Unos amores de Swann

Para figurar en el «cogollito», en el clan, en el «grupito» de los Verdurin, bastaba con una condición, pero ésta era indispensable: prestar tácita adhesión a un credo cuyo primer artículo rezaba que el pianista, protegido aquel año por la señora de Verdurin, aquel pianista de quien decía ella: «No debía permitirse tocar a Wagner tan bien», se «cargaba» a la vez a Planté y a Rubinstein, y que el doctor Cottard tenía más diagnóstico que Potain. Todo «recluta nuevo» que no se dejaba convencer por los Verdurin de que las reuniones que daban las personas que no iban a su casa eran más aburridas que el ver llover, era inmediatamente excluido. Como las mujeres se revelaban a este respecto más que los hombres a deponer toda curiosidad mundana y a renunciar al deseo de enterarse por sí mismas de los atractivos de otros salones, y como los Verdurin se daban cuenta de que ese espíritu crítico podía, al contagiarse, ser fatal para la ortodoxia de la pequeña iglesia suya, poco a poco fueron echando a todos los fieles del sexo femenino.

Aparte de la mujer del doctor, una señora joven, aquel año estaban casi reducidos (aunque la señora de Verdurin era muy virtuosa y pertenecía a una riquísima familia de la clase media, con la que había ido cesando poco a poco todo trato) a una persona casi perteneciente al mundo galante; la señora de Crécy, a la que llamaba la señora de Verdurin por su nombre de pila, Odette, y la consideraba como un «encanto», y a la tía del pianista, que debía estar muy al tanto de las costumbres de portal y escalera; personas ambas que no sabían nada del gran mundo, y de tanta candidez, que fue muy fácil convencerlas de que la princesa de Sagan y la duquesa de Guermantes tenían que pagar a unos cuantos infelices para no tener desiertas sus mesas, tanto que si aquellas dos grandes señoras hubieran invitado a la ex portera y a la demimondaine habrían recibido una desdeñosa negativa.

Los Verdurin no daban comidas: siempre había en su casa «cubierto puesto». No se hacían programas para la reunión de después de cenar. El pianista tocaba, pero sólo si «le daba por ahí», porque allí no se obligaba a nadie; ya lo decía el señor Verdurin: «¡Todo por los amigos, vivan los camaradas!». Si el pianista quería tocar la cabalgata de La Walkyria o el preludio de Tristán, la señora de Verdurin protestaba, no porque esa música le desagradara, sino porque al contrario, la impresionaba demasiado. «¿Es que se empeña usted en que tenga jaqueca? Ya sabe usted que cada vez que toca eso pasa lo mismo. Mañana, cuando quiera levantarme, se acabó, ya no soy nada.» Si no se tocaba el piano, había charla, y algún amigo, por lo general el pintor favorito de tanda, «soltaba», como decía Verdurin, «una paparrucha fenomenal que retorcía a todos de risa», sobre todo a la señora de Verdurin —tan aficionada a tomar en sentido propio las expresiones figuradas de sus emociones— que una vez el doctor Cottard (entonces joven principiante) tuvo que ponerle en su sitio una mandíbula que se le había desencajado a fuerza de reír.

Estaba prohibido el frac, porque allí todos eran «camaradas», y para no parecerse en nada a los «pelmas», a los que se tenía más miedo que a la peste, y que eran invitados tan sólo a grandes reuniones, que daban los Verdurin muy de tarde en tarde, y tan sólo cuando podían servir para entretenimiento del pintor para dar a conocer al pianista. El resto del tiempo se contentaban con representar charadas, cenar vestidos con los disfraces, pero en la intimidad, y sin introducir ningún extraño al «cogollito».

Pero a medida que los «camaradas» iban tomando más importancia en la vida de la señora de Verdurin, el dictado de pelma y de réprobo lo aplicaba a todo lo que impedía a los amigos que fueran a su casa, a lo que los llamaba a otra parte; a la madre de éste, a la profesión de aquél o a la casa de campo y salud delicada de un tercero. Cuando el doctor Cottard se levantaba de la mesa y consideraba imprescindible salir para ir a ver un enfermo grave, le decía la señora de Verdurin: «¡Quién sabe!, quizá le siente mejor que no vaya usted esta noche a molestarlo; pasará muy bien la noche sin usted, y mañana va usted tempranito y se lo encuentra bueno». En cuanto entraba diciembre se ponía mala de pensar en que los fieles «desertarían» el día de Navidad y el de Año Nuevo. La tía del pianista exigía que la familia cenara aquella noche en la intimidad, en casa de la madre de ella.

—Y se le figura a usted que se va a morir su madre —exclamaba ásperamente la señora de Verdurin—, si no va usted a cenar con ella la noche de Año Nuevo, como hacen en provincias.

Esas inquietudes retornaban para Semana Santa.

—Doctor, supongo que usted, un sabio, un hombre sin prejuicios, ¿vendrá el Viernes Santo como un día cualquiera? —dijo a Cottard el primer año, con tono tranquilo, como el que está seguro de lo que le van a contestar. Pero esperaba la respuesta temblando, porque si no iba el doctor, corría peligro de estarse sola aquella noche.

—Sí, sí, vendré el Viernes Santo a despedirme, porque nos vamos a pasar la Pascua de Resurrección a Auvernia.

—¿A Auvernia? Para dar de comer a pulgas y piojos. ¡Que les haga buen provecho!

Y tras un momento de silencio:

—Por lo menos, si nos lo hubiera usted dicho, habría podido organizarse algo y hacer el viaje juntos y con más comodidad.

Igualmente, cuando alguno de los «fieles» tenía un amigo, o una «parroquiana», un flirt, que podían ser causa de «deserción», los Verdurin, que no se asustaban de que una mujer tuviera un amante con tal de que hablaran de su casa y de que la amiga no lo antepusiera a ellos, decían: «Pues bueno, traiga usted a ese amigo». Y se lo llevaba a prueba, para ver si era capaz de no guardar ningún secreto a la señora de Verdurin y si se lo podía agregar al clan. En caso desfavorable, se llamaba aparte al fiel que lo había presentado, y se le hacía el favor de mal quistarlo con su amigo o su querida. Y en caso favorable, el «nuevo» pasaba a ser «fiel». Así que cuando aquel año la demimondaine contó al señor Verdurin que había conocido a un hombre encantador, un señor Swann, e insinuó que él tendría mucho gusto en poder ir a aquellas reuniones, Verdurin transmitió acto continuo la petición a su esposa. (Nunca opinaba hasta que ella había opinado, y su misión particular era poner en ejecución los deseos de su mujer y los de los fieles, con gran riqueza de ingenio.)

—Aquí tienes a la señora de Crécy, que te quiere pedir una cosa. Le gustaría presentarte a un amigo suyo, al señor Swann. ¿Qué te parece?

—Pero vamos a ver, ¿se puede negar algo a una preciosidad como ésta? Sí, preciosidad; usted cállese, no se le pregunta su opinión.

—Bueno, como usted quiera —contestó Odette, en tono de discreteo—, ya sabe usted que yo no ando fishing for compliments.

—Bueno, pues traiga usted a su amigo, si es simpático.

Claro que el «cogollito» no guardaba ninguna relación con la clase social en que se movía Swann, y un puro hombre de mundo hubiera considerado que no valía la pena de gozar una posición excepcional, como la de Swann, para ir luego a que lo presentaran en casa de los Verdurin. Pero a Swann le gustaban tanto las mujeres, que cuando trató a casi todas las de la aristocracia y las conoció bien, ya no consideró aquellas cartas de naturalización, casi títulos de nobleza, que le había otorgado el barrio de Saint-Germain, más que como una especie de valor de cambio, de letra de crédito, que por sí no valía nada, pero gracias a la cual podía ser recibido muy bien en un rinconcillo de Provincias o en un oscuro círculo social de París, donde había una chica del hidalgo del pueblo o del escribano, que le gustaba. Porque el amor o el deseo le infundían entonces un sentimiento de vanidad que no tenía en su vida de costumbre (aunque ese sentimiento debió de ser el que antaño lo empujara hacia esa carrera de vida elegante donde malgastó en frívolos placeres las dotes de su espíritu y puso su erudición en materias de arte a la disposición de damas de alcurnia que querían comprar cuadros o amueblar sus hoteles), y que lo inspiraba el deseo de brillar a los ojos de una desconocida que le cautivara con mayor elegancia de la que implicaba el solo nombre de Swann. Lo deseaba, especialmente, cuando la desconocida era de condición humilde. Lo mismo que un hombre inteligente no tiene miedo de parecer tonto a otro hombre inteligente, el hombre elegante no teme que su elegancia pase inadvertida para el gran señor, sino para el rústico. Las tres cuartas partes de los alardes de ingenio y las mentiras de vanidad que, rebajándose, prodigaron desde que el mundo es mundo los hombres, van dedicadas a gente inferior. Y Swann, que con una duquesa era descuidado y sencillo, se daba tono y tenía miedo de verse despreciado ante una criada.

No era de esas personas que por pereza o por resignado sentimiento de la obligación, que crea la grandeza social de estarse siempre amarrado a cierta orilla, se abstienen de los placeres que les ofrece la vida fuera de la posición social en que viven confinados hasta su muerte, y acaban por contentarse cuando se acostumbran, y a falta de cosa mejor, con llamar placeres a las mediocres diversiones y los aburrimientos soportables que esa vida encierra. Swann no hacía porque le parecieran bonitas las mujeres con que pasaba el tiempo, sino que hacía por pasar el tiempo con las mujeres que le habían parecido bonitas. Y muchas veces eran mujeres de belleza bastante vulgar: porque las cualidades físicas que buscaba estaban, sin darse cuenta él, en oposición completa con las que admiraba en los tipos de mujer de sus pintores o escultores favoritos. La profundidad y la melancolía de expresión eran un jarro de agua para su sensualidad, que despertaba, en cambio, ante una carne sana, abundante y rosada.

Si en un viaje se encontraba con una familia, con la que habría sido más elegante no trabar relación, pero en la que alguna mujer se le aparecía revestida de un encanto nuevo, guardar el decoro, engañar el deseo que ella inspiró, sustituir con un placer distinto el que habría podido sacar de esa mujer escribiendo a una antigua querida suya para que fuera a reunírsele, le hubiera parecido una abdicación tan cobarde ante la vida, una renuncia tan estúpida a un placer nuevo, como si en vez de viajar se estuviera encerrado en su cuarto viendo vistas de París. No se encerraba en el edificio de sus relaciones, sino que había hecho de él, para poder alzarlo de nuevo desde su base y a costa de nuevas fatigas, en cualquier parte donde hubiera una mujer que le gustaba, una tienda desmontable como las que llevan los exploradores. Y consideraba sin valor, por envidiable que a otros pareciera, todo lo que tenía traducción o cambio a un placer nuevo y con un placer nuevo. Muchas veces su crédito con una duquesa, formado de los muchos deseos que la dama había tenido durante años y años de serle agradable, sin encontrar nunca la ocasión, se venía abajo de un golpe, porque Swann le pedía, en un indiscreto telegrama, una recomendación telegráfica que inmediatamente lo pusiera en relación con un intendente suyo, que tenía una hija que había llamado la atención de Swann en el campo, comportamiento semejante al de un hambriento que da un diamante por un pedazo de pan. Y aquello, después de hecho, le divertía muchas veces, porque tenía Swann, contrapesada por sutiles delicadezas, cierta cazurrería. Pertenecía a esa clase de hombres inteligentes que viven sin hacer nada, en ociosidad, y buscan consuelo y acaso excusa en la idea de que esa ociosidad ofrece a su inteligencia temas tan dignos de interés como el arte o el estudio, y que la «vida» contiene situaciones más interesantes y novelescas que todas las novelas. Y así se lo aseguraba, y convencía de ello a sus más finos amigos, especialmente al barón de Charlus, al cual divertía mucho contándole aventuras picantes que le habían ocurrido; por ejemplo, que se encontraba en el tren a una mujer, que luego llevaba a su casa, y que resultaba ser la hermana de un rey que por entonces tenía en sus manos todos los hilos de la política europea, de la cual venía él a enterarse perfectamente y de un modo sumamente grato; o que, por un raro juego de circunstancias, dependía de la elección de Papa que hiciera el cónclave el que se ganara o no los favores de una cocinera.

Y no sólo ponía Swann cínicamente en el trance de servirle de terceros a la brillante falange de viudas, generales y académicos con quienes tenía particular amistad. Todos sus amigos solían recibir, de cuando en cuando, cartas suyas, pidiendo una esquela de recomendación o de presentación, con una habilidad diplomática tal, que, mantenida a través de sucesivos amores y pretextos distintos, revelaba, mucho mejor que lo hubieran revelado repetidas torpezas, un carácter permanente y una identidad de objetivos. Muchos años después, cuando empecé a interesarme por su carácter, a causa de las semejanzas que en otros aspectos ofrecía con el mío, me gustaba oír contar que cuando escribía Swann a mi abuelo (que todavía no lo era, porque los grandes amores de Swann comenzaron hacia el tiempo en que yo nací, y vinieron a cortar esas prácticas, éste, al ver en el sobre la letra de su amigo, exclamaba: «Este Swann ya va a pedir algo, ¡ojo!» y ya fuera por desconfianza, ya por ese sentimiento inconscientemente diabólico que nos impulsa a ofrecer una cosa tan sólo a las gentes que no tienen ganas de ella, mis abuelos oponían siempre una negativa absoluta a las suplicas más sencillas de satisfacer que Swann les dirigía, como presentarle a una muchacha que cenaba todos los domingos en casa; y tenían que fingir, cada vez que Swann les hablaba de ella, que apenas si la veían, cuando la verdad era que toda la semana habían estado pensando en la persona a quien podría invitarse el día que iba a casa esa muchacha, sin dar muchas veces con el invitado apropiado, todo por no querer hacer una seña, al que tanto lo estaba deseando.

Muchas veces, un matrimonio amigo de mis abuelos, que hasta entonces se habían estado quejando de que Swann nunca iba a verlos, anunciaba con satisfacción, y quizá con cierto deseo de inspirar envidia, que Swann estaba ahora amabilísimo y no se separaba nunca de ellos.

Mi abuelo no quería aguarles la fiesta; pero miraba a mi abuela, tarareando:

¿Qué misterio es éste?

Yo no entiendo nada.

o

Visión fugitiva…

o

En casos semejantes

Más vale no ver nada.

Unos cuantos meses después, cuando mi abuelo preguntaba al nuevo amigo de Swann si seguía viendo a éste tan a menudo, al interlocutor se le alargaba la cara. «Nunca pronuncie usted su nombre en mi presencia.» «Pero si yo creía que eran ustedes…» De ese modo fue íntimo durante unos meses de unos primos de mi abuela, y cenaba casi a diario en su casa. Pero de pronto dejó de ir sin decir una palabra. Ya creyeron que estaba malo, y la prima de mi abuela iba a mandar preguntar por él, cuando se encontró en la despensa una carta que por equivocación había ido a parar al libro de cuentas de la cocinera. En esa carta notificaba a aquella mujer que se marchaba de París y no podría ya ir nunca por allí. Y es que ella era querida suya, y en el momento de romper estimó que a ella sola debía avisar.

Cuando su querida del momento era, por el contrario, persona del gran mundo, o por lo menos que tenía abiertas sus puertas, aunque fuera de extracción humilde o de posición algo equívoca, Swann entonces volvía a aquel ambiente, pero sólo a la órbita particular en que ella se movía, a donde él la llevara. «Esta noche no hay que contar con Swann —se decían—; es la noche de ópera de su dama americana.» Y lograba que la invitaran a casas aristocráticas de muy difícil acceso, donde él tenía sus costumbres hechas, su comida un día a la semana y su póker; todas las noches, después que un leve rizado en su espeso pelo rojo templaba con cierta suavidad el ardor de sus ojos verdes, escogía una flor para el ojal y se iba a cenar a casa de tal o cual señora de sus amistades, donde estaría su querida; y entonces, al pensar en las pruebas de admiración y de amistad que todas aquellas elegantes personas que por allí habría, y que lo miraban a él como árbitro de la elegancia, le iban a prodigar en presencia de la mujer querida, aun encontraba su encanto a esta vida mundana, de la que ya estaba hastiado, sí, pero que en cuanto incorporaba a ella un amor nuevo se le aparecía bella y preciosa, porque la materia de esa vida se impregnaba y se coloraba con una llama latente y retozona.

Pero mientras que todas estas relaciones o flirts fueron realización más o menos completa del sueño inspirado por un rostro o un cuerpo que a Swann le parecieran espontáneamente y sin esforzarse muy bonitos, en cambio, cuando un día, en el teatro, le presentó a Odette de Crécy uno de sus amigos de antaño, que le habló de ella como de una mujer encantadora, de la que acaso se pudiera lograr algo, pero presentándola como más difícil de lo que en realidad era con objeto de dar aún mayor valor de amabilidad al hecho de la presentación, Odette pareció a Swann, no fea, pero de un género de belleza que nada le decía, que no le inspiraba el menor deseo, que llegaba a causarle una especie de repulsión física: una de esas mujeres corno las que tiene todo el mundo, diferentes para cada cual, y que son todo lo contrario de lo que demanda nuestra sensualidad. Tenía un perfil excesivamente acusado, un cutis harto frágil, los pómulos demasiado salientes y los rasgos fisonómicos muy forzados para que a Swann le pudiera gustar. Los ojos eran hermosos, pero grandísimos, tanto, que dejándose vencer por su propia masa, cansaban el resto de la fisonomía y parecía que Odette tenía siempre mal humor o mala cara. Poco después de aquella presentación en el teatro, le escribió pidiéndole que le mostrara sus colecciones, que tanto le interesaban a «ella, ignorante, pero muy aficionada a las cosas bonitas», diciendo que así se imaginaría ella que le conocía mejor, después de haberlo visto en su «home», que ella se figuraba «muy cómodo, con su té y sus libros»; si bien no ocultó Odette su asombro de que Swann viviera, en un barrio que debía de ser tan triste «y tan poco smart para un hombre tan smart». Odette fue a casa de Swann, y al marcharse le dijo que sentía haber estado tan poco tiempo en una casa que tanto se alegró de conocer; y hablaba de Swann como si para ella fuera algo más que el resto de los humanos que conocía, el cual parecía crear entre ambos una especie de lazo romántico, que a él le arrancó una sonrisa. Pero a la edad en que frisaba Swann, cuando ya se está un tanto desengañado y sabemos contentarnos con estar enamorados por el gusto de estarlo, sin exigir gran reciprocidad, ese acercarse de los corazones, aunque ya no sea como en la primera juventud la meta necesaria del amor, en cambio sigue unido a él por una asociación de ideas tan sólida, que puede llegar a ser origen de amor si se presenta antes que él. Antes soñábamos con poseer el corazón de la mujer que nos enamoraba; más adelante nos basta para enamorarnos con sentir que se es dueño del corazón de una mujer. Y así, a una edad en que parece que buscamos ante todo en el amor un placer subjetivo, en el cual debe entrar en mayor proporción que nada la atracción inspirada por la belleza de una mujer, resulta que puede nacer el amor —el amor más físico— sin tener previamente y como base el deseo. En esa época de la vida, el amor ya nos ha herido muchas veces, y no evoluciona él solo, con arreglo a sus leyes desconocidas y fatales, por delante de nuestro corazón pasivo y maravillado. Lo ayudamos nosotros, lo falseamos con la memoria y la sugestión. Al reconocer uno de sus síntomas, nos acordamos de los demás, los volvemos a la vida. Como ya tenemos su tonada grabada toda entera en nuestro ser, no necesitamos que una mujer nos la empiece a cantar por el principio —admirados ante su belleza— para poder seguir. Y si empieza por en medio —allí donde los corazones se van acercando y se habla de no vivir más que el uno para el otro—, ya estamos bastante acostumbrados a esa música para unirnos en seguida a nuestra compañera de canto en la frase donde ella nos espera.

Odette de Crécy volvió a ver a Swann, y menudeó sus visitas; a cada una de ellas se renovaba para Swann la decepción que sufría al ver de nuevo aquel rostro, cuyas particularidades se le habían olvidado un poco desde la última vez, y que en el recuerdo no era ni tan expresivo, ni tan ajado, a pesar de su juventud; y mientras estaba hablando con ella, lamentaba que su gran hermosura no fuera de aquellas que a él le gustaban espontáneamente. También es verdad que el rostro de Odette parecía más saliente y enjuto, porque esa superficie unida y llana que forman la frente y la parte superior de las mejillas estaba cubierta por una masa de pelo, como se llevaba entonces, prolongada y realzada con rizados que se extendían en mechones sueltos junto a las orejas, y su cuerpo, que era admirable, no podía admirarse en toda su continuidad (a causa de las modas de la época, y aunque era una de las mujeres que mejor vestían en París) porque el corpiño avanzaba en saliente, como por encima de un vientre imaginario, y acababa en punta, mientras que por debajo comenzaba la inflazón de la doble falda, y así la mujer parecía que estaba hecha de piezas diferentes y mal encajadas unas en otras; y los plegados, los volantes, el justillo seguían con toda independencia y según el capricho del dibujo o la consistencia de la tela la línea que los llevaba a los lazos, a los afollados de encaje, a los flecos de azabache, o que los encaminaba a lo largo de la ballena central del cuerpo, pero sin adaptarse nunca al ser vivo, que parecía como envarado o como nadando en ellos, según que la arquitectura de esos adornos se acercara más o menos a la de su cuerpo.

Pero luego Swann se sonreía, cuando ya se había ido Odette, al pensar en lo que ella le había dicho, de lo largo que le iba a parecer el tiempo hasta que Swann la dejara volver; y se acordaba del semblante inquieto y tímido que puso para rogarle que no tardara mucho, y de sus miradas de aquel instante, clavadas en él con temerosa súplica, y que le llenaban de ternura el rostro, a la sombra del ramo de pensamientos artificiales colocado en la parte anterior del sombrero redondo, de paja blanca, con brillo de terciopelo negro que llevaba Odette. «¿Y usted no va a venir nunca a casa a tomar el té?» Alegó trabajos que tenía entre manos, un estudio —en realidad abandonado hacía años— sobre Ver Meer de Delft. «Claro que yo no soy nada, infeliz de mí, junto a los sabios como usted —contestó ella—. La rana ante el areópago. Y, sin embargo, me gustaría mucho ilustrarme, saber cosas, estar iniciada. ¡Qué divertido debe ser andar entre libros, meter las narices en papeles viejos! —añadió con ese aire de satisfecha de sí misma que adopta una mujer elegante cuando asegura que su gozo sería entregarse sin miedo a mancharse, a un trabajo puerco, como guisar, «poniendo las manos en la masa»—. No se ría usted de mí porque le pregunte quién es ese pintor que no lo deja a usted ir a mi casa (se refería a Ver Meer); nunca he oído hablar de él. ¿Vive? ¿Pueden verse obras suyas en París? Porque me gustaría representarme los gustos de usted, y adivinar algo de lo que encierra esa frente que tanto trabaja y esa cabeza que se ve que está reflexionando siempre; así podría decirme: ¡Ah!, en eso es en lo que está pensando. ¡Qué alegría poder participar de su trabajo!». Swann se excusó con su miedo a las amistades nuevas, a lo que llamaba, por galantería, su miedo a perder la felicidad. «¿Ah! ¿Con que le da a usted miedo encariñarse con alguien? ¡Qué raro! Yo es lo único que busco, y daría mi vida por encontrar un cariño —dijo con voz tan natural y convencida, que conmovió a Swann—. Ha debido usted de sufrir mucho por una mujer, y se cree que todas son iguales. No lo entendió a usted. Y es que es usted un ser excepcional. Es lo que me ha atraído hacia usted; en seguida vi que usted no era como todo el mundo.» «Además —dijo él—, usted también tendrá que hacer; yo sé lo que son las mujeres; dispondrá usted de poco tiempo.» «Yo nunca tengo nada que hacer. Siempre estoy libre; y para usted lo estaré siempre. A cualquier hora del día o de la noche que le sea cómoda para verme, búsqueme, y yo contentísima. ¿Lo hará usted? Lo que estaría muy bien es que le presentaran a usted a la señora de Verdurin, porque yo voy a su casa todas las noches. ¡Figúrese usted si nos encontráramos por allí, y me pudiera yo imaginar que usted iba a esa casa un poquito por estar yo allí!».

Indudablemente, al recordar de ese modo sus conversaciones cuando estaba solo y se ponía a pensar en ella, no hacía más que mover su imagen entre otras muchas imágenes femeninas, en románticos torbellinos; pero si gracias a una circunstancia cualquiera (o sin ella, porque muchas veces la circunstancia que se presenta en el momento en que un estado, hasta entonces latente, se declara; puede no tener influencia alguna en él), la imagen de Odette de Crécy llegaba a absorber todos sus ensueños, y éstos eran ya inseparables de su recuerdo, entonces la imperfección de su cuerpo ya no tenía ninguna importancia, ni el que fuera más o menos que otro cuerpo cualquiera del gusto de Swann, porque convertido en la forma corporal de la mujer querida, de allí en adelante sería el único capaz de inspirarle gozos y tormentos.

Mi abuelo conoció, precisamente, cosa que no podía decirse de ninguno de sus amigos actuales, a la familia de esos Verdurin. Pero había dejado de tratarse con el que llamaba el «Verdurin joven», y lo juzgaba, sin gran fundamento, caído entre bohemia y gentuza, aunque tuviera aún muchos millones. Un día recibió una carta de Swann preguntándole si podría ponerlo en relación con los Verdurin. «¡Ojo, ojo! —exclamó mi abuelo—, no me extraña nada: por ahí tenía que acabar Swann. Buena gente. Y además no puedo acceder a lo que me pide, porque yo ya no conozco a ese caballero. Además, detrás de eso debe haber una historia de faldas, y yo no me quiero meter en esas cosas. ¡Ah!, va a ser divertido si a Swann le da ahora por los Verdurin.»

Ante la contestación negativa de mi abuelo, la misma Odette llevó a Swann a casa de los Verdurin.

El día que Swann hizo su presentación, estaban invitados a cenar el doctor Cottard y su señora, el pianista joven y su tía y el pintor por entonces favorito de los Verdurin; después de la cena acudieron algunos otros fieles.

El doctor Cottard nunca sabía de modo exacto en qué tono tenía que contestarle a uno, y si su interlocutor hablaba en broma o en serio. Y por si acaso, añadía a todos sus gestos la oferta de una sonrisa condicional y previsora, cuya expectante agudeza le serviría de disculpa en caso de que la frase que le dirigían fuera chistosa y se le pudiera tachar de cándido. Pero como tenía que afrontar la hipótesis opuesta, no dejaba que la sonrisa se afirmara claramente en su cara, por la que flotaba perpetuamente una incertidumbre donde podía leerse la pregunta que él no se atrevía a formular: «¿Lo dice usted en serio?» Y lo mismo que no sabía exactamente la actitud que había que adoptar en una reunión, tampoco estaba muy seguro del comportamiento adecuado en la calle y en la vida en general; de modo que oponía a los transeúntes, a los coches, a los acontecimientos, una maliciosa sonrisa, que por anticipado quitaba a su actitud toda la tacha de importunidad, porque con ella probaba si no convenía al caso, que lo sabía muy bien y que sonreía por broma.

Sin embargo, en todos aquellos casos en que una pregunta franca le parecía justificada, el doctor no dejaba de esforzarse por achicar el campo de sus dudas y completar su instrucción.

Así, siguiendo el consejo que su previsora madre le dio al salir él de su provincia natal, no dejaba pasar una locución o un nombre propio que no conociera sin intentar documentarse respecto a esas palabras.

Nunca se saciaba de datos relativos a las locuciones, porque como les atribuía a veces un sentido más preciso del que tienen, le hubiera gustado saber lo que significaban exactamente muchas de las que oía usar más a menudo: «guapo como un diablo», «sangre azul», «vida de perros», «el cuarto de hora de Rabelais», «ser un príncipe de elegancia», «dar carta blanca»; «quedarse chafado», etc., como asimismo en qué determinados casos podría él encajarlas en sus frases. Y a falta de locuciones, decía los chistes que le enseñaban. En cuanto a los apellidos nuevos que pronunciaban delante de él, se contentaba con repetirlos en tono de interrogación, lo cual consideraba suficiente para merecer explicaciones sin que pareciera que las pedía.

Como carecía del sentido crítico que él creía aplicar a todo, ese refinamiento de cortesía que consiste en afirmar a una persona a la que hacemos un favor, que los favorecidos somos nosotros, pero sin aspirar a que se lo crean, era con él trabajo perdido, porque todo lo tomaba al pie de la letra. A pesar de la ceguera que por él tenía la señora de Verdurin, acabó por molestarle, aunque el doctor seguía pareciéndole muy fino, el que cuando lo invitaba a un palco proscenio para ver a Sarah Bernhardt, y le decía en colmo de atención: «Doctor, le agradezco mucho que haya venido, y más porque aquí estamos muy cerca del escenario, y usted ya debe de haber visto muchas veces a Sara Bernhardt», el doctor Cottard, el cual había entrado en el palco con una sonrisa que para precisarse o desaparecer aguardaba a que alguien autorizado le informara del valor del espectáculo, le respondiera: «Es verdad, estamos demasiado cerca, y además ya empieza uno a cansarse de Sara Bernhardt. Pero usted me dijo que le gustaría verme por aquí, y sus deseos son órdenes. Estoy encantado de hacerle a usted ese favor. Por una persona tan buena, ¡qué no haría uno!» y añadía: «Sara Bernhardt es la que llaman Voz de Oro, ¿no? Muchas veces he leído que cuando trabaja arden las tablas. Es rara la frase, ¿eh?»; y esperaba un comentario que no llegaba.

—¿Sabes? —dijo la señora de Verdurin a su marido—. Me parece que es un error el dar poca importancia, por modestia, a los regalos que hacemos al doctor. Es un sabio que vive aparte del mando práctico, sin conocer el valor de las cosas, y las juzga por lo que le decimos.

—Yo no me había atrevido a decírtelo, pero ya lo había notado —contestó el marido. Y para el Año Nuevo siguiente, en vez de mandarle al doctor Cottard un rubí de 3.000 francos, diciéndole que no valía nada, le enviaron fina piedra reconstituida dándole a entender que no lo había mejor.

Cuando la señora de Verdurin anunció que aquella noche iría Swann, el doctor exclamó: «¿Swann?», con sorpresa rayana en la brutalidad, porque la novedad más insignificante cogía siempre más desprevenido que a nadie a aquel hombre, que se figuraba estar perpetuamente preparado a todo. Y al ver que no le contestaban, vociferó: «Swann, ¿qué es eso de Swann?», en un colmo de ansiedad que se extinguió de pronto cuando le dijo la señora de Verdurin: «Es ese amigo de que nos ha hablado Odette». «¡Ah, ya, ya!, está bien», contestó el doctor, ya tranquilo. El pintor se alegró de la presentación de Swann, porque lo suponía enamorado de Odette y a él le gustaba mucho favorecer relaciones. «No hay nada que me distraiga tanto como casar a la gente —confió al doctor Cottard, al oído—; ya he logrado muchos éxitos, hasta entre mujeres.»

Al decir a los Verdurin que Swann era muy smart, Odette les hizo temer que fuera un pelma. Pero, al contrario, produjo una excelente impresión, que tenía sin duda como la de sus causas indirectas, y sin que lo notaran ellos, la costumbre de Swann de pisar casas elegantes. Porque Swann tenía, en efecto sobre los hombres que no habían frecuentado la alta sociedad, por inteligentes que fueran, esa superioridad que da el conocer el mundo, y que estriba en no transfigurarlo con el horror o la atracción que nos inspira, sino en no darle importancia alguna. Su amabilidad, exenta de todo snobismo y del temor de aparecer demasiado amable, era desahogada, y tenía la soltura y la gracia de movimientos de esas personas ágiles cuyos ejercitados miembros ejecutan precisamente lo que quieren, sin torpe ni indiscreta participación del resto del cuerpo. La sencilla gimnasia elemental del hombre de mundo, que tiende la mano amablemente cuando le presentan a un jovenzuelo desconocido, y que, en cambio, se inclina con reserva cuando le presentan a un embajador, había acabado por infiltrarse, sin que él lo advirtiera, en toda la actitud social de Swann, que con gentes de medio inferior al suyo, como los Verdurin y sus amigos, instintivamente tuvo tales atenciones y se mostró tan solícito, que, según los Verdurin indicaban, no era un «pelma». Sólo estuvo frío un momento con el doctor Cottard; al ver que le hacía un guiño y que le sonreía con aire ambiguo, antes de que llegaran a hablarse (mímica que Cottard llamaba «dejar llegar»), Swann, creyó que quizá el doctor lo conocía por haber estado juntos en cualquier sitio alegre, aunque él no solía frecuentarlos, porque no le gustaba el ambiente de juerga. La alusión le pareció de mal gusto, sobre todo estando delante Odette, que podría formarse un mal concepto de él, y adoptó una actitud glacial. Pero cuando le dijeron que una dama que estaba muy cerca era la señora del doctor, pensó que un marido tan joven no habría intentado aludir, estando presente su mujer, a ese género de diversiones, y ya no atribuyó a aquel aspecto de estar en el secreto, propio del doctor, la significación que temía. El pintor invitó en seguida a Swann a que fuera con Odette a su estudio; a Swann le pareció agradable. «Quizá a usted le favorezca más que a mí —dijo la señora de Verdurin, con tono de fingido enojo—, y le enseñen el retrato de Cottard (el pintor lo hacía por encargo de ella). No se le escape a usted, «señor» Biche —dijo al pintor, al que por broma consagrada llamaban afectadamente «señor»—, la mirada, el rinconcito fino y regocijado de la mirada. Lo que quiero tener es, ante todo, su sonrisa, y lo que le pido a usted es un retrato de su sonrisa.» Como esta frase le pareció muy notable, la repitió muy alto para seguridad de que la habían oído otros invitados, y hasta hizo que se acercaran unos cuantos con cualquier pretexto. Swann manifestó deseos de que le presentaran a todo el mundo, hasta a un viejo amigo de los Verdurin, llamado Saniette, que por su timidez, sus sencillos modales y su bondad, había perdido la consideración que merecía por su mucho saber de archivero, su gran fortuna y la buena familia a que pertenecía. Al hablar parecía que tenía sopas en la boca; cosa adorable, porque delataba, mucho más que un defecto del habla, una cualidad de su ánimo, como un resto de la inocencia de la edad primera, que nunca había perdido. Y todas las consonantes que no podía pronunciar eran como otras tantas crueldades que no se decidía a cometer. Cuando pidió que le presentaran al señor Saniette, le pareció a la señora de Verdurin que Swann no guardaba las distancias (tanto, que dijo insistiendo en la diferencia: «Señor Swann, ¿tiene usted la bondad de permitirme que le presente a nuestro amigo Saniette?»); Swann inspiró a Saniette una viva simpatía, que los Verdurin no revelaron nunca a Swann, porque Saniette les molestaba un poco y no querían proporcionarle amigos. Pero en cambio, Swann les llegó al alma cuando luego pidió que le presentaran a la tía del pianista. La cual estaba de negro, como siempre, porque creía que de negro siempre se está bien, y que esto es lo más distinguido, y tenía la cara muy encarnada, como siempre le pasaba al acabar de comer. Hizo a Swann un saludo, que empezó con respeto y acabó con majestad. Como era muy ignorante y tenía miedo de no hablar bien, pronunciaba a propósito de una manera confusa, creyendo que así si soltaba alguna palabra mal pronunciada, iría difuminada en tal vaguedad, que no se distinguiría claramente; de modo que su conversación no pasaba de un indistinto gargajeo, de donde surgían de vez en cuando las pocas palabras en que tenía confianza. Swann creyó que no había inconveniente en burlarse un poco de ella al hablar con el señor Verdurin, que se picó.

—Es una mujer excelente —contestó—. Desde luego que no asombra; pero es muy agradable cuando se habla un rato con ella sola.

—No lo dudo —dijo Swann en seguida—. Quería decir que no me parecía una «eminencia» —añadió subrayando con la voz ese sustantivo—; pero eso, en realidad es un cumplido.

—Pues mire usted: aunque le extrañe, le diré que escribe deliciosamente. ¿No ha oído usted nunca a su sobrino? Es admirable, ¿verdad, doctor? ¿Quiere usted que le pida que toque algo, señor Swann?

—Tendría un placer infinito… —empezó a decir Swann; pero el doctor lo interrumpió con aire de guasa. Porque había oído decir que en la conversación el énfasis y la solemnidad de formas estaban anticuados, y en cuanto oía una palabra grave dicha en serio, como ese «infinito», juzgaba que el que la había dicho pecaba de pedantería. Y si además esa palabra daba la casualidad que figuraba en lo que él llamaba un lugar común, por corriente que fuera la palabra, el doctor suponía que la frase iniciada era ridícula y la remataba irónicamente con el lugar común aquel, cual si lanzara sobre su interlocutor la acusación de haber querido colocarlo en la conversación, cuando, en realidad, no había nada de eso.

—Infinito, como los cielos y los mares —exclamó con malicia, alzando los brazos enfáticamente.

El señor Verdurin no pudo contener la risa.

—¿Qué pasa ahí, que se están riendo todos esos señores? Parece que en ese rincón no se cría la melancolía —exclamó la señora de Verdurin—. Pues yo no estoy muy divertida, aquí, castigada a estar sola —añadió en tono de despecho y echándoselas de niña.

Estaba sentada en un alto taburete sueco, de madera de pino encerada, regalo de un violinista de aquel país, y que ella conservaba, aunque por su forma recordaba a un escabel, y no casaba bien con los magníficos muebles antiguos de la casa; pero le gustaba tener siempre a la vista los regalos que solían hacerle los fieles de cuando en cuando, para que así, cuando los donantes fueran a verla, tuvieran el gusto de reconocer aquellos objetos. Por eso trataba de convencer a los amigos de que se limitaran a las flores y a los bombones, que, por lo menos, no se conservan; pero como no lo lograba, tenía la casa llena de calientapiés, almohadones, relojes, biombos, barómetros, cacharros de China, amontonados y repetidos, y toda clase de regalos de aguinaldo completamente dispares.

