de gusto muy exigente y exquisito, se fijaba en una nadería en la que estribaba toda la diferencia entre una cosa que llevaban las tres cuartas partes de las mujeres y a él le horrorizaba, y una cosa bonita; y, al contrario de lo que me pasaba a mí, para quien todo lujo era cosa esterilizadora, a él el lujo le exaltaba el deseo de pintar, "para hacer cosas tan bonitas".

—Ahí tiene usted, esta pequeña ha comprendido cómo eran el sombrero y la sombrilla que digo —me indicó Elstir, señalando a Albertina, en cuyos ojos brillaba la codicia.

—¡Lo que me gustaría ser rica y tener un yate! —dijo ella al pintor—. Usted me daría consejos para amueblar el barco. ¡Y qué bonitos viajes haría! ¡Qué gusto poder ir a las regatas de Cowes! ¿Y un automóvil? ¿No le gustan a usted las modas de mujer para el automóvil?

—No —respondió Elstir—, pero ya vendrá eso. Lo que pasa es que hay pocos modistas buenos… Callot, aunque abusa un poco del encaje; Doucet, Cheruit, y a ratos Paquin. Los demás son horribles.

—¿De modo que entonces hay una diferencia enorme entre un traje de Callot y el de otro modista cualquiera? —pregunté yo a Albertina.

—¡Pues claro, criatura, enorme! ¡Ay, usted dispense! Lo malo es que lo que en otra parte cuesta trescientos francos en su casa vale dos mil. Pero no se parecen nada; sólo resultan parecidos para la gente que no entiende.

—Exactamente —dijo Elstir—, aunque no hasta el punto de que la diferencia sea tan honda como entre una estatua de la catedral de Reims y una de Saint Augustin. Y a propósito de catedrales —añadió, volviéndose hacia mí, porque iba a hacer referencia a una conversación en que no habían intervenido las muchachas y que, además, no les hubiera interesado—: el otro día hablábamos de la iglesia de Balbec como de un enorme acantilado, un brote de piedra del país; ahora es al revés: mire usted —me dijo, enseñándome una acuarela— estos acantilados (es un apunte de muy cerca de aquí, de los Creuniers); ¡cómo recuerdan a una catedral estas rocas recortadas con tanta fuerza y tanta delicadeza!

En efecto, parecían inmensos aros de bóveda de color rosa. Pero como los había pintado un día de calor tórrido, se ofrecían como reducidos a polvo, volatilizados por el calor, que casi se había embebido el mar, el cual figuraba en casi toda la extensión del lienzo en estado gaseoso. Aquel día la luz casi había destruido la realidad, y ésta se había concentrado en criaturas sombrías y transparentes que, por contraste, daban una impresión de vida más penetrante y próxima: las sombras. Sedientas de frescura, la mayor parte de ellas huyeron de la inflamada mar y se refugiaron al pie de las rocas, al abrigo del sol; otras nadaban lentamente por las aguas como delfines, pegándose a los flancos de las errantes barcas y alargando los casos de las embarcaciones con su cuerpo brillante y azulado. Quizá esa sed de frescura que comunicaban las sombras era lo que más contribuía a dar la sensación del calor del día, y por eso exclamé que sentía mucho no conocer ese sitio. Albertina y Andrea aseguraron que yo debía de haber ido por allí muchas veces. Y en este caso, sin saberlo ni sospecharlo quizá, algún día esos acantilados podrían darme esa sed de belleza, no natural como la que yo buscara hasta aquí en los de Balbec, sino más bien arquitectónica. Sobre todo, yo, que había ido a Balbec a ver el reino de las tempestades, y que en iris paseos con la señora de Villeparisis nunca encontraba el Océano (que muchas veces no veía más que de lejos, pintado entre los árboles) bastante real, líquido y vivo, dando verdaderamente la impresión de lanzar sus masas de agua yo, que no hubiese querido ver el mar inmóvil sino cuando se cubriera con la invernal mortaja de la bruma, ¿cómo iba a imaginarme que ahora soñaría con un mar que era puro vapor blanquecino, sin consistencia ni color? Y es que Elstir, al modo de aquellas personas que se abandonaban a sus ensueños en las barcas, adormiladas de calor, saboreó el encanto del mar hasta enorme profundidad y supo traer al lienzo y fijar en él el imperceptible reflujo del agua, la pulsación de un momento de felicidad; y de pronto se sentía uno tan enamorado de ese mar, al ver su mágico retrato, que nuestro único pensamiento era correr el mundo para dar con aquel día huido, con toda la gracia instantánea y dormida.

De suerte que si antes de esas 'visitas a Elstir, antes de haber visto una marina suya donde había una muchacha con traje de linón o de barés, en un yate que arbolaba la bandera americana, y que puso el "duplicado" espiritual de un traje de linón blanco y de una bandera en mi imaginación, inmediatamente impulsada por un deseo insaciable hacia el dominio de los trajes de linón blanco y de las banderas marinas, como si nunca hubiera visto eso; antes, digo, de ese descubrimiento, yo, siempre que estaba delante del mar, me esforzaba por expulsar de mi campo visual los bañistas del primer término y los yates de velas tan blancas como un traje de playa, es decir, todo lo que me estorbaba para convencerme de que estaba contemplando las ondas inmemoriales que desplegaban su misteriosa vida aun antes de la aparición de la especie humana; y hasta los días de radiante luz se me antojaba que daban el aspecto frívolo del verano de todas partes a esa costa de tempestades y de nieblas, y no eran sino un simple tiempo de descanso, lo que en música se llama un compás de espera, mientras que ahora lo que se me representaba como funesto accidente era el mal tiempo, que no tenía lugar adecuado en el mundo de la belleza, y deseaba yo ardientemente ir a buscar en la realidad lo que tanto me exaltaba en el arte, y hasta la esperanza tenía de que el tiempo fuese lo bastante favorable para poder ver desde lo alto del acantilado las mismas sombras azules que había en el cuadro de Elstir.

Cuando iba por la carretera no hacía con las manos una pantalla protectora, como en esos días en que concebía a la Naturaleza cual si estuviese animada de una vida anterior a la aparición del hombre y opuesta a todos esos fastidiosos perfeccionamientos de la industria que hasta entonces me hacían bostezar en las exposiciones universales o en las tiendas de los modistas; esos días en que no quería ver más que la sección de mar en que no hubiera vapores, de modo que se me representara el Océano como inmemorial, contemporáneo aun de las edades en que estuvo separado de la tierra, por lo menos contemporáneo de los primeros siglos de Grecia, porque así podía decirme con toda verosimilitud los versos del "amigo Leconte de Lisle", tan gratos a Bloch:

Partieron ya los reyes de tajantes navíos,
Y ¡ay! que se llevan por el mar tempestuoso
A los recios varones de la heroica Hélade.

Ahora ya no podía yo despreciar a las sombrereras, puesto que Elstir me había dicho que ese delicado ademán con que hacen la última arruga, la suprema caricia a los lazos o a las plumas de un sombrero acabado, le interesaría tanto dibujarlo como las posturas de los jockeys (cosa que encantó a Albertina). Pero para las sombrereras había que esperar mi regreso a París, y para las carreras y regatas, mi regreso a Balbec al año siguiente, porque en aquella temporada ya no había más. Ni siquiera podía uno encontrar un yate con damas vestidas de blanco linón.

Solíamos cruzarnos con las hermanas de Bloch, y yo no tenía más remedio que saludarlas, desde que había cenado en casa de su padre. Mis amigas no las trataban. "No me dejan jugar con muchachas israelitas", decía Albertina. La manera que tenía de pronunciar la palabra israelita, recalcando la s, ya hubiese bastado, aun sin oír la frase que iba a seguir, para indicar que no eran precisamente de simpatía los sentimientos que con respecto al pueblo elegido animaban a estas jóvenes burguesas, de familias devotas y que debían de creer sin dificultad que los judíos degollaban a los niños cristianos. "Además, tienen un tono repugnante esas amigas de usted", me decía Andrea con una sonrisa que significaba que ella sabía muy bien que no eran amigas mías "Como todo lo que tenga algo que ver con la tribu", añadía Albertina con la entonación sentenciosa de una persona de experiencia. A decir verdad, las hermanas de Blocb, que al par que llevaban demasiados trapos iban medio desnudas, con su aspecto lánguido atrevido, fastuoso y sucio, no cansaban muy buena impresión. Y tina prima de ellas, que no tenía más que quince años, escandalizaba a todo el Casino por su ostentosa admiración a la señorita Lea cuyo talento de actriz admiraba mucho Bloch padre, aunque a él no se le podía censurar como a sil sobrina, porque nadie decía que se inclinara más hacia los hombres.

Algunos días merendábamos en algún ventorrillo de los alrededores de Balbec. Eran establecimientos medio ventas medio granjas, y se llamaban Granja de los Ecorres, de María Teresa, de la Cruz d'Heulan, de Bagatelle, de California y de María Antonieta Esta última fue la que escogió nuestra cuadrilla.

Pero otras veces, en vez de ir a tina granja, subíamos hasta lo alto de los acantilados, y allá arriba, sentados en la hierba, deshacíamos nuestro paquete de sandwiches y pasteles. Mis amigas preferían los sandwiches y se extrañaban de que yo no comiera más que un pastel de chocolate, muy historiado de azúcar al modo gótico, o una tarta de albaricoque. Y es que con los bocadillos de queso o de ensalada, manjares nuevos e ignorantes, yo no tenía nada que hablar. Pero los pasteles eran muy sabios, y muy charlatanas las tartas. Había en los primeros ciertos empalagos de crema y en las segundas unas frescuras frutales que sabían muchas cosas de Combray, de Gilberta; no sólo de la Gilberta de Combray, sino de la de París, en cuyas meriendas los comía yo. Me recordaban esos platitos de postre de Las mil y una noches, que tanto distraían a mi tía Leoncia con sus "argumentos" cuando Francisca le llevaba, ora Aladino o La lámpara maravillosa, ora Alí Babá, El durmiente despierto, o Simbad el marino embarcándose en Basora con todos sus tesoros. Mucho me hubiese yo alegrado de volver a ver esos platos; pero mi abuela no sabía adónde habían ido a parar, y suponía además que eran ordinarios, comprados en la misma región. Pero eso no importaba; porque yo veía incrustarse aquellos platos con sus figuras multicolores en ese Combray champañés y grisáceo del mismo modo que estaban incrustadas en la iglesia las vidrieras de cambiante pedrería, las proyecciones de la linterna mágica en la luz crepuscular de mi cuarto, las orientales flores de botón de oro y las lilas de Persia delante de la estación y el ferrocarril del pueblo, y la colección de porcelana antigua de China de mi tía en su sombría casa de señora provinciana.

Echado en las rocas, no veía delante de mi más que unos prados, y por encima de ellos, no los siete cielos de la física cristiana, sino la superposición de dos únicos, uno más obscuro, el mar, y otro arriba, un poco más pálido. Merendábamos, y si yo había traído algún pequeño recuerdo que fuese del agrado de alguna de las muchachas, para regalárselo, la alegría henchía su traslúcido rostro, vuelto rojo de pronto, con tanta violencia, que la boca no podía contenerla, y para dejarla salir estallaba de risa. Estaban todas a mí alrededor, y entre sus caras, muy poco separadas unas de otras, el aire trazaba veredas azules, como jardinero que quiere abrir algún espacio para poder andar él en medio de un bosquecillo de rosas. Cuando se nos habían agotado los víveres jugábamos a juegos que antes me parecían tontos; juegos tan infantiles a veces como "La torre en guardia" o "Al que se ría primero"; pero ahora no habría yo renunciado a ellos por todo un imperio; la aurora de juventud que arrebolaba aún la cara de aquellas mozas, y que a mí, a mis años, ya no me alcanzaba, lo iluminaba todo delante de ellas y, lo mismo que la fluida pintura de algunos primitivos, hacía destacarse los detalles más insignificantes de su vida sobre un fondo de oro. Casi todos los rostros de las muchachas se confundían con aquel arrebol confuso de la aurora, del que aun no habían surgido las verdaderas facciones. Sólo se veía un color delicioso, tras el cual era imposible discernir lo que habría de ser el perfil unos años más adelante. El de hoy no era definitivo y muy bien podía ocurrir que fuese un parecido momentáneo con algún pariente difunto al que quiso la Naturaleza dedicar 'esta cortesía conmemorativa. Llega tan presto el instante en que ya no queda nada que esperar, cuando el cuerpo se concreta en una inmovilidad que no promete más sorpresas, cuando se pierde toda esperanza al ver, lo mismo que se ven las hojas muertas en los árboles del estío, cómo se cae el pelo o cómo encanece en cabezas juveniles, y es tan corta esta mañana radiante, que acaba uno por no gustar sino de las muchachitas muy jóvenes, en cuyos cuerpos está laborando aún la carne como preciosa pasta. No son más que una masa de materias dúctiles, trabajada a cada momento por la impresión pasajera que las domina. Parece que cada una de estas muchachas es sucesivamente una estatuilla de la alegría, de la seriedad juvenil, del mimo, del asombro; estatuilla modelada por una expresión franca, completa, pero fugitiva. Esa plasticidad presta suma variedad y encanto a las amables atenciones que con nosotros tiene una muchacha. Verdad es que también son indispensables en las mujeres, y que una mujer a quien no gustamos o que no nos demuestra que le agradamos, en seguida se nos hace fastidiosamente monótona. Pero tales atenciones, cuando ya se tiene cierta edad, no se pintan con blancas fluctuaciones en el rostro, porque éste ya está endurecido para siempre por las luchas de la existencia y será eternamente militante o extático. Hay unos que, merced a la fuerza continua de esa obediencia que somete la esposa al esposo, parecen, más que cara de mujer, gesto de soldado; otro, trabajado por los sacrificios diarios que hizo una madre por sus hijos, es rostro de apóstol. Y alguno existe de mujer que, tras muchos años de trabajos y tempestades, se le puso cara de lobo de mar y sólo por los vestidos se conoce su femineidad. Claro que las atenciones de una mujer querida esmaltan de delicias las horas que a su lado pasamos. Pero no es ella para nosotros sucesivas mujeres diferentes. Su alegría es una cosa externa, ajena a un rostro que no muda de expresión. Pero la adolescencia es anterior a la solidificación completa, y de ahí que se sienta junto a las muchachas jóvenes esa frescura que inspira el espectáculo de formas en constante cambio, jugando en una inestable oposición que nos recuerda el perpetuo crear y recrear de los elementos primordiales de la Naturaleza que en el mar contemplamos.

