Dos

 

Combray, de lejos, en diez leguas a la redonda, visto desde el tren cuando llegábamos la semana anterior a Pascua, no era más que una iglesia que resumía la ciudad, la representaba y hablaba de ella y por ella a las lejanías, y que ya vista más de cerca mantenía bien apretadas, al abrigo de su gran manto sombrío, en medio del campo y contra los vientos, como una pastora a sus ovejas, los lomos lanosos y grises de las casas, ceñidas acá y acullá por un lienzo de muralla que trazaba un rasgo perfectamente curvo, como en una menuda ciudad de un cuadro primitivo. Para vivir, Combray era un poco triste, triste como sus calles, cuyas casas, construidas con piedra negruzca del país, con unos escalones a la entrada y con tejados acabados en punta, que con sus aleros hacían gran sombra, eran tan oscuras que en cuanto el día empezaba a declinar era menester subir los visillos; calles con graves nombres de santos (algunos de ellos se referían a la historia de los primeros señores de Combray), calle de San Hilarlo, calle de Santiago, donde estaba la casa de mi tía; calle de Santa Hildegarda, con la que lindaba la verja; calle del Espíritu Santo, a la que daba la puertecita lateral del jardín; y esas calles de Cambray viven en un lugar tan recóndito de mi memoria, pintado por colores tan distintos de los que ahora reviste para mí el mundo, que en verdad me parecen todas, y la iglesia, que desde la plaza las señoreaba, aún más irreales que las proyecciones de la linterna mágica, y en algunos momentos se me figura que poder cruzar todavía la calle San Hilarlo y poder tomar un cuarto en la calle del Pájaro —en la vieja hostería del Pájaro herido, de cuyos sótanos salía un olor de cocina que sube aún a veces, en mi recuerdo tan intermitente y cálido como entonces— sería entrar en contacto con el Más Allá de modo más maravillosamente sobrenatural que si me fuera dado conocer a Golo y hablar con Genoveva de Brabante.

Mi tía, prima de mi abuelo, en cuya casa habitábamos, era la madre de esa tía Leoncia que desde la muerte de su marido, mi tío Octavio, no quiso salir de Combray primero, de su casa luego, y más tarde de su cuarto y de su cama, que no bajaba nunca y se estaba siempre echada, en un estado incierto de pena, debilidad física, enfermedad, manía y devoción. Sus habitaciones daban a la calle de Santiago, que terminaba un poco más abajo en el Prado grande (por oposición al Prado chico, el cual extendía su verdor en medio de la ciudad, entre tres calles), y que, uniforme y grisácea, con los tres escalones de piedra delante de casi todas las puertas, parecía un desfiladero tallado por un imaginero gótico en la misma piedra en que esculpiera un nacimiento y un calvario. Mi tía no habitaba en realidad más que dos habitaciones contiguas, y por la tarde se estaba en una de ellas mientras se ventilaba la otra. Eran habitaciones de esas de provincias que —lo mismo que en ciertos países hay partes enteras del aire o del mar, iluminadas o perfumadas por infinidad de protozoarios que nosotros no vemos— nos encantan con mil aromas que en ellas exhalan la virtud, la prudencia, el hábito, toda una vida secreta e invisible, superabundante y moral que el aire tiene en suspenso; olores naturales, sí, y con color de naturaleza, como los de los campos cercanos, pero humanos, caseros y confinados, ya, exquisita jalea industriosa y limpia de todos los frutos del año, que fueron del huerto al armario; cada uno de su sazón, pero domésticos, móviles, que suavizan el picor de la escarcha con la suavidad del pan blanco, ociosos y puntuales como reloj de pueblo, y a la vez corretones y sedentarios, descuidados y previsores, lenceros, madrugadores, devotos y felices, henchidos de una paz que nos infunde una ansiedad más y de un prosaísmo que sirve de depósito enorme de poesía para el que sin vivir entre ellos pasa por su lado. Estaba aquel aire saturado por lo más exquisito de un silencio tan nutritivo y suculento, que yo andaba por allí casi con golosina, sobre todo en aquellas primeras mañanas, frías aún, de la semana de Resurrección, en que lo saboreaba mejor porque estaba recién llegado; antes de entrar a dar los buenos días a mi tía tenía que esperar un momento en el primer cuarto, en donde el sol, de invierno todavía, estaba ya calentándose a la lumbre; encendida ya entre los dos ladrillos y que estucaba toda la habitación con su olor de hollín, convirtiéndola en uno de esos hogares de pueblo o en una de esas campanas de chimenea de los castillos, cuyo abrigo nos inspira el deseo de que fuera estalle la lluvia, la nieve o hasta una catástrofe diluviana pasa acrecer el bienestar de la reclusión con la poesía de lo invernal; daba unos paseos del reclinatorio a las butacas de espeso terciopelo, con sus cabeceras de crochet; y la lumbre, cociendo, como si fueran una pasta, los apetitosos olores cuajados en el aire de la habitación, y que estaban ya levantados y trabajados por la frescura soleada y húmeda de la mañana, los hojaldraba, los doraba, les daba arrugas y volumen para hacer un invisible y palpable pastel provinciano, inmensa torta de manzanas, una torta en cuyo seno yo iba, después de ligeramente saboreados los aromas más cuscurrosos, finos y reputados, pero más secos también, de la cómoda, de la alacena y del papel rameado de la pared, a pegarme siempre con secreta codicia al olor mediocre, pegajoso, indigesto, soso y frutal de la colcha de flores.

En el cuarto de al lado oía a mi tía hablar ella sola a media voz. Nunca hablaba más que bajito, porque se figuraba que tenía algo roto y flotante dentro de la cabeza, y que hablando fuerte podría moverse; pero nunca se pasaba mucho rato, aunque estuviera sola, sin decir algo, porque creía que eso, era sano para la garganta y que, impidiendo que la sangre se parara allí, tendría menos ahogos y angustias de aquellos que la aquejaban; además, en aquella absoluta inercia en que vivía atribuía a sus mínimas sensaciones una importancia extraordinaria, dotándolas de una tal movilidad, que era imposible que las retuviera dentro de sí; y a falta de confidente a quien comunicárselas se las anunciaba a sí misma, en un perpetuo monólogo, que era su única forma de actividad. Desdichadamente, como había contraído la costumbre de pensar en alta voz, ya no se fijaba en que hubiera alguien o no en el cuarto de al lado, y muchas veces le oía decir, dirigiéndose a si misma: «Tengo que acordarme bien de que no he dormido» (porque su pretensión capital era que no dormía nunca, pretensión que en nuestras palabras se reflejaba con gran respeto; por la mañana Francisca no iba a «despertarla», sino que «entraba» en su alcoba; cuando quería echar un sueño durante el día, decíamos que quería «reflexionar» o «descansar»; y cuando, a veces, se descuidaba charlando hasta el punto de llegar a decir: «lo que me ha despertado» o «soñé que…», se ponía encarnada y se corregía en seguida).

Al cabo de un momento entraba a darle un beso; Francisca estaba haciendo el té; y si mi tía se sentía nerviosa, pedía tilo en vez de té, y entonces yo era el encargado de coger la bolsita de la farmacia y echar en un plato la cantidad de tilo que luego había que verter en el agua hirviente. Los tallos de la flor del tilo, al secarse, se curvaban, formando un caprichoso enrejado, entre cuyos nudos se abrían las pálidas flores, como si un pintor las hubiera colocado y dispuesto del modo más decorativo. Las hojas, al cambiar de aspecto, al perderlo totalmente, se asemejaban a cosas absurdas, al ala transparente de una mosca, al revés de una etiqueta o a un pétalo de rosa, pero que hubieran sido entretejidas como en la confección de un nido. Mil pequeños detalles inútiles —prodigalidad encantadora del boticario— que en un preparado facticio se hubieran suprimido, me daban, lo mismo que un libro donde nos maravillamos de ver el nombre de un conocido, el gozo de comprender que eran aquellos verdaderos tallos de tilo, como los que yo veía en el paseo de la Estación, y modificados precisamente, porque eran de verdad y no copias, y habían envejecido. Y como cada rasgo característico que ofrecían no era más que la metamorfosis de un rasgo antiguo, yo reconocía en las bolitas grises los botones verdes que no cuajaron; pero, sobre todo, el brillo rosado, lunar y suave, en el que se destacaban las flores, pendientes de una frágil selva de tallos, como rositas de oro —señal, como ese resplandor que aun revela en un muro el sitio en que estuvo un fresco borrado, de la diferencia entre las partes del árbol que habían tenido color y las que no—, me indicaba que aquellos pétalos eran los mismos que, antes de henchir la bolsita de la botica, habían aromado las noches de primavera. Aquella llama rosa, de cirio, era todavía su coloración, pero medio apagada y dormida en esa vida inferior que ahora llevaban, y que viene a ser el crepúsculo de las flores. Muy pronto podía mi tía mojar en la hirviente infusión, cuyo sabor de hoja muerta y flor marchita saboreaba, una magdalenita, y me daba un pedacito cuando ya estaba bien empapada.

A un lado de su cama había una cómoda amarilla de madera de limonero, mueble que participaba de las funciones de botiquín y altar; junto a una estatuita de la virgen y una botella de Vichy Célestins había libros de misa y recetas del médico, todo lo necesario para seguir desde el lecho los oficios religiosos y el régimen, y para que no se pasara la hora de la pepsina ni la de vísperas. Al otro lado de la dama extendíase la ventana, y así tenía la calle a la vista, y podía leer desde la mañana hasta por la noche, para no aburrirse, al modo de los príncipes persas, la crónica diaria, pero inmemorial, de Combray, crónica que luego comentaba con Francisca.

Apenas estaba cinco minutos con mi tía, me mandaba que me fuera, por temor a cansarse. Ofrecía a mis labios su frente pálida y fría, que en aquellas horas tempranas aun no tenía puestos los postizos, y en la cual se transparentaban los huesos como las puntas de una corona de espinas o las cuentas de un rosario, y me decía: «Anda, hijo mío, ve a vestirte para ir a misa; y si ves por ahí a Francisca dile que no se entretenga mucho con vosotros y que suba pronto a ver si necesito algo».

Porque, en efecto, Francisca, que estaba a su servicio hacía muchos años, y que no sospechaba entonces que algún día habría de pasar al nuestro, descuidaba un poco a mi tía los meses que pasábamos allí. Hubo una época de mi infancia, antes de que fuéramos a Combray, cuando mi tía pasaba los inviernos en París en casa de su madre, en que yo conocía a Francisca, tan vagamente, que el día primero de año, antes de entrar en casa de mi tía, mamá me ponía en la mano un duro y me decía: «Y ten cuidado de no equivocarte. Espera para dárselo a que me oigas decir: buenos días, Francisca, y al mismo tiempo te daré un golpecito en el brazo». Apenas llegábamos al oscuro recibimiento de mi tía, veíanse en la sombra, y bajo los cañones de una cofia brillante, tiesa y frágil, como si fuera de azúcar hilado, los remolinos concéntricos de una sonrisa de gratitud anticipada. Era Francisca, de pie e inmóvil en el marco de la puertecita del corredor como una estatua de un santo en su hornacina. Conforme iba uno acostumbrándose a aquellas tinieblas de iglesia, leíanse en su rostro los sentimientos de amor desinteresado a la Humanidad y de tierno respeto a las clases sociales acomodadas, exaltado en las mejores regiones de su corazón por la esperanza del aguinaldo. Mamá me pellizcaba violentamente en el brazo y decía con voz fuerte: «Buenos días, Francisca». Y a esta señal yo soltaba el duro, que iba a caer en una mano confusa, pero tendida. Pero desde que íbamos a Combray, a nadie conocía yo mejor que a Francisca; nosotros éramos sus favoritos y le inspirábamos, al menos los primeros años, tanta consideración como mi tía, y más vivo agrado, porque añadíamos al prestigio de formar parte de la familia (y Francisca guardaba a los invisibles lazos que crea entre los individuos de una familia, la circulación de una misma sangre, tanto respeto como un trágico griego) el encanto de no ser los amos de siempre. Y por eso nos recibía con gran alegría, compadeciéndonos porque no hacía mejor tiempo, la víspera de Pascua, día de nuestra llegada, en que a veces aun soplaba un viento glacial, y cuando mamá le preguntaba por su hija y sus sobrinos, si su nieto era bueno y qué pensaban hacer de él, y si se parecía a su abuela.

Y cuando ya no había gente delante, mamá, que sabía que Francisca lloraba todavía a sus padres, muertos hacía muchos años, le hablaba de ellos bondadosamente, inquiriendo mil detalles sobre lo que hicieron en esa vida.

Mamá había adivinado que Francisca no quería a su yerno y que éste le aguaba el placer que sentía en estar con su hija, porque cuando él estaba delante no podían hablar con libertad. Así que cuando Francisca iba a verlos, a unas leguas de Combray, mi madre le decía sonriendo: «¿Verdad, Francisca, que si Julián ha tenido que salir y tiene usted a Margarita para usted sola todo el día, lo sentirá usted mucho, pero acabará por resignarse?» y Francisca respondía riéndose: «La señora lo sabe todo, es peor que los rayos X (y decía X con una dificultad afectada y una sonrisa para burlarse de su ignorancia, que se atrevía a emplear ese término científico), que trajeron para la señora Octave y que ven lo que tiene uno en el corazón»; y desaparecía turbada porque hablaban de ella, acaso para que no la vieran llorar; mamá era la primera persona que le daba la alegría de sentir que su vida, sus dichas y sus disgustos de aldeana podían ofrecer interés y ser motivo de gozo o tristeza para otra persona además de ella. Mi tía se resignaba a prescindir un poco de Francisca durante nuestra estancia, porque sabía cuánto apreciaba mi madre los servicios de aquella criada tan inteligente y activa, que estaba tan flamante, desde las cinco de la mañana, en la cocina, con su cofia, cuyo encañonado, brillante y tieso, parecía de porcelana, como para ir a misa; que lo hacía todo bien, trabajando como una caballería, estuviera buena o no, y siempre sin meter ruido, como si no hiciera nada, y la única criada de mi tía que cuando mamá pedía agua caliente o café puro los traía verdaderamente a punto de hervir; era una de esas criadas que en una casa son de las que desagradan a primera vista a un extraño, quizá porque no se toman el trabajo de conquistarlo ni lo agasajan, porque saben muy bien que no lo necesitan, y que antes de despedirla a ella dejarían de recibirlo; pero que, en cambio, son las que se ganan mejor el apego de los amos que han puesto a prueba su capacidad real y no se preocupan por esa simpatía superficial y esa palabrería servil que impresionan favorablemente a un forastero, pero que muchas veces sirven de capa a una ineducable inutilidad.

Cuando Francisca, después de cuidar que a mis padres no les faltara nada, subía por primera vez al cuarto de mi tía para darle la pepsina y preguntarle lo que iba a tomar de almuerzo, era muy raro que no fuera ya llamada a dar su opinión o alguna explicación concerniente a un acontecimiento de importancia:

—Francisca, figúrese usted que la señora Goupil ha pasado a buscar a su hermana un cuarto de hora más tarde que de costumbre; por poco que se retrase en el camino no me extrañará que llegue a la iglesia después de alzar.

—Sí, no tendría nada de particular —contestaba Francisca.

—Francisca, si llega usted a venir cinco minutos antes, ve usted pasar a la señora de Imbert, con unos espárragos dos veces más gordos que los de la tía Callot; a ver si por medio de su criada se entera usted de dónde los saca. Porque usted, que este año nos pone espárragos en todas las salsas, podría comprarlos de esos para nuestros huéspedes.

—No tendría nada de particular que fueran de casa del señor cura —decía Francisca.

—No, Francisca, no pueden ser de casa del señor cura. Y sabe usted que no cría más que unos malos esparraguillos de nada. Y los que yo digo eran tan gruesos como el brazo. Es decir, no como un brazo de usted, claro, sino como uno de estos pobres brazos míos que este año aun han adelgazado más.

—Francisca, ¿no ha oído usted el demonio del repique ese que me estaba partiendo la cabeza?

—No, señora.

—¡Ay, hija mía, ya puede usted decir que tiene una cabeza dura, y darle gracias a Dios! Era la Maguelone que ha venido a buscar al doctor Piperaud; salieron los dos en seguida y tomaron por la calle del Pájaro. Debe haber algún niño enfermo.

—¡Vaya por Dios! —suspiraba Francisca, que no podía oír hablar de una desgracia sucedida a un desconocido, aunque fuera en la parte más remota del mundo, sin empezar a lloriquear.

—Oiga, Francisca, ¿y por quién habrán tocado a muerto? ¡Ah, sí, Dios mío, será por la señora de Rousseau! ¡Pues no me había olvidado que se murió la otra noche! ¡Ay, ya es hora de que Dios se acuerde de mí; desde la muerte de mi pobre Octavio no sé dónde tengo la cabeza! Pero le estoy haciendo a usted perder el tiempo.

—¡No, señora, no! Mi tiempo vale poco, y además, el que hizo el tiempo no nos lo vendió. Lo que sí voy a ver es si no se me apaga la lumbre.

De este modo apreciaban Francisca y mi tía los primeros acontecimientos del día en aquella sesión matinal. Pero algunas veces esos acontecimientos revestían un carácter tan misterioso y grave que mi día no podía aguardar hasta el momento que subiera Francisca, y entonces cuatro campanillazos formidables resonaban en toda la casa.

—¡Pero, señora, no es todavía la hora de la pepsina! —deja Francisca—. ¿Es que ha tenido usted algún mareo?

—No, Francisca, es decir, sí; ya sabe usted que ahora raro es el momento en que no siento mareos; un día me acabaré como la señora de Rousseau, sin darme cuenta siquiera; pero no he llamado por eso. ¿Querrá usted creer que acabo de ver, lo mismo que la estoy viendo a usted, a la señora Goupil, con una chiquita que no sé quién es? Vaya usted a casa de Camus por diez céntimos de sal, y seguramente Teodoro podrá decirnos quién es.

—Será la hija de Pupin —decía Francisca, que, como ya había ido dos veces aquella mañana a casa de Camus, prefería atenerse a una explicación inmediata.

—¡La hija de Pupin! Pero, Francisca, ¿se figura usted que no voy yo a conocer a la hija de Pupin?

—No digo la mayor, señora; digo la pequeña, la que está interna en el colegio, en Jouy. Me pareció verla ya esta mañana.

—¡Ah, como no sea eso! —decía mi tía—. Tendría que haber venido para la función. ¡Sí, eso es, no hay que pensar más, habrá venido para la función! Entonces pronto veremos a la señora de Sazerat llamar a la puerta de su hermana, para almorzar con ella. Eso será. He visto al chiquillo de casa de Galopín pasar con una tarta. Verá usted cómo esa tarta era para casa de la señora de Goupil.

—Pues si la señora de Goupil tiene visita no tardará usted mucho en ver entrar a sus invitados al almuerzo, porque ya empieza a hacerse tarde —decía Francisca, que, como tenía prisa en bajar para ocuparse de sus guisos, se alegraba ante la perspectiva de dejar a mi tía esta distracción.

—Sí, pero no vendrán antes de las doce —contestaba mi tía con tono resignado, echando al reloj una ojeada inquieta, pero furtiva, para no hacer ver que ella, que ya había renunciado a todo, sacaba, de saber quién tendría la señora de Goupil a almorzar, un placer tan vivo, y que desgraciadamente se haría esperar aún lo menos media hora. «Y quizá lleguen mientras yo esté almorzando», se decía bajito a sí misma. Su almuerzo le servía ya de bastante distracción para que no necesitara tener otra al mismo tiempo. «No se le olvide a usted traerme los huevos a la crema en un plato liso, ¡eh!» Ésos eran los únicos platos decorados con monigotes, y mi tía se entretenía en todas sus comidas en leer el letrero del plato en que le servían. Se calaba sus gafas, e iba descifrando: Alí-Babá, o los cuarenta ladrones; Aladino, o la lámpara maravillosa, y decía sonriente: «Muy bien, muy bien».

—¿Podría llegarme a casa de Camus? —decía Francisca, al ver que mi tía ya no la iba a mandar.

—No, no merece la pena; seguramente es la chica de Pupin. Francisca, siento mucho haberla hecho a usted subir en balde.

Pero mi tía sabía perfectamente que no la había llamado en balde, porque en Combray «una persona desconocida» era un ser tan increíble como un dios de la mitología, y no se recordaba que ninguna vez que una de aquellas pasmosas apariciones habían ocurrido, fuera de la plaza, fuera de la calle del Espíritu Santo una diligente investigación no hubiera terminado por reducir el personaje fabuloso a las proporciones de una «persona conocida», ya personalmente, ya en abstracto, según su estado civil, y como pariente en tal o cual grado de alguien de Combray. Así pasó con el hijo de la señora de Sauton, al volver del servicio; con la sobrina del padre Perdreau, que salía del convento, y con el hermano del cura, recaudador en Chateaudun, cuando vino para la función o cuando pidió el retiro. Al verlos, cundió la emoción de que había en Combray personas que no se sabía quiénes eran sencillamente, porque no fueron reconocidas o identificadas en seguida. Y, sin embargo, tanto el cura como la señora de Sauton habían prevenido anticipadamente que esperaban a sus huéspedes. Cuando, al volver por la tarde, subía yo a contar mi paseo a la tía, si cometía la imprudencia de decirle que habíamos visto junto al Puente Viejo a un hombre que mi abuelo no conocía, exclamaba: «¡Un hombre que el abuelo no conoce! No puede ser», pero, preocupada con la noticia, quería quitarse ese peso de encima y mandaba llamar a mi abuelo.

—¿A quién os habéis encontrado junto al Puente Viejo? Dice éste que a un hombre desconocido.

—No —contestaba mi abuelo—, era Próspero, el hermano del jardinero de Bouilleboeuf.

—¡Ah!, ya —decía, tranquilizada y un poco encendida; y encogiéndose de hombros con una sonrisa irónica, añadía—: ¡Y me decían que habían ustedes encontrado a un hombre que no sabían quién era!

Y entonces me recomendaban que otra vez fuera más circunspecto y que no pusiera nerviosa a mi tía con palabras impremeditadas. Todo el mundo, personas y animales, se conocía tan bien en Combray, que si mi tía veía por casualidad pasar un perro «desconocido», no dejaba de pensar en eso y en consagrar a aquel hecho incomprensible su talento inductivo y sus horas de libertad.

—Debe de ser el perro de la señora de Sazerat —decía Francisca sin gran convencimiento, con objeto de tranquilizarla y de que no se calentara más la cabeza.

—¡Como que no voy yo a conocer al perro de la señora de Sazerat! —contestaba mi tía, cuyo espíritu crítico no admitía un hecho con tanta facilidad.

—¡Ah!, será el perro nuevo que Galopín ha traído de Lisieux.

—Como no sea eso…

—Dicen que es un animal muy bueno —añadía Francisca, que lo sabía por Teodoro—, tan listo como una persona y siempre de buen humor y amable, un perro muy gracioso. Es raro que un animal tan pequeño sea manso. Señora, voy a tener que bajarme, no tengo tiempo de distraerme, son ya las diez y no está el horno encendido; además, tengo que pelar los espárragos.

—¡Pero más espárragos aún, Francisca! Tiene una manía por los espárragos este año y va usted a cansar a nuestros parisienses.

—No, señora. Les gustan mucho los espárragos. Traerán apetito de la iglesia y ya verá usted cómo no se los comen con el revés de la cuchara.

—Pero ya deben de estar en la iglesia. Sí, sí; no pierda usted tiempo. Vaya usted a cuidar el almuerzo.

Mientras que mi tía estaba charlando así con Francisca, yo iba con mis padres a misa. ¡Qué cariño tenía yo a la iglesia de Combray, y qué bien la veo ahora! El viejo pórtico de entrada, negro y picado cual una espumadera, estaba en las esquinas curvado y como rehundido (igual que la pila del agua bendita a que conducía), lo mismo que si el suave roce de los mantos de las campesinas, al entrar en la iglesia, y de sus dedos tímidos al tomar el agua bendita, pudiera, al repetirse durante siglos, adquirir una fuerza destructora, curvar la piedra y hacerle surcos como los que trazan las ruedas de los carritos en el guardacantón donde tropiezan todos los días. Las laudas, bajo las cuales el noble polvo de los abades de Combray, allí enterrados, daba al coro un como pavimento espiritual, no eran ya tampoco de materia inerte y dura porque el tiempo la había ablandado y la vertió, como miel fundida, por fuera de los límites de su labra cuadrada, que por un lado, superaban en dorada onda, arrastrando las blancas violetas de mármol; y que en otros lugares se resorbía contrayendo aún más la elíptica inscripción latina, introduciendo una nueva fantasía en la disposición de los caracteres abreviados y acercando dos letras de una palabra mientras que separaba desmesuradamente las demás. Las vidrieras nunca tornasolaban tanto como en los días de poco sol, de modo que si afuera hacía mal tiempo, de seguro que en la iglesia lo hacía hermoso; había una, llena en toda su tamaño por un solo personaje que parecía un rey de baraja, y revivía allá, entre cielo y tierra, bajo un dosel arquitectónico (y en el reflejo oblicuo y azulado que daba este rey, veíase a veces, un día de entre semana, a mediodía, cuando ya no hay misas —en uno de esos raros momentos en que la iglesia; ventilada, yacía, más humanizada; lujosa, con el oro del sol en el mobiliario, parecía casi habitable como el hall de piedra tallada y vidrieras pintadas de un hotel estilo medieval— a la señora de Sazerat, que se arrodillaba un instante, dejando en el reclinatorio de al lado un paquetito muy bien atado de pastas que acababa de comprar en la pastelería de enfrente y que llevaba a casa para postre); en otra vidriera, una montaña de rosada nieve, a cuya planta se libraba un combate, parecía que había escarchado hasta la misma vidriera, hinchándola con su turbio granillo, como un vidrio en donde aun quedaran copos de nieve, pero copos iluminados por alguna luz de aurora (por la misma aurora sin duda que coloreaba el retablo con tan frescos tonos, que más bien parecían pintados allí por un resplandor venido de fuera y pronto a desvanecerse, que por colores adheridos para siempre a la piedra); y eran todas tan antiguas, que se veía brillar acá y allá su plateada vejez con el polvo de los siglos, y que mostraban brillante y raída hasta la trama, la hilazón de su tapicería de vidrio. Había una que era un alto compartimiento dividido en un centenar de cristalitos rectangulares, en los que predominaba el azul, como una gran baraja de aquellas que debían de distraer al rey Carlos VI; pero un momento después, y ya fuera, porque brillaba un rayo de sol o porque mi mirada al moverse paseaba por la vidriera, que se encendía y se apagaba, un incendio móvil y precioso, tomaba el brillo mudable de una cola de pavo real, y luego se estremecía y ondulaba formando una lluvia resplandeciente y fantástica, que goteaba desde lo alto de la bóveda rocosa y sombría, a lo largo de las húmedas paredes, como si yo fuera detrás de mis padres, que llevaban su libro de misa en la mano, no por una iglesia, sino por la nave de una gruta de irisadas estalactitas; un instante más tarde, los cristalitos en rombo tomaban la profunda transparencia, la infrangible dureza de zafiros que hubieran estado puestos en un inmenso pectoral, pero tras los cuales sentíase más codiciada que sus riquezas, una momentánea sonrisa del sol; un sol tan cognoscible en la ola azul y suave con que bañaba las pedrerías como en los adoquines de la plaza o en la paja del mercado; y en los primeros domingos de nuestra estancia, cuando llegábamos antes de Pascua, me consolaba de la desnudez y negrura de la tierra, desplegando, como en una primavera histórica y que datara de los sucesores de San Luis, el tapiz cegador y dorado de miosotis de cristal.

Dos tapices de trama vertical representaban la coronación de Ester (la tradición prestaba a Asuero los rasgos fisonómicos de un rey de Francia y a Ester los de una dama de Guermantes, de la que estaba enamorado), y los colores, al fundirse, habían añadido a los tapices expresión, relieve y claridad; un poco de color de rosa flotaba en los labios de Ester saliéndose del dibujo de su contorno, y el amarillo de su traje se ostentaba tan suntuosamente, tan liberalmente, que venía a cobrar como una especie de consistencia y triunfaba vivamente sobre la atmósfera vencida; y el follaje de los árboles seguía verde en las partes bajas del paño de seda y lana, pero arriba se había «pasado» y hacía destacarse con más palidez, por encima de los troncos oscuros, las ramas altas, amarillentas, doradas y como medio borradas por la brusca y oblicua claridad de un sol invisible. Todo esto y todavía más los objetos preciosos donados a la iglesia por personajes que para mí eran casi personajes de leyenda (la cruz de oro, trabajado, según decían, por San Eloy, y regalada por Dagoberta; el sepulcro de los hijos de Luis el Germánico, de pórfiro y cobre esmaltado), era motivo de que yo anduviera por la iglesia para ir hacia nuestras sillas, como por un valle visitado por las hadas y donde el campesino se maravilla de ver en una roca, en un árbol, en un charco, huellas palpables de su sobrenatural paso; todo esto revestía a la iglesia para mis ojos de un carácter enteramente distinto al resto de la ciudad: el ser un edificio que ocupaba, por decirlo así, un espacio de cuatro dimensiones —la cuarta era la del Tiempo— y que al desplegar a través de los siglos su nave, de bóveda en bóveda y de capilla en capilla, parecía vencer y franquear no sólo unos cuantos metros, sino épocas sucesivas, de las que iba saliendo triunfante; que ocultaba el rudo y feroz siglo onceno en el espesor de sus muros, de donde no surgía con sus pesados arcos de bóveda, rellenos y cegados por groseros morrillos, más que en la profunda brecha que abría junto al pórtico la escalera del campanario, y aun allí, disimulado por los graciosos arcos góticos que se colocaban coquetamente delante de él, como hermanas mayores que se colocan sonriendo delante de un hermanito zafio, grosero y mal vestido, para que no lo vea un extraño; que alzaba al cielo, por encima de la plaza, su torre que viera a San Luis y que todavía parecía estar viéndolo; y que se hundía con su cripta en una noche merovingia por donde, guiándonos a tientas, bajo la bóveda sombría y fuertemente nervuda, como la membrana de un inmenso murciélago de piedra, Teodoro y su hermana nos alumbraban con una vela el sepulcro de la nieta de Sigiberto, en el que había una honda huella de valva de concha —como el rastro de un fósil— que, según decían, procedía de «una lámpara de cristal, que la noche del asesinato de la princesa franca se desprendió sola de las cadenas de oro de que pendía en el mismo lugar que hoy ocupa el ábside, que sin que se rompiese el cristal ni se apagara la llama, se hundió en la piedra, haciéndola ceder blandamente bajo su peso».

¿Y cómo hablar del ábside de la iglesia de Combray? ¡Era tan tosco, y carecía de tal modo de toda belleza artística y hasta de inspiración religiosa! Por fuera, como el cruce de calles en que se asentaba el ábside estaba más en bajo, su tosco muro se elevaba sobre un basamento de morrillos sin labrar, erizados de guijarros y sin ningún carácter especialmente eclesiástico; las vidrieras parecían estar a demasiada altura, y el conjunto más semejaba muro de cárcel que de iglesia. Y claro que luego, pasado el tiempo, al acordarme de todos los gloriosos ábsides que había visto, no se me ocurrió nunca compararlos con el ábside de Combray. Tan sólo un día, en un recodo de una callejuela de provincia, vi, frente al cruce de tres calles, un muro rudo y sobrealzado, con vidrieras abiertas en lo alto, con el mismo aspecto asimétrico del ábside de Combray, Y entonces no me admiré, como en Chartres o en Reims, de la fuerza con que allí estaba expresado el sentimiento religioso, sino que exclamé sin querer: «¡La iglesia!».

¡La iglesia! Edificio familiar, medianero —en la calle de San Hilario, adonde daba su puerta norte— de sus dos vecinos, la botica de Rapin y la casa de la señora de Loiseau, con los que tocaba sin separación alguna, simple ciudadana de Combray, donde nos parecía que habría de pararse el cartero al hacer su reparto de la mañana, cuando salía de casa de Rapin y antes de entrar en casa de la señora Loiseau, existía, sin embargo, entre ella y todo lo demás, una demarcación que mi alma jamás pudo franquear. En vano la señora Loiseau cultivaba en su balcón unas fucsias que tenían la mala costumbre de dejar correr ciegamente a sus ramas y cuyas flores no tenían cosa más urgente que hacer, cuando ya eran grandecitas, que ir a refrescarse las mejillas moradas, congestionadas, en la sombría fachada de la iglesia: no por eso eran aquellas fucsias para mí sagradas; entre las flores y la piedra negruzca en que se apoyaban, aunque mis ojos no percibían ningún intervalo, mi alma distinguía un abismo.

Reconocíase la torre del campanario de San Hilario desde muy lejos, inscribiendo su fisonomía inolvidable en un horizonte donde todavía no asomaba Combray; cuando en la semana de Resurrección, la veía mi padre, desde el tren que nos llevaba de París, corriendo por todos los surcos del cielo y haciendo girar en todas direcciones su veleta, que era un gallo de hierro, nos decía: «Vamos, coged las mantas, que ya hemos llegado». Y en uno de los grandes paseos que dábamos estando en Combray, había un sitio en que el estrecho camino iba a desembocar en una gran meseta cuyo horizonte cerrábalo la dentada línea de unos bosques, y por encima de ellos asomaba únicamente la fina punta de la torre de San Hilario, tan sutil, tan rosada, que parecía una raya hecha en el cielo con una uña, con la intención de dar a aquel paisaje, todo de naturaleza, una leve señal de arte, una única indicación humana. Cuando se acercaba uno y se veía el resto de la torre cuadrada y medio derruida, que menos alta que la del campanario, aun subsistía junto a ella, sorprendía ante todo el tono sombrío y rojizo de la piedra; en las brumosas mañanas de otoño, elevándose por encima del tormentoso color violeta de los viñedos, hubiérase dicho que era una ruina purpúrea, del color casi de la viña virgen.

Muchas veces, al pasar por la plaza, de vuelta del paseo, mi abuela me hacía pararme para contemplar el campanario. De las ventanas de la torre, colocadas de dos en dos, unas encima de otras, con esa justa y original proporción en las distancias que no sólo da belleza y dignidad a los rostros humanos, soltaba, dejaba caer a intervalos regulares bandadas de cuervos, que durante un instante daban vueltas chillando, como si las viejas piedras que los dejaban retozar sin verlos; al parecer, se hubieran tornado de pronto inhabitables, y exhalando un germen de agitación infinita los hubieran pegado y echado de allí. Y después de haber rayado en todas direcciones el terciopelo morado del aire, se calmaban de pronto y volvían a absorberse en la torre, que de nefasta se había convertido en propicia, y unos cuantos, plantados aquí y allá, parecían inmóviles, cuando estaban, quizá, atrapando a algún insecto en la punta de una torrecilla, lo mismo que gaviota quieta, inmóvil, con la inmovilidad del pescador, en la cresta de una ola. Sin saber muy bien porqué, mi abuela apreciaba en la torre de San Hilario esa falta de vulgaridad, de pretensión y de mezquindad que la inclinaba a querer y a considerar como ricos en benéfica influencia a la naturaleza —siempre que la mano del hombre no la hubiera, como la de nuestro jardinero, empequeñecido— y a las obras geniales. Indudablemente, la iglesia, vista por cualquier lado, se distinguía de los demás edificios en que tenía infusa como una especie de pensamiento; pero en su campanario es donde parecía tomar conciencia de sí misma y afirmar una existencia individual y responsable. La torre hablaba por ella. Creo que en la de Combray encontraba mi abuela la cualidad que más apreciaba en este mundo: la naturalidad y la distinción. Como no entendía de Arquitectura, decía: «Hijos míos, podéis reíros de mí; no será hermosa conforme a los cánones, pero me gusta mucho esa forma suya tan vieja y tan rara. Estoy convencida de que si tocara el piano tocaría con «alma». Y, al mirarla, al seguir con la vista la suave tensión, la inclinación ferviente de sus declives, de sus pendientes de piedra, que conforme se alzaban iban acercándose como se juntan las manos para rezar, uníase tan bien a la efusión de la aguja, que su mirada se lanzaba hacia arriba con ella; y, al mismo tiempo, sonreía bondadosamente a las viejas piedras gastadas, que ya sólo en el remate alumbraba el poniente, y que desde el momento en que entraban en esa zona soleada, suavizadas por la luz, parecían subir mucho más arriba, ir más lejos, como un canto atacado en voz de falsete, una octava más alto.

Lo que en Combray daba forma, coronamiento y consagración a todos los quehaceres, a todas las obras y a todas las perspectivas de la ciudad, era el campanario. Desde mi cuarto sólo alcanzaba a ver su base, cubierta de pizarra; los domingos, cuando veía en una cálida mañana aquellas pizarras flameantes como un negro sol, me decía: «¡Dios mío!, las nueve. Tengo que vestirme ya para ir a misa, si quiero que me quede tiempo para subir a dar un beso a la tía Leoncia»; y ya veía exactamente el color que iba a tener el sol en la plaza, y el calor y el polvo que haría en el mercado, y la sombra del toldo de la tienda donde mamá entraría, quizá, antes de misa, atravesando un olor de tela cruda, a comprar un pañuelo, pañuelo que le haría mostrar el amo, el cual se preparaba ya a cerrar y acababa de salir de la trastienda, con su americana de domingo y con las manos bien jabonadas, aquellas manos que tenía por costumbre restregarse una con otra cada cinco minutos, y aun en las más tristes circunstancias, con aire de audacia, de galantería y de triunfo.

Cuando después de misa entrábamos a decir a Teodoro que nos mandara un brioche mayor que de costumbre, porque nuestros primos, aprovechando el buen tiempo, habían venido de Thiberzy a almorzar con nosotros, teníamos enfrente el campanario, que, dorado y recocido como un gran brioche bendito, con escamas y gotitas gomosas de sol, hundía su aguda punta en el cielo azul. Y por la tarde, al volver de paseo, cuando ya pensaba yo en que pronto tendría que despedirme de mamá y no volver a verla, mostrábase el campanario tan suave en el acabar del día, que parecía colocado y hundido como un almohadón de terciopelo pardo, en el cielo pálido, que había cedido a su presión, ahondándose ligeramente para hacerle hueco, y refluyendo en los bordes; y los chillidos de los pájaros que revoloteaban por alrededor acrecían su silencio, daban más impulso a su aguja y lo revestían de inefable carácter.