Desde aquel elevado sitial participaba animadamente en la conversación de los fieles, y se sonreía de sus «camelos»; pero desde el accidente de la mandíbula, renunció a tomarse el trabajo de desternillarse de verdad, y en su lugar entregábase a una mímica convencional, que significaba, sin ningún riesgo ni fatiga para su persona, que lloraba de risa. Al menor chiste de uno de los íntimos contra un pelma o un ex íntimo relegado al campo de los pelmas —con gran desesperación del señor Verdurin, el cual tuvo mucho tiempo la pretensión de ser tan amable como ella, pero que como se reía de veras, se quedaba en seguida sin aliento, distanciado y vencido por aquella artimaña de hilaridad incesante y ficticia—, lanzaba un chillido, cerraba sus ojos de pájaro, que ya empezaba a velar una nube, y bruscamente, como si no tuviera más que el tiempo justo para ocultar un espectáculo indecente, o para evitar un mortal ataque, hundía la cara entre las manos, y con el rostro así oculto y tapado, parecía que se esforzaba en reprimir y ahogar una risa, que sin aquel freno hubiera acabado por un desmayo. Y así, embriagada por la jovialidad de los fieles, borracha de familiaridad, de maledicencia y de asentimiento, la señora de Verdurin, encaramada en su percha como un pájaro después de haberle dado sopa en vino, hipaba de amabilidad.

Entre tanto, el señor Verdurin, después de pedir permiso a Swann para encender su pipa («aquí no gastamos etiqueta, somos todos amigos») rogaba al pianista que se sentara al piano.

—Pero no le des la lata; no viene aquí a que lo atormentemos —aclamó la señora de la casa—; yo no quiero que se le atormente.

—Pero eso no es darle la lata —dijo Verdurin—. Quizá el señor Swann no conozca la sonata en fa sostenido que hemos descubierto; puede tocar el arreglo de piano.

—No, no; mi sonata, no —vociferó la señora de Verdurin—; no tengo ganas de cargar con un catarro de cabeza y neuralgia facial, a fuerza de llorar corno la última vez. Gracias por el regalito; pero no quiero volver a empezar. Buenos están ustedes; ya se ve que no son ustedes los que se tendrán que estar luego ocho días en la cama.

Aquella pequeña comedia, que se repetía siempre que el pianista iba a tocar, encantaba a los fieles corno si fuera nueva, y les parecía prueba de la seductora originalidad del «ama» de y su sensibilidad musical. Los que estaban a su lado hacían señas a los que más lejos fumaban o jugaban a las cartas, de que se acercaran, de que ocurría algo, y les decían, como se dice en el Reichstag en los momentos interesantes: «Oiga, oiga». Y al día siguiente se daba el pésame a los que no pudieron presenciarlo, diciéndoles que la escena fue más divertida aún que de costumbre.

—Bueno, pues ya está, no tocará más que el andante.

—¡Eh, eh!, el andante, pues no vas tú poco aprisa —exclamó la señora—. Pues el andante es precisamente el que me deshace de brazos y piernas. ¡Sí que tiene unas cosas el amo! Es como si nos dijera, hablando de la «novena», que sólo tocaran el final, o de Los Maestros Cantores, la obertura nada más.

El doctor, entre tanto, animaba a la señora de Verdurin para que dejara tocar al pianista, no porque creyera que eran de mentira las perturbaciones que le causaba la música —las consideraba como estados neurasténicos—, sino por este hábito tan frecuente en muchos médicos de aflojar inmediatamente la severidad de sus órdenes en cuanto hay en juego, cosa que les parece mucho más importante, alguna reunión mundana en donde ellos están, y que tiene como factor esencial a una persona a quien aconsejan que por aquella noche no se acuerde de su dispepsia o su gripe.

—No, esta vez no le pasará nada, ya lo verá —dijo intentando sugestionarla con la mirada—. Y si le pasa algo, ya la curaremos.

—¿De veras? —contestó la señora de Verdurin, como si ante la esperanza de tal favor ya no cupiera más recurso que capitular. También, quizá a fuerza de decir que se iba a poner mala, había momentos en que ya no se acordaba que era mentira y estaba mentalmente enferma. Y hay enfermos que, cansados de tener que estar siempre imponiéndose privaciones para evitar un ataque de su enfermedad, se dan a la ilusión de que podrán hacer impunemente lo que les gusta, y de ordinario les sienta mal, a condición de entregarse en manos de un ser poderoso que, sin que tengan ellos que molestarse nada, con una píldora o una palabra los pongan buenos.

Odette había ido a sentarse en un canapé forrado de tapices de Beauvais, al lado del piano.

—Yo ya tengo mi sitio —dijo a la señora de Verdurin, la cual, viendo que Swann se sentó en una silla, lo hizo levantarse.

—Ahí no está usted bien, siéntese usted junto a Odette. ¿Verdad que hará usted un huequecito al señor Swann, Odette?

—Bonito tapiz —dijo Swann al ir a sentarse, en su deseo de mostrarse cumplido.

—¡Ah!, me alegro de que sepa usted apreciar mi canapé —respondió la señora de Verdurin—. No se moleste usted en buscar otro tan hermoso, porque no lo hay. Nunca han hecho nada mejor que esto. Las sillitas también son un prodigio; las verá usted. Cada adorno de bronce es un atributo correspondiente al asunto tratado en el dibujo del asiento; ha y con qué entretenerse, ¿sabe usted?; pasará usted un buen rato viéndolo. Hasta los dibujos de los galones son bonitos; mire usted esa vid sobre fondo rojo, la del oso y las uvas. Vaya un dibujo, ¡eh! ¿Qué le parece? Eso era dibujar y entender de dibujo. Y qué apetitosa es la tal parra. Mi marido sostiene que a mí no me gusta la fruta porque como menos que él. Y, sin embargo, soy más golosa de fruta que ninguno de ustedes; sólo que no tengo necesidad de metérmela en la boca y la saboreo con la mirada ¿De qué se ríen ustedes? Que les diga el doctor si no es verdad que esas uvas me purgan. Hay quien hace su tratamiento de Fontainebleau y yo lo hago de Beauvais. Pero, señor Swann, no se vaya usted sin tocar los bronces del respaldo. ¿Le parece suave la pátina? Pero tóquelos bien, no así, con la punta de los dedos.

—¡Ah!, si la señora de Verdurin empieza a sobar los bronces me parece que esta noche no hay música —dijo el pintor.

—Cállese usted, tonto. Bien mirado —dijo ella—, a nosotras las mujeres nos están prohibidas cosas menos voluptuosas que ésta. No hay carne que se pueda comparar con esto. Cuando mi marido me hacía el honor de tener celos… Vamos, no digas que no los tuviste alguna vez, aunque no sea más que por cortesía…

—Pero si yo no he dicho nada. Doctor, usted es testigo, ¿verdad que yo no he dicho nada?

Swann palpaba los bronces por cumplir, y no se atrevía a dar por terminada la operación.

—Vamos, luego los acariciará usted, porque ahora va usted a ser acariciado, acariciado por el oído; creo que le gustará a usted; este joven se va a encargar de esa misión.

Cuando el pianista acabó de tocar, Swann estuvo con él más amable que con nadie, debido a lo siguiente:

El año antes había oído en una reunión una obra para piano y violín. Primeramente sólo saboreó la calidad material de los sonidos segregados por los instrumentos. Le gustó ya mucho ver cómo de pronto, por bajo la línea del violín, delgada, resistente, densa y directriz, se elevaba, como en líquido tumulto, la masa de la parte del piano, multiforme, indivisa, plana y entrecortada, igual que la parda agitación de las olas, hechizada y bemolada por la luz de la luna. Pero en un momento dado, sin poder distinguir claramente un contorno, ni dar un nombre a lo que le agradaba, seducido de golpe, quiso coger una frase o una armonía —no sabía exactamente lo que era—, que al pasar le ensanchó el alma, lo mismo que algunos perfumes de rosa que rondan por la húmeda atmósfera de la noche tienen la virtud de dilatarnos la nariz. Quizá por no saber música le fue posible sentir una impresión tan confusa, una impresión de esas que acaso son las únicas puramente musicales, concentradas, absolutamente originales e irreductibles a otro orden cualquiera de impresiones. Y una de estas impresiones del instante es, por decirlo así, sine materia. Indudablemente, las notas que estamos oyendo en ese momento aspiran ya, según su altura y cantidad, a cubrir, delante de nuestra mirada, superficies de dimensiones variadas, a trazar arabescos y darnos sensaciones de amplitud, de tenuidad, de estabilidad y de capricho. Pero las notas se desvanecen antes de que esas sensaciones estén lo bastante formadas en nuestra alma para librarnos de que nos sumerjan las nuevas sensaciones que ya están provocando dos notas siguientes o simultáneas. Y esa impresión seguiría envolviendo con su liquidez y su «esfumado» los motivos que de cuando en cuando surgen, apenas discernibles para hundirse en seguida y desaparecer, tan sólo percibidos por el placer particular que nos dan, imposibles de describir, de recordar, de nombrar, inefables, si no fuera porque la memoria, como un obrero que se esfuerza en asentar duraderos cimientos en medio de las olas, fabricó para nosotros facsímiles de esas frases fugitivas, y nos permite que las comparemos con las siguientes y notemos sus diferencias. Y así, apenas expiró la deliciosa sensación de Swann, su memoria le ofreció, acto continuo, una trascripción sumaria y provisional de la frase, pero en la que tuvo los ojos clavados mientras que seguía desarrollándose la música, de tal modo, que cuando aquella impresión retornó ya no era inaprensible. Se representaba su extensión, los grupos simétricos, su grafía y su valor expresivo; y lo que tenía ante los ojos no era ya música pura: era dibujo, arquitectura, pensamiento, todo lo que hace posible que nos acordemos de la música. Aquella vez distinguió claramente una frase que se elevó unos momentos por encima de las ondas sonoras. Y en seguida la frase esa le brindó voluptuosidades especiales, que nunca se le ocurrieron hacia antes de haberla oído, que sólo ella podía inspirarle, y sintió hacia ella un amor nuevo.

Con su lento ritmo lo encaminaba, ora por un lado ora por otro: hacia una felicidad noble, ininteligible y concreta. Y de repente, al llegar a cierto punto, cuando él se disponía a seguirla, hubo un momento de pausa y bruscamente cambió de rumbo, y con un movimiento nuevo, más rápido, menudo, melancólico, incesante y suave, lo arrastró con ella hacia desconocidas perspectivas. Luego, desapareció. Anheló con toda el alma volverla a ver por tercera vez. Y salió, efectivamente, pero ya no le habló con mayor claridad, y la voluptuosidad fue esta vez menos intensa. Pero cuando volvió a casa sintió que la necesitaba, como un hombre que, al ver pasar a una mujer entrevista un momento en la calle, siente que se le entra en la vida la imagen de una nueva belleza, que da a su sensibilidad un valor aun más grande, sin saber siquiera ni cómo se llama la desconocida ni si la volverá a ver nunca.

Aquel amor por la frase musical pareció por un instante que prendía en la vida de Swann una posibilidad de rejuvenecimiento. Hacía tanto tiempo que renunció a aplicar su vida a un ideal, limitándola al logro de las satisfacciones de cada día, que llegó a creer, sin confesárselo nunca, formalmente, que así habría de seguir hasta el fin de su existencia; es más: como no sentía en el ánimo elevados ideales, dejó de creer en su realidad, aunque sin poder negarla del todo. Y tomó la costumbre de refugiarse en pensamientos sin importancia, con lo cual podía dejar a un lado el fondo de las cosas. E igual que no se planteaba la cuestión de que acaso lo mejor sería no ir a sociedad, pero, en cambio, sabía exactamente que no se debe faltar a un convite aceptado, y que si después no se hace la visita de cortesía, hay que dejar tarjetas, lo mismo en la conversación se esforzaba por no expresar nunca con fe una opinión íntima respecto a las cosas, sino en proporcionar muchos detalles materiales, que en cierto modo tuvieran un valor intrínseco, y que le servían para no dar el pecho. Ponía una extremada precisión en los datos de una receta de cocina, en la exactitud de la, fecha del nacimiento o muerte de un pintor, o en los títulos de sus obras. Y algunas veces llegaba, a pesar de todo, hasta formular un juicio sobre una obra, o sobre un modo de tomar la vida, pero con tono irónico; como si no estuviera muy convencido de lo que decía. Pues bien; como esos valetudinarios que de pronto, por haber cambiado de clima, por un régimen nuevo, o a veces por una evolución orgánica espontánea y misteriosa, parecen tan mejorados de su dolencia, que empiezan a entrever la posibilidad inesperada de empezar a sus años una vida enteramente distinta, Swann descubrió en el recuerdo de la frase aquella, en otras sonatas que pidió que le tocaran para ver si daba con ella, la presencia de una de esas realidades invisibles en las que ya no creía, pero que, como si la música tuviera una especie de influencia electiva sobre su sequedad moral, le atraían de nuevo con deseo y casi con fuerzas de consagrar a ella su vida. Pero como no llegó a enterarse de quién era la obra que había oído, no se la pudo procurar y acabó por olvidarla. Aquella semana se encontró a algunas personas que estaban también en la reunión y les preguntó; pero unos habían llegado después de la música, otros se marcharon antes; y de los que estuvieron allí durante la ejecución, los hubo que se fueron a charlar a otra sala, y los hubo que escucharon, pero quedándose tan en ayunas como los primeros. Los amos de la casa sabían que era una obra nueva, escogida a gusto de los músicos que tocaron aquella noche; los cuales se habían ido a dar conciertos por provincias; de modo que Swann no pudo enterarse de más. Tenía muchos amigos músicos; pero, aunque se acordaba perfectamente del placer especial e intraducible que le causaba la frase, y veía las formas que dibujaba, era incapaz de entonarla. Y ya dejó de preocuparle.

Pues bien; apenas hacía unos minutos que el joven pianista de los Verdurin empezó a tocar, cuando, de pronto, tras una nota alta, largamente sostenida durante dos compases, reconoció, vio acercarse, escapando de detrás de aquella sonoridad prolongada y tendida como una cortina sonora para ocultar el misterio de su incubación, toda secreta, susurrante y fragmentada, la frase aérea y perfumada que le enamoraba. Tan especial era, tan individual e insustituible su encanto, que para Swann aquello fue como si se hubiera encontrado en una casa amiga con una persona que admiró en la calle y que ya no tenía esperanza de volver a ver. Por fin se marchó, diligente, guiadora, entre las ramificaciones de su fragancia y dejó en el rostro de Swann el reflejo de su sonrisa. Pero ahora ya podía preguntar el nombre de su desconocida (le dijeron que era el andante de la sonata para piano y violín, de Vinteuil), le había echado mano, podría llevársela a casa cuando quisiera, probar a descifrar su lenguaje y su misterio.

Así, cuando el pianista acabó, Swann le dio las gracias tan cordialmente, que eso le agradó mucho a la señora de Verdurin.

—¿Es un mago, verdad? —dijo Swann—. ¡Qué modo tiene de comprender la sonata el muy bribón! ¿No sabía que el piano pudiera llegar a tanto, eh? Es todo, menos piano. Siempre caigo en el lazo y me parece que estoy oyendo una orquesta, más completo.

El joven pianista hizo una inclinación, y dijo sonriente y subrayando las palabras, como si fueran muy ingeniosas:

—Es usted muy indulgente conmigo.

Y mientras que la señora de Verdurin decía a su marido que diera al joven pianista una naranjada, porque se la tenía muy merecida, Swann estaba contando a Odette como se enamoró de aquella frase musical. Y cuando la señora de Verdurin dijo desde lejos: «Parece que le están diciendo a usted cosas bonitas, Odette», ésta contestó. Sí, muy hermosas» y a Swann lo deleitó esta sencillez. Pidió detalles relativos a Vinteuil, a sus obras, la época en que vivió y a la significación que él podría dar a la frase, que es lo que más le interesaba.

Pero ninguna de aquellas personas que, al parecer, profesaban gran admiración al autor de la sonata (cuando Swann dijo que la sonata le parecía muy hermosa, la señora de Verdurin exclamó: «Vaya si es hermosa. Pero no debe uno confesar que no ha oído la sonata de Vinteuil, no hay derecho a no conocerla», a lo que añadió el pintor: «Es una cosa enorme, verdad. No es la cosa de público bonita y tal, no; Pero para los artistas es de una emoción grande»), supo contestar a sus preguntas, sin duda porque nunca se las habían hecho ellos.

Y cuando Swann hizo una o dos observaciones concretas sobre la frase que le gustaba, dijo la señora de Verdurin: «Pues, mire usted, nunca me había fijado; bien es verdad que a mí no me gusta meterme en camisa de once varas ni extraviarme en la punta de una aguja; aquí no perdemos el tiempo en pedir peras al olmo, no somos así»; mientras que el doctor Cottard la miraba desenvolverse entre aquel torrente de locuciones con admiración beatífica y estudioso fervor. Por lo demás, él y su mujer, con ese buen sentido propio de algunas lentes del pueblo, se guardaban mucho de dar una opinión o de fingir admiración cuando se trataba de una música que para ellos, según se confesaba luego mutuamente el matrimonio al volver a casa, era tan incomprensible como la pintura del señor Biche. Y es que como la gracia, lo atractivo, las formas de la naturaleza, no llegan al público más que a través de los lugares comunes de un arte lentamente asimilado, lugares comunes que todo artista original empieza por desechar, los Cottard, imagen en esto del público, no veían ni en la sonata de Vinteuil ni en los retratos del pintor lo que para ellos era armonía en música y belleza en pintura. Cuando el pianista tocaba les parecía que iba sacando al azar del piano notas que no estaban enlazadas por las formas que ellos tenían costumbre de oír, y que el pintor echaba los colores caprichosamente en el lienzo. Si alguna vez reconocían una forma en un cuadro del pintor la juzgaban pesada y vulgar (es decir, sin la elegancia consagrada por la escuela de pintura, con cuyos anteojos veían hasta a la gente que andaba por la calle) y sin ninguna veracidad, como si Biche no hubiera sabido cómo era un hombre o ignorara que las mujeres no tienen el pelo color malva.

Los fieles se dispersaron, y el doctor creyó la ocasión propicia, y, mientras la señora de Verdurin decía su última frase sobre la sonata de Vinteuil, lo mismo que un nadador principiante que se tira al agua para aprender, pero escoge un momento en que no lo pueda ver mucha gente, exclamó con brusca resolución:

—Entonces es lo que se llama un músico de primo cartello.

Todo lo que pudo averiguar Swann fue que la aparición reciente de la sonata de Vinteuil causó gran impresión en una escuela musical muy avanzada, pero era enteramente desconocida del gran público.

—Yo conozco a un Vinteuil —dijo Swann, acordándose del profesor de piano de las hermanas de mi abuela.

—¡Ah!, quizá sea ése el de la sonata —exclamó la señora de Verdurin.

—No, no —dijo Swann riéndose—, si usted lo hubiera visto, aunque sólo fuera dos minutos, no se plantearía esa cuestión.

—Entonces, plantear la cuestión, es resolverla —dijo el doctor.

—Puede que sea pariente suyo —continuó Swann—; sería lamentable; pero, al fin y al cabo, un hombre genial puede muy bien tener un primo que sea un viejo estúpido. Si así fuera, yo confieso que pasaría por cualquier tormento con tal de que el viejo estúpido me presentara al autor de la sonata, y, en primer lugar, por el tormento de tratar al viejo, que debe de ser atroz.

El pintor dijo que Vinteuil estaba por aquel entonces muy malo, y que el doctor Potain creía que no se podía salvar.

—¿Pero hay todavía gente que llama a Potain? —dijo la señora de Verdurin.

—Señora —dijo Cottard, con tono de afectada discreción—, tenga en cuenta que está usted hablando de un compañero mío, mejor dicho, de uno de mis maestros.

Al pintor le habían dicho que Vinteuil estaba amenazado de locura. Y afirmaba que eso podía advertirse en determinados pasajes de la sonata. A Swann no le pareció disparatada la observación, pero le perturbó mucho; porque como en una obra de música pura no se da ninguna de esas relaciones lógicas que cuando faltan en el habla de una persona indican que no está en su juicio, la locura, vista en una sonata, le parecía tan misteriosa como la locura de una perra o de un caballo, de las que suelen darse caso, a pesar de su rareza.

—Vaya usted a paseo, con lo de los maestros; usted sabe diez veces más que él contestó la señora de Verdurin a Cottard, con el tono de una persona que sabe defender lo que dice y hace frente valerosamente a los que no opinan como ella. Por lo menos, usted no mata a sus enfermos.

—Pero, señora, observe usted que es académico —replicó el doctor irónicamente—, y hay enfermos que prefieren morir a manos de un príncipe de la ciencia… Es muy elegante eso de poder decir que lo asiste a uno Potain.

—¡Ah, sí!, ¿conque es más elegante? ¿De modo que ahora entra en las enfermedades eso de la elegancia? No lo sabía. ¡Qué divertido es usted! —exclamó de pronto, tapándose la cara con las manos—. Y yo, tonta de mí, que estaba discutiendo seriamente sin notar que me la estaba usted dando con queso.

Al señor Verdurin le pareció un poco cansado echarse a reír por tan poca cosa, y se limitó a echar una bocanada de humo; pensando tristemente que nunca podría rivalizar con su esposa en el terreno de la amabilidad.

—¿Sabe usted que su amigo nos ha sido muy simpático? —dijo la señora de Verdurin a Odette, cuando ésta se despedía—. Es muy sencillo y muy agradable. Si todos los amigos que nos presente usted son así, puede traerlos cuando quiera.

El señor Verdurin observó que Swann no había sabido apreciar a la tía del pianista.

—Es que todavía no estaba en su centro —respondió su mujer—. ¿Cómo quieres que la primera vez tenga ya el tono de la casa, como Cottard, que es de nuestro clan hace ya años? La primera vez no se cuenta, es para hacer dedos. Odette, hemos quedado en que mañana irá a buscarnos al Chatelet. ¿Por qué no va usted a recogerlo a su casa?

—No, no quiere.

—Bueno, lo que usted disponga. Pero no vaya a desertar a última hora.

Con gran sorpresa de la señora de Verdurin, Swann no desertó nunca. Iba a buscarlos a cualquier parte, hasta a los restaurantes de las afueras, algunas veces aunque no muchas, porque aun no era la temporada, y, sobre todo, al teatro, que gustaba mucho a la señora de Verdurin; un día, en casa, dijo la señora que les sería muy útil para las noches de estreno y de funciones de gala un pase de libre circulación para el coche, y que le echaron mucho de menos el día del entierro de Gambetta. Swann, que nunca aludía a sus amistades de lustre, sino tan sólo a aquellas de poco precio, que le hubiera parecido poco delicado ocultar, y entre las cuales contaba, por haberse acostumbrado a juzgarlas así en los salones del barrio de Saint-Germain, sus amistades con personajes oficiales, contestó:

—Yo le traeré a usted uno a tiempo para la reprise de los Denicheff, porque precisamente mañana almuerzo en el Elíseo y allí veré al prefecto de Policía.

—¿Cómo en el Elíseo? —gritó el doctor Cottard con voz tonante.

—Sí, estoy convidado por Grévy —contestó Swann un poco azorado por el efecto que hizo su frase.

Y el pintor dijo a Cottard en tono de broma:

—¿Le da a usted eso muy a menudo?

Generalmente, después que le habían explicado la cosa. Cottard decía: «¡Ah!, ya, ya; está bien», y no daba más muestras de emoción.

Pero aquella vez las últimas palabras de Swann, en vez de calmarlo, como de costumbre, llevaron al colmo su asombro de que una persona que cenaba a su lado, que no tenía cargo oficial, ni brillo social ninguno, se codeara con el presidente de la República.

—¿Cómo Grévy, conoce usted Grévy? —dijo a Swann con la cara estúpida e incrédula de un municipal cuando un desconocido se le acerca diciéndole que quiere ver al presidente de la República, y que al comprender por estas palabras «cuál era la clase de persona que tenía delante», como dicen los periódicos asegura al loco que lo van a recibir en seguida y lo lleva a la enfermería especial de la prevención.

—Sí, lo trato un poco. Conozco a algún amigo suyo (y no se atrevió a decir que era el príncipe de Gales) y además allí se invita a mucha gente; no tienen nada de divertido esos almuerzos, no crea usted, son muy sencillos y no suele haber más de ocho comensales —respondió Swann, que quería borrar lo deslumbrante de aquella impresión que hizo en su interlocutor el que él se tratara con el presidente de la República.

Y en seguida Cottard, tomando a pie juntillas lo que dijo Swann, adoptó la cosa muy corriente opinión de que ser invitado por Grévy era cosa muy corriente y nada apetecible. Y ya no se extrañó de que Swann, ni otra persona cualquiera, fuera al Elíseo, y hasta lo compadecía por ir a aquellos almuerzos que, según propia confesión del invitado, eran aburridos.

—Ya, ya; está bien —dijo con el tono de un aduanero que desconfiaba un momento antes y que después de las explicaciones de uno, pone el visto y le deja a uno pasar sin abrir los baúles.

—Ya lo creo que deben ser aburridos los tales almuerzos; ya necesita usted ánimo para ir —dijo la señora de Verdurin; porque el presidente de la República se le figuraba un pelma especialmente temible, que si llegara a emplear los medios de seducción y apremio que tenía a su disposición, con los fieles de los Verdurin, quizá los hubiera hecho desertar—. Dicen que es más sordo que una tapia y que come con los dedos.

En efecto, no se debe usted divertir mucho —dijo el doctor con una sombra de conmiseración en la voz; y acordándose de que los invitados no eran más que ocho, preguntó vivamente, más bien movido por celo de lingüista que por curiosidad de mirón—: Esos son almuerzos íntimos, ¿no?

Pero el prestigio que a sus ojos tenía el presidente de la República acabó por triunfar de la humildad de Swann y de la malevolencia de la señora Verdurin, y no se pasaba comida sin que Cottard preguntara con mucho interés: «¿Vendrá esta noche el señor Swann? Es amigo personal de Grévy. Es lo que se llama un gentleman, ¿no?» Y hasta le ofreció una tarjeta de entrada a la Exposición de Odontología.

—Puede entrar usted y las personas que lo acompañen, pero no dejan pasar perros. Ya comprenderá usted que se lo digo porque tengo amigos que no lo sabían y que luego se tiraban de los pelos.

El señor Verdurin notó que a su mujer le había sentado muy mal el descubrimiento de aquellas amistades elevadas que tenía Swann y de las que no hablaba nunca.

Swann se reunía con el cogollito en casa de los Verdurin, a no ser que hubiera dispuesta alguna diversión fuera de casa; pero no iba más que por la noche, y casi nunca aceptaba convites para la cena, a pesar de los ruegos de Odette.

—Si usted quiere, podemos cenar solos, si así le gusta más —decía ella.

—Y la señora de Verdurin, ¿qué va a decir?

—Eso es muy sencillo. Diré que no me han preparado el traje a tiempo o que mi cab ha llegado tarde. Ya nos arreglaremos.

—Es usted muy buena.

Pero Swann pensaba que, no consintiendo en verla hasta después de cenar, haría ver a Odette que existían para él otros placeres preferibles al de estar con ella, y así no se saciaría en mucho tiempo la simpatía que inspiraba a Odétte. Además, prefería con mucho a la de Odette, la belleza de una chiquita de oficio, fresca y rolliza como una rosa, de la que estaba por entonces enamorado, y le gustaba más pasar con ella las primeras horas de la noche, porque estaba seguro de que luego vería a Odette. Por lo mismo, no quería nunca que Odette fuera a buscarlo para ir a casa de los Verdurin. La obrerita esperaba a Swann cerca de su casa, en una esquina que ya conocía Rémi, el cochero; subía al coche y se estaba en los brazos de Swann hasta que el coche se paraba ante la casa de los Verdurin. Al entrar, la señora le enseñaba unas rosas qué él mandó aquella mañana, diciéndole que lo iba a regañar, y le indicaba un sitio junto a Odette, mientras el pianista tocaba, dedicándosela a ellos dos, la frase de Vinteuil, que era como el himno nacional de sus amores. La frase empezaba por un sostenido de trémolos en el violín, que duraban unos cuantos compases y ocupaban el primer término, hasta que, de pronto, parecía que se apartaban, y como en un cuadro de Pieter de Hooch, donde la perspectiva se ahonda a lo lejos por el marco de una puerta abierta, allá en el fondo, con color distinto y a través de la aterciopelada suavidad de una luz intermedia, aparecía la frase, bailarina, pastoril, intercalada, episódica, como cosa de otro mundo distinto. Pasaba sembrando por todas partes los dones de su gracia; los pliegues de su túnica eran sencillos e inmortales, y llevaba en los labios la misma sonrisa de siempre; pero en ella parecía que Swann percibía ahora un matiz de desencanto, como si la frase conociera lo vano de la felicidad, cuyo camino mostraba a los hombres. En su gracia ligera había algo ya consumado, algo como la indiferencia que sigue a la pena. Pero poco le importaba, porque no la consideraba en sí misma en lo que podía expresar para un músico que ignorara la existencia de Swann y de Odette cuando la creó, para todos los que la habrían de oír en siglos futuros, sino como una prenda y recuerdo de su amor, que hasta al pianista y a los Verdurin les hacía pensar en Odette, al mismo tiempo que en él, y que les servía de lazo; hasta tal punto que, cediendo al capricho de Odette, renunció a su proyecto de pedir a un músico que le tocara la sonata: entera, y siguió sin conocer más que aquel tiempo «¿Qué necesidad tiene usted de lo demás? —le había dicho Odette—. El trozo nuestro es ése.» Sufría al pensar que la frase, cuando pasaba tan cerca y tan por lo infinito al mismo tiempo, aunque era para él y para Odette, no los reconocía y lamentaba que tuviera una significación y belleza intrínseca y extraña a ellos, lo mismo que sentimos que el agua de una gema que regalamos, o los vocablos de una carta de la mujer amada, sean algo más que la esencia de un amor fugaz o de un ser determinado.

Sucedía muchas veces que Swann se entretenía demasiado con la obrerita antes de ir a casa de los Verdurin, y cuando llegaba, apenas el pianista tocaba la frase suya, se daba cuenta de que ya pronto llegaría la hora de marcharse. Acompañaba a Odette hasta la puerta de su hotelito de la calle de La Perousse, detrás del Arco de Triunfo. Y quizá por eso, para no pedirle todos los favores de una vez, sacrificaba el placer, para él menos necesario, de verla un poco antes y llegar cuando ella a casa de los Verdurin, al ejercicio de este derecho que ella le reconocía a marcharse juntos, y que Swann estimaba más, porque, gracias a él, se hacía la ilusión de que ya nadie la veía ni se interponía entre ellos, de que ya nadie era obstáculo para que Odette siguiera con él, aun después de haberse separado.

Así, que volvían en el coche de Swann; una noche, cuando Odette acababa de bajar y estaba diciéndole adiós, cogió precipitadamente del jardincillo que precedía a la casa uno de los últimos crisantemos del año, y se lo dio a Swann, que se iba. Durante todo el camino, de vuelta a casa, lo tuvo apretado contra sus labios, y cuando, al cabo de unos días; se marchitó la flor, la guardó cuidadosamente en su secreter.

Pero nunca entraba en su casa. Sólo dos veces fue por la tarde a participar en aquella operación, para ella capital, de «tomar el té». Lo retirado y solitario de aquellas callecitas cortas (formadas casi todas por hotelitos contiguos, cuya monotonía se rompía de pronto con una casucha siniestra, testimonio histórico, sórdida ruina de una época en que esos barrios aun tenían mala fama), la nieve que todavía quedaba en el jardín y en los árboles, el desaliño con que se presenta el invierno y la cercanía del campo, aun daban mayor misterio al calor y las flores que al entrar en la casa le salían a uno al paso.

En el piso bajo, de nivel superior al de la calle, se dejaba a la izquierda la alcoba de Odette, que daba a una callecita paralela de la parte de atrás, y una escalera recta, con paredes pintadas en tono sombrío, adornadas con telas orientales, hilos de rosarios turcos y un gran farol japonés pendiente de un cordoncito de seda (pero que para no privar a los visitantes de las comodidades más recientes de la civilización occidental, ocultaba un mechero de gas), llevaba a la sala y a la salita. Precedía a estas habitaciones un estrecho recibimiento, con la pared cuadriculada por un enrejado de jardín, pero dorado, y que tenía por todo alrededor unos cajones rectangulares, donde aun florecían, lo mismo que en un invernadero, filas de esos grandes crisantemos, en aquella época muy notables, pero que no llegaban, ni con mucho, a los que más adelante lograrían obtener los horticultores. A Swann le molestaba que estuvieran de moda aquellas flores desde el año antes; pero esta vez le agradó ver la penumbra de la habitación de rosa, de naranja y de blanco, rayada cual piel de cebra, por los fragrantes resplandores de esos astros efímeros que se encienden en los días grises. Odette lo recibió vestida con una bata color rosa, con el cuello y los brazos al aire. Lo invitó a sentarse a su lado; en uno de los muchos misteriosos retiros dispuestos en los huecos y rincones del salón, protegidos por grandes palmeras, colocadas en maceteras chinas, o por biombos, adornados con retratos, lazos y abanicos. Le dijo: «Así no está usted bien; yo lo acomodaré»; y con una risita vanidosa, como si se le hubiera ocurrido una invención notable, colocó tras la cabeza de Swann, y a sus pies, almohadones de seda japonesa, apretujándolos con la mano, como prodigando aquellas riquezas e indiferente a su valor. Pero cuando el ayuda de cámara fue trayendo sucesivamente numerosas lámparas que, contenidas casi todas en cacharros de China, ardían sueltas o por parejas en distintos muebles, como en otros tantos altares, y que en el crepúsculo, ya casi noche, de aquella tarde de invierno, reavivaron una puesta de sol más rosada, duradera y humana que la otra —y quizá en la calle hacían pararse a algún enamorado soñando en el misterio que delataban y celaban a la vez las encendidas vidrieras—, Odette no dejó de mirar al criado con el rabillo del ojo, para ver si las colocaba exactamente en su sitio consagrado. Se imaginaba que poniendo una lámpara en el lugar que no le correspondía, el efecto de conjunto de su salón se habría deshecho; su retrato, colocado en un caballete oblicuo y encuadrado con peluche, no tendría buena luz. Siguió febrilmente con la mirada las idas y venidas de aquel hombre ordinario, y lo regañó ásperamente por pasar muy cerca de dos jardineras que no tocaba nadie más que ella, por miedo a que se las rompieran; jardineras que fue a examinar en seguida, para ver si el criado les había hecho algo. Todas las formas de sus cacharritos chinos le parecían «graciosas», y lo mismo las orquídeas y las catleyas, que eran con los crisantemos sus flores favoritas, porque tenían el raro mérito de no parecer flores, sino cosa de seda y satén. «Esta parece que está hecha del forro de mi abrigo», dijo a Swann, enseñándole una orquídea, y con una inflexión de cariño hacia esa flor tan chic, hacia esa hermana elegante e imprevista que la naturaleza le daba, tan lejos de ella en la escala de los seres y, sin embargo, tan refinada y mucho más digna que tantas mujeres de tener un sitio en su salón. Le fue enseñando quimeras con lenguas de fuego, pintadas en un cacharro o bordadas en una pantalla de chimenea; las corolas de un ramo de orquídeas; un dromedario de plata nielada, con los ojos incrustados de rubíes, que en la chimenea era vecino de un sapo de jade; y afectaba, ya temor a la maldad de los monstruos o risa por su fealdad, ya rubor por la indecencia de las flores, ya irresistible deseo de besar al dromedario y al sapo, a los que llamaba «ricos». Contrastaban esos fingimientos con lo sincero de algunas devociones suyas, especialmente la que tenía a Nuestra Señora del Laghet, que hacía mucho tiempo, cuando ella vivía en Niza, la salvó de una enfermedad mortal; y llevaba siempre encima una medalla de oro con la imagen de esa virgen, a la que atribuía un poder sin límites. Odette hizo a Swann «su» té, y le preguntó: «¿Con limón, o con leche?»; y cuando él contestó que con leche, ella replicó: «Una nube, ¿eh?». Swann dijo que el té estaba muy bueno, y ella entonces: «¿Ve usted cómo yo sé lo que le gusta?» En efecto, aquel té le pareció a Swann, lo mismo que a ella, una cosa exquisita, y tal es la necesidad que el amor tiene de encontrar justificación y garantía de duración en placeres, que, por el contrario, sin él no lo serían y que terminan donde él acaba, que cuando Swann se marchó a su casa, a las siete, para vestirse, durante todo el camino que recorrió el coche no pudo contener la alegría que había recibido aquella tarde, e iba repitiéndose: «¡Qué agradable debe de ser tener una persona así, que le pueda dar a uno en su casa esa cosa tan rara que es un buen té!» Una hora más tarde recibió una esquela de Odette; conoció en seguida aquella letra grande, que, con su afectación de rigidez británica, imponía una apariencia de disciplina a caracteres informes, donde unos ojos menos apasionados quizá hubieran visto desorden de ideas, insuficiencia de educación y falta de franqueza y de carácter. Swann se había dejado la pitillera en casa de Odette. «¡Ah! ¡Si se hubiera usted dejado el corazón! Entonces no se lo habría devuelto.»