Y no sólo sacrificaba yo una reunión mundana o un paseo con la señora de Villeparisis por el juego del hurón o de las adivinanzas con mis amigas. Saint-Loup me había mandado decir varias veces que, puesto que yo no iba a verlo a Donciéres, tenía pedida una licencia de veinticuatro horas, que pasaría en Balbec conmigo. Y yo siempre le escribía que no viniese, invocando el pretexto de que aquel día precisamente tenía que salir de Balbec para hacer una visita de cumplido con mi abuela. Y sin duda debió de pensar de mí muy mal al saber por su tía qué visita era ésa y qué personas eran las que yo tenía que acompañar, en vez de a mi abuela. Y, sin embargo, quizá no hacía yo del todo mal en sacrificar no sólo los placeres de la sociedad, sino los de la amistad, al gusto de pasar todo el día en ese jardín. Los seres que tienen la posibilidad de vivir para sí mismos —claro que esto seres son los artistas, y yo estaba convencido hacía mucho tiempo de que no lo sería nunca— tienen también el deber de vivir para sí mismos; y la amistad es una dispensa de ese deber, una abdicación personal. La conversación, el modo de expresión de la amistad, es una divagación superficial que no nos deja nada que ganar. Podemos estarnos hablando una vida sin hacer otra cosa que repetir indefinidamente la vacuidad de un minuto, mientras que el andar del pensamiento en el trabajo solitario dé la creación artística se cumple en sentido de profundidad, en la dirección única que no nos está cerrada y por la que podemos adelantar, aunque con mucho trabajo, es cierto, para lograr una verdad. Y la amistad no sólo carece de virtualidad, como la conversación, sino que además es funesta. Porque la impresión de aburrimiento, es decir, de quedarse en la superficie de sí mismo, en vez de continuar los viajes de exploración por dentro de las profundidades, que no puede por menos de sentir junto a un amigo cualquiera de nosotros que obedezca a una ley de desarrollo puramente interna, esa impresión de aburrimiento, digo, viene la amistad y nos convence para que la rectifiquemos cuando estamos solos, para que recordemos con emoción las palabras que nos dijo nuestro amigo, considerándolas como preciosos dones; cuando en realidad nosotros no somos al modo de fábrica arquitectónica a la que se pueden añadir piedras desde fuera, sino árboles que sacan de su propia savia cada nuevo nudo de su tallo, cada capa superior de su follaje. Y yo me mentía a mí mismo, interrumpía mi crecimiento en el único sentido en que realmente podía crecer y ser feliz, siempre que me felicitaba de que me quisiera y admirara un ser tan bueno, tan inteligente, tan solicitado como Saint-Loup, siempre que adaptaba mi inteligencia no a mis propias impresiones tenebrosas, que era mi deber aclarar, sino a las palabras de mi amigo, porque repitiéndomelas —haciendo que me las repitiera ese otro yo que vive en nosotros y en el que descargamos con tanto gusto el peso de pensar— me esforzaba por encontrar una belleza muy distinta de la que perseguía yo silenciosamente cuando estaba solo, pero que daría más mérito a Roberto, a mí mismo y a mi vida. En la vida que con tal amigo vivía yo me veía delicadamente resguardado de la soledad, con noble deseo de sacrificarme por él, es decir, incapaz de realizarme a mí mismo. Pero, por el contrario, junto a aquellas muchachas, si bien el placer que yo gozaba era egoísta, por lo menos no se basaba en esa mentira que tiene la pretensión de hacernos creer que no estamos irremediablemente solos, mentira que nos impide reconocer que cuándo estamos hablando con otros no somos nosotros los que hablamos, sino que entonces somos hechura de los extraños y no hechura de nuestro yo, tan diferente de ellos. Las palabras que nos decíamos las muchachas y yo no tenían interés, eran muy escasas, y yo las aislaba por mi parte con grandes silencios. Cosa que no era obstáculo para que tuviera tanto deleite en oírlas como en mirarlas, en descubrir en la voz de cada una un cuadro de vivo color. Escuchaba encantado sus gorjeos. El amor sirve de ayuda para discernir y diferenciar. En un bosque el aficionado a pájaros distingue en seguida la manera de piar característica de cada pájaro, y que el vulgo confunde. Y el aficionado a muchachas sabe que las voces humanas son aún más variadas. Cada una tiene más notas que el más rico instrumento. Y las agrupa en combinaciones tan inagotables como la infinita variedad de las personalidades. Cuando hablaba con alguna de mis amigas veía yo que el cuadro original y único de su individualidad era ingeniosamente dibujado y tiránicamente impuesto, tanto por las inflexiones de la voz como por las del rostro, y que había, pues, dos espectáculos que traducían cada uno en su plano, la misma singular realidad. Indudablemente, las líneas de la voz, como las del rostro, no se habían fijado aún definitivamente; la voz se mudaría, la cara habría de cambiar. Lo mismo que los niños tienen una glándula cuya secreción les sirve de ayuda para digerir la leche de la madre, glándula que desaparece en las personas mayores, así estas chicas tenían en su gorjeo notas que ya no tienen las mujeres. Y tocaban ese variadísimo instrumento con sus labios, muy aplicadas, entusiasmadas, como esos angelitos de Bellini que son también atributo exclusivo de la juventud. Más adelante esas muchachas perderían el acento de entusiasta convicción que tanto encanto prestaba a las más sencillas cosas: Albertina, que con un tono de autoridad soltaba chistes escuchados admirativamente por las pequeñas, hasta que un reír loco se apoderaba de ellas con la violencia irresistible de un estornudo; 'Andrea, que hablaba de sus trabajos escolares, aun más infantiles que sus juegos, con gravedad esencialmente pueril; y sus palabras denotaban como esas estrofas de los tiempos antiguos, cuando la poesía, poco diferenciada todavía de la música, se declamaba en notas diferentes. A pesar de todo, la voz de estas muchachas acusaba ya claramente la manera que cada cual tenía de ver la vida, tan individual, que sería demasiado generalizar el decir de ellas "ésta lo echa todo a broma", "aquélla va de afirmación en afirmación", "esa otra se queda en la duda expectativa". Nuestras facciones no son más que gestos convertidos por el hábito en definitivos. La naturaleza, lo mismo que la catástrofe de Pompeya o una metamorfosis de ninfa, nos ha inmovilizado en un ademán habitual. Y así, nuestra entonación de voz contiene nuestra filosofía de la vida, aquello que la persona se dice de las cosas a cada instante. Indudablemente, esos rasgos no eran sólo de esas muchachas, sino de sus padres. El individuo está metido en algo más general que él. Según eso, los padres dan algo más que ese gesto habitual que constituye las facciones y la voz: dan determinadas maneras de hablar, frases consagradas, que, tan inconscientes como una entonación y casi tan profundas, indican asimismo un modo de ver la vida. Claro que con las muchachas ocurre que sus padres no les transmiten algunas de estas expresiones hasta una determinada edad; por lo general, cuando ya son mujeres. Las guardan en reserva. Así, por ejemplo, cuando se hablaba de los cuadros de un amigo de Elstir, Andrea, que llevaba aún trenza, no podía utilizar la misma expresión que su madre y su hermana casada: "Dicen que el hombre es encantador". Pero ya llegaría, cuando llegase el permiso para ir al Palais Royal. Y desde que había hecho la primera comunión, Albertina decía, como una amiga de su tía: "Eso me parecería atroz". Le habían legado también la costumbre de repetir lo que le decían, para que pareciese que se interesaba y que quería formar juicio de las cosas. Si decían de un pintor que sus cuadros eran bonitos o que tenía una linda casa, Albertina exclamaba: "¡Ah! ¿Con que sus cuadros son bonitos? ¿,Con que tiene una linda casa?" Y más general aún que la herencia familiar era la sabrosa materia, impuesta por la provincia original, de la que ellas sacaban sil voz y que mordían a veces con sus entonaciones. Cuando Andrea punteaba secamente una nota grave, no podía evitar que las cuerdas perigordinas de su instrumento vocal dieran un sonido cantarino muy en armonía con la pureza meridional de sus facciones; y en Rosamunda la calidad de su cara y de su voz del Norte respondían continuamente a los jugueteos de su propietaria con el acento peculiar de su provincia. Y yo notaba como un hermoso diálogo entre esa provincia y el temperamento de la muchacha, que dictaba las inflexiones. Diálogo nada discorde. Nadie habría sido capaz de separar a la muchacha de su país natal. Ella sigue siendo él. Además, esa reacción de los materiales locales sobre el genio que los utiliza, y al que presta nueva lozanía, no contribuye a que la obra sea menos individual, y ya se trate de la labor de un arquitecto, de un ebanista o de un músico, sigue reflejando minuciosamente los sutilísimos rasgos de la personalidad del artista, aunque éste tenga que trabajar en la piedra molar de Senlis o en la piedra arenisca de Estrasburgo, aunque respete los nudos peculiares del fresno o aunque haya tenido en cuenta, al escribir los límites y recursos, la sonoridad y posibilidades de la flauta y del alto.

Yo sentía todo esto; pero, sin embargo, hablábamos muy poco. Mientras que con la señora de Villeparisis o con Roberto habría yo mostrado en mis palabras más alegría de la realmente sentida, porque cuando me separaba de ellos iba cansado, en cambio aquí, echado en medio de esas muchachas, la plenitud de mi sentimiento superaba con mucho la pobreza y escasez de nuestra palabra y se desbordaba de entre los límites de mi inmovilidad y mi silencio en oleadas de felicidad, que iban a morir acariciadoras al pie de aquellas rosas tempranas.

Para un convaleciente que se está todo el día descansando en un jardín o un huerto, el olor de flores y frutos no impregna tan profundamente las mil pequeñeces que componen su diario ocio como me empapaba a mí el alma aquel color y aquel aroma que mis miradas iban a buscar en esas muchachas, y cuya suavidad acababa por incorporarse a mi ser. De análogo modo van las uvas azucarándose poco a poco al sol. Y aquellos juegos tan sencillos, por virtud de su lenta continuidad, determinaron en mí, como en esas personas que no hacen más que estar echadas a la orilla del mar, respirando la sal marina y tostándose, un gran descanso, una sonrisa de beatitud, un deslumbramiento que me ganó la vista.

De cuando en cuando, una amable atención de alguna chica despertaba en mí amplias vibraciones, que por un instante alejaban de mi ánimo el deseo de las demás muchachas. Un día Albertina dijo: "¿Quién tiene un lápiz?'" Andrea dio el lápiz, Rosamunda el papel, y Albertina entonces: "Mirad, niñitas, cuidadito con querer ver lo que voy poniendo aquí". Y después de aplicarse mucho a hacer la letra clara, escribiendo encima de su rodilla, me dio el papel, diciéndome: "Que no lo vean éstas". Lo desdoblé; había escrito: "Lo quiero a usted mucho".

"Pero en vez de estar escribiendo tonterías —exclamó de pronto, muy impetuosa y grave, volviéndose hacia Andrea y Rosamunda—, más vale que os enseñe la carta de Giselia que he recibido esta mañana. Estoy tonta; la tenía en el bolsillo, y es para una cosa que nos puede ser muy útil." Giselia creyó conveniente mandar a su amiga, para que ella se lo enseñara a las otras, el ejercicio de composición literaria que había hecho en el examen. Albertina tenía miedo a los temas que solían dar; pero aquellos dos que le tocaron a Giselia para escoger eran aún más difíciles.

El primero decía: "Sófocles escribe desde los Infiernos a Racine para consolarlo del fracaso de Athalie; y el segundo: "Supóngase que después del estreno de Esther, madama de Sevigné escribe a madama de Lafayette diciéndole cuánto sintió que no estuviese presente". Giselia, por cumplir mejor, cosa que debió de llegar al alma de los profesores, escogió primero el que era más difícil, y tan bien lo desarrollé, que la calificaron con catorce puntos y el tribunal la felicitó. Y hubiese tenido la nota de "muy bien" a no ser porque en el ejercicio de español estuvo "pez". Albertina nos leyó inmediatamente la copia del ejercicio que le había dado Giselia, porque, como ella tenía que examinarse también, quería ver lo que opinaba Andrea, que sabía más que ninguna y podía dar buenos consejos. "¡Hay que ver la suerte que ha tenido! —dijo Albertina—. Es un tema que le había hecho empollarse aquí su profesora de gramática." La carta de Sófocles a Racine redactada por Giselia comenzaba de esta manera: "Mi querido amigo: Perdóneme que le escriba sin haber tenido el gusto de conocerlo personalmente; pero su nueva tragedia Athalie me dé muestra que ha estudiado usted perfectamente mis modestas obras. No ha puesto usted versos en labios de los protagonistas o personajes principales del drama, pero sí los ha escrito usted, y realmente deliciosos, se lo digo sin ninguna lisonja, para los coros que según dicen hacían muy bien en la tragedia griega, pero que en Francia son una verdadera novedad. Además, su talento de usted, tan suelto y esmerado, tan delicioso, delicado y fino, llega aquí a un brío por el que lo felicito. Athalie y Joad son dos personajes que no hubiese construido mejor su rival Corneille. Los caracteres son viriles; la intriga, sencilla y sólida. Es ésta la tragedia que no gira sobre el tema del amor, y por esta novedad le doy mi sincera enhorabuena. Los preceptos más famosos no siempre son los que mayor verdad encierran. Le citaré como ejemplo:

Pintadnos el amor con todas sus pasiones,
Con eso ganaréis todos los corazones.

Y usted ha demostrado que el sentimiento religioso rebosante en los coros sabe conmover también. El público vulgar acaso esté desconcertado, pero los entendidos le hacen a usted justicia. Quiero, pues, darle mil enhorabuenas y a ellas añadir, mi querido compañero, mi muy sentido afecto". Mientras estuvo leyendo, los ojos de Albertina echaban chispas. "¡Es cosa de creer que lo ha copiado de alguna parte! Nunca me figuré a Giselia capaz de escribir un ejercicio así. Y esos versos que cita, ¿de dónde los habrá sacado?" La admiración de Albertina cambió de objeto; pero aun creció, muy aplicada y hecha toda ojos, cuando Andrea, consultada por ser la mayor y más "empollada", habló primero del ejercicio de Giselia con cierta ironía y luego con ligereza que apenas si disimulaba su verdadera seriedad, para acabar rehaciendo a su modo la misma carta. "No está mal —dijo a Albertina—; pero yo en tu caso, si me tocara el mismo tema, cosa que puede ocurrir, porque lo dan mucho, no lo haría así. Mira cómo lo tomaría. En primer término, no me dejaría llevar por el entusiasmo, como ha hecho Giselia; escribiría en una cuartilla aparte mi plan. Primero, el planteamiento de la cuestión y la exposición del tema; luego, las ideas generales que han de entrar en su desarrollo; y por fin, la apreciación, el estilo y la conclusión. Así, como se inspira una en un resumen, ya sabe adónde va. Ya en cuanto comienza la exposición del tema, o, si prefieres decirlo así, Titina, puesto que se trata de una carta, en cuanto entra en materia, Giselia empieza a colarse. Al escribir a un hombre del siglo XVII, Sófocles no debía poner: "Mi querido amigo." "Claro —exclamó Albertina, muy fogosa—; debió de haber puesto: "Mi querido Racine". Habría estado mucho mejor." "No —respondió Andrea en tono un poco burlón—, lo que debió de poner es: "Señor mío". Y lo mismo para acabar la carta: debió de buscar una frase por el estilo de ésta: "Permitidme, señor (o, a lo sumo, señor mío), que me tenga por muy servidor vuestro". Además, Giselia dice que los coros en Athalie son una novedad. Y se le olvida Esther y dos tragedias poco conocidas, pero que fueron analizadas este año por el catedrático: de modo que con sólo citarlas, como es su chifladura, la aprueban a una. Son Les juives, de Robert y Garnier, y L' Aman, de Montchrestien." 'Andrea, al citar esos dos títulos, no logró disimular enteramente una idea de benévola superioridad, que se expresó en una sonrisa, muy graciosa por cierto. Albertina no pudo contenerse. "Andrea, hija mía, eres aplastante. Escríbeme los títulos de esas dos obras. Figúrate tú qué suerte si me tocara eso; aunque fuera en el oral las citaba, y hacía un efecto bestial". Pero luego, siempre que Albertina preguntó a Andrea los nombres de las dos tragedias, para apuntarlos, su sabia amiga decía que se le habían olvidado y nunca se acordaba. "Además —prosiguió Andrea, con tono de imperceptible desdén para aquellas compañeras tan infantiles, pero muy satisfecha por ganarse su admiración, y dando más importancia de lo que aparentaba a la explicación de cómo habría desarrollado el tema—; además, Sófocles en los Infiernos debe de estar bien enterado, y por consiguiente, saber que Athalie no se representó en público, sino ante el Rey Sol y algunos cortesanos privilegiados. Lo que dice Giselia de la estima de los entendidos está bien, pero pudo haberlo completado. A Sófocles, en su calidad de inmortal, se le puede atribuir don profético, y así anunciaría que, a juicio de Voltaire, Athalie no sólo es la obra magistral de Racine, sino de todo el género humano." Albertina se bebía materialmente todas estas palabras. Los ojos le echaban fuego. Rechazó profundamente indignada la proposición que hizo Rosamunda de ponerse a jugar. "Y, por último —dijo Andrea, con el mismo tono indiferente desenvuelto y un poco burlón, pero muy convencida—, si Giselia hubiese apuntado primero las ideas generales que tenía que desarrollar, quizá se le habría ocurrido hacer lo que yo hubiera hecho en su caso: mostrar la diferencia que existe entre la inspiración religiosa de los coros de Sófocles y los de Racime. Y hubiera puesto en boca de Sófocles la observación de que aunque los coros de Racine están empapados de sentimiento religioso, como los de la tragedia griega, sin embargo, no se trata de los mismos dioses. El de Joad nada tiene que ver con el de Sófocles. Y, claro, de ahí viene, naturalmente, después del final del desarrollo, la conclusión. No importa que las creencias sean diferentes. Sófocles tendría reparo en insistir en eso. Temeroso de herir las convicciones de Racine, insinúa a este respecto algunas palabras de sus maestros de Port Royal y sé limita a felicitar a su émulo por lo elevado de su astro poético."