Hasta cuando había que ir por las calles de detrás de la iglesia, donde no se la veía, todo parecía ordenado con arreglo al campanario, que surgía aquí o allá entre las casas, aun más impresionante por asomar así sin la iglesia. Verdad que hay muchos otros campanarios mucho más hermosos vistos de esa manera, y que guardo en mi memoria viñetas de torres asomando encima de los tejados, de un carácter más artístico que las que componían las tristes calles de Combray. Nunca se me olvidarán, de una curiosa ciudad de Normandía, próxima a Balbec, dos encantadores palacios del siglo XVIII, que por muchos conceptos me son caros y venerables, y entre los cuales, cuando se mira desde el hermoso jardín que baja de las escalinatas de los palacios hacia el río, se eleva la aguja gótica de una iglesia, y parece como que termina y corona sus fachadas; pero con un material tan distinto, tan precioso, tan rizado, rosáceo y pulido, que se aprecia claramente que no forma parte de ellos, como no forma parte de las dos hermosas guijas, entre las que está presa en la playa, la flecha purpurina y dentada de una concha en forma de huso, toda resplandeciente de esmalte. En el mismo París, en uno de los barrios más feos de la ciudad, sé yo de una ventana por la que se ve, después de un primero, un segundo y hasta un tercer término de tejados amontonados de varias calles, una campana morada, a veces rojiza, y en ocasiones, cuando la atmósfera tira una de sus mejores «pruebas», de un negro filtrado en gris, que no es más que la cúpula de San Agustín, y que da a esa vista de París el carácter de algunas de Roma, por Piranesi. Pero como en ninguno de aquellos grabados, por gustosamente que los ejecutara mi memoria, pude poner lo que ya tenía perdido hacía tanto tiempo, es decir, el sentimiento que nos mueve, no a mirar una cosa como un espectáculo, sino a creer en ella como en un ser sin equivalente, ninguna de ellas señorea una parte tan honda de mi vida como el recuerdo de aquellos aspectos del campanario de Combray en las calles de detrás de la iglesia.

Unas veces, cuando a las cinco de la tarde íbamos al correo por las cartas, se le veía a la izquierda, y unas casas más abajo de uno, elevando bruscamente con su aislada cima, la línea que dibujaban los tejados; otras, por el contrario, cuando queríamos preguntar por la señora Sazerat, se seguía con la vista dicha línea, que después de haberse elevado voluta a bajar en su otra vertiente, sabiendo que había que torcer por la segunda bocacalle, pasado el campanario; y si íbamos más allá, camino de la estación, se lo veía oblicuamente, mostrando de perfil aristas y superficies nuevas, como un sólido sorprendido en un aspecto desconocido de su revolución. Y desde las márgenes del Vivona, el ábside, musculosamente recogido e hinchado por la perspectiva, parecía nacido del esfuerzo que hacía el campanario para lanzar su aguja hasta el mismo corazón del cielo; pero en cualquier forma que se lo viera, a él era menester tornar siempre; a él, que lo dominaba todo, conminando a las casas con un inesperado pináculo que se alzaba ante mí como un dedo inconfundible de Dios, aunque el Cuerpo Divino, oculto por la muchedumbre humana, no se veía. Y hoy todavía, si en alguna gran ciudad de provincias o en un barrio de París que no conozco bien, un transeúnte que me ha «encaminado» me indica a lo lejos como punto de referencia la torre de un hospital, o el campanario de un convento, que alzan su puntiagudo bonete eclesiástico en la esquina de una calle por donde debo continuar, a poco que mi memoria pueda encontrarle oscuramente algún rasgo de parecido con la amada y desaparecida silueta, el transeúnte, si se vuelve a ver si voy bien, puede, todo asombrado, verme, olvidado del paseo o del quehacer, allí parado delante del campanario horas y horas, probando a acordarme, y sintiendo en mi interior tierras reconquistadas al olvido que van quedando en seco y tomando forma; y en ese instante, y con mayor ansiedad que el momento antes, cuando le pedía que me guiara, sigo buscando mi camino, doblo una calle…, pero todo sin salir de dentro de mi corazón.

Al volver de misa solíamos encontrarnos con el señor Legrandin, que, obligado a vivir en París por su profesión de ingeniero, no podía, como no fuera en vacaciones, venir a su finca de Cambray más que desde el sábado por la noche hasta el lunes por la mañana. Era una de esas personas que además de su carrera científica, en la que logran brillantes triunfos, tienen una cultura enteramente distinta, artística o literaria, que no utiliza su especialización profesional, pero de la que beneficia su conversación. Más leídos que muchos literatos (en aquella época no sabíamos que el señor Legrandin gozaba de cierta reputación como escritor, y nos extrañamos al ver que un músico célebre había escrito una melodía con letra suya), y con más «facilidad» que muchos pintores, se imaginan estas personas que la vida que hacen en este mundo no es la apropiada para ellos, y ponen en sus ocupaciones positivas, ya una indiferencia medio caprichosa, ya una aplicación constante y altiva, despectiva, amarga y concienzuda. Alto, bien formado, de rostro fino y pensativo, con largos bigotes rubios, mirar azul y desengañado, de cortesía extremada y de conversación tan grata como nunca la oímos, era a los ojos de mi familia, que le citaba siempre como dechado, el tipo del hombre selecto, que tomaba la vida del modo más noble y delicado. Lo único que le censuraba mi abuela era hablar un poco mejor de lo debido, de un modo un tanto libresco, y de que su lenguaje careciera de la naturalidad que tenían sus chalinas siempre flotantes y su americana recta, casi de estudiante. También le extrañaban los inflamados párrafos que a veces lanzaba contra la aristocracia, la vida mundana, y el snobismo, «que seguramente era el pecado en que pensaba San Pablo al hablar de un pecado que no tiene remisión».

La ambición mundana era un sentimiento tan imposible de sentir y casi de comprender para mi abuela, que le parecía gastar tanta pasión en difamarla. Además no le parecía cosa de muy buen gusto que el señor Legrandin, que tenía una hermana casada, cerca de Balbec, con un hidalgo de la Normandía Baja, se entregara a tan violentos ataques contra los nobles, llegando casi hasta a reprochar a la Revolución el no haberlos guillotinado a todos.

—Salud, amigos míos —decía viniendo a nuestro encuentro—. Felices ustedes que pueden vivir mucho aquí. Yo, mañana, tengo que volverme a París, a meterme en mi rincón.

¡Ah! —añadía con aquella sonrisa suavemente irónica y desencantada; un tanto distraída, que le era peculiar—, cierto que tengo en casa toda clase de cosas inútiles. Sólo me falta lo necesario, es decir, un gran espacio de cielo, como aquí. Procura guardar siempre por encima de tu vida un buen espacio de cielo, joven —añadía, volviéndose hacia mí—. Tienes un alma muy buena, poco usual, y una naturaleza de artista, así que no consientas que le falte lo que necesita.

Cuando, al regreso, mi tía nos mandaba preguntar si la señora de Goupil había llegado tarde a misa, no podíamos informarle. En cambio, le dábamos una preocupación más diciéndole que había en la iglesia un pintor copiando la vidriera de Gilberto el Malo. Francisca, enviada inmediatamente por su ama a la tienda de ultramarinos, volvía con las manos vacías, por culpa de que no estuviera allí Teodoro, el cual, gracias a su doble profesión de cantor de la iglesia, encargado en parte de su limpieza, y de dependiente de ultramarinos, tenía conocidos en todas partes y un saber enciclopédico.

—¡Ay! —suspiraba mi tía—, ¡ojalá fuera ya la hora de que venga Eulalia! Ella es la única que podrá informarme.

Eulalia era una muchacha coja y sorda, muy activa, que se había «retirado», a la muerte de la señora de la Bretonnerie, en cuya casa estaba colocada desde niña, y que alquiló una habitación junto a la iglesia; y se pasaba el día bajando y subiendo de su casa al templo, ya a las horas de los oficios, ya fuera de ellas, para rezar un poquito o para echar una mano a Teodoro; lo restante del tiempo lo consagraba a visitar enfermos, como mi tía Leoncia, a los que contaba todo lo que había pasado en misa o en las vísperas. No despreciaba la ocasión de añadir algún pequeño ingreso a la parva renta que le pasaba la familia de sus antiguos señores, yendo de cuando en cuando a cuidar de la lencería del señor cura o de otra personalidad notable del mundo clerical de Combray. Llevaba un manto de paño negro y una papalina blanca, casi de monja: una enfermedad de la piel dio a una parte de sus mejillas y a su nariz corva los tonos de color rosa vivo de la balsamina. Sus visitas eran la gran distracción de mi tía Leoncia, y las únicas que recibía, aparte de las del señor cura. Mi tía había ido deshaciéndose poco a poco de los demás visitantes, porque a sus ojos incurrían todos en el defecto de pertenecer a una de las dos categorías de personas que detestaba. Unas, las peores y aquellas de quienes antes se deshizo, eran las que le aconsejaban que no «se hiciera caso», y profesaban, aunque fuera negativamente y sin manifestarlo más que con ciertos silencios de desaprobación o sonrisa incrédulas, la subversiva doctrina de que un paseíto por el sol y un buen bistec echando sangre (¡a ella que conservaba catorce horas en el estómago dos malos tragos de agua de Vichy!) le probarían más que la cama y los medicamentos. Formaban la otra categoría personas que, al parecer, la creían más enferma de lo que estaba, o tan enferma como ella, aseguraba estar. Así que aquellas personas a quienes se permitió subir, después de grandes vacilaciones y gracias a las oficiosas instancias de Francisca, y que en el curso de su visita mostraron cuán indignos eran del favor que se les había hecho, arriesgando tímidamente un: «¿No le parece a usted que si anduviera un poco, cuando el tiempo sea bueno…?», o que, por el contrario, al decirles ella: «Estoy muy mal, muy mal, esto se acaba», le contestaron: «Sí, cuando no se tiene salud. Pero aun puede usted tirar así mucho tiempo», estaban seguros, tanto unos como otros, de no ser recibidos nunca más. Y si Francisca se reía de la cara de susto que ponía mi tía al ver venir, desde su cama, por la calle del Espíritu Santo, a una de aquellas personas, o al oír un campanillazo, se reía todavía más, como de una buena jugarreta, de las argucias siempre triunfantes de mi tía para que se volvieran sin entrar y de la cara desconcertada del visitante que se marchaba sin verla, y en el fondo admiraba a su ama, considerándola superior a todas aquellas personas, puesto que no las quería recibir. De modo que mi tía exigía al mismo tiempo que le aprobaran su régimen, que la compadecieran por sus padecimientos y que la tranquilizaran respecto a su porvenir.

Y en esto Eulalia rayaba muy alto. Ya podía mi tía decirle veinte veces por minuto: «Esto se acaba, Eulalia»; otras tantas veces respondía Eulalia: «Conociendo su enfermedad como la conoce usted, llegará usted a los cien años; eso mismo me decía ayer la señora de Sazerin». (Una de las más arraigadas creencias de Eulalia, y en la que no pudo hacer mella el imponente número de mentís que le dio la experiencia, era que la señora de Sazerat se llamaba la señora de Sazerin.)

—No pido tanto como llegar a los cien —contestaba mi tía, que prefería no ver sus días contados con un límite concreto.

Y como, además de eso, Eulalia sabía distraer a mi tía sin cansarla, sus visitas, que ocurrían regularmente todos los domingos, salvo impedimento inopinado, constituían para mi tía un placer cuya perspectiva la mantenía esos días en un estado agradable al principio, pero que acababa por ser doloroso, como la mucha hambre, a poco que Eulalia se retrasara. Cuando se prolongaba excesivamente aquella voluptuosidad de esperar a Eulalia se tornaba suplicio, y mi tía no hacía más que mirar el reloj, bostezar y sentirse mareada. Y cuando el campanillazo de Eulalia sonaba al final del día, cuando no se la esperaba ya, mi tía casi se ponía mala. En realidad, los domingos no pensaba más que en la visita, y en cuanto se acababa el almuerzo, Francisca sentía impaciencia porque nos marcháramos del comedor, para poder subir a «entretener» a mi tía. Pero (sobre todo desde que el buen tiempo se afirmaba en Combray) ya hacía rato que la altiva hora del mediodía caía de la torre de San Hilarlo después de blasonarlo con los doce florones momentáneos de su corona, sonara alrededor de nuestra mesa, junto al pan bendito, venido también él familiarmente de la iglesia, y aun seguíamos sentados ante los platos historiados de las Mil y una noches, fatigados por el calor y sobre todo por la comida. Porque al fondo permanente de huevos, de chuletas, patatas, confituras y bizcochos, que ya ni siquiera nos anunciaba, añadía Francisca, con arreglo a las labores de los campos y de los huertos, el fruto de la pesca, los azares del comercio, las finezas de los vecinos y su propio genio, de tal manera que la lista de nuestras comidas reflejaba en cierto modo, como esas cuadrifolias esculpidas en el siglo XIII, en el pórtico de las catedrales, el ritmo de las estaciones y los episodios de la vida: un mero, porque la vendedora le había garantizado que estaba fresco; una pava, porque la había visto muy hermosa en el mercado de Roussainville-le-Pin; tuétano de cardos, porque todavía no nos los había hecho así; una pierna de carnero asada, porque el salir da ganas, y porque tenía tiempo de bajar hasta los talones de aquí hasta la hora de la cena; espinacas, para variar; albaricoques, porque eran de los primeros; grosellas, porque dentro de quince días ya no habría; frambuesas, porque las había traído expresamente el señor Swann; cerezas, porque eran el primer fruto que daba el cerezo del jardín, después de pasarse dos años sin producir; queso a la crema, porque me gustaba mucho antes; pastel de almendra, porque se había encargado la víspera, y el brioche, porque nos tocaba a nosotros traerlo. Acabado todo esto, se nos brindaba, hecha especialmente para nosotros, pero dedicada particularmente a mi padre, que le tenía mucha afición, una crema de chocolate, inspiración y atención personal de Francisca, leve y fugitiva como una obra de circunstancia en la que hubiera puesto todo su talento. El que no hubiera querido probarla, alegando que ya había terminado y que no tenía más ganas, se hubiera humillado por este sencillo hecho al rango de uno de esos groseros que hasta cuando un artista les regala una obra suya se fijan en el peso y en la materia, cuando lo que vale en ella es la intención y la firma. Y dejarse una gota en el plato hubiera significado una descortesía semejante a la de levantarse, estando delante el compositor, antes de que se acabe el trozo que están ejecutando.

Por fin, mi madre decía: «Vamos, no te estés más aquí, sube a tu cuarto, si es que afuera tienes mucho calor; pero antes sal a tomar el aire un poco para no leer en seguida de comer». Iba a sentarme junto a la bomba del agua y el pilón, exornado éste muchas veces, como un fondo gótico, por una salamandra, que esculpía sobre la ruda piedra el móvil relieve de su cuerpo alegórico y ahusado, en un banco sin respaldo, sombreado por un Tilo, en aquel rinconcito del jardín que daba, por una puerta de servicio, a la calle del Espíritu Santo, y en cuyo mal cuidado terreno se elevaba, en altura de dos escalones y formando saliente con la casa, como una construcción independiente, la despensa; veía yo su pavimento rojo y brillante como el pórfiro. Más que la guarida de Francisca, parecía un templecillo de Venus. Rebosaba con las ofrendas del lechero, del frutero, de la verdulera, que venían muchas veces de lejanas aldeas a dedicarle las primicias de sus agros. Y su tejado coronábalo siempre un arrullo de paloma.

Otras veces no me paraba en el bosquecillo consagrado que la rodeaba, y antes de subirme a leer, entraba en el cuarto de descanso que mi tío Adolfo, hermano de mi abuelo, militar que se retiró con el grado de comandante, tenía en la planta baja, y que, aunque las ventanas abiertas dejaran pasar el calor, ya que no los rayos solares, que no alcanzaban hasta allí, exhalaba sin cesar ese olor fresco y oscuro, a la vez forestal y antiguo régimen, que inspira largos años al olfato, cuando nos asalta al penetrar en un abandonado pabellón de caza. Pero hacía muchos años que ya no entraba en el cuarto de mi tío Adolfo, porque él ya no venía a Combray, con motivo de un disgusto que tuvo con mi familia, por culpa mía y en las circunstancias que siguen:

En París me mandaban, una o dos veces por mes, a hacer una visita a mi tío Adolfo, cuando estaba acabando de almorzar, vestido con la guerrera sencilla y servido a la mesa por un criado en traje de faena, a rayas moradas y blancas. Se quejaba, gruñendo, de que no había ido a verlo hacía mucho tiempo y de que lo abandonaba; me daba un poco de mazapán o una naranja; cruzábamos un salón, donde nunca nos parábamos, siempre sin lumbre, con paredes adornadas por molduras doradas, techos pintados de azul, queriendo imitar el cielo, y muebles acolchados de satén, como en casa de mis abuelos, pero aquí amarillos, y entrábamos en lo que él llamaba su «despacho», donde había unos grabados que representaban, sobre un fondo negro, una diosa rosada y carnosa guiando un carro, y subida en un globo o con una estrella en la frente, de esas que gustaban en el segundo Imperio, porque parecían tener algo de pompeyano, que luego cayeron en aborrecimiento y que hoy empiezan a gustar otra vez, por la única razón, aunque se aleguen otras, de que tienen carácter Segundo Imperio. Y estaba con mi tío hasta que su ayuda de cámara venía a preguntarle, de parte del cochero, a qué hora tenía que enganchar. Mi tío sumíase entonces en una meditación que jamás se hubiera atrevido a interrumpir con un solo movimiento su maravillado ayuda de cámara, que esperaba, siempre con curiosidad, el resultado invariablemente idéntico. Por fin, después de una suprema vacilación, mi tío pronunciaba infaliblemente estas palabras: «A las dos y cuarto»; palabras que el criado repetía con sorpresa pero sin discutirlas: «A las dos y cuarto? Muy bien… voy a decírselo».

Por aquel entonces poseíame la afición al teatro, afición platónica, porque mis padres nunca me habían dejado ir, y se me representaban de un modo tan inexacto los placeres que procuraba, que casi llegué a creer que cada espectador miraba, lo mismo que en un estereoscopio, una decoración que era para él solo aunque igual a las otras mil que se ofrecían, una a cada cual, al resto de los espectadores.

Todas las mañanas corría a la columna anunciadora Moriss a ver las funciones que anunciaba. Nada más desinteresado y sonriente que los ensueños que ofrecía a mi imaginación cada una de las obras anunciadas y que estaban condicionados a la par, por las imágenes inseparables de las palabras que componían sus títulos, y además por el color de los carteles, aún húmedos y con las arrugas recién hechas al pegarlos, en que esas letras se destacaban. A no ser una de aquellas obras tan extrañas, como el Testamento de César Girodot y Edipo, rey, que figuraban, no en el cartel verde de la Ópera Cómica, sino en el cartel dorado de la Comedia Francesa, nada me parecía tan distinto del airón blanco y resplandeciente de Los Diamantes de la Corona, como satén liso y misterioso de El Dominó Negro, y como mis padres me habían dicho que cuando fuera al teatro por vez primera, tendría que escoger entre esas dos obras, intentando profundizar sucesivamente en el título de cada cual; puesto que era lo único que de ellas conocía, para tratar de aprender el placer que cada una podría darme y compararlo con el que la otra encerraba, llegué a representarme con tanta fuerza, una obra deslumbrante y altiva, por un lado, y por el otro una obra suave y aterciopelada que me sentía incapaz de decidir cuál se llevaría mi preferencia, como si para el postre me hubieran dado a elegir entre arroz a la emperatriz y crema de chocolate.

Todas mis conversaciones con mis compañeros versaban sobre aquellos actores cuyo arte, aunque me era aún desconocido, era la primera forma de todas las que reviste, con que para mí se hacía presentir el Arte. Las diferencias más insignificantes entre la manera que uno u otro tenían que declamar o matizar un párrafo, me parecían de incalculable importancia. Y por lo que había oído decir de ellos, los iba clasificando por orden de talento, en una lista que me recitaba a mí mismo todo el día, y que acabaron por petrificarse en mi cerebro y molestarlo con su inmovilidad.

Más adelante, cuando fui al colegio, cada vez que durante la clase volvía el profesor la cabeza y yo hablaba con un nuevo amigo, lo primero que le preguntaba era si había ido ya al teatro y si no creía que el mejor actor era sin duda Got, el segundo Delaunay, etc. Y si opinaba que Febvre iba después de Thiron o Delaunay después de Coquelin, la repentina movilidad que Coquelin, perdiendo la rigidez de la piedra, cobraba en mi espíritu para ocupar el segundo lugar y la agilidad milagrosa y fecunda animación que ganaba Delaunay para retroceder hasta el cuarto puesto, devolvían la sensación del reflorecer y del vivir a mi cerebro ya flexible y fértil.

Pero si tanto me preocupaban los actores, si el ver salir una tarde a Maubant de la Comedia Francesa me causó el pasmo y el dolor que el amor inspira, el nombre de una gran actriz que resplandecía en el anuncio de un teatro, y la fugaz visión de un rostro de mujer, visto tras el cristal de la portezuela de un coche que pasaba por la calle con sus caballos adornados de rosas en la frente, y que yo me figuraba que sería el de una actriz, dejaban en mí un rastro de más prolongada preocupación y de afán impotente y doloroso para representarme su vida. Clasificaba, por orden de talento, a las más famosas: Sarah Bernhardt, la Berma, Bartet, Madeleine Brohan, Jeanne Samary, pero por todas me interesaba. Pues bien; mi tío conocía a muchas de ellas y también a cocottes que yo no sabía distinguir claramente de las actrices, y a quienes recibía en su casa. Y si teníamos días fijos para ir a verlo, es que los demás días iban a su casa mujeres con las que su familia no debía encontrarse, por lo menos según el parecer de la familia, porque el de mi tío, al contrario, por su facilidad excesiva para hacer a viuditas lindas que quizá nunca estuvieron casadas, y a condesas de nombre pomposo que no era probablemente más que un nombre de guerra, la merced de presentarlas a mi abuela, o hasta de regalarles alhajas de familia, le había traído ya más de un disgusto con mi abuelo. A menudo, cuando el nombre de alguna actriz salía en la conversación, yo oía que mi padre decía, sonriendo, a mamá: «Es un amigo de tu tío»; y yo pensaba que mi tío, presentándome en su casa a la actriz inasequible para tantos otros y que era íntima amiga suya, hubiera podido dispensar a un chiquillo como yo, de la corte, que quizá años enteros habían hecho inútilmente a la puerta de aquella mujer hombres de calidad, cuyas cartas no contestaba y a quienes el portero de su palacio echaba a la calle.

Con el pretexto de que una lección que fue menester cambiar de hora, caía tan mal, que me impidió ir a ver a mi tío varias veces y seguiría impidiéndomelo, un día, que no era el reservado para las visitas que le hacíamos, aprovechándome de que mis padres habían almorzado temprano; salí a la calle, y en vez de irme a mirar la cartelera, a lo que me dejaban ir solo, me llegué corriendo hasta su casa. Vi parado a la puerta un coche de dos caballos, que llevaban en las anteojeras un clavel rojo, clavel que también lucía el cochero en la solapa. Desde la escalera oí risa y hablar de mujer, y cuando llamé, hubo, primero un silencio, y después, ruido de puertas que se cierran. El ayuda de cámara que vino a abrirme pareció desconcertado al verme, y me dijo que mi tío estaba muy ocupado y que probablemente no podría verme; sin embargo, fue a pasarle aviso, y mientras tanto oí a la misma voz femenina de antes, que decía: «Sí: déjalo pasar, nada más que un momento; me divertirá mucho. En la fotografía que tienes encima de tu mesa de despacho se parece mucho a su mamá, a tu sobrina, ¿no?, la del retrato que está al lado. Sí, déjame que vea al chiquillo aunque no sea más que un momento».

Oí que mi tío gruñía y se enfadaba, y, por fin, el ayuda de cámara me dijo que pasara.

Encima de la mesa estaba, como de costumbre, el plato de mazapán, y mi tío llevaba su guerrera de todos los días, pero enfrente de él había una señora joven, con traje de seda color rosa y un collar de perlas al cuello, que estaba acabando de comerse una mandarina. Las dudas en que me puso el no saber si debía llamarla señora o señorita, me sacaron los colores al rostro y me fui a dar un beso a mi tío sin atreverme a volver la cabeza hacia el lado donde estaba ella, para no tener que hablarle. La señora me miró sonriente, y mi tío le dijo: «Es mi sobrino», sin decirle a ella mi nombre ni a mí el suyo, sin duda que desde los piques que había tenido con mi abuelo, procuraba evitar, dentro de lo posible, todo género de relación entre su familia y aquellas amistades suyas.

—Cuánto se parece a su madre —dijo la señora.

—Pero usted no ha visto nunca a mi sobrina más que en retrato —contestó vivamente mi tío en tono brusco.

—Perdone usted, amigo mío: me crucé un día con ella en la escalera, el año pasado, cuando estuvo usted tan malo. Verdad es que no la vi más que como un relámpago, y que su escalera de usted es muy oscura, pero tuve bastante para admirarla. Este joven tiene los ojos como los de su madre, y esto también —dijo la dama señalando con su dedo una línea en la parte inferior de la frente—. ¿Lleva su sobrina el mismo apellido que usted? —preguntó a mi tío.

—A quien más se parece es a su padre —refunfuñó mi tío, que, como no tenía gana de hacer presentaciones de cerca, tampoco quería hacerlas de lejos, diciendo cómo se llamaba mi madre—. Es su padre en todo, y también se parece algo a mi pobre madre.

—A su padre no lo conozco —dijo la señora del traje rosa—, y a su pobre madre de usted no llegué a conocerla nunca. Ya se acordará usted de que nos conocimos poco después de su gran desgracia.

Yo sentí una leve decepción, porque aquella damita no se diferenciaba de otras lindas mujeres que yo había visto en mi familia, especialmente de la hija de un primo nuestro, a cuya casa íbamos siempre el día primero de año. La amiga de mi tío iba mejor vestida, eso sí, pero tenía el mismo mirar alegre y bondadoso, y el mismo franco y amable exterior. Nada encontraba en ella del aspecto teatral que tanto admiraba en los retratos de las actrices, ni la expresión diabólica que debía corresponder a una vida como sería la suya. Me costaba trabajo creer que era una cocotte, y sobre todo, nunca, me hubiera creído que era una cocotte elegante, a no haber visto el coche de dos caballos, el traje de rosa y el collar de perlas, y de no saber que mi tío no trataba más que a las de altos vuelos. Y me preguntaba qué placer podía sacar el millonario que le pagaba hotel, coche y alhajas, de comerse su fortuna por una persona de modales tan sencillos y tan correctos. Y, sin embargo, al pensar en lo que debía ser su vida, la inmoralidad de la vida aquella me turbaba mucho más que si se hubiera concretado ante mí en una apariencia especial, por ser tan invisible como el secreto de una novela, por el escándalo que debió de echarla de casa de sus padres, acomodados y entregarla a todo el mundo, dando pleno desarrollo a su belleza, y elevando hasta el mundo galante y el halago de la notoriedad, a una mujer que, por sus gestos y sus entonaciones de voz, tan semejantes a los que yo viera en otras damas; se me representaba, sin querer, como a una muchacha de buena familia, que ya no era de ninguna familia.

Habíamos pasado al despacho, y mi tío, un poco molesto por mi presencia, le ofreció cigarrillos.

—No —dijo ella—, ya sabe usted que estoy acostumbrada a los que me manda el gran duque. Ya le he dicho que esos cigarrillos le dan a usted envidia. —Y sacó de una pitillera unos pitillos cubiertos de inscripciones doradas en letras extranjeras—. Pero me parece que sí, que he visto en casa de usted al padre de este joven. ¿No es sobrino de usted? ¿Cómo lo voy a olvidar si fue tan amable, tan exquisitamente fino conmigo? —dijo con tono sencillo y tierno. Pero yo, pensando en cómo pudo haber sido la ruda acogida, que ella decía exquisitamente fina de mi padre, cuya reserva y frialdad me eran bien conocidas, me sentí molesto, como si fuera por una falta de delicadeza en que mi padre hubiera incurrido, al apreciar la desigualdad existente entre lo que debió ser por su escasa amabilidad y el generoso reconocimiento que la dama le atribuía. Más tarde, me ha parecido que uno de los aspectos conmovedores de la vida de esas mujeres ociosas y estudiosas es el consagrar su generosidad, su talento, un ensueño siempre disponible de belleza sentimental porque ellas, lo mismo que los artistas, no lo realizan y no lo hacen inscribirse en el marco de la existencia común— y un dinero que les cuesta muy poco, a enriquecer con un precioso engaste la vida tosca y sin devastar de los hombres. Así aquélla, que en el cuarto donde estaba mi tío, vestido con su cazadora sencilla, para recibirla, irradiaba la belleza de su suave cuerpo, de su traje de seda, de sus perlas, y la elegancia que emana de la amistad de un gran duque, cogió un día una frase insignificante de mi padre, la trabajó delicadamente, la torneó, le puso una preciosa apelación engastando en ella una de sus miradas de tan bellas aguas, coloreadas de humildad y gratitud, ¡la devolvía ahora convertida en una alhaja de mano de artista en algo «perfectamente exquisito».

—Vamos, ya es hora de que te marches —me dijo el tío.

Me levanté; tenía un irresistible deseo de besar la mano a la señora del traje rosa; pero me parecía que aquello hubiera sido cosa tan atrevida como un rapto. Y me latía fuertemente el corazón, mientras que me preguntaba a mí mismo: ¿Lo hago? ¿No lo hago?; hasta que, por fin, para poder hacer algo dejé de pensar en lo que iba a hacer. Y con ademán ciego e irreflexivo, sin el apoyo de ninguna de las razones que hace un momento encontraba en favor de este acto, me llevé a los labios la mano que ella me tendía.

—¡Ves qué amable! Es muy galante, y ya le llaman la atención a las mujeres; sale a su tío. Será un perfecto gentleman —dijo apretando un poco los dientes para dar a la frase un leve acento británico—. ¿No podría ir un día a casa a tomar a cup of tea, como dicen nuestros vecinos los ingleses? No tiene más qué mandarme un «continental» por la mañana.

Yo no sabía lo que era un «continental». No entendía la mitad de las palabras que decía la señora; pero el temor de que envolvieran alguna pregunta indirecta, que hubiera sido descortés no contestar, me impedía dejar de prestarles oído atento, lo cual me cansaba mucho.

—No, no es posible —dijo mi tío, encogiéndose de hombros—, está muy ocupado, tiene mucho trabajo. Se lleva todos los premios de su clase —añadió, bajando la voz para que yo no oyera esa falsedad y no la desmintiera—. ¡Quién sabe!, acaso sea un pequeño Víctor Hugo, una especie de Vaulabelle, ¿sabe usted?

—Siento adoración por los artistas —contestó la dama del traje rosa—; sólo ellos saben entender a las mujeres… Ellos y, los escogidos… como usted. Perdone usted mi ignorancia… ¿Quién era Vaulabelle? ¿Quizá esos tomos dorados que están en la librería pequeña de su tocador? Ya sabe usted que ha prometido que me los prestaría; los cuidaré muy bien.

Mi tío, que no quería prestar sus libros, no contestó y vino a acompañarme hasta el recibimiento. Loco de amor por la señora del traje rosa, llené de besos los carrillos de mi tío, que olían a tabaco, y mientras que él, bastante azorado, me daba a entender que le gustaría que no contase nada a mis padres de aquella visita, yo le decía, con lágrimas en los ojos, que el recuerdo de su amabilidad estaba tan profundamente grabado en mi corazón, que ya llegaría día en que pudiera demostrarle mi gratitud. En efecto: tan profundamente grabado estaba en mi corazón, que dos horas después, y luego de algunas frases misteriosas, que me pareció que no lograban dar a mis padres idea bastante clara de la nueva importancia que yo disfrutaba, consideré más explícito contar con todo detalle la visita que acababa de hacer. Con ello no creía causar molestia alguna a mi tío. ¿Y cómo iba a creerlo, si yo no tenía intención de causársela? ¿Cómo iba yo a suponer que mis padres vieran nada malo allí donde yo no lo veía? Nos sucede todos los días que un amigo nos pide que no se nos olvide transmitir sus disculpas a una mujer a quien no ha podido escribir, y que nosotros lo dejamos pasar descuidadamente, considerando que esa persona no puede conceder gran importancia a un silencio que para nosotros no la tiene. Yo me creía, como todo el mundo, que el cerebro de los demás era un receptáculo inerte y dócil, sin fuerza de reacción específica sobre lo que en él depositamos; y no dudaba que al verter en el de mis padres la noticia de la nueva amistad que hiciera por medio de mi tío, los transmitiría al mismo tiempo, como era mi deseo, el benévolo juicio que a mí me había merecido aquella presentación.

Pero, por desdicha, mis padres se atuvieron a principios enteramente distintos de aquellos cuya adopción los sugería yo, para estimar el acto de mi tío. Mi padre y mi abuelo tuvieron con él explicaciones violentas; yo me enteré indirectamente. Y unos días más tarde, al cruzarme con mi tío, que iba en coche abierto, sentí pena, gratitud y remordimiento, todo lo cual hubiera querido expresarle. Pero comparado con lo inmenso de estos sentimientos, me pareció que un sombrerazo sería cosa mezquina y podría hacer pensar a mi tío que yo no me consideraba obligado, con respecto a su persona, más que a una frívola cortesía. Decidí abstenerme de aquel ademán, tan insuficientemente expresivo, y volví la cabeza a otro lado. Mi tío se imaginó que aquella acción mía obedecía a órdenes de mis padres, y no se lo perdonó nunca; murió muchos años después de esto, sin volver a hablarse con ninguno de nosotros.

Por eso ya no entraba en el cuarto de descanso, cerrado, ahora, de mi tío Adolfo, y después de vagar por los alrededores de la despensa, cuando Francisca aparecía en la entrada, diciéndome: «Voy a dejar a la moza que sirva el café y suba el agua caliente, porque yo tengo que escaparme al cuarto de la tía», decídame yo a entrar en casa y suba derechamente a mi habitación a leer. La moza era una persona moral, una institución permanente, que por sus invariables atribuciones se aseguraba una especie de continuidad e identidad, a través de la sucesión de formas pasajeras en que se encarnaba, porque nunca tuvimos la misma dos años seguidos. Aquel año que comimos tantos espárragos, la moza usualmente encargada de «pelarlos» era una pobre criatura enfermiza, embarazada ya de bastantes meses, cuando llegamos para Pascua, y a la que nos extrañábamos que Francisca dejara trabajar y corretear tanto, porque ya empezaba a serle difícil llevar por delante el misterioso canastillo, cada día más lleno, cuya forma magnífica se adivinaba bajo sus toscos sayos. Sayos que recordaban las hopalandas que visten algunas figuras simbólicas de Giotto, que el señor Swann me había regalado en fotografía. El mismo nos lo había hecho notar, y para preguntarnos por la moza, nos decía: «¿Qué tal va la Caridad, de Giotto?» Y, en efecto, la pobre muchacha, muy gorda ahora por el embarazo, gruesa hasta de cara y de carrillos, que caían cuadrados y fuertes, bastante a esas vírgenes robustas y hombrunas, matronas más bien, que en La Arena sirven de personificación a las virtudes. Y me doy cuenta ahora de que, además, se parecía a ellas por otra cosa. Lo mismo que la figura de aquella moza se agrandaba por la adición del símbolo que llevaba delante del vientre, sin comprender su significación y sin que nada de su belleza y su sentido se transparenten en su rostro como un simple fardo pesado, así, sin sospecharlo, encarna la robusta matrona que está representada en La Arena, encima del nombre «Caritas», y cuya fotografía tenía yo colgada en mi cuarto de estudio, la dicha virtud de la caridad, sin que ningún pensamiento caritativo haya cruzado jamás por su rostro enérgico y vulgar. Por una hermosa idea del pintor está pisoteando las riquezas terrenales; pero exactamente lo mismo que si estuviera pisando uva para sacar el mosto, o como si se hubiera subido encima de unos sacos para estar más en alto; tiende a Dios su corazón inflamado; mejor dicho, se le «alarga», como una cocinera alarga un sacacorchos a alguien que se lo pide desde la planta baja, por el respiradero de la cocina.

La Envidia tenía ya más expresión de envidia. Pero también en ese fresco ocupa tanto espacio el símbolo, y está representado de modo tan real, y es tan gorda la serpiente que silba en labios de la Envidia y le llena tan completamente la boca, hasta el punto de tener distendidos los músculos de la cara como un niño que está inflando una pelota, soplando, que la atención de la Envidia, y con ella la nuestra, se concentra entera en lo que hacen las labios, y no tiene casi tiempo de entregarse a pensamientos envidiosos.

A pesar de toda la admiración que profesaba el señor Swann por esas figuras de Giotto, por mucho tiempo no me dio mucho gusto contemplar en el cuarto de estudio, donde estaban colgadas unas copias que me trajo Swann, aquella Caridad sin caridad; aquella Envidia, que parecía una lámina de Tratado de Medicina para explicar la comprensión de la glotis o de la campanilla por un tumor de la lengua o por el instrumento del operador, y aquella Justicia, que tenía el mismo rostro grisáceo y pobremente proporcionado que en Combray caracterizaba a algunas burguesitas lindas, piadosas y secas que yo veía en misa, y que estaban ya algunas alistadas en las milicias de reserva de la Injusticia. Pero más tarde comprendí que la seductora rareza y la hermosura especial de esos frescos consistía en el mucho espacio que en ellos ocupaba el símbolo, y que el hecho de que estuviera representado, no como símbolo, puesto que no estaba expresada la idea simbolizada, sino como real, como efectivamente sufrido, o manejado materialmente, daba a la significación de la obra un carácter más material y preciso, y a su enseñanza algo de sorprendente y concreto. Y así, en la pobre moza tampoco el peso que desde el vientre la tiraba llamaba la atención hacia él; e igualmente, muy a menudo, el pensamiento de los moribundos se vuelve hacia el lado efectivo, doloroso, oscuro y visceral, hacia el revés de la muerte, que es cabalmente el lado que ésta les presenta y los hace sentir, mucho más parecido a un fardo que los aplasta, a una dificultad de respirar o a una sed muy grande, que a le que llamamos idea de la muerte.

Menester era que aquellos Vicios y Virtudes de Padua encerrasen una gran realidad, puesto que se me representaban con tanta vida como la doméstica embarazada, y la criada a su vez no me parecía menos alegórica que las pinturas. Y acaso esa no participación (aparentemente al menos) del alma de un ser en la virtud que actúa por intermedio de su cuerpo, tiene, además de su valor estético, una realidad, si no psicológica, fisonómica, por lo menos. Cuando más tarde tuve ocasión de encontrar en el curso de mi vida, en algún convento, por ejemplo, encarnaciones verdaderamente santas de la caridad activa, tenían por lo general un porte alegre, positivo, indiferente y brusco de cirujano ocupado, y uno de esos rostros en que no se lee conmiseración ni ternura algunas ante el sufrimiento humano, ni ningún temor a herirle, ese rostro sin dulzura, antipático y sublime, que es el de la bondad verdadera.