Todavía fue más importante una segunda visita que Swann hizo a Odette. Al ir aquel día a su casa, se la iba representando con la imaginación, como acostumbraba hacer siempre que tenía que verla; y aquella necesidad en que se veía para que su cara le pudiera parecer bonita, de limitarla a los pómulos frescos y rosados, a las mejillas, que a menudo tenía amarillentas y cansadas, y que salpicaban unas manchitas encarnadas, lo afligía como prueba de lo inasequible del ideal y lo mediocre de la felicidad. Aquel día lo llevaba un grabado que Odette quería ver. Estaba un poco indispuesta y lo recibió en bata de crespón de China color malva; y con una rica tela bordada que le cubría el pecho a modo de abrigo. De pie, junto a él, dejando resbalar por sus mejillas el pelo que llevaba suelto, con una pierna doblada en actitud levemente danzarina, para poder inclinarse sin molestia hacia el grabado que estaba mirando; la cabeza inclinada, con sus grandes ojos tan cansados y ásperos si no les prestaba su brillo la animación, chocó a Swann por el parecido que ofrecía con la figura de Céfora, hija de Jetro, que hay en un fresco de la Sixtina. Swann siempre tuvo afición a buscar en los cuadros de los grandes pintores, no sólo los caracteres generales de la realidad que nos rodea, sino aquello que, por el contrario, parece menos susceptible de generalidad, es decir, los rasgos fisonómicos individuales de personas conocidas nuestras; y así, reconocía en la materia de un busto del dux Loredano, de Antonio Rizzo, los pómulos salientes, las cejas oblicuas de su cochero Rémi, con asombroso parecido; veía la nariz del señor de Palancy con colores de Ghirlandaio; y en un retrato del Tintoreto, el carrillo invadido por los primeros pelos de las patillas, la desviación de la nariz, el mirar penetrante y los párpados congestionados del doctor du Boulbon le saltaban a los ojos. Quizá, como tuvo siempre remordimientos de haber limitado su vida a las relaciones mundanas y a la conversación, veía como una especie de indulgente perdón que le concedían los grandes artistas en el hecho de que también ellos contemplaron con gusto e introdujeron en sus cuadros esas caras que prestan a su obra tan singular testimonio de realidad y de vida, un sabor moderno; o quizá era que estaba tan dominado por la frivolidad mundana, que sentía la necesidad de buscar en una obra antigua esas alusiones anticipadas, rejuvenecedoras, a nombres propios de hoy. O, por el contrario, acaso tenía bastante temperamento de artista para que aquellas características individuales le agradaran por adquirir más amplia significación, en cuanto las contemplaba libres y sueltas, en el parecido de un retrato antiguo con un original que no aspiraba a representar. Sea como fuere, y quizá porque la plenitud de impresiones que desde algún tiempo gozaba, aunque le llegó por amor de la música, acreció también su afición a la pintura, encontró un placer profundísimo y llamado a tener en su vida duradera influencia, en el parecido de Odette con la Céfora de ese Sandro di Mariano, que ya no nos gusta llamar con su popular apodo de Botticelli, desde que este nombre evoca, en lugar de la verdadera obra del artista, la idea falsa y superficial que el vulgo tiene de él. Ya no estimó la cara de Odette por la mejor o peor cualidad de sus mejillas, y por la suavidad puramente carnosa que creía Swann que iba a encontrar en ellas al tocarlas con sus labios, si alguna vez se atrevía a besarla, sino que la consideró como un ovillo de sutiles y hermosas líneas que él devanaba con la mirada, siguiendo las curvas en que se arrollaban, enlazando la cadencia de la nuca con la efusión del pelo y la flexión de los párpados, como lo haría en un retrato de ella, en que su tipo se hiciera inteligible y claro.

La miraba; en su rostro, en su cuerpo, se aparecía un fragmento del fresco de Botticelli, y ya siempre iba a buscarlo allí, ora estuviera con Odette, ora pensara en ella, y aunque no le gustaba evidentemente el fresco florentino más que por parecerse a Odette, sin embargo, este parecido la revestía a ella de mayor y más valiosa belleza. A Swann le remordió el haber desconocido por un momento el valor de un ser que el gran Sandro habría adorado, y se felicitó de que el placer que sentía al ver a Odette tuviera justificación en su propia cultura estética. Se dijo que al asociar la idea de Odette a sus ilusiones de dicha, no se resignaba por falta de otra mejor a una cosa tan imperfecta como hasta entonces creyera, puesto que en ella encerraba su más refinado gusto artístico. Olvidábase de que no por eso era Odette mujer más conforme a su deseo, porque precisamente su deseo siempre estuvo orientado en dirección opuesta a sus aficiones estéticas. Aquellas dos palabras, «obra florentina», hicieron a Swann un gran favor. Ellas abrieron para Odette, como un título nobiliario, las puertas de un mundo de sueños, que hasta entonces le estaba cerrado, y donde se revistió de nobleza. Y mientras que la visión puramente camal que hasta entonces tuviera de aquella mujer, al renovar perpetuamente sus dudas sobre la calidad de su rostro y de su cuerpo, de su total belleza, debilitaban su amor a ella, se disiparon esas dudas y se afirmó aquel amor cuando tuvo por base los datos de una estética concreta, sin contar con que el beso y la Posesión, que parecían cosas naturales y mediocres, si eran don de una carne marchita, cuando eran corona que remataba la contemplación de una obra de museo, debían ser placer sobrenatural y delicioso.

Y cuando se inclinaba a lamentar que hacía meses no tenía más ocupación que ver a Odette, decíase que era cosa lógica dedicar mucho tiempo a una inestimable obra maestra, fundida por esta vez en material distinto, y particularmente sabroso, en un rarísimo ejemplar que él contemplaba ya con humildad, espiritualismo y desinterés de artista, ya con orgullo, egoísmo y sensualidad de coleccionista.

Colocó, encima de su mesa de trabajo, una reproducción de la Céfora, como si fuera una fotografía de Odette. Admiraba los ojos grandes, el rostro delicado, donde se adivinaba la imperfección del cutis, los maravillosos bucles en que caía el pelo por las cansadas mejillas, y adaptando lo que hasta entonces le parecía hermoso de modo estético a la idea de una mujer de verdad, lo transformaba en méritos físicos que se felicitaba de encontrar todos juntos en un ser que podía ser suyo. Esa vaga simpatía que nos atrae hacia la obra maestra que estamos mirando, ahora que él conocía el original de carne de la Céfora, se convertía en deseo, que suplía al que no supo inspirarle al principio el cuerpo de Odette. Cuando se estaba mucho rato mirando al Botticelli, pensaba luego en el Botticelli suyo, que le parecía aún más hermoso, y al apretar contra el pecho la fotografía de Céfora, se le figuraba que abrazaba a Odette.

Y no sólo era el posible cansancio de Odette el que Swann se ingeniaba en prevenir, sino el propio cansancio suyo; sentía que desde que Odette podía verlo con toda clase de facilidades, ya no tenía tantas cosas que decirle como antes, y tenía miedo de que sus modales, un tanto insignificantes y monótonos, sin movilidad ya, que ahora adoptaba Odette cuando estaban juntos, no acabaran por matar en él esa esperanza romántica de un día en que ella le declarara su pasión, esperanza que era el motivo y la razón de existencia de su amar. Y para renovar algo el aspecto moral, harto parado, de Odette, y que tenía miedo que lo cansara, de pronto le escribía una carta llena de fingidas desilusiones y de cóleras simuladas, y se la mandaba antes de la cena. Sabía Swann que Odette se asustaría, que iba a contestar, y esperaba que de aquella, contracción que sufriría el alma de Odette, por miedo a perderlo, brotarían palabras que nunca le había dicho; y, en efecto, así es como logró las cartas más cariñosas de Odette, una de ellas, aquella que le mandó Odette desde la «Maison Dorée» (precisamente el día de la fiesta París-Murcia, a beneficio de los damnificados por las inundaciones de Murcia), y que empezaba por estas palabras: «Amigo, me tiembla tanto la mano, que apenas si puedo escribir», carta que guardó Swann en el mismo cajón que el crisantemo seco. Y si no había tenido tiempo de escribirle al llegar aquella noche a casa de los Verdurin, le saldría al encuentro en seguida, para decirle: «Tenemos que hablar»; y mientras, él contemplaría ávidamente en su rostro y en sus palabras algo no visto hasta entonces, un escondrijo de su corazón que hasta entonces le había ocultado.

Ya al acercarse a casa de los Verdurin, cuando veía las grandes ventanas iluminadas por la luz de las lámparas —no se cerraban nunca, las maderas—, se enternecía al pensar en aquel ser encantador que iba a ver en medio de esa luz dorada. A veces, las sombras de los invitados se destacaban negras, esbeltas, recortadas, al pasar por delante de las lámparas, como esos grabaditos intercalados en la tela transparente de una pantalla. Buscaba la silueta de Odette. Y en cuanto llegaba, sin darse cuenta, se le encendía la mirada con tal alegría, que el señor Verdurin decía al pintor: «Amigo, esto está que arde». Y, en efecto, la presencia de Odette daba para Swann a la casa de los Verdurin una cosa que no podía hallar en ninguna de las demás a dónde iba: una especie de aparato sensitivo, de sistema nervioso que se ramificaba por todas las habitaciones y lanzaba constantes excitaciones hasta su corazón.

Así, el sencillo funcionamiento de aquel organismo social que era el «clan» de los Verdurin, proporcionaba a Swann citas diarias con Odette, y gracias a él podía fingir que le era indiferente el verla, o que no quería verla, sin que esto le expusiera a grave riesgo, porque aunque le escribiera durante el día, siempre estaba seguro de verla por la noche en casa, de los Verdurin y acompañarla a casa.

Pero un día en que pensó sin gusto en aquel inevitable retorno con ella, llevó hasta el bosque de Boulogne a su obrerita para retrasar el momento de ir a casa de los Verdurin, y llegó allí tan tarde que Odette, creyendo que aquella noche ya no iría Swann; se había marchado. Cuando vio que no estaba en el salón, Swann sintió un dolor en el corazón; temblaba al verse privado de un placer cuya magnitud medía ahora por vez primera porque hasta entonces había estado seguro de tenerle cuando quisiera, cosa ésta que no nos deja apreciar nunca lo que vale un placer.

—¿Has visto la cara que puso cuando vio que Odette no estaba? —dijo Verdurin a su mujer—. Me parece que está cogido.

—¿La cara que ha puesto? —preguntó bruscamente el doctor Cottard, que no sabía de quién estaban hablando, porque había salido un momento para ver a un enfermo, y que ahora volvía a recoger a su mujer.

—¿Cómo, no se ha encontrado usted en la puerta a un Swann magnífico?

—No. ¿Ha venido el señor Swann?

—Sí, pero un momento nada más; un Swann muy agitado y muy nervioso. Es que ya se había marchado Odette, ¿sabe usted?

—Quiere usted decir que están a partir un piñón y que ella le ha enseñado lo que es la hora del pastor, ¿eh? —dijo el doctor probando prudentemente el sentido de esas locuciones.

—No; yo creo que no hay nada entre ellos, y me parece que Odette hace mal y se está portando como lo que es, como un alma de cántaro.

—¡Bah, bah, bah! —dijo el señor Verdurin—, ¡qué sabes tú si hay o no hay!; nosotros no hemos estado allí mirando si había o no.

—Es que me lo habría dicho Odette —replicó orgullosamente la señora de Verdurin—. Me cuenta todas sus historias. Como en este momento no tiene a nadie, yo le he aconsejado que duerman juntos. Pero dice que no puede, que Swann le gusta, pero que está muy corto con ella y eso la azora a ella también; además, dice que ella no lo quiere de esa manera, que es un ser ideal, que tiene miedo a desflorar su cariño por Swann, en fin, yo no sé cuántas cosas. Y yo creo, a pesar de todo, que es lo que le conviene.

—Yo no soy enteramente de tu misma opinión; no me acaba de gustar ese caballero: me parece que le gusta darse tono.

La señora de Verdurin se quedó muy quieta y adoptó una expresión inerte, como si se hubiera cambiado en estatua, ficción con la que dio a entender que no había oído aquella frase insoportable de «darse tono», frase que parecía implicar que era posible «darse tono» con ellos, es decir, que había alguien que era más que ellos.

—Pues si no hay nada, no creo que sea porque ese señor se imagine que ella es una virtud —dijo irónicamente el señor Verdurin—. Después de todo, ¡quién sabe! Parece que la considera inteligente. No sé si oíste la otra noche todo lo que le estaba soltando a propósito de la sonata de Vinteuil; yo quiero a Odette con toda el alma; pero, vamos, para explicarle teorías de estética, hay que estar un poco tonto.

—Bueno, bueno; que no se hable mal de Odette —dijo la señora, echándoselas de niña—. Es simpatiquísima.

—Pero si eso no tiene que ver para que sea simpatiquísima; no estamos hablando mal de ella: decimos que no es ninguna virtud ni ningún talento, y nada más. En el fondo —dijo al pintor—, ¿qué le importa a uno que sea o no una virtud? Quizá así no sería tan simpática.

En el descansillo de la escalera alcanzó a Swann el maestresala, que no estaba en casa cuando llegó Swann, y al que Odette diera encargo —pero ya hacía lo menos una hora— de decir a Swann que ella iría probablemente a casa de Prévost a tomar chocolate antes de recogerse. Swann marchó en seguida a casa de Prévost, pero a cada paso su coche tenía que pararse para dejar paso a otros carruajes o a los transeúntes, obstáculos odiosos que Swann no habría respetado a no ser porque luego, si los atropellaba, el guardia le entretendría más tomando el número. Contaba el tiempo que tardaba, añadiendo unos cuantos segundos a cada minuto para estar seguro de que no los hacía muy cortos, cosa que le habría podido inspirar la ilusión de que sus probabilidades para llegar a tiempo y encontrar a Odette eran mayores que la que realmente tenía. Y hubo un momento en que Swann, de pronto, lo mismo que un enfermo con fiebre que acaba de dormir y se da cuenta de las absurdas pesadillas que rumiaba sin separarlas claramente de su persona, vio en su interior los extraños pensamientos que le dominaban desde que le habían dicho en casa de los Verdurin que Odette ya se había marchado, y sintió lo nuevo de aquel dolor en el corazón, que sufría ya hacía rato, pero que tan sólo percibió ahora como si acabara de desesperarse. ¿Y qué?, no era toda aquella agitación porque no iba a ver a Odette hasta el otro día, lo que él había deseado hace una hora, cuando se encaminaba ya tan tarde a casa de los Verdurin. Y no tuvo más remedio que confesarse que en ese mismo coche que lo llevaba a Prévost ya no iba la misma persona, ya no estaba solo, tenía al lado, pegado, amalgamado a él, a un ser nuevo, que no podría quitarse de encima nunca, y al que tendría que tratar con los mimos que a un amo o a un enfermo. Y, sin embargo, desde aquel instante en que sintió que una nueva persona se había superpuesto a él, su vida le pareció más atractiva. Y ya casi no se decía que aquel posible encuentro en casa de Prévost (cuya esperanza aniquilaba hasta tal punto todos los momentos que la precedían, que no quedaba idea ni recuerdo donde Swann pudiera ir a descansar su espíritu), caso de ocurrir, sería, muy probablemente, como cualquiera de los demás, es decir, poca cosa. Como todas las noches, en cuanto estuviera con Odette lanzaría una mirada furtiva sobre su móvil rostro, mirada que huiría en seguida por miedo a que Odette leyera en ella la insinuación de un deseo y no creyera ya en su desinterés, y en seguida dejaría de pensar en Odette, todo preocupado en buscar pretextos para que no se marchara tan pronto y en asegurarse sin aparentar mucho interés de que al otro día podría verla en casa de los Verdurin, es decir, preocupado en prolongar por un instante y en renovar por un día más la decepción y la tortura que le traía la vana presencia de esa mujer a quien se acercaba tanto sin atreverse a abrazarla.

No estaba en casa de Prévost; Swann quiso buscar en los demás restaurantes de los bulevares. Y para ganar tiempo, mientras él recorría unos cuantos, mandó a visitar otros a su cochero Rémi (el dux Loredano de Rizzo); no encontró Swann nada, y fue a esperar a su cochero en el lugar que le había indicado. El coche no volvía y Swann se representaba el momento que iba a llegar, ya como aquel en que su cochero le diría: «Aquí está la señora», o ya, como otro en que oiría decir a Rémi: «No he encontrado a esa señora en ningún café». Y así, veía delante de él el final de su noche, uno y doble a la vez, precedido, ya por el encuentro de Odette, ya por la obligada renuncia a encontrarla y la conformidad con volverse a casa sin haberla visto.

Volvió el cochero, pero en el momento de parar delante de Swann éste no le preguntó «¿Has encontrado a esa señora?», sino que le dijo: «No se te olvide recordarme mañana que tengo que encargar leña, porque me parece que ya queda poca». Acaso se decía que si Rémi había encontrado a Odette en algún café donde estaba esperándolo, el fin de la noche nefasta quedaba ya borrado porque empezaba la realización del fin de la noche feliz, y que, por consiguiente, no tenía prisa por llegar a una felicidad capturada ya y a buen recaudo que no se había de escapar. Pero también lo hizo por fuerza de inercia; su alma tenía esa falta de agilidad que se da en muchos cuerpos, de esas gentes que para evitar un golpe, para quitarse una llama de encima o para hacer un movimiento urgente necesitan tomarse tiempo y quedarse un segundo en la posición en que estaban antes del acontecimiento, como para encontrar un punto de apoyo y poder tomar impulso. E indudablemente si el cochero lo hubiera interrumpido diciéndole que la señora estaba allí, él habría contestado: «¡Ah!, sí, el encargo ese que te había dado; pues me extraña», para seguir luego hablando de la leña, porque de ese modo ocultaba la emoción que sentía y se daba a sí mismo tiempo para romper con la inquietud y sonreír a la felicidad.

Pero el cochero le dijo que no la había encontrado en ninguna parte, y añadió a modo de consejo y, en su calidad de criado antiguo:

—Lo mejor es que el señor se vaya a casa.

Pero la indiferencia que Swann fingía fácilmente cuando Rémi no podía alterar en nada el tenor de la respuesta que le traía, decayó ahora al ver cómo intentaba hacerle renunciar a su esperanza y a su rebusca.

—No, no es posible —exclamó—, tenemos que encontrar a esa señora, no hay más remedio. Hay un asunto que lo requiere, y si no, podría ofenderse.

—No sé cómo se va a dar por ofendida —respondió Rémi—, porque ella es la que se ha marchado sin esperar al señor, diciendo que iba a casa de Prévost, y luego no ha ido.

Ya empezaban a apagar en todas partes. Por debajo de los árboles del bulevar, en una misteriosa oscuridad, erraban los pocos transeúntes, apenas discernibles. De cuando en cuando, una sombra femenina se acercaba a Swann, le decía unas palabras al oído, y le pedía que la acompañara a casa, Swann se estremecía. Iba rozando al pasar todos aquellos cuerpos oscuros como si por el reino de las sombras, entre mortuorias fantasmas, fuera buscando a Eurídice.

De todas las maneras de producirse el amor, y de todos los agentes de diseminación de ese mal sagrado, uno de los más eficaces es ese gran torbellino de agitación que nos arrastra en ciertas ocasiones. La suerte está echada, y el ser que por entonces goza de nuestra simpatía, se convertirá en el ser amado. Ni siquiera es menester que nos guste tanto o más que otros. Lo que se necesitaba es que nuestra inclinación hacia él se transformara en exclusiva. Y esa condición se realiza cuando —al echarlo de menos— en nosotros sentimos, no ya el deseo de buscar los placeres que su trato nos proporciona, sino la necesidad ansiosa que tiene por objeto el ser mismo, una necesidad absurda que por las leyes de este mundo es imposible de satisfacer y difícil de curar: la necesidad insensata y dolorosa de poseer a esa persona.

Swann llegó hasta los últimos restaurantes; no había tenido calma más que para afrontar la hipótesis de la felicidad; pero ahora ya no ocultaba su agitación, ni el valor que concedía al encuentro de Odette, y ofreció a su cochero una recompensa si la encontraba, como si así, inspirándole el deseo de dar con ella, que vendría a acumularse al suyo propio, fuera posible que Odette, aunque se hubiera recogido ya, siguiera estando en un café del bulevar. Fue hasta la Maison Dorée, entró dos veces en Tortoni, y salía, sin haberla encontrado, del Café Inglés, con aire huraño y a grandes zancadas en busca del coche que lo esperaba en la esquina del bulevar de los Italianos, cuando de repente tropezó con una persona que venía en dirección contraria a la suya: Odette; más tarde le explicó ella que, no habiendo encontrado sitio en Prévost, se fue a cenar a la Maison Dorée, en un rincón donde Swann no supo encontrarla, y ahora se dirigía a tomar su coche.

Tan inesperado fue para Odette el encuentro con Swann, que se asustó. Él había estado corriendo medio París, más que porque creyera posible encontrarla, porque le parecía durísimo tener que renunciar. Y por eso aquella alegría que su razón estimaba irrealizable por aquella noche, le pareció aún mucho mayor; porque no había colaborado en ella con la previsión de creerla verosímil, porque era ajena a él; y porque no se sacaba él del espíritu para dársela a Odette —sino que emanaba de ella misma, ella misma la proyectaba hacia él— aquella verdad tan radiante que disipaba como un sueño el temido aislamiento, y en la que se apoyaba y descansaba, sin pensar, su sueño de felicidad. Lo mismo un viajero que llega un día de buen tiempo a orillas del Mediterráneo, se olvida de que existen los países que acaba de atravesar, y más que mirar al mar, deja que le cieguen la vista los rayos que hacia él lanza el azul luminoso y resistente de las aguas.

Subió con Odette en el coche de ella y mandó a su cochera que fuera detrás.

Odette tenía en la mano un ramo de catleyas, y Swann vio, debajo del pañuelo de encaje que le cubría la cabeza, que llevaba en el pelo flores de la misma variedad de orquídea, atadas al airón de plumas de cisne. Tocada de mantilla, llevaba un traje de terciopelo negro, que se recogía oblicuamente en la parte inferior para dejar asomar un trozo de falda de faya blanca; también por debajo del terciopelo asomaba otro paño de faya blanca en el corpiño, donde se abría el escote, en el cual se hundían otras cuantas catleyas. Apenas se había repuesto del susto que tuvo al toparse con Swann, cuando el caballo se encontró con un obstáculo y dio una huida. Llevaron una gran sacudida, y Odette lanzó un grito y se quedó sin aliento, toda palpitante.

—No es nada —dijo él—, no se asuste.

Y la cogió por el hombro, apoyándola contra su cuerpo para sostenerla; luego dijo:

—No hable usted, no se canse más, contésteme por señas. ¿Me permite usted que le vuelva a poner bien las flores esas del escote que casi se caen con la sacudida? Tengo miedo de que las pierda usted, voy a meterlas un poco más.

Odette, que no estaba acostumbrada a que los hombres usaran tantos rodeos con ella, le dijo:

—Sí, sí, hágalo.

Pero Swann, azorado por la contestación y quizá también porque había hecho creer a Odette que el pretexto de las flores era sincero, y acaso porque él también empezaba a creer que lo había sido, exclamó:

—Pero no hable, va usted a cansarse, contésteme por señas que yo la entiendo. ¿De veras me deja usted…? Mire, aquí hay un poco de…, creo que es polen que se ha desprendido de las flores; si me permite se lo voy a quitar con la mano. ¿No le hago daño? ¡No! Quizá cosquillas, ¿eh? Pero es que no quiero tocar el terciopelo para no chafarle. ¿Ve usted?, no había más remedio que sujetarlas, si no se caen; las voy a hundir un poco más… ¿De veras que no la molesto? ¿Me deja usted que las huela, a ver si no tienen perfume? Nunca he olido estas flores ¿Me deja?, dígamelo de veras.

Ella, sonriente, se encogió de hombres como diciendo «¡Qué tonto es usted, pues no ve que me gusta!»

Swann alzó la otra mano, acariciando la mejilla de Odette; ella lo miró fijamente, con ese mirar desfalleciente y grave de las mujeres del maestro florentino que, según Swann, se le parecían: los ojos rasgados, finos, brillantes, como los de las figuras botticelescas, se asomaban al borde de los párpados como dos lágrimas que se iban a desprender. Doblaba el cuello como las mujeres de Sandro lo doblan, tanto en sus cuadros paganos como en los profanos. Y con ademán que, sin duda, era habitual en ella, y que se cuidaba mucho de no olvidar en aquellos momentos porque sabía que le sentaba bien, parecía como que necesitaba un gran esfuerzo para retener su rostro, igual que si una fuerza invisible lo atrajera hacia Swann. Y Swann fue el que lo retuvo un momento con las dos manos, a cierta distancia de su cara, antes de que cayera en sus labios. Y es que quiso dejar a su pensamiento tiempo para que acudiera, para que reconociera el ensueño que tanto tiempo acarició, para que asistiera a su realización, lo mismo que se llama a un pariente que quiere mucho a un hijo nuestro para que presencie sus triunfos. Quizá Swann posaba en aquel rostro de Odette, aun no poseído ni siquiera besado, y que veía por última vez esa mirada de los días de marcha con que queremos llevarnos un paisaje que nunca se volverá a ver.

Pero era tan tímido con ella, que aunque aquella noche se le entregó, como la cosa había empezado por arreglar las catleyas, ya fuera por temor a ofenderla, ya por miedo a que pareciera que mintió la primera vez, ya porque le faltara audacia para pedir algo más que poner bien las flores (cosa que podía repetir, porque no ofendió a Odette aquella primera noche), ello es que los demás días siguió usando el mismo pretexto. Si llevaba catleyas prendidas en el pecho, decía: «¡Qué lástima! Esta noche las catleyas están bien, no hay que tocarlas, no están caídas como la otra noche; aquí veo una que no está muy bien, sin embargo. ¿Me deja usted que vea a ver si huelen más que las del otro día?» Y si no llevaba: «¡Ah! Esta noche no hay catleyas: no puedo dedicarme a mis mañas». De modo que durante algún tiempo no se alteró aquel orden de la primera noche, cuando comenzó con roces de dedos y labios en el pecho de Odette, y así empezaban siempre a acariciarse; y más tarde, cuando aquella convención (o simulacro ritual de convención) de las catleyas cayó en desuso, sin embargo, la metáfora «hacer catleya», convertida en sencilla frase, que empleaban inconscientemente para significar la posesión física —en la cual posesión, por cierto, no se posee nada—, sobrevivió en su lenguaje, como en conmemoración de aquella costumbre perdida. Y acaso esa manera especial de decir una cosa no significaba lo mismo que sus sinónimos. Por muy cansado que se esté de las mujeres, aunque se considere la posesión de distintas mujeres como la misma cosa, ya sabida de antemano, cuando se trata de conquistas difíciles o que nosotros consideramos como tales, se convierte en un placer nuevo, y entonces nos creemos obligados a figurarnos que esa posesión nació de un episodio imprevisto de nuestras relaciones con ella, como fue el episodio de las catleyas para Swann. Aquella noche esperaba temblando (y se decía que si lograba engañar a Odette, ella nunca lo adivinaría) que de entre los largos pétalos color malva de las flores saldría la posesión de aquella mujer; y el placer que sentía, y que, según pensaba él, toleraba Odette, porque no sabía de lo que se trataba, le pareció cabalmente por eso algo como el que debió sentir el primer hombre al saborearlo entre las flores del Paraíso Terrenal: un placer que antes no existía, un placer que él iba creando, un placer —como siempre trascendía del nombre especial que le dio— totalmente particular y nuevo.

Ahora, todas las noches, cuando la llevaba hasta su casa, Odette lo hacía entrar, y muchas veces salía luego en bata a acompañarlo hasta el coche, y lo besaba delante del cochero, diciendo: «¿Y a mí qué? ¿Qué me importa la gente?». Las noches que Swann no iba a casa de los Verdurin (cosa más frecuente desde que tenía más facilidad para verla). Odette le rogaba que pasara por su casa antes de recogerse, sea la hora que fuere. Por entonces era primavera, una primavera helada y pura. Al salir de alguna reunión mundana, Swann montaba en su victoria, se echaba una manta por las piernas, contestaba a los amigos que lo invitaban a marchar juntos que no iba por el mismo camino, y el cochero, que ya sabía adónde tenía que ir, arrancaba a gran trote. Los amigos se extrañaban, y, en efecto, Swann ya no era el mismo. Ahora no se recibían cartas suyas pidiendo que le presentaran a una mujer. No se fijaba en ninguna, y ya no iba por los sitios donde suelen verse mujeres. En un restaurante del campo, su actitud era ahora precisamente la contraria de aquella que antes lo daba a conocer, y que todos creían que le duraría siempre. Y es que una pasión acciona sobre nosotros como un carácter momentáneo y diferente, que reemplaza al nuestro verdadero y suprime aquellas señales externas con que se exteriorizaba. En cambio, era ahora cosa invariable que Swann, en cualquier parte que estuviera, no dejaba de ir a ver Odette. Recorría inevitablemente el espacio que lo separaba de ella; espacio que era como la pendiente misma, irresistible y rápida, de su vida. Realmente, muchas veces se entretenía hasta tarde en alguna casa aristocrática, y habría preferido volver derecho a su casa sin dar aquel largo rodeo y no ver a Odette hasta el otro día; pero el hecho de tener que molestarse a una hora anormal por causa de ella, de adivinar que los amigos, cuando se separaba de ellos, decían: «Siempre tiene que hacer; debe haber una mujer que lo haga ir a su casa a todas horas», le daba la sensación de que estaba viviendo la vida de los hombres que tienen un amor en su existencia, y que por el sacrificio que hacen de su tranquilidad y sus intereses a un voluptuoso ensueño, reciben, en cambio, una íntima delectación. Además, sin que él se diera cuenta, la certidumbre de que Odette lo esperaba, de que no estaba con otras personas, que no volvería sin verla, neutralizaba aquella angustia, olvidada ya, pero siempre latente, que sintió la noche que le dijeron que ya se había marchado de casa de los Verdurin: angustia tan apaciguada ahora, que casi podía llamarse felicidad. Quizá a esa angustia se debía la importancia que había tomado Odette para Swann.

La mayoría de las personas que conocemos no nos inspiran más que indiferencia; de modo que cuando en un ser depositamos grandes posibilidades de pena o de alegría para nuestro corazón, se nos figura que pertenece a otro mundo, se envuelve en poesía, convierte nuestra vida en una gran llanura, donde nosotros no apreciamos más que la distancia que de él nos separa. Swann no podía por menos de inquietarse cuando se preguntaba lo que Odette sería para él en el porvenir. Muchas veces, al ver desde su victoria, en aquellas hermosa y frías noches; la luz de la luna que difundía su claridad entre sus ojos y las calles desiertas, pensaba en aquel rostro claro, levemente rosado, como el de la luna; que surgió un día ante su alma, y que desde entonces, proyectaba sobre el mundo la luz misteriosa en que aparecía envuelto. Si llegaba cuando Odette ya había mandado acostarse a sus criados, en vez de llamar a la puerta del jardín, iba primero a la callecita trasera, a la que daba, entre las demás ventanas iguales, pero oscuras, de los hotelitos contiguos, la ventana, la única iluminada, de la alcoba de Odette, en el piso bajo. Daba un golpecito, en el cristal, y ella, que ya estaba sobre aviso, contestaba y salía a esperarlo a la puerta de entrada del otro lado. Encima del piano estaban abiertas algunas de las obras musicales favoritas de Odette: el Vals de las Rosas y Pobre loco, de Tagliafico (obra que debía tocarse en su entierro, según decía en su testamento); pero Swann le pedía que tocara, en vez de estas cosas, la frase de la sonata de Vinteuil, aunque Odette tocaba muy mal; pero muchas veces la visión más hermosa que nos queda de una obra es la que se alzó por encima de unos sonidos falsos que unos torpes dedos iban arrancando a un piano desafinado. Para Swann la frase continuaba espiritualmente asociada a su amor por Odette. Bien sabía él que ese amor no correspondía a nada externo que los demás pudieran percibir, y se daba cuenta de que las cualidades de Odette no justificaban el valor que concedía a los ratos que pasaba a su lado. Y más de una vez, cuando dominaba en Swann la inteligencia positiva, quería dejar de sacrificar tantos intereses intelectuales y sociales a ese placer imaginario. Pero la frase, en cuanto la oía, sabía ganarse en el espíritu de Swann el espacio que necesitaba, y ya las proporciones de su alma se cambiaban; y quedaba en ella margen para un gozo que tampoco correspondía a ningún objeto exterior, y que, sin embargo, en vez de ser puramente individual como el del amor, se imponía a Swann con realidad superior a la de las cosas concretas. La frase despertaba en él la sed de una ilusión desconocida; pero no le daba nada para saciarla. De modo que aquellas partes del alma de Swann en donde la frasecita iba borrando la preocupación por los intereses materiales, por las consideraciones humanas y corrientes, se quedaban vacías, en blanco, y Swann podía inscribir en ellas el nombre de Odette. Además, la frase infundía su misteriosa esencia en aquello que podía tener de falaz y de pobre el afecto de Odette. Y al mirar el rostro que ponía Swann, cuando la oía, hubiérase dicho que estaba absorbiendo un anestésico que le ensanchaba la respiración. Y, en efecto, el placer que le proporcionaba la música, y que pronto sería en él verdadera necesidad, se parecía en aquellos momentos al placer que habría sentido respirando perfumes, entrando en contacto con un mundo que no está hecho para nosotros, que nos parece informe porque no lo ven nuestros ojos, y sin significación porque escapa a nuestra inteligencia y sólo lo percibimos por un sentido único. Gran descanso, misteriosa renovación para Swann —que en sus ojos, aunque eran delicados, gustadores de la pintura, y en su ánimo, aunque era fino observador de costumbres, llevaba indeleblemente marcada la sequedad de su vida— el sentirse transformado en criatura extraña a la Humanidad, ciega, sin facultades lógicas, casi en un fantástico unicornio, en un ser quimérico, que sólo percibía el mundo por el oído. Y como, sin embargo, buscaba en la frase de Vinteuil una significación hasta cuya hondura no podía descender su inteligencia, sentía una rara embriaguez en despojar a lo más íntimo de su alma de todas las ayudas del razonar, y en hacerla pasar a ella sola por el colador, por el filtro oscuro del sonido.

Empezaba a darse cuenta de todo el dolor, quizá de toda la secreta inquietud, que había en el fondo de la dulzura de la frase, pero no sufría. ¿Qué importaba que la frase fuera a decirle que el amor es frágil, si el suyo era muy fuerte? Y jugaba con la tristeza que difundían los sonidos, sentía que le rozaba, pero como una caricia, que aun profundizaba y endulzaba más la sensación que tenía Swann de su felicidad. Pedía a Odette que la tocara diez, veinte veces, exigiendo al mismo tiempo que no dejara de besarlo. Cada beso llama a otro beso. ¡Con qué naturalidad nacen los besos en eso tiempos primeros del amor! Acuden apretándose unos contra otros; y tan difícil sería contar los besos que se dan en una hora, como las flores de un campo en el mes de mayo. Entonces ella hacía como que se iba a parar, diciendo: «¿Cómo quieres que toque si me tienes cogida? No puedo hacer las dos cosas a un tiempo; dime lo que hago: ¿o tocar, o acariciarte?»; y él se enfadaba, y Odette entonces rompía en una risa que acababa por cambiarse en lluvia de besos y caía sobre Swann. O lo miraba con semblante huraño, y Swann veía entonces una cara digna de figurar en la Vida de Moisés, de Botticelli; y colocaba el rostro de Odette en la pintura aquella, daba al cuello de Odette la inclinación requerida, y cuando ya la tenía pintada perfectamente al temple, en el siglo XV, en la pared de la Sixtina, la idea de que, no obstante, seguía estando allí junto al piano, en el momento actual, y que la podía besar y poseer, la idea de su materialidad y de su vida, lo embriagaba con tal fuerza, que con la mirada extraviada y las mandíbulas extendidas, se lanzaba hacia aquella virgen de Botticelli y empezaba a pellizcarle los carrillos. Luego, cuando ya se marchaba, no sin volver desde la puerta para darle otro beso, porque se le había olvidado llevarse en el recuerdo alguna particularidad de su perfume o de su fisonomía, volvía en su victoria, bendiciendo a Odette porque consentía en aquellas visitas diarias, que, sin duda, no debían de ser gran alegría para ella, pero que, resguardándolo a él del tormento de los celos —y quitándole la ocasión de padecer otra vez aquel mal que en él se declaró la noche que no estaba Odette en casa de los Verdurin—, le ayudaban a gozar hasta lo último, sin más ataques, como aquel primero tan doloroso, y que acaso fuera único, de aquellas horas únicas de su vida, horas casi de encanto, como aquella en que iba atravesando París a la luz de la Luna. Y como notara durante su trayecto de vuelta, que ahora el astro ya no ocupaba, con respecto a él, el mismo lugar que antes, y estaba casi caído en el límite del horizonte, sintió que su amor obedecía también a leyes naturales e inmutables, y se preguntó si el período en que acababa de entrar duraría aún mucho, y si su alma no vería pronto aquel rostro amado, ya caído y a lo lejos, a punto de no ser ya fuente de ilusión. Porque Swann, desde que estaba enamorado, encontraba una ilusión en las cosas, como en la época de su adolescencia, cuando se creía artista; pero ya no era la misma ilusión; porque ésta era Odette quien únicamente se la daba. Sentía remozarse las inspiraciones de su juventud, disipadas por su frívolo vivir; pero ahora llevaban todas el reflejo y la marca de un ser determinado; y en las largas horas que se complacía con delicado deleite en pasar en casa, a solas con su alma convaleciente, iba volviendo a ser el mismo Swann de la juventud; pero no ya de Swann, sino de Odette.

No iba a casa de Odette más que por la noche, y nada sabía de lo que hacía en todo el día, como nada sabía de su pasado, y hasta le faltaba ese insignificante dato inicial que nos permite imaginarnos lo que no sabemos y nos entra en ganas de saberlo. Así, que no se preguntaba lo que hacía ni lo que fuera su vida pasada. Tan sólo algunas veces se sonreía al pensar que unos años antes, cuando aún no la conocía, le habían hablado de una mujer que, si no recordaba mal, era la misma, como de una ramera, como de una entretenida, una de esas mujeres a las que todavía atribuía Swann, porque entonces aun tenía poco mundo, el carácter completa y fundamentalmente perverso con que las revistió la mucha fantasía de ciertos novelistas. Y se decía que muy a menudo basta con volver del revés las reputaciones que forma la gente para juzgar exactamente a una persona; porque a aquel carácter que la gente atribuía a Odette oponía él una Odette buena, ingenua, enamorada del ideal, y casi tan incapaz de mentir, que, como una noche le rogara, con objeto de poder cenar solos, que escribiera a los Verdurin diciendo que estaba mala, al otro día la vio ruborizarse y balbucear cuando la señora de Verdurin le preguntó si estaba mejor, y reflejar, a pesar suyo, en la cara, la pena y el suplicio que le costaba mentir; y mientras que en su respuesta iba multiplicando los detalles imaginarios de su falsa enfermedad del día antes, por lo desolado de la voz y lo suplicante de la mirada, parecía que pedía perdón de su embuste.