A Albertina, con la admiración y la atención sostenidas le entró tal calor, que estaba sudando a chorros. Andrea seguía con su flemática calma de dandy femenino: "Tampoco estaría mal citar algunos juicios de críticos famosos", añadió antes de que empezáramos a jugar. "Sí, eso me han dicho —respondió Albertina—. En general, los más recomendables son Sainte-Beuve y Merlet, ¿verdad?" "Sí, no estás descaminada —replicó Andrea—. Merlet y Sainte-Beuve no caerían mal. Pero sobre todo hay que citar a Deltour y a Gascq Desfossés." A pesar de las súplicas de Albertina, Andrea se negó a escribirle los nombres de estos dos críticos.

A todo esto estaba pensando en la hojita del block-notes que me había pasado Albertina. "Lo quiero a usted mucho"; y una hora después, mientras bajábamos por los caminos, demasiado a pico para mi gusto, que llevaban a Balbec, me decía que con ella tendría yo mi novela.

El estado caracterizado por el conjunto de signos en que solemos reconocer que estamos enamorados, por ejemplo, las órdenes dadas al criado para que no me despertara en ningún caso, salvo en el de la visita de alguna de aquellas muchachas; las palpitaciones de corazón que me entraban cuando las estaba esperando (cualquiera que fuese la que había de venir) y mi cólera si no había encontrado un barbero que me afeitara y tenía que presentarme así delante de Albertina, Rosamunda y Andrea; ese estado, digo, que iba renaciendo alternativamente por una u otra de las muchachas, difería tanto de lo que llamamos amor como difiere la vida humana de la de los zoófitos, en los que la existencia o la individualidad, si es lícito decirlo, está repartida entre distintos organismos. Pero la Historia Natural nos enseña que semejante estado existe, y nuestra propia vida, por poco entrada que esté ya, también nos afirma en la realidad de los estados que no sospechábamos antes y por los que tenemos que pasar, para dejarlos atrás en seguida. Y así era para mí aquel estado de amor dividido simultáneamente entre varias muchachas. Dividido o, mejor dicho, indiviso, porque por lo general mi mayor delicia, lo que me parecía más distinto del resto del mundo, y se me iba entrando en el corazón hasta el punto de que la esperanza de volverlo a ver al otro día se convirtió en la mayor alegría de mi vida, era el grupo de todas las muchachas, visto en el conjunto de aquellas tardes en los acantilados, mientras transcurría el oreado tiempo, en aquella franja de hierba donde fueron a colocarse las figuras, tan excitantes para mi imaginación, de Albertina, Rosamunda y Andrea; y por eso aquel lugar me era tan precioso sin poder decir por causa de cuál de ellas ni qué muchacha era la que más ganas tenía yo de querer. Al comienzo de unos amores, lo mismo que en su final, no nos sentimos exclusivamente apegados al objeto de ese amor, sino que el deseo de amar, de donde él nace (y más tarde, el recuerdo que deja), vaga voluptuosamente por una zona de delicias intercambiables —muchas veces meras delicias de naturaleza, de golosina, de habitación—, lo bastante armónicas entre sí para que el deseo no se sienta en ninguna de ellas como en tierra extraña. Además, como delante de las muchachas no sentía yo el hastío que determina la costumbre, cada vez que me encontraba en su presencia tenía la facultad de verlas, es decir, de sentir un profundo asombro. Indudablemente, ese asombro se debe en parte a que tal persona nos presenta un nuevo aspecto de sí misma; pero también consiste en que la multiplicidad de aspectos de cada ser es muy grande, así como la riqueza de líneas de su rostro y cuerpo, líneas que difícilmente encontramos cuando ya no estamos al lado de la persona misma; en la sencillez arbitraria de nuestro recuerdo. Como la memoria escoge una determinada particularidad que nos atrajo, la aisla, la exagera convirtiendo a una mujer que nos pareció alta en estudio en que aparece con desmesurada estatura, o a otra que se nos figuró rosada y rubia en una pura "armonía en rosa y oro"; en el momento en que esa mujer vuelve a estar junto a nosotros todas las demás cualidades olvidadas que hacían contrapeso a aquélla nos asaltan en toda su complejidad confusa, rebajan la estatura, disuelven el color rosa y reemplazan aquello que vinimos a buscar exclusivamente por otros detalles que ahora recordarnos haber visto la primera vez, y no nos explicamos por qué no esperábamos verlos también ahora. Nuestro recuerdo nos guiaba; íbamos al encuentro de un pavón y dimos con tina peonia. Y ese inevitable asombro no es el único; porque hay otro al lado; que proviene no ya de la diferencia entre la realidad y las estilizaciones del recuerdo, sino de la diferencia entre el ser que vimos la ultima vez y este que se: nos aparece ahora con otra luz mostrándonos un nuevo aspecto El rostro humano es realmente como el de un dios de la teogonía oriental: todo racimo de caras Yuxtapuestas en distintos planos y que no se ven al mismo tiempo. Pero en gran parte nuestro asombro se basa en que el ser nos presenta la misma cara. Nos sería menester un esfuerzo tan grande para volver a crear todo lo que nos fue ofrecido por algo que no somos nosotros —aunque sea el sabor de una fruta— que apenas recibimos la impresión bajamos insensiblemente por la cuesta del recuerdo, y sin darnos cuenta al poco rato estamos ya muy lejos de lo que sentimos. De modo que cada nueva entrevista es una especie de reafirmación que vuelve a llevarnos a lo que habíamos visto bien. Pero ya no nos acordábamos, porque eso que se llama recordar a un ser, en realidad es olvidarlo. Mientras que sepamos ver, en el momento en que se nos aparezca el rasgo olvidado lo reconocemos, tenemos que rectificar la descarriada línea, y de ahí que en la perpetua y fecunda sorpresa, por la que me eran tan saludables y suaves aquellos diarios encuentros con las muchachas —a la orilla del mar, entrasen por partes iguales los descubrimientos y las reminiscencias. Añádase a eso la agitación despertada por la idea de lo que ellas eran para mí, nunca idéntica a lo que me había creído, por lo cual la esperanza de la próxima reunión nunca se parecía a la esperanza precedente, sino al recuerdo, vibrante aún, de la última entrevista, y así se comprenderá cómo cada paseo imponía a iris pensamientos un violento cambio de ruta, y no en aquella dirección que yo me trazara en la soledad de mi cuarto con la cabeza muy descansada. Y esa dirección se quedaba olvidada, suprimida, cuando volvía yo vibrando como una colmena con todas las frases que me habían preocupado y que seguían resonando en mí. Todo ser se destruye cuando dejamos de verlo; su aparición siguiente es tina creación nueva distinta de la inmediata, anterior, y a veces distinta de todas las anteriores. Porque dos es el número mínimo de variedad que reina en esas creaciones. Si nos acordamos de un mirar enérgico y una facha atrevida, inevitablemente la vez próxima nos chocará, es decir, veremos casi exclusivamente un lánguido perfil y una soñadora dulzura, cosas que pasamos por alto en el recuerdo precedente. En la confrontación de nuestro recuerdo con la realidad nueva, esto es lo que habrá de marcar nuestra decepción o sorpresa, y se nos aparece como retoque de la realidad avisándonos de que nos habíamos acordado mal. Y a su vez este aspecto del rostro desdeñado la vez anterior, y cabalmente por ello más seductor ahora, más real y rectificativo, se convertirá en materia de sueños y recuerdos. Y lo que desearemos ver ahora será un perfil suave y lánguido, una expresión de dulce ensueño. Pero a la vez siguiente de nuevo vendrá aquel elemento voluntarioso del mirar penetrante, de la nariz puntiaguda y los apretados labios a corregir la desviación existente entre nuestro deseo y el objeto que creía corresponder. Claro que esa fidelidad a las impresiones primeras, y puramente físicas, que siempre volvía a encontrar junto a mis amigas, no se refería únicamente a sus facciones, puesto que ya se vio cuán sensible era yo a su voz, todavía más inquietante (porque la voz ni siquiera ofrece las superficies singulares y sensuales del rostro, sino que forma parte del inaccesible abismo que da el vértigo de los besos desesperanzados), aquella voz suya semejante al sonar único de un lindo instrumento en el que cada cual ponía toda su alma y que era exclusivamente suyo. A veces me asombraba yo al reconocer, tras pasajero olvido, la línea profunda de alguna de esas voces trazada por determinada inflexión. Tan es así, que las rectificaciones que tenía yo que hacer a cada nuevo encuentro, para volver a lo perfectamente justo, tan propias eran de un afinador o de un maestro de canto como de un dibujante.