Mientras que la moza —haciendo resplandecer involuntariamente la superioridad de Francisca, como el Error, por contraste, da mayor brillo al triunfo de la Verdad— servía el café, que, según mamá, no era más que agua caliente, y subía a las habitaciones agua caliente, que no era más que agua templada, yo me echaba en mi cama, un libro en la mano, en mi cuarto, que protegía, temblando, su frescura transparente y frágil contra el sol de la tarde, con la defensa de las persianas, casi cerradas, y en las que, sin embargo, un reflejo de luz había hallado medio de abrir paso a sus alas amarillas, y se había quedado inmóvil en un rincón entre la madera y el cristal, como una mariposa en reposo. Apenas si se veía a leer, y la sensación de la esplendidez de la luz sólo la sentía por los golpes que en la calle de la Cure estaba dando Camus (ya advertido por Francisca de que mi tía no «descansaba» y de que se podía hacer ruido) en unos cajones polvorientos, y que al resonar en esa atmósfera sonora, propia de las temperaturas calurosas, parecía que lanzaban a lo lejos estrellitas escarlata; y también por las moscas, que estaban ejecutando en mi presencia, y en su reducido concierto, una música, que era como la música de cámara del estío, y que no evoca el verano a la manera de una melodía humana que oímos una vez durante esa estación, y que nos la recuerda en seguida, sino que está unida a él por un lazo más necesario: porque nacida del seno de los días buenos, sin renacer más que con ellos, y guardando algo de su esencia, no sólo despierta en nuestra memoria la imagen de esos días, sino que atestigua su retorno, su presencia efectiva, ambiente e inmediatamente accesible.

Aquel umbroso frescor de mi cuarto era al pleno sol de la calle lo que la sombra es al rayo de sol, es decir, tan luminosa como él, y brindaba a mi imaginación el total espectáculo del verano, que mis sentidos, si hubiera ido a darme un paseo, no hubieran podido gozar más que fragmentariamente; y así convenía muy bien a mi reposo, que —gracias a las aventuras relatadas en los libros que venían a estremecerle— aguantaba; como una mano muerta en medio de agua corriente, el choque y la animación de un torrente de actividad.

Pero mi abuela, si el calor excesivo cesaba, si había tormenta o sólo un chubasco, iba a pedirme que saliera. Y como yo no quería renunciar a mi lectura, me marchaba a continuarla al jardín, debajo del castaño, a una casilla de esparto y tela, en cuyas honduras me sentaba y me creía oculto a los ojos de las visitas que pudieran tener mis padres.

¿Y acaso no era también mi pensamiento un refugio en cuyo hondo estaba yo bien metido, hasta para mirar lo que pasaba afuera? Cuando veía yo un objeto externo, la conciencia de que lo estaba viendo flotaba entre él y yo, y lo ceñía de una leve orla espiritual que no me dejaba llegar a tocar nunca directamente su materia; se volatilizaba en cierto modo antes de que entrara en contacto con ella, lo mismo que un cuerpo incandescente al acercarse a un objeto mojado no llega a tocar su humedad, porque siempre va precedido de una zona de evaporación. En aquella especie de pantalla colorada por diversos estados, que mientras que yo leía, iba desplegando, simultáneamente mi conciencia, y cuya escala empezaba en las aspiraciones más hondamente ocultas en mi interior, y acababa en la visión totalmente externa del horizonte que tenía al final del jardín, delante de los ojos, lo primero y más íntimo que yo sentía, el fuerte puño, siempre activo, que gobernaba todo lo demás, era mi creencia en la riqueza filosófica y la belleza del libro que estaba leyendo, y mi deseo de apropiármelas, de cualquier libro que se tratara. Porque aunque lo hubiera comprado en Combray, al verlo en la tienda de Borange, muy separada de casa para que Francisca pudiera ir allí a comprar, como iba a casa de Camus, pero mejor surtida en artículos de papelería y libros, sujeto con cintas en el mosaico de folletos y entregas que revestían las dos hojas de la puerta, más misteriosas y más ricas en pensamiento que la puerta de una catedral, es porque me acordaba de haberlo oído citar como obra notable al profesor o camarada que por aquel entonces me parecía estar en el secreto de la verdad y de la belleza, medio presentidas y medro incomprensibles para mí meta borrosa, pero permanente, de mi pensamiento.

Tras esta creencia central, que durante mi lectura ejecutaba incesantes movimientos de adentro afuera, en busca de la verdad, venían las emociones que me inspiraba la acción en la que yo participaba, porque aquellas tardes estaban más henchidas de sucesos dramáticos que muchas vidas. Eran los sucesos ocurridos en el libro que leía, aunque los personajes a quienes afectaban no eran «reales», como decía Francisca. Pero ningún sentimiento de los que nos causan la alegría o la desgracia de un personaje real llega a nosotros, si no es por intermedio de una imagen de esa alegría o desgracia; la ingeniosidad del primer novelista estribó en comprender que, como en el conjunto de nuestras emociones la imagen es el único elemento esencial, una simplificación que consistiera en suprimir pura y simplemente los personajes reales, significaría una decisiva perfección. Un ser real, por profundamente que simpaticemos con él, lo percibimos en gran parte por medio de nuestros sentidos, es decir, sigue opaco para nosotros y ofrece un peso muerto que nuestra sensibilidad no es capaz de levantar. Si le sucede una desgracia, no podremos sentirla más que en una parte mínima de la noción total que de sí tenga. La idea feliz del novelista es sustituir esas partes impenetrables para el alma por una cantidad equivalente de partes inmateriales, es decir, asimilables para nuestro espíritu. Desde ese momento poco nos importa que se nos aparezcan como verdaderos los actos y emociones de esos seres de nuevo género, porque ya las hemos hecho nuestras, en nosotros se producen, y ellas sojuzgan, mientras vamos volviendo febrilmente las páginas del libro, la rapidez de nuestra respiración y la intensidad de nuestras miradas. Y una vez que el novelista nos ha puesto en ese estado, en el cual, como en todos los estados puramente interiores, toda emoción se decuplica, y en el que su libro vendrá a inquietarnos como nos inquieta un sueño, pero un sueño más claro que los que tenemos dormidos, y que nos durará más en el recuerdo, entonces desencadena en nuestro seno, por una hora, todas las dichas y desventuras posibles, de esas que en la vida tardaríamos muchos años en conocer unas cuantas, y las más intensas de las cuales se nos escaparían, porque la lentitud con que se producen nos impide percibirlas (así cambia nuestro corazón en la vida, y este es el más amargo de los dolores; pero un dolor que sólo sentimos en la lectura e imaginativamente; porque en la realidad se nos va mutando el corazón lo mismo que se producen ciertos fenómenos de la naturaleza, es decir, con tal lentitud, que aunque podamos darnos cuenta de cada uno de sus distintos estados sucesivos, en cambio se nos escapa la sensación misma de la mudanza).

Venía luego, proyectando a medias ante mí, y ya menos interior a mi cuerpo que la vida de aquellos personajes, el paisaje que servía de fondo a la acción y que influía sobre mi pensamiento más poderosamente que el otro, aquel que yo tenía a la pista, cuando alzaba los ojos del libro. Así, durante dos veranos, en el calor del jardín de Combray sentí, motivada por el libro que entonces leía, la nostalgia de un país montañoso y fluviátil; en donde habría muchas aserrerías, y en donde pedazos de madera irían pudriéndose, cubiertos de manojos de berros, en el fondo del agua transparente; y no lejos de allí trepaban por los muros de poca altura racimos de flores rojizas y moradas. Y como siempre tenía presente en el alma el ensueño de una mujer que me quería, en aquellos veranos el sueño se empapaba en el frescor de las aguas corrientes, y cualquier mujer que evocara se me aparecía con racimos de flores rojizas y moradas creciendo a su lado, como con sus colores complementarios.

No se nos queda grabada eternamente una imagen con que soñamos porque se embellezca y mejore con el reflejo de los colores extraños que por azar la rodeen en nuestros sueños, porque aquellos paisajes de los libros que leía se me representaban con mayor viveza en la imaginación que los que Combray me ponía delante y los análogos que me hubiera podido presentar. Por la manera que había tenido el autor de escogerlos, y por la fe con que mi pensamiento salía al encuentro de sus palabras, como si fueran una revelación, me parecía que eran una parte real de la Naturaleza misma, merecedora de estudiarla y profundizarla, impresión que casi no me hacían los lugares donde me hallaba, y especialmente nuestro jardín, frío producto de la correcta fantasía del jardinero, objeto del desprecio de mi abuela.

Si cuando yo estaba leyendo un libro mis padres me hubieran dejado ir a visitar la región que describía, me habría parecido que daba un gran paso hacia la conquista de la verdad. Porque si bien tenemos siempre la sensación de que nuestra alma nos está cercando, no es que nos cerque como los muros de una cárcel inmóvil, sino que más bien nos sentimos como arrastrados con ella en un perpetuo impulso para sobrepasarla, para llegar al exterior, medio descorazonados, y oyendo siempre a nuestro alrededor esa idéntica sonoridad, que no es un eco de fuera, sino el resonar de una íntima vibración. Querernos buscar en las cosas, que por eso nos son preciosas, el reflejo que sobre ellas lanza nuestra alma, y es grande nuestra decepción al ver que en la Naturaleza no tienen aquel encanto que en nuestro pensamiento les prestaba la proximidad de ciertas ideas; y muchas veces convertimos todas las fuerzas del alma en destreza y en esplendor, destinados a accionar, sobre unos seres que sentimos perfectamente que están fuera de nosotros y que no alcanzaremos nunca. Y por eso, si bien me imaginaba siempre alrededor de la mujer amada los lugares que por entonces deseaba con mayor ardor, y si bien hubiera querido que ella fuera la que me acompañara a visitarlos y la que me abriese las puertas de un mundo desconocido, no se debía aquello al azar de una sencilla asociación de ideas, no; es que mis sueños de viaje y de amor no eran más que momentos —que hoy separo artificialmente, como quien hace cortes a distintas alturas en un surtidor irisado y en apariencia inmóvil— de un mismo e infatigable manar de las fuerzas todas de mi vida.

En fin, al ir siguiendo de dentro afuera los estados simultáneamente yuxtapuestos en mi conciencia, y antes de llegar al horizonte real que los envolvía, me encuentro con placeres de otra clase: sentirme cómodamente sentado, percibir el buen olor del aire; no verme molesto por ninguna visita, y cuando daba la una en el campanario de San Hilario, ver caer trozo a trozo aquella parte ya consumada de la tarde, hasta que oía la última campanada, que me permitía hacer la suma de las horas; y con el largo silencio que seguía, parecía que empezaba en el cielo azul toda la parte que aun me era dada para estar leyendo hasta la hora de la abundante cena que Francisca preparaba y que me repondría de las fatigas que me tomaba en la lectura para seguir al héroe. Y a cada hora que daba parecíame que no habían pasado más que unos instantes desde que sonara la anterior; la más reciente venía a inscribirse en el cielo tan cerca de la otra, que me era imposible creer que cupieran sesenta minutos en aquel arquito azul comprendido entre dos rayas de oro. Y algunas veces, esa hora prematura sonaba con dos campanadas más que la última; había, pues, una que se me escapó, y algo que había ocurrido, no había ocurrido para mí; el interés de la lectura, mágico como un profundo sueño, había engañado a mis alucinados oídos, borrando la áurea campana de la azulada superficie del silencio. ¡Hermosas tardes de domingo, pasadas bajo el castaño del jardín de Combray; tardes de las que yo arrancaba con todo cuidado los mediocres incidentes de mi existencia personal, para poner en lugar suyo una vida de aventuras y de aspiraciones extrañas, en el seno de una región regada por vivas aguas; todavía me evocáis esa vida cuando pienso en vosotras; esa vida que en vosotras se contiene, porque la fuisteis cercando y encerrando poco a poco —mientras que yo progresaba en mi lectura e iba cayendo el calor del día— en el cristal sucesivo, de lentos cambiantes, y atravesado de follaje, de vuestras horas silenciosas, sonoras, fragantes y limpias!

A veces, arrancábame de mi lectura, desde mediada la tarde, la hija del jardinero, que corría como una loca, volcando la maceta del naranjo, hiriéndose en un dedo, rompiéndose un diente, y chillando: «Ahí están, ahí están», para que Francisca y yo acudiéramos y no perdiéramos nada del espectáculo. Eran los días en que, con motivo de maniobras de guarnición, los soldados pasaban por Combray, tomando generalmente por la calle de Santa Hildegarda. Mientras que nuestros criados, sentados en fila en sus sillas, fuera de la verja, contemplaban a los paseantes dominicales de Combray y se ofrecían a su admiración, la hija del jardinero veía de pronto por el hueco que quedaba entre las dos casas lejanas del paseo de la Estación, el brillar de los cascos. Los criados entraban en seguida las sillas, porque cuando los coraceros desfilaban por la calle de Santa Hildegarda la llenaban en toda su anchura, y el galope de los caballos pasaba rasando las casas y sumergiendo las aceras, como ribazos que ofrecen lecho escaso a un torrente desencadenado.

—Pobres hijos míos —decía Francisca en cuanto llegaba a la verja, llorando ya—. ¡Pobres muchachos! Los segarán como la hierba. Sólo al pensarlo no sé qué siento —añadía poniéndose la mano en el corazón, que es donde había sentido ese no sé qué.

—Da gusto, ¡eh!, señora Francisca, ver a esos mozos que no tienen apego a la vida —decía el jardinero para sacarla de sus casillas.

Y no lo decía en vano:

—¡No tener apego a la vida! Entonces, ¿a qué se va a tener apego? La vida es lo único que Dios no da dos veces. ¡Ay, Dios mío; pero sí que es verdad que no le tienen aprecio! Los vi el año 70, y en esas malditas guerras ya no tienen miedo a la muerte. Son locos; nada más que locos. Y no valen un ochavo; no son hombres, son leones. (Para Francisca comparar un hombre a un león, palabra que pronunciaba le-ón, no era nada halagüeño.)

La calle de Santa Hildegarda daba vuelta muy cerca de casa, y no se podía ver venir a los soldados desde lejos; de modo que por el hueco que había entre las dos casas del paseo de la Estación es por donde se veían más y mis cascos corriendo y brillando con el sol. El jardinero tenía curiosidad por saber si quedaban muchos por pasar, y además sentía sed, porque el sol pegaba de firme. Y entonces, de repente, su hija, lanzándose como quien se lanza fuera de una plaza sitiada, hacía una salida, llegaba a la esquina próxima, y después de haber desafiado cien veces a la muerte, volvía a traernos una jarra de refresco de coco y la noticia de que aun había por lo menos un millar que venían en marcha por el camino de Thiberzy y de Méséglise. Francisca y el jardinero, ya reconciliados, discutían sobre lo que había que hacer en caso de guerra.

—Ve usted, Francisca —decía el jardinero—; mejor es la revolución, porque cuando hay revolución no van más que los que quieren.

—¡Ah, ya lo creo! ¡Eso sí es más franco!

El jardinero creía que cuando se declaraba la guerra se interrumpía el tránsito ferroviario.

—¡Claro! —decía Francisca—; para que los hombres no se puedan escapar.

Y contestaba el jardinero: «¡Es más listo el Gobierno!», porque se aferraba a la idea de que la guerra era una mala pasada trae el Gobierno jugaba al pueblo, y que todo el que podía se escapaba.

Pero Francisca se volvía muy pronto con mi tía; yo tornaba a mi libro, y las criadas otra vez se instalaban en la puerta a ver caer el polvo y la emoción que levantaron los soldados. Aun largo rato después que se hiciera la calma, una desusada ola de paseantes ennegrecía las calles de Combray. Y delante de todas las casas, incluso de aquellas en que no era costumbre hacerlo, los criados, y a veces los amos, festoneaban la entrada con una caprichosa orla, igual a ese festón de algas y conchas que, romo crespón y adorno, deja una marea fuerte en la orilla, después de alejarse.

Excepto en aquellos días, de costumbre podía entregarme a la lectura con toda tranquilidad. Pero la interrupción y el comentario que una visita de Swann me trajo a la lectura que tenía empezada de un autor nuevo para mí, Bergotte, tuvo por consecuencia que por mucho tiempo ya no fue sobre un muro exornado con mazorcas de flores moradas donde yo vi destacarse la imagen de una de las mujeres de mis sueños, sino sobre muy distinto fondo: el pórtico de una catedral gótica.

La primera persona que me habló de Bergotte fue un compañero mío, mayor que yo, y al que yo admiraba mucho: Bloch. Cuando le confesé la admiración que sentía por la Noche de Octubre, soltó una carcajada chillona como un clarín, y me dijo: «Desconfía de esa tu baja dilección por el tal Musset. Es un tipo de lo más dañino; una bestia bastante lúgubre. No puedo por menos de confesar que él, y hasta el llamado Racine, han hecho en su vida un verso con bastante ritmo, y que tiene en su abono lo que para mí es el mayor de los méritos: no significar absolutamente nada. El de Musset es «La blanche Oloossone et la blanche Camire», y el de Racine, «La fille de Minos et de Pasiphae». Los he visto citados, en descargo de esos dos malandrines, en un artículo de mi muy querido maestro Lecomte de Lisle, grato a los dioses inmortales. Y a propósito: aquí tienes un libro que yo no tengo tiempo de leer ahora, y que, según parece, recomienda ese inmenso hombrón. Me han dicho que considera a su autor como uno de los tíos más sutiles de hoy; y aunque es verdad que a veces da pruebas de inexplicable blandura, su palabra es para mí el oráculo de Delfos. Lee esas prosas líricas, y si el gigantesco coleccionador de ritmos que ha escrito Baghavat y el Levrier de Magnus dijo la verdad, por Apolo que saborearás, caro maestro, los nectáreos gozos del Olimpo. Me había pedido en tono sarcástico que lo llamara «caro maestro», y así me llamaba él también; pero, en realidad, nos recreábamos bastante con aquella broma, porque aun no estábamos muy lejos de la edad en que nos figuramos que dar nombre es crear.

Desgraciadamente, no pude calmar, hablando con Bloch y pidiéndole explicaciones, la inquietud que me causara diciéndome que los buenos versos (a mí que no les pedía nada menos que la revelación de la verdad) eran tanto mejores cuanto menos significaran. Porque no se volvió a invitar a Bloch a venir a casa. Primero se le hizo una buena acogida. Mi abuelo sostenía que cada vez que trababa con un compañero más íntima amistad que con los demás y lo llevaba a casa, se trataba siempre de un judío, cosa que en un principio no le hubiera desagradado —su amigo Swann también era de familia judía—, a no ser porque le parecía que, por lo general, yo no lo había escogido entre los mejores. Así que cuando llevaba a casa algún amigo nuevo, casi siempre se ponía a tararear: «¡Oh Dios de nuestros padres, de la Judía!» o «¡Israel, quebranta tus cadenas!», sin la letra, naturalmente (ti la lam ta lam talim); pero yo siempre tenía miedo de que mi compañero conociera la música y por ahí fuera a acordarse de la letra.

Antes de verlos, sólo al oír su nombre, que muchas veces no tenían ninguna característica israelita, adivinaba no ya sólo el origen judío de mis amigos que en realidad lo eran, sino hasta los antecedentes desagradables que pudiera haber en su familia.

—¿Y cómo se llama ese amigo tuyo que viene esta tarde?

—Dumont, abuelo.

—¿Dumont? No me fío…

Y se ponía a cantar:

Arqueros, velad bien,

velad, sin tregua y sin ruido.

Y después de hacernos, con la mayor habilidad, algunas preguntas más concretas, exclamaba: «¡Alerta, alerta!», o si era el mismo paciente, el que, obligado, sin darse cuenta, por medio de un disimulado interrogatorio, confesaba su procedencia, entonces, para hacernos ver que ya no le cabía duda alguna, se contentaba con mirarnos, tarareando imperceptiblemente:

¿Qué, que me traéis hasta aquí

a ese tímido israelita?,

o bien aquello de

¡Oh campos paternales, Hebrón, valle suave!,

o lo de

Sí, soy de la raza elegida.

Aquellas pequeñas manías de mi abuelo en ningún modo implicaban sentimientos de malevolencia hacia mis camaradas. Pero Bloch se hizo antipático a mis padres por otras razones. Comenzó por irritar a mi padre, que al verlo un día todo mojado, le preguntó con interés:

—¿Pero qué tiempo hace, amigo Bloch; ha llovido? No lo entiendo, porque el barómetro estaba muy bien.

Y no obtuvo más respuesta que ésta:

—Me es absolutamente imposible decirle a usted si ha llovido o no, porque vivo tan apartado de las contingencias físicas, que mis sentidos ya no se molestan en comunicármelas.

—Pero, hijo mío, tu amigo es idiota —me dijo mi padre, cuando Bloch se hubo marchado—. De modo que ni siquiera sabe decir cómo está el tiempo, con lo interesante que es eso. Es un majadero.

Bloch se hizo antipático a mi abuela porque como, después de, almorzar, dijera que ella se sentía un poco mala, Bloch ahogó un sollozo y se secó unas lágrimas.

—¿Cómo quieres que eso sea de verdad, si apenas me conoce? ¿O es que está loco?

Y, por último, se hizo desagradable a los ojos de todos porque después de llegar a almorzar con hora y media de retraso y todo lleno de barro, en vez de excusarse, dijo:

—Yo nunca me dejo influir por las perturbaciones atmosféricas ni por las divisiones convencionales del tiempo, y rehabilitaría con gusto el uso de la pipa de opio y del kriss malayo; pero ignoro el empleo de esos instrumentos, mucho más dañinos, y tan vulgares, que se llaman reloj y paraguas.

A pesar de todo, hubiera seguido viniendo a Combray. Verdad es que no era el amigo que mis padres desearan para mí, acabaron por creer sinceras las lágrimas que le arrancó la indisposición de mi abuela; pero el instinto o la experiencia les había enseñado que los impulsos de nuestra sensibilidad ejercen poco dominio sobre la continuidad de nuestras acciones y nuestra conducta en la vida, y que el respeto a las obligaciones morales, la lealtad a los amigos, la ejecución de una obra y la sujeción a un régimen tienen más firme asiento en la ciega costumbre, que en aquellos momentáneos transportes fogosos y estériles. Mejor que a Bloch, hubieran querido para amigos míos compañeros que no me dieran más que aquello que con arreglo al código de la moral burguesa debe darse a los amigos; que no me enviaran inopinadamente una cesta de fruta tan sólo porque aquel día se habían acordado de mí cariñosamente, y que, no sintiéndose capaces de inclinar en favor mío la justa balanza de los deberes y exigencias de la amistad, por un sencillo impulso de su imaginación o de su sensibilidad, tampoco fueran capaces de falsearla en daño mío. Ni siquiera nuestros errores hacen desviarse fácilmente del deber a naturalezas de esas de las que era mi abuela dechado, ella que, reñida hacía muchos años con una sobrina con quien no se trataba, no cambió el testamento en que le legaba toda su fortuna, porque era su parienta más lejana y porque las cosas «debían ser así».

Pero yo quería a Bloch, mis padres deseaban darme gusto, y los insolubles problemas que yo me planteaba a propósito de la belleza sin sentido de la hija de Minos y de Pasifae me cansaban mucho más y me ponían más mareado de lo que hubieran podido hacerlo nuevas conversaciones con Bloch, por perniciosas que las considerara mi madre. Y se lo hubiera seguido recibiendo en casa, a no ser porque después de la comida aquella y luego de hacerme saber —noticia llamada a ejercer gran influencia en mi vida, haciéndome feliz primero y desdichado más tarde— que todas las mujeres no pensaban más que en el amor, y que no había una capaz de resistencia invencible, afirmó haber oído decir con toda seguridad 129 que mi tía había llevado una juventud borrascosa y había estado recluida, cosa sabida públicamente. No pude callármelo, se lo dije a mis padres; cuando volvió le dieron con la puerta en las narices, y un día que me acerqué a él en la calle, estuvo muy frío conmigo.

Pero en lo que me dijo de Bergotte no mintió.

Los primeros días no vi clara aquella cualidad que tanto habría de gustarme en su estilo, como pasa con una melodía que aun no distinguimos bien y que un día llegará a subyugarnos. No se me caía de la mano la novela suya que estaba leyendo, pero yo me sentía interesado únicamente por el asunto, como sucede en los primeros momentos del amor, cuando vamos todos los días a una reunión o un espectáculo, para ver a una mujer, y nos creemos que lo que allí nos lleva es el atractivo de la diversión. Luego, empecé a fijarme en las expresiones raras, casi arcaicas, que le gustaba emplear en aquellos momentos en que una oculta onda de armonía y un preludio interno agitaban su estilo; en esos momentos es cuando se ponía a hablar del «vano sueño de la vida», del «inagotable torrente de hermosas apariencias», del «tormento delicioso y estéril de comprender y amar», y de las conmovedoras efigies que ennoblecen para siempre la fachada venerable y seductora de las catedrales»; cuando daba expresión a toda una filosofía nueva para mí, con imágenes maravillosas, imágenes que parecían despertar aquel canto con arpas que entonces se elevaba, y al que las metáforas servían de sublime acompañamiento. Uno de aquellos pasajes de Bergotte, el tercero o cuarto que yo separé de entre los demás, me dio una alegría incomparable a la que me diera el primero, gozo que sentí en una región más profunda de mi ser, más lisa y más anchurosa, y de donde había desaparecido todo obstáculo y separación. Y es que, sin dejar de reconocer entonces su afición a las expresiones raras, la misma efusión musical, la misma filosofía idealista, que ya otras veces, y sin que yo me diera cuenta, habían sido causa de mi placer, ya no tuve la impresión de estar frente a un trozo particular de un determinado libro de Bergotte, que trazaba en la superficie de mi mente una figura puramente lineal, sino ante un «trozo ideal» de Bergotte, común a todos sus libros, y al cual todos los pasajes análogos que venían a confundirse con él prestaban una especie de espesor y de volumen que ensanchaban el espíritu.

No era yo el único admirador de Bergotte; también era el escritor favorito de una amiga de mi madre, muy ilustrada, y los enfermos del doctor Du Boulbon tenían que esperarse a que el doctor acabara la lectura del último libro de Bergotte; y de su sala de consulta y de un parque cerca de Combray salieron los primeros gérmenes de esa predilección por Bergotte, especie tan rara entonces y hoy tan universalmente extendida, cuya flor ideal y vulgar se encuentra en todas partes de Europa y América, hasta en el pueblo más insignificante. Lo que en los libros de Bergotte admiraba la amiga de mi madre, y, según parece, el doctor Du Boulbon, era lo mismo que yo: la abundancia melódica, las expresiones antiguas y otras más sencillas y vulgares, pero que, por el lugar en que las sacaba a la luz, revelaban un gusto especial, y, por último, cierta sequedad, cierto acento, ronco casi, en los pasajes tristes. También a él debían parecerle éstas sus mejores cualidades. Porque en los libros que luego publicó, al encontrarse con una gran verdad, o con el nombre de una catedral famosa, interrumpía el relato, y en una invocación, en un apóstrofe o en una larga plegaria, daba libre curso a aquellos efluvios que en sus primeras obras se quedaban en lo profundo de su prosa, delatados solamente por las ondulaciones de la superficie, y quizá eran aún más armoniosos cuando estaban así velados, cuando no era posible indicar de modo preciso dónde nacía ni dónde expiraba su murmullo. Aquellos trozos, en que tanto se recreaba, eran nuestros favoritos, y yo me los sabía de memoria. Y sentía una decepción cuando reanudaba el relato. Cada vez que hablaba de una cosa cuya belleza me había estado oculta hasta entonces, de los pinares, del granizo, de Notre Dame de Paris, de Athalie; o de Phèdre, esa belleza estallaba al contacto con una imagen suya, y llegaba hasta mí. Y como me daba cuenta de cuántas eran las partes del universo que mi flebe percepción no llegaría a distinguir si él no las ponía a mi alcance, hubiera deseado saber su opinión sobre todas las cosas, poseer una metáfora suya para cada cosa, especialmente para aquellas que yo tendría ocasión de ver, y más particularmente algunos monumentos franceses antiguos y ciertos paisajes marítimos, que consideraba él, a juzgar por la insistencia con que los citaba en sus libros, como ricos en significación y belleza. Desgraciadamente, no conocía yo sus opiniones respecto a casi nada. Y estaba seguro de que eran enteramente distintas de las mías, puesto que procedían de un mundo incógnito, al que yo aspiraba a elevarme; persuadido de que mis pensamientos habrían parecido simpleza pura a aquel espíritu perfecto, llegué hasta hacer tabla rasa de todos, y cuando me encontraba en algún libro suyo un pensamiento que ya se me había ocurrido a mí, se me dilataba el corazón, como si un Dios lleno de bondad me lo hubiera devuelto y declarado legítimo y bello. Sucedía a veces que una página suya venía a decir lo mismo que yo escribía a mi madre y a mi abuela las noches que no podía dormir, de tal modo que aquella página de Bergotte parecía una colección de epígrafes destinados a mis cartas. Y más tarde, cuando empecé a escribir un libro, ciertas frases, cuya cualidad no bastó para decidirme a seguir escribiendo, me las encontré luego equivalentes en Bergotte. Pero yo no sabía saborearlas más que leídas en sus obras; cuando era yo el que las escribía, preocupado de que reflejasen exactamente lo que yo estaba viendo en mi pensamiento, y temeroso de no «cogerlo parecido». No tenía tiempo para preguntarme si lo que yo escribía era agradable o no. Pero, en realidad, sólo esa clase de frases y de ideas me gustaba de verdad. Mis esfuerzos, descontentadizos e inquietos, eran señal de amor, de amor sin placer, pero muy hondo. De modo que cuando me encontraba con frases así en una obra ajena, es decir, sin tener ya escrúpulos ni severidad, sin necesidad de atormentarme, me entregaba con deleite al gusto que hacia ellas me movía, como el cocinero que por fin se acuerda de que tiene tiempo de ser goloso un día que no tuvo que cocinar. Cierta vez, al encontrar en un libro de Bergotte una burla referente a una criada vieja, mis irónica aún por lo magnífico y solemne del lenguaje del escritor, pero igual a la que yo había dicho un día a mi abuela hablando de Francisca, y otra ocasión en que vi como no juzgaba indigna de figurar en uno de aquellos espejos de la verdad, que eran sus obras, una observación análoga a otra que yo había hecho respecto al señor Legrandin (observaciones, tanto la relativa a Francisca como la del señor Legrandin, que hubieran sido de las que más deliberadamente habría yo sacrificado a Bergotte, convencido de que le parecerían insignificantes), me pareció de repente que mi humilde vida y los reinos de la verdad no estaban tan separados como yo pensaba, y que aun llegaban a coincidir en algunos puntos, y lloré de alegría y de confianza sobre las páginas del escritor, como en los brazos del padre vuelto a encontrar.

A través de sus libros me imaginaba yo a Bergotte como un viejecito endeble y desengañado, a quien se le habían muerto sus hijos, y que nunca se consoló de su desgracia. Así que yo leía, cantaba interiormente su prosa, más dolce y más lento quizá de cómo estaba escrita, y la frase más sencilla venía hacia mí con una tierna entonación. Sobre todo, me gustaba su filosofía, y a ella me entregué para siempre. Sentíame impaciente por llegar a la edad de entrar en la clase del colegio, llamada de Filosofía. Me resistía a pensar que allí se hiciera otra cosa que nutrirse exclusivamente del pensamiento de Bergotte, y si me hubieran dicho que los metafísicos que me iban a atraer cuando entrara en esa clase no se le parecían en nada, habría sentido desesperación análoga a la del enamorado que quiere amar por toda la vida cuando le hablan de otras mujeres que querrá el día de mañana.

Un domingo estaba leyendo en el jardín, cuando me interrumpió Swann, que venía a visitar a mis padres.

—¿Qué está usted leyendo? ¿Se puede ver? ¡Ah!, Bergotte. ¿Quién le ha recomendado a usted sus obras?

Le dije que Bloch.

—¡Ah!, sí; el muchacho ese que vi aquí una vez y que se parece tan extraordinariamente al retrato de Mahomet II, de Bellini. Es curioso: tiene las mismas cejas circunflejas, igual nariz corva, y los pómulos salientes también. Con una perilla sería exactamente el mismo hombre. Pues tiene buen gusto, porque Bergotte, es un escritor delicioso… Y al ver lo mucho que yo parecía admirar a Bergotte, Swann, que no hablaba jamás de las personas que conocía, hizo una bondadosa excepción y me dijo:

—Lo conozco mucho. Si a usted le puede agradar que le ponga algo en el ejemplar de usted, puedo pedírselo.

No me atrevía a aceptar, pero empecé a preguntar a Swann cosas de Bergotte.

—¿Sabe usted cuál es su actor favorito?

—No, de los actores no sé. Pero me consta que no hay ningún actor que él coloque al nivel de la Berma, que considera por encima de todo. ¿No la ha oído usted?

—No, señor; mis padres no me dejan ir al teatro.

—Es lástima. Debía usted pedírmelo. La Berma, en Phèdre y en el Cid, no es más que una actriz, cierto; pero, sabe usted, yo no creo mucho en eso de la jerarquía de las artes. —Y observé, como ya había notado con sorpresa en las conversaciones de Swann con las hermanas de mi abuela, que cuando hablaba de una cosa seria y empleaba una expresión que parecía envolver una opinión sobre un asunto importante, se cuidaba mucho de aislarla dentro de una entonación especial, maquinal e irónica, como si la pusiera entre comillas y no quisiera cargar con su responsabilidad: «La jerarquía, sabe usted, como dicen las gentes ridículas», parecía dar a entender. Pero si era ridículo decir jerarquía, ¿por qué lo decía? Un momento después añadió: «Le daría a usted una emoción tan noble como cualquier obra maestra, como, yo no sé, como… las reinas de Chantres», completó echándose a reír. Hasta entonces aquel horror a expresar seriamente su opinión me había parecida una cosa que debía de ser elegante y parisiense, por oposición al dogmatismo provinciano de las hermanas de mi abuela; y también sospechaba que pudiera ser una de las formas del ingenio dominante en la peña de Swann, y que, por reacción contra el lirismo de las generaciones precedentes, rehabilitaba hasta la exageración los detalles concretos, considerados antes como vulgares, y proscribía las «frases». Pero ahora me chocaba un poco esa actitud de Swann ante las cosas. Parecía como si no se atreviera a tener opinión, y que no estaba tranquilo más que cuando podía dar detalles precisos con toda minuciosidad. Pero entonces es que no se daba cuenta de que era profesar una opinión el postular que la exactitud de los detalles era cosa de importancia. Me acordé de aquella cena tan triste para mí; porque mamá no iba a subir a mi alcoba, cuando dijo que los bailes de la princesa de León carecían de toda importancia. Y, sin embargo, en ese género de diversiones empleaba él su vida. Y todo aquello me parecía contradictorio. ¿Para qué vida reservaba, pues, el decir, por fin, seriamente lo que opinaba de las cosas, el formular juicios que no necesitaban comillas, y el no entregarse con puntillosa cortesía a placeres que consideraba al mismo tiempo como ridículos? En el modo que tuvo Swann de hablarme de Bergotte noté, en cambio, algo que no era particularmente suyo, sino, al contrario, común por entonces a todos los admiradores del escritor, a la amiga de mi madre, al doctor Boulbon. Y es que decían de Bergotte lo mismo que Swann: «Es un escritor delicioso, tan personal, tiene una manera tan suya de decir las cosas, un poco rebuscada, pero muy agradable». Y ninguno llegaba a decir: «Es un gran escritor, tiene mucho talento». Y no lo decían porque no lo sabían. Somos muy tardos en reconocer en la fisonomía particular de un escritor ese modelo que en nuestro museo de ideas generales lleva el letrero de «mucho talento». Precisamente porque esa fisonomía nos es nueva, no le encontramos parecido con lo que llamamos talento. Preferimos hablar de originalidad, gracia, delicadeza, fuerza, hasta que llega un día en que nos damos cuenta de que todo eso es cabalmente el talento.

—¿Ha hablado Bergette de la Berma en alguna obra suya? —pregunté al señor Swann.

—Me parece que en su folletito sobre Racine, pero debe de estar agotado. Aunque no sé si han hecho una reimpresión; yo me enteraré. Además, puedo pedir a Bergotte todo lo que usted quiera; no se pasa una semana en el año que no venga a cenar a casa. Es un gran amigo de mi hija. Van los dos a visitar las ciudades viejas, las catedrales y los castillos.

Como yo no tenía noción alguna de la jerarquía social, ya hacía tiempo que la imposibilidad que veía mi padre en que tratáramos a la señora de Swann y a su hija había dado por resultado, al imaginarme las grandes distancias que debían separarnos, el revestirlas a mis ojos de gran prestigio. Lamentaba yo que mi madre no se tiñera el pelo ni se pintara los labios de encarnado, como, a lo dicho por la señora de Sazerat, hacía la mujer de Swann para agradar no a su marido, sino al señor de Charlus, y me figuraba que debía de despreciarnos, cosa que me apenaba, sobre todo por la hija de Swann, que me habían dicho que era una muchacha muy linda, objeto muy frecuente de mis ensueños, en los que le prestaba siempre el mismo rostro seductor y arbitrario. Pero cuando supe aquel día que la señorita de Swann era un ser de tan rara condición que se bañaba, como en su elemento natural, en tales privilegios; que cuando preguntaba si había alguien invitado a cenar, recibía esas sílabas llenas de claridad, ese nombre de un invitado de oro, que para ella no era más que un viejo amigo de casa, Bergotte, y que la charla íntima en la mesa de su casa, lo que equivalía para mí a la conversación de mi tía, la componían palabras de Bergotte referentes a los temas que no abordaba en sus libros, como oráculos; y, por último, juicios que yo habría escuchado que cuando ella iba a ver una ciudad, llevaba al lado a Bergotte, desconocido y glorioso, como los dioses que descienden a mezclarse con los mortales, entonces sentía, al mismo tiempo que el valor de un ser como la señorita de Swann, cuán tosco e ignorante debía parecerle yo, y eran tan vivos los sentimientos de la dicha y la imposibilidad que para mí habría en ser su amigo, que a la vez me asaltaban el deseo y la desesperación. Y ahora, cuando pensaba en ella, la veía por lo general ante el pórtico de una catedral, explicándome la significación de las esculturas y presentándome como amigo suyo, con una sonrisa, que hablaba muy bien de mí, a Bergotte. Y siempre la delicia de las ideas que en mi despertaban las catedrales, las colinas de la isla de Francia y las llanuras de Normandía, proyectaba sus reflejos sobre la imagen que yo me formaba de la hija de Swann; es decir, que ya estaba dispuesto a enamorarme de ella. Porque creer que una persona participa de una vida incógnita, cuyas puertas nos abriría su cariño, es todo lo que exige el amor para brotar, lo que más estima, y aquello por lo que cede todo lo demás. Hasta las mujeres que sostienen que no juzgan a un hombre más que por su físico, ven en ese físico las emanaciones de una vida especial. Y por eso gustan de los militares y los bomberos: por el uniforme son menos exigentes para el rostro, se creen que bajo la coraza que besan hay un corazón múltiple, aventurero y cariñoso; y un soberano joven, un príncipe heredero, no necesita, para hacer las más halagüeñas conquistas en un país extranjero, de la regularidad de perfil, indispensable quizá a un corredor de Bolsa.