Algunas aunque pocas tardes Odette iba a casa de Swann a interrumpirlo en sus ensueños o en aquel estudio sobre Ver Meer, en el que trabajaba ahora de nuevo. Le decían que la señora de Crécy estaba esperando en la sala. Swann iba en seguida a recibirla, y en cuanto abría la puerta, aparecía en el rostro de Odette una sonrisa que transformaba la forma de su boca, el modo de mirar y el modelado de las mejillas. Swann luego, a solas, volvía a ver esa sonrisa, o la del día antes, o aquella con que lo acogió en tal ocasión, o la que sirvió de respuesta la noche que Swann le preguntó si le permitía que arreglara las catleyas del escote; y así como no conocía otra cosa de la vida de Odette, su existencia se le aparecía en innumerables sonrisas sobre un fondo neutro y sin color, igual que una de esas hojas de estudio de Watteau, sembradas de bocas que sonríen, dibujadas con lápices de tres colores en papel agamuzado. Pero muchas veces, en un rincón de esa vida que Swann veía tan vacía, aunque su razón le indicaba que en realidad no era así, porque no podía imaginársela de otro modo; algún amigo que sospechaba sus relaciones, y que por eso no se arriesgaba a decirle de Odette más que una cosa insignificante, le contaba que vio a Odette aquella mañana subiendo a pie la calle Abatucci, con una manteleta guarnecida de pieles de skunks, un sombrero a lo Rembrandt y un ramo de violetas prendido en el pecho. Aquella sencilla descripción trastornaba a Swann, porque le revelaba de pronto que la vida de Odette no era enteramente suya; ansiaba saber a quién quería agradar Odette con aquella toilette que él no conocía; y se prometió preguntarle adónde iba cuando la vio aquel amigo, como si en toda la vida incolora —casi inexistente, porque para él era invisible— de su querida, no hubiera más que dos cosas: las sonrisas que a él le dedicaba y aquella visión de Odette, con su sombrero a lo Rembrandt y su ramo de violetas en el pecho.

Excepto cuando le pedía la frase de Vinteuil en vez del Vals de las Rosas, Swann nunca le hacía tocar las cosas que le gustaban a él, y ni en música ni en literatura intentaba corregir su mal gusto. Se daba perfecta cuenta de que no era inteligente. Cuando le decía que a ella le gustaba mucho que le hablaran de los grandes poetas, es porque se imaginaba que inmediatamente iba a oír coplas heroicas y románticas del género de las del vizconde Borelli, pero más emocionantes aún. Le preguntó si Ver Meer de Delft había sufrido por amor a una mujer, y si era una mujer la que le había inspirado sus obras; y cuando Swann le confesó que no se lo podía decir, Odette ya perdió todo interés por aquel pintor. Solía decir: «Sí, la poesía, ya lo creo; nada sería más hermoso si fuera de verdad, y si los poetas creyeran en todo lo que dicen. Pero algunas veces son más interesados que nadie. Que me lo digan a mí. Tenía yo una amiga que estuvo en relación con un poetilla. En sus versos, todo se volvía hablar del amor, del cielo y de las estrellas. Pero buen chasco le dio. Se le comió más de trescientos mil francos». Si Swann entonces intentaba enseñarle lo que era la belleza artística, y cómo había que admirar los versos o los cuadros, ella, al cabo de un momento, dejaba de atender y decía: «Sí… pues yo no me lo figuraba así». Y Swann notaba en ella tal decepción, que prefería mentir, decirle que todo aquello no era nada, fruslerías nada más, que no tenía tiempo para abordar lo fundamental, que todavía había otra cosa. Y entonces ella lo interrumpía: «¿Otra cosa? ¿El qué…? Entonces, dímelo»; pero él se guardaba de decirlo porque ya sabía que lo que dijera le había de parecer insignificante y distinto de lo que se esperaba, mucho menos sensacional y conmovedor, y temía Swann que, al perder la ilusión del arte, no perdiera Odette, al mismo tiempo, la ilusión del amor.

En efecto; Swann le parecía intelectualmente inferior a lo que ella se había imaginado. «Nunca pierdes la sangre fría, no puedo definirte.» Y lo que más la maravillaba era la indiferencia con que miraba al dinero, su amabilidad para todo el mundo y su delicadeza. Ocurre muchas veces, en efecto; y con personas de más valía que Swann, con un sabio, con un artista, cuando su familia y sus amigos saben estimar lo que vale, que el sentimiento que demuestra que la superioridad de su inteligencia se impuso a ellos, no es un sentimiento de admiración por sus ideas, porque no las entienden, sino de respeto a su bondad. A Odette le inspiraba también respeto la posición que ocupaba Swann en la sociedad aristocrática, pero nunca deseó que su amante probara a introducirla en aquel ambiente. Pensaba que además, tenía miedo de que sólo con hablar de ella provocara revelaciones temibles. Ello es que le había arrancado la promesa de no pronunciar nunca su nombre. Le dijo que el motivo que tenía para no hacer vida de saciedad era que, hace muchos años, regañó con una amiga; la cual, para vengarse, había ido hablando mal de ella. Swann objetaba: «Pero tu amiga no conoce a todo el mundo». «Sí, esas cosas se corren como una mancha de aceite y la gente es tan mala…». Por un lado, Swann no entendió bien esta historia; pero, por otro, sabía que esas proposiciones: «La gente es tan mala» y «La calumnia se extiende como una mancha de aceite», se consideran generalmente como verdaderas; así, pues, debía de haber casos en que se aplicaran concretamente. ¿Era el de Odette uno de ellos? Y esta pregunta le preocupaba, pero no por mucho tiempo, por que padecía también Swann de aquella pesadez de espíritu que aquejaba a su padre cuando se planteaba un problema difícil. Además, aquella sociedad que daba tanto miedo a Odette no le inspiraba grandes deseos, porque estaba demasiado lejos de la que ella conocía, para que se la pudiera representar bien. Sin embargo, a pesar de que en algunas cosas conservaba hábitos de verdadera sencillez —seguía su amistad con una modista retirada del oficio, y subía casi a diario la escalera pina, oscura y fétida de la casa donde vivía su amiga—, se moría por lo chic, aunque su concepto de lo chic era muy distinto del de las gentes verdaderamente aristocráticas. Para éstas, el chic es una emanación de unas cuantas personas que lo proyectan en un radio bastante amplio —y con mayor o menor fuerza, según lo que se diste de su intimidad— sobre el grupo de sus amigos o de los amigos de sus amigos, cuyos nombres forman una especie de repertorio. Este repertorio lo guardan en la memoria las gentes del gran mundo, y tienen respecto a estas materias una erudición de la que sacan un modo de gusto y de tacto especiales; así que Swann, sin necesidad de apelar a su ciencia del mundo, al leer en un periódico los nombres de los invitados a una comida, podía decir inmediatamente hasta qué punto había sido chic, lo mismo que un hombre culto aprecia por la simple lectura de una frase la calidad literaria de su autor. Pero Odette era de esas personas —muy numerosas, aunque las gentes de la alta sociedad no lo crean, y que se dan en todas las clases sociales que como no poseen esas nociones, se imaginan lo chic de modo enteramente distinto, revestido de diversos aspectos, según el medio a que pertenezcan, pero teniendo por carácter determinante— ya fuera el chic con que soñaba Odette, ya fuera el chic ante el cual se inclinaba respetuosamente la señora de Cottarde— de ser directamente accesible a cualquiera. El otro, el de las gentes de la alta sociedad, también lo era, pero a fuerza de tiempo. Odette decía hablando de una persona:

—No va más que a los sitios chic.

Y cuando Swann le preguntaba qué es lo que quería decir con eso, ella respondía con cierto desdén:

—Pues, caramba, los sitios chic. Si a tus años voy a tener que enseñarte lo que son los sitios chic… ¡Qué sé yo! Por ejemplo, los domingos por la mañana, la avenida de la Emperatriz; el paseo de coches del Lago, a las cinco; los jueves, el teatro Edén; los viernes, el Hipódromo, los bailes.

—¿Pero qué bailes?

—Pues los bailes que se dan en París; vamos, los bailes chic quiero decir. Ahí tienes ese Herbinger, ese que está con un bolsista, sí, debes conocerlo, es uno de los hombres que más se ven en París, un muchacho rubio, muy snob, que lleva siempre una flor en el ojal y una raya atrás, y que gasta abrigos claros; sí, está liado con esa vieja pintada que lleva a todos los estrenos. Bueno, pues ése dio un baile la otra noche, donde fue toda la gente chic de París. ¡Cuánto me hubiera gustado ir! Pero había que presentar la invitación a la puerta, y no pude lograr ninguna. Bueno; en el fondo, lo mismo me da porque la gente creo que se mataba de tanta que había. Y todo para poder decir que estaban en casa de Herbinger. Y a mí esas cosas, sabes, no me dicen nada. Además, puedes asegurar que de cada cien de las que digan que estaban, la mitad de ellas mienten. Pero me extraña que tú, tan pschutt, no estuvieras.

Swann nunca intentaba hacerle modificar su concepto del chic; pensaba que el suyo no valía mucho más y era tan tonto y tan insignificante como el otro: así que ningún interés tenía en enseñárselo a su querida; tanto, que cuando ya llevaban meses de relaciones, ella sólo se interesaba por las amistades de Swann, en cuanto que podían servirle para tener tarjetas de entrada al pesaje de las carreras, a los concursos hípicos, o billetes para los estrenos. Le gustaba que cultivara amistades tan útiles, pero se inclinaba a considerarlas como chic, desde que un día vio por la calle a la marquesa de Villeparisis, con un traje de lana negro y una capota con bridas.

—Pero sí parece una acomodadora, una portera vieja, darling. ¡Y es marquesa! Yo no soy marquesa, pero me tendrían que dar mucho dinero para salir disfrazada de ese modo.

No comprendía por qué vivía Swann en la casona del muelle de Orleáns, que le parecía indigna de él.

Tenía la pretensión de que le gustaban las antigüedades, y tomaba una expresión de finura y arrobo cuando decía que le agradaba pasarse todo un día «revolviendo cacharros», buscando «baratillos» y cosas «antiguas». Aunque se empeñaba, como haciéndolo cuestión de honor (y como si obedeciera a un precepto de familia), en no contestar nunca cuando Swann le preguntaba lo que había hecho, y en no «dar cuentas» de cómo gastaba el tiempo, una vez habló a Swann de una amiga suya que la había invitado y que tenía una casa amueblada toda con muebles de «época». Swann no pudo averiguar qué época era aquélla. Después de pensarlo un poco, dijo Odette que era «allá de la Edad Media». Con eso quería decir que las paredes tenían entabladuras. Poco después volvió a hablarle de su amiga, y añadió con el tono vacilante y de estar enterado con que se citan palabras de una persona que estuvo cenando con uno la noche antes y cuyo nombre era desconocido, pero al que los anfitriones consideraban como persona tan célebre que se da por supuesto que el interlocutor sabe perfectamente de quién se trata: «Tiene un comedor del… del dieciocho». Comedor que por lo demás le parecía horroroso, pobre como si la casa no estuviese acabada que sentaba muy mal a las mujeres, y que nunca se pondría de moda. Y volvió a hablar por tercera vez de aquel comedor, mostrando a Swann las señas del artista que lo hilo, diciéndole que de buena gana lo llamaría, cuando tuviera dinero, para ver si podía hacerle, no uno como aquel de su amiga, sino el que ella soñaba, y que por desgracia no casaba con las proporciones de su hotelito, con altos aparadores, muebles Renacimiento y chimeneas como las del castillo de Blois. Aquel día se le escapó delante de Swann lo que opinaba de su casa del muelle de Orleáns; como Swann criticara que a la amiga de Odette le diera, no por el estilo Luis XVI, porque ese estilo, aunque se ve poco, puede ser delicioso, sino por la falsificación de lo antiguo, ella le dijo: «Pero no querrás que viva como tú, entre muebles rotos y alfombras viejas», porque en Odette aun no podía más la aburguesada respetabilidad que el diletantismo de la cocotte.

Consideraba como una minoría superior al resto de la humanidad a los seres que tenían afición a los cacharros, figurillas artísticas y a versos, que despreciaban los cálculos mezquinos y soñaban con cosas de amores y de pundonor. No le importaba que en realidad tuvieran o no esos gustos, con tal de que los pregonaran, y volvía diciendo de un hombre que le contó que le gustaba vagar, ensuciarse las manos en tiendas viejas, y que creía que nunca sabría apreciarle este siglo de comerciantes, porque no le preocupaban sus intereses y era un hombre de otra época: «Es un espíritu adorable. ¡Qué sensibilidad! Pues nunca lo sospeché»; y sentía hacia aquel hombre una amistad enorme y súbita. Pero, por el contrario, las personas que, como Swann, tenían de verdad esos gustos, pero sin hablar de ellos, no le decían nada. Claro que no tenía más remedio que confesar que Swann no era interesado; pero luego añadía con aire burlón: «En él no es lo mismo»; y en efecto, lo que seducía a la imaginación de Odette no era la práctica del desinterés, sino su vocabulario.

Se daba cuenta de que muchas veces no podía él realizar los sueños de Odette, y por lo menos hacía porque no se aburriera con él, y no contrariaba sus ideas vulgares y aquel mal gusto que tenía en todo, y que a Swann también le estaba como cualquier cosa que de ella viniera, que hasta le encantaba, como rasgos particulares, gracias a los cuales se le hacía visible y aparente la esencia de aquella mujer. Así que cuando estaba contenta porque iba a ir a la Reina Topacio, o se le ponía el mirar serio, preocupado y voluntarioso, porque tenía miedo de perder la batalla de flores, o sencillamente la hora del té con muffins y toasts del «Té de la rue Royale», al que creía indispensable asistir para consagrar la reputación de elegancia de una mujer, Swann, arrebatado como si estuviera ante la naturalidad de un niño o la fidelidad de un retrato que parece que va a hablar, veía el alma de su querida afluir tan claramente a su rostro, que no podía resistir a la tentación de ir a tocarla con los labios. «¡Ah, conque quiere que la llevemos a la batalla de flores esta joven Odette, ¿eh? Quiere que la admiren. Bueno, pues la llevaremos. No hay más que hablar.» Como Swann era un poco corto de vista, tuvo que resignarse a gastar lentes, para estar en casa, y a adoptar, para afuera, el monóculo, que lo desfiguraba menos. La primera vez que se lo vio puesto, Odette no pudo contener su alegría: «Para un hombre, digan lo que quieran, no hay nada más chic. ¡Qué bien estás así, pareces un verdadero gentleman! No le falta más que un título», añadió con cierto pesar. Y a Swann le gustaba que Odette fuera así; lo mismo que si se hubiera enamorado de una bretona, se habría alegrado de verla con su cofia y de oírle decir que creía en los fantasmas. Hasta entonces, como ocurre a muchos hombres en quienes la afición al arte se desarrolla independientemente de su sensualidad, había reinado una extraña disparidad entre la manera de satisfacer ambas cosas, y gozaba en la compañía de mujeres de lo más grosero, las seducciones de obras de lo más refinado, llevando, por ejemplo, a una criadita a un palco con celosía para ver representar una obra decadente que tenía unas de oír o una exposición de pintura impresionista, convencido, por lo demás, de que una mujer aristocrática y culta no se hubiera enterado más que la chiquilla aquella, pero no hubiera sabido callarse con tanta gracia. Ahora, al contrario, desde que quería a Odette, le era tan grato simpatizar con ella y aspirar a no tener más que un alma para los dos, que se esforzaba por encontrar agradables las cosas que a ella le gustaban, y se complacía tanto más profundamente, no sólo en imitar sus costumbres, sino en adoptar sus opiniones, cuanto que, como no tenían base alguna en su propia inteligencia, le recordaban su amor como único motivo de que le gustaran esas cosas. Si iba dos veces a Sergio Panine, o buscaba las ocasiones de oír como dirigía Olivier Métra, era por el placer de iniciarse en todos los conceptos de Odette y sentirse partícipe de todos sus gustos. Y aquel hechizo, para acercar su alma a la de Odette, que tenían las obras o los sitios que le gustaban, llegó a parecerle más misterioso que el que contienen obras mucho más hermosas, pero que no le recordaban a Odette. Además, como había ido dejando que flaquearan las creencias intelectuales de su juventud, y como su escepticismo de hombre elegante se había extendida hasta ellas, inconscientemente, creía —o por lo menos así lo había creído por tanto tiempo que aún lo decía— que los objetos sobre que versan nuestros gustos artísticos no tienen en sí valor absoluto, sino que todo es cuestión de época y lugar, y depende de las modas, las más vulgares de las cuales valen lo mismo que las que pasan por más distinguidas. Y como juzgaba que la importancia que Odette atribuía a tener entrada para el barnizado de los cuadros de la Exposición no era en sí misma más ridícula que el placer que sentía él en otro tiempo, cuando almorzaba con el príncipe de Gales, parecíale que la admiración que profesaba Odette por Montecarlo o por el Righi no era más absurda que la afición suya a Holanda, que Odette se figuraba como un país muy feo, o a Versalles, que a Odette se le antojaba muy triste. Y se abstenía de ir a esos sitios, porque le gustaba decirse que lo hacía por ella y que no quería sentir ni querer más que con ella lo que ella sintiera y amara.

Le gustaba, como todo lo que rodeaba a Odette, la casa de los Verdurin, que no era en cierta manera más que un modo de verla y hablarla. Allí, como en el fondo de todas las diversiones, comidas, música, juegos, cenas con disfraz, días de campo, noches de teatro, y hasta en las pocas noches de gran gala de la casa, estaba presente Odette, veía a Odette, hablaba con Odette, don inestimable que los Verdurin hacían a Swann al invitarlo; y se encontraba mejor que en parte alguna en el «cogollito», al que hacía por atribuir méritos reales, porque así se imaginaba que formaría parte de el por gusto toda su vida. Y como no se atrevía a decirse que querría a Odette eternamente, por lo menos le gustaba suponer que se trataría siempre con los Verdurin —proposición ésta que a priori despertaba menos objeciones por parte de su inteligencia— y de ese modo se figuraba un porvenir en el que veía a Odette a diario; lo cual no era exactamente lo mismo que quererla siempre; pero, por el momento, y mientras que la quería, creer que no se quedaría un día sin verla era ya bastante para él. «¡Qué ambiente tan delicioso! —se decía Swann—. Esa, esa es la vida de verdad, la que se hace en esa casa; hay allí más talento y más amor al arte que en las grandes casas aristocráticas. ¡Y cuánto y qué sinceramente le gustan a la señora de Verdurin la música y la pintura! Claro que, a veces, exagera de un modo un tanto ridículo; ¡pero siente tal pasión por las obras de arte, y hace tanto por agradar a los artistas! ¡No tiene idea de lo que es la gente de la aristocracia, pero también es verdad que los aristócratas se forman igualmente una idea muy falsa de los ambientes artísticos! Y quizá sea porque yo no voy a buscar en la conversación satisfacción de grandes necesidades intelectuales; pero el caso es que paso buenos ratos con Cottard, aunque haga unos chistes estúpidos. El pintor, cuando se pone presuntuoso y quiere deslumbrar a la gente, es desagradable; pero como talento es de los mejores que yo conozco. Y, además, hay allí mucha libertad, cada cual hace lo que quiere sin la menor sujeción, sin ninguna etiqueta. ¡Y el derroche de buen humor que se gasta a diario en esa casa! Decididamente, creo que, a no ser en casos muy raros, no iré más que allí. Y me iré formando mis costumbres y mi vida en ese ambiente.»

Y como las cualidades que Swann consideraba intrínsecas de los Verdurin no eran más que el reflejo que proyectaban sobre sus personas los placeres que disfrutó Swann en aquella casa durante sus amores con Odette, resultaba que, cuanto más vivos, más profundos y más serios eran aquellos placeres, más serias, más profundas y más vivas eran las prendas con que adornaba Swann a los Verdurin. La señora de Verdurin dio muchas veces a Swann lo único que él llamaba felicidad; una noche se sentía agitado e irritado con Odette, porque su querida había hablado con cual invitado más que con tal otro, no se atrevía a ser él quien tomara la iniciativa de preguntar a Odette si saldrían juntos, y entonces la señora de Verdurin era portadora de paz y alegría, diciendo espontáneamente: «¿Odette, usted se marcha con el señor Swann, verdad?»; tenía miedo al verano que se acercaba, muy preocupado por si Odette se marchaba a veranear ella sola, y no podía verla a diario, y la señora de Verdurin iba a invitar a los dos a irse al campo con ellos; de modo que por todas estas cosas Swann fue dejando que el interés y la gratitud se infiltraran en su inteligencia e influyeran en sus ideas, y llegó hasta a proclamar que la señora de Verdurin era un gran corazón. Un antiguo compañero suyo de la Escuela del Louvre le hablaba de una persona exquisita o de gran mérito, y Swann respondía «Prefiero mil veces los Verdurin». Y con solemnidad, en el nueva, decía: «Son seres magnánimos, y en este mundo, en el fondo, lo único que importa y que nos distingue es la magnanimidad. Sabes, para mí, ya no hay más que dos clases de personas: los magnánimos y los que no lo son; he llegado ya a una edad en que hay que abanderarse y decidir para siempre a quiénes vamos a querer y a quiénes vamos a desdeñar, y atenerse a los que queremos sin separarse nunca de ellos para compensar el tiempo que hemos malgastado con los demás. Pues yo añadía con esa leve emoción que sentimos, en cierto modo, sin darnos cuenta, al decir una cosa, no porque sea verdad, sino porque nos gusta decirla, y escuchamos nuestra propia voz como si no saliera de nosotros mismos— pues yo ya he echado mi suerte y me he decidido por los corazones magnánimos y por vivir siempre en su compañía. ¿Que si es realmente inteligente la señora de Verdurin? A mí me ha dado tales pruebas de nobleza y de elevación de sentimientos, que, ¡qué quieres!, no se conciben sin una gran elevación de ideas. Tiene una profunda comprensión del arte. Pero, en ella, lo más admirable no es eso: hay cositas exquisitas, ingeniosamente buenas, que ha hecho por mí: una atención genial, un ademán de sublime familiaridad, que revelan una comprensión de la vida mucho más honda que todos los tratados de filosofía».

Swann, sin embargo, hubiera debido reconocer que había antiguos amigos de sus padres, tan sencillos como los Verdurin, compañeros de sus años juveniles, que sentían el arte tanto como ellos, y que conocía a otras personas de una gran bondad, y que, sin embargo, desde que había optado por la sencillez, por el arte y por la grandeza de alma, ya nunca iba a verlos. Y es que esas personas no conocían a Odette, y aunque la hubieran conocido, no se habrían preocupado de acercársele.

Así que, en el grupo de los Verdurin, no había indudablemente un solo fiel que los quisiera o que creyera quererlos tanto como Swann. Y, sin embargo, aquella vez que dijo el señor Verdurin que Swann no acababa de gustarle, no sólo expresó su propia opinión, sino que se anticipó a la de su mujer. El cariño que sentía Swann por Odette era muy particular, y no tuvo la atención de tomar a la señora de Verdurin como confidente diario de sus amores; la discreción con que Swann tomaba la hospitalidad de los Verdurin era muy grande, y muchas veces no aceptaba cuando lo invitaban a cenar, por un motivo de delicadeza que ellos no sospechaban, y creían que lo hacía por no perder una invitación en casa de algún pelma; además, y no obstante todo lo que hizo Swann por ocultársela, se habían ido enterando poco a poco de la gran posición de Swann en el mundo aristocrático; y todo eso contribuía a fomentar en los Verdurin una antipatía hacia Swann. Pero la verdadera razón era muy otra. Y es que se dieron cuenta en seguida de que en Swann había un espacio impenetrable y reservado, y que allí dentro seguía profesando para sí que la princesa de Sagan no era grotesca, y que las bromas de Cottard no eran graciosas; en suma, y aunque Swann jamás abandonara su amabilidad ni se revolviera contra sus dogmas, que existía una imposibilidad de imponérselos, de convertirlo por completo, tan fuerte como nunca la vieran en nadie. Hubieran pasado por alto que tratara a pelmas —a los cuales Swann prefería mil veces en el fondo de su corazón los Verdurin y su cogollito—, con tal de que hubiera consentido, para dar buen ejemplo, en renegar de ellos delante de los fieles. Pero era ésta una abjuración que comprendieron muy bien que no habían de arrancarle nunca.

¡Qué diferencia con un «nuevo», invitado a ruegos de Odette, aunque sólo había hablado con él unas cuantas veces, y en el que fundaban los Verdurin grandes esperanzas: el conde de Forcheville! (Resultó que era cuñado de Saniette, cosa que sorprendió grandemente a los fieles porque el anciano archivero era de tan humildes modales que siempre lo estimaron como de inferior categoría social, y les extrañó el ver que pertenecía a una clase social rica y de relativa aristocracia.) Forcheville, desde luego, era groseramente snob, mientras que Swann, no; y distaba mucho de estimar la casa de los Verdurin por encima de cualquier otra, como hacía Swann. Pero carecía de esa delicadeza de temperamento que a Swann le impedía asociarse a las críticas, positivamente falsas, que la señora de Verdurin lanzaba contra conocidos suyos. Y ante las parrafadas presuntuosas y vulgares que el pintor soltaba algunas veces, y ante las bromas de viajante que Cottard arriesgaba, y que Swann, que quería a los dos, excusaba fácilmente, pero no tenía valor e hipocresía suficiente para aplaudir, Forcheville, por el contrario, era de un nivel intelectual que podía adoptar un fingido asombro ante las primeras, aunque sin entenderlas, y un gran regocijo ante las segundas. Precisamente, la primera comida de los Verdurin a que asistió Forcheville puso de relieve todas esas diferencias, hizo resaltar sus cualidades y precipitó la desgracia de Swann.

Asistía a aquella comida, además de los invitados de costumbre, un profesor de la Sorbona, Brichot, que conoció a los Verdurin en un balneario, y que de no estar tan ocupado por sus funciones universitarias y sus trabajos de erudición, habría ido a su casa muy gustoso con mayor frecuencia. Porque sentía esa curiosidad, esa superstición de la vida que, al unirse con un cierto escepticismo relativo al objeto de sus estudios, da a algunos hombres inteligentes, cualquiera que sea su profesión, al médico que no cree en la medicina, al profesor de Instituto que no cree en el latín, fama de amplitud, de brillantez y hasta de superioridad de espíritu. En casa de los Verdurin iba, afectadamente, a buscar términos de comparación en cosas de lo más actual, siempre que hablaba de filosofía o de historia, en primer término, porque consideraba ambas ciencias como una preparación para la vida, y se figuraba que estaba viendo vivo y en acción, allí en el clan, lo que hasta entonces sólo por los libros conocía; y, además, porque, como antaño le inculcaron un gran respeto a ciertos temas, respeto que, sin saberlo, conservaba, le parecía que se desnudaba de su personalidad de universitario, tomándose con esos temas libertades que precisamente le parecían libertades tan sólo porque seguía tan universitario como antes.

Apenas empezó la comida, el conde de Forcheville, sentado a la derecha de la señora de Verdurin, que aquella noche se había puesto de veinticinco alfileres en honor al «nuevo», le dijo: «Muy original esa túnica blanca»; y el doctor Cottard, que no le quitaba ojo, por la gran curiosidad que tenía de ver cómo era un «de», según su fraseología, y que andaba esperando el momento de llamarle la atención y entrar más en contacto con él, cogió al vuelo la palabra «blanca», y sin levantar la nariz del plato, dijo: «¿Blanca?, será Blanca de Castilla», y luego, sin mover la cabeza lanzó furtivamente a derecha e izquierda miradas indecisas y sonrientes. Mientras que Swann denotó con el esfuerzo penoso e inútil que hizo para sonreírse que juzgaba el chiste estúpido, Forcheville dio muestra de que apreciaba la finura de la frase, y al propio tiempo, de que estaba muy bien educado, porque supo contener en sus justos límites una jovialidad tan franca que sedujo a la señora de Verdurin.

—¿Qué? ¿Qué me dice usted de un sabio así? —preguntó a Forcheville—. No se puede hablar seriamente con él dos minutos seguidos. ¿También en su hospital las gasta usted así? Porque entonces —decía volviéndose hacia el doctor— aquello no debe de ser muy aburrido y tendré que pedir que me admitan.

—Creo que el doctor hablaba de ese vejestorio antipático llamado Blanca de Castilla, y perdónenme que así hable. ¿No es verdad, señora? —preguntó Brichot a la dueña de la casa, que cerró los ojos, medio desmayada, y hundió la cara en las manos, dejando escapar unos gritos de reprimida risa.

—¡Por Dios, señora! No quisiera yo ofender a las almas virtuosas, si es que las hay aquí en esta mesa sub rosa… Reconozco que nuestra inefable república ateniense —pero ateniense del todo— podría honrar en esa Capeto oscurantista al primer prefecto de Policía que supo pegar. Sí, mi querido anfitrión, sí —prosiguió con su bien timbrada voz, que destacaba claramente cada sílaba, en respuesta a una objeción del señor Verdurin—, nos lo dice de un modo muy explícito la crónica de San Dionisio, de una autenticidad de información absoluta. Ninguna patrona mejor para el proletariado anticlerical que aquella madre de un santo; por cierto que al santo también le hizo pasar las negras —eso de las negras lo dice Suger y San Bernardo—, porque tenía para todos.

—¿Quién es ese señor? —preguntó Forcheville a la señora de Verdurin—. Parece hombre muy enterado.

—¿Cómo? ¿No conoce usted al célebre Brichot? Tiene fama europea.

—¡Ah!, es Brichot —exclamó Forcheville, que no habla oído bien—. ¿Qué me dice usted? —añadió, mirando al hombre célebre con ojos desmesuradamente abiertos—. Siempre es agradable cenar con una persona famosa. ¿Pero ustedes no invitan más que a gente de primera fila? ¡No se aburre uno aquí, no!

—Sabe usted, sobre todo, lo que pasa —dijo modestamente la señora de Verdurin—: es que aquí todo el mundo está en confianza. Cada cual habla de lo que quiere, y la conversación echa chispas. ¡Ya ve usted! Brichot esta noche no es gran cosa; yo lo he visto algunas veces arrebatador, para arrodillarse delante de él; pues, bueno, en otras casas ya no es la misma persona; se le acaba el ingenio, hay que sacarle las palabras del cuerpo, y hasta es pesado.

—¡Sí que es curioso! —dijo Forcheville, extrañado.

Un ingenio como el de Brichot hubiera sido considerado como absolutamente estúpido en el círculo de gentes donde transcurrió la juventud de Swann, aunque realmente es compatible con una inteligencia de verdad. Y la del profesor, inteligencia vigorosa y nutrida, probablemente hubiera podido inspirar envidia a muchas de las gentes aristocráticas que Swann consideraba ingeniosas. Pero estas gentes habían acabado por inculcar tan perfectamente a Swann sus gustos y sus antipatías, por lo menos en lo relativo a la vida de sociedad y alguna de sus partes anejas, que, en realidad, debía estar bajo el dominio de la inteligencia, es decir, la conversación, que a Swann le parecieron las bromas de Brichot pedantes, vulgares y groseras al extremo. Además, le chocaba, por lo acostumbrado que estaba, los buenos modales, el tono rudo y militar con que hablaba a todo el mundo el revoltoso universitario. Y, sobre todo, y eso era lo principal, aquella noche se sentía mucho menos indulgente al ver la amabilidad que desplegaba la señora de Verdurin con el señor Forcheville, ese que Odette tuvo la rara ocurrencia de llevar a la casa. Un poco azorado con Swann, le preguntó al llegar.

—¿Qué le parece a usted mi convidado?

Y él, dándose cuenta por primera vez de que Forcheville, conocido suyo hacía tiempo, podía gustar a una mujer, y era bastante buen mozo, contestó: «Inmundo». Claro que no se le ocurría tener celos de Odette; pero no se sentía tan a gusto como de costumbre, y cuando Brichot empezó a contar la historia de la madre de Blanca de Castilla, que «había estado con Enrique Plantagenet muchos años antes de casarse», y quiso que Enrique le pidiera que siguiera su relato, diciéndole: «¿Verdad, señor Swann?», con el tono marcial que se adopta para ponerse a tono con un hombre del campo o para dar ánimo a un soldado, Swann cortó el efecto a Brichot, con gran cólera del ama de casa, contestando que lo excusaran por haberse interesado tan poco por Blanca de Castilla y que en aquel momento estaba preguntando al pintor una cosa que le interesaba. En efecto: el pintor había estado aquella tarde viendo la exposición de un artista amigo de los Verdurin que había muerto hacía poco, y Swann quería enterarse por él —porque estimaba su buen gusto— de si, en realidad, en las últimas obras de aquel pintor había algo más que el pasmoso virtuosismo de las precedentes.

—Desde ese punto de vista es extraordinario; pero esta clase de arte no me parece muy «encumbrado», como dice la gente —dijo Swann sonriendo.

—Encumbrado a las cimas de la gloria —interrumpió Cottard, alzando los brazos con fingida gravedad.

Toda la mesa se echó a reír.

—Ya le decía yo a usted que no se puede estar serio con él —dijo la señora de Verdurin a Forcheville—. Cuando menos se lo espera una, sale con una gansada.

Pero observó que Swann era el único que no se había reído. No le hacía mucha gracia que Cottard bromeara a costa suya delante de Forcheville. Pera el pintor, en vez de responder de una manera agradable a Swann, como le habría respondido seguramente de haber estado solos, optó por asombrar a los invitados colocando un parrafito sobre la destreza del pintor maestro muerto.

—Me acerqué —dijo— y metí la nariz en las cuadras para ver cómo estaba hecho aquello. Pues ¡ca!, no hay manera; no se sabe si está hecho con cola, con rubíes, con jabón, con bronce, con sol o con caca.

—¡Ka, ele, eme! —exclamó el doctor, pero ya tarde y sin que nadie se fijara en su interrupción.

—Parece que no está hecho con nada —prosiguió el pintor—, y no es posible dar con el truco, como pasa con la Ronda o los Regentes; y de garra es tan fuerte como pueda serlo Rembrandt o Hals. Lo tiene todo, se lo aseguro a ustedes.

Y lo mismo que esos cantantes que, cuando llegan a la nota más alta que puedan dar, siguen luego en voz de falsete piano, el pintor se contentó con murmurar, riendo, como si el cuadro, a fuerza de ser hermoso, resultara ya risible:

—Huele bien, lo marea a uno, le corta la respiración, le hace cosquillas, y no hay modo de enterarse cómo está hecho aquello. Es cosa de magia, una picardía, un milagro —y echándose a reír—, un timo, ¡vaya! —Y entonces se detuvo, enderezó gravemente la cabeza, y adoptando un tono de bajo profundo, que procuró que le saliera armonioso, añadió—: ¡Y qué honrado!

Excepto en el momento en que dijo «más fuerte que la Ronda», blasfemia que provocó una protesta de la señora de Verdurin, la cual consideraba a la Ronda como la mejor obra del universo, sólo comparable a la Novena y a la Samotracia, y cuando dijo aquello otro de «hecho con caca», que hizo lanzar a Forcheville una mirada alrededor de la mesa para ver si la palabra pasaba, y al ver que sí, arrancó a sus labios una sonrisa mojigata y conciliadora, todos los invitados, menos Swann tenían los ojos clavados en el pintor y fascinados por sus palabras.

—¡Lo que me divierte cuando se entusiasma así! —exclamó la señora de Verdurin, encantada de que la conversación marchara tan bien la primera noche que tenían al conde de Forcheville—. Y tú, ¿qué haces con la boca abierta como un bobo? —dijo a su marido—. Ya sabes que habla muy bien; no parece sino que es la primera vez que lo oyes. ¡Si usted lo hubiera visto mientras estaba usted hablando! ¡Se lo comía con los ojos! Y mañana nos recitará todo lo que ha dicho usted, sin quitar una coma.

—¡No, no, lo digo en serio! —repuso el pintor, encantado de su éxito—. Parece que se creen ustedes que estoy hablando para la galería, y que todo es charlatanismo; yo los llevaré a ustedes a que lo vean y a que me digan si he exagerado algo; me juego la entrada a que vuelven más entusiasmados que yo.

—No, si no le decimos a usted que exagera; lo que queremos es que coma usted y que coma mi marido también; sirva usted otra vez lenguado al señor; ¿no ve que se le ha enfriado el que tenía? No nos corre nadie; está usted sirviendo como si hubiera fuego en la casa. Espere, espere un poco para la ensalada.

La señora de Cottard era modesta, pero no carecía del aplomo requerido cuando, por una feliz inspiración, daba con una frase acertada. Veía que tendría éxito; aquello le inspiraba confianza, y la lanzaba, más que por sobresalir ella, para ayudar a subir a su marido. Así que no dejó escapar la palabra ensalada que acababa de pronunciar la señora de Verdurin.

—¿Es la ensalada japonesa? —dijo a media voz, volviéndose a Odette. Y contenta y azorada por la oportunidad y el atrevimiento con que supo hacer una alusión discreta, pero clara, a la nueva y discutida obra de Dumas, se echó a reír con risa de ingenua, poco chillona, pero tan irresistible, que no pudo dominarla, en unos instantes.

—¿Quién es esa señora? —dijo Forcheville—. Tiene gracia.

—No, no es ensalada japonesa; pero si vienen todos ustedes a cenar el viernes, se la haremos.

—Le voy a parecer a usted muy paleta, caballero —dijo a Swann la señora del doctor—; pero confieso que aun no he visto esa famosa Francillon, que es la comidilla de todo el mundo. El doctor ya ha ido a verla (recuerdo que me dijo cuánto se alegró de encontrarlo a usted allí y gozar de su compañía), y luego no he querido que volviera a tomar billetes para ir conmigo. Claro que en el teatro Francés nunca pasa uno la noche aburrida, y además trabajan todos los cómicos muy bien; pero como tenemos unos amigos muy amables —la Señora de Cottard rara vez pronunciaba un nombre propio y se limitaba a decir: «unos amigos nuestros», una «amiga mía», por «distinción», y con un tono falso, como dando a entender que ella no nombraba más que a quien quería—, que tienen palco muy a menudo y se les ocurre la feliz idea de llevarnos con ellos a todas las novedades que lo merecen, estoy segura de ver Francillon, un poco antes o un poco después, y de poder formarme opinión. Ahora, que no sabe una qué decir, porque en todas las casas adonde voy de visita no se habla más que de esa maldita ensalada japonesa. Ya empieza a ser un poco cansador —añadió al ver que Swann no parecía acoger con mucho interés aquella candente actualidad—. Pero muchas veces da pie a ideas muy divertidas. Tengo yo una amiga muy ocurrente y muy guapa; que está muy al tanto de la moda, y dice que el otro día mandó hacer en su casa esa ensalada japonesa, pero con todo lo que dice Alejandro Dumas, hijo, en su obra. Había invitado a unas cuantas amigas; y yo no fui de las elegidas. Y según me dijo, el día que recibe, aquello era detestable. Nos hizo llorar de risa. Claro que también hace mucho la manera de contar —añadió viendo que Swann seguía serio.