La armoniosa cohesión en la que iban a neutralizarse hacía algún tiempo, por la resistencia que cada una oponía a la expansión de las demás; las diversas ondas sentimentales que en mí propagaban aquellas muchachas, se vio rota en favor de Albertina una tarde que estábamos jugando al juego del hurón y el anillo. Era en un bosquecillo situado junto al acantilado. Colocado entre dos muchachas que no eran de mi cuadrilla das habían llevado mis amigas porque aquella tarde teníamos que ser muchos), miraba yo con envidia al muchacho que estaba al lado de Albertina; pensando que si yo estuviera en su puesto podría quizá tocar las manos de mi amiga en aquellos minutos inesperados que acaso no habían de volver nunca y que tan lejos podían llevarme. Ya el solo contacto de las manos de Albertina, sin pensar en las consecuencias que pudiera traer, me parecía cosa deliciosa. Y no es porque no hubiese yo visto nunca manos más bonitas que las suyas. Sin salir del grupo de sus amigas, las manos de Andrea, delgadas y mucho más finas, tenían una especie de vida particular dócil al mandato de la muchacha, pero independiente, y a veces se estiraban aquellas manos delante de Andrea como magníficos lebreles, con actitudes de pereza o de profundos ensueños, con bruscos alargamientos de falange, todo lo cual había movido a Elstir a hacer varios estudios de esas manos. En uno de ellos se veía a Andrea con las manos puestas al calor del fuego, y parecían con aquella luz tan diáfanamente doradas como dos hojas de otoño. Pero las manos de Albertina eran más gruesas, y por un momento cedían a la presión de la mano que las estrechaba, pero luego sabían resistir, dando una sensación muy particular. La presión de la mano de Albertina tenía una suavidad sensual muy en armonía con la coloración rosada, levemente malva, de su tez. Con esa presión parecía que se entraba uno en la muchacha, en la profundidad de sus sentidos, lo mismo que la sonoridad de su risa, indecente como un arrullo de paloma o ciertos gritos. Era una de esas mujeres a las que gusta tanto estrechar la mano que está uno reconocido a la civilización por haber hecho del shake hand [56] un acto corriente entre muchachos y muchachas que se encuentran. Si las arbitrarias costumbres de la cortesía hubieran sustituido esta forma de saludo por otra, habría yo mirado todos los días las manos intangibles de Albertina con curiosidad tan ardiente por conocer su contacto como la que sentía por enterarme de a qué sabían sus mejillas. Pero en el placer de tener sus manos entre las mías un rato si hubiese sido yo su vecino de juego, veía yo algo más que ese placer mismo; ¡qué de confidencias, cuántas declaraciones calladas hasta aquí por timidez no hubiera yo podido confiar a ciertos apretones de mano; qué fácil le hubiese sido a ella contestar del mismo modo mostrándome que aceptaba! ¡Qué complicidad, qué comienzo de voluptuosidades! Mi amor podía hacer más progresos en unos minutos pasados a su lado que en todo el tiempo que la conocía. Y no podía estar de nervioso, porque veía que esos momentos acabarían ya pronto, dejaríamos de jugar al anillo, y entonces ya sería tarde. Me dejé coger el anillo adrede, y en medio del círculo hacía como que no veía pasar la sortija y la iba siguiendo atentamente con la vista, en espera de que llegara a manos del vecino de Albertina, la cual, riéndose a todo trapo, y con la animación y alegría del juego, estaba de color de rosa. "Precisamente nos hallamos en el Bosque bonito", me dijo Andrea señalando a los árboles que nos rodeaban, con una sonrisa del mirar que no era más que para mí y que parecía pasar por encima de los jugadores, como si nosotros dos fuésemos los únicos bastante inteligentes para desdoblarnos y poder decir a propósito del juego una cosa de carácter poético. Y llevó su delicadeza de espíritu hasta el punto de cantar, sin tener ganas, aquello de "Por aquí pasó, damitas, el hurón del Bosque bonito, por aquí pasó el hurón", como esas personas que no pueden ir al Trianón sin dar una fiesta Luis XVI o que se divierten en hacer cantar una canción en el ambiente mismo para el que fue escrita. Y sin duda habríame yo entristecido al no encontrar encanto alguno en esa identificación propuesta por Andrea, caso de haber tenido la cabeza para pensar en eso. Pero mi pensamiento andaba por otras cosas. Todos los jugadores empezaban ya a asombrarse de mi estupidez, al ver que no cogía la sortija. Miré a Albertina, tan guapa, tan indiferente, tan contenta; a Albertina, que sin preverlo iba a ser mi vecina de juego cuando cogiera yo el anillo en las manos que era menester, gracias a una combinación que ella no sospechaba y que la hubiese enfadado mucho. Con la fiebre del juego el peinado de Albertina estaba medio deshecho y le caían por la cara unos mechones rizosos, cine con su obscura sequedad aun hacían resaltar mejor la rosada piel. "Tiene usted las trenzas como Laura Dianti, como Leonor de Guyena y como aquella descendiente suya que tanto quiso Chateaubriand. Debía usted llevar siempre el pelo un poco caído", le dije yo al oído para poder acercarme a ella. De pronto la sortija pasó al vecino de Albertina Me lancé sobre él, le abrí brutalmente las manos y tuvo que ir a ponerse en medio del círculo, mientras que yo ocupé su lugar junto a Albertina. Unos minutos antes envidiaba yo a aquel muchacho al ver que sus manos, corriendo por la cinta, se encontraban a cada momento con las de Albertina. Pero ahora que me había tocado a mí su puesto, yo, harto tímido para buscar ese contacto, harto emocionado para poder saborearlo, no sentí más que el golpeteo rápido y doloroso de mi corazón. Hubo un momento en que Albertina inclinó hacia mí su cara llena y rosada, con expresión de complicidad, haciendo como que tenía la sortija para engañar al hurón y que no mirara hacia el sitio por donde estaba pasando el anillo. Comprendí en seguida que las miradas de inteligencia que Albertina me dirigía eran argucia del juego, pero me emocionó mucho el ver pasar por sus ojos la imagen, puramente simulada por la necesidad del juego, de un secreto, de un acuerdo que no existía entre nosotros, pero que desde entonces me pareció posible y cosa divinamente grata. Cuando me exaltaba yo con esa idea sentí una ligera presión de la mano de Albertina en la mía y vi que me lanzaba una ojeada procurando que nadie lo advirtiera. De repente, todo un tropel de esperanzas, hasta entonces invisibles para mí, se cristalizaron "Se aprovecha del juego para decirme que me quiere mucho", pensé yo, en el colmo de la alegría; pero caí inmediatamente de mi altura al oír que Albertina me decía, rabiosa: "Pero cójala usted; hace una hora que se la estoy dando"., La pena me atontó, solté la cinta, y el que hacía de hurón vio la sortija y se lanzó sobre ella; yo tuve que volverme al centro del círculo, desesperado, a mirar cómo seguía el juego en desenfrenada ronda a mi alrededor, blanco de las burlas de todas las muchachas y puesto en el trance, para contestarles, de reírme yo también, cuando tan pocas ganas tenía, mientras que Albertina no paraba de decir "Cuando uno no se fija, no se juega para hacer perder a los demás. Los días que se juegue a esto no se lo invita, Andrea, o no vengo yo". Andrea estaba muy por encima del juego, cantando su canción del "Bosque bonito", que por espíritu de imitación y sin convicción alguna continuaba Rosamunda; y con ánimo de desviar las censuras de Albertina me dijo: "Estamos a dos pasos de esos Creuniers que tantas ganas tiene usted de ver. Lo voy a llevar allá por una sendita preciosa mientras que estas locas hacen las niñas de ocho años". Como Andrea era muy buena conmigo, por el camino le fui diciendo de Albertina todo lo que me parecía más adecuado para que ésta me correspondiera. Andrea me contestó que ella también la quería mucho, que era encantadora; pero, sin embargo, mis elogios de su amiga parece que no le hicieron mucha gracia. De pronto, al ir por el caminito, en hondonada, me paré, herido en el corazón por un recuerdo de mi niñez: acababa de reconocer en las hojitas recortadas y brillantes que asomaban por un lado una mata de espino blanco, sin flores ¡ay! desde la pasada primavera. En torno flotaba una atmósfera de añejos meses de María, de tardes dominicales, de creencias y errores dados al olvido. Quería apoderarmé de esa atmósfera. Me paré un segundo, y Andrea, por encantadora adivinación, me dejó hablar un instante con las hojas del arbusto. Yo les pregunté por las flores, por aquellas flores de espino blanco que parecen alegres muchachillas atolondradas, coquetas y piadosas. "Ya hace mucho que se fueron esas señoritas", me decían las hojas. Y quizá pensaban que yo, para ser tan amigo de ellas como aseguraba, no parecía muy bien enterado de sus costumbres. Gran amigo, sí, pero que no las había vuelto a ver hacía años, a pesar de sus promesas. Y sin embargo, así como Gilberta fue mi primer amor de muchacho, ellas fueron mi amor primero por una flor. "Sí, ya sé que se van allá a mediados de junio —respondí—; pero me gusta ver el sitio en donde vivían aquí. Fueron a verme a mi cuarto, en Combray, una vez que estuve yo malo; las guiaba mi madre. Y luego nos veíamos los sábados por la tarde en el mes de María. ¿Y las de aquí, van también?" "Pues claro. Hay mucho interés porque esas señoritas vayan a la iglesia de Saint-Denis du Désert, que es la parroquia más cercana". "¿Entonces, para verlas…?" "Hasta mayo del año que viene, no." "¿Pero puedo estar seguro de que vendrán?" "Todos los años vienen." "Lo que no sé es si sabré dar con este sitio." "Sí, ya lo creo; esas señoritas son tan alegres que no dejan de reír más que para cantar cánticos: de manera que no tiene pérdida, desde la entrada del sendero ya notará usted su olor."

Volví con Andrea y seguí haciéndole elogios de Albertina. Yo estaba seguro de que se los repetiría a la interesada, dada la insistencia que yo ponía en ellos. Y, sin embargo, nunca se lo dijo, que yo sepa. Aunque Andrea era mucho más inteligente que Albertina para las cosas de sentimiento y más refinada en su bondad, tenía siempre alguna la palabra o la acción que más delicadeza: encontrar la mirada, ingeniosamente podían agradar, callarse una observación que pudiese ser penosa, sacrificar (sin que pareciera sacrificio) una hora de juego, o hasta una reunión o una, Garden-panty, por quedarse con un amigo o amiga preocupados; demostrándoles así que prefería su compañía a los placeres frívolos. Pero cuando se la conocía más pensaba uno de ella que era como esos heroicos cobardes que no quieren tener miedo y cuya bravura es de especial mérito; porque parecía que en el fondo de su carácter no había nada de la bondad que manifestaba a cada instante por distinción moral, por sensibilidad, por noble voluntad de ser buena amiga. Al oír las cosas encantadoras que me decía respecto a unas posibles relaciones entre Albertina y yo, cualquiera diría que iba a trabajar con todas sus fuerzas porque fuesen una realidad.

Cuando la verdad es, quizá por casualidad que nunca puso de su parte ni lo más mínimo de lo que ella podía para unirse a Albertina, y no me atrevería yo a jurar que mi esfuerzo para lograr el amor de Albertina no haya tenido por efecto, ya que no el provocar maniobras secretas de Andrea para contrariar mis designios, por lo menos el despertar en ella una cólera muy bien oculta, eso sí, y contra la cual acaso ella luchaba por delicadeza. Albertina hubiese sido incapaz de los mil refinamientos de bondad que tenía Andrea, y, sin embargo, no estaba yo tan seguro de la bondad de la segunda como lo estuve luego de la bondad de Albertina. Se mostraba siempre Andrea cariñosamente indulgente con la exuberante frivolidad de Albertina; tenía para ésta palabras y sonrisas muy de amiga, y lo que es más, se portaba con ella como una amiga. Yo la he visto día por día darse más trabajo porque su amiga pobre se aprovechara de su lujo y por hacerla feliz, sin tener el menor interés en ello que el que se da un cortesano para captarse el favor real. Cuando delante de ella compadecían a Albertina por su pobreza, Andrea se ponía encantadoramente cariñosa, se le ocurrían palabras tristes y deliciosas, y por su amiga pobre se tomaba muchas más molestias que por una rica. Pero si alguien sugería que Albertina no era tan pobre como decían, una nube apenas discernible velaba la frente y el mirar de Andrea, que parecía ponerse de mal humor. Y si se llegaba a decir que a pesar de todo no le sería tan difícil encontrar marido, Andrea contradecía tal afirmación calurosamente y repetía, casi con rabia: "No; es imposible que se case. Lo sé muy bien, y bastante pena que me da". En lo que a mí se refería, ella era la única de las muchachas que no viniera a contarme alguna cosa desagradable que hubiesen dicho de mí; y si era yo el que lo contaba, hacía como que no lo creía o daba una explicación de la cosa que le quitaba su carácter ofensivo; el conjunto de estas cualidades es lo que se llama tacto. Y suele ser patrimonio de esas personas que cuando nos batimos nos dan la enhorabuena y añaden que no había motivo rara haber ido al terreno, con objeto de ensalzar más aún el valor de que hemos dado pruebas sin necesidad. Son todo lo contrario de esas gentes que en la misma circunstancia nos dicen:

"Ha debido de molestarle a usted mucho eso de batirse; pero, claro, no iba usted a tragarse el insulto: no había otro remedio".

Pero como todo tiene su pro y su contra, si el placer, o por lo menos la indiferencia de nuestros amigos en contarnos una cosa ofensiva que alguien dijo de nosotros demuestra que no se ponen en nuestro lugar en ese momento y que hunden el alfiler o el cuchillo como en una badana, el arte de ocultarnos siempre lo que puede sernos desagradable de las palabras ajenas o de la opinión que ellos formaron según esas palabras puede indicar en la otra clase de amigos, en los amigos llenos de tacto, una fuerte dosis de disimulo. Pero no hay inconveniente alguno en ello, si, en efecto, no piensan mal y si ese dicho los hiere como nos heriría a nosotros mismos. Yo creí que esto es lo que pasaba con Andrea, aunque sin estar absolutamente seguro.

Habíamos salido del bosquecillo y anduvimos por tina red ele caminitos solitarios que Andrea conocía muy bien. "Ahí tiene usted —me dijo de pronto— esos famosos Creuniers; y tiene usted suerte: precisamente con el tiempo y la luz misma que en el cuadro de Elstir." Pero aun estaba yo harto triste por haber caído durante el juego del anillo de aquella cumbre de esperanzas. Y no tuve todo el placer que yo me esperaba al distinguir de pronto, allí a iris pies, acurrucadas entre las rocas donde iban a resguardarse contra el calor, a aquellas diosas marinas que Elstir supo acechar y sorprender, bajo un barniz sombrío tan bello como el de un Leonardo de Vinci, las Sombras abrigadas y furtivas, ágiles y silenciosas, prontas a meterse debajo de una piedra o en un tronco en cuanto se moviera una oleada de luz y a volver en cuanto pasara la amenaza de aquel rayo junto a la roca o el alga, bajo el sol, que desmigajaba los acantilados, y el descolorido océano, de cuyo dormitar parecían ellas guardianas inmóviles y ligeras que asomaban a flor ele agua su cuerpo pegajoso y el mirar atento de sus ojos obscuros.

Fuimos en busca de las demás muchachas para emprender la vuelta. Yo ya sabía que estaba enamorado de Albertina; pero, desgraciadamente, no me preocupaba el decírselo a ella. Y es que desde mis tiempos de juego en los Campos Elíseos mi concepción del amor había cambiado mucho, aunque los seres a quienes se consagró mi amor sucesivamente eran casi idénticos. Por una parte, la confesión, la declaración de mi cariño a la mujer amada no me parecía ya una de las escenas capitales y necesarias del amor, ni éste una realidad exterior, sino tan sólo un placer subjetivo. Y me daba yo cuenta de que Albertina echaría más leña al fuego de ese placer cuanto menos enterada estuviese de su existencia.

Durante la vuelta, la imagen de Albertina, bañada en la luz que emanaba de las otras muchachas, no fue la única que para mí había. Pero al igual de la luna, que de día no es más que una nubecilla blanca de forma más caracterizada y fija que las demás, y que recobra toda su potencia en cuanto la luz diurna se extingue, así cuando volví al hotel la imagen única de Albertina surgió de mi corazón y empezó a brillar. Ahora de pronto mi cuarto me parecía completamente nuevo. Claro que ya hacía mucho tiempo que no era el cuarto enemigo de la primera noche. El hombre va modificando incansablemente la morada que habita, y a medida que la costumbre nos dispensa de sentir suprimimos los elementos nocivos de color, dimensión y olor que objetivaban nuestro malestar. Ya no era aquel cuarto, con bastante imperio aún sobre mi sensibilidad, aunque no para hacerme sufrir, sino para darme alegría, la tina donde iban a bañarse los días claros, haciendo rebrillar aquella especie de piscina hasta la mitad de su altura con un azul empapado de luz, cubierto por momentos por una vela refleja y fugitiva, impalpable y blanca cual emanación del calor; ni el cuarto, puramente estético, de las tardes pictóricas era el cuarto donde había pasado yo tantos días que ahora ya no lo veía. Pero aquella tarde de nuevo volví a fijarme en él, mas desde ese punto de vista egoísta propio del amor. Pensaba yo que el gran espejo y las elegantes librerías harían a Albertina muy buena impresión si alguna vez venía a verme. Y en vez de un lugar de transición, donde pasaba yo un momento antes de escapar a la playa o a Rivebelle, mi cuarto tornaba a ser real y grato y se renovaba porque miraba y apreciaba yo cada uno de sus muebles con los ojos de Albertina.

Unos días después de aquella tarde de juego salimos de paseo y anduvimos más de la cuenta; así, que nos alegramos mucho de encontrar en Maineville dos cochecitos de dos asientos de los llamados tonneaux, gracias a los cuales podríamos estar de vuelta en Balbec a la hora de cenar; yo, impulsado por la gran vivacidad que ya había tomado mi amor a Albertina, propuse que viniera conmigo en un coche a Andrea, primero, y a Rosamunda, después; a Albertina no le dije nada; pero tras de haber invitado preferentemente a Andrea y a Rosamunda convencí a todo el mundo, cual si fuese en contra de mi deseo y por consideraciones secundarias de hora, de camino y de abrigos, de que lo más práctico era que viniese conmigo Albertina, y puse cara de resignado por ir en su compañía. Desgraciadamente, el amor tiende a la asimilación completa de un ser, y como nadie es comestible por la mera conversación, aunque Albertina estuvo sumamente amable durante la vuelta, cuando la dejé en su casa me quedé yo con más hambre aún de ella que al salir y no conté los momentos que habíamos pasado juntos más que como un preludio, sin gran importancia intrínseca, de los que vendrían después Y sin embargo, tenía ese encanto primigenio que no se vuelve a encontrar nunca. Todavía no había pedido nada a Albertina. Podía imaginarse lo que yo deseaba; pero como no está segura supondría que yo no aspiraba sino a relaciones sin ninguna validad precisa, en las que mi amiga vería esa deliciosa ceguedad, tan rica en esperadas sorpresas, que se llama lo novelesco.