Mientras que yo estaba leyendo en el jardín, cosa que mi tía no comprendía que se hiciera más que los domingos, porque ese día está prohibido hacer nada serio, y ella no cosía (un día de trabajo me decía que cómo me entretenía en leer, sin ser domingo, dando a la palabra entretenimiento el sentido de niñería y pierde-tiempo), mi tía Leoncia charlaba con Francisca, esperando la hora de la visita de Eulalia. Le anunciaba que acababa de ver pasar a la señora de Goupil, «sin paraguas y con el traje nuevo que se había mandado hacer en Châteaudun. Como vaya muy lejos, antes de vísperas, no será raro que se le moje».

—Quizá, quizá (lo cual significaba quizá no) —decía Francisca, para no desechar definitivamente la posibilidad de una alternativa más favorable.

—¡Ah! —decía mi tía, dándose una palmada en la frente— ahora me acuerdo de que no me enteré de si llegó esta mañana a la iglesia después de alzar. A ver si no se me olvida preguntárselo a Eulalia… Francisca, mire usted qué nube tan negra hay detrás del campanario, y que mal aspecto tiene ese sol que da en la pizarra; de seguro que no se acabará el día sin agua. No podía ser que el tiempo siguiera así, hace mucho calor. Y cuanto antes sea, mejor, porque mientras no empiece la tormenta, no bajará esa agua de Vichy que he tomado —añadía mi tía, cuyo anhelo de que bajara el agua de Vichy podía mucho más que el temor de ver echado a perder el traje de la señora de Goupil.

—Podría ser, podría ser.

—Y que cuando llueve, en la plaza no hay donde meterse.

—¿Cómo, las tres ya? —exclamaba de pronto mi tía, palideciendo—. Entonces ya han empezado las vísperas, y se me ha olvidado mi pepsina. Ahora me explico por qué no se me quita del estómago el agua de Vichy.

Y, precipitándose sobre un libro de misa encuadernado de terciopelo verde, del que con las prisas dejaba escapar unas estampitas de esas bordeadas con una orla de encaje de papel amarillento, destinadas a marcar las páginas de las fiestas, mi tía, al mismo tiempo que se tragaba las gotas, empezaba a recitar rápidamente los textos sagrados, cuya significación se velaba ligeramente con la incertidumbre de saber si, ingerida tanto tiempo después del agua de Vichy, llegaría la pepsina a tiempo de darle caza y obligarla a bajar. «Las tres, es increíble lo de prisa fue pasa el tiempo.»

Un golpecito en el cristal, como si hubieran tirado algo; luego, un caer ligero y amplio, como de granos de arena lanzados desde una ventana de arriba, y por fin, ese caer que se extiende; toma reglas, adopta un ritmo y se hace fluido, sonoro, musical, incontable, universal: llueve.

—Qué, Francisca, ¿no lo había yo dicho? Y cómo cae. Pero me parece que he oído el cascabel de la puerta del jardín. Vaya usted a ver quién está fuera de casa con este tiempo.

Francisca volvía:

—Es la señora (mi abuela), que dice que va a dar una vuelta. Pues está lloviendo mucho.

—No me extraña —decía mi tía alzando los ojos al cielo—. Siempre dije que no tenía la cabeza hecha como los demás. Pero, en fin, más vale que sea ella y no yo la que se está mojando.

—La señora siempre es al revés de los demás —decía Francisca suavemente, reservándose, para el momento en que estuviera sola con los criados, su opinión de que mi abuela estaba un coco «tocada».

—Pues ya han pasado las oraciones. Eulalia no vendrá —suspiraba mi tía—; le habrá dado miedo el tiempo.

—Pero, señora, todavía no son las cinco, no son más que las cuatro y media.

—¿Las cuatro y media? Y he tenido que levantar los visillos para que me entre un rayo de luz. ¡A las cuatro y media y ocho días antes de las Rogaciones! ¡Ay, Francisca!, ¡muy incomodado debe estar Dios con nosotros! Sí, es que la gente de hoy hace tantas cosas… Como decía mi pobre Octavio, nos olvidamos de Dios, y Él se venga.

De pronto, un rojo vivo encendía las mejillas de mi tía: era Eulalia. Pero, desdichadamente, apenas Francisca la había introducido, cuando tornaba a entrar, y con sonrisa encaminada a ponerse al unísono con la alegría que, según creía ella, causarían a mi tía sus palabras, y articulando las sílabas para hacer ver fue, a pesar del estilo indirecto, repetía fielmente y como buena criada las mismas palabras que se dignaba pronunciar el visitante, decía:

—El señor cura tendría un placer, un gusto vivísimo en poder saludar a la señora, si no está descansando. El señor cura no quiere molestar. Está abajo, y lo hice entrar en la sala.

En realidad, las visitas del señor cura no daban a mi tía tanto gusto como Francisca suponía, y el aspecto de júbilo que ésta se consideraba como obligada a adoptar cada vez que tenía que anunciarlo no respondía por completo a lo que sentía la enferma. El cura (hombre excelente, con quien lamento no haber hablado más porque, aunque no entendía nada de arte, sabía muchas etimologías), acostumbrado a dar a los visitantes notables noticias respecto a la iglesia (hasta tenía el propósito de escribir un libro acerca de la parroquia de Combray), la cansaba con explicaciones interminables y siempre iguales.

Pero cuando llegaba al mismo tiempo que Eulalia, su visita era francamente desagradable a mi tía. Hubiera preferido aprovecharse bien de Eulalia y no tener a dos personas a la vez; pero no se atrevía a negarse al cura, y se limitaba a indicar a Eulalia con una seña que no se fuera con él y que se quedara un rato con ella cuando el cura se hubiera marchado.

—Señor cura, me han dicho que un artista ha plantado su caballete en su iglesia, para copiar una vidriera. Yo puedo asegurar que en todos mis años, que ya son muchos, nunca oí hablar de semejante cosa. ¡Qué cosas va a buscar la gente hoy en día! Y lo malo es que va a buscarlas a la iglesia.

—No diré yo tanto como que lo malo es eso, porque en San Hilarlo hay cosas que valen la pena de verse. Hay otras muy viejas, en mi pobre basílica, la única sin restaurar de toda la diócesis. El pórtico es muy antiguo y está muy sucio, pero tiene majestad; lo mismo pasa con los tapices de Ester, por los que yo no daría dos perras, pero que, según los inteligentes, van en mérito inmediatamente después de los de Sens. Claro es que reconozco que junto a detalles demasiado realistas, ofrecen otros que denotan un verdadero espíritu de observación. Pero de las vidrieras que no me digan. ¿Tiene sentido común eso de dejar unas ventanas que no dan bastante luz, y que hasta engañan la vista con esos reflejos de color indefinible, en una iglesia donde no hay dos losas al mismo nivel? Y no quieren poner otras losas so pretexto de que éstas son las tumbas de los abades de Combray y los señores de Guermantes, antiguos condes de Brabante. Es decir, los ascendientes directos del hoy duque de Guermantes y también de la duquesa, porque ella es una Guermantes que se casó con su primo. (Mi abuela, que a fuerza de no interesarse por las personas, acababa por confundir todos los nombres, sostenía, cada vez que se pronunciaba ante ella el de la duquesa de Guermantes, que era parienta de la señora de Villeparisis. Todos nos echábamos a reír, y ella, para defenderse, alegaba cierta esquela de defunción: «Me parece que allí había un Guermantes». Y por esta vez yo también me ponía de parte de los demás y en contra de ella, porque no podía creer que existiera relación alguna entre su amiga de colegio y la descendiente de Genoveva de Brabante.) «¿Ve usted?, Roussainville no es hoy en día más que una parroquia de campesinos, aunque en tiempos pasados tornara mucho impulso esa localidad, gracias al comercio de sombreros de fieltro y de relojes. (Por cierto que no estoy seguro de la etimología de Roussainville. Me inclino a creer que su nombre primitivo era Rouville (Radulfi villa) como Châteauroux (Castrum Radulfi), pero ya hablaremos de eso otra vez.) Pues bien, en su iglesia hay unas magníficas vidrieras, casi todas modernas, y una imponente Entrada de Luis Felipe en Combray, que estaría mucho mejor aquí en Combray, y que dicen que no desmerece de la famosa vidriera de Chartres. Precisamente ayer hablaba con el hermano del doctor Percepied, que es aficionado, y me decía que es un trabajo bellísimo.

Pero como le decía yo a ese artista, que, por lo demás, es un hombre muy fino y, según parece, un virtuoso del pincel, «¿qué es lo que ve usted de notable en esa vidriera, que es aún un poco más oscura que las otras?»

—Pero estoy segura de que si se lo pidiera usted a Monseñor —decía indiferentemente mi tía, la cual ya estaba pensando que iba a cansarse— no le negaría a usted una vidriera nueva.

—Desde luego, señora —contestaba el cura—. Pero es que precisamente monseñor llamó la atención hacia esa desdichada vidriera, demostrando que representa a Gilberto el Malo, señor de Guermantes, descendiente directo de Genoveva de Brabante, que era una Guermantes, en el momento de recibir la absolución de San Hilario.

—Pero yo no veo allí a San Hilario.

—Sí; ¿no se ha fijado usted nunca en una dama con traje amarillo que está en una esquina de la vidriera? Pues es San Hilario (Saint-Hilaire), que en otras provincias se llama Saint-Illiers, Saint-Hélier, y hasta Saint-Ylie, en el Jura. Y estas corrupciones de sanctus Hilarius no son de las más raras que ocurren con los nombres de los bienaventurados. La patrona de usted, amiga Eulalia, sancta Eulalia, ¿sabe usted en lo que fue a parar en Borgoña? Pues sencillamente en Saint-Eloi, se convirtió en santo. Qué, Eulalia, ¿se imagina usted cambiada en hombre después de muerta? —El señor cura siempre tiene ganas de broma—. Pues el hermano de Gilberto, Carlos el Tartamudo, príncipe piadoso, pero que por habérsele muerto su padre, Pipino el Insensato, muy joven, a consecuencia de una enfermedad mental, carecía del freno de toda disciplina, en cuanto veía en un pueblo un individuo que no le era simpático, mandaba matar a todos los habitantes de aquel lugar. Gilberto, para vengarse de Carlos, mandó quemar la iglesia de Combray, la primitiva entonces, la que Teodoberto, al salir con su corte de su residencia de campo que tenía cerca de aquí en Thiberzy (Theoderberciacus), para ir a luchar con los borgoñones, prometió labrar encima de la tumba de San Hilario si el Todopoderoso le concedía la victoria. No queda más que la cripta, que Teodoro le habrá enseñado a usted alguna vez, porque lo demás lo quemó Gilberto. Y luego derrotó al desdichado Carlos, con el auxilio de Guillermo el Conquistador (el cura pronunciaba Guilermo), y por eso vienen tantos ingleses a ver la iglesia. Pero no supo conciliarse las simpatías de los vecinos de Combray, que un día, al salir Gilberto de misa, se arrojaron sobre él y le cortaron la cabeza. Teodoro tiene un librito donde se explica todo eso.

Pero, indudablemente, lo más curioso de nuestra iglesia es la vista desde el campanario, que es grandiosa. Claro que a usted, que no está muy fuerte, no le aconsejaría yo que subiera los noventa y siete escalones, la mitad precisamente que en el célebre Duomo, de Milán. Hay para cansar a una persona sana, mucho más teniendo en cuenta que hay que subir doblado para no romperse la cabeza, y que va uno recogiendo con la ropa todas las telarañas de la escalera. De todos modos, tendría usted que abrigarse bien, añadía (sin observar la indignación que causaba a mi tía esa idea de suponerla capaz de subir al campanario), porque arriba hay una corriente de aire tremenda. Hay personas que dicen haber sentido allí el frío de la muerte. Pero los domingos siempre vienen partidas de gente, a veces de muy lejos, para admirar la belleza del panorama, y siempre vuelven encantados. Mire usted, precisamente el domingo que viene encontraría usted gente, porque son las Rogaciones. Y hay que confesar que desde allá arriba hay un panorama mágico, con unas vislumbres de la llanura a lo lejos, que tiene un carácter muy particular. Cuando hace un tiempo claro se puede distinguir hasta Verneuil. Y, además, se dominan a un tiempo cosas que de otro modo no se pueden ver más que separadamente; por ejemplo, el curso del Vivonne y los fosos de Saint-Assise les Combray, que están separados del río por una cortina de árboles muy grande, o los distintos canales de Jouy le Vicomte (Gaudiacus vice comitis, como usted sabe). Cada vez que he ido a Jouy le Vicomte he visto un trozo de canal, y al volver una calle veía otro, pero entonces ya desaparecía el anterior, y aunque los reuniera con el pensamiento ya no hace efecto. Desde el campanario de San Hilario ya es otra cosa: se los ve formar como una red en que está cogida la localidad. Ahora, que no se distingue el agua, y parecen grandes grietas que dividen el pueblo en varios trozos, tan perfectamente como un brioche ya cortado, pero con los pedazos juntos. Para verlo bien del todo habría que estar al mismo tiempo en el campanario de San Hilario y en Jouy le Vicomte.

Tanto cansaba a mi tía el cura, que apenas se marchaba no tenía más remedio que despedir a Eulalia.

—Tenga usted, pobre Eulalia —decía con voz feble, sacando una moneda de una bolsita que tenía al alcance de la mano—; tenga usted, para que no me olvide en sus oraciones.

—Pero, señora, eso no está bien; ya sabe usted que no es por eso por lo que vengo —decía Eulalia, siempre con el mismo vacilar y la misma timidez que si fuera la primera vez, y con una apariencia de descontento que divertía a mi tía y no le parecía mal, porque si algún día Eulalia, al tomar el dinero, presentaba semblante menos contrariado que de costumbre, mi tía decía:

—No sé lo que tenía Eulalia; yo le he dado lo mismo que siempre y parece que no estaba contenta.

—Pues no puede quejarse —suspiraba Francisca, que tendía a considerar como calderilla todo lo que mi tía le daba para ella o para sus hijos, y como tesoros derrochados locamente por una ingrata las piezas depositadas todos los domingos en la mano de Eulalia, con tanta discreción, que Francisca no llegó a verlas nunca—. Y no es que ella ambicionara el dinero que mi tía daba a Eulalia. Ya gozaba bastante del caudal de mi tía, al saber que las riquezas del ama ensalzan y hermosean al mismo tiempo a la sirvienta; y que ella, Francisca, era persona insigne y glorificada en Combray, Jouy le Vicomte y otros lugares, por lo numeroso de las haciendas de mi tía, la frecuencia y duración de las visitas del cura y la gran cantidad de botellas de agua de Vichy que se consumía. Era avara por mi tía, y de haber administrado su fortuna, lo cual era su sueño, la habría defendido de los ataques ajenos con ferocidad maternal. No le hubiera parecido mal que mi tía, cuya incurable generosidad conocía, se alargara a dar, siempre que fuera a personas ricas. Quizá pensaba que los ricos, como no tenían necesidad de los regalos de mi tía, no podían ser sospechosos de quererla por sus dádivas. Además, estas dádivas, hechas a personas de gran posición económica, como la señora de Sazerat, Swann, Legrandin, o la señora de Goupil, entre personas del «mismo rango» que mi tía y que «podían codearse», se le representaban como un aspecto de los usos de aquella vida extraña y brillante de los ricos que dan bailes y se visitan, vida que Francisca admiraba sonriente. Pero ya no era lo mismo si los beneficiarios de la generosidad de mi tía eran de aquellos que Francisca llamaba «gente como yo, gente que no es más que yo», y que le inspiraban desprecio, a no ser que la llamasen «señora Francisca», y se consideraran «menos que ella». Y cuando vio que, a pesar de sus consejos, mi tía hacía su voluntad, y nada más, y tiraba el dinero —por lo menos Francisca así se lo creía— con seres indignos, empezaron a parecerle muy parvos los regalos que su ama le hacía, comparados con las cantidades imaginarias prodigadas a Eulalia. Y para Francisca no había en los alrededores de Combray hacienda lo bastante considerable para que no la pudiera adquirir Eulalia con el producto de sus visitas. Cierto que Eulalia hacía la misma evaluación de las riquezas inmensas y ocultas de Francisca. Por lo general, en cuanto Eulalia se iba comenzaba Francisca a hacer malévolas profecías a cuenta de ella. Odiábala, pero le tenía miedo y se consideraba obligada mientras estuviera en casa a «ponerle buena cara». Pero cuando se había marchado, se cobraba, sin nombrarla nunca, a decir verdad, pero profiriendo oráculos sibilinos o sentencias de un carácter general, como las del Eclesiastés, pero cuya aplicación no podía escapar a mi tía. Después de mirar por un rincón del visillo si ya había cerrado la puerta Eulalia, decía: «Los aduladores siempre saben caer a punto y recoger las pepitas, pero paciencia, que ya los castigará Dios algún día»; y lo decía con el mismo mirar de lado y la misma insinuación de Joas, cuando, pensando exclusivamente en Atalia, dice:

Le bonheur des méchants comme un torrent s’écoule.

Pero cuando el cura había estado también de visita, tan interminable que agotaba las fuerzas de mi tía, Francisca se marchaba del cuarto detrás de Eulalia, diciendo:

—Señora, voy a dejarla a usted descansar, porque tiene usted aspecto de hallarse fatigada.

Mi tía ni siquiera contestaba, exhalando un suspiro que parecía el último, con los ojos cerrados y como muerta. Pero apenas había llegado abajo Francisca, sonaban por toda la casa cuatro campanillazos violentísimos, y mi tía, sentada en la cama, gritaba:

—¿Se ha ido ya Eulalia? ¿No le parece a usted que se me ha olvidado preguntar si la señora de Goupil llegó a misa después de alzar? Corra usted a ver si la alcanza.

Pero Francisca volvía sin haberlo logrado.

—¡Qué fastidio! —decía mi tía sacudiendo la cabeza—. Lo único importante que le tenía que preguntar.

Y así se iba pasando la vida para mi tía Leoncia, siempre idéntica en la dulce uniformidad de lo que ella llamaba con desdén fingido y profunda ternura su «rutina». Guardada por todo el mundo, no sólo en casa, donde todos, después de haber comprobado la inutilidad de darle un consejo de mejorar de higiene, se habían resignado a respetarla, sino en el pueblo, donde, a tres calles de distancia, el embalador, antes de ponerse a clavetear, mandaba preguntar a Francisca si mi tía no «estaba descansando», aquella rutina se vio quebrantada por una vez ese año. Y fue porque, lo mismo que un fruto escondido llega a sazón sin que nadie se dé cuenta, y se desprende espontáneamente, la moza una noche salió de su cuidado. Pero sufrió dolores intolerables, y como en Combray no había comadrona, Francisca tuvo que ir por una a Thiberzy antes de que amaneciera. Los gritos de la moza no dejaron dormir a mi tía, y como Francisca volvió muy tarde, a pesar de lo corto de la distancia, la echó mucho de menos. Así que mi madre me dijo por la mañana: «Sube a ver si tu tía necesita algo». Entré en la primera habitación, y por la puerta abierta vi a mi tía durmiendo echada de lado; la vi que roncaba ligeramente. Ya iba a marcharme muy despacito, pero sin duda el ruido que hice se entremetió en su sueño y le «cambió de velocidad», como dicen de los automóviles, porque la música de los ronquidos se interrumpió un instante, y siguió luego un tono más bajo, hasta que por fin se despertó, volviendo a medias la cara, que entonces pude ver; pintábase en ella algo como terror; sin duda había tenido un sueño terrible; tal como estaba colocada no podía verme, y yo me estuve allí sin saber qué hacer, si adelantarme o salir; pero ya mi tía parecía volver al sentimiento de la realidad, y haber reconocido lo falaz de las visiones que la asustaran; una sonrisa de gozo, de piadosa, gratitud al Creador, que deja que la vida sea menos cruel que los sueños, iluminó débilmente su rostro, y con aquélla su costumbre de hablarse a sí misma a media voz, cuando creía que estaba sola, murmuró: «¡Alabado sea Dios! No tenemos más preocupación que ésta del parto de la moza. ¿Pues no había soñado que mi pobre Octavio resucitaba y quería hacerme dar un paseo diario?». Tendió la mano hacia el rosario, que estaba en la mesita; pero el sueño que tornaba no le dejó fuerzas para cogerle, y volvió a dormirse tranquila; entonces salí a paso de lobo del cuarto, sin que ella ni nadie haya sabido nunca lo que yo acababa de oír.

Al decir que aparte de los sucesos muy raros, como aquel alumbramiento, la rutina de mi tía no sufría jamás variación alguna, no cuento las que, por repetirse siempre idénticas y con intervalos regulares, no producían en el seno de la uniformidad más que una especie de uniformidad secundaria. Así, todos los sábados, como Francisca tenía que ir por la tarde al mercado de Roussainville le Pin, se adelantaba una hora el almuerzo, para todos. Y mi tía se acostumbró tan perfectamente a esta derogación semanal de sus hábitos, que tenía tanto apego a esta costumbre como a las demás. Y tanto se había «arrutinado», como decía Francisca, que si algún sábado hubiera tenido que esperar la hora habitual del almuerzo, aquello la habría «sacado de sus casillas» tanto como el tener que adelantar su almuerzo a la hora del sábado en otro día cualquiera. Este adelanto del almuerzo prestaba al sábado, para nosotros todos, una fisonomía particular, indulgente y muy simpática. En ese momento, en que por lo general nos queda aún una hora que vivir antes del descanso de la comida, sabíamos que iban a llegar a los pocos segundos unas escarolas precoces, una tortilla de favor y un bistec inmerecido. El retorno de aquel sábado asimétrico era uno de esos menudos acontecimientos interiores, locales, casi cívicos, que en las vidas tranquilas y las sociedades fuertes crean como un lazo nacional, llegan a tema favorito de las conversaciones, de las bromas y de los relatos, deliberadamente exagerados; y hubiera sido núcleo apto para un ciclo legendario de tener alguno de nosotros la testa épica. Ya por la mañana, antes de vestirnos, sin ningún motivo y sólo por el gusto de poner a prueba la fuerza de solidaridad, nos decíamos unos a otros, con buen humor, cordialmente, patrióticamente: «Hoy no tenemos que descuidarnos, es sábado», mientras que mi tía, conferenciando con Francisca, y al pensar que el día sería más largo que de costumbre, decía: «Hoy, como es sábado, podría usted hacerles un buen guiso de ternera.» Si a las diez y media sacaba alguno, distraído, el reloj, diciendo: «Todavía falta una hora y media para el almuerzo», todos nos alegrábamos de poder recordarle: «¿Pero en qué está usted pensando: no ve que es sábado?»; y todavía nos duraba la risa un cuarto de hora después, y nos prometíamos subir a contárselo a mi tía para distraerla. Hasta el cielo parecía otro. Después del almuerzo, el sol, consciente de que era sábado, se paseaba una hora más por lo alto del cielo, y cuando uno de nosotros, que creía que ya se hacía tarde para el paseo, exclamaba: «¡Cómo! ¡Las dos nada más!», al ver pasar las dos campanadas de la torre de San Hilarlo (que ya están acostumbradas a encontrarse los caminos desiertos, por mor de la comida o de la siesta, a lo largo del río, claro y corretón, abandonado hasta del pescador, y que pasan solitarias por el cielo vacante, donde no quedan más que unas nubecillas perezosas), todo el mundo le respondía a coro: «Lo que lo despista a usted es que hemos almorzado una hora antes; ¿no ve usted que es sábado?». La sorpresa de un bárbaro (así llamábamos a toda persona ignorante del carácter particular del sábado), que venía a ver a papá a las once y nos encontraba sentados a la mesa, era una de las cosas que más divertían a Francisca en este mundo. Pero por mucho que la regocijara el hecho de que el desconcertado visitante ignorara que los sábados almorzábamos antes, aun le parecía más cómico (simpatizando en el fondo con esa estrecha patriotería) que a mi padre no se le ocurriera que el bárbaro podía ignorarlo, y contestara, sin más explicaciones, a su asombro, al vernos ya sentados a la mesa: «¡Pero, hombre, es sábado!» Y cuando Francisca llegaba a este punto del relato, tenía que secarse lágrimas de risa, y para acrecer su regocijo, prolongaba el diálogo, inventaba una respuesta del visitante a quien aquella del «sábado» no decía nada. Y muy lejos de quejarnos de sus adicciones, todavía nos sabían a poco, y le decíamos: «Me parece que dijo algo más. La primera vez que lo contó usted era más largo». Y hasta mi tía dejaba su labor, y alzando la cabeza, miraba por encima de sus lentes.

Tenía además el sábado otra cosa de notable, y es que en el mes de mayo los sábados íbamos, después de cenar, al «mes de María».

Como allí solíamos encontrarnos al señor Vinteuil, muy severo para con «esa lamentable casta de jóvenes descuidados, con ideas de la época actual», mi madre se cuidaba mucho de que nada flaqueara en mi porte exterior, y nos marchábamos a la iglesia. Recuerdo que fue en el mes de María cuando empecé a tomar cariño a las flores de espino. En la iglesia, tan santa, pero donde teníamos derecho a entrar, no sólo estaban posadas en los altares, inseparables de los misterios en cuya celebración participaban, sino que dejaban correr entre las luces y los floreros santos sus ramas atadas horizontalmente unas a otras, en aparato de fiesta, y embellecidas aún más por los festones de las hojas, entre las que lucían, profusamente sembrados, como en la cola de un traje de novia, los ramitos de capullos blanquísimos. Pero sin atreverme a mirarlas más que a hurtadillas, bien sentía que aquellos pomposos atavíos vivían y que la misma Naturaleza era la que, al recortar aquellos festones en las hojas y añadirles la suprema gala de los blancos capullos, elevaba aquella decoración al rango de cosa digna de lo que era regocijo popular y solemnidad mística a la vez. Más arriba abríanse las corolas, aquí y allá, con desafectada gracia, reteniendo con negligencia suma, como último y vaporoso adorno, el ramito de estambres, tan finos como hilos de la Virgen, y que les prestaban una suave veladura; y cuando yo quería seguir e imitar en lo hondo de mi ser el movimiento de su fluorescencia, lo imaginaba como el cabeceo rápido y voluble de una muchacha blanca, distraída y vivaz, con mirar de coquetería y pupilas diminutas. El señor Vinteuil venía a sentarse con su hija a nuestro lado. Persona de buena familia, había sido profesor de piano de las hermanas de mi abuela, y cuando murió su mujer, aprovechando una herencia que tuvo, se retiró a vivir cerca de Combray, e iba a casa de visita con frecuencia. Pero como era excesivamente pudibundo, dejó de ir a casa para no encontrarse con Swann, que había hecho, a su parecer, «una boda que no le correspondía, de esas de hoy día». Mi madre, al saber que componía música, le dijo por amabilidad que cuando ella fuera a su casa tenía que tocar alguna composición de las suyas. Cosa que hubiera agradado mucho al señor Vinteuil; pero llevaba la cortesía y la bondad a tal punto de escrúpulo, que se colocaba siempre en el lugar de los demás y tenía miedo de aburrirlos y parecer egoísta si seguía, o si sencillamente dejaba adivinar sus deseos. Mis padres me llevaron con ellos el día que fueron a verlo, y me permitieron que me quedara en el jardín; como la casa del señor Vinteuil, Montjouvain, tenía por la parte de atrás un montículo breñoso, me fui a esconder allí, y me encontré con que estaba a la altura de la sala del segundo piso y a una distancia de medio metro de la ventana. Cuando entraron a anunciar a mis padres, vi que el señor Vinteuil se daba prisa a colocar en el piano de modo que fuera bien visible un papel de música. Pero cuando pasaron mis padres lo quitó de allí y lo puso en un rincón. Sin duda temía inspirar a mis padres la sospecha de que se alegraba de verlos sólo por tocar una obra suya. Y cada vez que durante la visita volvió mi madre a la carga, repetía: «Pero yo no sé quién puso eso en el piano, porque no es su sitio»; y desviaba la conversación hacia otros temas, precisamente porque ésos le interesaban menos. Su pasión era su hija, la cual, con sus modales de chico, tenía tal apariencia de robustez, que no podía uno por menos de sonreír al ver las precauciones que su padre tomaba con ella, y cómo tenía siempre a mano chales suplementarios para abrigarle los hombros. Mi abuela nos había hecho notar la expresión bondadosa, delicada y tímida casi que cruzaba muy a menudo por la mirada de aquella niña tan ruda, y que tenía el rostro lleno de pecas. Cuando acababa de pronunciar una palabra, oíala con la mente de la persona a quien iba a dirigida, se alarmaba por las malas interpretaciones que pudieran dársele, y bajo la figura hombruna de aquel «diablo», se alumbraban y se recortaban, como por transparencia, los finos rasgos de una muchacha llorosa.

Cuando, antes de salir de la iglesia, me arrodillaba delante del altar, al levantarme sentía de pronto que se escapaba de las flores de espino un amargo y suave olor de almendras, y advertía entonces en las flores unas manchitas rubias, que, según me figuraba yo, debían de esconder ese olor, lo mismo que se oculta el sabor de un franchipán bajo la capa tostada, o el de las mejillas de la hija de Vinteuil detrás de sus pecas. A pesar de la callada quietud de las flores de espino, ese olor intermitente era como un murmullo de intensa vida, la cual prestaba al altar vibraciones semejantes a las de un seto salvaje, sembrado de vivas antenas, cuya imagen nos la traían al pensamiento algunos estambres casi rojos que parecían conservar aún la virulencia primaveral y el poder irritante de insectos metamorfoseados ahora en flores.

Al salir de la iglesia hablábamos un momento con el señor Vinteuil delante del pórtico. Mediaba entre los chiquillos que se estaban peleando en la placa, defendía a los pequeños y sermoneaba a los mayores. Si su hija nos decía con su vozarrón que se alegraba mucho de vernos, en seguida parecía que en su misma persona otra hermana más sensible se ruborizaba por estas palabras de muchacho irreflexivo, que quizá podrían hacernos creer que quería que la invitáramos a casa. Su padre le echaba una capa por los hombros, y ambos montaban en un cochecito que guiaba la chica, y se volvían a Montjouvain. A nosotros, como al día siguiente era domingo y nos levantaríamos tarde para la hora de misa mayor, cuando había luna y el tiempo estaba templado, en vez de volver derecho a casa, mi padre, enamorado de la gloria, nos llevaba a dar un paseo por el Calvario, paseo que, por la escasa aptitud de mi madre para orientarse y saber por dónde iba, consideraba papá como hazaña de su genio estratégico. Llegábamos a veces hasta el viaducto, cuyas zancadas de piedra empezaban en la estación y representaban para mí el destierro y la desolación que reinaban más allá del mundo civilizado, porque todos los años, al venir de París, nos recomendaban estuviéramos alerta al aproximarnos a Combray, y que no dejáramos pasar la estación, preparándonos bien porque el tren no paraba más que dos minutos y se marchaba en seguida por el viaducto, saliéndose de las tierras de cristianos, cuyo extremo límite marcaba para mí Combray. Volvíamos por el paseo de la estación, donde estaban los hoteles más bonitos del lugar. La luna iba sembrando en los jardines, como Hubert Robert, un pedazo de marmórea escalinata, un surtidor y una verja entreabierta. Su luz había destruido la oficina de Telégrafos. No quedaba más que una columna tronchada, pero bella como una ruina inmortal. Yo iba a rastras, me caía de sueño, y el olor de los tilos que embalsamaba el aire se me aparecía como una recompensa que sólo se logra a costa de grandes fatigas, y que no vale la pena lo que cuesta. De cuando en cuando, detrás de las verjas, perros que despertábamos con nuestros pasos solitarios daban alternos ladridos, de esos que todavía oigo algunas veces; y en el seno de esos ladridos debió de ir a refugiarse el paseo de la estación (cuando se construyó en su emplazamiento el parque público de Combray), porque dondequiera que me encuentre, en cuanto empiezan a oírse, lo veo, con sus tilos y sus aceras iluminadas por la luna.

De pronto, mi padre nos paraba y preguntaba a mamá: «¿Dónde estamos?». Rendida por el paseo, pero orgullosa de su esposo, mi madre reconocía cariñosamente que lo ignoraba en absoluto. Entonces él se encogía de hombros, riéndose. Y como si se la extrajera del bolsillo de la americana al sacar la llave, nos mostraba, allí, en pie y delante de nosotros, la puertecita trasera de nuestro jardín, que había venido, con la esquina de la calle del Espíritu Santo, a esperarnos al cabo de los caminos desconocidos. Mi madre, admirada, le decía: «Eres el demonio». Y desde aquel instante ya no necesitaba yo andar, el suelo andaba por mí en aquel jardín donde hacía tanto tiempo que la atención voluntaria había dejado de acompañar a mis actos: la Costumbre acababa de cogerme en brazos y me llevaba a la cama como a un niño pequeño.

Aunque el sábado, que empezaba una hora antes, y en que no tenía a Francisca, transcurría más despacio que otro día cualquiera para mi tía, sin embargo, esperaba su retorno semanal impacientemente desde que comenzaba la semana, porque en el sábado se contenía toda la novedad y la distracción que su debilitada y maníaca naturaleza eran aún capaces de soportar. Y no es que a veces no aspirara a un gran cambio, que su vida careciera de esas horas excepcionales en que sentimos sed de algo distinto de lo existente, cuando las personas, que por falta de energía o imaginación no saben sacar de sí mismas un principio de renovación, piden al minuto que llega, al cartero que está llamando, que les traigan algo nuevo, aunque sea malo, un dolor, una emoción; cuando la sensibilidad, que la dicha hizo callar como arpa ociosa, quiere una mano que la haga resonar, aunque sea brutal, aunque la rompa; cuando la voluntad, que tan difícilmente conquistó el derecho de entregarse libremente a sus deseos y a sus penas, desea echar las riendas en manos de ocurrencias imperiosas, por crueles que sean. Indudablemente, como las fuerzas de mi tía se extinguían al menor esfuerzo, sólo gota a gota volvían al seno de su reposo, el depósito tardaba mucho en llenarse, y pasaban meses antes de que ella tuviera ese pequeño colmo que otros seres derivan hacia la acción y que ella no sabía cómo decidirse a usar. No me cabe duda de que entonces, así como del placer mismo que le causaba el retorno diario del puré, siempre de su gusto, nacía al cabo de algún tiempo el deseo de substituirle por patatas bechamel, sacaba de la acumulación de tantos días monótonos, a que tan apegada era, la esperanza de un cataclismo doméstico, limitado a la duración de un instante, pero que la obligaría, de una vez para siempre, a uno de esos cambios que le serían saludables; ella lo reconocía, pero por sí sola no podía decidirse a emprender. Nos quería de verdad, y le hubiera gustado llorarnos; y de llegar en una ocasión en que se encontrara ella bien y sin sudar, la noticia de que la casa estaba ardiendo, de que ya habíamos perecido todos y de que pronto no quedaría ni una piedra en pie, aunque ella podría salvarse sin prisa, con tal de que se levantara inmediatamente, debió alimentar muchas veces sus esperanzas, porque reunía a las ventajas secundarias de hacerle saborear en un sentimiento único todo su cariño a nosotros, y de causar el pasmo del pueblo, presidiendo el duelo, abrumada y valerosa, moribunda, pero en pie, la más preciosa ventaja de obligarla en el momento oportuno, y sin perder tiempo, y sin posibilidad de dudas molestas, a irse a pasar el verano a su hermosa hacienda de Mirougrain, que tenía una cascada y todo. Como nunca ocurrió ningún caso de éstos, cuyo perfecto éxito meditaba, sin duda, cuando estaba sola, absorta en uno de sus innumerables solitarios (y que la hubiera desesperado al primer comienzo de realización, al primero de esos detalles imprevistos, de esa palabra que anuncia una mala noticia, y cuyo tono no se olvida jamás, de todo lo que lleva la huella de la muerte verdadera, muy distinta de su posibilidad lógica y abstracta), se resarcía, para dar de cuando en cuando mayor interés a su vida, introduciendo en ella peripecias imaginarias a cuyo desarrollo atendía apasionadamente. Gozábase en suponer de pronto que Francisca le robaba, que ella recurría a la astucia para averiguarlo, y que la cogía con las manos en la masa; acostumbrada, cuando jugaba ella sola a las cartas, a jugar con su juego y el riel adversario, se pronunciaba a sí misma las excusas tímidas de Francisca, y contestaba a ellas con tal fuego e indignación, que si uno de nosotros entraba en ese momento, la encontraba bañada en sudor, con los ojos echando chispas y los postizos caídos, dejando al descubierto su calva frente. Francisca quizá oyera alguna vez, desde la habitación de al lado, corrosivos sarcasmos a ella dirigidos, y cuya invención no hubiera servido da bastante alivio a mi tía, de haber quedado en estado puramente inmaterial, y si no les hubiera dado realidad murmurándolos a media voz. A veces, ese «espectáculo desde la cama» no parecía bastante a mi tía, y quería ver representadas sus comedias. Entonces, un domingo después de cerrar misteriosamente las puertas, confiaba a Eulalia sus dudas respecto a la probidad de Francisca, y su intención de despedirla, y otras veces era a Francisca a quien participaba sus sospechas de la deslealtad de Eulalia, a quien muy pronto cerraría la puerta; y al cabo de unos días ya estaba cansada de su confidenta de ayer, se arreglaba con la otra, y los papeles se cambiaban para la próxima representación. Pero las sospechas que Eulalia le inspiraba a veces eran fuego de virutas, pronto extinguido sin tener en qué alimentarse, porque Eulalia no vivía en la casa. Pero no ocurría lo mismo con las despertadas por Francisca, a quien sentía mi tía vivir constantemente bajo el mismo techo, sin atreverse, por miedo a coger frío si salía de la cama, a bajar a la cocina y enterarse de si eran o no sospechas fundadas. Poco a poco llegó a no tener otra ocupación mental que adivinar lo que podía estar haciendo Francisca en cada momento, y si quería ocultárselo. Se fijaba en los más furtivos gestos de Francisca, en cualquier contradicción entre sus dichos, en un deseo que al parecer quería disimular. Y hacíale ver que la había desenmascarado con una sola palabra, que hacía palidecer a Francisca, y que mi tía hundía en el corazón de la desdichada, aparentemente, con cruel regocijo, y al otro domingo una revelación de Eulalia —como esos descubrimientos que de repente abren un campo insospechado a una ciencia que nace y que hasta entonces arrastraba una vida lánguida— probaba a mi tía que sus sospechas aun estaban muy por bajo de la realidad. «Francisca es la que lo debe saber ahora que le da usted coche». «¡Qué yo le doy coche!», exclamaba mi tía. «¡Ah!, yo no sé, creía que… La he visto pasar en carruaje, con más orgullo que Artabán, camino del mercado de Roussainville. Y creí que era la señora la que…». Poco a poco Francisca y mi tía, como el cazador y la pieza, no hacían más que ponerse en guardia contra sus recíprocas argucias. Mi madre tenía miedo de que Francisca llegara a tomar verdadero odio a mi tía, que la ofendía con la mayor dureza posible. El caso era que Francisca se fijaba cada día con mayor atención en los menores ademanes y más insignificantes de palabras mi tía. Cuando tema que preguntarle algo, vacilaba mucho, pensando en el modo como lo haría. Y cuando ya había proferido su demanda, observaba a mi tía a hurtadillas, para adivinar por el aspecto de su rostro lo que pensaba y lo que decidiría. Y así, mientras un artista que lee memorias del siglo XVII y quiere acercarse al Rey Sol cree tomar el buen camino, forjándose una genealogía que le haga descendiente de una familia histórica, o manteniendo correspondencia con un soberano europeo de su tiempo, y al hacerlo vuelve la espalda precisamente a aquello que erróneamente busca bajo formas idénticas, y por consiguiente sin vida, una vieja señora provinciana, que no era más que la fiel servidora de irresistibles manías, y de una malevolencia hija de la ociosidad, veía, sin hacer pensado nunca en Luis XIV, que las ocupaciones más insignificantes de su jornada, relativas al momento de levantarse, a su almuerzo, a sus horas de descanso, cobraban por su despótica singularidad una parte del interés de aquello que Saint-Simon llamaba la «mecánica» de la vida en Versalles, y podía imaginarse ella también que su silencio, una nube de buen humor, o de altanería en su rostro, eran comentados por parte de Francisca con la misma pasión y temor que el silencio, el buen humor o la altanería del Rey cuando un cortesano, o hasta un gran señor, le habían entregado un memorial en un rincón de una alameda de Versalles.