Y creyéndose que tal vez sería porque no le gustaba Francillon:

—Creo que sufriré una desilusión. Nunca valdrá tanto como Sergio Panine, el ídolo de Odette. Esas obras sí que tienen fondo, son asuntos que hacen pensar; pero ¡mire usted que ir a dar recetas de cocina en el teatro Francés! Sergio Panine es otra cosa. Como todo lo de Jorge Onhet, por supuesto, siempre está también escrito. No sé si conoce usted el Maestro Herrero; a mí aun me gusta más que Sergio Panine.

—Yo, señora, confieso —dijo Swann con cierta ironía— que tan poca admiración me inspira una como otra.

—¿De veras? ¿Qué les encuentra usted de malo? ¿Les tiene usted antipatía? Quizá le parece un poco triste, ¿eh? Pero yo digo siempre que no se debe discutir de novelas ni de obras de teatro. Cada cual tiene su modo de ver, y a lo mejor, lo que yo prefiero le parece a usted detestable.

Se vio interrumpida por Forcheville, que se dirigía a Swann. En efecto: mientras la señora del doctor había estado hablando de Francillon, Forcheville se dedicó a expresar a la señora de Verdurin su admiración por el pequeño speeck del pintor, según él lo llamó.

—¡Qué memoria y qué facilidad de palabra tiene —dijo a la señora de Verdurin, cuando hubo acabado el pintor—: he visto pocas parecidas! Caramba, ya las quisiera yo para mí. Él y el señor Brichot son dos números de primera; pero como lengua me parece que esto daría quince y raya al profesor. Es más natural, menos rebuscado. Claro que se le escapan alguna palabras harto realistas, pero ahora gusta eso, y pocas veces he visto tener la sartén por el mango en una conversación tan diestramente, como decíamos en mi regimiento; precisamente en el regimiento tenía yo un compañero que este señor me recuerda un poco. Se estaba hablando horas y horas de cualquier cosa, de este vaso, ¡pero qué de este vaso, eso es una tontería, de la batalla de Waterloo, de lo que usted quiera!, y a todo eso soltándonos ocurrencias graciosísimas. Swann debió conocerlo, porque estaba en el mismo regimiento.

—¿Ve usted muy a menudo al señor Swann? —inquirió la señora de Verdurin.

—No —contestó Forcheville; y como quería congraciarse con Swann para poder acercarse a Odette más fácilmente, quiso aprovechar la ocasión que se le ofrecía de halagarlo hablando de sus buenas relaciones, pero en tono de hombre de mundo y como en son de crítica, sin nada que pareciera felicitación por un éxito inesperado—. No, nos vemos muy poco, ¿verdad, Swann? ¡Cómo nos vamos a ver! Este tonto está metido en casa de los La Trémoille, de los Laumes, de toda esa gente. Imputación completamente falsa, porque hacía un año que Swann no iba más que a casa de los Verdurin. Pero el mero hecho de nombrar a personas no conocidas en la casa se acogía entre los Verdurin con un silencio condenatorio. Verdurin, temeroso de la mala impresión que aquellos nombres de «pelmas», lanzados así a la faz de todos los fieles, debieron causar a su mujer, la miró a hurtadillas, con mirar henchido de inquieta solicitud. Y vio su resolución de no darse por enterada, de no tomar en consideración la noticia que acababan de comunicarle y de permanecer, no sólo muda, sino sorda, como solemos fingir cuando un amigo indiscreto desliza en la conversación una excusa de tal naturaleza que sólo el oírla sin protesta sería darla por buena, o pronuncia el nombre execrado de un ingrato delante de nosotros; y la señora de Verdurin, para que su silencio no pareciera un consentimiento, sino ese gran silencio que todo lo ignora de las cosas inanimadas, borró de su rostro todo rasgo de vida y de motilidad; su frente combada se convirtió en un hermoso estudio de relieve, que ofreció invencible resistencia a dejar entrar el nombre de esos La Trémoille, tan amigos de Swann; la nariz se frunció levemente en una arruguita que parecía de verdad. Ya no fue más que un busto de cera, una máscara de yeso, un modelo para monumento, un busto para el palacio de la Industria, que el público se pararía a contemplar, admirando la destreza con que supo el escultor expresar la imprescriptible dignidad con que afirman los Verdurin, frente a los La Trémoille y los Laumes, que ni ellos ni todos los pelmas del mundo están por encima de los Verdurin, y la rigidez y la blancura casi papales que supo dar a la piedra. Pero el mármol acabó por animarse, habló y dijo que hacía falta no tener estómago para ir a casa de gente así, porque la mujer siempre estaba borracha, y el marido era tan ignorante, que decía pesillo por pasillo.

—Por todo el oro del mundo no dejaría yo entrar en mi casa a esa gente —concluyó la señora Verdurin, mirando a Swann con aspecto imperativo.

Indudablemente, no esperaba que la sumisión de Swann llegara al extremo de santa simplicidad de la tía del pianista, que acababa de exclamar:

—Pero es posible? Lo que me extraña es que haya personas que se traten con ellos; yo tendría miedo, porque le pueden dar a una un golpe. ¡Y todavía hay tontos que les hacen la corte!

Pero por lo menos habría podido decir como Forcheville: «Sí, pero es una duquesa, y hay gente todavía que se deja alucinar por esas cosas», lo cual habría dado ocasión a la señora de Verdurin para decir: «Pues buen provecho les haga». Pero no, ni eso siquiera; Swann se limitó a una risita que significaba que no podía tomar en serio semejante disparate. Verdurin seguía lanzando a su esposa miradas furtivas, y veía tristemente, explicándoselo muy bien, que a su mujer la dominaba una cólera de inquisidor que no logra extirpar la herejía, y para ver si arrancaba a Swann una retractación, como el valor de sostener las propias opiniones parece siempre una cobardía y un cálculo a aquellos contra quienes las sostenemos, Verdurin le dijo:

—Díganos usted francamente lo que piensa; no iremos luego a contárselo.

A lo cual respondió Swann:

—No, si no es que tenga miedo de la duquesa (si es que se refieren ustedes a los La Trémoille). A todo el mundo le gusta su trato. No digo que sea muy «profunda» (pronunció profunda como si hubiera sido una palabra ridícula, porque su lenguaje aun conservaba trazas de ciertas modalidades espirituales, con las que dio al traste aquella renovación sonada por el amor a la música, y ahora expresaba sus opiniones con viveza), pero de veras que es inteligente y su marido es un hombre cultísimo. ¡Es una gente deliciosa!

Tanto, que la señora de Verdurin, dándose cuenta de que aquel solo infiel le impediría realizar la unidad moral del cogollito, rabiosa contra aquel cabezota que no veía, el daño que le estaba haciendo con sus palabras, no pudo menos que gritar:

—¡Bueno!, opine usted así si le parece, pero por lo menos no nos lo diga:

—Todo depende de lo que usted llame inteligencia —dijo Forcheville, que quería sobresalir él también—. Vamos a ver, Swann, ¿qué entiende usted por inteligencia?

—Eso, eso —exclamó Odette—, esas son las cosas que yo quiero que me diga, pero él nunca cede.

—Pero si… —protestó Swann.

—Nada, nada —dijo Odette.

—El que nada no se ahoga —interrumpió el doctor.

—¿Llama usted inteligencia a la facundia locuaz de los salones, a esas personas que saben meterse en todo?

—Acabe usted con los entremeses para que le puedan cambiar el plato —dijo la señora de Verdurin con tono agrio dirigiéndose a Saniette, que absorto en sus reflexiones se había olvidado de comer. Y quizá un poco avergonzada por el tono con que lo dijera, añadió—: Vamos, lo mismo da, tiene usted tiempo; yo lo digo por los demás, para que no esperen.

—Ese buen anarquista de Fenelón —dijo Brichot marcando las sílabas— da una definición muy curiosa de la inteligencia…

—Oigan, oigan —dijo la señora de Verdurin a Forcheville y al doctor—, eso de la definición de Fenelón no todos los días se le presenta a uno ocasión de oírlo.

Pero Brichot esperaba a que Swann diera la definición suya. Y como Swann hurtó el bulto y no contestó, fracasó aquella brillante justa que la señora de Verdurin ofrecía tan regocijada a Forcheville.

—¡Claro!, hace lo que conmigo —dijo Odette enfurruñada—; me alegro de ver que no soy yo sola la que le parezco poco.

—Esos de La Trémoille que nos pinta esta señora de modo tan poco recomendable —preguntó Brichot articulando con mucha fuerza— ¿son quizá descendientes de aquellos cuya amistad tenía en tanto la marquesa de Sevigné, porque la realzaba mucho a los ojos de sus vasallos? Verdad es que la marquesa tenía otra razón, que debía ser la verdadera, porque como era literata hasta la médula de los huesos nunca decía las cosas de primeras. Y es que en el diario que mandaba a su hija periódicamente, la señora de La Trémoille, perfectamente documentada por lo bien emparentada que estaba, era la que escribía sobre la política extranjera.

—No, me parece que no es la misma familia —dijo a todo trance la señora de Verdurin.

Saniette, que después de haber dado al maestresala su plato, lleno aún, se hundió de nuevo en un silencio meditativo, salió por fin de su mutismo para contar, riéndose, que una vez había cenado con el duque de La Trémoille, y que resultaba que el duque ignoraba que Jorge Sand era seudónimo de una mujer. Swann, como Saniette le era simpático, creyó oportuno darle unos cuantos detalles sobre la cultura del duque, que demostraban la imposibilidad de tal confusión; pero se paró de pronto porque acababa de comprender que Saniette no necesitaba esas pruebas, y sabía que la historia era falsa por la sencilla razón de que la había inventado en aquel instante. Aquel hombre excelente sufría al ver que los Verdurin lo tomaban por un pelma; y como se daba cuenta de que aquella noche había estado más soso que nunca, quería decir algo gracioso antes de que se acabara la cena. Capituló tan pronto, puso una cara tan lastimera por su fracaso, y respondió a Swann tan cobardemente para que no se encarnizara en una refutación inútil: «Bueno, bueno; de todos modos, equivocarse no es un crimen, me parece», que Swann se habría alegrado de poder decirle que la historia era cierta y graciosísima. El doctor había estado escuchando, y se le ocurrió que en aquel caso sería oportuno un Se non é vero…; pero, como no estaba muy seguro de las palabras, tuvo miedo de enredarse y no dijo nada.

Acabada la cena, Forcheville buscó al doctor.

—No ha debido de ser fea, ¿eh?, la señora de Verdurin, y además es una mujer con la que puede uno hablar, y para mí eso es todo. Claro que ya empieza a amorcillarse un poco. La que parece muy lista es la señora de Crécy; ya, lo creo, tiene vista de águila. Estábamos hablando de la señora de Crécy —dijo a Verdurin, que se acercó con su pipa en la boca—. Debe de tener un cuerpo…

—Mejor me gustaría encontrármela entre las sábanas que no al diablo —dijo precipitadamente Cottard, que estaba esperando hacía un momento a que Forcheville tomara aliento para colocar aquel chiste viejo, temeroso de que se pasara la oportunidad si la conversación tomaba otro rumbo; chiste que soltó con esa naturalidad y aplomo exagerados que sirven para ocultar la frialdad y la inquietud del que está recitando. Forcheville, que conocía el chiste, lo entendió y se rio mucho. Verdurin tampoco regateó su regocijo, porque hacía poco que había dado con un símbolo para expresarlo distinto del de su mujer, pero tan sencillo y tan claro como el de ella. Apenas iniciaba los movimientos de cabeza y hombros propios de la persona que se desternilla de risa, se ponía a toser como si se hubiera tragado el humo de la pipa por reírse con mucha fuerza. Y, sin quitarse la pipa de la boca, prolongaba indefinidamente ese simulacro de hilaridad y de ahogo. Él y su mujer, que estaba enfrente oyendo contar una historia al pintor, y que en aquel momento cerraba los ojos, e iba a hundir el rostro en las manos, parecían dos caretas de teatro que expresaban de modo distinto el mismo sentimiento de jovialidad.

Verdurin hizo muy bien en no quitarse la pipa de la boca, porque Cottard, que sintió necesidad de salir un momento, dijo a media voz una frasecita que había aprendido hacía poco y que repetía siempre que tenía que ir al mismo sitio: «Tengo que ir a dar un recadito al duque de Aumale», de modo que el acceso de tos volvió a empezar.

—¡Pero, hombre, quítate la pipa de la boca, te vas a ahogar por querer contener la risa! —le dijo la señora, que se acercó al grupo para ofrecer licores.

—Su marido es un hombre delicioso, tiene un ingenio que vale por cuatro —declaró Forcheville a la señora de Cottard—. Gracias, señora; un soldado viejo nunca dice que no a un trago.

—Al señor de Forcheville le parece Odette encantadora —dijo Verdurin a su esposa.

—Pues precisamente ella tendría mucho gusto en almorzar un día con usted. A ver cómo lo combinamos, pero sin que se entere Swann, porque tiene un carácter que lo enfría todo. Claro que eso no quita para que venga usted a cenar, naturalmente; esperamos que nos favorezca usted a menudo. Ahora, como ya viene el buen tiempo, vamos muchas veces a comer en sitio descubierto. ¿No le desagradan las comidas en el Bosque? Muy bien, pues eso. Pero, ¿eh?, se ha olvidado usted de su oficio —gritó al joven pianista para hacer ostentación al mismo tiempo, y delante de un «nuevo» tan importante como Forcheville, de su ingenio y de su dominio tiránico sobre los fieles.

—El señor de Forcheville me estaba hablando mal de ti —dijo la señora de Cottard a su marido cuando éste volvió al salón.

Y el doctor, siempre con la obsesión de la nobleza de Forcheville, que le preocupaba desde que empezó la cena, le dijo:

—Ahora estoy asistiendo a una baronesa, la baronesa de Putbus; parece que los Putbus estuvieron en las Cruzadas, ¿no? Tienen en Pomerania un lago donde caben diez plazas de la Concordia. Le estoy asistiendo una artritis seca. Es una mujer simpática. Creo que la señora de Verdurin la conoce.

Con eso dio pie a que Forcheville, cuando se vio solo un momento después con la señora de Cottard, completara el favorable juicio que del doctor tenía formado:

—Es muy simpático, y se ve que conoce gente. Claro, los médicos lo saben todo.

—Voy a tocar el scherzo de la sonata de Vinteuil, para el señor Swann —dijo el pianista.

—¡Caramba!, conque una sonata de escuerzos, ¿eh? —preguntó Forcheville para dárselas de gracioso.

Pero el doctor, que no conocía ese chiste, no lo entendió, y creyó que Forcheville se había equivocado. Se acercó en seguida a rectificarlo:

—No, no se dice escuerzo, se dice scherzo —aclaró con tono solícito, impaciente y radiante.

Forcheville le explicó el chiste, y el doctor se puso encarnado.

—¿Reconocerá usted que tiene gracia, doctor?

—Sí, ya lo conocía hace tiempo —contestó Cottard.

Pero se callaron; por debajo de la agitación de los trémulos del violín que la protegían con su vestidura temblorosa, a dos octavas de distancia, lo mismo que en una región montañosa vemos por detrás de la inmovilidad aparente y vertiginosa de una cascada, allá doscientos pies más abajo, la minúscula figurilla de una mujer que se va paseando, surgió la frasecita lejana, graciosa, protegida por el amplio chorrear de la cortina transparente, incesante y sonora. Y Swann corrió hacia ella, desde lo más hondo de su corazón, como a una confidente de sus amores, corno a una amiga de Odette, que debía decirle que no hiciera caso a ese Forcheville.

—Llega usted tarde —dijo la señora de Verdurin a un fiel, invitado tan sólo en calidad de «mondadientes»—, Brichot esta noche ha estado incomparable, elocuentísimo. Pero se ha marchado ya. ¿Verdad, señor Swann? Por cierto, creo que es la primera vez que hablaba usted con él, ¿no? —añadió para hacer resaltar que lo conocía gracias a ella—. ¿Verdad que Brichot ha estado delicioso?

Swann se inclinó cortésmente.

—¿Pero no le ha interesado a usted? —preguntó secamente la señora.

—Sí, señora, mucho me ha encantado. Quizá es un tanto precipitado y jovial, a veces, para mi gusto, y le sentaría bien un poco más de calma y de suavidad; pero se ve que sabe mucho y que es una excelente persona.

Todo el mundo se retiró muy tarde. Lo primero que dijo Cottard a su mujer fue:

—Pocas veces he visto a la señora de Verdurin tan animada como esta noche.

—¿Qué es lo que viene a ser exactamente esta señora de Verdurin; una virtud de entre dos aguas? —dijo Forcheville al pintor, al que propuse que se marcharan juntos.

Odette sintió mucho ver marcharse a Forcheville; no se atrevió a no volver a casa con Swann, pero en el coche estuvo de muy mal humor, y cuando Swann le preguntó si quería que entrara en su casa, le contestó, encogiéndose de hombros y con impaciencia: «¡Pues claro!». Cuando ya se marcharon todos los invitados, la señora de Verdurin dijo a su marido:

—¿Has visto qué risa tan tonta la de Swann cuando estábamos hablando de la señora de La Trémoille?

Había observado que cuando pronunciaban este nombre, Swann y Forcheville algunas veces suprimían la partícula. Y no dudando que lo hicieran para demostrar que a ellos no les asustaban los títulos, quiso imitar su orgullo, pero no había sabido coger bien la forma gramatical con que se traducía. Y como su defectuosa manera de hablar podía más que su intransigencia republicana, seguía diciendo los señores de La Trémoille, o mejor dicho, con esa abreviatura usual en la letra de los couplets, y los pies de las caricaturas con que se disimula los de, d’La Trémoille, y luego se resarcía diciendo sencillamente: «La señora La Trémoille». «La duquesa, como dice Swann» añadió irónicamente, con una sonrisa que indicaba que estaba citando palabras ajenas y que ella no cargaba con una denominación tan ingenua y tan ridícula.

—Yo te diré que esta noche lo he encontrado muy estúpido.

Su marido le respondió:

—No es un hombre franco, es un caballero muy cauteloso que siempre está nadando entre dos aguas. Quiere estar bien con todos. ¡Qué diferencia entre él y Forcheville! Ese hombre, por lo menos, te dice claramente lo que piensa, te agrade o no te agrade. No es como el otro, que no es ni carne ni pescado. Por supuesto, a Odette parece que le gusta más Forcheville, y yo le alabo el gusto. Y, además, ya que Swann viene echándoselas de hombre de mundo y de campeón de duquesas, el otro, por lo menos, tiene su título, y es conde de Forcheville —añadió con delicada entonación, como si estuviera muy al corriente de la historia de ese condado y sopesara minuciosamente su valor particular.

—Yo te diré —repuso la señora— que esta noche ha lanzado contra Brichot unas cuantas indirectas venenosas y ridículas. Claro, como ha visto que Brichot caía bien en la casa, esa era una manera de herirnos y de minarnos la cena. Se ve muy claro al joven amigo que te desollará a la salida.

—Yo ya te lo dije —contestó él—, es un fracasado, un envidiosillo de todo lo que sea grande.

En realidad, no había fiel menos maldiciente que Swann; pero todos los demás tenían la precaución de sazonar sus chismes con chistes baratos, con una chispa de emoción y de cordialidad; mientras que la menor reserva que Swann se permitía sin emplear fórmulas convencionales, como «Esto no es hablar mal; pero…», porque lo consideraba una bajeza, parecía una perfidia. Hay autores originales que con la más mínima novedad excitan la ira del público, sencillamente porque antes no halagaron sus gustos, atiborrándolo de esos lugares comunes a que está acostumbrado; y así indignaba Swann al señor Verdurin. Y en el caso de Swann, como en el de ellos, la novedad de su lenguaje es lo que inducía a creer en lo negro de sus intenciones.

Swann estaba aún ignorante de la desgracia que lo amenazaba en casa de los Verdurin, y seguía viendo sus ridículos de color de rosa, a través de su amor por Odette.

Ahora, por lo general, sólo se daba cita con su querida por la noche; de día tenía miedo de cansarla yendo mucho a su casa, pero le gustaba estar siempre presente en la imaginación de Odette, y buscaba las ocasiones de insinuarse hasta el pensamiento de su amiga de una manera agradable. Si veía en el escaparate de una tienda de flores, o de una joyería, alguna planta o alguna alhaja que le gustaran mucho, pensaba en seguida en enviárselas a Odette, imaginándose que aquel placer que había sentido él al ver la flor o la piedra preciosa, lo sentiría ella también, y vendría a acrecer su cariño; y las mandaba llevar inmediatamente a la calle La Perouse, para no retardar el instante aquel en que, por recibir Odette una cosa suya, parecía que estaban más cerca. Quería, sobre todo, que llegara el regalo antes de que ella saliera, para ganarse, por el agradecimiento que ella sintiera, una acogida más cariñosa aquella noche en casa de los Verdurin, acaso una carta que ella enviaría antes de ir a cenar, y ¡quién sabe si hasta una visita de la propia Odette!, una visita suplementaria a casa de Swann para darle las gracias. Como en otra época, cuando experimentaba en el temperamento de Odette los efectos del despecho, ahora probaba, por medio de las reacciones de la gratitud, a extraer de su querida parcelas íntimas de sentimiento que aun no le había revelado.

Muchas veces, Odette tenía apuros de dinero, y en caso de alguna deuda urgente, pedía a Swann que la ayudara. Y él se alegraba mucho, como de todo lo que pudiera inspirar a Odette un gran concepto del amor que le tenía, o sencillamente de su influencia y de lo útil que podía serle. Indudablemente, si al principio le hubieran dicho: «Lo que le gusta es tu posición social», ahora: «Si te quiere es por tu dinero», Swann no lo hubiera creído; pero no le dolería mucho que las gentes se figurasen a Odette unida a él —es decir, que se viera que estaban unidos el uno al otro— por un lazo tan fuerte como el esnobismo o el dinero. Y hasta si hubiera llegado a creérselo, quizá su pena no habría sido muy grande al descubrir en el amor de Odette ese estado más duradero que el basado en los atractivos o prendas personales de su amigo: el interés, que no dejaría llegar nunca el día en que ella sintiera ganas de no volverlo a ver. Por el momento, colmándola de regalos y haciéndole favores, podía descansar confiadamente en estas mercedes, exteriores a su persona y a su inteligencia, del agotador cuidado de agradarle por sí mismo. Y aquella voluptuosidad de estar enamorado, de no vivir más que de amor, que muchas veces dudaba que fuera verdad, aumentaba aún de valor por el precio que, como dilettante de sensaciones inmateriales, le costaba —lo mismo que se ve a personas dudosas de si el espectáculo del mar y el ruido de las olas son cosa deliciosa, convencerse de que sí y de que ellos tienen un gusto exquisito en cuanto tienen que pagar cien francos diarios por la habitación de la fonda donde podrán gozar del mar y sus delicias.

Un día, reflexiones de éstas le trajeron a la memoria aquella época en que le hablaran de Odette como de una «mujer entretenida», y una vez más se divirtió oponiendo a esa personalidad extraña, la mujer entretenida —amalgama tornasolada de elementos desconocidos y diabólicos, engastada, como una aparición de Gustavo Moreau, en flores venenosas entrelazadas en alhajas magníficas—, la otra Odette por cuyo rostro viera pasar los mismos sentimientos de compasión por el desgraciado, de protestas contra la injusticia, y de gratitud por un beneficio, que había visto cruzar por el alma de su madre o de sus amigos; esa Odette, que hablaba muchas veces de las cosas que a él le eran más familiares que a ella, de su cuarto, de su viejo criado, del banquero a quien tenía confiados sus títulos; y esta última imagen del banquero le recordó que tenía que pedir dinero. En efecto, si aquel mes ayudaba a Odette en sus dificultades materiales con menos largueza que el anterior, en que le dio 5000 francos, o no le regalaba un collar de diamantes que ella quería, no reavivaría en su querida aquella admiración por su generosidad, aquella gratitud que tan feliz lo hacían, y hasta corría el riesgo de que Odette pensara que su amor disminuía al ver reducidas las manifestaciones con que aquel cariño se expresaba. Y entonces se preguntó de pronto si aquello que estaba haciendo no era cabalmente «entretenerla» —como si en efecto, esta noción de «entretener» pudiera extraerse, no de elementos misteriosos ni perversos, sino pertenecientes al fondo diario y privado de su vida, lo mismo que ese billete de 1000 francos, roto y repegado, doméstico y familiar, que su ayuda de cámara le ponía en el cajón de la mesa, después de pagar la casa y las cuentas, y que él mandaba a Odette con cuatro más—, y si no se podía aplicar a Odette, desde que él la conocía —porque no se le pasó por las mientes que antes de conocerlo a él hubiera podido recibir dinero de nadie— ese dictado que tan incompatible con ella se figuraba Swann de «mujer entretenida». Pero no pudo ahondar en esa idea, porque un acceso de pereza de espíritu, que en él eran congénitos, intermitentes y providenciales, llegó en aquel momento y apagó todas las luminarias de su inteligencia, tan bruscamente, como andando el tiempo, cuando hubiera luz eléctrica, podría dejarse una casa a oscuras en un momento. Su pensamiento anduvo a tientas un instante por las tinieblas; se quitó los lentes, limpió sus cristales, se pasó las manos por los ojos, y no volvió a vislumbrar la luz hasta que tuvo delante una idea completamente distinta, a saber: que el mes próximo convendría mandar a Odette 6000 o 7000 francos en vez de 5000, por la sorpresa y la alegría que con eso iba a darle.

La noche que no estaba en casa esperando que llegara la hora de ver a Odette en casa de los Verdurin, o en uno de los restaurantes de verano del Bosque o de Saint-Cloud, donde les gustaba mucho ir, se marchaba a cenar a alguna de aquellas elegantes casas donde, antes era asiduo convidado. No quería romper el contacto con personas que quién sabe si podían ser útiles a Odette algún día, y a quienes ahora utilizaba a veces para alguna cosa que le pedía Odette. Además, estaba muy acostumbrado desde hacía tiempo a la vida aristocrática y al lujo, y aunque había aprendido con la costumbre a despreciar una y otro, sin embargo, los necesitaba; de modo que en cuanto se le aparecieron exactamente en el mismo plano las casas más modestas y las mansiones ducales, tan habituados estaban sus sentidos a los palacios, que sentía necesidad de no estar siempre en moradas modestas. Le merecían la misma consideración —con tal identidad, que hubiera parecido increíble— las familias de clase media que daban bailes en su quinto piso, escalera D, puerta de la derecha, que la princesa de Parma, en cuyo palacio se celebraban las fiestas más lucidas de París; pero no tenía la sensación de hallarse en un baile cuando se estaba con la gente seria en la alcoba del ama de casa; y al ver los tocadores tapados con toallas, las camas transformadas en guardarropa y los cubrepiés llenos de gabanes y sombreros, le causaba la misma sensación de ahogo que puede causar hoy a personas acostumbradas a veinte años de luz eléctrica el olor de un quinqué o el humo de una lamparilla. El día que cenaba fuera mandaba enganchar para las siete y media; se vestía pensando en Odette, y así no estaba solo, porque el pensar constantemente en Odette alumbraba los momentos en que ella estaba lejos con la misma encantadora luz de los instantes que pasaban juntos. Subía al coche, pero sentía que aquel pensamiento saltaba al carruaje al mismo tiempo que él, se le ponía en las rodillas como un animal favorito que llevamos a todas partes y que seguiría con él en la mesa, sin que lo supieran los invitados. Y aquel animalito le acariciaba, le daba calor; y Swann sentía una especie de lánguida dejadez, y se rendía a un leve estremecimiento que le crispaba el cuello y la nariz, cosa nueva en él, mientras iba poniéndose en el ojal el ramito de ancolias. Sentíase melancólico y malucho hacía algún tiempo, sobre todo desde que Odette presentó a Forcheville en casa de los Verdurin, y por su gusto se habría ido al campo a descansar. Pero no tenía valor para marcharse de París, ni siquiera por un día, mientras que Odette estuviera allí. Había una atmósfera cálida, y eran aquellos los días más hermosos de la primavera. Y aunque iba atravesando una ciudad de piedras para meterse en un hotel cerrado, lo que tenía siempre en la imaginación era un parque suyo, junto a Combray; allí, en cuanto eran las cuatro, antes de llegar al plantado de espárragos, gracias al aire que viene por el lado de Méséglise, podía disfrutarse, a la sombra de las plantas, tanto frescor como en la orilla del estanque, cercado de miosotis y espadañas, y cenaba en una mesa rodeada por guirnaldas de rosas y de grosella, que le arreglaba su jardinero.

Acabada la cena, si estaban citados temprano en el Bosque o en Saint-Cloud, se marchaba tan pronto —sobre todo si amenazaba lluvia y podían los fieles recogerse antes— que una vez que cenaron muy tarde en casa de la princesa de Laumes, y que Swann se marchó sin esperar el café, para ir a buscar a los Verdurin a la isla del Bosque, la princesa dijo:

—Realmente, si Swann tuviera treinta años más y una enfermedad de la vejiga, se comprendería que escapara de esa manera; pero esto ya es burlarse de la gente.

Decíase Swann que aquel encanto de la primavera, que no podía ir a disfrutar, lo encontraría, al menos, en la isla de los Cisnes o en Saint-Cloud. Pero como no podía pensar en nada más que en Odette, ni siquiera sabía si las hojas olían bien o si hacía luna; acogíale la frasecilla de la sonata de Vinteuil, tocada en el piano del jardín del restaurante. Si no había piano abajo, los Verdurin hacían todo lo posible porque bajaran uno de un cuarto de arriba o del comedor. Y no es que Swann hubiera vuelto a su favor, no; pero la idea de preparar a cualquiera, aunque fuera a una persona poco estimada, un obsequio ingenioso, inspiraba a los Verdurin, durante los momentos de los preparativos, sentimientos ocasionales y efímeros de simpatía y de cordialidad. Muchas veces se decía Swann que aquella noche era una noche de primavera más que estaba pasando, y se prometía fijarse en los árboles y en el cielo. Pero la agitación que le sobrecogía al ver a Odette, como asimismo cierto febril malestar que lo aquejaba, sin descanso, hacía algún tiempo, le robaban la calma y el bienestar, que son fondo indispensable para las impresiones que inspira la Naturaleza.

*

Una de las noches que aceptó Swann la invitación de los Verdurin, dijo, cuando estaban cenando, que a la noche siguiente se reuniría en banquete con unos compañeros suyos, y Odette, allí en plena mesa, le contestó, delante de Forcheville que ahora era uno de los fieles; delante del pintor, delante de Cottard:

—Sí, ya sé que tiene usted banquete; así que no lo veré hasta que pase usted por casa. No vaya muy tarde, ¿eh?

Aunque Swann nunca tuvo envidia seriamente de las pruebas de, amistad que daba Odette a uno u a otro de los fieles, sintió una gran dulzura al oírla confesar así, delante de todos y con tan tranquilo impudor, sus citas diarias de por la noche, la posición privilegiada que gozaba en casa de Odette y la preferencia que eso implicaba hacia él. Verdad es que Swann había pensado muchas veces que Odette no era, en ningún modo, una mujer que llamara la atención, y la supremacía suya sobre un ser tan inferior a él no era cosa para sentirse halagado, cuando se la pregonaba a la faz de los fieles; pero desde que se fijó que Odette era para muchos hombres una mujer encantadora, y codiciable el atractivo que para ellos ofrecía su cuerpo, despertó en Swann un deseo doloroso de dominarla enteramente, hasta en las más recónditas partes de su corazón. Y cuando acabó la cena, la llevó aparte, le dio las gracias efusivamente, intentando hacerle comprender, según los grados de la gratitud que le demostraba, la escala de placeres que Odette podía darle, y que el más alto de ellos era garantizarlo y hacerlo invulnerable, mientras su amor durara, contra las embestidas de los celos.

A la noche siguiente, cuando salió del banquete estaba lloviendo mucho, y como él tenía coche abierto, un amigo se ofreció a llevarlo a su casa en cupé; Swann, como Odette le había dicho el día antes que fuera a su casa, estaba seguro de que su querida no esperaba a nadie aquella noche, y de buena gana, mejor que echar a andar en la victoria con aquel chaparrón; se habría ido a acostar tranquilo y contento. Pero quizá si veía Odette que no siempre tenía el mismo interés en pasar con ella sus últimas horas, ya no se preocuparía de reservárselas y podrían faltarle un día que las necesitara más que nunca.

Llegó a casa de Odette pasadas las once; se excusó por haber ido tan tarde, y ella se quejó de que, en efecto, era muy tarde, de que la tormenta la había puesto un poco mala y de que le dolía la cabeza, y le previno que iba a tenerlo a su lado media hora nada más y que a las doce lo echaría; al poco rato dio muestras de cansancio y de sueño.

—¿Entonces esta noche no hay catleyas? —dijo Swann—. ¡Yo que esperaba una buena catleya…!

Odette le contestó un poco huraña y nerviosa:

—No, amiguito, ¿no ves que estoy mala? Esta noche no hay catleyas.

—Bueno, no insisto; aunque yo creo que te sentaría bien.

Odette rogó a Swann que apagara la luz antes de irse; él mismo echó las cortinas de la cama y se marchó. Pero volvió a su casa y, de repente, se le ocurrió que quizá Odette estaba esperando a alguien aquella noche, que lo del cansancio era fingido, que si le pidió que apagara la luz fue para hacerle creer que iba a dormirse, y que en cuanto Swann se fue, Odette volvió a encender y abrió la puerta al hombre que iba a pasar la noche con ella. Miró qué hora era. Hacía una hora y media que se habían separado; salió a la calle, tomó un simón y mandó parar muy cerca de la casa de Odette, en una callecita perpendicular a aquella otra a la que daba la parte trasera del hotel y la ventana donde él llamaba muchas noches para que Odette saliera a abrirle. Bajó del coche; a su alrededor, en aquel barrio, todo era soledad y negrura; dio unos cuantos pasos y desembocó delante de la casa. Entre la oscuridad de todas las ventanas de la calle, apagadas ya hacía rato, vio una única ventana que derramaba, por entre los postigos que prensaban su pulpa misteriosa y dorada, la luz de la habitación, esa luz que, así como otras noches, al verla desde lejos, al llegar a la callecita, le anunciaba «Aquí está Odette esperándote», ahora lo torturaba y le decía «Aquí está Odette con el hombre que esperaba». Quiso saber quién era; se deslizó a lo largo de la pared hasta llegar debajo de la ventana, pero entre las maderas oblicuas de los postigos no se podía ver nada; sólo oyó en el silencio de la noche el murmullo de una conversación. Sufría al ver aquella luz, en cuya dorada atmósfera se movía, tras las maderas, la invisible y odiada pareja; sufría al oír aquel murmullo que revelaba la presencia del hombre que llegó cuando él se fue, la falsía de Odette y la dicha que con ese hombre iba a disfrutar.

Y, sin embargo, se alegraba de haber ido; el tormento que lo echó de su casa, al precisarse, perdió en intensidad, ahora que la otra vida de Odette, la que él sospechó de un modo brusco e impotente en aquel pasado momento, estaba allí, iluminada de lleno por la lámpara, prisionera, sin saberlo, en aquella habitación en donde él podía entrar cuando se le antojara a sorprenderla y capturarla; aunque quizá sería mejor llamar a los cristales como solía hacerlo cuando era muy tarde; así Odette se enteraría de que Swann lo sabía todo, había visto la luz y oído la conversación, y él, que hace un momento se la representaba como riéndose de sus ilusiones con el otro, los veía ahora a los dos, confiados en su error, engañados por Swann, al que creían muy lejos, y que estaba allí e iba a llamar a los cristales. Y quizá la sensación casi agradable que tuvo en aquel momento provenía de algo más que de haberse aplacado su duda y su pena: de un placer de la inteligencia. Si desde que estaba enamorado las cosas habían recobrado para él algo de su interés delicioso de otras veces, pero sólo cuando las alumbraba el recuerdo de Odette, ahora sus celos estaban reanimando otra facultad de su juventud estudiosa, la pasión de la verdad, pero de una verdad interpuesta también entre él y su querida; sin más luz que la que ella le prestaba, verdad absolutamente individual, que tenía por objeto único, de precio infinito y de belleza desinteresada, los actos de Odette, sus relaciones, sus proyectos y su pasado. En cualquier otro período de su vida, las menudencias y acciones corrientes de una persona no tenían para Swann valor alguno; si venían a contárselas le parecían insignificantes y no les prestaba más que la parte más vulgar de su atención; en aquel momento se sentía muy mediocre. Pero en ese extraño período de amor lo individual arraiga tan profundamente, que esa curiosidad que Swann sentía ahora por las menores ocupaciones de una mujer, era la misma que antaño le inspiraba la Historia. Y cosas que hasta entonces lo habrían abochornado: espiar al pie de una ventana, quién sabe si mañana sonsacar diestramente a los indiferentes, sobornar a los criados, escuchar detrás de las puertas, le parecían ahora métodos de investigación científica de tan alto valor intelectual y tan apropiados al descubrimiento de la verdad como descifrar textos, comparar testimonios e interpretar monumentos.

Ya a punto de llamar a los cristales, tuvo un momento de rubor al pensar que Odette iba a enterarse de que había tenido sospechas, de que había vuelto a apostarse allí en la calle. Muchas veces le había hablado Odette del horror que tenía a los celosos y a los amantes que se dedican a espiar. Lo que iba a hacer era muy torpe y se ganaría su malquerencia de allí en adelante, mientras que, en aquel momento, en tanto que no llamara, ella todavía lo quería acaso, aunque lo estaba engañando. ¡Y sacrificamos tantas veces a la impaciencia de un placer inmediato la realización de muchas posibles venturas!

Pero el deseo de averiguar la verdad era más fuerte, y le parecía más noble. Sabía que la realidad de las circunstancias, que él habría podido reconstituir exactamente, aun a costa de su vida, era legible detrás de aquella ventana, estriada de luz, como la cubierta iluminada de oro de uno de esos manuscritos preciosos de tanta belleza artística, que seduce hasta al erudito que los consulta. Y sentía una gran voluptuosidad en aprender la verdad, que le apasionaba en aquel ejemplar, único, efímero y precioso, de una materia translúcida, tan cálida y tan bella. Y, además, la superioridad que sentía —que necesitaba sentir— con respecto a ella, más que de estar enterado era de poder mostrar que lo estaba. Se empinó y dio un golpe. No oyeron, y entonces volvió a llamar, y la conversación cesó. Se oyó una voz de hombre, y Swann se fijó en ella, por si distinguía de qué amigo de Odette era, que preguntó:

—¿Quién es?