A la semana siguiente no busqué apenas a Albertina. Hice como que prefería a Andrea. Empieza el amor, y querría uno seguir siendo para la amada ese ser desconocido del que ella se puede enamorar, pero al mismo tiempo se la necesita, se siente la necesidad de llegar no tanto a su cuerpo como a su atención, a su corazón. Insinúa uno en una carta una pequeña maldad que obligue a la indiferente a pedirnos algún favor, y el amor, con arreglo a una técnica infalible, va apretando para nosotros, con movimiento alterno, ese engranaje que nos coge de tal manera que ya no podemos dejar de amar ni ser amados. Consagraba yo a Andrea las horas en que las otras iban a alguna reunión a la que Andrea renunciaba con gusto por mí, pero a la que habría renunciado también sin ninguna gana por elegancia moral, para que no se creyeran las otras, ni ella misma, que concedía valor a un placer relativamente mundano. Y me arreglé para quedarme todas las tardes con ella, no con ánimo de inspirar celos a Albertina, sino de ganar aún más en opinión suya, q al menos no perder como habría ocurrido si le hubiese dicho que yo la quería a ella y no a Andrea. Tampoco decía la verdad a Andrea por miedo a que se lo contara a su amiga. Cuando hablaba yo a Andrea de Albertina afectaba gran frialdad; pero quizá se dejó ella engañar menos por mi indiferencia fingida que yo por su credulidad aparente. Hacía ella como si se creyera que Albertina me era indiferente y deseara que llegase a haber entre nosotros una perfecta unión. Cuando, por el contrario, lo probable era que ni creía en una cosa ni deseaba la otra. Y mientras que le estaba yo diciendo que su amiga me preocupaba muy poco, tenía mi pensamiento puesto en la manera de entrar en relación con la señora de Bontemps, que estaba pasando una corta temporada cerca de Balbec y se llevaría a Albertina a estar con ella tres olías. Claro que yo no dejé transparentar mi deseo a Andrea, y le hablaba de la familia de Albertina sin dar a la cosa ninguna importancia. Las respuestas explícitas de Andrea parecía que no ponían mi sinceridad en tela de juicio. Pero, sin embargo, un día se le escapó esta frase: "Precisamente hoy he visto a la tía de Albertina". Claro es que no me había dicho: "He estado muy bien por detrás de sus palabras de usted, lanzadas como al azar, que no piensa usted más que en hacer amistad con la tía de Albertina". Pero aquella palabra precisamente parecía responder a la presencia en el ánimo de Andrea de una idea semejante, que consideraba más delicado ocultarme. Pertenecía esa palabra a la misma familia que algunas miradas y ademanes que aunque no tengan tina forma lógica y racional, directamente elaborada para el que escucha, llegan a sus oídos con su verdadera significación, lo mismo que la palabra humana, transformada en electricidad en el teléfono, vuelve a hacerse palabra para que la oigan. Con objeto de borrar del ánimo de Andrea la idea de que me preocupaba la señora dé Bontemps, ahora hablé de ella no sólo con indiferencia, sino malévolamente: dije que esta una ocasión me habían presentado a esa mujer tan loca, pero que tenía la esperanza de no tropezarme más con ella. Y lo que buscaba por todos los medios era todo lo contrario.

Pedí a Elstir, pero rogándole que no se lo dijera a nadie, que le hablara de mí y que hiciera por que nos viésemos. Me prometió presentármela, aunque muy extrañado de mi deseo, porque él la tenía por una mujer despreciable, intrigante y sin más interés que el de ser horriblemente interesada. Se me ocurrió que si veía a la señora de Bontemps, Andrea se enteraría más o menos pronto, y juzgué preferible advertírselo. "Las cosas de que más va uno huyendo son las más difíciles de evitar —dije—. No hay nada que me moleste tanto en este mundo como hablar con la señora de Bontemps y, sin embargo, no podré escapar porque Elstir me ha dicho que va a invitarme el mismo día que a ella." "No me extraña absolutamente nada", dijo Andrea con tono amargo, mientras que su mirar, dilatado y descompuesto por el descontento, se posaba en no sé qué cosa invisible. Estas palabras de Andrea no eran precisamente la expresión más ordenada de un pensamiento que hubiera podido resumirse así: "Sé muy bien que está usted enamorado de Albertina y que revuelve Roma con Santiago por acercarse a su familia". Pero eran los restos informes y reconstituíbles de ese pensamiento que hice estallar yo, contra la voluntad de Andrea. Lo mismo que el precisamente, esas palabras no tenían sentido más que en segundo grado, es decir, eran de esas que nos inspiran (más cine las afirmaciones directas) estima o desconfianza por una persona y nos hacen incomodarnos con ella.

Puesto que Andrea no me había creído cuando le decía yo que la familia de Albertina me era indiferente, es que pensaba que estaba enamorado de Albertina. Y probablemente eso no la hacía muy feliz.

Por lo general, ella solía estar presente en mis entrevistas con su amiga. Pero había días en que veía yo a Albertina sola, días que esperaba yo todo febril, y qué pasaban sin traerme nada decisivo, sin haber sido ese día capital, cuyo papel confiaba yo inmediatamente al siguiente día, que tampoco lo iba a cumplir; y así iban desmoronándose sucesivamente, al modo de las olas, aquellos pináculos, sustituidos inmediatamente por otros iguales.

Hacía poco más o menos un mes de aquella tarde del juego cuando me dijeron que Albertina se iría al otro día por la mañana a pasar cuarenta y ocho horas con su tía; y como tenía que tomar un tren que salía muy temprano, para no dar molestias en casa de las amigas con quienes vivía iba a dormir aquella noche al Gran Hotel. Se lo dije a Andrea: "No lo creo —me respondió con tono de descontento—. 'Además, eso no le serviría a usted de nada, porque estoy segura de que Albertina no consentirá en verlo a usted si va ella sola al hotel. No sería protocolar —añadió, empleando un adjetivo que le gustaba mucho, desde poco tiempo atrás, en el sentido de "no corriente"—. Le digo eso porque sé cómo piensa Albertina. A mí no se me da nada que usted la vea o no. Me es completamente igual".

En este momento se nos acercó Octavio, que no tuvo ningún inconveniente en contarnos cuántos tantos había hecho en el golf el día antes, y en seguida Albertina, que iba paseándose y jugando al diavolo al mismo tiempo, como esas monjas que andan y rezan su rosario a la par. Gracias a ese juego, Albertina podía estar sola horas enteras sin aburrirse. Yo en seguida me fijé en el gracioso remate de su nariz, rasgo que había omitido estos días pasados cuando pensaba en la muchacha; al amparo de su negro pelo, la verticalidad de sil frente se opuso, y no por vez primera, a la imagen indecisa que yo tenía de ella, mientras que su blancura hacía fuerte presa en mis miradas; Albertina surgía del polvo de los recuerdos e iba reconstruyéndose en mi presencia. El golf acostumbra a los entretenimientos solitarios. Y el del diavolo es seguramente uno de éstos. Sin embargo, Albertina, después de haberse incorporado a nosotros, siguió jugando, al mismo tiempo que nos hablaba, como una dama que recibe la visita de tinas amigas y no por eso deja su labor de crochet. "Parece —dijo a Octavio— que la señora de Villeparisis ha dirigido una reclamación a su padre de usted (y yo oí por detrás de esa palabra una de aquellas notas peculiares de Albertina; cada vez que me daba yo cuenta de que las había olvidado, al propio tiempo recordaba que entre esas notas se veía la cara decidida y francesa de Albertina. Aun siendo yo ciego por aquellas notas, hubiese reconocido algunas de las cualidades de viveza, un poco provincianas, tan bien como las revelaba el remate de su nariz. Las dos cosas eran equivalentes y hubieran podido suplirse mutuamente; y su voz, corno esa que realizará, según dicen, el fototeléfono del porvenir, recortaba limpiamente en el sonido la imagen visual). No sólo ha escrito a su padre de usted, ha escrito además al alcalde de Balbec para que no deje jugar al diavolo en el paseo, porque le han dado un golpe en la cara." "Sí, he oído algo de esa reclamación. Es ridículo. ¡Con las pocas distracciones que hay aquí!" 'Andrea no se mezclaba en la conversación; ninguna de las muchachas, ni tampoco Octavio, conocían a la señora de Villeparisis. "Yo no sé por qué ha armado todo ese lío esa señora —dijo por fin Andrea—, porque a la señora de C Cambremer la vieja, le dieron también con un diavolo en la cara y no se quejó." "Pues yo les explicaré a ustedes la diferencia —respondió gravemente Octavio, al tiempo que encendía una cerilla—: eso es porque, según me parece a mí, la de Cambremer es una dama del gran mundo y la otra una arribista." Enseguida preguntó a Albertina si iría al golf aquella tarde, y se marchó; Andrea se fue también. Me quedé solo con Albertina. "¿Ha visto usted que ahora me peino como a usted le gusta? ¿Se ha fijado usted en el mechón de pelo? Todo el mundo se ríe y nadie sabe por qué lo hago. Mi tía también se reirá de mí, pero yo no le digo por qué lo llevo así." Estaba yo viendo de lado las mejillas de Albertina, que a veces parecían pálidas, pero estaban regadas por una sangre clara que las iluminaba y les prestaba ese brillo propio de algunas mañanas invernales, en que las piedras, soleadas parcialmente, parecen granito rosa y están exhalando alegría. La que me inspiraba en este instante las mejillas de Albertina era también muy viva, pero llevaba a otro deseo que no el de pasear, al deseo del beso. Le pregunté si eran ciertos los proyectos que se le atribuían. . "Sí —me dijo—, pasaré esta noche en su hotel de usted, y como estoy un poco constipada me acostaré antes de la comida. Puede usted ir a verme cenar sentado junto a la cama, y después jugaremos a lo que usted quiera. Me hubiera gustado que viniera usted a la estación mañana, pero temo que parezca raro, no a Andrea, que es bastante inteligente, pero sí a las otras, que estarán allí; y luego, si se lo contaran a mi tía habría alguna historia; pero podemos pasar un rato juntos esta noche. Y de eso no se va a enterar mi tía. Voy a decir adiós a Andrea. Con que hasta luego. Vaya usted temprano para que tengamos mucho tiempo", añadió sonriendo. Al oír estas palabras me remonté yo aún más allá de los tiempos en que quería a Gilberta, .a aquellos en que el amor me parecía una entidad no sólo exterior, sino realizable. Mientras que la Gilberta que yo veía en los Campos Elíseos era distinta de la que encontraba en mi alma en cuanto estaba solo, ahora, de pronto, en la Albertina real, en la que veía todos los días, en la que yo me figuraba tan llena de prejuicios burgueses y tan franca con su tía, acababa de encarnarse la Albertina imaginaria, aquella que me imaginé yo que me miró furtivamente en el paseo del dique cuando aún no nos habían presentado, aquella que la tarde en que me, la encontré yendo con mi abuela parecía tener muy poca gana de volver a su casa y miraba cómo me iba yo alejando.

Fui a cenar con mi abuela, y tenía la sensación de llevar en mí un secreto que ella no conocía: Y lo mismo le pasaría a AIbertina; al otro día sus amigas estarían con ella, tan ignorantes de lo que había de nuevo entre nosotros, y su tía la señora de Bontemps, cuando fuera a besarla, no se enteraría de que yo me encontraba allí, entre las dos, en ese peinado nuevo que tenía como objeto, a todos oculto, agradarme a mí; a mí, que hasta entonces había tenido tanta envidia a la señora de Bontemps porque estaba emparentada con las mismas personas que su sobrina, porque tenía los mismos lutos y las mismas visitas que ella, y ahora resultaba que yo significaba para Albertina más que su propia tía. Mientras estuviese con ella, Albertina pensaría en mí. Lo que iba a pasar dentro de un rato es cosa que no sabía yo muy bien. En todo caso, el Gran Hotel y la noche no estaban ya vacíos: contenían toda mi felicidad. Pedí el ascensor para subir al cuarto que había tomado Albertina, y que daba al valle. Los movimientos más insignificantes, corno el sentarme en la banqueta del ascensor, me parecían deliciosos, porque estaban en relación inmediata con mi corazón; y en los cables que hacían ascender el aparato y en los escalones que me quedaban por subir no veía yo otra cosa que la materialización de mi alegría en rodajes y escalera. Me faltaba sólo dar dos o tres pasos por el corredor para llegar a aquella habitación donde se encerraba la substancia preciosa de ese rosado cuerpo, esa habitación que, aun cuando en ella ocurrieran cosas deliciosas, conservaría esa estabilidad, ese aire de ser, para un pasajero ignorante, igual a todas las demás; estabilidad por la cual son las cosas testigos tercamente mudos, confidentes escrupulosos e inviolables depositarios del placer. Di aquellos pasos que había entre el descansillo y la habitación de Albertina, aquellos pasos que ya nadie podría parar, con deleite, con prudencia, cual si anduviese por un elemento nuevo, cual si al ir avanzando desplazase yo capas aéreas de felicidad, y al propio tiempo con un sentimiento nuevo de poder omnímodo, de entrar por fin en posesión de una herencia que siempre fue mía. Luego, de pronto, se me ocurrió que no debía tercer dudas: me había dicho que fuera cuando ya estuviese acostada. Estaba muy claro; pataleé de gozo, di un encontronazo a Francisca, que se me puso delante, y corrí con los ojos echando chispas al cuarto de mi amiga. Estaba en la carea. La blanca camisa le dejaba el cuello más libre y cambiaba las proporciones de su cara, que, congestionada por la postura, por el constipado o por la cena, parecía aún más rosada; me acordé yo de los colores que tuve unas horas antes cerca de mí, en el paseo; por fin ya, iba a averiguar a qué sabían; para gustarme más se había solado las trenzas negras y rizosas, y una de ellas le cruzaba la mejilla de arriba abajo. Me miraba sonriendo. A su lado, en la ventana, estaba el valle, iluminado por la luna. Aquel cuello desnudo de Albertina, aquellas sus rosadas mejillas me causaron tal embriaguez, es decir, pusieron para mí la realidad del mundo no ya en la Naturaleza, sino en el torrente de sensaciones con tanto trabajo contenido, que aquello rompió el equilibrio entre la vida inmensa, indestructible, que circulaba por mi ser y la vida del Universo, tan pobre en comparación. El mar, que se veía por la ventana, junto al valle; los arqueados cabezos de los primeros acantilados de Maineville y el cielo con su luna, no llegada aún al cenit, me parecían cosas más ligeras de llevar que una pluma para los globos de mis pupilas, que, dilatadas entre los párpados, se sentían resistentes y aptas para llevar sobre su delicada superficie enormes pesos, todas las montañas del mundo. Su orbe no se llenaba lo bastante ni siquiera con toda la esfera del horizonte. Y toda la vida que hubiera podido traerme la Naturaleza, todos los soplos del mar, habríanme parecido cosa ligera y breve para la inmensa aspiración que me llenaba el pecho. Me incliné hacia Albertina para besarla. Poco se me habría dado, o mejor dicho, hubiérame parecido imposible que la muerte viniera a herirme en ese momento, porque la vida no estaba fuera de mí, sino dentro, y me habría inspirado una sonrisa de conmiseración el filósofo que hubiese venido a decirme que un día, por lejano que fuera, tenía que morir y que me sobrevivirían las fuerzas eternas de la Naturaleza, las fuerzas de esa Naturaleza bajo cuyos pies divinos estaba yo como un grano de polvo, y que después de mi muerte seguirían existiendo el mar, las redondas rocas, el claro de la luna, el cielo. ¿Cómo iba a ser posible eso, cómo podía el mundo durar más que yo si yo no estaba perdido en él, puesto que él era el encerrado dentro de mi ser, sin lograr llenarlo, ni con mucho; en mi ser, donde sentía yo que había espacio para tantos tesoros, que echaba desdeñosamente a un rincón cielo, mar y rocas? "Deténgase o llamo", exclamó Albertina, viendo que me lanzaba sobre ella para besarla. Pero yo me dije que cuando una muchacha manda a un mozalbete que vaya a su cuarto en secreto y se las arregla para que su tía no se entere, será para algo, y además que la audacia sale bien a los que saben aprovecharse de la ocasión; en el estado de exaltación en que yo estaba, la redonda cara de Albertina, iluminada, como por una lamparilla, por un fuego interno, cobraba para mi tal relieve, que, imitando la rotación de una ardiente esfera, me parecía que daba vueltas como esas figuras de Miguel Angel arrastradas por inmóvil y vertiginoso torbellino Por fin iba a conocer el olor y el sabor de aquel misterioso fruto rosado. Oí un ruido precipitado, chillón y prolongado Albertina había tirado de la campanilla con todas su fuerzas.