Un domingo que mi tía tuvo la visita del cura y de Eulalia al mismo tiempo, y se echó luego a descansar, subimos todos a despedirnos, y mamá le dijo cuánto lamentaba aquella mala suerte que reunía a todas sus visitas a la misma hora.

—Ya sé que las cosas no se han arreglado muy bien esta tarde, Leoncia —le decía cariñosamente—. Todo el mundo ha venido al mismo tiempo.

A eso interrumpía la tía mayor con un «por mucho trigo…», porque desde que su hija estaba mala creía deber suyo animarla presentándole siempre las cosas por el lado bueno. Pero mi padre tomaba la palabra:

—Ya que toda la familia está reunida, voy a aprovecharme para contaros una cosa, sin tener que repetírsela a cada cual. Me temo que Legrandin esté enfadado con nosotros; apenas si me saludó esta mañana.

Yo no me quedé a oír a mi padre, porque precisamente estaba con él aquella mañana cuando se encontró con Legrandin, y bajé a la cocina a enterarme de lo que teníamos de cena, cosa que me distraía todos los días como las noticias del periódico, y me excitaba como un programa de fiestas. Al pasar el señor Legrandin junto a nosotros, saliendo de misa, y al lado de una dama propietaria de un castillo de allí cerca, y a quien sólo conocíamos de vista, mi padre lo saludó reservada y amistosamente a la vez, sin pararse; Legrandin apenas si contestó, un poco extrañado, como si no nos conociera, y con esa perspectiva de la mirada propia de las personas que no quieren ser amables, y que desde allá, desde el fondo súbitamente prolongado de sus ojos, parece que lo ven a uno al final de un camino interminable, y a tanta distancia, que se contentan con hacernos un minúsculo saludo con la cabeza para que guarde proporción con nuestra dimensión de marioneta.

Como la dama que Legrandin acompañaba era persona virtuosa y bien considerada, no podía pensarse que Legrandin disfrutara de sus favores y que le molestara que los vieran juntos; así que mi padre se preguntaba qué había hecho él para incomodar a Legrandin. «Sentiría mucho saber que está enfadado —dijo mi padre—, porque resalta junto a toda esa gente endomingada, con su americana recta, su corbata floja, tan desafectado, con esa sencillez tan de verdad y tan ingenua que se hace muy simpática.» Pero el consejo de familia opinó unánimemente que lo del enfado era una figuración de mi padre, y que Legrandin debía de ir en aquel momento pensando en alguna cosa y distraído. Por lo demás, el temor de mi padre se disipó al día siguiente por la tarde. Volvíamos de dar un gran paseo cuando vimos junto al Puente Viejo a Legrandin, que con motivo de las fiestas pasaba unos días en Combray. Vino hacia nosotros tendiéndonos la mano: «Señor lector, me preguntó, ¿conoce usted este verso de Paul Desjardins?:

Ya está el bosque sombrío, pero azul sigue el cielo.

«¿No es verdad que el verso da muy bien la nota de esta hora? Puede que no haya usted leído nunca a Paul Desjardins. Léalo, hijo mío; hoy se está cambiando en sermoneador, pero ha sido por mucho tiempo un límpido acuarelista…

Ya está el bosque sombrío, pero azul sigue el cielo…

«¡Ojalá siga el cielo siempre azul para usted!, amiguito mío; hasta en esa hora que para mí ya va llegando, cuando el bosque está sombrío y cae la noche, se consolará usted mirando al cielo.» Sacó un cigarrillo y se estuvo un rato con la vista puesta en el horizonte. «¡Bueno, adiós, amigos!», —dijo de pronto, y se marchó.

A la hora en que yo bajaba a la cocina a enterarme, la cena ya estaba empezada, y Francisca señoreaba las fuerzas de la naturaleza convertidas en auxiliares suyas, como en esas comedias de magia donde los gigantes hacen de cocineros; meneaba el carbón, entregaba al vapor unas patatas para estofadas, y daba punto, valiéndose del fuego, a maravillas culinarias, preparadas previamente en recipientes de ceramista desde las tinas, las marmitas, el caldero, las besugueras, a las ollitas para la caza, los moldes de repostería y los tarritos para natillas: pasando por una colección completa de cacerolas de todas dimensiones. Me paraba a mirar encima de la mesa, donde acababa de mondarlos la moza, los guisantes alineados y contados, como verdes bolitas de un juego; pero mi pasmo era ante los espárragos empapados de azul ultramar y de rosa, y cuyo tallo, mordisqueado de azul malva, iba rebajándose insensiblemente hasta la base —sucia aún por el suelo de su planta—, con irisaciones de belleza supraterrena. Parecía que aquellos matices celestes delataban a las deliciosas criaturas que se entretuvieron en metamorfosearse en verduras, y que, a través del disfraz de su firme carne comestible, transparentaban con sus colores de aurora naciente sus intentos de arco iris y su languidez de noches azules, una esencia preciosa, perceptible para mí aun cuando, durante toda la noche que seguía a una comida donde hubo espárragos, se divertían en sus farsas poéticas y groseras, como fantasía shakespeariana, en trocar mi vaso de noche en copa de perfume.

La pobre Caridad de Giotto, como Swann la llamaba, encargada por Francisca de «recortarlos», los tenía al lado en una cesta, con cara de pena, como si estuviera sintiendo todo el dolor de la madre tierra; y las leves coronas azules que ceñían a los espárragos por cima de sus túnicas rosas, se dibujaban tan finamente, estrella por estrella, como se dibuja en el fresco de Padua las flores ceñidas en la frente de la Virtud o prendidas en su canastilla. Y entre tanto, Francisca daba vueltas en el asador a uno de aquellos pollos, asados como ella sola sabía hacerlo, que difundieron por todo Combray el olor de sus méritos, y que cuando no los servía a la mesa hacían triunfar la bondad en mi concepción especial de su carácter, porque el aroma de esa carne que ella convertía en tan tierna y untuosa, era para mí el perfume mismo de una de sus virtudes.

Pero el día que bajé a la cocina mientras mi padre consultaba al consejo de familia respecto a su encuentro con Legrandin, era uno de aquellos en que la Caridad de Giotto, bastante mal aún por su reciente parto, no podía levantarse; y Francisca, como no tenía ayuda, estaba retrasada en su trabajo. Cuando bajé la vi en la despensa, que daba al corral, matando un pollo, que con su resistencia desesperada y tan natural, acompañada por los gritos de Francisca, que, fuera de sí, al mismo tiempo que trataba de abrirle el cuello por debajo de la oreja, chillaba «¡Mal bicho, mal bicho!», ponía la santa dulzura y la unción de nuestra doméstica un poco menos en evidencia de lo que hubiera puesto el pobre animal en el almuerzo del día siguiente, con su pellejo bordado en oro como una casulla, y su grasa preciosa, que parecía ir goteando de un ropón. Cuando ya murió, Francisca recogió la sangre, que iba corriendo sin sofocar su rencor, y aun tuvo un acceso de cólera, y mirando el cadáver de su enemigo, dijo por última vez: «Mal bicho». Volví a subir, todo trémulo; mi deseo hubiera sido que echaran en seguida a Francisca. Pero entonces, ¿quién me haría unas albóndigas tan calentitas, un café tan perfumado… y aquellos pollos…? Y en realidad, ese cobarde cálculo lo hemos hecho todos, como lo hice yo entonces. Porque mi tía Leoncia sabía —cosa que ignoraba yo— que Francisca, que habría dado su vida sin una queja por su hija o por sus sobrinos, era para los demás seres extraordinariamente dura de corazón. A pesar de eso, mi tía la tenía en casa porque, aunque conocía su crueldad, estimaba mucho su buen servicio. Poco a poco fui advirtiendo que el cariño, la compunción y las virtudes de Francisca ocultaban tragedias de cocina, lo mismo que descubre la Historia que los reinados de esos reyes y reinas representados orando en las vidrieras de las iglesias se señalaron por sangrientos episodios. Me di cuenta de que, exceptuando a sus parientes, los humanos excitaban tanto más su compasión con sus infortunios cuanto más lejos estaban de ella. Los torrentes de lágrimas que lloraba al leer el periódico, sobre las desgracias de gente desconocida, se secaban prestamente si podía representarse a la víctima de manera un poco concreta. Una de las noches siguientes al parto de la moza, viose ésta aquejada por un fuerte cólico; mamá la oyó quejarse, se levantó y despertó a Francisca, que declaró, con gran insensibilidad, que todos aquellos gritos eran una comedia, y que quería «hacerse la señorita». El médico, que ya temiera esos dolores, nos había puesto una señal en un libro de medicina que teníamos, en la página en que se describen esos dolores, y nos indicó que acudiéramos al libro para saber lo que debía hacerse en los primeros momentos. Mi madre mandó a Francisca por el libro, recomendándole que no dejara caer el cordoncito que servía de señal. Pasó una hora, y Francisca sin volver; mi madre, indignada, creyó que había vuelto a acostarse, y me mandó a mí a la biblioteca. Allí estaba Francisca, que quiso mirar lo que indicaba la señal, y al leer la descripción clínica de los dolores, sollozaba, ahora que se trataba de un enfermo-tipo, desconocido para ella. A cada síntoma doloroso citado por el autor del libro, exclamaba: «Por Dios, Virgen Santa, ¿es posible que Dios quiera hacer sufrir tanto a una desgraciada criatura? ¡Pobrecilla, pobrecilla!».

Pero en cuanto la llamé y volvió junto a la cama de la Caridad de Giotto, sus lágrimas cesaron, ya no pudo sentir ni aquella agradable compasión y ternura que le era desconocida, y que muchas veces le proporcionaba la lectura de los periódicos, ni ningún placer de ese linaje, y molesta e irritada por haberse levantado a medianoche por la moza, al ver los sufrimientos mismos cuya descripción la hacía llorar, no se le ocurrieron más que gruñidos de mal humor, y hasta horribles sarcasmos, diciendo, cuando se creyó que nos habíamos ido y que ya no la oíamos: «No tenía más que haber hecho lo que se necesita para eso; y bien que le gustó; ahora que no se venga con mimos. También hace falta que un hombre esté dejado de la mano de Dios para cargar con eso. Ya lo decían en la lengua de mi pobre madre:

Del trasero de un perro se enamorica,

y llega a parecerle cosa bonica.»

Cuando su nieto tenía un leve constipado de cabeza, por la noche, en vez de acostarse y aunque no estuviera bien, se marchaba a ver si necesitaba algo, y andaba cuatro leguas, para volver antes de amanecer a la hora de su faena; pero ese mismo amor a los suyos y el deseo de asegurar la futura grandeza de su casa se traducía, en su política con los otros criados, por una máxima constante, que consistió en no dejarlos introducirse en el cuarto de mi tía, al que no dejaba acercarse a nadie, muy orgullosamente, llegando hasta levantarse cuando estaba mala, para dar el agua de Vichy a mi tía, antes que permitir a la moza el acceso al cuarto de su ama. Y como ese himenóptero observado por Fabre, la abeja excavadora, que para que sus pequeñuelos tengan carne fresca que comer después de su muerte, apela a la anatomía en socorro de su crueldad, y hiere a los gorgojos y arañas capturados, con gran saber y habilidad, en el centro nervioso que rige el movimiento de las patas, sin dañar otra función vital, de modo que el insecto paralizado, junto al cual pone sus huevos, ofrezca a las larvas que vengan carne dócil, inofensiva, incapaz de huir o resistirse, y completamente fresca, Francisca hallaba, para servir su permanente voluntad de hacer la casa imposible a todo criado, agudezas tan sabias e implacables, que muchos años más tarde nos enteramos de que si comimos aquel verano espárragos casi a diario, fue porque el olor de ellos ocasionaba a la pobre moza encargada de pelarlos ataques de asma tan fuertes, que tuvo que acabar por marcharse.

Pero, desgraciadamente, la opinión que nos merecía Legrandin tenía que cambiar mucho. Uno de los domingos siguientes a aquel encuentro en el Puente Viejo, que sacó a mi padre de su error, al acabar la misa, cuando con el sol y el rumor de fuera entraba en la iglesia una cosa tan poco sagrada que la señora de Goupil, la señora de Percepied (todas las personas, que al llegar yo momentos antes, después de empezada la misa, siguieron absortas en su rezo, los ojos bajos, y yo habría creído que no me veían si no hubieran empujado con el pie el banquito que me estorbaba el paso a mi silla), empezaban a hablar con nosotros en alta voz, como si estuviéramos ya en la plaza, vimos en el deslumbrante umbral del pórtico, y dominando el abigarrado tumulto del mercado, a Legrandin; el marido de la señora con quien lo viéramos aquel otro día estaba presentándole en aquel momento a la mujer de otro rico terrateniente de allí cerca. En la cara de Legrandin pintábanse animación y fervor extraordinarios; hizo un profundo saludo, seguido de una inclinación secundaria hacia atrás, que llevó bruscamente su busto más atrás de lo que estaba en la posición inicial del saludo, y que sin duda había aprendido del marido de su hermana, el señor de Cambremer. Ese rápido enderezarse hizo refluir, a modo de ola musculosa, las ancas de Legrandin, que yo no suponía tan llenas; y no sé por qué aquella ondulación de pura materia, sin ninguna expresión de espiritualidad, y azotada tempestuosamente por una baja solicitud, despertaron de pronto en mi ánimo la posibilidad de un Legrandin muy distinto del que conocíamos. La señora aquella le mandó decir un recado al cochero, y mientras que se llegaba al coche persistió en su rostro aquella huella de tímido y servicial gozo que la presentación en él marcara. Sonriente, como hechizado y soñando, volvió apresuradamente hacia la señora, y como andaba más de prisa que de ordinario, sus hombros oscilaban a derecha e izquierda ridículamente, y tanto era su descuido al andar y su despreocupación por el resto del mundo, que parecía el juguete inerte y mecánico de la felicidad. Entre tanto, salimos del pórtico y fuimos a pasar a su lado; Legrandin era lo bastante educado para no volver la cabeza; pero puso su vista, impregnada de hondo meditar, en un punto tan lejano del horizonte, que no pudo vernos, y así no tuvo que saludarnos. Y allí quedó tan ingenuo su rostro rematando una americana suelta y recta, que parecía un poco descarriada, sin quererlo, en medio de aquel detestado lujo. Y la chalina de pintas, agitada por el viento de la plaza, seguía flotando por delante de Legrandin, como estandarte de su altivo aislamiento y de su noble independencia. En el momento en que llegábamos a casa notó mamá que se nos había olvidado la tarta, y rogó a mi padre que volviéramos a decir que la llevaran en seguida. Cerca de la iglesia nos cruzamos con Legrandin, que venía en dirección opuesta a la nuestra, acompañando a la señora de antes al coche. Pasó a nuestro lado sin dejar de hablar con su vecina, y nos hizo con el rabillo de sus ojos azules un gesto que en cierto modo no salía de los párpados; y que, como no interesaba los músculos de su rostro, pudo pasar completamente ignorado de su interlocutora; pero que, queriendo compensar con lo intenso del sentimiento lo estrecho del campo en que circunscribía su expresión, hizo chispear en aquel rinconcito azulado que nos concedía toda la vivacidad de su gracejo, que, pasando de la jovialidad, frisó en malicia, y que sutilizó las finuras de la amabilidad hasta los guiños de la connivencia, de las medias palabras, de lo supuesto, hasta los misterios de la complicidad, y que, finalmente, exaltó las garantías de amistad hasta las protestas de ternura, hasta la declaración amorosa, e iluminó entonces a la dama con secreta e invisible languidez, sólo perceptible para nosotros, enamorada pupila en rostro de hielo.

Precisamente el día antes había pedido a mis padres que me dejaran ir aquella noche a cenar con él: «Venga usted a hacer un rato de compañía a su viejo amigo —me dijo—. Y como ese ramo que un viajero nos manda desde un país a donde nunca hemos de volver, hágame respirar, desde la lejanía de su adolescencia, esas flores primaverales, por entre las que yo crucé también un día. Venga a casa y tráigame flores, primaveras, barbas de capuchinos, achicorias silvestres, cuencos de oro; tráigame la flor de sedum, con que se forma el ramo dilecto de la flora balzacciana; la flor del Domingo de Resurrección, margaritas y bolas de nieve de esas que empiezan a aromar el jardín de su tía cuando no se han fundido aún las bolas de nieve de verdad que trajeron las tormentillas de Pascua. Y tráigame la gloriosa vestidura de seda de la azucena, digna de Salomón, y el policromo esmalte de los pensamientos; pero, ante todo, no se olvide de traerme el airecillo aún fresco de las últimas heladas que entreabrirá para esas dos mariposas que están esperando a la puerta desde esta mañana, la primera rosa de Jerusalén.»

Dudaban en casa si, a pesar de todo, debían mandarme a cenar con el señor Legrandin. Pero mi abuela se negó a admitir que hubiera estado grosero con nosotros. «Ya sabéis perfectamente que viene aquí con toda sencillez, sin nada de hombre de mundo.» Y declaró que de cualquier forma, y aun poniéndonos en lo peor, si en realidad estuvo grosero, más valía que hiciéramos como que no lo notamos. A decir verdad, hasta mi padre, que era el más enfadado con Legrandin, por su actitud, abrigaba aún algunas dudas sobre lo que podía significar. Era una de esas actitudes o actos que revelaba el carácter más hondo y oculto de un ser; no se eslabona con sus palabras anteriores, no nos la puede confirmar el testimonio del culpable, que no ha de confesar; y no tenemos otro testimonio que el de nuestros sentidos, que muchas veces, enfrentados con ese recuerdo aislado e incoherente, parecen haber sido juguete de una ilusión; de modo que esa actitudes, que son las únicas importantes, nos dejan muy a menudo en la duda.

Cené con Legrandin, en su terraza; había luna. «¡Qué hermosa calidad de silencio hay esta noche! —me dijo—. Para los corazones heridos como el mío, dice un novelista que ya leerá usted algún día lo único adecuado es la sombra y el silencio Y, sabe usted, hijo mío, llega una hora en esta vida, aun está usted muy lejos de ella, en que los ojos fatigados ya no toleran más que una luz, ésta que una noche como la presente prepara y destila en la oscuridad, y cuando el oído no percibe otra música que la que toca la luna en el caramillo del silencio.» Prestaba oídos a lo que decía el señor Legrandin, que siempre me parecía agradable; pero preocupado por el recuerdo de una mujer que había visto por vez primera recientemente, y al pensar que Legrandin trataba a varias personalidades aristocráticas de las cercanías, se me ocurrió que quizá la conociera, y sacando fuerzas de flaqueza, le dije: «¿Conoce quizá a las señoras del castillo de Guermantes?» ; y sentía una especie de felicidad, porque al pronunciar aquel nombre adquiría como una especie de dominio sobre él, por el solo hecho de extraerlo de mis sueños y darle una vida objetiva y sonora.

Pero ante aquel nombre de Guermantes vi abrirse en los ojos azules de nuestro amigo una pequeña muesca oscura, como si los acabara de atravesar una punta invisible, mientras que el resto de la pupila reaccionaba segregando oleadas azules. Sus ojeras se ennegrecieron y se agrandaron. Y la boca, plegada en una amarga arruga, se recobró antes, sonrió, mientras que el mirar seguía doliente, como el de un hermoso mártir que tuviera el cuerpo erizado de flechas. «No, no las conozco», dijo; pero, en vez de dar a un detalle tan sencillo y a una respuesta tan poco sorprendente el tono corriente y natural que convenía, la pronunció apoyándose en las palabras, inclinándose, saludando con la cabeza, y a la vez con la insistencia que se da, para merecer crédito, a una afirmación inverosímil —como si eso de no conocer a los Guermantes fuera sólo efecto de una rara casualidad—, y al mismo tiempo con el énfasis de una persona que, como no puede ocultar una cosa que le es molesta, prefiere proclamarla, para dar a los demás la impresión de que la confesión que está haciendo no le fastidia, y es fácil, agradable y espontánea, y que la cosa misma —el no conocer a los Guermantes— puede muy bien ser algo no impuesto, sino voluntario, derivado de alguna tradición familiar, principio de moral o voto místico que le prohibiera expresamente el trato ton los Guermantes. «No —continuó explicando con las mismas palabras la entonación que les daba—; no las conozco; nunca he querido conocerlas, siempre quise guardar a salvo mi independencia; en el fondo, ya sabe usted que soy un jacobino. Muchas personas me lo han vuelto a decir, que hacía mal en no ir a Guermantes, que iba a pasar por un grosero, por un oso. Pero esta reputación no me da miedo, porque es verdad. En el fondo, de este mundo sólo me gustan unas pocas iglesias, dos o tres libros, pocos cuadros más, y la luna, siempre que esa brisa de su juventud de usted me traiga el perfume de los jardines que ya no pueden distinguir mis cansadas pupilas.» Yo no acababa de comprender por qué había que alardear de independencia para no ir a casa de gentes desconocidas, y por qué eso podía dale a uno tinte de salvaje o de oso. Pero sí entendía que Legrandin no era del todo verídico cuando decía que no le gustaban más que las iglesias, la luna y la juventud; también le gustaban, y mucho, los señores de los castillos, y tan sobrecogido se hallaba en su compañía por el temor de desagradarlos, que no se atrevía a lucir ante ellos su amistad con gentes de clase media, con hijos de notarios o de agentes de cambio, y prefería, si alguna vez llegaba a descubrirse la verdad, que fuera cuando él no estaba delante, «por defecto»; en suma, era un snob. Cierto que nunca confesaba nada de eso, con el lenguaje aquel que tanto nos gustaba a mis padres y a mí. Y cuando yo preguntaba si conocía a los Guermantes, Legrandin, el maestro de la conversación, contestaba: «No, nunca he querido conocerlos». Pero desgraciadamente lo decía ya tarde, porque otro Legrandin que él ocultaba celosamente en el fondo de sí mismo, y que no enseñaba nunca, porque ése estaba enterado de muchas cosas del Legrandin nuestro, de historias comprometidas, de su snobismo; ese otro Legrandin ya había contestado con la muesca abierta en la mirada, con el rictus de la boca, con la exagerada seriedad de tono de la respuesta, con las mil flechas que ponían a nuestro Legrandin, acribillado y desfalleciente, como a un San Sebastián del snobismo: «¡Ay, qué daño me hace usted! No, no conozco a los Guermantes. Ha ido usted a tocar en la llaga más dolorosa de mi vida». Y como aunque aquel Legrandin, indiscreto y acusón, carecía del hermoso hablar del otro, tenía, en cambio, la palabra mucho más rápida, compuesta de eso que se llama «reflejos», cuando el Legrandin, maestro de conversación, quería imponerle silencio, el otro ya había hablado, y en vano nuestro amigo se desesperaba por la mala impresión que las revelaciones de su alter ego debieron de causar; lo único que podía hacer eran atenuarlas.

Claro que eso no quería decir que Legrandin no era sincero cuando tronaba contra los snobs. No podía saber, al menos por sí mismo, que lo era, porque no nos es dado conocer más que las pasiones ajenas, y lo que llegamos a conocer de las nuestras lo sabemos por los demás. Nuestras pasiones no accionan sobre nosotros más que en segundo lugar, por medio de la imaginación, que coloca en lugar de los móviles primeros, morales de relevo que son más decentes. Jamás el snobismo de Legrandin le aconsejó ir a visitar a menudo a una duquesa. Lo que hacía era encargar a la imaginación de Legrandin que le representase a tal duquesa ceñida de torsos los atractivos. Y Legrandin iba hacia la duquesa creyendo ceder a la seducción del ingenio y la virtud, ignorada de esos infames snobs. Los demás eran los únicos que sabían que también él lo era; porque, gracias a la incapacidad en que estaban de comprender el trabajo intermediario de su imaginación, veían, una enfrente de otra, la actividad mundana de Legrandin y su causa primera.

Ahora, en casa ya, no nos hacíamos ilusiones respecto al señor Legrandin y se espaciaron mucho nuestras relaciones. Mamá se regocijaba grandemente cada vez que sorprendía a Legrandin en flagrante delito de aquel pecado que no confesaba y que seguía llamando el pecado sin remisión, el snobismo. A mi padre, en cambio, le costaba trabajo tomar los desdenes de Legrandin con tal desprendimiento y buen humor; y un año en que pensó mi familia en mandarme a pasar las vacaciones del verano a Balbec, acompañado de mi abuela, dijo: «Tengo que decir sin falta a Legrandin que vais a ir a Balbec, a ver si se ofrece a presentaron a su hermana. Ya no debe de acordarse de que nos dijo que su hermana vive a dos kilómetros de allí». Mi abuela, que opinaba que en los baños de mar hay que estarse todo el día en la playa husmeando la sal, y que más vale no conocer a nadie, porque las visitas y los paseos son otros tantos robos de aire de mar, pedía por el contrario, que no habláramos de nuestro proyecto a Legrandin, porque ya estaba viendo a su hermana, aquella señora de Cambremer, bajando del coche en el hotel en el momento que íbamos a salir a pescar, y obligándonos a quedarnos en casa para hacerle los honores. Pero mamá se reía de esos temores, pensando en su fuero interno que el peligro no era muy amenazador, y que Legrandin no se daría tanta prisa en ponernos en relación con su hermana. Pues bien; sin necesidad de sacarle la conversación de Balbec, el mismo Legrandin, muy ajeno a que hubiéramos tenido nunca propósito de ir por allí, vino a enredarse en el lazo una tarde que lo encontramos por la orilla del río.

—Hay en las nubes de esta tarde violetas y azules muy hermosos, ¿verdad, compañeros? —dijo a mi padre—; un azul, sobre todo, más floreal que aéreo, el azul de la cineraria, que choca mucho visto en el cielo. Y también esa nubecilla rosa tiene un tinte de flor, de clavel o de hidrangea. Sólo en el canal de la Mancha, entre Normandía y Bretaña, he podido hacer observaciones más copiosas sobre esta especie de reino vegetal de la atmósfera. Allí, junto a Balbec, junto a esos lugares tan salvajes, hay una ensenada de suavidad encantadora, donde la puesta de sol de esa tierra de Auge, esa puesta de rojo y oro, que, por lo demás, aprecio mucho, no tiene ningún carácter, es insignificante; pero en esa atmósfera suave y húmeda se abren por la tarde, en unos pocos momentos, ramos de ésos, celeste y rosa, incomparables, y que a veces tardan horas en marchitarse. Hay otros que se deshojan en seguida, y aun es más hermoso el espectáculo de un cielo todo cubierto por el dispersarse de innumerables pétalos azafranados y rosa. En esa ensenada, que parece de ópalo, todavía son más femeninas las playas doradas, porque están atadas, como rubias Andrómedas, a las terribles peñas de las costas próximas, a esa fúnebre costa, célebre por sus numerosos naufragios, y donde todos los inviernos sucumben tantas barcas al peligro del mar. Balbec es la osatura geológica más vieja de nuestro suelo; es, verdaderamente, Ar-Mor, el mar, el Finisterre, la región maldita que ese brujo de Anatole France, que nuestro joven amigo debe de leer, ha descrito tan bien, oculta en sus brumas eternas, como el verdadero país de los Cimerios, de la Odisea. Sobre todo desde Balbec, donde ya están haciéndose hoteles, encima de esa tierra antigua y amable, que en nada alteran, es una delicia hacer excursiones cortas por esas regiones primitivas tan hermosas.

—¡Ah!, ¿tendrá usted conocidos en Balbec? —dijo mi padre—. Precisamente este niño va a ir allí a pasar dos meses con su abuela, y quizá con mi mujer.

Legrandin, cogido de improviso por la pregunta en momento en que tenía la mirada fija en mi padre, no pudo desviarla; pero hundiéndola con mayor intensidad a cada segundo —al mismo tiempo que sonreía tristemente— en los ojos de su interlocutor, con aire de amistad, de franqueza y de no tener miedo de mirar cara a cara, pareció que le atravesaba el rostro, hecho de pronto transparente, y que allá, detrás de él, contemplaba en aquel momento una nube de vivos colores que le servía de coartada mental, permitiéndole asegurar que, en el momento que le preguntaron si conocía a alguien en Balbec, estaba pensando en otra cosa y no había oído la pregunta. Por lo general, miradas de éstas arrancan del interlocutor un: «¿En qué está usted pensando?»; pero mi padre, irritado, curioso y cruel, volvió a decir:

—Pues conoce usted muy bien esa región. ¿Es que tiene usted amigos por allá?

En un postrer y desesperado esfuerzo, la sonriente mirada de Legrandin llegó al máximum de ternura, de vaguedad, de sinceridad y de distracción; pero comprendiendo, sin duda, que no tenía más remedio que contestar, nos dijo:

—Yo tengo amigos por doquiera que haya rebaños de árboles heridos, pero que no se dejan vencer, y que se agrupan para implorar juntos, con patética obstinación, a un cielo inclemente que no se compadece de ellos.

—No me refería a eso —dijo mi padre, tan terco como los árboles y tan implacable como el cielo—. Lo decía por si acaso ocurriera algo a mi suegra, para que no se sintiera tan sola.

—Allí, como en todas partes, conozco a todo el mundo, sin conocer a nadie —respondió Legrandin, que no se rendía fácilmente—; conozco mucho las cosas y poco a las personas. Pero allí las cosas también parecen personas, seres raros, de delicada esencia, engañados por la vida. Muchas veces se encuentra uno con un castillo, encaramado en la costa, junto al camino, parado allí para confrontar su pena con la noche rosada, por donde va subiendo una luna de oro, mientras que las barcas vuelven estriando las aguas jaspeadas, izada en los palos la llama de la luna y arbolados los colores lunares; otras, es una sencilla casa solitaria, feúcha, de aspecto tímido, pero novelesco, que oculta a todas las miradas un inmarcesible secreto de felicidad y desencanto. Ese país inverosímil —añadió con maquiavélica delicadeza—, ese país de ficción no es buena lectura para un niño, y no es el que yo escogería para mi amiguito, ya tan dado a la tristeza y con el corazón tan predispuesto. Los climas de confidencia amorosa y de nostalgia inútil acaso convengan a los viejos desengañados como yo, pero siempre son malsanos para un temperamento sin formar. Créame usted —repitió con insistencia—; las aguas de esa bahía, casi bretona ya, quizá ejerzan una influencia sedante en un corazón que ya no, está intacto como el mío y cuya herida no tiene compensación. Pero a su edad, mocito, están contraindicadas. Buenas noches, vecinos —añadió con aquella sequedad evasiva en él usual, y volviéndose hacia nosotros, con el dedo tieso y admonitorio del médico, resumió su consulta—: Sobre todo, nada de Balbec antes de los cincuenta años, y eso según esté el corazón —nos gritó.

Mi padre volvió a hablarle del asunto en ulteriores encuentros; lo atormentó a preguntas, pero todo fue inútil: lo mismo que aquel erudito estafador que empleaba en la confección de palimpsestos falsos un trabajo y un saber tales que sólo con la centésima parte se hubiera ganado una posición más lucrativa, pero honrada, Legrandin, de haber seguido nosotros insistiendo, hubiera sido capaz de construir toda una ética del paisaje y una geografía celeste de la Normandía baja antes que confesar que a dos kilómetros de Balbec vivía una hermana suya, y tener que darnos una carta de presentación, cosa que no le habría asustado tanto si hubiera estado segura —como debía estarlo, dada su experiencia del carácter de mi abuela— de que no la íbamos a utilizar.

***

Siempre volvíamos temprano de paseo para poder subir a la habitación de mi tía Leoncia antes de cenar.

Al principio de la temporada, cuando las días se acaban temprano, al llegar a la calle del Espíritu Santo todavía se veía un reflejo del sol poniente en los cristales de casa, y una banda purpúrea en el fondo de los bosques del Calvario, que, más lejos, iba a reflejarse en el estanque; y esta púrpura, que coincidía a veces con un fresco muy vivo, asociábase en mi mente a la púrpura del fuego donde estaba asándose un pollo, que me traería, después del placer poético del paseo, el placer de la golosina, del calor y del descanso. En el verano, en cambio, cuando volvíamos aun no se había puesto el sol, y mientras estábamos en el cuarto de la tía Leoncia, su luz, que descendía y tocaba la ventana, se paraba entre los cortinones y las abrazaderas, dividida, ramificada, filtrada, incrustando trocitos de oro en la madera del limonero de la cómoda, e iluminada oblicuamente la habitación con la misma delicadeza que toma en el bosque, bajo los árboles. Pero algunos días, muy pocos, al volver ya hacía tiempo que perdiera la cómoda sus momentáneas incrustaciones; no quedaba, cuando llegábamos a la calle del Espíritu Santo, ningún resol en los cristales, y el estanque que está al pie del Calvario se había quedado sin púrpura, y a veces era ya de un color opalino, y un prolongado rayo de luna, que iba ensanchándose y estriándose con todas las arrugas del agua, le cruzaba de lado a lado. Y entonces, al llegar cerca de casa, veíamos a alguien en el umbral de la puerta, y mamá me decía:

—¡Dios mío! Francisca está esperándonos; la tía está alarmada: es que volvemos muy tarde.

Y sin tomarnos siquiera el tiempo necesario para quitarnos abrigos y sombreros, subíamos en seguida a ver a la tía Leoncia para tranquilizarla, y que viera que, al contrario de lo que ella pensaba, nada nos había ocurrido, sino que habíamos ido «por el lado de Guermantes», y, ¡caramba!, cuando se da ese paseo ya sabía mi tía que no había hora segura para la vuelta.

—Ve usted, Francisca —exclamaba mi tía—; ya le decía yo a usted que habrían ido por el lado de Guermantes, ¡Dios mío!; deben tener gana, y la pierna de cordero se habrá secado con lo que ha tenido que esperar. Es que éstas no son horas de volver; ¡claro, habéis ido por el lado de Guermantes!

—Yo creí que ya lo sabía usted, Leoncia —decía mamá—. Creí que Francisca nos había visto salir por la puertecita del huerto.

Porque alrededor de Combray había dos «lados» para ir de paseo, y tan opuestos, que teníamos que salir de casa por distinta puerta, según quisiéramos ir por uno u otro: el lado de Méséglise la Vineuse, que llamábamos también el camino de Swann, porque yendo por allí se pasaba por delante de la posesión del señor Swann, y el lado de Guermantes. De Méséglise la Vineuse, a decir verdad, no conocí nunca otra cosa que el «lado» y una gente que los domingos iba de paseo a Combray: gente que esta vez ni nosotros ni siquiera mi tía «conocíamos», y que por eso eran consideradas como «gente que habrá venido de Méséglise». En cuanto a Guermantes, vendría un día en que trabara más conocimiento con él, pero tenía que pasar tiempo; y durante toda mi adolescencia, si Méséglise era para mí una cosa tan inaccesible como aquel horizonte siempre oculto a la vista, por lejos que se fuera, por los repliegues de un terreno distinto ya del de Combray, Guermantes sólo se me aparecía como el término, mucho más ideal que real, de su propio «lado», especie de expresión geográfica abstracta, como la línea ecuatorial, el Polo o el Oriente. Así que «tirar por Guermantes» para ir a Méséglise, o al contrario, se me figuraba expresión tan desprovista de sentido como tirar por el Este para ir al Oeste. Como mi padre siempre hablaba, del lado de Méséglise, considerándolo como el más hermoso panorama de llanura que conocía, y del lado de Guermantes como el típico paisaje del río, dábales yo, al concebirlos como dos entidades, esa cohesión y unidad propias sólo de las creaciones de nuestra mente; la mínima parcela de ellos me parecía preciosa y expresiva de su particular excelencia, y, comparados con ellos, los caminos puramente materiales que había para llegar al suelo sagrado de cualquiera de ambos, y en medio de cuyos caminos estaban posados en calidad de ideal de panorama de llanura e ideal de paisaje de río, no merecían la pena de ser mirados con mayor atención que la que pone el espectador enamorado de dramas en las calles que llevan al teatro. Pero, sobre todo, interponía yo entre uno y otro algo más que sus distancias kilométricas: la distancia existente entre las dos partes de mi cerebro con que pensaba en ellos, una de esas distancias de dentro del espíritu, que no sólo alejan, sino que separan y colocan en distinto plano. Y esa demarcación era más absoluta todavía, porque nuestra costumbre de no ir nunca en un mismo día por los dos lados en un solo paseo, sino una vez por el lado de Méséglise y otra por el lado de Guermantes, los encerraba, por así decirlo, lejos uno de otro, y sin poderse conocer, en los vasos herméticos e incomunicables de tardes distintas.