No estaba seguro de reconocer la voz. Volvió a llamar, y se abrieron los cristales, y luego los postigos. Ahora ya no había posibilidad de retroceder, y puesto que lo iba a saber todo, para no presentarse con aspecto de infeliz y de celoso con curiosidad, se limitó a gritar con voz alegre e indiferente:

—No, no se molesten; al pasar por ahí he visto luz, y se me ha ocurrido preguntar si estaba usted ya mejor.

Alzó los ojos. Se habían asomado a la ventana dos caballeros viejos, uno de ellos con una lámpara en la mano; a la luz de la lámpara vio, dentro, una habitación que le era desconocida. Y es que, como tenía la costumbre, si iba a ver a Odette muy tarde de reconocer su ventana por ser la única que estaba encendida, se había equivocado, y llamó en una ventana de la casa de al lado. Pidió perdón, se marchó y se fue a su casa, contento de que la satisfacción de su curiosidad hubiera dejado su amor intacto, y de que, después de haber estado simulando hacia Odette una especie de indiferencia, no hubiera logrado, con sus celos, aquella prueba demasiado ansiada que entre dos amantes dispensa a que la posee de querer mucho al otro. Nunca le habló de aquella desdichada aventura, ni él se acordó mucho de esa noche. Pero, a menudo, un giro de su pensamiento tropezaba con aquel recuerdo, sin querer, porque no la había visto; se le hundía en el alma más y más, y Swann sentía un repentino y hondo dolor. Y lo mismo que si se tratara de un dolor físico, los pensamientos de Swann no podían aliviarle nada; pero, por lo menos, con el dolor físico para que, como es independiente del pensamiento, este pensamiento puede posarse en él, comprobar que disminuye, que cesa momentáneamente. Pero aquel otro dolor, el pensamiento, sólo con acordarse de él le volvía a dar vida. No querer pensar en aquello, era pensar más, sufrir más. Y cuando estaba charlando con unos amigos, sin acordarse ya de su dolor, de pronto, una palabra le demudaba el rostro, como le pasa a un herido cuando una persona torpe le toca sin precaución el miembro dolorido. Al separarse de Odette, sentíase feliz y tranquilo, recordaba las sonrisas suyas, burlonas al hablar de otros y cariñosas para con él; pero el peso de su cabeza, cuando la apartaba de su eje para dejarla caer casi involuntariamente en los labios de Swann, lo mismo que hizo la primera noche; las miradas desfallecientes que le lanzaba mientras él la tenía entre sus brazos, al mismo tiempo que apretaba, temblorosa, su cabeza contra el hombro de Swann.

Pero, en seguida, sus celos, como si fueran la sombra de su amor, se complementaban con el duplicado de la sonrisa de aquella noche —pero que ahora se burlaba de Swann y se henchía de amor hacia otro hombre— de la inclinación de su cabeza, pero vuelta hacia otros labios, con todas las demostraciones de cariño que a él le había dado, pero ofrecidas a otro. Y todos los recuerdos voluptuosos que se llevaba de casa de Odette, eran para Swann como «bocetos» o proyectos semejantes a esos que enseñan los decoradores, y gracias a los cuales Swann podía formarse idea de las actitudes de ardor o de abandono que Odette podía tener con otros hombres. De modo que llegaron a darle pena todo placer que con ella disfrutaba, toda caricia inventada, cuya exquisitez señalaba él a su querida; todo nuevo encanto que en ella descubría, porque sabía que, unos momentos después, todo eso vendría a enriquecer su suplicio con nuevos instrumentos.

Y este suplicio era todavía más cruel cuando Swann recordaba una mirada que había sorprendido hacía algunos días por vez primera en los ojos de Odette. Fue en casa de los Verdurin, después de cenar. Forcheville había visto que su cuñado Saniette no gozaba de ningún favor en la casa; ya fuera porque quiso tomarlo como cabeza de turco y brillar a costa suya, ya porque le molestara una frase torpe que Saniette le dijo y que pasó inadvertida para todos los invitados, que no podían sospechar la alusión desagradable que encerraba, aunque sin malicia por parte de Saniette, ya porque tuviera ganas de echar de la casa a una persona que lo conocía demasiado y que sabía que era lo bastante delicada para no sentirse muy a gusto en su presencia, ello es que Forcheville contestó a aquella frase de Saniette, con tal grosería, insultándolo y envalentonándose más y más mientras seguía vociferando, con el susto, la pena y los ruegos del otro, que el infeliz preguntó a la señora de Verdurin si debía seguir en aquella casa, y, al no recibir contestación, se marchó balbuceando y con las lágrimas en los ojos. Odette asistió impasible a la escena; pero cuando Saniette se hubo retirado, relajó en algunos grados de dignidad la expresión habitual de su rostro, para poder ponerse al mismo nivel que Forcheville, e hizo rebrillar en sus pupilas una sonrisa de enhorabuena por la valentía del ejecutor y de burla por la víctima; fue una mirada de complicidad en lo malo, que quería decir tan claramente. «Eso es una ejecución bien hecha, o yo no entiendo de eso. ¡Qué corrido estaba! ¡casi lloraba!», que Forcheville, al encontrarse con esa mirada, perdió toda la ira verdadera o falsa que aún lo encendía, se sonrió y contestó:

—No tenía más que haber sido más amable, y seguiría aquí. Pero una lección siempre conviene aunque se sea viejo.

Un día, Swann salió a media tarde para hacer una visita, y, como no estaba la persona que buscaba, se le ocurrió ir a casa de Odette, a esa hora en que nunca solía hacerlo, pero en que sabía muy bien que ella estaba en casa escribiendo cartas o echando la siesta hasta que llegara el momento del té, hora en que le sería grato verla sin servirle de molestia. El portero le dijo que creía que la señora estaba en casa; llamó, le pareció oír ruido y pasos, pero no abrieron. Ansioso e irritado, se fue a la callecita adonde daba la parte de atrás del hotel, y se colocó delante de la ventana de la alcoba de Odette; los visillos no le dejaban ver nada, dio un golpe a los cristales, llamó, y nadie vino a abrir. Vio que unos vecinos estaban mirándolo. Se marchó, pensando que, después de todo, quizá se equivocara al creer oír pasos; pero se quedó tan preocupado, que no pudo apartar su pensamiento de aquello. Volvió una hora después; estaba en casa; le dijo que antes, cuando él llamó, también estaba, pero durmiendo; que el campanillazo la despertó, y adivinando que era Swann, corrió a abrirle, pero él ya se había ido. Había oído muy bien los golpes en los cristales. Swann reconoció en el relato algunos de esos fragmentos de un hecho exacto que los embusteros, en un aprieto, se consuelan incrustando en la composición de la mentira que inventan, creyendo que así ganan algo y disimulan las apariencias de la verdad. Claro que, cuando Odette hacía algo que no quería que se supiese, lo guardaba muy bien el fondo de su alma. Pero en cuanto se veía delante de la persona a quien quería engañar, se azoraba, se le borraban todas las ideas, paralizábanse todas sus facultades de invención y raciocinio, no encontraba en su cabeza más que un gran vacío, y como, sin embargo, había que decir algo, no encontraba a su alcance más que la cosa misma que quería ocultar, y que, por ser la única verdadera, era la que estaba allí inmutable. Y de ella arrancaba un trocito, sin importancia en sí mismo, diciéndose que, después de todo; más valía hacer aquello, porque era un detalle de verdad, sin los riesgos de un detalle falso. «Eso, por lo menos, es verdad —pensaba—, y eso se lleva ya ganado; que se informe y verá que es verdad; eso no es lo que me venderá.» Se equivocaba, porque eso era cabalmente lo que la vendía, y no se daba cuenta de que ese detalle de verdad tenía entrantes y salientes que no podían encajarse más que en los detalles contiguos del hecho cierto del que Odette lo recortó, y que cualquiera que fueran los detalles inventados de que lo rodeaba, siempre revelarían, por lo que faltaba o lo que sobraba, que no casaba con ellos. «Confiesa que me oyó llamar, y luego dar en el cristal, y que se figuró que era yo, y dice que tenía ganas de verme. Pero eso no pega con el hecho de que no haya mandado abrir.»

Pero no le hizo notar esta contradicción, porque creía que Odette, abandonada a sí misma, soltaría quizá alguna mentira que sería indicio, aunque débil, de la verdad; hablaba ella, y Swann no la interrumpía; recogía con ávida y dolorosa devoción las palabras de Odette, sintiendo —precisamente porque tras ellas la ocultaba al hablar— que sus frases, como un velo sagrado, guardaban vagamente el relieve y dibujaban el indeciso modelado de esta realidad infinitamente preciosa y, por desgracia, inasequible: lo que estaba haciendo un rato antes, a las tres, cuando él llegó, realidad que nunca poseería más que en aquellos ilegibles y divinos vestigios de las mentiras, y que sólo existía ya en el recuerdo encubridor de aquel ser que la contemplaba sin saber lo preciosa que era y que no la entregaría nunca. Claro que, a ratos, sospechaba que los actos de Odette no eran en sí mismos de arrebatador interés, y que las relaciones que Odette pudiera tener con otros hombres no exhalaban, naturalmente, del modo universal, y para todo ser pensante, una tristeza mórbida e inspiradora de la fiebre del suicidio. Y se daba cuenta de que tal interés y tal tristeza eran en él como una enfermedad, y que cuando se curara de ella, los actos de Odette, los besos que diera a otros hombres se le aparecerían tan inofensivos como los de cualquier otra mujer. Pero el que la curiosidad dolorosa que ahora le inspiraban a Swann tuvieran una causa puramente subjetiva, no bastaba para que llegara a considerar que era absurda la importancia dada a esa curiosidad, y lo que hacía para satisfacerla. Y es que Swann había llegado a una edad cuya filosofía —ayudada por la de la época aquella, por la del medio, donde tanto tiempo viviera Swann, el grupo de la princesa de Laumes, donde se convenía que una persona era tanto más inteligente cuanto más dudaba de todo, y no se respetaban, como cosas reales e indiscutibles, más que los gustos personales— no es ya la filosofía de la juventud, sino una filosofía positiva, médica casi, de hombres que, en vez de exteriorizar los objetos de sus aspiraciones, hacen por sacar de sus años pasados un residuo fijo de costumbres y pasiones que puedan considerar como características y permanentes, y cuya satisfacción busquen deliberadamente, ante todo al adoptar un determinado género de vida. Swann se resignaba a aceptar la pena que sentía por ignorar lo que había hecho Odette, lo mismo que aceptaba la recrudescencia que un clima húmedo originaba a su eczema; y le gustaba calcular en su presupuesto una suma disponible para obtener datos relativos a lo que hacía Odette, sin los cuales padecería mucho, lo mismo que se reservaba dinero para otros gustos que le procuraban un placer, por lo menos antes de enamorarse, como el de sus colecciones o el de la buena cocina.

Cuando fue a despedirse de Odette, le pidió ella que se quedara un rato más, y hasta lo cogió del brazo para que no se fuera, cuando ya estaba abriendo la puerta. Pero él no se fijó, porque entre los muchos ademanes, frases e incidentes que constituyen la trama de una conversación, es inevitable que pasemos sin fijarnos junto a aquellos que ocultan esa verdad que nuestras sospechas andan buscando a ciegas, y que, por el contrario, nos detengamos en aquellos que nada celan. Le decía a cada momento: «¡Qué lástima que para un día que has venido por la tarde, cuando nunca vienes, no te haya podido ver!». Swann sabía muy bien que Odette no estaba bastante enamorada de él para que aquel sentimiento tan vivo, por no haber podido recibirlo, fuera sincero; pero como era buena y le gustada complacerlo, y muchas veces se entristecía cuando le causaba una contrariedad, le pareció muy natural que ahora se entristeciera también por haberlo privado de ese placer de pasar un rato juntos, muy grande para él, aunque no para Odette. Sin embargo, la cosa era tan fútil, que acabó por extrañarle aquel aire doloroso con que seguía hablando Odette. Le recordaba ahora más que de costumbre a las mujeres del pintor de la Primavera. Tenía una cara de abatimiento y de pena, cual rendida al peso de un dolor imposible de sobrellevar, la misma cara que ponen esas figuras de Botticelli para una cosa tan sencilla como dejar al Niño Jesús jugar con una granada, o ver cómo echa Moisés agua a la pila. Ya conocía Swann aquella expresión de tristeza, pero no recordaba exactamente cuándo se la había visto a Odette; de pronto se acordó; fue aquella vez que Odette mintió al hablar con la señora de Verdurin, al día siguiente a la comida a que dejó de asistir Odette con el pretexto de que estaba mala, pero, en realidad, para poder estar con Swann. Claro que ni la mujer más escrupulosa hubiera podido sentir remordimientos por una mentira tan inocente. Pero las que echaba generalmente Odette eran ya menos inocentes, y servían para evitar que descubrieran ciertas cosas que habrían podido crearle dificultades con éste o con aquél. Así que, cuando mentía, sobrecogida de terror, sintiéndose poco armada para defenderse y sin confianza en el éxito, le daban unas de llorar por cansancio, como a los niños que no han dormido. Además, sabía que su mentira, por lo general, dañaba gravemente al hombre a quien se la decía, y que si mentía mal se ponía a merced suya. Por eso se sentía ante él humilde y culpable al mismo tiempo. Y cuando tenía que decir una mentirilla mundana, por asociación de ideas y de recuerdos, sentíase como mala de cansancio y como pesarosa por una acción fea.

¿Qué mentira tan grande debía de estar diciéndole Odette, cuando ponía aquella mirada de dolor y aquella voz de queja, que parecían rendirse al peso del esfuerzo que costaban, y demandar gracia? Se le ocurrió que, no sólo estaba esforzándose por ocultarle la verdad respecto al incidente de la tarde, sino alguna cosa más actual, que quizá no había ocurrido y que iba a ocurrir de un momento a otro, sirviendo acaso para aclarar lo demás. En aquel instante oyó un campanillazo. Odette siguió hablando, pero su voz era un gemido, y su sentimiento por no haber visto a Swann esa tarde, por no haberle abierto, rayó en la desesperación.

Se oyó la puerta de entrada al volver a cerrarse, y el ruido de un coche, como si se marchara la persona que no debía encontrarse con Swann, y a la que debieron de decir que Odette había salido. Y entonces, al pensar que sólo con ir un día, a una hora que no era la de siempre, había estorbado tantas cosas de las que Odette no quería que se enterara, se sintió descorazonado, desesperado casi. Pero como quería a Odette, como tenía la costumbre de orientar hacia ella todos sus pensamientos, aquella compasión que él se inspiraba a sí mismo, se la consagró a ella, y murmuró: «¡Pobrecilla mía!» Al marcharse, Odette cogió unas cartas que tenía en la mesa, y le preguntó si quería echárselas al correo. Se las llevó, pero al volver a su casa se dio cuenta de que tenía aún las cartas encima. Volvió hasta el correo, las sacó del bolsillo, y antes de echarlas miró a quién iban dirigidas. Todas eran para tiendas, menos una, que era para Forcheville. La tenía en la mano, diciéndose: «Si viera lo que hay dentro, me enteraría de cómo lo llama, del tono en que le habla, de si hay algo entre ellos. Quizá si no la miro cometa una indelicadeza con Odette, porque ésa es la única manera de quitarme de encima una sospecha, acaso calumniosa para ella, y que de todos modos siempre la hará sufrir, y será indestructible si dejo pasar esta carta sin verla».

Del correo se fue a casa; pero se había quedado con esa carta. Como no se atrevió a abrirla, encendió una bujía y acercó el sobre a la luz. Al principio no pudo leer nada; pero el sobre era fino, y apretándolo contra la tarjeta dura que iba dentro, pude leer al trasluz las últimas palabras. Era una fórmula de despedida muy fría. Si en vez de ser él el que estaba mirando una carta dirigida a Forcheville, hubiera sido Forcheville el que mirara una carta dirigida a Swann, de seguro que habría leído palabras más cariñosas. Tuvo la tarjeta inmóvil un instante, y luego, como el sobre le venía muy ancho, empujó con el pulgar de modo que fueran pasando los distintos renglones por la parte no forrada del sobre, que era la única que se transparentaba.

Pero no acababa de distinguir bien. Daba lo mismo, porque ya había visto lo bastante para comprender que se trataba de un hecho sin importancia, y que de ninguna manera se refería a sus relaciones, algo referente a un tío de Odette. Swann había leído el principio del renglón: «Hice bien en…»; pero no sabía en qué había hecho bien Odette, cuando, de pronto, una palabra que al principio no pudo descifrar le aclaró el sentido de la frase: «He hecho bien en no abrir, porque era mi tío». ¡No abrir! ¡De modo que Forcheville estaba en la casa cuando llamó Swann, y ella lo había hecho salir, y por eso se había oído ruido!

Entonces leyó toda la carta; al final, Odette se excusara porque no había tenido más remedio que hacerlo marcharse precipitadamente, y le decía que se había dejado en su casa la pitillera, con la misma frase que escribió Swann una de las primeras veces que éste la visitó. Pero al escribir a Swann había añadido: «¡Ojalá se hubiera usted dejado también el corazón, pero ése no se lo habría devuelto!». Nada de eso decía a Forcheville, y, en realidad, no se hacía en la carta alusión alguna que permitiera sospechar entre ellos ningún lío. Y, además, mirándolo bien, en todo eso, el verdadero engañado era Forcheville, puesto que Odette le escribía para hacerle creer que el visitante era su tío. Total, que él, Swann, era el hombre a quien Odette daba más importancia, el hombre por quien echó al otro. Y, sin embargo, si no había nada entre Forcheville y ella, ¿por qué no abrió en seguida, y por qué dijo?: «He hecho bien en no abrir, era mi tío»; si en aquel momento no estaba haciendo nada malo, ¿cómo habría podido explicarse el mismo Forcheville que no abriera? Y allí estaba Swann, desolado, confuso, pero feliz al mismo tiempo, delante de aquel sobre que Odette le entregara confiadamente por lo segura que estaba de su delicadeza, y que a través de transparentes cristales le dejaba ver, con el secreto de un incidente, que nunca hubiera creído posible averiguar, un poco de la vida de Odette, lo mismo que una estrecha sección luminosa abierta a lo desconocido. Y sus celos recibían con regocijo, como si tuvieran una vitalidad independiente, egoísta y voraz, todo lo que servía para alimentarlos, aunque fuera a costa suya. Ahora ya tenían algo donde ir a alimentarse y Swann podría preocuparse todos los días por las visitas que Odette tenía a las cinco, e intentaría averiguar en dónde estaba Forcheville a esa hora. Porque el cariño de Swann conservaba el mismo carácter que desde el principio le imprimieron dos cosas: el ignorar lo que hacía Odette durante el día y la pereza cerebral que le impedía suplir esa ignorancia con su imaginación. Y al principio no tuve celos de toda la vida de Odette, sino tan sólo de aquellos momentos en los que podía suponer, acaso por una circunstancia final interpretada, que Odette lo había engañado. Sus celos, como un pulpo que echa primero una amarra, y luego otra, y luego otra; se ataron sólidamente en ese momento de las cinco de la tarde, y luego a otra hora del día, y después a un instante determinado. Pero Swann no sabía inventar sus tormentos; no eran más que perpetuación y recuerdo de un tormento que le vino de afuera.

Y de afuera le llegaban muchas angustias. Quiso separar a Odette de Forcheville y llevársela unos días al Mediodía. Pero se figuraba que Odette inspiraba deseos a todos los hombres que había en el hotel, y que ella, a su vez, los deseaba. Así, que ese Swann que antes, cuando viajaba, iba buscando las caras nuevas y las reuniones numerosas, huía ahora como un salvaje del trato de gentes, como si la sociedad humana lo molestara profundamente. ¿Y cómo no iba a ser misántropo si en todo hombre veía un amante posible de Odette? Y así, los celos aun contribuyeron mucho más que el deseo voluptuoso y riente que al principio le inspiró Odette a alterar el carácter de Swann y a cambiar de arriba abajo a los ojos de los demás, hasta el aspecto de los signos exteriores con que se manifestaba ese carácter.

Había pasado un mes desde que Swann leyó la carta de Odette a Forcheville, cuando una noche fue a una cena que los Verdurin daban en el Bosque. Cuando se iba a marchar se fijó en los conciliábulos de la señora de Verdurin y algunos de los invitados, y le pareció entender que estaban diciendo al pianista fue no se le olvidara ir, al día siguiente, a una reunión que habían preparado en Chatou, reunión a la cual no invitaron a Swann.

Los Verdurin hablaron a media voz y en términos vagos, pero el pintor, distraído, sin duda, exclamó:

—Y no hará falta ninguna luz: que toque la sonata Claro de luna en la oscuridad, y así se verá todo más claro.

La señora de Verdurin, al ver que Swann estaba a dos pasos de allí, adoptó esa expresión fisonómica en la que el deseo de hacer callar al que habla y de poner una cara inocente para el que escucha se neutraliza en una intensa nulidad de la mirada, esa expresión que disimula la serial de inteligencia del cómplice bajo la sonrisa del ingenuo, propia de todos los que notan que alguien se ha tirado una plancha, y que precisamente sirve para revelarla instantáneamente, si no al autor de ella, por lo menos a la víctima. Odette puso, de pronto, una cara de desesperada que renuncia a luchar contra las dificultades aplastantes de la vida, y Swann contó ansiosamente los minutos que le faltaban para salir del restaurante y marcharse con ella, porque, durante el camino de vuelta, podría pedirle explicaciones y lograr, o bien que no fuera ella a Chatou, o que se arreglara para que lo invitaran a él, y luego aplicaría en sus brazos la angustia que lo dominaba. Por fin, pidieron los coches. La señora de Verdurin dijo a Swann:

—Entonces, adiós; hasta pronto, ¿eh?

Y la mirada amable y la sonrisa forzada que puso tenían por objeto que a Swann no se le ocurriera preguntar por qué no le decía como antes:

—Hasta mañana, en Chatou, y pasado mañana, en casa, ¿eh?

Los Verdurin hicieron subir en su coche a Forcheville; detrás estaba el carruaje de Swann, el cual estaba esperando que se fueran los Verdurin para decir a Odette que subiera.

—Odette, usted se viene con nosotros, ¿verdad? —dijo la señora de Verdurin—; aquí le hemos hecho a usted un huequecito al lado del señor Forcheville.

—Sí, señora —respondió Odette.

—Pero cómo es eso, yo creí que venía usted conmigo —exclamó Swann, con las palabras justas y sin ningún disimulo, porque la portezuela estaba abierta, los segundos eran contados y él no podía volverse a casa así, en aquel estado, sin Odette.

—Es que la señora de Verdurin me ha invitado…

—Vamos, por esta noche puede usted volverse solo, ya se la hemos dejado a usted muchas veces —dijo la señora de Verdurin.

—Es que tenía que decir a Odette una cosa importante.

—Pues se la escribe usted luego…

—Adiós —le dijo Odette tendiéndole la mano.

Swann hizo por sonreír, pero tenía cara de terror.

—¿Has visto los modales que gasta ahora Swann con nosotros? —dijo la señora de Verdurin a su marido, cuando estuvieron en casa—. Creí que me iba a comer porque nos llevamos a Odette. ¡Qué indecencia! ¡Que nos diga claramente que tenemos una casa de citas! No comprendo cómo Odette puede aguantar esos modales. Parece que le está diciendo: «Usted me pertenece». Yo le diré a Odette lo que pienso, y me parece que comprenderá lo que quiero decir.

Y pasado un instante, añadió colérica:

—Vamos, ¿se habrá visto animalucho?

Y sin darse cuenta empleaba las mismas palabras que arrancan los últimos desesperados movimientos de agonía de un animal inofensivo al campesino que lo aplasta, y obedecía, acaso, a la misma oscura necesidad de justificación, como Francisca en Combray, cuando la gallina se resistía a morir.

Cuando arrancó el coche de los Verdurin y se adelantó el de Swann, el cochero, al verlo, le preguntó si estaba malo o si le había ocurrido algo.

Swann despidió el coche. Quería andar y volvió a París a pie, atravesando el Bosque. Iba hablando solo, y en voz alta, con el mismo tono un tanto falso que hasta entonces adoptaba para enumerar los atractivos del cogollito y para exaltar la grandeza de ánimo de los Verdurin. Pero así como las frases, las sonrisas y los besos de Odette se le hacían tan odiosos cuando iban dedicados a otros, como dulces le eran cuando se dirigían a él, asimismo el salón de los Verdurin, que hace un instante le parecía entretenido, con cierta afición al arte y hasta una especie de nobleza moral, ahora que Odette se iba a encontrar allí, y a hablar de amor libremente con un hombre que no era él, se le revelaba con todas sus ridiculeces, su majadería y su ignominia.

Representábase con asco la reunión del día siguiente en Chatou. «En primer término, ¡esa idea de ir a Chatou! Como unos tenderos que acaban de cerrar el establecimiento. ¡Verdaderamente, esas gentes son una cursilería burguesa realmente sublime! No existen; se han escapado de una obra de Labiche.»

De seguro irían los Cottard, y acaso Brichot. «¡Qué grotesca es esa vida de gentecillas que no pueden pasarse unos sin otros, y que se considerarían perdidos si mañana no se vieran todos en Chatou! Y también iría el pintor, ese pintor tan aficionado a «casar a la gente», y que invitaría a Forcheville a que fuera con Odette a su estudio. Y veía a Odette vestida de modo excesivamente llamativo para un día de campo, «porque es tan ordinaria, y, sobre todo, ¡es la pobrecilla tan tonta!».

Oyó las bromitas que gastaría la señora Verdurin, después de cenar; bromitas que, cualquiera que fuera el invitado que tenía como blanco, divertían siempre a Swann, porque veía a Odette reírse, reírse con él, casi en él. Y ahora sentía que, probablemente, iban a hacer reír a Odette a costa suya. «¡Qué jovialidad tan asquerosa!», decía, imprimiendo a su boca una expresión de asco tan intensa, que tenía la sensación muscular de su gesto hasta en su intensa, que repelía el cuello de la camisa. ¿Y cómo habrá criaturas hechas a imagen y semejanza de Dios que encuentren gracia en esas bromas nauseabundas? Cualquier nariz un poco delicada se volverá con asco para que no la perturben esos olores. ¡Es increíble pensar que un ser humano no pueda comprender que al permitirse una sonrisa hacia una persona que le ha tendido lealmente la mano, se degrada hasta tal bajeza, que nunca podrá sacarlo de allí la mejor voluntad del mundo! Yo vivo muchos miles de metros más arriba de esos bajos fondos donde se agitan y chillan esos chismosos, para que me puedan salpicar las bromas de una Verdurin —exclamó, alzando la cabeza y sacando el pecho—. ¡Dios me es testigo de que he querido sacar a Odette de allí con toda sinceridad y elevarla a una atmósfera más noble y pura! Pero la paciencia humana tiene sus límites, y la mía ya se ha agotado», dijo, como si esa misión de arrancar a Odette de una atmósfera de sarcasmos no fuera una cosa que se le había ocurrido hacía unos minutos, y como si no se hubiera impuesto esa tarea tan sólo en cuanto se le ocurrió que él sería el blanco de esos sarcasmos, que no teman más objeto que separarlo de Odette.

Ya veía al pianista dispuesto a tocar la sonata Claro de luna, y los gestos de la señora de Verdurin, asustada de lo mal que le iba a sentar la música de Beethoven para los nervios. «¡Farsante, imbécil! ¡Y esa mujer se cree que le gusta el Arte!» Y diría a Odette, después de haber deslizado unas frases elogiosas para Forcheville, lo mismo que había hecho con él muchas veces: «Odette, haga usted un sitio, a su lado, para el señor de Forcheville». «¡En la oscuridad! ¡Celestina, alcahueta!». Y «alcahueta» llamaba también a la música, que los incitaría a calarse, a soñar juntos, a mirarse y a cogerse la mano. Y le parecía razonable la severidad que contra las artes mostraron Platón, Bossuet y la vieja educación francesa.

En fin, la vida que se hacía en casa de los Verdurin, la que él denominaba antes «verdadera vida», le parecía ahora la peor oída imaginable, y aquel ambiente el más abyecto de todos. «Verdaderamente, no puede darse nada más bajo en la escala social: es el último círculo dantesco. Indudablemente, el texto augusto se refería a los Verdurin. ¡Qué talento demuestran las gentes de la aristocracia, que, aunque tengan también sus cosas censurables, nunca son como esas cuadrillas de golfos, en no querer conocerlos siquiera, ni ensuciarse con su contacto la punta de los dedos! Ese Noli me tangere del barrio de Saint-Germain es una profunda adivinación.» Ya hacía rato que había salido del Bosque, estaba cerca de su casa, y borracho aún con aquella embriaguez de su dolor, y con la sonoridad artificial y las entonaciones engañosas que tomaba su voz, inspirada por un numen no muy sincero, aun seguía perorando en voz alta, rompiendo el silencio de la noche. «La aristocracia tiene sus defectos, y yo soy el primero en reconocerlos; pero es gente con la que no le pueden a uno pasar ciertas cosas. He conocido a mujeres elegantes que no eran perfectas, pero con un fondo de delicadeza y de rectitud en la conducta que las hace incapaces de una felonía, y que abre un abismo entre ellas y arpías como la Verdurin. ¡Verdurin! ¡Vaya un nombre! No les falta nada, son perfectos en su género. ¡A Dios gracias, ya iba siendo hora de que se acabara mi condescendencia en tratar a esas gentes, en esa promiscuidad con esas basuras!».

Pero así como las virtudes que un momento antes atribuía a los Verdurin no hubieran sido suficientes, sin la protección y el favor que los Verdurin prestaban a sus amores con Odette, para provocar en Swann aquella embriaguez y aquel enternecimiento por sus personas, que, en realidad, le eran inspirados por Odette, aunque a través de otros seres, lo mismo ahora la inmoralidad, por cierta que fuera, que veía en los Verdurin, no habría sido lo bastante fuerte a desencadenar su indignación y arrancarle la condenación de sus «infamias», si los Verdurin no hubieran invitado a Forcheville y a él no. E indudablemente la voz de Swann veía más claro que él, cuando se negaba a pronunciar aquellas palabras de asco hacia el círculo Verdurin, y de alegría por haber roto con él, como no fuera en tono un poco falso y más bien con objeto de apaciguar su ira que de expresar sus ideas. En efecto, mientras que Swann se entregaba a esas invectivas, su pensamiento debía de estar, sin que él se diera cuenta, preocupado con otra cosa completamente distinta, porque apenas llegó a su casa y cerró la gran puerta de la calle, se dio una palmada en la frente, y abriendo otra vez, volvió a salir, exclamando con voz que ya era natural: «Me parece que he dado con el medio de que me inviten mañana a la cena de Chatou». Pero el medio no debía de ser muy eficaz, porque Swann no asistió a la cena; el doctor Cottard, que había sido llamado a provincias para un caso grave, y por eso no iba a casa de los Verdurin hacía unos días y no pudo asistir a la reunión de Chatou, dijo al día siguiente de dicha cena, al sentarse a la mesa en casa de los Verdurin:

—¡Qué! ¿No vemos esta noche al señor Swann? Es amigo personal de…

—No, no, tengo esperanza de que no —exclamó la señora de Verdurin—. Dios nos libre; es un hombre muy cargante, un tonto mal educado.

Cottard, al oír estas palabras, manifestó a un mismo tiempo su asombro y su sumisión, como ante una verdad opuesta a todo lo que oyera antes, pero de irresistible evidencia sin embargo; bajó la nariz, intimidado y sorprendido, hasta su plato, y se limitó a contestar: «¡Ah, ah, ah, ah, ah!», atravesando a reculones en aquel repliegue en buen orden, que hizo hasta el fondo de sí mismo por una gama descendente, por todos los registros de su voz. Y ya no se habló más de Swann en casa de los Verdurin.

Y entonces, aquella casa, que había servido para unir a Swann y a Odette, se convirtió en un obstáculo a sus citas. Ya no le decía Odette, como en los primeros tiempos de sus amores: «De todos modos, nos veremos mañana por la noche, porque hay comida en casa de los Verdurin», sino: «Mañana no podremos vernos, porque hay comida en casa de los Verdurin». Otra vez, era que los Verdurin convidaban a Odette a la Ópera Cómica a ver Una noche de Cleopatra, y Swann leía, en los ojos de su querida, el miedo a que él le rogara que no fuera, esa expresión de temor, que antes habría besado al verla cruzar por el rostro de Odette, pero que ahora lo exasperaba. «Y no es que yo sienta rabia —se decía a sí mismo— al ver las ganas que tiene de ir a picotear en esa música de estercolero. Es pena, por ella y no por mí; pena de ver que después de estar seis meses tratándome a diario, no ha sabido cambiar lo bastante para eliminar espontáneamente a Víctor Massé. Y, sobre todo, porque no ha llegado a comprender que hay noches en que un ser de esencia algo delicada debe saber renunciar a un placer, cuando se lo piden. Y ella ya debía saber decir «no iré», aunque no fuera más que por inteligencia, porque esa respuesta es la que nos dará la medida de la calidad de su alma.» Y como se persuadía a sí mismo de que si deseaba que Odette no fuera aquella noche a la Opera Cómica y se quedara con él era sólo para poder formar un juicio más favorable del valor espiritual de Odette, se lo decía a ella con el mismo grado de insinceridad que a sí mismo, y acaso con un poco más, porque entonces obedecía al deseo de cogerla por el amor propio.

«Te juro —le decía unos momentos antes de que se marchara al teatro— que aunque te estoy pidiendo que no salgas, mi deseo, si yo fuera egoísta, sería que me lo negaras, porque esta noche tengo mil cosas que hacer y me cogería los dedos con la puerta si, en contra de todo lo que espero, me dijeras que no ibas. Pero mis quehaceres y mis gustos no son todo, y también tengo que pensar en ti. Puede llegar un día en que tengas derecho a censurarme, al ver que me despego de ti por no haberte avisado en esos momentos decisivos en que he formado de ti unos juicios tan severos que ningún amor los sobrevive mucho tiempo. ¿Tú ves? Una noche de Cleopatra (¡qué título!) no tiene nada que ver con nuestro asunto. Lo que hay que aclarar es si tú eres uno de esos seres de la última categoría del espíritu y hasta de la belleza, de esos miserables que no saben renunciar a un placer. Y si así fuera, ¿cómo va a ser posible amarte si ni siquiera eres una persona, una criatura definida, imperfecta, pero, por lo menos, perfectible? Eres un agua informe que corre según sea el declive que se le ofrece, un pez sin memoria y sin reflexión; mientras que viva en su pecera, se tropezará cien veces al día con el cristal creyéndose que es el agua. ¿No comprendes que tu respuesta, aunque no de por resultado que yo te deje de querer inmediatamente, eso, desde luego, te hará perder, a mis ojos muchos de tus atractivos, al ver que no eres una persona que estás por debajo de todas las cosas y no sabes hacerte superior a ninguna? Hubiera preferido pedirte que no fueras a Una noche de Cleopatra (no tengo más remedio que ensuciarme los labios con ese nombre abyecto), como una cosa sin importancia, convencido, sin embargo, de que ibas a ir. Pero ya que me he echado estas cuentas, y he sacados esas consecuencias de tu respuesta, me parece lo más honrado avisarte.»

Hacía un momento que Odette daba señales de emoción y de incertidumbre. Ya que no la significación de ese discurso comprendía, al menos, que podía calificársele en el género corriente de los laius, y escenas de reproches y súplicas, y la experiencia que tenía de los hombres le permitía deducir, sin fijarse mucho en el detalle de las palabras, que no las dirían si no estuvieran enamorados, y que desde el momento que estaban enamorados no había por qué obedecerlos, y aun sentirían más amor después. Y habría escuchado a Swann con gran calma de no haber visto que se pasaba la hora, y que por poco que siguiera hablando, iba, como se lo dijo con sonrisa cariñosa, testaruda y confusa, «a acabar por perder la obertura».

Otras veces, Swann le decía que el motivo principal para que dejara de quererla sería su obstinación en no renunciar a mentir. «Hasta mirándolo por el lado de la coquetería, ¿no comprendes lo que pierdes de tus atractivos, rebajándote a mentir así? ¡Cuántas faltas te serían perdonadas por una confesión! Realmente, eres menos lista de lo que yo me figuraba.» Pero era inútil que Swann le expusiera todas las razones que había para que no mintiera; esas razones quizá habrían dado al traste con un sistema general de la mentira; pero Odette no poseía tal sistema y se limitaba, en cada caso particular en que deseaba que Swann no supiera una cosa, a ocultársela. Así que, para ella, el embuste era un expediente de orden particular; y lo único que la decidía a mentir o no, era también una razón de orden particular, la probabilidad, más o menos grande, de que Swann descubriera que no había dicho la verdad.

Físicamente, estaba atravesando una mala fase; engordaba, y el encanto doliente y expresivo, y las miradas de asombro y de ensueño de antes, se iban, al parecer, con su primera juventud. De modo que había llegado a ser tan preciosa para Swann, precisamente en el momento en que menos bonita le parecía. La miraba mucho, para ver si podía captar aquella seducción que él le conocía, y que no encontraba ya. Pero al saber que, bajo aquella nueva crisálida, seguía viviendo Odette, seguía latiendo la misma voluntad fugaz, inaprensible y solapada, era bastante para que Swann continuara poniendo el mismo ardor en la tarea de apoderarse de ella. Miraba fotografías de hacía dos años, y se acordaba de lo deliciosa que estaba entonces. Y eso lo consolaba un poco de lo que padecía por ella.

Cuando los Verdurin la llevaban a Saint-Germain, a Chatou, a Meulan, muchas veces, si hacía buen tiempo, proponían que se quedaran todos a dormir allí, para volver al otro día. La señora de Verdurin procuraba aplacar los escrúpulos del pianista, que se había dejado a su tía en París.

—No, si se alegrará mucho de pasar un día sin verlo. ¿Cómo se va a alarmar si sabe que está usted con nosotros? Además, yo cargo con la responsabilidad.

Pero si no lo lograba, el señor Verdurin se marchaba por, aquellos campos en busca de una oficina de telégrafos o de un chico de recados, después de preguntar quiénes eran los fieles que tenían que avisar a sus casas. Odette le daba las gracias, y le decía que no tenía que telegrafiar a nadie, porque ya tenía dicho a Swann, de una vez para siempre, que telegrafiándole así, a la vista de todos, se comprometía. A veces, la ausencia duraba varios días, y los Verdurin la llevaban a ver los sepulcros de Dreux, o a Compiègne, a admirar, por consejo del pintor, las puestas del sol en el bosque, y se alargaban hasta el castillo de Pierrefonds.