Me había yo creído que el amor que sentía por Albertina no se fundaba en el deseo de la posesión física. Sin embargo, cuando me pareció que de la experiencia de aquella noche resultaba que tal posesión era imposible; cuando llegué, después de no haber dudado el primer día que la vi en la playa de la ligereza de Albertina, y tras de pasar por suposiciones intermedias, a la convicción definitiva de que era absolutamente decente; cuando al cabo de ocho días, al regresar de casa de su tía, me dijo fríamente: "Lo perdono a usted, siento haberlo hecho sufrir, pero ¡mucho cuidado con volver a las andadas!", me ocurrió lo contrario de aquello que sentí cuando Bloch me reveló que podía uno poseer a todas las mujeres; y como si Albertina en vez de una muchacha de verdad fuese una muñeca de cera, sucedió que poco a poco se fue apartando de ella aquel deseo mío de penetrar en su vida, de seguirla por las tierras en donde pasó su infancia, de que me iniciara en la vida de sport; y mi curiosidad intelectual sobre lo que opinara Albertina de tal o cual cosa no pudo sobrevivir a la creencia de que podía darle un beso. Mis ensueños la abandonaron en cuanto dejó de atizarlos la esperanza de una posesión con la que yo creí que no tenían nada que ver. Y ya se quedaron en libertad para ir a posarse —según los encantos que les iba descubriendo, y sobre todo, según la posibilidad y probabilidades de ser amado que yo entreveía— en alguna amiga de Albertina, y primeramente en Andrea. Y, sin embargo, si no hubiera sido por Albertina no habría yo sentido tanto placer por las atenciones que conmigo tenía Andrea. Albertina no contó a nadie mi fracaso del hotel. Era una de esas lindas muchachas que desde muy jovencitas, por su belleza, y sobre todo por una gracia y un encanto medio misteriosos, y que acaso manan de las reservas de vitalidad donde van a apagar su sed los menos favorecidos por la Naturaleza, agradan siempre en la familia, entre sus amigas o en sociedad más que otras muchachas de mayor belleza o posición; uno de esos seres a quienes ya antes de que llegue la edad de amar, y sobre todo cuando ese momento llega, se les pide más de lo que ellas solicitan y acaso más de lo que pueden dar. Desde niña Albertina tuvo siempre cuatro o cinco compañeras que la admiraban, entre ellas Andrea, que era muy superior a ella y lo sabía (y acaso esa atracción que Albertina ejercía involuntariamente fue origen y fundamento de la bandada mocil). Esa atracción era sensible Basta en círculos relativamente más brillantes, y si había que bailar una pavana, se echaba mano de Albertina con preferencia a otra muchacha de más linaje. De aquí resultaba que Albertina, aunque no tenía un céntimo de dote y vivía mal y a costa del señor Bontemps (del que contaban que era hombre poco franco y no quería más que quitarse de encima a la muchacha), se veía invitada a comer y a pasar temporadas en casa de una gente que para un Saint-Loup no serían nada elegantes, pero que para la madre de Rosamunda o de Andrea, señoras muy ricas, pero con pocos conocimientos, representaban una gran cosa. Así, Albertina pasaba siempre unos días al año con la familia de un consejero del Banco de Francia, presidente del Consejo de administración de una gran compañía ferroviaria. La mujer de este financiero se trataba con gente gorda, y nunca invitó a su "día" a la madre de Andrea, la cual consideraba por eso a dicha señora muy mal educada; pero, sin embargo, le gustaba mucho enterarse de lo que pasaba en su casa. De modo que animaba todos los años a su hija para que invitara a Albertina a ir con ellas al mar, porque decía que era una obra de caridad ofrecer casa a una muchacha que no tiene medios de viajar y a la que no hace ningún caso su familia; pero, probablemente, a la madre de Andrea la impulsaba únicamente la esperanza de que el consejero del Banco y su esposa, al enterarse de cómo mimaban ella y su hija a Albertina, formaran de ellas una buena opinión; y aun con más motivo esperaba que Albertina, tan lista y tan buena, sabría arreglárselas pala que las invitaran, o al menos para que invitaran a Andrea, a las Barden party del financiero. Y todas las noches, mientras cenaban, con gesto desdeñoso e indiferente, para disimular, se encantaba al oír contar a Albertina lo que había pasado en el castillo mientras ella estuvo allí, y la gente que iba a las reuniones, porque a casi todos los conocía de vista o de oídas. Hasta esa idea de que no las conocía sino de esa manera, es decir, sin conocerlas (aunque ella llamaba a eso conocerlas "desde hacía mucho"), inspiraba a la madre de Andrea un puntillo de melancolía mientras que preguntaba a Albertina cosas de aquella gente con aire altivo y distraído y con la boca chica; lo cual la habría dejado bastante preocupada e indecisa respecto a la importancia de su propia posición, a no ser porque entonces ella misma se tranquilizaba y se ponía en "la realidad de la vida" diciendo al maestresala: "Diga usted al cocinero que estos guisantes están duros". Entonces volvía a serenarse. Y estaba muy decidida a que Andrea no se casara sino con un muchacho de excelente familia, naturalmente, pero también de fortuna, con objeto de que su hija tuviese asimismo cocinero y dos cocheros. Esto era lo positivo, la verdad efectiva de una posición social. Pero, sin embargo, eso de que Albertina hubiese cenado en el castillo del consejero del Banco,, con tal o cual señora, que la había invitado para el invierno próximo, para la madre de Andrea revestía a Albertina de una consideración particular que casaba muy bien con la compasión y hasta el desprecio que le inspiraba su desgracia; desprecio acrecido por el hecho de que el señor Bontemps hizo traición a su bandera y se marchó con el Gobierno (hasta decían que era un poco panamista). A pesar de lo cual, la madre de Andrea lanzaba los rayos de su desdén contra las personas que se imaginaban que Albertina era de baja extracción. "¡Cómo, si es una familia excelente, de los Simonet con una n sola!" Claro que, dado el ambiente en que evolucionaba todo aquello, donde el dinero juega tanto papel y donde se logran por la elegancia invitaciones, sí, pero no maridó, no se preveía para Albertina ninguna boda "potable", consecuencia útil de la consideración que disfrutaba, pero que no sería compensación suficiente de su pobreza. Pero esos éxitos, ya por sí solos y sin esperanza de acarrear ninguna consecuencia matrimonial, excitaban la envidia de algunas madres al ver a Albertina recibida como "niña de la casa" por la señora del consejero o por la madre de Andrea, a la que apenas conocían. Y contaban a los amigos de esas dos señoras que éstas se indignarían si llegaran a averiguar la, verdad, y es que Albertina iba diciendo en una casa todo lo que por aquella imprudente intimidad que le concedían podía averiguar, y viceversa, mil menudos secretos que a las interesadas no les gustaría nada ver descubiertos. Decían eso las mamás envidiosas, para que se corriera, con objeto de enemistar a Albertina con sus protectoras. Pero esos chismes no tenían éxito alguno, como suele ocurrir. Se veía muy claro la malevolencia que los inspiraba y sólo servían para despreciar un poco más a sus inventoras. La madre de Andrea estaba muy segura de lo que era Albertina para cambiar de opinión fácilmente. La tenía por una "pobre muchacha" de excelente índole y que no sabía qué inventar para hacerse grata.

Si esa especie de moda que logró conquistar Albertina no acarreaba al parecer ningún resultado práctico, sin embargo imprimió a la amiga de Andrea el carácter distintivo de los seres que por ser muy solicitados no tienen necesidad de ofrecerse (carácter que se suele encontrar asimismo, y por análogas razones, en el otro extremo de la sociedad, en mujeres de extraordinaria elegancia), y que consiste en no hacer ostentación de sus éxitos, sino más bien en ocultarlos. Nunca decía a nadie: "Tienen gana de verme"; hablaba de todo el mundo con benevolencia suma, como si fuera ella la que corría en busca de los demás. Si recaía la conversación en un muchacho que unos momentos antes le había dado quejas muy amargas porque no quiso ella darle una cita, Albertina, muy lejos de jactarse de eso o de guardar rencor, elogiaba al joven y decía que era un muchacho muy bueno. Y hasta llegó a molestarla el agradar tanto, porque así tenía que disgustar a mucha gente, cuando ella lo que quería es contentar a todos. Tan es así, que llegó a practicar una mentira especial propia de ciertas personas utilitarias, pie hombres encumbrados. Ese género de insinceridad, que existe en estado embrionario en gran copia de gente, consiste en no saber contentarse en dar gusto por un solo acto a una sola persona. Por ejemplo, si la tía de Albertina quería que su sobrina la acompañara a una reunión aburrida, Albertina, al acceder, podía considerar que ya bastaba con el provecho moral de complacer a su tía. Pero al verse acogida amablemente por los dueños de la casa, prefería decirles que hacía mucho tiempo que deseaba verlos y que escogió esta ocasión, solicitando el permiso de su tía. Y aun con eso no le parecía suficiente; estaba en esa casa una amiga de Albertina que pasaba por una pena muy grande. Albertina le decía:

"No he querido dejarte sola, se me ocurrió que quizá te gustaría tenerme a tu lado. Si quieres que nos vayamos de aquí a donde tú quieras, me tienes a tu disposición; lo que yo quiero es que se te pase la pena". Lo cual era verdad. Y a veces sucedía que el objetivo falso destruía el verdadero objetivo. Una vez Albertina tuvo que ir a ver a una señora para pedirle un favor en nombre de una amiga. Pero llegó a casa de esa señora, que era muy buena y simpática, y la muchacha, obedeciendo sin saberlo al principio de la utilización múltiple de una sola acción, creyó que sería más cariñoso aparentar que había ido exclusivamente por el gusto de ver a esa señora. La cual agradecía entonces infinitamente a Albertina que hubiese hecho tanto camino por pura amistad. Albertina, al ver a la dama tan emocionada de gratitud, la quería aún más. Pero ocurría una cosa: tan de veras sentía ese placer de amistad, que fingió ser el motivo de la visita, que ahora tenía miedo de que la señora dudara de la sinceridad suya, realmente sincera, si le pedía el favor para su amiga. Entonces la dama se figuraría que Albertina había ido sólo a eso, cosa que era cierta, pero deduciría que Albertina no tenía gusto en verla, cosa que era falsa. De modo que Albertina se marchaba sin haber pedido el favor, como esos hombres que después de haberse portado muy bien con una mujer, esperando lograr así sus favores, no se declaran, con objeto de que su bondad siga pareciendo efecto de pura nobleza. Había otros casos en los que no se podía decir que la finalidad verdadera fuese sacrificada a la otra finalidad accesoria e imaginada ulteriormente; pero aquella primera era tan opuesta a la segunda, que si la persona a quien lograba enternecer Albertina con la una se hubiese llegado a enterar de la otra, su placer habríase trocado inmediatamente en dolorosísima pena. Por lo que habrá de seguir el,, este relato se comprenderá mejor ese género de contradicciones Téngase en cuenta que son muy usuales en situaciones muy diferentes que ofrece la vida. Un hombre casado instala a su querida en la ciudad donde está él de guarnición. Su mujer, que vive en París, se entera a medias de la cosa, se desespera y escribe a su marido cartas muy celosas. Un día, la querida tiene que ir a pasar veinticuatro horas en París; su amigo no puede resistir a sus súplicas, pide una licencia de un día y la acompaña. Pero como es bueno y no quiere causar pena a su mujer, se presenta en su casa y le dice, vertiendo lágrimas muy sinceras, que, loco de dolor por sus cartas, pudo escapar para ir a consolarla y darle un abrazo. De ese modo logra con un solo viaje dar una prueba de amor a su mujer y otra a su querida. Pero si su esposa se entera del motivo que lo ha traído a París, toda su alegría se trotaría en pena, a no ser que la alegría de ver al ingrato no pesara más que el dolor de saber que mentía. Uno de los hombres a quienes he visto practicar con más persistencia el sistema de los fines múltiples es el señor de Norpois. Aceptaba muchas veces el papel de mediador entre los dos amigos reñidos y por eso lo llamaban persona extraordinariamente servicial. Pero no le bastaba con hacer el favor a aquel que había venido a pedírselo, sino que presentaba a los ojos del otro aquel paso que daba como cosa hecha, no a petición del primer amigo, sino por interés del segundo; y lo convencía fácilmente porque su interlocutor ya estaba sugestionado previamente por la idea de que tenía delante al hombre "más servicial del mundo". De esa manera, jugando con los dos tableros, haciendo lo que se llama en términos de escenario "la parte contraria", su influencia no corría nunca ningún riesgo, y los favores que hacía, eran fructificación de una parte de su crédito y nunca alienación del mismo. Y además, cada favor, como parecía doble, acrecía su reputación de hombre servicial y, lo que es más, de hombre servicial con eficacia, que no da palos de ciego, que siempre tiene éxito, cosa que se demostraba con la gratitud de ambos interesados. Esta duplicidad o doblez en los favores era, con las excepciones consiguientes a toda criatura humana, parte muy importante del carácter del señor de Norpois. Y muchas veces en el ministerio supo servirse de mi padre, que era muy simplón, haciéndole creer que lo servía a él.

Como Albertina gustaba más de lo que ella quería y no necesitaba pregonar sus triunfos, no dijo una palabra de la escena que tuvo conmigo junto a la cama, escena que una muchacha fea hubiese dado a los cuatro vientos. Por cierto que no llegaba yo a explicarme su actitud en la dicha escena. Di muchas vueltas a la primera hipótesis, es decir, a la hipótesis de la virtud absoluta de Albertina; a ella atribuí al principio la violencia que opuso mi amiga a dejarse besar y abrazar por mí, violencia que, por lo demás, no era indispensable para mi concepción de la bondad y honradez básicas de Albertina. Dicha hipótesis era precisamente la contraria de la que construí yo el primer día que vi a Albertina. Además, había muchas y variadas acciones, todas amables para mí (una amabilidad acariciadora, preocupada a veces, alarmada y celosa de mi predilección por Andrea), rodeando por todas partes aquel ademán de rudeza con que tiró de la campanilla para escapar a mis designios. Entonces, ¿para qué me había invitado a ir a pasar parte de la noche en su cuarto? ¿Por qué hablaba siempre con palabras de cariño? ¿Y en qué se funda el deseo de ver a un amigo, el temor a que prefiera a otra muchacha, el querer darle gusto, y eso de decirle románticamente que nadie se enterará de que pasaron aquel rato juntos, si luego se le niega un placer tan sencillo y que al parecer no es para ella tal placer? Yo no podía darme por convencido de que la virtud de Albertina llegaba a ese extremo, y me pregunté si su violencia no obedecería a un motivo de coquetería; por ejemplo, un olor desagradable que se figuraba ella tener en aquel momento y que pudiera chocarme, o de pusilanimidad, esto es, si acaso ella se imaginó, dada su ignorancia de las realidades del amor, que mi estado de debilidad nerviosa podía contagiarse por el beso.