Cuando queríamos ir por el lado de Méséglise, salíamos (no muy temprano, y aunque estuviera nublado, porque el paseo no era muy largo y no nos llevaba muy lejos), como para ir a cualquier parte, por la puerta principal de la casa de mi tía, a la calle del Espíritu Santo. El armero nos daba las buenas tardes, echábamos las cartas al buzón, decíamos de paso a Teodoro, de parte de Francisca, que ya no le quedaba aceite o café, y salíamos del pueblo por el camino que va a lo largo de la valla blanca del parque del señor Swann. Antes de llegar allí, nos encontrábamos, porque salía al encuentro de los extraños, el olor de las lilas. Y luego, las mismas lilas, de entre los verdes corazoncitos de sus hojas, alzaban curiosamente, por encima de la valla del parque, sus penachos de plumas malvas o blancas, abrillantadas, aun en la sombra, por el sol en que se habían bañado. Algunas, medio ocultas por la casita con techumbre de tejas, llamada casa de los Arqueros, y que servía de vivienda al jardinero, asomaban por encima del gótico pináculo su minarete de rosa. Las ninfas de la primavera parecían vulgares puestas junto a estas huríes, que en un jardín francés conservaban los tonos brillantes y puros de las miniaturas persas. A pesar de mi deseo de abrazar su flexible cintura y acercar a mi rostro los estrellados bucles de sus cabecitas fragantes, pasábamos sin pararnos, porque mis padres no iban a Tansonville desde la boda de Swann, y para que no pareciera que queríamos curiosear, en vez de tomar el camino que bordea la valla y que sube derechamente al campo, tomábamos otro que sale al campo también pero oblicuamente, y que nos hacía desembocar mucho más allá. Un día mi abuelo dijo a mi padre:

—Ya os acordaréis de que Swann dijo que como su mujer y su hija se iban a Reims, iba a aprovecharse para pasar veinticuatro horas en París. De modo que, ya que las señoras no están ahí, podemos ir por junto al parque. Y así cortaríamos.

Nos paramos un momento junto a la valla. El tiempo de las lilas tocaba a su fin; algunas había aún que expandían en altas arañas malvas las delicadas burbujas de sus flores; pero en mucha parte del follaje, donde una semana antes reventaba su embalsamado musgo, ahora se marchitaba, empequeñecida y negruzca, una hueca espuma, seca y sin aroma. Mi abuelo enseñaba a mi padre lo que en aquellos sitios había cambiado y lo que estaba igual, desde el paseo aquel que dio con el señor Swann padre, el día de la muerte de su mujer, y aprovechaba la ocasión para volver a contar otra vez aquel paseo.

Ante nosotros un camino, con dos filas de capuchinas a los lados, subía en pleno sol hacia el castillo. A la derecha el parque, por el contrario, se dilataba en terreno llano. Sombreado por los añosos árboles que lo rodeaban, había un estanque, que mandaron hacer los padres de Swann; pero en sus más ficticias creaciones el hombre trabaja siempre sobre la base de la Naturaleza: hay lugares que siempre imponen en torno de ellos su particular imperio, y arbolan sus inmemoriales insignias en medio de un parque, como las arbolarían, lejos de toda intervención humana, en una soledad que también viene hasta aquí a rodearlos, surgida de la necesidad de su exposición y superpuesta a la obra del hombre. Y así, al pie del paseo que dominaba el estanque artificial, se formó con dos bandas tejidas con flores de miosotis y vincapervincas, la corona natural, delicada y azul que ciñe la frente en claroscuro, de las aguas; y así también el gladiolo, dejando doblegarse sus espadas con regio abandono, extendía por encima del eupatorio y del ranúnculo los destrozados lirios, violetas y amarillos, de su cetro lacustre.

La marcha de la hija de Swann, que a mí —al quitarme la terrible posibilidad de que la chiquilla privilegiada que tenía amistad con Bergotte e iba con él a ver catedrales asomara por un paseo, me conociera y me despreciara— me hacía mirar indiferentemente a Tansonville, aquella primera vez en que me era dado contemplarlo con libertad, parecía, por el contrario, como que añadiera a aquella posesión, a los ojos de mi abuelo y de mi padre, ciertas comodidades, cierto atractivo pasajero, y llenando el papel que en una excursión de montaña cumple la falta de nubes, convertía aquel día en excepcionalmente propicio para un paseo por aquel lado; hubiera sido mi deseo que fracasaran sus cálculos, que un milagro trajera a la señorita de Swann y a su padre, tan cerca de nosotros, que no pudiéramos evadirnos y nos presentaran sin poderlo remediar. Así que cuando de repente vi en la hierba, como síntoma de su posible presencia, un capacito olvidado junto a una caña de pescar, cuyo corcho flotaba en el agua, me apresuré a desviar hacia otro lado las miradas de mi padre y de mi abuelo. Aunque como Swann nos había dicho que no estaba muy bien que él se fuera, porque tenía parientes suyos invitados en casa, muy bien podía ser la caña de alguno de los invitados. No se oía por los paseos ningún rumor de pasos. A media altura de un árbol indeterminado, un pájaro invisible, ingeniándose en hacer más corto el día, exploraba con una prolongada nota la soledad circundante, pero dábale ésta una réplica tan unánime, le devolvía un golpe tan redoblado de silencio e inmovilidad, que se hubiera dicho como si no lograra más que detener para siempre aquel mismo instante que intentaba hacer más rápidamente pasajero. La luz caía tan implacablemente de un cielo inmovilizado, que hubiéramos deseado sustraernos a su atención, y hasta el agua dormida, cuyo sueño se veía constantemente irritado por los insectos, al soñar sin duda en un Maelstrom imaginario, contribuía a aumentar el desconcierto que me inspiró el ver el flotador de la caña, porque parecía arrastrarlo, al parecer velozmente, por la silenciosa extensión del cielo reflejado en ella; estaba ya casi vertical y como si fuera a hundirse, y ya me preguntaba si no sería mi deber, prescindiendo del deseo y el miedo de conocerla que yo tenía, avisar a la hija de Swann que el pez picaba, cuando tuve que salir corriendo para alcanzar a mi padre y a mi abuelo, que me llamaban, extrañados de que no los hubiera seguido por el caminito que sube hacia el campo, y por donde ya iban ellos. En el caminito susurraba el aroma de los espinos blancos. El seto formaba como una serie de capillitas, casi cubiertas por montones de flores que se agrupaban, formando a modo de altarcitos de mayo; y abajo, el sol extendía por el suelo un cuadriculado de luz y sombra, como si llegara a través de una vidriera; el olor difundíase tan untuosamente, tan delimitado en su forma, como si me encontrara delante del altar de la Virgen, y las flores así ataviadas sostenían, con distraído ademán, su brillante ramo de estambres, finas y radiantes molduras de estilo florido, como las que en la iglesia calaban la rampa del coro o los bastidores de las vidrieras, abriendo su blanca carne de flor de fresa. ¡Qué aldeanotes y sencillos habrían de parecer a su lado los escaramujos que, unas semanas más tarde, subirían también por aquel rústico cansino, a pleno sol, con sus rojos corpiños de seda lisa, que se deshacen con un soplo!

Pero de nada me servía quedarme parado delante de los espinos, respirando su olor invisible y fijo, presentándosele a mi pensamiento, que no sabía que hacer con él, perdiéndolo y volviendo a encontrarlo, entregándome al ritmo que lanzaba sus flores, ya a un lado, ya a otro, con gozo juvenil e intervalos inesperados, como algunos intervalos musicales: ofrecíame indefinidamente la misma seducción, con profusión inagotable; pero sin dejarme ahondar más adentro, como esas melodías que se cantan y se cantan sin penetrar nunca su secreto. Íbame de su lado un momento para tornar a ellas con fuerzas frescas. Perseguía en el talud, que por detrás del seto sube casi vertical hacia el campo, a alguna amapola extraviada, a algún aciano rezagado, que decoraban la escarpa con sus flores como la orla de un tapiz donde aparece diseminado el tema rústico, que luego triunfará en todo el paño; unas cuantas sólo, espaciadas como esas casas aisladas que ya anuncian la proximidad de un poblado, me anunciaban la vasta extensión donde estallan los trigos y se rizan las nubes, y una sola amapola, que izaba en lo alto de sus jarcias y entregaba al azote del viento su lama roja, por encima de su boya negra y grasa, me aceleraba el latir del corazón, como el viajero que divisa un terreno bajo la primera barca varada que está arreglando un calafate, grita: «¡El mar!», antes de ver el agua.

Luego me volvía a los espinos, como se vuelven a esas obras maestras, creyendo que se las va a ver mejor después de estar un rato sin mirarlas; pero de nada me servía hacerme una pantalla con las manos, para no ver otra cosa, porque el sentimiento que en mí despertaban seguía siendo oscuro e indefinido, sin poderse desprender de mí para ir a unirse a las flores. Las cuales no me ayudaban a aclarar mi sentimiento, sin que yo pudiera pedir a otras flores que lo satisficieran. Entonces, entregándome a esa alegría que se siente al ver una obra de nuestro pintor favorito que difiere de las que conocemos, o cuando nos ponen delante un cuadro que sólo habíamos visto antes esbozado en lápiz, o si un trozo oído en piano se nos aparece revestido de la coloración orquestal, mi abuelo me llamaba, y señalándome el seto de Tansonville, me decía: «Mira, tú, que tanto te gustan los espinos; mira ese espino rosa qué bonito es». Y, en efecto, era un espino, pero éste de color rosa y aún más hermoso que los blancos. También estaba vestido de fiesta —de fiesta religiosa, las únicas festividades verdaderas, porque no hay un capricho contingente que las aplique como las fiestas mundanas a un día cualquiera, que no está especialmente consagrado a ellas, y que nada tiene de esencialmente festivo—, pero más ricamente vestido, porque las flores pegadas a la rama, unas encima de otras, sin dejar ningún hueco sin decorar, como los pompones que adornan los cayados de estilo rococó, eran de «color» y, por consiguiente, de calidad superior, según la estética de Combray, y a juzgar por la escala de precios de la «tienda» de la plaza, o la casa de Camus, donde los dulces de color de rosa costaban más caros. También a mí me gustaba más el queso de crema de color rosa, en el que me dejaban mezclar fresas. Y precisamente aquellas flores habían ido a escoger uno de esos tonos de cosa comestible, o de tierno realce de un traje para fiesta mayor, colores que se presentan a los niños con la razón de superioridad, y por eso les imponen con mayor evidencia su belleza, conservando siempre para los ojos infantiles algo más vivo y natural que los demás colores, aunque ya hayan comprendido que no prometían nada a su golosina, y que no los había escogido para ellos la modista. Y yo, en verdad, en seguida, tuve la sensación, lo mismo que delante de los espinos blancos, pero aún con mayor asombro, de que la intención de festividad no estaba traducida en aquellas flores de modo ficticio; y por un arte de industria humana, sino que era la Naturaleza misma la que espontáneamente le había dado expresión con la sencillez de una comerciante de pueblo que trabaja en un altarcito del Corpus, recargando el arbusto con sus rositas sobremanera tiernas y de un carácter de Pompadour de provincia. En lo alto de las ramas, como otros tantos tiestecillos de rosales revestidos de papel picado, de esos que en las fiestas mayores adornaban el altar con sus delgados husos, pululaban mil capullitos de tono más pálido, que, entreabriéndose, dejaban ver, como en el fondo de una copa de mármol rosa, ágatas sangrientas, y delataban aún más claramente que las flores la esencia particular e irresistible del espino, que dondequiera que eche brote o florezca, no sabía hacerlo más que con color de rosa. Intercalado en el seto, pero diferenciándose de él, como una jovencita en traje de fiesta entre personas desaseadas que se quedarán en casa, ya preparado para el mes de María, del que parecía estar participando, brillaba sonriente, con su fresco vestido rosa, el arbusto católico y delicioso.

El seto dejaba ver en el interior del parque un paseo que tenía a los lados jazmines, pensamientos y verbenas entremezcladas con alhelíes que abrían su fresca boca, de un rosa fragante y pasado como cuero de Córdoba; en la arena del centro del paseo una manga de riego, pintada de verde, iba serpenteando, y en los sitios donde tenía agujeros lanzaba por encima de las flores, cuyo aroma impregnaba con su frescura, el abanico vertical y prismático de sus gotillas multicolores. De repente me fiaré, sin poder moverme, como sucede cuando vemos algo que no sólo va dirigido a nuestro mirar, sino que requiere más profundas percepciones y se adueña de nuestro ser entero. Una chica de un rubio rojizo, que, al parecer, volvía de paseo, y que llevaba en la mano una azada de jardín, nos miraba, alzando el rostro, salpicado de manchitas de color de rosa. Le brillaban mucho los negros ojos, y como yo no sabía entonces, ni he llegado luego a saberlo, reducir a sus elementos objetivos una impresión fuerte, como no tenía bastante de eso que se llama «espíritu de observación» para poder aislar la noción de su color, por mucho tiempo, cuando pensé en ella, el recuerdo del brillo de sus ojos se me presentaba como de vivísimo azul, porque era rubia; de modo que quizá si no hubiera tenido ojos tan negros —cosa que tanto sorprendía al verla por vez primera— no me hubieran enamorado en ella tanto como me enamoraron, y más que nada sus ojos azules.

La miré primero con esa mirada que es algo que el verbo de los ojos, ventana a que se asoman todos los sentidos, ansiosos y petrificados; mirada que querría tocar, capturar, llevarse el cuerpo que está mirando, y con él el alma; y luego, por el miedo que tenía de que de un momento a otro mi abuelo y mi padre vieran a la chica y me mandaran apartarme, y correr un poco delante de ellos, la miré con una mirada inconscientemente suplicante, que aspiraba a obligarla a que se fijara en mí, a que me conociera. Dirigió ella sus pupilas delante de ella primero, y luego hacia un lado, para enterarse de las personas de mi padre y mi abuelo, y sin duda sacó de su observación la idea de que éramos ridículos, porque se volvió, y con aspecto de indiferencia y desdén, se puso de lado, para que su rostro no siguiera en el campo visual donde ellos estaban; y mientras que sin haberla visto, siguieron andando dejándome atrás, ella dejó que su mirada se escapara hacia donde yo estaba, sin ninguna expresión determinada, como si no me viera, pero con una fijeza y una sonrisa disimulada, que yo no pude interpretar, con arreglo a las nociones que me habían dado de lo que es la buena educación, más que como prueba de un humillante desprecio; y al mismo tiempo esbozó con la mano un ademán burlón, que cuando se dirigía públicamente a una persona desconocida, no tenía en el pequeño diccionario de buenas maneras que yo llevaba conmigo más que una sola significación: la de insolencia deliberada.

—Vamos, Gilberta, ven aquí; qué es lo que estás haciendo —gritó con voz penetrante y autoritaria una señora de blanco, que yo no había visto, y que tenía detrás, a alguna distancia, a un señor con traje de dril, para mí desconocido, el cual me miraba con ojos saltones; y la chica dejó de sonreír; bruscamente, cogió su azada y se marchó, sin volverse hacia mí, con semblante dócil impenetrable y solapado.

Y así pasó junto a mí ese nombre de Gilberta, dado como un talismán, con el que algún día quizá podría encontrar a aquel ser, que por gracia suya ya se había convertido en persona, cuando un momento antes no era más que una vaga imagen. Y así pasó, pronunciado por encima de los jazmines y de los alhelíes, agrio y fresco como las gotas de agua de la manga verde; impregnando, irisando la zona de aire que atravesó —y que había aislado— con todo el misterio de la vida de la que lo llevaba, ese nombre que servía para que la llamaran los felices mortales que vivían y viajaban con ella; y desplegó bajo la planta del espino rosa, y a la altura de mi hombro, la quintaesencia de su familiaridad, para mí dolorosa, con su vida, con la parte desconocida de su vida, en donde yo no podía penetrar.

Por un instante, mientras nos íbamos alejando, y mi abuelo murmuraba: «Ese infeliz de Swann, ¡qué papel le hacen representar!: se arreglan para que se vaya y pueda ella quedarse sola con su Charlus, porque es él, ¿sabes?, lo he reconocido. ¡Y esa niña, viéndolo todo!», la impresión que en mí dejara el tono despótico con que habló a Gilberta su madre, sin que ella replicara, me la mostró como obligada a obedecer a alguien, no siendo ya superior a todo, y calmó mi pena, me tornó la esperanza y disminuyó mi amor. Pero pronto ese amor volvió a elevarse de nuevo dentro de mí como reacción con que mi humillado corazón quería ponerse al nivel de Gilberta o rebajarla a ella hasta mi corazón. La quería, lamentaba no haber tenido tiempo e inspiración para ofenderla, para hacerle daño, para obligarla a que se acordara de mí. Me parecía tan bonita, que con gusto hubiera vuelto sobre mis pasos para gritarle, encogiéndome de hombros: «Es usted feísima, ridícula, repulsiva». Y entre tanto me iba alejando, llevándome para siempre como tipo primero de la felicidad inaccesible a los niños de mi clase, por leyes naturales, imposibles de violar, la imagen de una chiquilla rubia, con el cutis lleno de manchitas rosas, que tenía una azada en la mano y se reía, dejando escaparse hacia mí prolongadas miradas inexpresivas y solapadas. Y ya el encanto con que su nombre había aromado aquel lugar junto a las plantas de espino rosa, en que lo oímos ella y yo al mismo tiempo, iba a ganar, a impregnar, a perfumar todo lo que la rodeaba: sus abuelos, que los míos tuvieron la dicha inefable de tratar; la sublime profesión de agente de cambio, y el penoso barrio de los Campos Elíseos, donde ella vivía en París.

—Leoncia —dijo mi abuelo al volver—, me hubiera gustado que estuvieras con nosotros hace un momento. No conocerías Tansonville. Si me hubiera atrevido te habría cortado una rama de espino rosa, de esos que te gustaban tanto.

Mi abuelo siempre contaba nuestros paseos a mi tía Leoncia, en parte para distraerla, y en parte porque no había perdido toda la esperanza de que llegara a salir alguna vez. Le gustaba mucho en tiempos esa posesión y, además, las visitas de Swann fueron de las últimas que recibiera cuando ya tenía cerrada la puerta a todo el mundo. Y lo mismo que cuando Swann venía ahora a preguntar por ella (porque ella era la única persona de casa a quien Swann quería seguir viendo) le mandaba decir que estaba cansada, pero que lo dejaría subir otro día, así aquella noche contestó: «Sí, un día que haga bueno iré en coche hasta la puerta del parque». Y lo decía sinceramente. Le hubiera gustado ver a Swann, y ver a Tansonville; pero con sólo el deseo se le agotaban las fuerzas, y ya no le quedaban para llevarlo a realización. A veces, el buen tiempo la reanimaba un poco, se levantaba, se vestía; pero el cansancio llegaba antes de que hubiera salido a la otra habitación, y pedía de nuevo la cama. Y es que para ella ya había empezado —más pronto de lo que suele llegar— ese gran abandono de la vejez, que está preparándose a morir, que se envuelve en su crisálida, dejación que se puede advertir allá al fin de las vidas que se prolongan mucho, hasta entre amantes que se quisieron profundamente, entre amigos que estuvieron unidos por los más generosos lazos, y que al llegar un año dejan ya de hacer el viaje o la salida necesarios para verse, no se escriben y saben que no volverán a comunicarse en este mundo. Mi tía sabía muy bien, sin duda, que nunca más vería a Swann, que no volvería a salir de su casa; pero esa reclusión definitiva hacíasela cómoda la misma razón que, según nosotros, debiera serle más dolorosa; y es que aquella reclusión se la imponía la disminución, perceptible para ella cada día que pasaba, de sus fuerzas, y que al convertir todo acto y movimiento en cansancio o en sufrimiento, revestía a la inacción, al aislamiento y al silencio de la suavidad reparadora y bendita del descanso.

Mi tía no fue a ver el seto de espino rosa; pero yo preguntaba a cada momento a mis padres si no iba a ir, si antes iba a menudo a Tansonville, para hacerlos hablar de los padres y los abuelos de la señorita de Swann, que me parecían seres enormes, como los dioses. Ansiaba oír ese nombre, para mí casi mitológico, de Swann, cuando hablaba con mis padres, y no me atrevía a pronunciarlo yo, pero arrastraba a mis padres a temas de conversación concernientes a Gilberto y a su familia, referentes a ella, y que no me dejaban muy aislado de ella; y de pronto obligaba a mi padre, haciendo como que me creía que el cargo que tuvo mi abuelo ya lo había tenido otra persona de la familia, o que el seto de espino rosa, que quería ver la tía Leoncia, estaba en terrenos comunales, a rectificarme, diciéndome como espontáneamente y para corregirme: «No, no, ese cargo lo tenía el padre de Swann; el seto es del padre de Swann». Y entonces yo volvía a respirar, porque ese nombre, que en el momento de oírlo me parecía más lleno que ninguno, porque tenía la pesantez de las muchas veces que yo lo había pronunciado antes mentalmente, al posarse en el lugar de mi alma, en que siempre estaba escrito, pesaba hasta ahogarme. Causábame un placer que me daba vergüenza haberme atrevido a solícitas de mis padres, porque era un placer tan grande, que, sin duda, debió de costarles mucha pena el dármelo, y eso sin ninguna compensación, porque para ellos no era placer alguno. Así que, por discreción, desviaba la conversación. Y también por escrúpulo de conciencia. Todas las raras seducciones que para mí adornaban el nombre de Swann las encontraba en ese nombre cuando ellos lo pronunciaban. Y entonces se me figuraba de pronto que mis padres no podían por menos de sentir también esas seducciones, que se colocaban en mi punto de vista; que a su vez advertían mis sueños, los absorbían, los hacían suyos, y me sentía tan apenado como si hubiera vencido y depravado a mis padres.

Aquel año, cuando mis padres, un poco antes que de costumbre, decidieron la fecha de vuelta a París, la mañana del día de salida me rizaron el pelo para retratarme, pusiéronme con mucho cuidado un sombrero nuevo y me vistieron una casaca de terciopelo; mi madre estuvo buscándome por todas partes, y, por fin, me encontró llorando a lágrima viva en el atajo que va a Tansonville, despidiéndome de los espinos, abrazando sus punzantes ramas y pisoteando mis papillotes y mi sombrero nuevo, como una princesa de tragedia a quien pesaran sus vanos atavíos, sin la menor gratitud para la persona que con tanto cuidado me había hecho los lazos y me había arreglado el peinado. Mi llanto no conmovió a mi madre; pero no pudo retener un grito al ver mi sombrero aplastado y mi casaquita estropeada. Yo no la oía. «¡Pobres espinitos míos! —decía yo llorando—, vosotros no queréis que yo esté triste; no queréis que me vaya, ¿verdad? Nunca me habéis hecho nada malo. Os querré mucho siempre.» Y secándome las lágrimas, les prometía para cuando fuera mayor no imitar la insensata vida de los demás hombres, y al llegar los días de primavera, aunque estuviera en París, salir al campo a ver los primeros espinos, en vez de hacer visitas y escuchar tonterías.

Ya en el campo, no nos separábamos de los espinos en todo el resto del paseo, cuando íbamos por el lado de Méséglise. Recorríalos constantemente, invisible caminante, el viento, que para mí era el genio particular de Combray. Todos los años el día que llegábamos, yo, para tener la sensación cabal de estar en Combray, subía a verlo correr por entre los sayos y a correr tras de él. Siempre llevábamos el viento al Méséglise, por aquella combada plana, donde se pasan leguas y leguas sin que el terreno se quiebre nunca. Sabía yo que la hija de Swann iba a menudo a Laon a pasar unos días, y aunque Laon se hallaba a bastantes leguas, como la distancia estaba compensada por la falta de obstáculos, cuando en aquellas cálidas tardes veía venir un soplo de viento del extremo horizonte inclinando los trigales más distantes, propagándose como una ola por aquella vasta extensión, y yendo a morir a mis pies, tibio y murmurante, entre los tréboles y los pipirigallos, aquella llanura que a los dos nos era común parecía como que nos acercaba y nos unía, y yo me figuraba que aquel soplo de viento la había rozado; que el murmullo de la brisa que yo no podía entender, era un mensaje suyo, y besaba el aire al pasar. A la izquierda había un pueblo llamado Champieu (Campus Pagani, según el cura). A la derecha veíanse, asomando por encima de los trigales, los dos campanarios rústicos y cincelados de San Andrés del Campo, afilados, escamosos, torneados, amarillos, grumosos, alveolados como dos espigas más.

A simétricos intervalos, en medio de la inimitable ornamentación de su follaje, inconfundible con el de ningún otro árbol frutal, abrían los manzanos sus largos pétalos de satén blanco, o dejaban colgar los tímidos ramitos de sus capullos encarnados. Por allí, por el lado de Méséglise, es donde observé por vez primera esa sombra redonda que dan los manzanos en la tierra soleada, y esas sedas de oro que el sol poniente teje oblicuamente bajo las hojas del árbol, y cuya continuidad veía yo a mi padre romper con su bastón, pero sin desviar nunca sus hilos.

Muchas veces, por el cielo de la tarde cruzaba la luna, blanca como una nube, furtiva, sin brillo, igual que una actriz cuya hora de trabajar no llegó aún, y que en traje de calle mira desde la sala a sus compañeras, sin llamar la atención, deseando que nadie se fije en ella. Me gustaba encontrar su imagen en los libros y en los cuadros, pero esas obras de arte diferían mucho —por lo menos durante, los primeros años, antes de que Bloch acostumbrara mi vista y mi pensamiento a más sutiles armonías— de esas en que hoy me parecería bella la luna, y que entonces no me decían nada.

Era, por ejemplo, en una novela de Saintine, en un paisaje de Gleyre, donde dibuja limpiamente en el cielo su hoz de plata, en obras de esas ingenuamente incompletas, coma lo eran mis propias impresiones, obras que indignaba a las hermanas de mi abuela el que yo admirara. Creían ellas que deben presentarse a los niños obras de arte de las que admiramos definitivamente cuando somos hombres maduros, y que los niños demuestran buen gusto si las encuentran agradables desde un principio. Y es porque, sin duda, se representaban los méritos estéticos como objetos materiales, que unos ojos abiertos no tienen más remedio que percibir, sin necesidad de haber ido madurando lentamente sus equivalentes dentro del propio corazón.

Por el lado de Méséglise, en Montjouvain, casa situada junto a una gran charca y al abrigo de una escarpa llena de matorrales, vivía el señor Vinteuil. Así que muchas veces nos cruzábamos en el camino con su hija, que iba, a todo correr, en un cochecito guiado por ella. Desde un cierto año ya no nos la encontrábamos a ella sola, sino acompañada por una amiga mayor que ella, que tenía mala fama en aquellas tierras y que acabó por irse a vivir definitivamente a Montjouvain. La gente decía: «Ese pobre señor Vinteuil tiene que estar cegado por el cariño para no enterarse de lo que se murmura y dejar a su hija, él que se escandaliza por una palabra mal dicha, que meta en casa a una mujer así. Y dice que es una mujer excepcional, de gran corazón y con muchas disposiciones para la música, si las hubiera cultivado. Pero que tenga por seguro que no es a la música a lo que se dedica con su hija». El señor Vinteuil lo decía, y, en efecto, es cosa digna de notarse la admiración que despierta una persona por sus cualidades morales en los padres de otra persona cualquiera con quien tenga relaciones carnales. El amor físico, tan injustamente difamado, obliga de tal modo a un ser a poner de manifiesto hasta las menores partículas de bondad y de desprendimiento que en sí lleve, que estas virtudes acaban por resplandecer a los ojos de las personas que más de cerca la rodean. El doctor Percepied, que por su vozarrón y sus espesas cejas podía representar cuando quería el papel de hombre pérfido, para el que no tenía disposiciones, sin que eso comprometiera en nada su reputación inquebrantable e inmerecida de fiera bondadosa, se las arreglaba para hacer llorar de risa al cura y a todo el mundo, diciendo con topo rudo: «Sí, sí; parece que se dedica a la música la niña de Vinteuil con su amiga. Parece que eso les extraña a ustedes. Yo no sé, su padre es el que me lo ha dicha ayer. Después de todo, ¿por qué no va a gustarle la música a esa joven? Yo no puedo contrariar las vocaciones artísticas de los muchachos. Y Vinteuil se conoce que tampoco. Y también él se dedica a la música con la amiga de su hija. ¡Caramba!, todo es música en esa casa. ¿Pero de qué se ríen ustedes?, ¿de qué ya es mucha música? El otro día me encontré al buen Vinteuil junto al cementerio, y no se podía tener de pie».

Pero los que como nosotros vieron en aquella época al señor Vinteuil huir de los conocidos, irse por otro lado cuando veía a alguno, envejecer en unos meses, absorberse en su pena, incapaz de todo esfuerzo que no tuviera como objeto inmediato la felicidad de su hija, y pasar días enteros junto a la tumba de su mujer, era muy difícil que no comprendiera la pena que estaba matando a Vinteuil, y que supusieran que no se enteraba de las hablillas que corrían. Se enteraba y, probablemente, les daba crédito. No hay nadie, por muy virtuoso que sea, que por causa de la complejidad de las circunstancias no pueda llegar algún día a vivir en familiaridad con el vicio que más rigurosamente condena —sin que, por lo demás, le reconozca por completo bajo ese disfraz de hechos particulares que reviste para entrar en contacto con uno y hacerlo padecer—: palabras raras, aptitud inexplicable tal noche de un ser a quien se quiere por tantos motivos. Pero un hombre como el señor Vinteuil debía de sufrir mucho al tener que resignarse a una de esas situaciones que erróneamente se consideran exclusivas del mundo de la bohemia, y que, en realidad, se producen siempre que un vicio —que la misma naturaleza humana desarrolló en un niño, a veces sólo con mezclar las cualidades de su padre y de su madre, como el color de los ojos— busca el lugar seguro que necesita para vivir. Pero no porque el señor Vinteuil se diera cuenta de la conducta de su hija disminuyó en nada su cariño hacia ella. Los hechos no penetran en el mundo donde viven nuestras creencias, y como no les dieron vida no las pueden matar; pueden estar desmintiéndolas constantemente sin debilitarlas, y un alud de desgracia o enfermedades que una tras otra padece una familia, no le hace dudar de la bondad de su Dios ni de la pericia de su médico. Pero cuando Vinteuil pensaba en él y en su hija, desde el punto de vista de la gente; cuando quería colocarse con ella en el rango que ocupaban en la pública estimación, entonces aquel juicio de orden social lo formulaba él mismo, como lo haría el vecino de Combray que más lo odiara, y se veía con su hija caído hasta lo último; por eso sus modales tomaron desde hacía poco esa humildad y respeto hacia las personas que estaban por encima de él, y a quienes miraba desde abajo (aunque en otra época los considerara muy inferiores), esa tendencia a subir hasta ellas, que es resultado casi mecánico del venir a menos. Un día en que íbamos con Swann por una, calle de Combray, desembocaba por otra el señor Vinteuil, que se vio frente a nosotros de pronto, cuando ya era tarde para irse por otro lado; Swann, con la orgullosa caridad del hombre, de mundo, que, rodeado por la disolución de todos los prejuicios morales, no ve en la infamia de otra persona más que un motivo para demostrarle su benevolencia, con pruebas que halagan más el amor propio del que las da, porque le parecen preciosas al que las recibe, habló mucho con Vinteuil, a quien antes no dirigía la palabra, y antes de despedirse le dijo que por qué no mandaba a su hija a jugar un día a Tansonville. Esa invitación hubiera indignado a Vinteuil dos años antes; pero ahora lo llenó de tan sentida gratitud, que se creyó obligado a no cometer la indiscreción de aceptar. Parecíale que la amabilidad de Swann para con su hija era por sí sola un apoyo tan honroso, tan grato, que más valía no utilizarlo para tener la platónica dulzura de conservarlo.

—¡Qué hombre más fino! —nos dijo cuando se hubo marchado Swann, con la misma entusiasta veneración de esas muchachitas de la clase media que miran respetuosas y admiradas a una duquesa, por más horrible y estúpida que sea—. ¡Qué hombre tan fino! ¡Lástima que haya hecho una boda tan desdichada!

Y entonces, y para que se vea cómo hasta los seres más sinceros tienen algo de hipócritas, y al hablar con una persona se deshacen de la opinión que han formado de ella, para volver a decirla en cuanto se va, mis padres se unieron a las lamentaciones de Vinteuil por el matrimonio de Swann, en nombre de unos principios y conveniencias que (por el hecho mismo de invocarlos en común con él, como gentes de la misma clase) parecían sobrentender todos que eran respetados en Montjouvain. Vinteuil no mandó a su hija a casa de Swann. Éste lo sintió mucho, porque cada vez que se separaba de Vinteuil, se acordaba de que tenía que preguntarle hacía tiempo por una persona de su mismo apellido, pariente suyo según creía. Y aquella vez se había prometido no olvidarse de esto cuando Vinteuil mandara a su hija a Tansonville.

Como el paseo, por el lado de Méséglise, era el más corto de los que dábamos por los alrededores de Combray, lo reservábamos para el tiempo inseguro; solía llover a menudo por aquel lado de Méséglise, y nunca perdíamos de vista el lindero de los bosques de Roussainville; cuya espesura podría servirnos de abrigo.

A veces el sol iba a esconderse tras una nube que deformaba su óvalo y se orlaba de amarillo. Quedábase el campo sin brillo, pero no sin luz, y toda la vida parecía en suspenso, mientras que el pueblecillo de Roussainville esculpía en el cielo el relieve de sus blancas aristas, con limpidez y perfección maravillosas. Un soplo de viento hacía levantar el vuelo a algún cuervo que iba a caer allá lejos, y sobre el fondo del cielo blancuzco la lejanía de bosques parecía más azul aún, como si estuviera pintada en uno de esos camafeos que decoran los entrepaños de las viejas casas.

Pero otras veces empezaba a llover y se cumplía la amenaza del capuchino que tenía el óptico en su escaparate; las gotas de agua, como los pájaros migratorios que se echan a volar todos juntos, bajaban del cielo en apretadas filas. No se separan, no van a la ventura en esa rápida travesía, cada una guarda el puesto que le corresponde, llama junto a ella a la que sigue, y el cielo se ennegrece más que cuando parten las golondrinas. Nos refugiábamos en el bosque. Ya su viaje parecía cumplido, y todavía seguían llegando algunas más débiles y calmosas. Pero salíamos de nuestro refugio, porque el follaje agrada mucho a las gotas, y ya estaba la tierra casi seca cuando todavía más de una se rezagaba jugando con las molduras de una hoja, y colgada de su punta, descansaba, brillando al sol; de pronto, se dejaba deslizar desde lo alto de la rama y nos caía en la nariz.

Otras veces, íbamos a refugiarnos al pórtico de San Andrés del Campo, revueltas con los santos y patriarcas de piedra. ¡Qué francesa era la iglesia aquella! Encima de la puerta estaban representados en piedra santos, reyes caballeros con una flor de lis en la mano, escenas de bodas y funerales, lo mismo que podían estar grabados en el alma de Francisca. El escultor había narrado también algunas anécdotas referentes a Aristóteles y Virgilio, del mismo modo que Francisca hablaba en la cocina de San Luis, como si lo hubiera conocido personalmente, y, por lo general, para avergonzar con la comparación a mis abuelos, que no eran tan «justos». Veíase que las nociones que tenía el artista medieval y la campesina medieval (superviviente en el siglo XIX) de la historia antigua, pagana y cristiana, y tan característica por su exactitud como por su simplicidad, procedían no de los libros, sino de una tradición, antigua y directa a la par, ininterrumpida, oral, deformada, incognoscible y viva. Otra persona de Combray, a quien yo descubría, virtual y profetizada, en las esculturas góticas de San Andrés del Campo, era el mozo Teodoro, dependiente de casa de Camus. Francisca lo consideraba tan de su tiempo y de su tierra, que cuando la tía Leoncia estaba muy enferma para que Francisca sola pudiera volverla en la cama, llevarla al sillón, antes que dejar subir a la moza de la cocina para «lucirse» ante mi tía, llamaba a Teodoro. Y ese muchacho, que pasaba con razón por ser un mal sujeto, tan henchido estaba de aquella alma que inspiró la decoración de San Andrés del Campo, y especialmente de los sentimientos de respeto que Francisca creía debidos a los «pobres enfermos», a su «pobre ama», que al alzar la cabeza, de mi tía sobre la almohada ponía la cara cándida y solícita de los angelitos de los bajorrelieves, que rodean con un cirio en la mano a la Virgen desfallecida, como si los rostros de piedra esculpida, grisácea y desnuda, igual que los bosques en invierno, estuvieran sólo adormilados y en reserva, prontos a florecer de nuevo a la vida, en innúmeros rostros populares, reverentes y sagaces, como el de Teodoro, e iluminados con el fresco rubor de una manzana madura. Y había una santa no ya pegada a la piedra como los angelitos, sino separada de la portada, de estatura mayor que la natural, de pie en un pedestal como en un taburete que la salvara del contacto de la tierra húmeda, con mejillas bien llenas, seno firme que se dilataba bajo su corpiño como un racimo maduro en un saco de crin, frente estrecha, nariz corta y dura, pupilas hundidas, y ese aspecto de utilidad, de insensibilidad y de valor que tienen las mujeres de aquella tierra. Esa semejanza que insinuaba en la estatua una ternura que yo no había ido a buscar en ella, certificábala muchas veces alguna muchacha del campo que venía a resguardarse al pórtico, como nosotros, y cuya presencia, igual que la de esa hojarasca parásita que crece junto a las hojarascas esculpidas, parece destinada a juzgar de la veracidad de la obra de arte, cotejándola con la naturaleza. Allá, delante de nosotros, Roussainville, tierra de promisión o de maldición; Roussainville, donde nunca llegué penetrar, cuando ya la lluvia había parado donde nosotros estábamos, seguía castigado como un poblado de la Biblia por las lanzas de la tormenta, que flagelaban oblicuamente las moradas de sus habitantes, o bien recibía el perdón de Dios Padre, que mandaba hasta él los desflecados tallos de oro de un sol renaciente, tallos desiguales como los rayos de un viril en el altar.