«¡Pensar que podría visitar monumentos de verdad conmigo que me he pasado diez años estudiando arquitectura, y que recibo a cada momento súplicas para acompañar, en una visita a Beauvais o a Saint-Loup-de-Naud, a, personas de primer orden, sin hacer el menor caso, y que en cambio iría por ella con mucho gusto! ¡Y se va con animales de lo peor, a extasiarse sucesivamente ante las deyecciones de Luis Felipe y de Viollet le Duc! Para eso no hay que ser artista, y no se requiere un olfato especial para no ir a veranear en esas letrinas, como no sea por ganas de oler excrementos.»

Pero cuando Odette se marchaba a Dreux o a Pierrefonds —sin permitirle que él fuera por otro lado, porque eso haría «muy mal efecto», según decía Odette—, hundíase Swann en la más embriagadora novela de amores, la guía de ferrocarriles, que le enseñaba los medios de que disponía para correr a su lado, por la tarde, por la noche, hasta aquella misma mañana, y de la que sacaba algo más que los medios disponibles para ir hasta Odette: la autorización de hacerlo. Porque, al fin y al cabo, ni la guía ni los trenes se habían hecho para los perros. Si se ponía en conocimiento del público por medio de impresos que a las ocho salía un tren que llegaba a Pierrefonds a las diez, es porque el acto de ir a Pierrefonds era perfectamente lícito, y no requería el permiso de Odette; y era también un acto que podía tener otro objeto distinto del deseo de encontrar a Odette, puesto que muchas gentes, que no conocían a Odette, lo hacían a diario, y en número bastante para que valiera la pena encender las calderas de la máquina.

De modo que, en fin de cuentas, si a él le daba la gana de ir a Pierrefonds, no iba a ser Odette quien se lo impidiera. Y, justamente, aquel día tenía ganas de ir, y habría ido de seguro, aunque Odette no existiera. Hacía mucho tiempo que deseaba formarse una idea concreta de los trabajos de restauración de Viollet le Duc. Y con aquel tiempo tan hermoso, sentía un imperioso deseo de pasearse por el bosque de Compiègne.

Y era tener mala suerte el que Odette le hubiera vedado precisamente el sitio que lo tentaba hoy. ¡Hoy! Si se decidía a ir, a pesar de su prohibición, la vería hoy mismo. Pero mientras que si se hubiera encontrado en Pierrefonds con una persona indiferente, Odette le habría dicho alegremente: «¡Ah, conque usted por aquí!», invitándolo a ir a verla al hotel en donde se alojaba con los Verdurin; en cambio, si lo veía a él, a Swann, se molestaría, creyendo que la había seguido, lo querría menos, quién sabe si no volvería la cabeza al verlo. «De modo que ni viajar puedo», le diría a la vuelta, cuando, en realidad, él era el que ni siquiera podía viajar.

Para poder ir a Compiègne y a Pierrefonds, sin que pareciera que iba en busca de Odette, se le ocurrió por un momento hacer que lo llevara un amigo suyo que tenía un castillo allí cerca, el marqués de Forestelle. Se lo dijo, sin contarle el motivo, y el amigo no cabía en su pellejo de alegría, porque al cabo de quince años había Swann consentido, por fin, en ir a su posesión; y aunque le dijo Swann no quería detenerse mucho, por lo menos le prometió que harían excursiones y darían paseos juntos durante unos días. Swann ya se veía allí con su amigo. Y antes de ver a Odette, hasta si no lograba verla, con sólo pisar aquella tierra lo inundaría una gran felicidad, porque, aunque no supiera, en un momento dado, cuál era el lugar exacto que disfrutaba de la presencia de Odette, sin embargo, sentiría palpitar en torno la posibilidad de su súbita aparición: en el patio del castillo, que ahora se le representaba hermoseado porque iría a verlo a causa de Odette; en todas las calles del pueblo, que se le aparecían llenas de poesía; en todos los senderos del bosque, bañado por la luz profunda y tierna del Poniente —asilos innumerables y alternativos donde iba a refugiarse simultáneamente, en la indecisa ubicuidad de sus esperanzas, el corazón de Swann, vagabundo, dichoso y múltiple. «Sobre todo —diría a su amigo Forestelle— hay que tener cuidado en no tropezarnos con Odette y con los Verdurin; me acaban de decir que hoy precisamente están en Pierrefonds. Ya sobra tiempo para verlos en París, y parece que no podemos dar un paso los unos sin los otros.» Y su amigo no comprendería por qué cambiaba Swann veinte veces de proyectos, por qué recorría todos los comedores de los hoteles de Compiègne sin decidirse a quedarse en ninguno, aunque los Verdurin no asomaban por ninguna parte, como buscando aquello de que decía huir; y, en realidad, para huirles en cuanto los encontrara, porque si hubiera dado con el grupito de seguro se habría ido ostensiblemente por otro lado, satisfecho de haber visto a Odette y de que ella lo hubiera visto, sobre todo de que hubiera visto de que no le hacía caso. Pero ya adivinaría que había ido allí detrás de ella. Y cuando el marqués de Forestelle iba a buscarlo para que se marcharan, Swann le respondía: «No, no puedo ir hoy a Pierrefonds; Odette está allí pasando el día». Y Swann se daba por feliz, a pesar de todo, al sentir que si entre todos los mortales él era el único que no tenía derecho a ir ese día a Pierrefonds, aquello se debía a que él era para Odette distinto de los demás, su amante, y esa restricción que él sufría del derecho de libre circulación era una forma más de la esclavitud y de ese amor que tanto gozaba. Realmente, más valía no correr el riesgo de enfadarse con ella, tener paciencia y esperar que volviera. Y pasaba los días inclinado sobre un mapa del bosque de Compiègne, como si fuera el famoso mapa del Cariño, rodeado de fotografías del castillo de Pierrefonds. En cuanto llegaba el día de su posible retorno, volvía a coger la guía, calculaba el tren que debió de tomar, y si perdía ése, los que le quedaban luego. No salía por miedo a que llegara un telegrama mientras estaba fuera de casa, no se acostaba por si acaso Odette volvía tarde y se le ocurría sorprenderlo yendo a visitarlo a medianoche. Precisamente, oía que llamaban a la puerta de la calle, le parecía que tardaban mucho en abrir, iba ya a despertar al portero, se asomaba a la ventana para llamar a Odette, si es que era ella, porque tenía miedo, a pesar de que había bajado diez veces en persona a decirlo, que le contestaran que no estaba el señor en casa. Resultaba ser un criado que llegaba a acostarse. Se fijaba en el incesante rodar de los coches que pasaban, y que antes no le llamaban la atención. Los oía a lo lejos, sentía cómo se iban acercando, cómo pasaban luego delante de la puerta, portadores de un mensaje sin pararse por parte y no era para él. Y esperaba toda la noche iba a otra e inútilmente, porque los Verdurin habían adelantado su viaje y Odette estaba en París desde el mediodía; no se le había ocurrido avisar a Swann, sin saber qué hacer se había ido ella sola a un teatro, se había vuelto a casa temprano y ahora estaba durmiendo.

Y es que ni siquiera se había acordado de Swann. Y esos momentos, en que se olvidaba hasta de la existencia de su querido, hacían más servicio a Odette, y eran de mayor eficacia para asegurarle el amor de Swann, que todas las artes de su coquetería. Porque así, Swann vivía en esa dolorosa excitación que tuvo fuerza bastante para hacer estallar su amor aquella noche que no encontró a Odette en casa de los Verdurin y se pasó horas buscándola. Y Swann no pasaba días felices, como yo en Combray, durante los cuales se olvidan las penas que revivirán a la noche. Swann no veía a Odette de día, y a ratos pensaba que dejar a una mujer tan bonita salir tan sola por París era imprudente demencia, como colocar un estuche repleto de alhajas en medio del arroyo. Entonces las gentes que andaban por las calles, como si indignaban todas las fueran ladrones. Pero como su rostro colectivo e informe escapaba a las garras de su imaginación, no servía para alimentar sus celos. Y cansaba el cerebro a Swann, que pasándose la mano por los ojos, exclamaba: «¡Sea lo que Dios quiera!», al modo de esas personas que, después de encarnizarse en abarcar el problema de la realidad del mundo exterior o de la inmortalidad del alma, conceden a su fatigado cerebro el respiro de un acto de fe. Pero el recuerdo de la ausente estaba siempre indisolublemente unido hasta a los actos más fútiles de la vida de Swann —almorzar, recibir sus cartas, salir, acostarse—, precisamente por el lazo de la tristeza que sentía al tener que ejecutarlos sin Odette, lo mismo que esas iniciales de Filiberto el Hermoso, que Margarita de Austria, para expresar su melancolía mandó entretejer con las iniciales suyas en todos los rincones de la iglesia de Brou. Muchos días, en lugar de comer en casa, se iba a almorzar a un restaurante de allí cerca, que antes apreciaba mucho por su buena cocina, y al que ahora iba únicamente por una de esas razones, místicas y ridículas a la vez, que suelen denominarse románticas; y era que ese restaurante (que aun existe) se llamaba lo mismo que la calle donde vivía Odette: Laperousse. Algunas veces, cuando hacía una excursión corta, no se preocupaba de comunicarle que había vuelto a París hasta unos días después. Y decía sencillamente, sin la precaución de resguardarse, por si acaso, tras un trocito de verdad, que acababa de llegar en el tren de aquella mañana. Las palabras aquellas no eran verdad; al menos, para Odette eran embustes sin consistencia, sin punto de apoyo, como lo habrían tenido a ser verdaderas, en el recuerdo de su llegada a la estación; hasta era incapaz de representárselas en el momento de pronunciarlas, porque lo impedía la imagen contradictoria de la cosa enteramente distinta que estuvo haciendo en el mismo momento en que ella decía que estaba bajando del tren. Pero, por el contrario, en el ánimo de Swann se incrustaban aquellas palabras sin, encontrar obstáculo alguno y adquirían la inmovilidad de una verdad tan indudable, que si un amigo le decía que él llegó también en ese tren y que no había visto a Odette, se quedaba Swann tan convencido de que su amigo se equivocaba de día o de hora, porque sus palabras no coincidían con las de Odette. Éstas sólo le habrían parecido falsas en el caso de haber desconfiado anticipadamente de que eran verdad. Para que Swann creyera que su querida mentía, se requería como condición necesaria la sospecha previa. Entonces, todo lo que decía Odette le parecía sospechoso. Si le oía citar un nombre, es que era seguramente el de uno de sus amantes; y, forjada esta suposición, pasaba semanas enteras desesperado, y una vez hasta anduvo en tratos con una agencia policíaca para enterarse de las señas, idas y venidas de aquel desconocido que no la dejaría vivir hasta que se marchara de París, y que resultó ser un tío de Odette, que hacía más de veinte años que había muerto.

Aunque Odette no le permitía que fuera a buscarla a sitios públicos, porque decía que eso daría que hablar, ocurría que, a veces, se encontraban en una reunión adonde estaban invitados los dos, en casa de Forcheville, en casa del pintor o en un baile benéfico dado en algún Ministerio. La veía, pero no se atrevía a quedarse, por miedo a irritarla y a que se creyera que estaba espiando los placeres que disfrutaba al lado de otras personas, placeres que —mientras que volvía él sola e iba a acostarse con la misma ansiedad que yo sentiría años después en Combray, cuando él estaba invitado a cenar en casa— se le figuraban ilimitados porque no los había visto acabar. Y una o dos veces le fue dado conocer en aquellas noches alegrías que nos sentiríamos llamados a calificar, a no ser por el choque que causa el brusco cese de la inquietud, de alegrías tranquilas, porque se fundan en gran sosiego; había pasado un momento en una reunión en casa del pintor, y ya se disponía a marcharse; allí se dejaba a Odette, convertida en una brillante desconocida, en medio de hombres a quien Odette parecía que hablaba, con miradas y alegrías que no eran para él, para Swann, de otra voluptuosidad que habrían de saborear luego allí o en otra parte (acaso en el baile de los Incoherentes, donde temía él que fuera su querida), y que daba a Swann aún más celos que la unión carnal, porque se la imaginaba más difícilmente; ya estaba en la puerta del estudio, cuando oyó que lo llamaban unas palabras (que al despojar a la fiesta de aquel final que lo espantaba, la revestían de retrospectiva inocencia; palabras que convertían la vuelta de Odette a su casa, no en cosa inconcebible y aterradora, sino grata y sabida, que cabría junto a él, como un detalle de su vida diaria, allí en el coche, palabras que quitaban a Odette su apariencia harto brillante y alegre, indicando que no era más que momentáneo disfraz que se puso un instante sin pensar en misteriosos placeres, y del que ya estaba cansada); unas palabras que le lanzó Odette cuando llegaba él ya a la misma puerta: «¿No quiere usted esperarme cinco minutos? Voy a marcharme, podemos salir juntos y me dejará usted en casa».

Es cierto que un día Forcheville quiso volver con ellos, y como al llegar a casa de Odette cuando pidiera permiso para entrar él también, Odette le contestó señalando a Swann: «¡Ah, lo que este señor diga, pregúnteselo usted! Vamos, entre usted un momento si quiere, pero no mucho, porque le prevengo que le gusta hablar muy despacio conmigo, y no le agradan las visitas cuando está en casa. ¡Ah!, si usted conociera a este hombre como lo conozco yo…, ¿verdad, my love, que nadie lo conoce a usted como yo?».

Y a Swann aun le conmovió más el ver que le dirigía delante de Forcheville, no sólo esas palabras cariñosas y de predilección, sino también algunas críticas, como: «Estoy segura de que todavía no ha contestado usted nada a sus amigos respecto a la cena del domingo. No vaya, si no quiere; pero, por lo menos, cumpla usted»; o «¿Se ha dejado usted aquí el ensayo sobre Ver Meer para poder adelantarlo un poco mañana? ¡Qué perezoso! Yo lo haré trabajar, ya lo creo»; con las cuales demostraba que estaba al corriente de sus invitaciones y de sus estudios de arte, que los dos tenían una vida suya aparte. Y al decir esas cosas, le lanzaba una sonrisa, allá en cuyo fondo veía él que Odette era suya, enteramente suya.

Y entonces, en esos momentos, mientras ella le estaba haciendo una naranjada, de pronto, lo mismo que pasa cuando una lámpara mal manejada pasea por alrededor de un objeto, y por las paredes, grandes sombras fantásticas que van luego a replegarse y a aniquilarse dentro de ella, todas las terribles y tornadizas ideas que Odette le había inspirado se desvanecían, se refugiaban en aquel cuerpo encantador que tenía delante. Le asaltaba la repentina sospecha de que esa hora que pasaba en casa de Odette, junto a la lámpara, no era una hora artificial, para uso suyo (destinada a enmascarar esa cosa terrible y deliciosa, en la que pensaba siempre, sin poder imaginársela bien nunca: una hora de la vida de Odette, cuando él no estaba allí), con accesorios de teatro y frutas de cartón, sino que quizá era una hora seria, de verdad en la vida de Odette, y que si él no hubiera estado allí, Odette habría ofrecido el mismo sillón a Forcheville, sirviéndole, no un brebaje desconocido, sino aquella naranjada precisamente; que el mundo donde vivía Odette no era ese orbe espantoso y sobrenatural donde él se entretenía en situarla, y que acaso no existía más que en su imaginación, sino el universo real, que no difundía ninguna melancolía particular, que abarcaba esa mesa donde él podría escribir, y esa bebida que le sería dado paladear; todos esos objetos que contemplaba con tanta curiosidad y admiración como gratitud, porque absorbían sus sueño, liberándole de ellos; pero, en cambio, se enriquecían; al absolverlas con esas soñaciones, se las mostraban realizadas palpablemente, le seducían el alma, tomando relieve delante de sus ojos, y al mismo tiempo le tranquilizaban el corazón. ¡Ah, si el destino hubiera querido que Odette y él no tuvieran más que una sola morada; que Swann, al estar en su casa, estuviera también en la de ella; que al preguntar al criado lo que iban a almorzar, hubiera recibido como respuesta al menú confeccionado por Odette; que si Odette quería ir a dar una vuelta por la mañana a la avenida del Bosque de Boulogne, su deber de buen marido le hubiera obligado, aunque no tuviera él ganas de salir a acompañarla, a cargar con el abrigo de ella si hacía mucho calor, y si por la noche, después de cenar, cuando Odette no sintiera deseo de salir y se quedara en casa, no hubiera tenido él más remedio que estarse con ella y hacer su voluntad! Entonces, todas las futesas de la vida de Swann, tan tristes ahora, cobrarían, por el contrario, al entrar a formar parte de la vida de Odette, y hasta las más familiares, una especie de superabundante dulzura y de misteriosa densidad, como esa lámpara, esa naranjada y ese sillón que encarnaban tantos sueños v contenían tantos deseos.

Sin embargo, dudaba mucho Swann de que lo que así echaba de menos fuera una paz, una calma que quizá no serían atmósfera muy favorable a su amor. Cuando Odette dejara de ser para él una criatura siempre ausente, deseada, imaginaria: cuando el sentimiento que Odette le inspiraba no fuese ya del mismo linaje de misteriosa inquietud que le cansaba la frase de la sonata, sino afecto y reconocimiento; cuando se crearan entre ellos lazos normales que acabaran con su locura y su tristeza, entonces los actos de la vida de Odette ya le parecerían de escaso interés en sí mismos, como sospechara ya varias veces que en realidad lo eran; por ejemplo, el día que leyó al trasluz la carta a Forcheville. Juzgaba su enfermedad con la misma sagacidad que si se la hubiera inoculado para estudiarla, y se decía que, una vez curado, todos los actos de Odette le serían indiferentes. Y desde el fondo de su mórbido estado, temía, en realidad, tanto como la muerte semejante curación, porque habría sido, en efecto, la muerte de todo lo que él era en ese momento.

Después de aquellas noches de calma, las sospechas de Swann se aplacaban; bendecía a Odette, y, a la mañana siguiente, le mandaba magníficas alhajas, porque sus atenciones de la noche antes habían excitado su gratitud o acaso el deseo de que se repitieran, o bien un paroxismo de amor que tenía necesidad de desahogarse.

Pero otros ratos volvía su dolor, se imaginaba que Odette era querida de Forcheville, y que cuando los dos lo vieron aquella noche, en el bosque, desde el fondo del landó de los Verdurin, suplicarle inútilmente, con aquel aire de desesperación que notó hasta su cochero, que volviera con él, para tener luego que irse solo y vencido por otro lado, Odette debió de lanzar a Forcheville, mientras le decía: «Qué rabioso está, ¿eh?», las mismas miradas brillantes, maliciosas, bajas y solapadas que el día en que Forcheville echó a Saniette de casa de los Verdurin.

Y entonces Swann la detestaba. «También soy yo tonto en estar pagando con mi dinero el placer de los demás. Pues que no se fíe y que tenga cuidado en no tirar mucho de la cuerda, porque pudiera darse el caso de que no soltara un céntimo. Por lo pronto, voy a renunciar provisionalmente a los regalos suplementarios. ¡Pensar que ayer mismo, porque me dijo que tenía ganas de ir a la temporada de Bayreuth, cometí la majadería de ofrecerle alquilar uno de los castillos del rey de Baviera para nosotros dos, allí cerca! ¡Y no la ha emocionado mucho, no dijo que sí ni que no, ojalá diga que no: ¡Qué divertido debe ser estarse quince días oyendo música de Wagner con ella, que le importa Wagner lo mismo que a un pez una castaña!». Y como su odio, al igual que su amar, necesitaba manifestarse, hacer algo, se complacía en llevar cada vez más lejos sus malas figuraciones, porque, gracias a las perfidias que atribuía a Odette, la detestaba más, y podría, si —cosa que le agradaba pensar— fueran ciertas, tener ocasión de castigarla y de saciar y en ella su creciente cólera. Llegó hasta suponer que Odette iba a escribirle pidiéndole dinero para alquilar el castillo ese junto a Bayreuth, pero avisándole que Swann no podría acompañarla, porque había prometido invitar a Forcheville y a los Verdurin. ¡Cuánto se habría alegrado de que Odette tuviera semejante atrevimiento! ¡Qué alegría en negarse, en redactar la contestación vindicatoria! Y se complacía en escoger los términos de la respuesta, en enunciarlos en alta voz, como si en efecto ya hubiera recibido la carta de Odette.

Pues eso mismo es lo que ocurrió al otro día. Odette le escribía que los Verdurin y sus amigos manifestaron deseos de asistir a las representaciones wagnerianas, y que si Swann le mandaba dinero, podría tener el gusto de invitarlos, correspondiendo así a sus muchas y frecuentes atenciones. De Swann, ni una palabra; se sobrentendía que la presencia de los Verdurin excluía la suya.

De modo que iba a tener el gozo de mandarle aquella terrible respuesta que había redactado, palabra por palabra, el día antes, sin esperanza de tener que utilizarla nunca. Claro que sabía Swann que Odette, con el dinero que tenía, o que se procuraría fácilmente, podía alquilar una casa en Bayreuth, ya que así lo deseaba, ella que no era capaz de distinguir entre Bach y Clapisson. Pero, en todo caso, tendría que vivir con más estrechez. Y no tendría medio de organizar, como las habría organizado si él mandaba unos cuantos billetes de mil francos, a diario, en un castillo, esas cenas elegantes que acaso le diera el capricho de rematar —capricho que quizá nunca se le había ocurrido— cayendo en brazos de Forcheville. No, no sería Swann el que pagara ese viaje odioso. ¡Ah, cuánto daría por estorbar el viaje, porque Odette se dislocara un pie antes de marcharse, por lograr, a cualquier costo, sobornar al cochero que había de conducirla a la estación para que la llevara a un sitio retirado, donde tenerla secuestrada, a aquella mujer pérfida, de ojos brillantes, con una sonrisa de complicidad, dedicada a Forcheville, que era la forma con que Swann veía a Odette hacía cuarenta y ocho horas!

Pero esa apariencia odiosa no duraba mucho, al cabo de unos días, el mirar brillante y falso iba perdiendo lustre y doblez, y la execrada imagen de una Odette que decía a Forcheville: «¡Qué rabioso está!», palidecía y se iba borrando. Entonces reaparecía, iba elevándose progresivamente, con suave brillar, el rostro de la otra Odette, de la que sonreía también a Forcheville, sí, pero con sonrisa cargada de cariño a Swann, mientras decía: «No esté usted mucho rato, porque a este señor no le gustan mucho las visitas cuando tiene ganas de estar conmigo. ¡Ah, si usted conociera a este hombre como yo lo conozco…!»; la misma sonrisa que tomaba para dar a Swann las gracias por algún rasgo de delicadeza muy apreciado por ella, o por algún consejo que le había pedido en una de aquellas circunstancias graves que sólo a él confiaba.

Y entonces se preguntaba cómo había podido escribir a esa Odette una carta insultante, que hasta aquel día no debió Odette creerlo capaz de firmar, y que, indudablemente, lo destronaría del lugar elevado y único que su bondad y su lealtad le habían ganado en la estima de Odette. Lo iba a querer menos, porque lo quería precisamente a causa de esas cualidades que no encontraba ni en Forcheville ni en ningún otro hombre. Y por esas prendas mostrábale Odette, a veces, bondades que se le olvidaban cuando estaba celoso, porque no eran señal de deseo y denotaban más bien afecto que amor, pero que Swann juzgaba de nuevo muy importantes, a medida que el espontáneo desvanecerse de sus sospechas, acentuado muchas veces por la distracción que le proporcionaba una lectura sobre arte o la conversación con un amigo, hacía a su amor menos exigente en punto a reciprocidades.

Ahora, cuando, después de aquella oscilación, había vuelto Odette al sitio de donde la apartaran momentáneamente los celos de Swann, al sector donde se le aparecía llena de seducción, Swann la veía llena de cariño, con una mirada de consentimiento, tan bonita, que no podía por menos de tender los labios hacia ella, como si estuviera allí y pudiera besarla; y le guardaba tanta gratitud por aquella mirada de bondad y de encanto, como si Odette lo hubiera mirado realmente así, como si aquella sonrisa no fuera pintura de su imaginación para dar gusto a su deseo.

¡Qué disgusto debía de haberle causado! Claro que encontraba razones válidas para aquel resentimiento hacia Odette; pero no le habrían inspirado resentimiento esas razones a no haberla querido tanto. También había tenido quejas graves de otras mujeres, a las que, sin embargo, hoy haría un favor, porque, como ya no las quería, no le inspiraban cólera. Si llegaba un día en que se encontrara con respecto a Odette en el mismo estado de indiferencia, comprendería entonces que sólo sus celos revistieron con aquel carácter de cosa imperdonable y atroz aquel deseo, tan natural en el fondo, de origen tan pueril, y en cierto modo de espiritual delicadeza, de poder corresponder cuando la ocasión se presentaba a las finezas de los Verdurin y jugar al ama de casa.

Volvía a ese punto de vista —opuesto al de su amor y de sus celos, y en que se colocaba por una a modo de equidad intelectual y para dar lo suyo a todas las probabilidades—, y desde allí probaba a juzgar a Odette, como si no la quisiera, como si fuera para él una mujer como otra cualquiera, como si la vida de Odette, en cuanto él no estaba delante, no se tramara y no se urdiera, ocultamente, en contra suya.

¿Para qué creer que allí, iba a gozar con Forcheville, o con otro hombre, placeres embriagadores que con él no sentía, y que eran únicamente invento de sus celos? Y tanto en Bayreuth como en París, cuando Forcheville pensara en él, no tendría más remedio que considerarlo como persona a quien tenía que ceder su puesto cuando los dos se encontraban en casa de ella. Si Forcheville y ella miraban como un triunfo el estar allá en Bayreuth en contra de su voluntad, él lo habría querido, oponiéndose inútilmente al viaje, mientras que si aprobaba el proyecto, que era defendible, parecería que Odette iba allí por consejo suyo, se sentiría enviada, alojada por él, y el placer que recibiera en dar albergue a unos amigos, a quienes tantos favores debía, tendría que agradecérselo a Swann.

Mientras que así, iba a marcharse enfadada con él, sin volver a verlo; en cambio, si Swann le mandaba aquellos dineros, la animaba al viaje y procuraba hacérselo agradable, Odette correría hacia su amante, reconocida y satisfecha, y él tendría esa gran alegría de verla; alegría de la que estaba privado hacía casi una semana y que no admitía sustitución por otro placer alguno. Porque en cuanto Swann podía representarse a Odette sin horror leyendo la bondad de su sonrisa y sin que los celos superpusieran a su amor el deseo de quitársela a otro, ese amor tomaba preferentemente la forma de deleite ante las sensaciones que le daba la persona de Odette, y ante el placer de admirar como un espectáculo, o interrogar como un fenómeno, su modo de alzar los ojos, el formarse de una sonrisa suya o la emisión de una entonación de su voz. Y ese placer, distinto a cualquier otro, acabó por crear en él una necesidad que sólo ella podía saciar con su presencia o con sus cartas; necesidad casi tan desinteresada, tan artística, tan perversa, como esa otra que caracterizaba el período nuevo de la vida de Swann, en que, a la sequedad y depresión de años anteriores, sucedió una especie de superabundancia espiritual, sin que él supiera el porqué —como no sabe un enfermo por qué de pronto empieza a fortificarse y a engordar, camino de una total curación—; esa otra necesidad, que se desarrollaba también, aparte del mundo real: la de oír música y conocer música.

Así, con aquella alquimia de su enfermedad, una vez que había hecho celos con su amor, se ponía a fabricar cariño y compasión hacia Odette. Ya era otra vez Odette la buena, la amable Odette. Tenía remordimientos de haberla tratado con dureza. Deseaba que se acercara a él; pero antes quería darle algún gusto, para ver cómo la gratitud se pintaba en su cara y modelaba su sonrisa.

Y por eso, Odette, segura de que Swann volvería al cabo de unos días tan cariñoso y sumiso como antes, a pedirle que hicieran las paces, se acostumbró a no tener ya miedo a desagradarlo, hasta irritarlo, y cuando le parecía bien le negaba los favores que más en estima tenía él.

Quizá no se daba cuenta Odette de lo sincero que Swann era con ella cuando regañaban, y cuando le dijo que no le mandaría más dinero y que procuraría hacerle daño. Quizá tampoco sabía cuán sincero era, si no con Odette, por lo menos consigo mismo, en otros casos en que, mirando por el porvenir de sus relaciones, para mostrar a Odette que podía pasarse sin ella y que siempre era posible la ruptura, decidía quedarse algún tiempo sin ir por su casa.

Muchas veces hacía eso Swann, tras unos días en los que Odette no le había dado ningún disgusto nuevo; y como sabía que de las visitas próximas que le hiciera no habría de sacar ninguna gran alegría, sino más probablemente alguna pena que acabaría con la calma actual, le escribía que estaba muy ocupado y que no iba a poder verla en ninguno de los días convenidos. Y precisamente, una carta de ella se cruzaba con la suya: Odette le suplicaba que aplazaran una cita. Se preguntaba Swann el motivo; volvían la pena y las sospechas. En aquel nuevo estado de agitación que lo dominaba, no podía cumplir el compromiso que él mismo se había impuesto en un estado anterior de calma relativa, y corría a su casa para exigir que se vieran todos los días. Y aunque ella no le escribiera la primera, sólo con que contestara, eso bastaba para que no pudiera pasarse más sin verla. Porque, al contrario de lo que Swann calculaba, el consentimiento de Odette lo trastornaba todo en su alma. Como hacen todos los que están en posesión de una cosa, para saber lo que ocurriría si se quedaran sin ella por un momento, se quitaba esa cosa del espíritu, dejando todo lo demás en el mismo estado que cuando la cosa estaba allí. Y la falta de una cosa no sólo consiste en que no la tengamos, no es un defecto parcial, sino un trastorno de todo, un estado nuevo, que nunca pudo preverse en el estado anterior.

Pero otras veces, por el contrario —cuando Odette estaba a punto de hacer un viaje—, Swann escogía un pretexto para una ligera disputa, y se resolvía, después de ella, a no escribirle y a no verla hasta que volviera, dando así las apariencias y las ventajas de una riña seria, que quizá creyera Odette definitiva, a una separación que en su mayor parte era consecuencia inevitable del viaje y que Swann no hacía más que anticipar un poco. Y se figuraba a Odette preocupada, afligida por no recibir ni visita ni carta suya, y esa imagen calmaba sus celos y le hacía más fácil el perder la costumbre de verla. Indudablemente, allá en el fondo, acariciaba con gusto la idea de volver a ver a Odette; pero esa idea estaba en las profundidades de su alma, arrinconada por su resolución y por toda la interpuesta longitud de las tres semanas de separación aceptada, y con tan poca impaciencia, que ya empezaba a preguntarse si no duplicaría voluntariamente la duración de una abstinencia tan fácil. Y esa abstinencia no tenía más que tres días de vida, menos tiempo del que a veces se le pasaba sin ver a Odette, y sin haberlo premeditado como ahora. Pero, de pronto, una ligera contrariedad o un malestar físico —induciéndole a considerar el momento presente como excepcional y fuera de toda regla, como momento en que hasta la misma prudencia aceptaría el sosiego que trae consigo un placer; y licenciaría hasta el retorno útil del esfuerzo, a la voluntad— suspendía la acción de esa facultad que dejaba ya de ejercer su comprensión; o aún menos que eso, si se le ponía en la cabeza una cosa que se le olvidó preguntar a Odette; por ejemplo, si había decidido de qué color quería que le pintaran el coche, o cuando se trataba de unos valores bursátiles, si quería acciones ordinarias o privilegiadas (porque era muy bonito hacerle ver que podía pasarse sin ella; pero si después había que volver a pintar el coche o las acciones no daban dividendo, no habría adelantado nada), entonces, como una goma estirada que se suelta, o como el aire que se escapa de una máquina neumática entreabierta, la idea de volver a verla, de las lejanas tierras donde ella se hallaba, tornaba de un salto al campo del presente y de las posibilidades inmediatas.

Tornaba sin encontrar resistencia, y tan irresistible, que a Swann le dolía menos sentir cómo iban pasando uno a uno los quince días que tenía que estar separado de Odette, que los diez minutos que esperaba mientras su cochero enganchaba el coche que lo llevaría a casa de Odette; y le daban arrebatos de impaciencia y de alegría, y acariciaba mil veces con pródigo cariño esa idea de ver a Odette, que con un brusco giro se había plantado de nuevo a su lado, en su más próxima conciencia, cuando él creía que estaba allá, muy lejos. Y es que había desaparecido ese obstáculo del deseo de intentar resistir inmediatamente, porque Swann se había demostrado a sí mismo que era muy capaz de resistir y pasarse sin verla, y ya no veía inconveniente en aplazar un ensayo de separación que podría poner en práctica en cuanto quisiera. Además, ocurría que esa idea de verla retornaba con una seducción y novedad, con una virulencia que, embotadas un poco por la costumbre, cobraron nuevo temple con aquella privación no de tres días, sino de quince (porque lo que dura la renuncia a un placer, debe calcularse por anticipado, con arreglo al plazo fijado), privación que transformaba un placer esperado, que se sacrifica fácilmente, en una felicidad inesperada, a la que no podemos resistirnos. Y a más de eso, tornaba esa idea embellecida por la ignorancia en que estaba Swann de lo que pudo pensar, y quizá hacer Odette, al ver que su amante no daba señales de vida, así que iba a encontrarse con la arrebatadora revelación de una Odette casi desconocida.

Pero Odette, que consideraba únicamente como una finta su negativa a dar dinero, tampoco consideraba más que como un pretexto ese detalle que Swann le iba a preguntar, del color del coche o de la clase de acciones. Porque Odette no sabía reconstituir las diversas fases de las crisis que atravesaba su amante, y en la idea que de ellas se formaba se le olvidaba incluir su mecanismo, y no creía más que en el final, ya conocido de antemano, necesario, infalible y siempre idéntico. Idea incompleta —y quizá aún más profunda— si se la miraba desde el punto de vista de Swann, a quien debía de parecerle que Odette no lo entendía, como un morfinómano o un tuberculoso convencido, el primero de que un acontecimiento externo vino a detenerlo en el preciso momento en que iba ya a libertarse de su vicio inveterado, el segundo de que una indisposición accidental le impidió su restablecimiento o cuando ya estaba a punto de curarse, y que se sienten incomprendidos por el médico, el cual no concede la misma importancia que ellos a esas llamadas continencias, que no son en opinión del facultativo más que disfraces que reviste, para presentarse más sensiblemente a los enfermos, el vicio y el estado mórbido que no han dejado de pesar, incurablemente, sobre ellos hasta en ese momento en que acariciaban sueños de curación y de buena conducta. Y, en realidad, el amor de Swann había llegado ya a ese punto en que el médico, y en ciertas enfermedades hasta el más atrevido cirujano, dudan de si es posible y conveniente privar a un enfermo de su vicio n quitarle su enfermedad.

Claro que Swann no tenía conciencia directa de lo grande de ese amor. Cuando quería medirlo le parecía a veces empequeñecido, casi reducido a la nada; por ejemplo, lo poco que le atraían, casi la repulsión que le inspiraban, los rasgos fisonómicos de Odette antes de que se enamorara de ella, y que volvía a sentir algunos días. «Verdaderamente, voy progresando —decía—; ayer no sacaba ningún gusto de estar en su cama, es curioso; y hasta me parecía fea.» Y era sincero, sí; pero su amor iba bastante más allá de las regiones del deseo físico. Y no entraba en él, por mucho, la persona de Odette. Cuando sus miradas tropezaban con la fotografía de Odette que tenía encima de la mesa, o cuando la propia Odette iba a verlo, le costaba trabajo identificar la figura de carne o de cartulina con la preocupación dolorosa y constante que en su seno sentía. Exclamaba con asombro: «¡Es ella!»; como si de repente nos mostraran exteriorizada, ahí delante de nosotros, una enfermedad que padecemos, y no la encontráramos parecida a la nuestra. «¡Ella!» Swann se preguntaba qué era eso de «¡ella!»; porque guarda mucha mayor semejanza con el amor y con la muerte que esas cosas que tanto se repiten, el interrogar, cada vez más, por miedo a que se nos escape, el misterio de la personalidad. Y aquella enfermedad amorosa de Swann se había multiplicado tanto, se enlazó tan íntimamente a todas las costumbres de Swann, a sus actos, a su pensamiento, a su salud, a su sueño, a su vida, a lo que deseaba para después de la muerte, que ya no formaba más que un todo con él, que no era posible arrancársela sin destruirlo a él, o, para decirlo en términos de cirugía, su amor ya no era operable.

Su amor lo había desprendido de tal manera de todo interés, que ahora, cuando por casualidad iba a alguna reunión aristocrática, diciéndose que sus buenas relaciones, igual que una montura elegante que él no sabía estimar bien, podían revestirlo de mayor valor a los ojos de Odette (cosa que no era cierta, porque esas relaciones se envilecían con ese amor mismo que, para Odette, rebajaba el valor de todas las cosas, al tocarla, y les quitaba su precio), sentía, además de la pena de encontrarse en lugares y entre gentes que ella no conocía, el placer desinteresado, propio de la lectura de una novela, o la contemplación de un cuadro donde se presentan las diversiones de una clase social ociosa; lo mismo que se complacía en considerar el funcionamiento de su vida doméstica, la elegancia de su guardarropa, la excelente colocación de su dinero, igual que en leer en Saint-Simón, uno de sus autores favoritos, la mecánica de los días y la composición de las comidas de la señora de Maintenon, o la cauta avaricia y la opulencia de Lulli. Y en la corta parte en que no era absoluto su desprendimiento de las cosas del gran mundo, el motivo de ese placer nuevo que sentía Swann era poder emigrar por un momento a los pocos rincones de sí mismo, donde casi no había entrado el amor y la pena. Y así, la personalidad que le atribuía mi tía, de «el hijo de Swann», distinta de su personalidad más individual de Carlos Swann, le era más grata que ninguna, ahora. Un día, el de los cumpleaños de la princesa de Parma (porque esta dama podía ser indirectamente útil a Odette, proporcionándole billetes para fiestas de gala, jubileo, etc.), quiso regalarle fruta, y no sabiendo donde comprarla, rogó que le hiciera este encargo a una prima de su madre, que, encantada por esta confianza, le escribió dándole cuenta de su misión, y diciendo que no había comprado toda la fruta en el mismo sitio, sino las uvas en casa de Crapote, que tiene la especialidad; las fresas en Jauret, las peras en la tienda de Chevet, donde son más hermosas que en ninguna parte, etc.; y «las frutas han pasado por mi mano una a una». En efecto, a juzgar por el agradecimiento de la princesa, las fresas tenían mucho aroma, y las peras eran muy jugosas. Pero el «las frutas han pasado por mi mano una a una» lo alivió a Swann grandemente de su pena, porque le llevó el pensamiento a una región donde casi nunca iba, a pesar de que le pertenecía como heredero de una familia ricamente acomodada, donde se conservaban tradicionalmente, y siempre dispuesta a ser utilizada en cuanto él lo requería, las señas de las «buenas tiendas» y el arte de hacer un buen encargo.