Indudablemente, Albertina sintió muchísimo no haber podido complacerme, y me regaló un lapicero de oro, con esa virtuosa perversidad de las personas que, muy sensibles a nuestras atenciones, no nos conceden lo que con ellas pedimos, pero en cambio quieren hacer otra cosa en favor nuestro; así el crítico que con un artículo halagaría tanto al novelista lo invita a cenar y no escribe nada, y la duquesa que no lleva al teatro con ella a su amigo el snob, pero le manda su palco una noche que se queda en casa. Dije a Albertina que con su regalo me daba gran alegría, pero no tan grande como la que me hubiese dado permitiendo que la, besara la, noche del hotel. "¡Si usted viera lo feliz que me hubiera hecho! Además, ¿a usted qué más le daba? No me explico por qué me lo negó usted." "Lo que yo no comprendo es cómo no se lo explica usted —me respondió ella—. N o sé con qué muchachas se habrá tratado usted para que eso le extrañe." "Yo siento infinito que usted se haya incomodado; pero la verdad es que aun ahora no puedo decirle a usted que hice mal en aquello. A mi parecer, son cosas sin ninguna importancia, y no comprendo que una muchacha que puede dar un gusto con tan poca cosa no lo haga. Entendámonos —añadí, para dar una semisatisfacción a sus ideas morales, porque me acordé de lo mucho que censuraban ella y sus amigas a la actriz Lea—: no quiero decir que a una muchacha le está permitido todo y que no hay nada inmoral, no. Por ejemplo, esas relaciones de que hablaban ustedes el otro día, entre una muchachita que vive en Balbec y una actriz, me parecen una cosa innoble; tan innoble, que yo creo que son invenciones de los enemigos de la chica, y que no es verdad. Eso es improbable o imposible. Pero dejarse besar, y aunque sea algo más, por un amigo…, puesto que usted dice que yo soy su amigo…" "Sí que lo es usted, pero antes tuve otros, y conocí a muchachos que me tenían tanta amistad como usted. ¡Pues ni uno se hubiera atrevido a semejante cosa! Ya sabían que se llevarían un buen par de galletas. Y ni siquiera pensaban en eso; nos dábamos la mano francamente, amistosamente, como buenos amigos; a nadie se le ocurría hablar de besos, y no por eso nos queríamos menos. No, lo que es usted, si tiene interés en nuestra amistad, ya puede estar contento, porque después de lo que me ha hecho usted, ya hace falta que lo quiera mucho para perdonarlo. Aunque estoy segura de que usted se está r gaseando de mí. Confiese que la que le gusta es Andrea. En el fondo tiene usted razón; es más amable que yo, y deliciosa. ¡Lo que son los hombres!" A pesar de mi reciente decepción, estas palabras tan francas me inspiraron gran estima a Albertina y me causaron gratísima impresión. Y quizá esa impresión tuvo para mí más adelante grandes y enojosas consecuencias; porque con ella comenzó a formarse ese sentimiento casi familiar, ese núcleo moral llamado a subsistir siempre en medio de mi amor a. Albertina. Semejante sentimiento puede acarrear grandísimas penas. Porque para sufrir verdaderamente por una mujer es preciso haber tenido fe completa en ella. Por el momento, ese embrión de estima moral, de amistad, se quedó en medio de mi alma como una adaraja. Él por sí solo no habría, podido mermar mi felicidad si se hubiera quedado así, sin crecer, en aquella inercia en que se mantuvo las primeras semanas de mi estancia en Balbec y el año siguiente. Vivía dentro de mí como uno de esos huéspedes que debía uno expulsar por razón de prudencia, pero al que, sin embargo, se deja estar en su sitio, sin molestarlo, porque por el momento su aislamiento y su endeblez, allí en medio de un alma extraña, lo hacen inofensivo.

Ahora mis sueños quedaron en libertad para posarse en las amigas de Albertina, y primero en Andrea, cuyas atenciones acaso no me habrían conmovido tanto si no supiera yo que llegarían a noticia de Albertina. La preferencia que hacía tiempo venía yo fingiendo por Andrea me procuró —en costumbre de hablar declaraciones y ternezas— algo como la materia de un amor ya todo preparado para ella, y al que no le faltó hasta aquí más que el sentimiento sincero que ahora, con el corazón ya libre, podía venir. Pero Andrea era en extremo intelectual y nerviosa, enfermiza, y demasiado parecida a mí para que pudiese yo enamorarme de ella.

Si Albertina ahora me parecía vacía en cambio Andrea estaba llena de una cosa que me era harto conocida. El primer día que las vi se me figuró Andrea la amiga de un corredor ciclista, loca por los deportes, y ahora me dijo ella que si jugaba a algo era por mandato del médico, para curarse la neurastenia y sus trastornos de nutrición; pero que los mejores ratos que pasaba eran los consagrados a traducir una novela de Jorge Eliot. Mi decepción, consecuencia de un error inicial respecto a lo que era Andrea, no tuvo en realidad influencia alguna sobre mi ánimo. Pero era de esa clase de errores que en caso de excitar el nacimiento de un amor, y no notar la equivocación sino cuando ese amor ya no es modificable, se convierten en causa de sufrimiento. Esos errores —que pueden ser diferentes y aun inversos del que yo cometí con Andrea— estriban muchas veces, y en particular en el caso de esta muchacha, en e! hecho de que adopta uno el aspecto y los modales de lo que no se es y se quisiera ser, para hacer efecto a primera vista. A la apariencia exterior vienen a añadirse, por la afectación, el impulso imitativo y el deseo de ser admirado por los buenos o los malos, palabras y ademanes fingidos. Y hay cinismos y crueldades que puestos a prueba no ofrecen mayor resistencia que ciertas bondades y desprendimientos. Lo mismo que muchas veces se nos revela un avaro vanidoso en ese hombre conocido por su caridad, su alarde de vicios nos hace ver una Mesalina donde no hay sino una honrada muchacha henchida de prejuicios. Creí yo encontrar en Andrea una criatura sana y primitiva, cuando era en realidad un ser que iba buscando la salud, cosa que quizá pasaba también a muchas personas en quienes ella creía encontrar lo que le faltaba, sin que en realidad lo tuvieran, como no tiene ciertamente las fuerzas de Hércules ese hombre gordo y artrítico de cara roja y traje de franela blanca. Y hay circunstancias en que no es indiferente para la felicidad que la persona que nos enamoró por lo sana que parecía sea en realidad una de esas enfermas que sólo tienen salud por recibirla de otros, como ocurre con la luz a los planetas o como ciertos cuerpos que se limitan a dejar pasar la electricidad.

Pero con todo eso, Andrea, igual que Rosamunda y Giselia, aun más que ellas, era amiga de Albertina, compartía su vida e imitaba sus modales hasta el punto que el primer día que las vi, primero no pude distinguir unas de otras. Entre aquellas muchachas, cuya gracia principal consistía en ser tallos de rosa que se destacaban sobre el mar, reinaba la misma indivisión que en los tiempos en que no las conocía, cuando la aparición de cualquiera de ellas me causaba honda emoción al anunciarme que no estaba lejos la cuadrilla completa. Y ahora, al ver a una de las muchachas sentía yo una alegría en la que entraba, en proporción inestimable, la idea de ver en seguida a las demás, y aun cuando aquel día no vinieran, podía hablar de ellas y estar seguro de que les contarían que yo había ido a la playa.

Ya no era la simple atracción de los primeros días sino una verdadera veleidad amorosa que vacilaba entre todas las muchachas, por lo exactamente que una de ellas podía reemplazar a otra. Mi mayor tristeza no hubiera sido verme abandonado por la muchacha que yo prefería, sino que inmediatamente habría preferido, por concentrar en ella toda la tristeza y el ensueño que flotaban indistintamente entre todas, a aquella que me abandonaba. Y en el caso de haber perdido todo mi prestigio en opinión de todas las amigas, inconscientemente las hubiese echado de menos a todas en la persona de aquélla, después de haberles confesado esa especie de amor colectivo, propio del político o del actor a un público cuyos factores, que gozaron un día no se consuelan nunca de haber perdido. Y aquellas concesiones que no pude lograr de Albertina las esperaba de pronto de tal o cual otra muchacha que se separó de mí una noche con una frase o una mirada ambigua, gracias a la cual se convertía por un día en imán de mi deseo.

El cual vagaba entre ellas con voluptuosidad tanto mayor, cuanto que en aquellos móviles rostros ya se había iniciado una determinación de facciones suficiente para que pudiera distinguirse, a pesar de que luego hubiese de cambiar, su maleable y flotante efigie. Claro es que las diferencias que entre esos rostros existían no correspondían, ni mucho menos, a las diferencias en largo y en ancho de las facciones de aquellas muchachas, facciones que, aunque muy distintas al parecer, se hubieran podido superponer casi. Pero nosotros no conocemos los rostros humanos de un modo matemático. No empezamos por medir sus partes; nuestro conocimiento de una cara arranca de su conjunto, de la expresión. En Andrea, por ejemplo, la finura de los dulces ojos diríase que iba a unirse a la estrecha nariz, tan delgada como una simple curva que tuviese por objeto la prosecución en una sola línea de aquella intención de delicadeza anteriormente dividida en la doble sonrisa de las miradas gemelas. Una línea de pareja finura le corría por el pelo, línea ágil y profunda como esa que guía los surcos que abre el viento en la arena. Y debía ele ser hereditaria, porque el blanco pelo de la madre de Andrea estaba ondulado así, formando ora una depresión, ora una prominencia, al igual de la nieve, que se alza o desciende ceñida a las desigualdades del terreno. Comparada con el fino dibujo de la de Andrea, la nariz de Rosamunda presentaba al parecer grandes superficies, como una alta torre asentada sobre fuerte base. Aunque la expresión baste para hacer creer que existen diferencias enormes entre aquellas cosas separadas únicamente por algo infinitamente pequeño, y aunque lo infinitamente pequeño pueda por sí solo determinar una expresión absolutamente particular, una individualidad, ello es que ni lo infinitamente pequeño de la línea ni la originalidad de expresión era la única causa de que los rostros de mis amigas apareciesen irreductibles unos a otros. Entre ellos la coloración abría una separación mucho más honda; no sólo por la variada belleza de tonos que les daba (tonos tan opuestos que yo al ver a Rosamunda —bañada de un rojo azafranado en el que reaccionaba la luz verdosa de los ojos—, o a Andrea —mejillas blancas sombreadas de austera distinción por el negro cabello— sentía análogo placer que si hubiese mirado un geranio junto al soleado mar o una camelia sumida en la noche), sino especialmente porque las diferencias infinitamente pequeñas de las líneas se agrandaban desmesuradamente, así como se cambiaban del todo las relaciones de proporción entre las superficies, gracias a aquel elemento nuevo del color, que es al propio tiempo que magnánimo dispensador de tonos gran regenerador, o modificador al menos, de las dimensiones. De suerte que los rostros, construidos quizá de modo muy poco diferente, según los alumbrara el fuego de un pelo rojizo o una tez rosada, o bien la luz blanca de una palidez mate, estiraban ose ensanchaban, convertíanse en otra cosa, como esos accesorios de los bailes rusos que vistos a la luz del día no suelen ser más que una rodaja de papel, y que luego, gracias al genio de un Baks, y con arreglo a la iluminación encarnada o lunar que da a la decoración, se incrustan duramente cual una turquesa en la fachada de un palacio o se abren voluptuosamente, rosa de bengala, en medio de un jardín. Y por eso nosotros, al enterarnos de cómo son las caras humanas, las medimos, sí, pero como pintores y no como el agrimensor.

Con Albertina ocurría lo mismo que con sus amigas. Algunos días se presentaba delgada, con cara grisácea y aspecto áspero, y una transparencia violeta descendía oblicuamente allá por el fondo de sus ojos, como suele verse en el mar; 'Albertina parecía estar dominada por una nostálgica tristeza. Otras veces su tez, lisa y brillante, cazaba los deseos como con liga y allí se quedaban pegados a su superficie, sin poder ir más allá, a no ser que de pronto la viera yo de lado, porque entonces sus mejillas de blanco mate, como de cera, en la superficie, vistas por transparencia eran de color de rosa, y entraban ganas de besarla, de captar ese color diferente que iba a, desaparecer. Otras veces, la felicidad le bañaba las mejillas con claridad tan móvil, que la piel, fluida y vaga, dejaba pasar como una especie de miradas subyacentes, por lo cual parecía de color distinto, sí, pero de la misma materia que los ojos; había ocasiones en que al ver su cara moteada de puntitos obscuros, y en la que flotaban dos manchones azules, se le venía a uno a las mientes la imagen de un huevo de jilguero, una ágata opalina trabajada y pulimentada tan sólo en dos sitios, en los que lucían, destacándose sobre la piedra obscura, como las transparentes alas de una mariposa azul, los ojos; los ojos, donde la carne se ha convertido en espejo y nos da la ilusión de que por allí nos acercamos al alma más que por las restantes partes del cuerpo. Pero por lo general estaba animada y tenía buen color; a ratos, la única nota rosa en la blanca cara era la punta de la nariz, tan fina como la de una gatita lista, con la que entran ganas de jugar; a veces tenía las mejillas tan tersas, que la mirada resbalaba, como por la de una miniatura, por su rosado esmalte, aún más delicado y más íntimo gracias a aquella tapa que le ponían, entreabiertos y superpuestos, sus negros cabellos; también ocurría que su tez llegara al rosa violáceo del ciclamen y en otras ocasiones, cuando estaba congestionada o febril, tomaba el púrpura sombrío de algunas rosas, de un rojo casi negro, sugiriendo entonces la idea de un temperamento enfermizo, que rebajaba mi deseo a cosa más sensual y prestaba a su mirar cierto matiz malsano y perverso; y cada una de estas Albertinas era distinta de la otra; tan distintas como son las apariciones de la bailarina cuyos colores, forma y carácter se transmutan con arreglo a los variados juegos de un proyector luminoso. Quizá por ser tan diversos los seres que entonces contemplaba, me acostumbré más adelante a convertirme yo mismo en distintos personajes, según en cuál de las Albertinas estuviese pensando; un hombre celoso, indiferente, voluptuoso, melancólico, exasperado, que se creaban no sólo merced al capricho del recuerdo que iba renaciendo, sino con arreglo a la fuerza de la creencia interpuesta por un mismo recuerdo, por el modo distinto _ como yo lo apreciaba. Porque siempre había que volver a eso, a esas creencias que la mayor parte del tiempo nos llenan el alma sin que nosotros lo sepamos, pero que, sin embargo, tienen mayor importancia para la felicidad que los seres que vemos, puesto que los vemos a través de ellas, y ellas son la que asignan su pasajera grandeza a la persona que consideramos. Para ser completamente exacto debía yo dar un nombre distinto a cada una de las personalidades con que pensé en Albertina; y aun con más motivo debía llamar de diferente manera a cada Albertina que se me aparecía, y que nunca era la misma, igual que esos mares sucesivos, a los que yo llamaba, por razón de comodidad, el mar, simplemente, y que servían de fondo a la nueva ninfa, que era Albertina. Pero sobre todo, y a imitación de las relaciones, pero aún con mayor utilidad, cuando nos dicen el tiempo que hacía tal día, debiera yo llamar siempre por su debido nombre a la creencia que reinaba en mi alma cada día que veía a Albertina, creencia que formaba la atmósfera, el aspecto de los seres, lo mismo que depende el de los mares de esas nubes apenas visibles que cambian el color de todo por su concentración, su movilidad, su diseminación o su fuga; una nube de esas desgarró Elstir la tarde que se paró con las muchachas, sin presentarme, de suerte que sus figuras me parecieron más bellas cuando iban alejándose y otra nube de esas volvió a formarse cuando las conocí, velando su resplandor, interponiéndose entre ellas y mis ojos, opaca y suave como la Leucotea de Virgilio.