A veces, el tiempo echábase a perder por completo; teníamos que volver y estarnos encerrados en casa. Aquí y allá, en el campo, que con la oscuridad y la humedad se parecía al mar, casitas aisladas, puestas en la falda de una colina, brillaban como barquitas que replegaron sus velas y se están quietas al largo toda la noche. Pero ¡qué importaban la lluvia y la tormenta! En verano el mal tiempo no es más que un enfado pasajero y superficial del buen tiempo subyacente y fijo, muy distinto del buen tiempo del invierno, instable y fluido, y que, al contrario de éste, se instala en la tierra, se solidifica en densas capas de hojarasca, por donde el agua puede ir resbalando sin comprometer la resistencia de su permanente alegría, y que iza por toda la temporada en las calles del pueblo, en los muros de las casas y de los jardines sus banderolas de seda violeta o blanca. Sentado en la salita, donde esperaba leyendo que llegara la hora de cenar, oía cómo chorreaba el agua por los castaños; pero bien sabía que el chaparrón no haría otra cosa más que barnizar sus hojas, y que prometían ellos estarse allí, como firmes garantías del estío, toda la noche lluviosa, asegurando la continuidad del buen tiempo; llovía, sí, pero al día siguiente seguirían ondulando como antes, por encima de la blanca valló de Tansonville, las hojitas en forma de corazón; y sin ninguna tristeza miraba yo cómo el chopo de la calle de Perchamps dirigía a la tormenta súplicas y saludos desesperados, y sin ninguna tristeza oía en lo hondo del jardín los postreros tableteos del trueno, como un arrullo entre las lilas.

Si el tiempo estaba malo, ya desde por la mañana mis padres renunciaban al paseo, y yo me quedaba sin salir. Pero luego me acostumbré a irme yo solo aquellos días por el lado de Méséglise la Vineuse, en el otoño que fuimos a Combray con motivo de la testamentaría de mi tía Leoncia; porque mi tía Leoncia había muerto al fin, dando la razón lo mismo a los que sostenían que su régimen debilitante acabaría por matarla, que a los que sostuvieron siempre que padecía una enfermedad orgánica nada imaginaria, y que tendría que rendirse a la evidencia de los escépticos cuando llegara a acabar con ella; su muerte no ocasionó gran pena más que a una persona; pero a ésa, tremenda, eso sí. Durante los quince días que duró la última enfermedad de mi tía, Francisca, no la abandonó un instante; no se desnudó, no permitió que la atendiera nadie más que ella, y sólo se separó del cadáver cuando recibió sepultura. Comprendimos entonces que aquella especie de terror en que Francisca viviera a las malas palabras, a las sospechas y, a los arrebatos de cólera de mi tía, determinó en ella un sentimiento, que nosotros creíamos ser de odio, y en realidad era de amor y veneración. Su ama verdadera, la de las decisiones imposibles de prever, la de las argucias tan difíciles de evitar, la del bondadoso corazón que fácilmente se ablandaba, su soberana, su misterioso todopoderoso monarca, ya no existía. Y junto a ella, nosotros éramos muy poca cosa. Ya estaba lejos aquel tiempo, cuando empezamos a pasar los veranos en Combray, en que para Francisca poseíamos igual prestigio que mi tía. Aquel otoño se pasó todo en cumplir las formalidades indispensables, en conferencias con notarios y arrendadores, y mis padres no tenían ocio para salir, además de que el tiempo se prestaba poco a ello, y se acostumbraron a dejarme ir solo por el lado de Méséglise la Vineuse, arropado en un gran plaid, que me resguardaba del agua y que me echaba por los hombros con mayor gusto, porque sabía que sus rayas escocesas escandalizaban a Francisca, a quien nadie podría meter en la cabeza que el color de los vestidos no tiene nada que ver con el luto, y que, además, no estaba contenta con el género de pena que teníamos por la muerte de mi tía, porque no dimos banquete fúnebre, no adoptamos un tono de voz especial para hablar de ella, y porque yo hasta canturreaba alguna vez. Estoy seguro de que en un libro —y en esto me parecía a Francisca— esa concepción del luto «conforme al cantar de Roldán y a la portada de San Andrés del Campo, me hubiera parecido simpática. Pero en cuanto tenía al lado a Francisca me entraba un diabólico deseo de que montara en cólera, y aprovechaba el menor pretexto para decirle que yo sentía a mi tía porque era una buena persona, a pesar de sus manías, pero no porque fuera mi tía, y que siendo tía mía hubiera podido serme odiosa y no causarme ninguna pena su muerte, frases todas que en un libro me parecerían tontas.

Si Francisca entonces, henchida como un poeta por una oleada de confusos pensamientos sobre la pena y los recuerdos de familia, se excusaba por no saber contestar a mis teorías, diciendo: «Yo no sé explicarme», me glorificaba de su confesión con un buen sentido irónico y brutal, propio del doctor Percepied; y si añadía: «Pues a pesar de todo tenía paréntesis (quería decir parentesco) con usted, y siempre hay que tener respeto a ese paréntesis», encogíame yo de hombros, y me decía: «También soy yo un tonto en discutir con una ignorante que habla así»; y de ese modo adoptaba, para juzgar a Francisca, el mezquino punto de vista de esos hombres que son objeto del gran desprecio de algunas personas en la imparcialidad de la meditación, aunque luego esas personas se porten como ellos en una de las escenas vulgares de la vida.

Aquel otoño mis paseos fueron más agradables, porque los daba después de muchas horas de lectura. Cuando me cansaba de haber estado leyendo toda la mañana en la sala, me echaba el plaid por los hombros y salía; mi cuerpo, forzado por mucho rato a la inmovilidad, pero que se había ido cargando mientras, inmóvil de animación y velocidad acumuladas, necesitaba luego, como un peón al soltarse, gastarlas en todas direcciones. Las paredes de las casas, el seto de Tansonville, los árboles del bosque de Roussainville y los matorrales a que se adosaba Montjouvain llevaban paraguazos y bastonazos de mi mano, y oían mis gritos de gozo, que no eran, tanto unos como otros, más que ideas confusas que me exaltaban y que no lograban el descanso de la claridad, porque preferían, a un lento y difícil aclararse, el placer de una derivación más cómoda hacia un escape inmediato. La mayor parte de esas llamadas traducciones de nuestros sentimientos no hacen otra cosa que quitárnoslos de encima, expulsándolos de nuestro interior en una forma indistinta que no nos enseña a conocerlos. Cuando echo cuentas de lo que debo al lado de los Méséglise, de los humildes descubrimientos a que sirvió de fortuito marco o de necesario inspirador, me acuerdo que en ese otoño, en uno de aquellos paseos, junto a la escarpa llena de maleza de Montjouvain, es donde por primera vez me sorprendió el desacuerdo entre nuestras impresiones y el modo habitual de expresarlas. Después de una hora de agua y de aire, con las que luché muy contento, al llegar a la orilla de la charca de Montjouvain ante una chocilla tejada, donde guardaba sus útiles de jardinería el jardinero del señor Vinteuil, el sol volvió a salir, y sus dorados, que lavó el chaparrón, lucían nuevamente en el cielo, en los árboles, en las paredes de la chocilla, en las tejas todavía mojadas, por cuyo caballete se estaba paseando una gallina. El aire que hacía tiraba horizontalmente de las hierbecillas que crecían entre los ladrillos de la pared, y del plumón de la gallina, que se dejaban ir unas y otro a la voluntad del viento, estirándose todo lo que podían, con el abandono de cosas inertes y ligeras. Las tejas daban a la charca, que con el sol reflejaba de nuevo, un tono de mármol rosa en que nunca me había fijado. Y al ver en el agua y en la pared una sonrisa pálida, que respondía a la sonrisa del cielo, exclamé: «¡Atiza, atiza, atiza!», blandiendo mi cerrado paraguas. Pero al mismo tiempo comprendí que mi deber hubiera sido no limitarme a esas palabras y aspirar a ver un poco más claramente en mi asombro.

Y también en aquel momento, y gracias a un campesino que por allí pasaba, con facha ya bastante malhumorada, que se le puso más aún cuando por poco le doy en la cara con el paraguas, y que respondió fríamente a mi: «Buen tiempo para andar, ¡eh!», aprendí que las mismas emociones no se producen simultáneamente, con arreglo a un orden preestablecido en el ánimo de todos los hombres. Más tarde, siempre que una prolongada lectura me daba ganas de conversación, el camarada a quien yo estaba deseando hablar acababa de entregarse al placer de la charla, y quería que ahora lo dejaran leer en paz. Y si acababa de pensar cariñosamente en mis padres y adoptar las decisiones más prudentes y propias para darles gusto, mientras, estaba llegando a su conocimiento algún pecadillo mío, del que ya no me acordaba, y que ellos me echaban en cara en el instante mismo de ir a darles un beso.

Muchas veces, a la exaltación causada por la soledad, venía a unirse otra, que yo no sabía separar claramente de aquélla, motivada por el deseo de ver surgir ante mí una moza del campo que yo pudiera estrechar entre mis brazos. Nacía bruscamente, sin que yo tuviera tiempo de referirlo a su causa, entre muy distintos pensamientos, y el placer que lo acompañaba no se me representaba sino un grado superior al placer que me ofrecían aquellos pensamientos. Y agradecía a todo lo que en aquel momento vivía en mi ánimo: al reflejo rosado de las tejas, a las hierbas salvajes, al pueblo de Roussainville, donde hacía tanto tiempo que quería ir; a los árboles de su bosque, al campanario de su iglesia, esa emoción nueva que me representaba todas aquellas cosas como más codiciadoras, porque yo me creía que era todo aquello lo que provocaba esa emoción que me empujaba más rápidamente hacia allí, cuando inflaba mi vela con su brisa, potente, nueva y propicia. Pero si ese deseo de que se me apareciese una mujer añadía a los encantos de la Naturaleza un punto más de exaltación, en cambio, los encantos de la Naturaleza daban amplitud a lo que hubiera podido tener de mezquino el encanto de la mujer. Parecíame que la belleza de los árboles era su belleza, y, que con su beso me revelaría el alma de esos horizontes, del pueblo de Roussainville, de los libros que estaba leyendo aquel año, y como mi imaginación cobraba fuerzas al contado con mi sensualidad, y mi sensualidad se difundía por todos los dominios de la imaginación, resultaba que mi deseo no tenía límites.

Y era también que —como sucede en esos momentos de ensoñación que tenemos en el campo, cuando la acción de la costumbre está en suspenso, y nuestras nociones abstractas de las cosas, apartadas a un lado, y creemos con profunda fe en la originalidad, en la vida individual del lugar en que estamos— la moza que pasaba y excitaba mi deseo parecíame que era no un ejemplar cualquiera de ese tipo general, la mujer, sino un producto necesario y natural del suelo aquel. Porque en aquella época toda lo que no era yo mismo, la tierra y los seres se me figuraba más precioso y más importante, dotado de más veraz existencia que a un hombre ya hecho. Y no separaba las personas de la tierra. Sentía deseo por una moza de Méséglise o de Roussainville, por una pescadora de Balbec, como sentía deseo por Méséglise y por Balbec. Y no hubiera creído ya en el placer que podrían darme, no me hubiera parecido tan cierto ese placer, si hubiera modificado a mi antojo las condiciones en que se ofrecía. En París, una pescadora de Balbec o una moza de Méséglise eran una concha que yo no había visto en la playa, y un helecho que yo no cogí en el bosque; y conocerlas allí hubiera sido quitar del placer que me diera la mujer todos aquellos con que la envolviera mi imaginación. Pero vagar así por los bosques de Roussainville, sin una moza a quien besar, era no conocer el tesoro oculto de ese bosque, su más honda belleza. Esa muchacha que yo me representaba siempre rodeada de verdor era también como una planta local de más elevada especie que las demás, y cuya estructura me dejaría sentir, mucho más de cerca que en las otras, el sabor profundo de la tierra aquella. Me lo creía con más facilidad (como me creía que las caricias con que me revelara ese sabor serían de una clase especial, cuyo placer sólo ella podía procurarme) porque estaba todavía en esa edad en que aun no hemos abstraído el gozo de poseer a las mujeres de las personas que nos le ofrecieron, y aun no se lo ha reducido a una noción general que nos haga considerar desde entonces a las mujeres como los instrumentos intercambiables de un placer siempre idéntico. Ni siquiera existe, aislado, separado o formulado en la mente, como la finalidad que se persigue al acercarse a una mujer y como causa de la turbación previa que se siente. Apenas si pensamos en él como en un placer que ha de venir y le llamamos el encanto de esa mujer, el encanto suyo, porque no pensamos en nosotros, sino sólo en salir de nosotros. Esperado oscuramente, inmanente, oculto, lleva a tal grado de paroxismo en el momento en que se cumplen los demás placeres que nos causaron las miradas cariñosas y los besos del ser que está a nuestro lado, que se nos representa el placer ese como una especie de transporte de gratitud nuestra por la bondad de nuestra compañera y por su predilección por nosotros, que medimos por los beneficios y la dicha con que nos abruma.

Pero en vano imploraba al torreón de Roussainville, y le pedía que me trajera a alguna niña de allí, como al único confidente que tuve pie mis primeros deseos, cuando desde lo más alto de nuestra casa de Combray, en aquel cuartito que olía a lirios, no veía en el cuadrado marco de la ventana entreabierta otra cosa que su torre, mientras que con las vacilaciones heroicas del viajero que emprende una exploración o del desesperado que va a suicidarse, desfallecido, iba abriendo en el interior de mi propio ser un camino desconocido, y que yo creía mortal, hasta el momento en que una señal de vida natural, como un caracol, se superponía a las hojas del grosellero salvaje que llegaban hasta donde yo estaba. En vano le suplicaba ahora. En vano, recogiendo la llanura en mi campo visual, la registraba con mis ojos, que querían traerse de allí a una mujer. Me llegaba hasta del pórtico de San Andrés del Campo: nunca estaba allí esa moza que hubiera estado de haber ido yo con mi abuelo, y en la imposibilidad, por consiguiente, de trabar conversación con ella. Miraba tercamente el tronco de un árbol lejano, detrás del cual podría surgir la moza para venir a donde yo estaba: el horizonte escrutado seguía desierto; caía la noche, y sin esperanza ya fijaba yo mi atención como para aspirar, las criaturas que pudiere ocultar, en ese suelo estéril, en esa tierra exhausta; y ahora pegaba no de gozo, sino de rabia, a los árboles del bosque de Roussainville, aquellos árboles que no servían de refugio a ningún ser vivo, como si fueran árboles pintados en un panorama; porque sin poder resignarme a volver a casa antes de abrazar a la mujer de mis deseos, no tenía más remedio que emprender el camino de vuelta a Combray, diciéndome a mí mismo que cada vez disminuían las probabilidades de que la casualidad me la pusiera al paso. ¿Y me habría atrevido acaso a hablarle si la hubiera encontrado? Creo que me habría tomado por un loco; yo no creo que existieran verdaderamente fuera de mí los deseos que formaba durante aquellos paseos, y que no lograban realización, ni creía que los demás pudieran participar de ellos. Se me aparecían tan sólo como creaciones puramente subjetivas, impotentes e ilusorias de mi temperamento. Ningún lazo las unía con la Naturaleza ni con la realidad, que desde ese momento perdía todo encanto y significación, y ya no era para mi vida más que un marco convencional, como es para la ficción de una novela el asiento del vagón donde la va leyendo el viajero para matar el tiempo.

Quizá de una impresión que tuve acerca de Montjouvain, unos años más tarde, impresión que entonces no vi clara, proceda la idea que más tarde me he formado del sadismo. Se verá más adelante que, por otras razones, el recuerdo de esa impresión está llamado a jugar importante papel en mi vida. Hacía un tiempo muy caluroso; mis padres tuvieron que marcharse de casa por todo el día, y me dijeron que volviera a la hora que yo quisiera; fui hasta la charca de Montjouvain, porque me gustaba mirar cómo se reflejaba en ella el tejado de la chocita; me tumbé a la sombra, y me dormí entre los matorrales del talud que domina la casa, en aquel mismo sitio donde estuve esperando a mis padres el día que fueron a visitar al señor Vinteuil. Cuando desperté era casi de noche, e iba ya a levantarme cuando vi a la señorita de Vinteuil (apenas si la reconocí, porque en Combray la había visto sólo unas cuantas veces, y cuando era niña, mientras que ahora era una muchachita), que, sin duda, acababa de volver a casa, a unos centímetros de donde yo estaba, en la misma habitación en que su padre recibiera al mío, y que ahora era la salita de ella. La ventana estaba entreabierta y la lámpara encendida, de modo que yo veía todo lo que hacía sin que me viera ella, pero si me marchaba podía oír el ruido de mis pasos entre los matorrales, y quizá supusiera que me había escondido allí para espiarla.

Estaba de riguroso luto, porque hacía poco que había muerto su padre. No habíamos ido a darle el pésame; no quiso mi madre, a causa de una virtud que en ella, era lo único que limitaba los efectos de la bondad: el pudor; pero compadecíala profundamente. Se acordaba mi madre del triste final de la vida del señor Vinteuil absorbido primero por las funciones de madre y de niñera que cumplía con su hija, y luego por lo que ella le hizo sufrir, reía el torturado rostro del viejo en aquellos último tiempos; sabía que tuvo que renunciar para siempre a acabar de transcribir en limpio todas sus obras de los últimos años, pobres obras de un viejo profesor de piano, de un ex organista de pueblo, que considerábamos de poco valor intrínseco, pero sin despreciarlas, porque para él valían mucho y fueron su razón de vivir antes de que las sacrificara, a su hija, y que en su mayor parte ni siquiera estaban transcritas, retenidas sólo en la memoria, y algunas apuntadas en hojas sueltas, ilegibles, y que se quedarían ignoradas de todos; y mi madre pensaba en aquella otra renuncia, aun más dura, a que tuvo que ceder el señor Vinteuil: renunciar a un porvenir de honradez y respeto para su hija; y cuando evocaba aquella suprema aflicción del viejo maestro de piano de mis tías, sentía pena de verdad y pensaba con terror en esa otra pena, mucho más amarga que debía de tener la hija de Vinteuil, unida al remordimiento de haber ido matando poco a poco a su padre. «Pobre señor Vinteuil —decía mamá—: vivió y murió por su hija, que no le dio ningún pago. Veremos si se lo da después de muerto y en qué forma. Sólo ella puede hacerlo.»

Al fondo de la salita de la señorita de Vinteuil, encima de la chimenea, había un pequeño retrato de su padre, y en el momento en que oyó ella el ruido de un coche que venía por la carretera, se levantó, cogió la fotografía, se echó en el sofá y acercó junto a sí una mesita en la que puso el retrato, lo mismo que en otra ocasión había acercado el señor Vinteuil aquella obra que deseaba dar a conocer a mis padres. Pronto entró su amiga. La hija de Vinteuil no se levantó a recibirla, y con las dos manos enlazadas por detrás de la cabeza se retiró hacia el extremo opuesto del sofá como para dejarle un hueco. Pero en seguida se dio cuenta de que eso era como imponerle una actitud que quizá le era molesta. Acaso a su amiga le gustaría más ir a sentarse en una silla más apartada; y se cogió en pecado de indiscreción, y la delicadeza de su corazón se asustó; volvió a ocupar el sofá entero y empezó a bostezar, como indicando que se había echado porque tenía sueño, y nada más. A pesar de la familiaridad ruda e imperativa que tenía con su amiga, reconocía ya los ademanes obsequiosos y reticentes de su padre, los mismos repentinos escrúpulos.

Al poco se levantó, hizo como que quería cerrar la ventana y que no podía.

—Déjala abierta, yo tengo calor —dijo su amiga.

—Pero es muy molesto que nos vean —contestó la señorita de Vinteuil.

Y debió de adivinar que su amiga se creería que no había dicho aquellas palabras más que para provocarla a contestar con otras que estaba deseando oír, pero cuya iniciativa dejaba por discreción a la otra. Y su mirada tomó, sin duda, porque yo no podía distinguirla, aquella expresión que tanto gustaba a mi abuela, al pronunciar estas palabras:

—Cuando digo que nos vean, me refiero a que nos vean leer: es que por insignificante que sea lo que una está haciendo, siempre molesta que haya unos ojos que nos estén mirando.

Por generosidad instintiva y por involuntaria cortesía, se callaba las palabras premeditadas que había juzgado indispensables para la realización de su deseo. Y a cada momento, en el fondo de sí misma, una virgen tímida y suplicante imploraba y hacía retroceder a un soldadote rudo y triunfante.

—Sí, es muy probable que nos estén mirando a esta hora en un campo tan solo como éste —dijo irónicamente su amiga—. Y si nos miran, ¿qué? —añadió, creyendo que debía acompañar con un guiño malicioso y tierno aquellas palabras que recitaba por bondad, como un texto agradable a la señorita de Vinteuil, y con un tono que quería ser cínico—, y ¿qué? Si nos ven, mejor.

La hija de Vinteuil se estremeció y se levantó de su asiento. Aquel corazón suyo escrupuloso y sensible, ignoraba cuáles palabras debían venir espontáneamente a adaptarse a la situación que sus sentidos estaban pidiendo. Iba a buscar lo más lejos que podía de su verdadera naturaleza moral el lenguaje propio de la muchacha viciosa que ella quería ser, pero las palabras que en aquella boca le hubieran parecido sinceramente dichas le sonaban a falso en la suya. Y las pocas que decía le salían en un tono afectado, en el cual sus hábitos de timidez paralizaban sus intentos de audacia, y todo salpicado de «¿tienes frío, tienes calor, tienes ganas de quedarte sola y leer?».

—La señorita me parece que tiene esta noche ideas muy lúbricas —dijo, por fin, como si repitiera una frase oída otras veces a su amiga.

La señorita de Vinteuil sintió que su amiga arrancaba un beso del escote de su corpiño de crespón, lanzó un chillido, escapó, y las dos se persiguieron saltando, con sus largas mangas revoloteando como alas, cacareando y piando como dos pajarillos enamorados. Por fin, la hija de Venteuil acabó, por caer en el sofá, cubierta por el cuerpo de su amiga. Pero como ésta estaba de espaldas a la mesita donde se hallaba el retrato del viejo profesor de piano, la señorita de Vinteuil comprendió que no lo iba a ver si no le llamaba la atención, y le dijo, como si acabara de fijarse en el retrato:

—Y ese retrato de mi padre, siempre mirándonos; yo no sé quién lo ha puesto ahí; ya he dicho veinte veces que no es su sitio.

Me acordé de que esas palabras eran las palabras que Vinteuil dijo a mi padre, refiriéndose a la obra musical. Sin duda se servían de aquel retrato para profanaciones rituales, porque su amiga le contestó con esta frase que debía de formar parte de las respuestas litúrgicas:

—Déjale donde está, ya no nos puede dar la lata. Y que no gemiría y te echaría chales encima si te viera así, con la ventana abierta, el tío orangután.

La hija de Vinteuil contestó con unas palabras de cariñosa censura que delataban su bondadosa índole; no porque las dictara la indignación que pudiera causarle aquel modo de hablar de su padre (evidentemente, estaba ya acostumbrada, y quién sabe con ayuda de qué sofismas, a sofocar ese sentimiento), sino porque eran como un freno que para no mostrarse egoísta ponía ella misma al placer que su amiga estaba deseando procurarle. Y además, esa moderación sonriente para contestar a tales blasfemias, aquel reproche cariñoso e hipócrita, se aparecían quizá a su naturaleza franca y buena como una forma particularmente infame, como una forma dulzarrona de aquella perversidad que estaba intentando asimilarse. Pero no pudo resistir a la seducción del placer que sentiría al verse tratada con cariño por una persona tan implacable con los muertos sin defensa; saltó a las rodillas de su amiga y le ofreció castamente la frente, como si hubiera sido su hija, sintiendo con deleite que las dos llegaban al extremo límite de la crueldad, robando hasta en la tumba su paternidad al señor Vinteuil. Su amiga le cogió la cabeza con las manos y le dio un beso en la frente, con docilidad, que le era muy fácil por el gran afecto que tenía a la señorita de Vinteuil y por el deseo de llevar alguna distracción a la vida tan triste de la huérfana.

—¿Sabes lo que me dan ganas de hacerle a ese mamarracho? —dijo cogiendo el retrato.

Y murmuró al oído de la hija de Vinteuil algo que yo no pude oír.

—No, no te atreves.

—¿Que no me atrevo yo a escupir en esto, en esto? —dijo la amiga con brutalidad voluntaria.

Y no oí nada más, porque la señorita de Vinteuil, con aspecto lánguido, torpe, atareado, honrado y triste, se levantó para cerrar las maderas y los cristales de la ventana. Pero ahora ya sabía yo el pago que después de muerto recibía Vinteuil de su hija por todas las penas que en la vida le hizo pasar.

Y, sin embargo, he pensado luego que si el señor Vinteuil hubiera podido presenciar esa escena, quizá no habría perdido toda su fe en el buen corazón de su hija, en lo cual, acaso, no estuviera del todo equivocado. Claro que en el proceder de la señorita de Vinteuil la apariencia de la perversidad era tan cabal, que no podía darse realizada con tal grado de perfección a no ser en una naturaleza de sádica; es más verosímil vista a la luz de las candilejas de un teatro del bulevar que no a la de la lámpara de una casa de campo esa escena de cómo una muchacha hace que su amiga escupa al retrato de un padre que vivió consagrado a ella; y casi únicamente el sadismo puede servir de fundamento en la vida a la estética del melodrama. En la realidad, y salvo los casos de sadismo, una muchacha acaso puede cometer faltas tan atroces como las de la hija de Vinteuil contra la memoria y la voluntad de su difunto padre, pero no las resumiría tan expresamente en un acto de simbolismo rudimentario y cándido como aquél; y la perversidad de su conducta estaría más velada para los ojos de la gente y aun para los de ella, que haría esa maldad sin confesarlo. Pero poniéndonos más allá de las apariencias, la maldad, por lo menos al principio, no debió de dominar exclusivamente en el corazón de la señorita de Vinteuil. Una sádica como ella es una artista del mal, cosa que no podría ser una criatura mala del todo, porque ésta consideraría la maldad como algo interior a ella, le parecería muy natural y ni siquiera sabría distinguirla en su propia personalidad y no sacaría un sacrílego gusto en profanar la virtud, el respeto a los muertos y el cariño filial, porque nunca habría sabido guardarles culto. Los sádicos de la especie de la hija de Vinteuil son seres tan ingenuamente sentimentales, tan virtuosos por naturaleza, que hasta el placer sensual les parece una cosa mala, un privilegio de los malos. Y cuando se permiten entregarse un momento a él hacen como si quisieran entrar en el pellejo de los malos y meter también a su cómplice, de modo que por un momento los posea la ilusión de que se evadieron de su alma tierna y escrupulosa hacia el mundo inhumano del placer. Y al ver cuán difícil le era lograrlo, me figuraba yo con cuánto ardor lo debía desear. En el momento en que quería ser tan distinta de su padre, me estaba recordando las maneras de pensar y de hablar del viejo profesor de piano. Lo que profanaba, lo que utilizaba para su placer y que se interponía entre ese placer y ella, impidiéndole saborearlo directamente, era, más que el retrato, aquel parecido de cara, los ojos azules de la madre de él, que le transmitió como una joya de familia, y los ademanes de amabilidad que entremetían entre el vicio de la señorita de Vinteuil y ella una fraseología y una mentalidad que no eran propias de ese vicio y que le impedían que lo sintiera como cosa muy distinta de los numerosos deberes de cortesía a que se consagraba de ordinario. Y no es que le pareciera agradable la perversidad que le daba la idea del placer, sino el placer lo que le parecía cosa mala. Y como siempre que a él se entregaba acompañábalo de esos malos pensamientos que el resto del tiempo no asomaban en su alma virtuosa, acababa por ver en el placer una cosa diabólica, por identificarla con lo malo. Acaso se daba cuenta la hija de Vinteuil de que su amiga no era del todo mala, que no hablaba con sinceridad cuando profería aquellas blasfemias. Pero, por lo menos, tenía gusto en besar en su rostro sonrisas y miradas, acaso fingidas pero análogas en su expresión viciosa y baja, las que hubieran sido propias de un ser no de bondad y de resignación, sino de crueldad y de placer. Quizá podía imaginarse por un momento que estaba jugando de verdad los fuegos que, con una cómplice tan desnaturalizada, habría podido jugar una muchacha que realmente sintiera aquellos sentimientos bárbaros hacia su padre. Pero puede que no hubiera considerado la maldad como un estado tan raro, tan extraordinario, que tan bien lo arrastraba a uno y donde tan grato era emigrar, de haber sabido discernir en su amiga, como en todo el mundo, esa indiferencia a los sufrimientos que ocasionamos, y que, llámese cómo se quiera, es la terrible y permanente forma de la crueldad.

Si era muy sencillo ir por el lado de Méséglise, ir por el lado de Guermantes era otra cosa, porque el paseo era largo y había que tener confianza en el tiempo. Parecía que empezaba una serie de días buenos: Francisca, desesperada de que no cayera ni una gota para las «pobres sementeras», al ver tan sólo unas cuantas nubes blancas vagando por la superficie tranquila y azulada del cielo, exclamaba lloriqueando: «No parece sino que allá arriba no hay más que unos perros de mar jugando y enseñando los hocicos. ¡Sí que están pensando en mandar agua a los pobres labradores! Y luego, cuando ya esté crecido el trigo, empezará a llover, y vena y vena, sin saber el agua de dónde cae, como si cayera en el mar». El jardinero y el barómetro daban invariablemente a mi padre la misma favorable respuesta, y entonces aquella noche, en la mesa, se decía: «Mañana, si el tiempo sigue así, iremos por el lado de Guermantes». Salíamos, en seguida de almorzar, por la puertecita del jardín, e íbamos a parar a la calle de Perchamps, estrecha y en brusco recodo, llena de gramíneas, por entre las cuales dos o tres avispas se pasaban el día herborizando, calle tan rara como su nombre, al cual atribuía yo el origen de sus curiosas particularidades y de su áspera personalidad; en vano se la buscaría en el Combray de hoy, porque en el lugar que ocupaba se alza ahora la escuela. Pero mi imaginación (igual que esos arquitectos de la escuela de Viollet le Duc, que al imaginarse que se encuentran detrás de un coro Renacimiento, o de un altar del siglo XVII, rastros de un coro románico, vuelven el edificio al mismo estado en que debía de estar en el siglo XII) no deja en pie una sola piedra del nuevo edificio, hace cala y reconstituye la calle de los Perchamps. Claro que dispone para estas reconstituciones de datos más precisos que los que suelen tener los restauradores: unas imágenes conservadas en la memoria, las últimas quizá que actualmente existan, y que pronto dejarán de existir, de lo que era el Combray de mi infancia: y como fue Combray mismo el que las dibujó en mi imaginación antes de desaparecer, tienen la emoción —en lo que cabe comparar un pobre retrato a esas efigies gloriosas cuyas reproducciones le gustaba regalarme a mi abuela— de los grabados antiguos de la Cena o de un cuadro de Gentile Bellini, donde se ven, en el estado en que ya no existen, la obra maestra de Vinci o la portada de San Marcos.

Pasábamos por la calle del Pájaro, delante de la Hostería del Pájaro Herid, con su gran patio, en el que entraban almas veces allá en el siglo XVII, las carrozas de las duquesas de Montpensier, de Guermantes y de Montmorency, cuando las señoras tenían que ir a Combray con motivo de alguna diferencia con un arrendador o de una cuestión de homenaje. Salíamos al patio, y por entre los árboles se veía asomar el campanario de San Hilario. De buena gana me habría sentado allí para estarme toda la tarde leyendo y oyendo las campanas: porque estaba aquello tan hermoso, tan tranquilo, que el sonar de las horas no rompía la calma del día, sino que extraía su contenido, y el campanario, con la indolente y celosa exactitud de una persona que no tiene más quehacer que ése, apretaba en el momento justo la plenitud del silencio para exprimir y dejar caer las gotas de oro que el calor había ido amontonando en su seno, lenta y naturalmente.

El principal atractivo del lado de Guermantes es que íbamos casi todo el tiempo junto al Vivonne. Lo atravesábamos primeramente, a diez minutos de casa, por la pasarela llamada el Puente Viejo. Al día siguiente de llegar, el día de Pascua, si hacía buen tiempo, después del sermón me llegaba yo hasta allí, a ver, en medio de aquel desorden de mañana de festividad grande, cuando los preparativos suntuosos acrecientan la sordidez de los cacharros caseros que andan rodando, como se paseaba el río, vestido de azul celeste, por entre tierras negras y desnudas, sin otra compañía que una bandada de cucos prematuros y otra de primaveras adelantadas, mientras que de cuando en cuando una violeta de azulado pico doblaba su tallo al peso de la gotita de aroma encerrada en su cucurucho. El Puente Viejo desembocaba en un sendero de sirgar, que en aquel lugar estaba tapizado cuando era verano por el azulado follaje de un avellano; a la sombra del árbol había echado raíces un pescador con sombrero de paja. En Combray sabía yo que personalidad de herrero o de chico de la tienda se disimulaba bajo el uniforme del suizo o la sobrepelliz del monaguillo, pero jamás llegué a descubrir la identidad de aquel pescador. Debía conocer a mis padres, porque al pasar nosotros saludaba con el sombrero; entonces yo iba a preguntar quién era, pero me hacía señas de que me callara para no asustar a los peces. Seguíamos por la senda de sirga que domina la corriente con una escarpa de varios pies de alto; al otro lado la orilla era baja, y se dilataba en extensos prados hasta el pueblo y hasta la estación, que estaba distante del poblado. Por aquellas tierras quedaban diseminados, medio hundidos en la hierba, restos del castillo de los antiguos condes de Combray, que en la Edad Media tenía el río como defensa, por este lado, contra los ataques de los señores de Guermantes y de los abades de Martinville. Ya no había más que unos fragmentos de torres que alzaban sus gibas, apenas aparentes en la pradera, y unas almenas, desde las cuales lanzaba antaño sus piedras el ballestero, o vigilaba el atalaya Novepont, Clairefontaine, Martinville le Sec, Bailleau le Exempt, tierras todas vasallas de Guermantes, y entre las cuales estaba enclavado Combray; hoy esas ruinas, al ras de la hierba, las dominaban los chicos de la escuela de los frailes que iban allí a estudiarse la lección, o de recreo, a jugar; pasado casi hundido en la tierra, echado a la orilla del agua como un paseante que toma el fresco, pero que inspira muchos sueños a mi imaginación, porque en el nombre de Combray me hacía superponer al pueblo de hoy una ciudad muy distinta: pasado que atraía mis pensamientos con su rostro añejo e incomprensible, medio oculto por esas florecillas llamadas botones de oro. Había muchos en aquel sitio, escogido por ellos, para jugar entre las hierbas; aislados los unos en parejas o en grupos otros, amarillos como la yema de huevo, y tanto más brillantes, porque como me parecía que no podía derivar hacia ningún intento de degustación el placer que me causaba el verlos, lo iba acumulando en su dorada superficie, hasta que llegaba a tal intensidad que producía una belleza inútil, y eso desde mi primera infancia, cuando desde la senda de sirga tendía yo los brazos hacia ellos sin poder pronunciar todavía bien su precioso nombre de Príncipes de cuento de hadas francés, llegados acaso hacía muchos siglos del Asia, pero afincados para siempre en el pueblo, contentos del modesto horizonte, satisfechos del sol y de la orilla del río, fieles a la vista de la estación, y que conservaban, sin embargo, en su simplicidad popular, como algunas de nuestras viejas telas pintadas, un poético resplandor oriental.

Entreteníame en mirar las garrafas que ponían los chicos en el río para coger pececillos, y que, llenas de agua del río, que a su vez las envuelve a ellas, son al mismo tiempo «continente» de transparentes flancos, como agua endurecida, y «contenido» encerrado en un continente mayor de cristal líquido y corriente; y me evocaban la imagen de la frescura de manera más deleitable e irritante que si estuvieran en una mesa puesta, porque me la mostraban fugitiva siempre en aquella perpetua aliteración entre el agua sin consistencia, donde las manos no podían cogerla, y el cristal sin fluidez, donde no podía gozarse el paladar. Yo me prometía ir más adelante a aquel sitio, con cañas de pescar; lograba que sacaran un poco del pan de la merienda, y lanzaba al río unas bolitas, que parecía como que bastaban para determinar en él un fenómeno de sobresaturación, porque el agua se solidificaba en seguida, alrededor de las bolillas, en racimos ovoideos de hambrientos renacuajos, que sin duda tenía hasta entonces en disolución, invisibles, y ya casi en vía de cristalizar.

En seguida empezaban a obstruir la corriente las plantas acuáticas. Primero había algunas aisladas, como aquel nenúfar atravesado en la corriente y tan desdichadamente colocado que no paraba un momento, como una barca movida mecánicamente, y que apenas abordaba una de las márgenes cuando se volvía a la otra, haciendo y rehaciendo eternamente la misma travesía. Su pedúnculo, empujado hacia la orilla, se desplegaba, se alargaba, se estiraba en el último límite de su tensión hasta la ribera, en que le volvía a coger la corriente, replegando el verde cordaje, y se llevaba a la pobre planta a aquel que con mayor razón podía llamarse su punto de partida, porque no se estaba allí un segundo sin volver a zarpar, repitiendo la misma maniobra. Yo la veía en todos nuestros paseos, y me traía a la imaginación a algunos neurasténicos, entre los cuales incluía papá a la tía Leoncia, que durante años nos ofrecen invariablemente el espectáculo de sus costumbres raras, creyéndose siempre que las van a desterrar al día siguiente, y sin perderlas jamás, cogidos en el engranaje de sus enfermedades y manías, los esfuerzos que hacen inútilmente para escapar contribuyen únicamente a asegurar el funcionamiento y el resorte de su dietética extraña, ineludible y funesta. Y así aquel nenúfar, parecido también a uno de los infelices cuyo singular tormento, repetida indefinidamente por toda la eternidad, excitaba la curiosidad del Dante, que hubiera querido oírle contar al mismo paciente los detalles y la causa del suplicio, pero que no podía porque Virgilio se marchaba a grandes zancadas y tenía que alcanzarlo, como me pasaba a mí con mis padres.

Más allá, el río modera su anchura y cruza una finca abierta al público, y cuyo amo se había divertido en tareas de horticultura acuática, criando en los reducidos estanques que allí forma el Vivonne verdaderos jardines de ninfeas. Como por aquel sitio había en las orillas mucho arbolado, la sombra de los árboles daba al agua un fondo, por lo general, de verde sombrío, pero que algunas veces, al volver nosotros en una tarde tranquila, después de un tiempo tormentoso, veía yo de color azul claro y crudo tirando a violeta, tono de interior, de gusto japonés. Aquí y allá, en la superficie, enrojecía como uña fresa una flor de ninfea escarlata con los bordes blancos. Un poco más lejos comenzaban a abundar las flores, ya no tan lisas, más pálidas, graneadas y rizosas, y dispuestas por el azar en lazos tan graciosos, que parecía que iban flotando a la deriva, tras el melancólico desfallecer de una fiesta galante, desatadas guirnaldas de rosas de espuma. Luego, había un rincón reservado a las especies vulgares que ostentaban el blanco y el rosa, propios de la juliana, lavadas con celo doméstico como la porcelana, y un pico más allá se apretaban unas contra otras, formando un verdadero macizo flotante, igual que pensamientos de un vergel, que habían venido a posar como mariposas sus alas azuladas y feas en la oblicuidad transparente de aquel torrente de agua; de aquel parterre, también celeste, porque ofrecía a las flores un suelo de más precioso color, más tierno aún que el color de las mismas flores; y ya hiciera chispear en las primeras horas de la tarde, bajo las ninfeas, el calidoscopio de una felicidad recogida, silenciosa y móvil, y ya se llenara hacia el anochecer de las rosas y los oros del Poniente, como un puerto lejano cambiaba incesantemente para estar siempre concorde, alrededor de las corolas que mantenían los tonos más fijos, con lo más profundo, fugitivo y misterioso de cada hora, con lo infinito de cada hora, y así parecía que las hizo florecer en pleno cielo.

Al salir de ese parque, el Vivonne corría de nuevo. ¡Y cuántas veces he visto, haciendo propósito de imitarlo cuando pudiera vivir a mi gusto, al paseante que suelta su remo, se echa boca arriba, con la cabeza caída en el fondo de su barca, dejándola flotar a la deriva, sin ver más que el cielo que va marchando perezosamente allá en lo alto, a ese paseante que muestra en el rostro los anticipados sabores de, la dicha y de la paz!

Nos sentábamos entre los lirios, a la orilla del agua. Por el cielo feriado, se paseaba lentamente una nube ociosa. De cuando en cuando una carpa aburrida se asomaba fuera del agua, aspirando ansiosamente. Era la hora de merendar. Antes de volver a marchar, comíamos fruta, pan y chocolate, sentados allí en la hierba, hasta donde venían horizontales, débiles, pero aun densos y metálicos, los toques de la campana de San Hilario, que no se mezclaban con el aire, que hacía tanto tiempo estaban atravesando, y que, alargados por la palpitación sucesiva de todas sus líneas sonoras, vibraban a nuestros pies, rozando las flores.

Muchas veces, a la orilla del río y entre árboles, nos encontrábamos una casita de las llamadas de recreo, aislada, perdida, sin ver otra cosa del mundo más que la corriente que bañaba sus pies. Una mujer joven, de rostro pensativo y velos elegantes, raros en aquellas tierras, y que indudablemente había ido allí a «enterrarse», según la expresión popular, a saborear el amargo placer de que allí nadie supiera su nombre, y sobre todo el nombre de aquel ser cuyo corazón perdió, se asomaba a la ventana cuyo horizonte acababa en la barca amarrada a la puerta. Alzaba, distraída, sus ojos al oír por detrás de los árboles de la orilla voces de paseantes, que, aun antes de verlos, estaba ella segura de que nunca conocieron ni conocerían al infiel, de que nada tuvieron que ver con él en el pasado ni tendrían que ver en el porvenir. Sentíase que en su gran renunciar había cambiado voluntariamente unos lugares donde al menos hubiera podido ver de lejos al amado, por éstos que nunca pisara él. Y yo la veía, al volver de un paseo, en caminos por los que sabía ella muy bien que nunca habría de pasar el ausente, quitarse de las manos resignadas unos guantes muy largos de desaprovechada gracia.

En los paseos, por el lado de Guermantes, nunca llegamos hasta el nacimiento del Vivonne, en el que yo pensaba muy a menudo, y que tenía para mí una existencia tan ideal y abstracta, que me llevé igual sorpresa cuando me dijeron que estaba en la provincia y a determinada distancia kilométrica de Combray que el día en que me enteré de que existía otro lugar concreto de la tierra donde estaba situada en la antigüedad la entrada de los infiernos. Nunca pudimos llegar tampoco hasta ese término que con tanto ardor deseaba yo: Guermantes. Sabía que allí vivían los dueños del castillo, el duque y la duquesa de Guermantes; sabía que eran personas de verdad con existencia actual; pero cuando pensaba en ellos me los representaba, ora en un tapiz, como la condesa de Guermantes de la «Coronación de Ester» de nuestra iglesia, ora con matices cambiantes, como Gilberto el Malo en la vidriera, cuando pasaba del verde lechuga al azul ciruela, según lo mirara mientras estaba tomando agua bendita o desde nuestras sillas, ora impalpable del todo, como aquella imagen de Genoveva de Brabante, antepasada de la familia de Guermantes, que la linterna mágica paseaba por las cortinas de mi cuarto o subía hasta el techo; en fin, envueltos siempre en un misterio de tiempos merovingios y bañándose como en una puesta de sol en la anaranjada luz que emana del final de su nombre, de esas dos sílabas: «antes». Pero si a pesar de eso ergo para mí como tal duque y duquesa seres reales, aunque extraños, en cambio, su persona ducal se distendía desmesuradamente, se inmaterializaba, para abarcar a ese Guermantes de su título, a todo ese «lado de Guermantes» tan soleado: al curso del río, a sus ninfeas y sus añosos árboles, a tantas tardes hermosas. Yo sabía que no sólo llevaban el título de duque y duquesa de Guermantes, sino que desde el siglo XIV, después de haber intentado vencer a sus antiguos señores, se aliaron con ellos por enlaces matrimoniales y eran condes de Combray; por consiguiente, los primeros ciudadanos de Combray, y, sin embargo, los únicos ciudadanos que no vivían en el pueblo. Condes de Combray, que tenían a Combray en medio de su nombre y de su persona, que indudablemente participaban también de un modo efectivo de aquella tristeza piadosa y extraña, característica de Combray; propietarios de la ciudad, pero no de una casa particular, y que debían vivir afuera, en la calle, entre cielo y tierra, como aquel Gilberto de Guermantes, que yo veía por su revés de laca negra, cuando, al ir por sal a casa de Camus, alzaba los ojos hacia las vidrieras del ábside.

Sucedía que por el lado de Guermantes pasábamos a veces por delante de pequeños cercados, húmedos, en donde asomaban racimos de sombrías flores. Me paraba, como si estuviera apoderándome de una noción preciosa, porque no se me figuraba tener delante un trozo de aquella región fluviátil, que con tanto ardor quise conocer desde que la viera descrita por uno de mis autores favoritos. Y con esa región, con su suelo, con su suelo cruzado por riachuelos espumeantes, identifiqué a Guermantes, que así cambió de aspecto en mi imaginación, al oír cómo nos hablaba el doctor Percepied de las flores y del agua que corría por el parque del castillo. Soñaba que la señora de Guermantes me invitaba a ir por allí, llevada por una repentina simpatía hacia mí; todo el día estaba pescando truchas conmigo al lado. Al anochecer me cogía de la mano, me pasaba por delante de los jardincillos de sus vasallos, iba mostrándome a lo largo de las cercas las flores que allí apoyaban sus mazorcas violetas o rojas, y me decía cómo se llamaban. Me hacía contarle el asunto de las poesías que tenía yo intención de escribir. Y esos sueños me avisaban de que puesto que yo quería ser escritor, ya era hora de ir pensando lo que iba a escribir. Pero en cuanto me hacía yo esta pregunta, y trataba de encontrar un asunto en que cupiera una significación filosófica infinita, mi espíritu dejaba de funcionar, no veía más que un vacío delante de mi atención, me daba cuenta de que yo no tenía cualidad genial, o acaso que una enfermedad cerebral las impedía desarrollarse. Muchas veces contaba con mi padre para arreglarlo. Tenía tanta influencia y estaba tan bienquisto con personajes de importancia, que gracias a eso pudimos violar unas leyes que Francisca me había enseñado a considerar como más ineludibles que las de la vida y la muerte; por ejemplo, logró retrasar todo un año las obras de revoco de nuestra casa, la única que escapó de todo el barrio, y logró del ministro una autorización para que el hijo de la señora de Sazerat, que quería ir a los baños, sufriera, el examen de bachiller dos meses antes, en la serie de matriculados, cuyo apellido empezaba con A, en lugar de esperar el turno de la S. Si hubiera caído gravemente enfermo, o me hubieran capturado unos bandidos, convencido yo de que mi padre tenía mucho trato con los poderes supremos, e irresistibles cartas de recomendación dirigidas a Dios, para que mi enfermedad o mi cautiverio pudieran ser otra cosa que unos simulacros sin peligro para mi persona, habría esperado tranquilo la hora del retorno a la buena realidad, la hora de la libertad o de la curación; y quizá esa falta de genio, ese negro vacío que se abría en mi espíritu cuando buscaba asuntos para mis futuras obras, era también una ilusión sin consistencia que cesaría por la intervención de mi padre, el cual ya debía de tener convenido con el Gobierno y con la Providencia que yo sería el primer escritor de mi tiempo. Pero otras veces, mientras que mis padres se impacientaban al ver que yo me quedaba atrás y no los seguía, mi vida actual, en vez de parecerme una creación artificial de mi padre, modificable a su antojo, se me representaba, por el contrario, como comprendida dentro de una realidad que no había sido hecha para mí, contra la que no valía ningún recurso, sin ningún aliado mío en su seco, y detrás de la cual nada se ocultaba. Me parecía entonces que existía como los demás humanos, que al igual de ellos envejecería y moriría, y que entre los hombres pertenecía yo a aquel género de los que no tienen disposiciones para escribir. Y descorazonado renunciaba por siempre a la literatura, a pesar de los ánimos que Bloch me había dado. Aquel sentimiento íntimo, inmediato, que yo tenía del vacío de mi pensamiento, prevalecía contra todas las palabras halagüeñas que me pudieran prodigar, lo mismo que en el alma del malo, cuyas buenas acciones alaba la gente, prevalecen los remordimientos, de su conciencia.

Un día me dijo mi madre: «Tú, que estás siempre hablando de la señora de Guermantes, entérate que cómo el doctor Percepied la trató muy bien cuando estuvo mala hace cuatro años, pues ahora va a venir a Combray para asistir a la boda de la hija del médico. Podrás verla en la ceremonia». Al doctor Percepied era la persona a quien yo oí hablar más de la duquesa de Guermantes, y hasta nos había enseñado un número de una revista ilustrada donde estaba retratada la duquesa con el disfraz que llevó a un baile de trajes dado por la princesa de León.

De pronto, durante la misa nupcial, un movimiento que hizo el pertiguero al cambiar de sitio, me descubrió sentada en una capilla a una dama de nariz grande, ojos azules y penetrantes, con una chalina hueca de seda color malva, y un granito a un lado de la nariz. Como en la superficie de su rostro encarnado, cual si estuviera acalorada, distinguí yo diluidas y apenas perceptibles parcelas de analogía con el retrato que me habían enseñado, y, sobre todo, como los rasgos particulares que yo notaba en ella, al tratar de enunciarlos se formulaban cabalmente en los mismos términos: nariz grande, ojos azules, que había empleado el doctor Percepied para describir a la duquesa de Guermantes, me dije yo que aquella dama se parecía a la señora de Guermantes; además, la capilla desde donde oía misa era la de Gilberto el Malo, en cuyas lisas tumbas, deformadas y doradas como alvéolos de miel, descansaban los antiguos condes de Brabante, y que me habían dicho estaba reservada a la familia de Guermantes cuando alguno de sus individuos iba a Combray a alguna ceremonia; verosímilmente no podía haber más que una mujer que se pareciese al retrato de la duquesa que estuviese allí aquel día, un día, precisamente, en que tenía que ir a Combray, y en aquella capilla: sí, era ella. Muy grande fue mi desencanto. Nacía éste de que yo nunca me había fijado, cuando pensaba en la señora de Guermantes, en que me la representaba con los colores de un tapiz o de una vidriera en otro siglo, y de materia distinta al resto de los mortales. Nunca se me ocurrió que pudiera tener una cara encarnada y una chalina malva, como la señora de Sazerat, y el óvalo de su rostro me recordó a tantas personas visitas de casa, que me rozó la sospecha, enseguida disipada, de que aquella dama, en su principio generador y en todas sus moléculas, quizá no era sustancialmente la duquesa de Guermantes, sino que su cuerpo, ignorante del nombre que le daban, pertenecía a cierto tipo femenino que abarcaba igualmente a mujeres de médico y de tendero. «Y ésa, nada más que ésa es la duquesa de Guermantes», decía la cara atenta y asombrada que ponía yo para contemplar aquella imagen que, naturalmente, no tenía nada que ver con la otra, que, bajo el nombre de la duquesa de Guermantes, se había aparecido tantas veces en mis sueños, porque esta cara no la había yo formado arbitrariamente, sino que me había saltado a los ojos por vez primera un momento antes en la iglesia; que no era de la misma naturaleza, coloreable a voluntad como aquélla, que se dejaba empapar en el tinte anaranjado de una sílaba, sino que era tan real, que todo, hasta el granito que se inflamaba en un lado de su nariz, atestiguaba su sujeción a las leyes de la vida, como en una apoteosis de teatro una arruga del traje de hada o un temblor de su dedo meñique delatan la presencia material de una actriz viva allí donde dudábamos si teníamos delante tan sólo una proyección luminosa.

Pero al mismo tiempo a aquella imagen clavada por su nariz saliente y su mirada penetrante en mis ojos (quizá porque mis ojos fueron los primeros que la descubrieron, los que antes la penetraron, antes de que se me pudiera ocurrir que la mujer que tenía delante pudiera ser la duquesa de Guermantes), a aquella imagen reciente, inconmovible, intenté aplicar la idea de que era la señora de Guermantes, sin lograr otra cosa que hacerla girar enfrente de la imagen, como dos discos separados por un intervalo. Pero al ver ahora que aquella señora de Guermantes con la que tanto había soñado existía realmente, fuera de mí, cobró mayor dominio aún en mi imaginación, que, paralizada un momento al contacto de una realidad tan distinta de la que esperaba, empezó a reaccionar y a decirme: «Ya cubiertos de gloria antes de Carlomagno, los Guermantes tenían derecho de vida y muerte sobre sus vasallos; la duquesa de Guermantes es una descendiente de Genoveva de Brabante. No conoce, no condescendería a conocer a ninguna de las personas que aquí están».

Y —¡oh maravillosa independencia de las miradas humanas sujetas al rostro por un cordón tan largo, tan suelto, tan extensible, que pueden pasearse ellas solas muy lejos de él!— mientras que la señora de Guermantes estábase sentada en la capilla encima de las tumbas de sus antepasados muertos, su mirada vagaba y allá, subía por los pilares, y hasta se posaba en mí como un rayo de sol que errara por la nave, pero rayo de sol que me parecía consciente en el momento de acariciarme. En cuanto a la propia señora de Guermantes, como quiera que estaba inmóvil, sentada a modo de madre, que hace como que no ve las audaces travesuras y los indiscretos atrevimientos de sus niños que juegan y hablan con personas desconocidas, me fue imposible saber si aprobaba o censuraba, en el ocio de su espíritu, la errabundez de aquellas miradas.

Tenía interés en que no se marchara antes de que yo la hubiera podido mirar bastante, porque me acordaba que desde años antes consideraba el verla cosa muy codiciada; y no apartaba la vista de ella, como si cada una de mis miradas tuviera poder para llevarse materialmente a mi interior, y dejarlo allí en reserva, el recuerdo de la nariz saliente, de las mejillas encarnadas, de las particularidades todas que se me representaban como otros tantos preciosos datos auténticos y singulares respecto a su rostro. Ahora que la embellecía con todos los pensamientos a ella relativos, y sobre todo, acaso con el deseo que siempre tenemos de no sufrir un desencanto, forma del instinto de conservación de lo mejor de nuestro ser, y volvía a colocarla (puesto que ella y la duquesa de Guermantes, que yo hasta entonces había evocado, eran una misma persona) en lugar aparte de los demás mortales, con los que la confundiera un momento, al ver pura y simplemente su cuerpo, me irritaba el oír a mi alrededor: «Es más guapa que la mujer de Sazerat, es más guapa que la hija de Vinteuil», como si se las pudiera comparar. Y mis miradas se posaban en su pelo rubio, en sus ojos azules, en el arranque de su cuello, y omitía los rasgos que hubieran podido recordarme otras fisonomías, hasta que yo acababa por exclamar, ante aquel croquis voluntariamente incompleto: «¡Cuánta nobleza! Cómo se ve que tengo delante a una altiva Guermantes, a una descendiente de Genoveva de Brabante». Y la atención con que yo iluminaba su rostro la aislaba de tal modo, que cuando hoy me pongo a pensar en esa ceremonia, me es imposible ver a ninguno de los asistentes a ella, exceptuando a la duquesa y al pertiguero, que contestó afirmativamente a mi pregunta de si aquella dama era la señora de Guermantes. Y la veo, sobre todo en el momento del desfile por la sacristía, alumbrada por el sol intermitente y cálido de un día huracanado y tormentoso; estaba la señora de Guermantes rodeada por toda aquella gente de Combray, de la que ni siquiera sabía los nombres, pero cuya inferioridad proclamaba demasiado alto la supremacía suya, para no inspirarle una sincera benevolencia hacia aquellas personas, a las que pensaba imponerse afín más a fuerza de sencillez y buena gracia. Y como no podía omitir esas miradas voluntarias, cargadas de un significado preciso, que se dirigen a un conocido, dejaba a sus distraídos pensamientos escaparse incesantemente por delante de ella en un torrente de luz azulada imposible de contener, y que no quería que molestara o pareciese despectivo a aquellas buenas gentes que encontraba a su paso y que rozaba a cada instante. Todavía estoy viendo, allá encima de su chalina malva, hueca y sedosa, el cándido asombro de sus ojos, al que añadía, sin atreverse a destinarla a nadie determinado, pero para que todos participaran de ella, una sonrisa vagamente tímida de señora feudal, que parece como que se disculpa ante sus vasallos y les indica su cariño. Aquella sonrisa se posó en mí, que estaba sin quitar ojo de la duquesa. Entonces, acordándome de la mirada que en mí puso durante la misa, azul como un rayo de sol que atravesara la vidriera de Gilberto el Malo, me dije: «No cabe duda de que se fija en mí». Creí que yo le gustaba, que seguiría pensando en mí después de salir de la iglesia, y que acaso por causa mía se sintiera melancólica aquella tarde en Guermantes. Y en seguida la quise, porque si algunas veces basta para que nos enamoremos de una mujer con que nos mire despectivamente, como a mí se me figuraba que me miró la hija de Swann, y con pensar que jamás será nuestra, también otras veces no requiere el enamorarse más que una mirada bondadosa, como la de la señora de Guermantes, y la idea de que acaso esa mujer sea nuestra algún día. Sus ojos azuleaban como una vincapervinca imposible de coger, pero que, sin embargo, era para mí; y el sol, amenazado por un nubarrón, pero asaeteando aún con toda su fuerza la plaza y la sacristía, daba una coloración de geranio a la alfombra roja puesta para la solemnidad, y por encima de la cual avanzaba sonriente la duquesa de Guermantes, y añadía a su lana un vello rosado, una epidermis de luz, esa especie de ternura, de seria dulzura en la pompa y en el gozo, características de algunas páginas de Lohengrin y de ciertas pinturas de Carpaccio, y que explican por qué Baudelaire pudo aplicar al sonido de la corneta el epíteto de delicioso.

Desde aquel día, en mis paseos por el lado de Guermantes sentí con mayor pena que nunca carecer de disposiciones para escribir y tener que renunciar para siempre a ser un escritor famoso. La pena que sentía, mientras que me quedaba solo soñando a un lado del camino, era tan fuerte; que para no padecerla, mi alma, espontáneamente, por una especie de inhibición ante el dolor, dejaba por completo de pensar en versos y en novelas, en un porvenir poético que mi falta de talento me vedaba esperar. Entonces, y muy aparte de aquellas preocupaciones literarias; sin tener nada que ver con ellas, de pronto un tejado, un reflejo de sol en una piedra, el olor del camino, hacíanme pararme por el placer particular que me causaban y además porque me parecía que ocultaban por detrás de lo visible una cosa que me invitaban a ir a coger, pero que, a pesar de mis esfuerzos, no lograba descubrir. Como me daba cuenta de que ese algo misterioso se encerraba en ellos, me quedaba parado, inmóvil, mirando, anheloso, intentando atravesar con mi pensamiento la imagen o el olor. Y si tenía que echar a correr detrás de mi abuelo para seguir el paseo, hacíalo cerrando los ojos, empeñado en acordarme exactamente de la silueta del tejado o del matiz de la piedra, que sin que yo supiera por qué, me parecieron llenas de algo, casi a punto de abrirse y entregarme aquello de que no eran ellas más que vestidura. Claro que impresiones de esa clase no iban a restituirme la perdida esperanza de poder ser algún día escritor y poeta porque siempre se referían a un objeto particular sin valor intelectual y sin relación con ninguna verdad abstracta. Pero al menos proporcionábanme un placer irreflexivo, la ilusión de algo parecido a la fecundidad, y así me distraían de mi tristeza, de la sensación de impotencia que experimentaba cada vez que me ponía a buscar un asunto filosófico para una magna obra literaria. Pero el deber de conciencia que me imponían esas impresiones de forma, de perfume y de color —intentar discernir lo que tras de ellas se ocultaba— era tan arduo, que en seguida me daba excusas a mí mismo para poder sustraerme a esos esfuerzos y ahorrarme ese cansancio. Por fortuna, entonces me llamaban mis padres, y yo veía que en aquel momento carecía de la tranquilidad necesaria para proseguir mi rebusca, y que más valía no pensar en eso hasta que volviera a casa, y no cansarme inútilmente por adelantado. Y ya no me preocupaba de aquella cosa desconocida que se envolvía en una forma o en un aroma, y que ahora estaba muy quieta porque la llevaba a casa protegida con una capa de imágenes, y luego me la encontraría viva, como los peces que traía cuando me dejaban ir de pesca, en mi cestito, bien cubiertos de hierba, que los conservaba frescos. Una vez en casa, me ponía a pensar en otra cosa, y así iban amontonándose en mi espíritu (como se acumulaban en mi cuarto las flores cogidas en mis paseos y los regalos que me habían hecho) una piedra por la que corría un reflejo, un tejado, una campanada, el olor de unas hojas, imágenes distintas que cubren el cadáver de aquella realidad presentida que no llegué a descubrir por falta de voluntad. Hubo un día, sin embargo, en que tuve una sensación de ésas y no la abandoné sin haberla profundizado un poco: nuestro paseo se había prolongado mucho más de lo ordinario, y a la mitad del camino de vuelta nos alegramos mucho de encontrarnos con el doctor Percepied, que pasaba en su carruaje a rienda suelta y nos conoció y nos hizo subir a su coche. A mí me pusieron junto al cochero; corríamos como el viento, porque el doctor tenía aún que hacer una visita en Martinville le Sec; nosotros quedamos, en esperarlo a la puerta de la casa del enfermo. A la vuelta de un camino sentí de pronto ese placer especial, y que no tenía parecido con ningún otro, al ver los dos campanarios de Martinville iluminados por el sol poniente y que con el movimiento de nuestro coche y los zigzags del camino cambiaban de sitio, y luego el de Vieuxvicq, que, aunque estaba separado de los otros dos por una colina y un valle y colocada en una meseta más alta de la lejanía, parecía estar al lado de los de Martinville.

Al fijarme en la forma de sus agujas, en lo movedizo de sus líneas, en lo soleado de su superficie, me di cuenta de que no llegaba hasta lo hondo de mi impresión, y que detrás de aquel movimiento, de aquella claridad, había algo que estaba en ellos y que ellos negaban a la vez.

Parecía que los campanarios estaban muy lejos, y que nosotros nos acercábamos muy despacio, de modo que cuando unos instantes después paramos delante de la iglesia de Martinville, me quedé sorprendido. Ignoraba yo el porqué del placer que sentí al verlos en el horizonte, y se me hacía muy cansada la obligación de tener que descubrir dicho porqué; ganas me estaban dando de guardarme en reserva en la cabeza aquellas líneas que se movían al sol, y no pensar más en ellas por el momento. Y es muy posible que de haberlo hecho, ambos campanarios se hubieran ido para siempre a parar al mismo sitio donde fueran tantos árboles, tejados, perfumes y sonidos, que distinguí de los demás por el placer que me procuraron y que luego no supe profundizar. Mientras esperábamos al doctor, bajé a hablar con mis padres. Nos pusimos de nuevo en marcha, yo en el pescante como antes, y volví la cabeza para ver una vez más los campanarios, que un instante después tornaron a aparecerse en un recodo del camino. Como el cochero parecía no tener muchas ganas de hablar y apenas si contestó a mis palabras, no tuve más remedio, a falta de otra compañía, que buscar la mía propia, y probé a acordarme de los campanarios. Y muy pronto sus líneas y sus superficies soleadas se desgarraron, como si no hubieran sido más que una corteza; algo de lo que en ellas se me ocultaba surgió; tuve una idea que no existía para mí el momento antes, que se formulaba en palabras dentro de mi cabeza, y el placer que me ocasionó la vista de los campanarios creció tan desmesuradamente, que dominado por una especie de borrachera, ya no pude pensar en otra cosa. En aquel momento, cuando ya nos habíamos alejado de Martinville, volví la cabeza, y otra vez los vi, negros ya, porque el sol se había puesto. Los recodos del camino me los fueron ocultando por momentos, hasta que se mostraron por última vez y desaparecieron.

Sin decirme que lo que se ocultaba tras los campanarios de Martinville debía de ser algo análogo a una bonita frase, puesto que se me había aparecido bajo la forma de palabras que me gustaban, pedí papel y lápiz al doctor, y escribí, a pesar de los vaivenes del coche, para alivio de mi conciencia y obediencia a mi entusiasmo, el trocito siguiente, que luego me encontré un día, y en el que apenas he modificado nada:

«Solitarios, surgiendo de la línea horizontal de la llanura, como perdidos en campo raso, se elevaban hacia los cielos las dos torres de los campanarios de Martinville. Pronto se vieron tres; porque un campanario rezagado, el de Vieuxvicq, los alcanzó, y con una atrevida vuelta se plantó frente a ellos. Los minutos pasaban; íbamos aprisa, y, sin embargo, los tres campanarios estaban allá lejos, delante de nosotros, como tres pájaros al sol, inmóviles, en la llanura. Luego, la torre de Vieuxvicq se apartó, fue alejándose, y los campanarios de Martinville se quedaron solos, iluminados por la luz del poniente, que, a pesar de la distancia, veía yo jugar y sonreír en el declive de su tejado. Tanto habíamos tardado en acercarnos, que estaba yo pensando en lo que aún nos faltaría para llegar, cuando de pronto el coche dobló un recodo y nos depositó al pie de las torres, las cuales se habían lanzado tan bruscamente hacia el carruaje, que tuvimos el tiempo justo para parar y no toparnos con el pórtico. Seguimos el camino; ya hacía rato que habíamos salido de Martinville, después que el pueblecillo nos había acompañado unos minutos, y aún solitarios en el horizonte, sus campanarios y el de Vieuxvicq nos miraban huir, agitando en señal de despedida sus soleados remates. De cuando en cuando uno de ellos se apartaba, para que los otros dos pudieran vernos un momento más; pero el camino cambió de dirección, y ellos, virando en la luz como tres pivotes de oro, se ocultaron a mi vista. Un poco más tarde, cuando estábamos cerca de Combray y ya puesto el sol, los vi por última vez desde muy lejos: ya no eran más que tres flores pintadas en el cielo, encima de la línea de los campos. Y me trajeron a la imaginación tres niñas de leyenda, perdidas en una soledad, cuando va iba cayendo la noche: mientras que nos alejábamos al galope, las vi buscarse tímidamente, apelotonarse, ocultarse unas tras otra hasta no formar en el cielo rosado más que una sola mancha negra, resignada y deliciosa, y desaparecer en la oscuridad.»

No he vuelto a pensar en esta página; pero recuerdo que en aquel momento, cuando en el rincón del pescante donde solía colocar el cochero del doctor un cesto con las aves compradas en el mercado de Roussainville la acabé de escribir, me sentí tan feliz, tan libre del peso de aquellos campanarios y de lo que ocultaban, que, como si yo fuera también una gallina y acabara de poner un huevo, me puse a cantar a grito pelado.

Durante el día, en aquellos paseos no pensaba más que en lo grato que sería tener amistad con la duquesa de Guermantes, pescar truchas, pasearme en barca por el Vivonne, y ávido de felicidad, sólo pedía a la vida en aquellos momentos que se compusiera de una serie de tardes felices. Pero cuando en el camino de vuelta veía a la izquierda una alquería bastante separada de otras dos, que, por el contrario, estaban muy juntas, y desde la cual, para entrar en Combray, no había más que seguir una alameda de robles que tenía a un lado prados con sus cercas; plantados a distancias iguales de manzanos que a la hora del poniente ponían por tierra el dibujo japonés de sus sombras, mi corazón comenzaba de pronto a latir apresuradamente porque sabía que antes de media hora estaríamos en casa, y que como era reglamentario, los días que se iba por el lado de Guermantes y se cenaba más tarde a mí me mandarían a acostarme en cuanto tomara la sopa, de modo que mi madre, retenida en el comedor como si hubiera invitados, no subiría a decirme adiós a mi cuarto. La zona de tristeza en que acababa de penetrar, se distinguía tan perfectamente de la zona a la que en un momento antes me lanzaba yo alegremente, como en algunos cielos hay una línea que separa una banda de color rosa de otra verde o negra. Y vemos a un pájaro volando por el espacio rosa, que va a llegar a su límite, que lo toca ya, que entra en la zona negra. Los deseos que hacía un instante me asaltaban de ir a Guermantes, de viajar y ser feliz, me eran ahora tan ajenos, que su cumplimiento no me hubiera dado gozo alguno. ¡Con qué gusto hubiera cambiado todo eso por poder estarme llorando toda la noche en brazos de mamá! Sentía escalofríos, no apartaba mis angustiadas miradas del rostro de mi madre, del rostro que aquella noche no aparecería por la alcoba donde yo me estaba viendo ya con el pensamiento; y deseaba la muerte. Y aquello duraría hasta la mañana siguiente, cuando los rayos del sol matinal apoyaran sus barras, como el jardinero, en el muro cubierto de capuchinas que trepaban hasta mi ventana, y saltara yo de la cama para bajar corriendo al jardín, sin acordarme ya de que la noche volvería a traer consigo la hora de separarme de mamá. Y de ese modo, por el lado de Guermantes, he aprendido a distinguir esos estados que se suceden en mi ánimo, durante ciertos períodos, y que se reparten cada uno de mis días, llegando uno de ellos a echar al otro con la puntualidad de la fiebre; estados contiguos, pero tan ajenos entre sí, tan faltos de todo medio de intercomunicación, que cuando me domina uno de ellos no puedo comprender, ni siquiera representarme, lo que deseé, temí o hice cuando me poseía el otro.

Así, el lado de Méséglise y el lado de Guermantes, para mí, están unidos a muchos menudos acontecimientos de esa vida, que es la más rica en peripecias y en episodios de todas las que paralelamente vivimos, de la vida intelectual. Claro es que va progresando en nosotros insensiblemente, y el descubrimiento de las verdades que nos la cambian de significación y de aspecto y nos abren rutas nuevas, se prepara en nuestro interior muy lentamente, pero de modo inconsciente; así que, para nosotros, datan del día, del minuto en que se nos hicieron visibles. Y las flores, que entonces estaban jugando en la hierba; el agua que corría al sol, el paisaje entero que rodeó su aparición, siguen acompañándolas en el recuerdo con su rostro inconsciente o distraído; y ese rincón de campo, ese trozo de jardín, no podían imaginarse cuando los estaba contemplando un niño soñador, un transeúnte humilde —como un memorialista confundido con la multitud que admira a un rey—, que gracias a él estaban llamados a sobrevivir hasta en lo más efímero de sus particularidades; y, sin embargo, a ese perfume de espino que merodea a lo largo de un seto donde pronto vendrá a sucederle el escaramujo, a ese ruido de pasos sin eco en la arena de un paseo, a la burbuja formada en una planta acuática por el agua del río y que estalla en seguida, mi exaltación las ha llevado a través de muchos años sucesivos, se los ha hecho franquear a salvo, mientras que por alrededor los caminos se han ido borrando, han muerto las gentes que los pisaban. Muchas veces, ese trozo de paisaje que así llega hasta mí, se destaca tan aislado de todo lo que flota vagamente en mi pensamiento, como una florida Delos, sin que me sea posible decir de qué país, de qué época —quizá de qué sueño, sencillamente— me viene. Pero el poder pensar en el lado de Guermantes y en el de Méséglise, se lo debo a esos yacimientos profundos de mi suelo mental, a esos firmes terrenos en que todavía me apoyo. Como creía en las cosas y en las personas cuando andaba por aquellos caminos, las cosas y las personas que ellos me dieron a conocer son los únicos que tomo aún en serio y que me dan alegría. Ya sea porque en mí se ha cegado fe creadora, o sea porque la realidad no se forme más que en la memoria, ello es que las flores que hoy me enseñan por vez primera no me parecen flores de verdad. El lado de Méséglise, con sus lilas, sus espinos blancos, sus acianos, sus amapolas y sus manzanos, el lado de Guermantes, con el río lleno de renacuajos, sus ninfeas y sus botones de oro, forman para siempre jamás la fisonomía de la tierra donde quisiera vivir, y a la que exijo, ante todo, que en ella se pueda ir a pescar, pasearse en barca, ver ruinas de fortificaciones góticas, y encontrarse en medio de los trigales, como San Andrés del Campo estaba, una iglesia monumental, rústica y dorada como un almiar; y los acianos, los espinos, los manzanos con que a veces me encuentro en los campos cuando viajo, se ponen inmediatamente en comunicación con mi corazón, porque están a la misma profundidad al mismo nivel de mi rasado. Y, sin embargo, como todos los sitios tienen algo de individual, cuando me asalta el deseo de ver otra vez el lado de Guermantes, no se satisfaría con que me llevaran a la orilla de un río donde hubiera ninfeas tan hermosas o más hermosas que en el Vivonne, como por la noche al volver a casa —a la hora en que despertaba dentro de mí esa angustia que más tarde emigra al amor y puede hacerse inseparable de este sentimiento amoroso—, no hubiera yo querido que subiera a decirme adiós una madre más hermosa y más inteligente que la mía. No; lo mismo que lo que yo necesitaba para dormirme feliz y con esa paz imperturbable que ninguna mujer me ha podido dar luego, porque hasta el momento de creer en ellas se duda de ellas, y nunca nos dan el corazón, como me daba mi madre el suyo, en un beso entero y sin ninguna reserva, sin sombra de una intención que no fuera dirigida a mí —lo mismo que lo que yo necesitaba— es que fuera ella la que inclinara hacia mí aquel rostro que tenía junto a un ojo un defecto, según decían, pero que a mí me gustaba tanto como lo demás, así lo que yo quiero ver es el lado de Guermantes que conocí yo, con la alquería separada de las otras dos que están juntas, apretadas una contra otra, al principio de la alameda de robles; son esas praderas donde se reflejan, cuando el sol las pone lustrosas como una charca, las hojas del manzano; es ese paisaje cuya individualidad viene a veces durante la noche en mis sueños a sobrecogerme con una fuerza casi fantástica, imposible de encontrar luego cuando me despierto. Indudablemente, el lado de Méséglise o el lado de Guermantes me han expuesto luego a muchas decepciones y a muchas faltas, porque unieron dentro de mí indisolublemente impresiones distintas que no tenían otro lazo que el haberlas sentido allí al mismo tiempo. Porque muchas veces he tenido deseos de ver a una persona sin darme cuenta de que era sencillamente porque me recordaba un seto de espinos, y he llegado a creer y a hacer creer en un retoñar del cariño donde no había más que deseo de viaje. Por eso mismo también, como están presentes en aquellas de mis impresiones actuales con que tienen relación, les dan cimiento y profundidad, una dimensión más que a las otras. Y de ese modo les infunden un encanto y una significación que sólo yo puedo gozar. Cuando en las noches estivales, el cielo armonioso gruñe como una fiera y todo el mundo se enfada con la tormenta que llega, si yo me quedo solo, extático, respirando a través del rumor de la lluvia el olor de unas lilas invisibles y persistentes, al lado de Méséglise se lo debo.

***

Y así me estaba muchas veces, hasta que amanecía, pensando en la época de Combray, en mis noches de insomnio, en tantos días cuya imagen me trajo recientemente el sabor —el «perfume» hubieran dicho en Combray— de una taza de té, y por asociación de recuerdos en unos amores que tuvo Swann antes de que yo naciera, y de los cuales me enteré años después de salir de Combray, con esa precisión de detalles más fácil de obtener a veces tratándose de la vida de personas ya muertas hace siglos, que de la vida de nuestro mejor amigo, y que parece cosa imposible, como lo parece el que se pueda hablar de ciudad a ciudad, mientras ignoramos el rodeo que se ha dado para salvar la imposibilidad. Todos esos recuerdos, añadidos unos a otros, no formaban más que una masa, pero podían distinguirse entre ellos —entre los más antiguos y los más recientes, nacidos de un perfume, y otros que eran los recuerdos de una persona que me los comunicó a mi— ya que no fisuras y grietas de verdad, por lo menos ese veteado, esa mezcolanza de coloración que en algunas rocas y mármoles indican diferencias de origen, de edad y de «formación».

Claro es que cuando se acercaba el día ya hacía rato que estaba disipada la incertidumbre de mi sueño. Sabía en qué alcoba me encontraba realmente, la había ido reconstruyendo a mi alrededor en la oscuridad y —ya orientándome por la memoria tan sólo, y ayudándome con un pálido resplandor, debajo del dial ponía yo los cortinones del balcón— la reconstruía y la amueblaba toda entera, como un arquitecto y un tapicero que respetan los huecos primitivos de las ventanas y las puertas; colocaba los espejos y ponía la cómoda en su sitio de siempre. Pero apenas la luz del día —y no ese reflejo de una última brasa en una barra de cobre que yo confundiera antes con el día— trazaba en la oscuridad, como con yeso, su primera raya blanca y rectificativa, la ventana con sus visillos se marchaba del marco de la puerta en donde ya la había colocado erróneamente, mientras que la mesa, instalada en aquel lugar por mi torpe memoria huía a toda velocidad para hacer hueco a la ventana, llevándose por delante la chimenea y apartando la pared del pasillo; un patinillo triunfaba en donde un instante antes se extendía el tocador, y la morada que yo reconstruyera en las tinieblas se iba en busca de las moradas entrevistas en el torbellino del despertar, puesta en fuga por ese pálido signo que trazó por encima de sus cortinas el dedo tieso de la luz del día.

 

 

SEGUNDA PARTE:

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