Indudablemente, para n mi la faz de todas las muchachas cambió mucho de significación desde que sus palabras me dieron en cierto modo la clave liara leerla; y con más facilidad aún, porque esas palabras las provocaba yo a mi gusto con mis preguntas y las hacía variar como un experimentador que por medio de contrapruebas verifica sus suposiciones. Y en fin de cuentas, esto de acercarse a las cosas y personas que desde lejos nos parecieron bellas y misteriosas, lo bastante para darnos cuenta de que no tienen ni misterio ni belleza, es un modo como otro cualquiera de resolver el problema de la vida; es uno de los métodos higiénicos que podemos elegir, no muy recomendable, pero nos da cierta tranquilidad para ir pasando la vida y también para resignarnos a la muerte, porque como nos convence de que ya hemos llegado a lo mejor y de que lo mejor no era una gran cosa, viene a enseñarnos a no echar nada de menos.

Ahora había llegado yo a poner en el cerebro de aquellas muchachas, en lugar del desprecio por la castidad y los amoríos diarios que me figuré al principio, unas ideas muy honradas, que acaso no fuesen inflexibles, pero que hasta lo presente habían guardado de todo extravío a las muchachas que heredaron esos principios de su ambiente burgués. Pues bien: ocurre, cuando se equivoca uno desde el primer momento, aunque sea en cosas menudas, cuando un error de hipótesis o memoria nos hace buscar al autor de un chisme malintencionado, o un objeto perdido, por una pista mala, que fácilmente no se descubre el error sino para poner en su lugar no la verdad, sino un error nuevo. Yo, en lo que se refiere a su manera de vivir y al modo de portarme con ellas, saqué todas las consecuencias posibles de la palabra inocencia, que había leído en sus rostros al charlar familiarmente con ellas. Pero quizá la había leído atolondradamente, por descifrar demasiado de prisa, y no estaba escrita allí, como tampoco estaba el nombre de Jules Ferry en el programa de aquella función de teatro en que vi yo a la Berma por vez primera, a pesar de lo cual sostuve ante el señor de Norpois que Jules Ferry escribía piezas cortas sin ningún género de duda.

Y de cualquiera de mis amigas de la cuadrilla mocil no recordaba yo sino la última cara con que se me apareció; y no puede ser de otra manera, porque de todos nuestros recuerdos relativos a una persona la inteligencia va eliminando todo lo que no concurra a la utilidad inmediata de nuestras diarias relaciones (sobre todo en el caso de que dichas relaciones estén impregnadas con un poco de amor, porque el amor, siempre insatisfecho, vive en el momento por venir). Deja escaparse la cadena de los días pasados; sólo se queda, fuertemente sujeto en la mano, con el último cabo de ella, que a veces suele ser de distinto metal que aquellos otros eslabones perdidos ya en la noche, y no tiene por país real sino aquel en que al presente nos hallamos. Pero todas las primeras impresiones, ya tan remotas, no hallaban en mi memoria recurso alguno contra su diaria deformación; y durante las muchas horas que me pasaba hablando, jugando o de merienda con estas muchachas, ya ni siquiera me acordaba de que eran las mismas vírgenes implacables y sensuales que vi desfilar, con el mar por fondo, como en un fresco.

Geógrafos y arqueólogos nos llevan, sí, a la isla de Calipso y exhuman el palacio de Minos. Pero Calipso ya no es más que una mujer y Minos un simple rey sin nada divino. Hasta las buenas y las malas cualidades que la Historia nos enseñó a considerar como atributo de aquellas personas que tuvieron realidad suelen diferir mucho de las excelencias y defectos que nosotros supusimos a los seres fabulosos portadores de aquellos nombres. Y así, se había, disipado toda la graciosa mitología oceánica que compuse los primeros días. Pero siempre sirve de algo el poder pasar algún tiempo en familiaridad con aquello que deseábamos y que se nos figuraba inaccesible. En el trato de las personas que nos resultaron desagradables en el primer momento persiste siempre, aun en medio del ficticio placer que acaba por sentirse en su compañía, el saborcillo disimulado de los defectos que lograron esconderse. Pero en relaciones como las mías con Albertina y sus amigas, el placer cierto que hubo en su origen deja ese perfume que con ningún artificio puede darse a los frutos forzados, a las uvas que no maduraron al sol. Aquellas criaturas sobrenaturales, que para mí eso fueron las muchachas algún tiempo, infundían aún, sin darme yo cuenta, un no sé qué de maravilloso en los aspectos más vulgares de nuestro trato, o, mejor dicho, guardaban a ese trato de ser nunca vulgar. Mi deseo había buscado ávidamente la significación de los ojos que ahora me conocían y me sonreían, pero que el primer día se cruzaron con mis miradas lanzando rayos de un mundo distinto; había distribuido amplia y minuciosamente color y perfume en las carnosas superficies de aquellas muchachas que, tendidas en la hierba, me ofrecían con toda sencillez un bocadillo o jugaban conmigo a los acertijos; y por eso muchas de aquellas tardes cuando, tendido yo en el suelo, hacía lo que esos pintores que buscan la grandeza de lo clásico en la vida moderna y dan a una mujer que se corta la uña de un pie la misma nobleza que tiene "El niño sacándose una espina", o como Rubens hacen diosas con conocidas suyas para componer un cuadro mitológico, miraba yo todos aquellos lindos cuerpos de morenas y rubias esparcidos por la hierba sin vaciarlos de todo el mediocre contenido con que las llenó la experiencia diaria, y, sin embargo, sin recordar expresamente su celeste origen, chal si, semejante a Hércules o a Telémaco, estuviese yo jugando rodeado de ninfas.

Luego se acabaron los conciertos, vino el mal tiempo; mis amigas se marcharon de Balbec, no todas de un vuelo, como las golondrinas, pero sí la misma semana. Albertina fue la primera en irse, bruscamente y sin que ninguna de sus amigas pudiera comprender ni entonces ni más adelante, la causa de su súbita vuelta a París, donde no la llamaban ni deberes ni distracciones. "No ha dicho ni jota y se ha marchado", gruñía Francisca, cayo deseo hubiera sido que nosotros hiciésemos lo mismo Me parecía que nosotros estábamos cometiendo una indiscreción con los criados ya muy reducidos en número, retenidos allí por los huéspedes que quedaban, y con el director, que perdía dinero. Verdad era que el hotel estaba ya casi vacío y se cerraría muy pronto; pero nunca fue tan agradable la estancia. Claro que el director no era de la misma opinión; se paseaba por los pasillos, a lo largo de los salones helados, que ya no tenían groom [57] a la puerta, con su levita nueva y tan arreglado por el peluquero que su cara parecía consistir en un compuesto en el que entraban tres partes de cosméticos por una de carne y cambiaba sin cesar de corbatas (estos lujos cuestan menos que tener encendida la calefacción y seguir con los mismos criados que antes, y son cosa semejante al rasgo de esa persona que no puede regalar diez mil francos a una empresa de beneficencia, pero aun se las echa de generoso fácilmente dando un duro de propina al chico que le lleva un telegrama). Diríase que iba inspeccionando el vacío, que quería dar, gracias a su personal aseo, un carácter de cosa provisional a la miseria de este hotel, que aquel año no anduvo muy prósperamente; parecía el espectro de un rey que vuelve a visitar esas ruinas que antaño fueron su palacio. Su descontento subió de punto cuando el tren local, que ya no tenía viajeros, dejó de funcionar hasta el año siguiente. "Lo que falta aquí son medios de conmoción", decía el director. A pesar del déficit de aquel año, hacía para el próximo proyectos grandiosos. Y como era capaz de retener exactamente en su memoria expresiones bonitas cuando se aplicaban a la industria hostelera con ánimo de magnificarla, añadía: "No he estado muy bien secundado; en el comedor tenía un buen equipo, pero los botones dejaban mucho que desear; ya verá usted el afeo próximo con qué falange, me hago"". Ahora la interrupción del servicio del tren lo obligaba a mandar un cochecillo por la correspondencia, y a veces con viajeros. Yo solía subir en el pescante, junto al cochero, y así me daba paseos, aunque el tiempo fuese malo, corno el invierno que pasé en Balbec.

A veces la lluvia era muy fuerte; como el Casino ya estaba cerrado, mi abuela y yo nos quedábamos en unos salones casi vacíos, como en la cala de un vapor cuando hace viento; y todos los días,, cual ocurre en un viaje por mar, alguna persona de aquellas que estuvieron viviendo tres meses con nosotros sin que las conociéramos, el presidente de la Audiencia de Rennes, el decano de Caen, una señora norteamericana con sus hijas, se nos acercaban, entraban en conversación e inventaban alguna manera de que las horas no fuesen tan largas; para ello nos revelaban alguna habilidad suya, nos enseñaban juegos, nos invitaban a tomar té o a hacer música, nos citaban a determinada hora, combinando todas esas distracciones que poseen el verdadero secreto de darnos gusto porque no aspiran a ello y se limitan a ayudarnos a pasar el tiempo menos aburrido, y hacían con nosotros, ya al final de la temporada, amistades que se verían interrumpidas al día siguiente con la marcha dé algún amigo reciente. Llegué a conocer hasta al joven ricacho, a uno de sus amigos aristócratas, y a la actriz, que habían vuelto por untas días; pero ahora el grupo no se componía más que de tres personas, porque el otro amigo se había ido a París. Me invitaron a ir a cenar con ellos a su restaurante. Creo que se alegraron de que no aceptara. Pero hicieron la invitación muy amablemente, y aunque en realidad el que invitaba era el joven ricacho, puesto que los otros eran huéspedes suyos, como quiera que el amigo que los acompañaba, el marqués Mauricio de Vaudemont, era de gran nobleza, la actriz, instintivamente, al preguntarme si iría, me dijo, para halagarme:

—Mauricio se alegraría mucho.

Y cuando me encontré a los tres en el hall, el joven rico no dijo nada y fue Vaudemont el que me preguntó: —¿Qué, no nos da usted el gusto de venir a cenar con nosotros? En resumidas cuentas, me había aprovechado muy poco de Balbec, por lo cual aun tenía más ganas de volver. Me parecía que estuve poco tiempo. No pensaban lo mismo mis amigos, que me escribían preguntándome si me iba a quedar allí toda la vida. Y al ver que seguían poniendo en el sobre el nombre de Balbec y que mi cuarto daba no a calle ni campiña, sino a los campos del mar, cuyo rumor —un rumor al que confiaba yo mi sueño, como una barca oía durante toda la noche, tenía yo la ilusión de que esa promiscuidad con las olas no tenía más remedio que infundirme, sin que yo me diera cuenta, la noción de su encanto, como esas lecciones que se aprenden durmiendo.

El director me ofrecía para el otro año habitaciones mejores, pero yo tenía apego a la mía; ahora entraba en ella sin sentir nunca el olor a petiveria, y mi pensamiento, que con tanta dificultad se elevaba antes por aquellas paredes, llegó a conocer tan exactamente sus dimensiones, que tuve que obligarlo a un tratamiento inverso cuando me acosté en París en mi alcoba de siempre, que era baja de techo.

Porque al fin tuvimos que marcharnos de Balbec; hacía ya demasiado frío y humedad para poder resistir en aquel hotel sin chimeneas ni calefacción. Aquellas últimas semanas las olvidé casi en seguida. Lo que veía invariablemente cuando pensaba en Balbec eran aquellos momentos de la mañana que mi abuela me hacía pasar echado, a obscuras, por orden del médico, porque aquella tarde tenía que salir con Albertina y sus amigas. El director daba órdenes para que en mi piso no hiciesen ruido, y él mismo cuidaba de que fueran obedecidas. Como la luz era muy fuerte, yo dejaba cerrados todo el tiempo posible los cortinones violetas que tanta hostilidad me demostraron la primera noche. Pero a pesar de los alfileres con que Francisca los sujetaba por la noche, y que ella sola sabía quitar, y a pesar de las mantas, del tapete y de otras telas que cogía para cerrar las aberturas, no lo lograba por completo, y resultaba que la obscuridad no era total; parecía que en la alfombra habían estado deshojando anémonas, y yo no podía por menos de ir un instante a bañar mis pies desnudos en aquellos ilusorios pétalos escarlata. En la pared frontera a la ventana, parcialmente iluminada, había un cilindro de oro, sin base alguna, colocado verticalmente y que iba cambiando de sitio despacio, cómo la columna luminosa que precedía a los hebreos por el desierto. Volvía a acostarme y me veía en el trance de saborear, sin moverme, sólo con la imaginación, y todos a la vez, los placeres del juego, del bailo y del paseo que la tarde aconsejaba; el corazón me palpitaba ruidosamente de alegría corno máquina en plena acción, pero inmóvil, y que para descargar su velocidad no puede hacer más que dar vueltas sobre sí misiva.

Yo sabía que mis amigas estaban en el paseo; pero no las veía pasar por delante de los desiguales eslabones del mar, el cual tenía al fondo, encaramado en sus azuladas cimas, como un poblado italiano, el pueblecillo de Rivebelle, que en un claro se distinguía perfectamente detallado por el sol. No veía a mis amigas; pero (mientras que llegaban hasta mi mirador los gritos de los vendedores de periódicos —los periodistas como decía Francisca—, las voces de los bañistas y de los niños, que puntuaban cauro piar de pájaros marinos, y el ruido de las olas, que se rompían suavemente) adivinaba su presencia y oía su risa, envuelta, como la de las Nereidas, en el dulce son de las ondas en la arena, que subía hasta mis oídos. "Hemos mirado —me decía Albertina por la tarde— a ver si bajaba usted. Pero las maderas del balcón estaban cerradas hasta la hora del concierto." Ocie en efecto estallaba a las diez al pie de mi cuarto. Entre los intervalos de los instrumentos musicales, cuando la mar estaba muy llena, se oía, continuo y ligado, el resbalar del agua de una ola que envolvía los trazos del violín en sus volutas de cristal y parecía lanzar su espuma por encima de los ecos intermitentes de tina música submarina. Yo me impacientaba porque no me habían traído aún las cosas para empezar a vestirme. Daban las doce, y Francisca aparecía. Y durante varios meses seguidos, en ese Balbec que tanto codicié, porque me lo imaginaba batido por las tempestades y perdido entre brumas, hizo un tiempo tan seguro y tan brillante que cuando venía a descorrer las cortinas nunca me vi defraudado en mi esperanza de encontrar ese mismo lienzo de sol pegado al rincón de la pared de afuera y de un inmutable color, que impresionaba, más aún que por ser signo del estío, por su colorido melancólico, cual el de un esmalte inerte y ficticio. Y mientras que Francisca iba quitando los alfileres de las impostas, arrancaba telas y descorría cortinas, el día de verano que descubría ella parecía tan muerto, tan inmemorial como una momia suntuosa y milenaria que nuestra vieja criada despojaba cuidadosamente de toda su lencería antes de mostrarla embalsamada en su túnica de oro.

FIN

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