Claro es que tenía tan olvidado que él era «el hijo de Swann», que, el recobrar por un momento esa personalidad, le proporcionaba un placer más hondo que los habituales, que ya lo hartaban; y aunque la amabilidad de las familias de clase media, que lo consideraban bajo ese aspecto del «hijo de Swann», era menos visible que la de los aristócratas (si bien más halagüeña, porque, en esa clase de gentes, la amabilidad implica siempre consideración), una carta firmada por una alteza, donde lo invitaban a alguna fiesta de príncipes, no le era tan grata como una misiva convidándolo a una boda o pidiéndole que fuera testigo de ella, firmada por amigos viejos de sus padres, algunos de los cuales seguían tratándolo —como mi abuelo, que lo invitó el año antes al casamiento de mi madre—, y otros, no lo conocían casi, pero se consideraban ligados por deberes de cortesía con el hijo y el digno sucesor del difunto señor Swann.

Pero también le parecía que formaban parte de su casa, de su hogar y de su familia las gentes de la aristocracia, por las íntimas y viejas amistades que tenía con algunos de ellos. Y al pensar en sus brillantes relaciones, sentía el mismo apoyo externo, el mismo bienestar que cuando contemplaba las ricas tierras; la hermosa plata y la excelente lencería de mesa que había heredado de los suyos. Y la idea de que si le daba un ataque, su criado correría espontáneamente a avisar al duque de Chartres, al príncipe de Reuss, al duque de Luxemburgo y al barón de Charlus; le servía de gran consuelo, como a nuestra vieja Francisca la consolaba saber que la enterrarían envuelta en sábanas suyas, limpias, marcadas con sus iniciales, sin ningún zurcido (o tan bien zurcidas, que aun aumentaba su valor, haciendo pensar en la habilidad de la zurcidora), y sacaba de la imagen frecuente de esa mortaja una cierta satisfacción, ya que no de bienestar, por lo menos de amor propio. Pero, sobre todo, en aquella idea, como en todos sus actos y pensamientos que se referían a Odette, Swann iba siempre dominado y dirigido por el sentimiento secreto de que a Odette, aunque no por eso lo quería menos, le agradaba más ver a una persona cualquiera, al más pelma de los fieles de los Verdurin, que a él, y cuando se trasladaba a un mundo donde se lo consideraba como el hombre exquisito por excelencia, que todos querían atraerse y ver a menudo, volvía a creer en la existencia de una vida más feliz, casi a apetecerla, como ocurre a un enfermo que lleva en cama, y a dieta, dos meses, al leer en un periódico el menú de un banquete oficial o el anuncio de una excursión por Sicilia.

Tenía que dar excusas a la gente de la aristocracia por no ir a visitarlos, y en cambio, se excusaba ante Odette por ir a visitarla a ella. Y eso que las pagaba bien (preguntándose, a fin de mes, por poco que hubiera abusado de la paciencia de Odette, yendo a verla con frecuencia, si era bastante mandarle cuatro mil francos), y para cada una de ellas buscaba un pretexto, el llevarle un regalo, darle una contestación de algo que le interesaba, o haberse encontrado en la calle con el barón de Charlus, que iba a casa de Odette, y que exigió a Swann que lo acompañara. Y cuando no tenía ningún pretexto, rogaba a su amigo Charlus que fuera a su casa, y que le dijera, como espontáneamente, en el curso de la conversación, que se le había olvidado decir una cosa a Swann, y que hiciera Odette el favor de avisarle para que pasara en seguida por casa de ella, y poder decírselo; pero, por lo general, Swann se cansaba de esperar, y Charlus le decía, por la noche, que su estratagema no había resultado. De modo que, ahora, Odette, además de hacer frecuentes viajes, aun cuando estuviera en París, apenas si veía a Swann, y ella que cuando estaba enamorada le decía: «Siempre estoy desocupada» y «¿Qué me importa a mí la gente?», invocaba las conveniencias o pretextaba un quehacer siempre que Swann quería verla. Cuando hablaba de ir a una fiesta de beneficencia, a una exposición, a un estreno, donde iría ella, Odette replicaba que eso sería querer pregonar sus relaciones y tratarla como a una mujerzuela. Hasta tal punto que, para no estar privado en absoluto de verla, Swann, sabedor de que Odette conocía y apreciaba mucho a mi tío Adolfo, que era amigo suyo, fue un día a visitarlo a su casa de la calle de Bellechasse, para pedirle que ejerciera su influencia sobre el ánimo de Odette en favor suyo. Como Odette, siempre que hablaba a Swann de mi tío, lo hacía en un tono romántico, diciendo: «¡Ah!, él no es como tú. Me tiene una amistad tan hermosa, tan pura, tan grande… No me menospreciaría él hasta ese punto de pedirme que lo acompañara a sitios públicos»; Swann estaba un poco azorado, y no sabía en qué diapasón tenía que ponerse para hablar a mi tío de Odette. Empezó por la excelencia apriorística de Odette, el axioma de su superhumanidad seráfica y la revelación de sus virtudes indemostrables, y que no podían conocerse por la mera experiencia: «Quiero hablar con usted; usted ya sabe qué clase de mujer es Odette, que está por encima de cualquier otra mujer, que es un ser adorable, un ángel. Pero ya conoce la vida de París. No todo el mundo la mira con los mismos ojos que usted y que yo. Y hay personas que dicen que yo hago el ridículo, porque ella ni siquiera puede pasar porque la vea fuera de casa, en el teatro. Ella tiene mucha confianza en usted. ¿Por qué no le dice usted unas palabras en favor mío, y le asegura que exagera cuando se imagina que, con solo un saludo, la perjudico?».

Mi tío aconsejó a Swann que dejara de ver a Odette por un poco de tiempo, con lo cual ella le querría más aún, y a Odette que permitiera a Swann hablar con ella en donde él quisiera. Algunos días después, Odette dijo a Swann que había tenido una decepción: mi tío era un hombre como los demás, y había intentado poseerla a la fuerza. Odette quitó de la cabeza a Swann la idea, que se le ocurrió en el primer momento, de ir a desafiar a mi tío; pero, de allí en adelante, Swann se negó a darle la mano. Lamentó mucho esta ruptura con mi tío Adolfo, porque tenía la esperanza, si hubieran podido verse más a menudo y hablar con intimidad, de hacer puesto en claro ciertos rumores referentes a la vida de Odette, hacía años, en Niza, donde mi tío pasaba los inviernos, y Swann creía que quizá se habían conocido allí. Unas pocas palabras que se le escaparon un día a uno, y que aludían a un hombre que fue querido de Odette, trastornaron totalmente a Swann. Pero aquellas cosas, que antes de sabidas le parecían las más terribles de oír, las menos fáciles de creer, una vez que eran ya sabidas, se incorporaban por siempre a sus tristezas, las admitía y no podía imaginarse que no hubieran existido antes. Cada uno de esos rumores retocaba la idea que se forjaba Swann de su querida con una pincelada imborrable. Hasta creyó oír una vez que esa ligereza de costumbres de Odette, ni siquiera sospechada por él, era muy conocida, y que en Bade y en Niza, donde pasaba antes algunas temporadas, disfrutó una especie de notoriedad galante. Hizo por reunirse con algunos calaveras conocidos suyos, aficionados a la vida alegre, para sonsacarles algo; pero ellos ya sabían que Swann conocía a Odette, y, además, él temía recordársela y ponerlos sobre su pista. Pero Swann, que hasta entonces consideraba la cosa más fastidiosa del mundo todo lo referente a la vida cosmopolita de Bade o de Niza, al saber que Odette, en otro tiempo, había hecho una vida bastante libre en esas ciudades de placer, sin poder averiguar si la hacía tan sólo para satisfacer necesidades económicas, que al presente, gracias a él, ya no sentía, o cediendo a caprichos que podían volver ahora, se inclinaba con impotente, ciega y vertiginosa angustia sobre el abismo insondable donde fueron a parar aquellas años del Septenado de Mac-Mahón, cuando era uso pasar el invierno en el Paseo de los Ingleses, de Niza, y el verano a la sombra de los tilos badenses, y los veía dolorosa, magníficamente profundos como los hubiera pintado un poeta; y habría empeñado en la tarea de reconstituir todas las menudencias de la crónica mundana de aquella Costa Azul de entonces, siempre que pudieran ayudarle a comprender algo de la sonrisa o de la mirada —tan sencillas y tan honradas, a pesar de todo— de Odette, mayor pasión que el estudiante de estética que interroga apasionadamente los documentos que nos quedan sobre la Florencia del siglo XV, para penetrar más profundamente en el alma de la Primavera, de la bella Vanna, o de la Venus, de Botticelli. Muchas veces la miraba, soñando, sin decirla nada; y ella decía: «¡Qué triste estás!». Aún no hacía mucho tiempo que de la idea de una Odette buena, igual o mejor que otras criaturas que él conocía, pasó a la idea de una Odette mujer entretenida; ahora, por el contrario, le había sucedido que de la Odette de Crécy, quizá muy conocida de la gente juerguista, de los mujeriegos, había retornado a aquel rostro de expresión tan suave a veces, a aquel temperamento tan humano. Se decía: «Qué significa eso de que en Niza todo el mundo sepa quién es Odette de Crécy? Esas reputaciones, por ciertas que sean, las han formado las ideas ajenas»; y creía que tal leyenda —aunque fuera auténtica— era algo externo a Odette; no era como una personalidad suya, irreductible y dañina; que la criatura que acaso se vio en la necesidad de obrar mal era una mujer de mirar bondadoso, de corazón compasivo para con los que sufren, de cuerpo dócil, que él había tenido en sus brazos, que él había manejado, una mujer que acaso podría llegar algún día a ser enteramente suya, si lograba hacérsela indispensable.

Allí estaba, cansada muchas veces, con el rostro libre de esas desconocidas cosas que tanto hacían sufrir a Swann; se apartaba el pelo de la frente con la mano; su frente y su cara parecían agrandarse, y entonces, de pronto, un pensamiento sencillamente humano, un buen sentimiento de esos que tienen todas las criaturas cuando se abandonan a sí mismas en un instante de descanso o de recogimiento, brotaba de sus ojos como un rayo amarillo. Y en seguida, todo su rostro se iluminaba como una gris campiña, cuando las nubes que cubren el cielo se apartan, para el momento de la transfiguración, en la hora del poniente. Swann habría podido compartir la vida que en aquel momento latía en Odette, el porvenir que ella entreveía como un sueño; en el fondo de esa vida y de ese futuro, ninguna cosa mala había dejado su residuo. Aquellos momentos, aunque muy raros, no fueron inútiles. Con el recuerdo, Swann iba ensamblando aquellas parcelas, suprimía los intervalos; moldeaba, como en oro, una Odette bondadosa y tranquila, por la que hizo más adelante —como se verá en la segunda parte de esta obra— sacrificios que nunca habría logrado la otra Odette. Pero ¡qué escasos eran esos instantes y qué de tarde en tarde la veía! Ni siquiera en las citas nocturnas, pues ahora Odette aguardaba al último minuto para decirle si podría verla o no por la noche, porque Odette, como sabía que siempre contaba con Swann, quería estar segura, antes de decirle que fuera, que no había ninguna otra persona que solicitara lo mismo. Alegaba que no tenía más remedio que esperar una contestación importantísima para ella, y a veces, después de haber hecho ir a Swann, si algunos amigos la invitaban, cuando ya había comenzado la noche, a ir con ellos al teatro o a cenar, Odette daba un brinco de alegría y se ponía a vestirse en seguida. Conforme iba adelantando, en su atavío, cada uno de sus movimientos acercaba a Swann a aquel momento en que tendría que separarse, en que ella se escaparía con irresistible arranque; y cuando ya, vestida, hundía por última vez en el espejo sus miradas tensas, iluminadas por la atención, se daba un poco de carmín en los labios y se arreglaba un mechón de pelo en la frente, esperando que le trajeran su abrigo de noche, azul celeste, con borlas de oro, Swann ponía una cara tan triste, que Odette no podía reprimir un ademán de impaciencia, y le decía: «¡Vaya una manera de darme las gracias por haberte dejado estar conmigo hasta el último momento! ¡Yo que creía que me había portado bien contigo! ¡Bueno es saberlo para otra vez!». Otras veces, aun a riesgo de que ella se enfadara, Swann se prometía averiguar adónde había ido su querida, y soñaba en una alianza con Forcheville, que quizá le habría podido contar algo. Cuando sabía con quién salía Odette por la noche, era muy raro que Swann no pudiera encontrar, entre todos sus amigos, alguno que conociera, aunque fuese indirectamente, al hombre que la había acompañado y que pudiera pedirle detalles. Y cuando se ponía a escribir a un amigo para aclarar este o el otro extremo, sentía el reposo de no hacerse ya preguntas que no tenían respuesta, y de transferir a otra persona la fatiga de interrogar. Cierto que Swann no adelantaba mucho cuando lograba los datos pedidos. No por saber una cosa se la puede impedir; pero siquiera las cosas que averiguamos, las tenemos, si no entre las manos, por lo menos en el pensamiento, y allí están a nuestra disposición, lo cual nos inspira la ilusión de gozar sobre ellas una especie de dominio. Swann tenía una gran tranquilidad siempre que el que estaba con Odette era el barón de Charlus. Sabía que entre Odette y el barón de Charlus no podía haber nada, y que cuando su amigo salía con ella por dar gusto a Swann, le contaría luego, sin ninguna dificultad, lo que había hecho. Muchas veces Odette declaraba tan categóricamente a Swann que no podía verlo en una noche determinada, o parecía tener tal interés en salir, que Swann consideraba importantísimo que Charlus no tuviera nada que hacer aquella noche, y quisiera acompañarla. Al otro día, sin atreverse a hacer muchas preguntas a su amigo, le obligaba, haciendo como que no entendía bien sus primeras respuestas, a decirle más cosas, con las cuales sentía un gran alivio, porque resultaba que Odette había pasado la noche entregada a los más inocentes placeres. «Como Memé, no entiendo bien… ¿entonces no fuisteis al salir de su casa al museo de Grévin? ¿No? ¡Ah!, fuisteis antes. ¡Tiene gracia! No sabes la gracia que me haces, Memé. Vaya una ocurrencia irse luego al Gato Negro; eso se ve que salió de la cabeza de Odette ¿No? ¿Fue cosa tuya? Es raro. Pero, después de todo, no ibas descaminado, porque Odette debió encontrarse allí con muchos conocidos. ¡Ah!, ¿conque no habló con nadie? Es rarísimo. Parece que os estoy viendo desde aquí, los dos solitos, muy serios. Bueno, Memé, eres muy buen muchacho, ¿sabes?, te quiero mucho.» Y ya Swann se sentía aliviado. Porque para él, que muchas veces, al hablar con personas indiferentes, a quienes apenas si escuchaba, había oído frases como «Ayer vi a la de Crécy con un señor desconocido»; frases que en el corazón de Swann pasaban inmediatamente al estado sólido, endurecidas como una incrustación, y lo desbarraban, y nunca se iban de allí, eran dulcísimas esas otras palabras: «No conocía a nadie, no habló con nadie»; palabras que, circulaban holgadamente por su alma, palabras fluidas, fáciles, respirables. Y luego pensaba que Odette debía considerarlo como persona muy aburrida, para que prefiriera a su compañía aquellos placeres, cuya insignificancia lo tranquilizaba, pero le daba pena al mismo tiempo, como una traición.

Cuando no podía saber adónde iba su querida, habríale bastado para calmar la angustia que sentía al quedarse solo, y contra la cual no había más específico que la presencia de Odette, la felicidad de estar con ella (específico que, a la larga, agravaba el mal como muchas medicinas, pero que por el momento calmaba el dolor); habríale bastado que ella lo dejara estarse en su casa, esperarla hasta la hora de la vuelta, porque en el sosiego de aquella hora se habrían fundido aquellas otras que consideraba él distintas de las demás, como maléficas y encantadas. Pero Odette no quería; Swann se volvía a casa, por el camino iba forjando proyectos y casi no pensaba en Odette; llegaba, y mientras se estaba desnudando seguía con ideas alegres y contento porque al día siguiente iba a ver alguna obra de arte admirable, se metía en la cama y apagaba la luz; pero en cuanto se disponía a dormir y dejaba de ejercer sobre su ánimo aquella violencia, inconsciente por lo habitual que era, volvía a sobrecogerlo un escalofrío terrible, y empezaba a sollozar. No quería preguntarse el porqué; secábase los ojos, y decía riendo: «Bonita cosa, me estoy volviendo neurótico». Y le cansaba, muchísimo el pensar que al otro día habría que averiguar de nuevo lo que Odette había hecho, buscar influencias para poder verla. Tan cruel le era aquella necesidad de una actividad sin tregua, sin variedad, sin resultados, que un día, al verse un bulto en el vientre, sintió una gran alegría, pensando que quizá era un tumor mortal, y que ya no tendría que ocuparse en nada, porque la enfermedad lo gobernaría, lo tomaría por juguete hasta que llegara el próximo final de todo. Y, en efecto, si en aquella época se le ocurrió muchas veces desear la muerte, más que por huir de sus penas, era por escapar a la monotonía de sus esfuerzos.

Sin embargo, le habría gustado vivir hasta la época en que ya no la quisiera, cuando Odette ya no tuviera necesidad de decirle mentiras, cuando lograra por fin enterarse de si aquella tarde que fue a visitarla estaba o no acostada con Forcheville. A veces, llegaban unos cuantos días en que la sospecha de que Odette quería a otro hombre, le quitaba de la cabeza aquella pregunta referente a Forcheville, la despojaba de todo interés, como esas formas nuevas de un mismo estado morboso que se nos figura que nos libran de las precedentes. Hasta había días que no lo atormentaba sospecha alguna. Se creía que ya estaba curado. Pero al otro día, al despertarse, sentía el mismo dolor en el mismo sitio, aquel dolor cuya sensación diluyó el día antes en un torrente de impresiones distintas, pero que no había cambiado de sitio. Y precisamente, la fuerza del dolor es lo que había despertado a Swann.

Como Odette no le daba ningún detalle de aquellas ocupaciones tan importantes de cada día (aunque él había vivido ya lo bastante para saber que no hay otras ocupaciones que los placeres), no tenía Swann bastante base para poder imaginárselas, y su cerebro funcionaba en el vacío; entonces se pasaba los dedos por los cansados párpados, como si limpiara los cristales de sus lentes, y no pensaba en nada. Sin embargo, en aquella vaguedad sobrenadaban algunos quehaceres de Odette que asomaban de vez en cuando, y que ella refería a obligaciones con parientes lejanos o con amigos de antaño, los cuales quehaceres, por ser los únicos que Odette citaba expresamente como obstáculo a sus citas, formaban para Swann el marco fijo y necesario de la vida de Odette. De cuando en cuando, Odette le decía en un tono de voz especial: «Hoy voy con mi amiga al Hipódromo»; y si Swann se sentía un día un poco malo y pensaba que quizá Odette quisiera ir a verlo, de pronto se acordaba de que aquel día era cabalmente el de la amiga, y se decía: «No, no vale la pena molestarse en pedirle que venga; se me debía haber ocurrido que hoy es el día que va al Hipódromo con su amiga. Hay que reservarse para las cosas posibles, y no perder el tiempo en pedir lo que ya sabemos que nos van a negar». Y no sólo le parecía ineludible aquel deber que a Odette incumbía, y ante el cual se inclinaba Swann, de ir al Hipódromo, sino que ese carácter de necesidad que lo distinguía y legitimaba, hacía plausible todo lo que con el tal deber se refiriera de cerca o de lejos. Si por la calle se encontraba con un hombre que saludaba a Odette, despertando así los celos de Swann, Odette no tenía más que responder a las preguntas de su querido, relacionando la existencia del desconocido con una de las dos o tres grandes obligaciones conocidas de Swann, diciendo, por ejemplo: «Es un caballero que estaba en el palco de mi amiga el otro día en el Hipódromo», explicación que calmaba las sospechas de Swann, porque, en efecto, no se podía evitar que la amiga invitara a su palco a otras personas además de Odette, personas que Swann nunca intentaba o lograba imaginarse. ¡Cuánto se habría alegrado de conocer a aquella amiga, de que lo invitara a ir con ellas al Hipódromo! Hubiera cambiado todas sus amistades por la de cualquier persona que tuviera costumbre de ver a Odette, aunque fuera una manicura o la dependienta de una tienda. Las habría obsequiado como a reinas. Porque le habrían dado el mejor calmante para sus penas al ofrecerle aquello en que ellas participaban de la vida de Odette. ¡Qué alegremente habría corrido a pasar el día en casa de aquellas gentes humildes, que Odette seguía tratando, ya fuera por interés, ya por sencilla naturalidad! De buena gana se iría a vivir para siempre a un quinto piso de una casa sórdida, donde Odette no lo llevaba nunca; pasaría por amante de la modistilla, y viviría con ella, con tal de recibir casi a diario la visita de Odette. Y habría aceptado una vida modesta, abyecta, pero dulcísima, preñada de calma y de felicidad, en uno de esos barrios.

Sucedía a veces que, estando con Odette, se acercaba a ella algún hombre que Swann no conocía, y entonces podía observarse en el rostro de Odette la misma tristeza que aquel día que fue a verla su querido cuando Forcheville estaba en su casa. Pero era cosa rara; porque los días que, a pesar de sus quehaceres y del temor de lo que pensara la gente, accedía a ver a Swann, lo que dominaba en su porte era una gran seguridad; contraste, acaso revancha inconsciente o reacción natural, de la emoción miedosa que en los primeros tiempos sentía a su lado, cuando empezaba una carta, diciendo: «Amigo mío: me tiembla tanto la mano que apenas si puedo escribir» (por lo menos, ella sostenía que la sentía, y alguna verdad debía de haber en aquella emoción para que a Odette le entraran ganas de exagerarla). Entonces le gustaba Swann. Y nunca temblamos más que por nosotros mismos o por los seres amados. Cuando muestra felicidad ya no está en sus manos, nos sentimos a su lado muy a gusto, tranquilos y sin miedo. Al hablarle y al escribirle, ya no empleaba aquellas palabras que antes servían a Odette para hacerse la ilusión de que Swann era suyo, buscando las ocasiones de decir mi y mío al nombrar a su querido: «Es usted mi tesoro, yo guardo el perfume de nuestra amistad», y ya no hablaba del porvenir, de la muerte, como de una cosa que compartirían. En aquel tiempo, ella contestaba admirada a todo lo que decía Swann: «Usted nunca será como los demás»; y miraba aquella cabeza de su querido, alargada, un tanto calva (la cabeza que hacía decir a los amigos, enterados de los éxitos de Swann; «No es lo que se dice guapo; pero con su tupé, su monóculo y su sonrisa, es muy chic), quizá con más curiosidad de saber cómo era Swann que deseo de llegar a ser su querida, y diciendo:

—¡Ojalá pudiera yo ver lo que hay detrás de esa frente!

Ahora, a todas las palabras de Swann respondía Odette, ya con tono de irritación, ya de indulgencia:

—No, lo que es tú siempre serás al revés de los demás.

Y decía, mirando aquella cabeza un poco aviejada por la pena (que ahora hacía pensar a todo el mundo, en virtud de esa aptitud que permite adivinar las intenciones de un poema sinfónico, cuando se lee su explicación en el programa, y la cara de un niño cuando se conoce a sus padres: «No es lo que se dice feo; pero con esa sonrisa, ese tupé y ese monóculo, es ridículo», trazando en la sugestionada imaginación la demarcación inmaterial que separa, a unos meses de distancia, la cabeza de un hombre querido de verdad y la cabeza de un cornudo):

—¡Ah, si pudiera yo cambiar lo que hay en esa cabeza, darle un poco de juicio!

Y Swann, siempre dispuesto a creer en la verdad de lo que deseaba, en cuanto la conducta de Odette permitía la más leve duda, se lanzaba ávidamente sobre esa frase:

—Si quieres, vaya si puedes —le decía.

Y hacía por demostrarle que la tarea de calmar su ánimo, de dirigirlo, de hacerlo trabajar, era una labor nobilísima, que estaban deseando tomar en sus manos otras mujeres, si bien esa que él llamaba noble labor, de haber caído en otras manos que en las de Odette, le había parecido una indiscreta e insoportable usurpación de su libertad. «Si no me quisiera un poco, no le entrarían ganas de verme cambiado. Y para hacerme cambiar tendrá que verme más a menudo.» Y el reproche de Odette venía a parecerle una prueba de interés y quizá de amor; y, en efecto, tan escasas eran las que ahora le daba, que no tenía más remedio que tomar como tales las prohibiciones que ella le ponía a esto o a aquello. Un día le dijo que no le gustaba el cochero de Swann, que debía de hablarle mal de ella, y que de todos modos no se portaba con la exactitud y deferencia debidas a su amo. Odette se daba cuenta de que Swann estaba deseando que le dijera: «No lo traigas cuando vengas a casa», lo mismo que habría deseado un beso. Y aquel día estaba de buen humor, y se lo dijo, con gran enternecimiento de Swann. Por la noche; charlando con el barón de Charlus, como con él podía entregarse al placer de hablar abiertamente de Odette (porque todas sus palabras, aun dirigidas a personas que no la conocían, se referían en cierto modo a ella), le dijo:

—A mí me parece que me quiere, es muy buena conmigo, y se interesa mucho por lo que hago».

Y si al ir a casa de Odette algún amigo, que iba a dejar por el camino, le decía al subir al coche: «Hombre, ese cochero no es Loredán», Swann le contestaba con melancólica alegría:

—¡Quita, hombre, quita! Te diré que no puedo llevar a Loredán cuando voy a la calle de la Pérousse, porque no le gusta a Odette. Se le figura que no está lo bastante bien para mí. Ya sabes lo que son las mujeres, y como eso la disgustaría… Ya lo creo, si lo llego a llevar, ¡tenemos una buena!

Swann padecía con esos modales nuevos de Odette, tan distraídos, indiferentes e irritables, pero no se daba cuenta de que sufría con ellos; como Odette se había ido poniendo fría con él progresivamente, día a día, sólo comparando lo que era hoy con lo que había sido al principio habría podido Swann medir la profundidad de la mudanza. Y como esa mudanza era su herida secreta y honda, la que le dolía día y noche, en cuanto sentía que sus ideas se acercaban mucho a ella, se apresuraba a encaminarlas hacia otro lado para no sufrir aún más. Y se decía de un modo abstracto: «En un tiempo, Odette me quería más»; pero nunca se representaba el tiempo aquel. Y así, como en su gabinete había una cómoda que él hacía por no mirar, dando un rodeo al entrar y al salir para evitarla, porque, en uno de sus cajones, estaban guardados el crisantemo que le dio la primera noche que la había acompañado y las cartas donde le decía: «Si se hubiera usted dejado el corazón, no se lo habría devuelto», o «A cualquier hora del día o de la noche, no tiene más que llamarme y disponer de mi vida», así había dentro de él un lugar al que nunca dejaba acercarse a su alma, obligándola, si era menester, a dar el rodeo de una larga argumentación para no pasar por delante: el lugar donde latía el recuerdo de días felices.

Pero toda la previsora providencia se vio burlada una noche que asistió a una reunión aristocrática.

Era en casa de la marquesa de Saint-Euverte, en la última de aquellas reuniones donde la marquesa daba a conocer a los artistas que luego le servían para sus conciertos de beneficencia. Swann, que había hecho intención de ir a todas las precedentes, sin decidirse a última hora, recibió, cuando se estaba vistiendo para ir a aquélla, la visita del barón de Charlus, que se brindó a ir con él a casa de la marquesa, si su compañía le hacía la noche menos aburrida y triste. Pero Swann le contestó:

—Ya sabe usted el placer tan grande que tengo siempre en que estemos juntos. Pero el favor mayor que usted puede hacerme es ir a ver a Odette. Ya sabe usted que Odette le hace mucho caso. Esta noche me parece que no saldrá más que para ir a casa de su ex modista, y aun entonces se alegrará mucho de que la acompañe usted. Distráigala y procure traerla al buen camino. A ver si podemos arreglar para mañana alguna cosa que sea de su agrado, y a la que podamos ir los tres. Y a ver si lanza usted algo para el verano que viene, si ella tiene gana de alguna cosa, quizá de un viaje por mar, que podríamos hacer los tres juntos; en fin, cualquier cosa. Esta noche ya no cuento con verla; pero claro que si ella lo quisiera, o usted encontrara ocasión de lograrlo, no tiene más que mandarme un recado a casa de la marquesa, hasta las doce, y después a mi casa. Y muchas gracias por todo lo que está usted haciendo por mí; ya sabe usted que lo quiero de verdad.

El barón le prometió ir a hacer la visita que Swann deseaba, y lo acompañó hasta la puerta del palacio de la marquesa, donde Swann llegó muy tranquilo, porque sabía que Charlus pasaría aquellas horas en casa de Odette; pero en un estado de melancólica indiferencia hacia todas las cosas que no tocaban a su querida, y en particular, hacia las cosas del mundo elegante, que se le aparecían con el encanto que tienen por sí mismas, cuando ya no son un fin para nuestra voluntad. En cuanto bajó del coche, en aquel primer plano del ficticio resumen de su vida doméstica, que a las amas de casa les gusta ofrecer a sus invitados los días de ceremonia, aspirando a respetar la propiedad de los trajes y del decorado, Swann vio con agrado a los herederos de los «tigres» de Balzac, a los grooms encargados de seguir a sus amos en el paseo, y que con sus sombreros y sus grandes botas permanecían fuera del palacio, en la avenida central o en la puerta de las cuadras, como jardineros colocados a la entrada de sus parterres. Esa predisposición que siempre tuvo Swann a encontrar analogías entre los seres vivos y los retratos de los museos, seguía activa, y aun más general y constante que nunca, porque ahora que se había despegado de la vida del mundo elegante, toda ella se le representaba como una serie de cuadros. Al entrar en el vestíbulo donde antes, cuando era hombre de mundo asiduo, penetraba envuelto en su abrigo, para salir de frac, pero sin saber lo que allí pasaba, porque en los pocos minutos que transcurrían allí estaba con el pensamiento o en la fiesta donde iba a entrar, o en la fiesta de la que acababa de salir, notó por primera vez, al verla despertar ante la inopinada llegada de un invitado, la ociosa y magnífica jauría de lacayos que dormían acá y allá en banquetas y en arcas, y que, irguiendo sus nobles y agudos perfiles de lebreles, se alzaron y se formaron en círculo a su alrededor.

Había uno de aspecto particularmente feroz, muy parecido al verdugo de algunos cuadros del Renacimiento, donde se representan suplicios, que se adelantó hacia él con aspecto implacable para coger su abrigo y su sombrero. Pero la dureza de su mirada de acero se compensaba con la suavidad de sus guantes de piel, de tal modo, que al acercarse a Swann parecía que despreciaba a la persona y que guardaba todas sus consideraciones para el sombrero. Lo cogió con un cuidado minucioso, por lo justo de su guante, y delicado por el aparato de su fuerza. Y se lo dio a uno de sus ayudantes, novel y tímido, que expresaba el susto que lo embargaba paseando miradas furiosas en todas direcciones con la agitación de una fiera cautiva en las primeras horas de su domesticidad.

Unos pasos más allá, un mozarrón de librea soñaba, inmóvil, estatuario, inútil, como ese guerrero puramente decorativo que en los cuadros más tumultuosos de Mantegna está meditando, apoyado en su escudo, mientras que a su lado se desarrollan escenas de carnicería; apartado del grupo que atendía a Swann, parecía terminantemente decidido a no interesarse en aquella escena, que iba siguiendo vagamente con la mirada, como si fuera la Degollación de los Inocentes o el Martirio de Santiago. Se daba mucho aire a los individuos de esa raza desaparecida —o que acaso nunca existió más que en el retablo de San Zenón o en los frescos de los Eremitani, donde Swann se encontró con ella, y donde sigue entregada aún a sus sueños— que parece salida de la cópula de una estatua antigua con un modelo paduano del maestro, o con un sajón de Alberto Durero. Los mechones de su pelo rojizo que la naturaleza rizó, pero que la brillantina alisaba, estaban tratados muy ampliamente, como en la escultura griega, que estudiaba sin cesar el maestro de Mantua y que, aunque no toma de la creación otro modelo que el hombre, sabe sacar de sus simples formas riquezas variadas, cogidas a toda la naturaleza viva, de modo que una cabellera con sus bucles lisos y puntiagudos, o con la superposición de su triple diadema floreciente, parece, al mismo tiempo, un montón de algas, una nidada de palomas, una guirnalda de jacintos y una franja de serpientes.

Aún había otros lacayos, colosales también, a los lados de la monumental escalera, que, gracias a su decorativa presencia y a su inmovilidad marmórea, habría podido recibir el nombre de «Escalera de los Gigantes», como la del palacio de los Dux; por allí subió Swann, triste, al pensar que Odette nunca había pisado aquellos escalones. En cambio, ¡con qué gusto hubiera trepado por los escalones negros, malolientes y escurridizos de la modistilla retirada, con qué gusto habría pagado más caro que un proscenio abonado el derecho de pasar en aquel quinto piso los ratos que Odette iba allí, y aun los ratos en que no iba, para poder hablar de ella, vivir con personas que ella trataba, sin que Swann las conociera, y que precisamente por eso le parecía que guardaban una parte real, inaccesible y misteriosa de la vida de su amante! Mientras que en aquella pestilente y deseada escalera de la modista, por no haber en la casa otra escalera de servicio, se veían todas las noches, a la puerta de cada cuarto, encima del felpudo, sendas botellas sucias y vacías para el lechero, en la escalera magnífica y desdeñada que Swann iba subiendo había a uno y a otro lado, a distintas alturas, ante la anfractuosidad que formaba en el muro la ventana del portero o la puerta de una habitación, representando el servicio interior a ellos encomendado, y rindiendo pleitesía a los invitados, un portero, un mayordomo, un tesorero (buenos hombres, que vivían todo el resto de la semana muy independientes, cada uno en sus habitaciones propias, comiendo allí y todo, como tenderos modestos, y que quizá pasarían el día de mañana a servir a un médico o a un industrial), muy atentos a las instrucciones que les habían dado antes de endosarse la librea, que rara vez se ponían, y que no les venía muy ancha; manteníanse tiesos, cada uno bajo el arco de una puerta o ventana, con una brillante pompa, entibiada por la simplicidad popular, como santos en sus hornacinas; y un enorme pertiguero, como los de las iglesias, golpeaba las losas con su bastón al paso de cada invitado. Al llegar al final de la escalera, por donde lo había ido siguiendo un criado de rostro descolorido, con una corta coleta recogida en una redecilla, igual que un sacristán de Goya o un escribano, Swann pasó por delante de un pupitre, donde había unos criados sentados, como notarios delante de grandes registros, que se levantaron e inscribieron su nombre. Atravesó entonces una pequeña antecámara que —al igual de esas habitaciones famosas de rebuscada desnudez, destinadas a albergar una sola obra de arte magistral, y en las que no hay nada más que la obra maestra— exhibía a la entrada, al modo de preciosa efigie de Benvenuto Cellini, representando una atalaya, un lacayo mozo, con el cuerpo levemente inclinado hacia adelante, alzando por encima de su altísimo cuello encarnado una cara más encarnada aún, de la que escapaban torrentes de fuego de timidez y de solicitud; el cual atravesaba con su mirada impetuosa, vigilante y frenética, los tapices de Aubusson, que pendían a la puerta del salón, donde ya se oía la música y parecía espiar, con impasibilidad militar o fe sobrenatural, un ángel o vigía desde la torre de un castillo o de una catedral, la aparición del enemigo o el advenimiento de la hora del juicio, encarnación de la vigilante espera, monumento del alerta, alegoría de la alarma. Y a Swann ya no le quedaba más que entrar en la sala del concierto, cuyas puertas le abría un ujier de cámara, cargado de collares, inclinándose como para entregarle las llaves de una ciudad. Pero Swann iba pensando en aquella casa donde él podría estar ahora, si Odette lo hubiera dejado, y el entrevisto recuerdo de una botella de leche vacía, encima de un felpudo, le oprimió el corazón.

Swann volvió a encontrarse de nuevo con el sentimiento de la fealdad masculina, cuando pasada la cortina de tapices, sucedió al espectáculo de la servidumbre el espectáculo de los invitados. Pero aquella fealdad de las caras, aunque muy bien conocidas por él, se le aparecía como cosa nueva, porque los rasgos fisonómicos —en lugar de servirle de signos para identificar a tal persona, que hasta entonces se le representaba como un haz de seducciones que perseguir, de aburrimientos que evitar o de cortesías que rendir— vivían ahora en perfecta autonomía de líneas, sin más coordinación que la de sus relaciones estéticas. Y hasta los monóculos que llevaban muchos de aquellos hombres entre los cuales estaba Swann encerrado (y que en otra ocasión, lo más que hubieran sugerido a Swann, es la idea de que llevaban monóculo), ahora, desligados de significar una costumbre, idéntica para todos, se le aparecían cada uno con su individualidad. Quizá por no mirar al general de Froberville y al marqués de Bréauté, que estaban charlando a la entrada, más que como a dos personajes de un cuadro, mientras que por mucho tiempo fueron para él útiles amigos, que lo presentaron en el Jockey Club y le sirvieron de testigos en duelos, se explicaba que el monóculo del general, incrustado entre sus párpados como un casco de granada en aquel rostro ordinario, lleno de cicatrices y de triunfo, ojo único de un cíclope en medio de la frente, pareciera a Swann herida monstruosa que cargaba de gloria al herido, pero que no se debía enseriar; mientras que el monóculo que el marqués de Bréauté añadía —en serial de fiesta, a los guantes gris perla, a la corbata blanca y a la «bimba», reemplazando con él sus lentes, cuando iba a fiestas aristocráticas, lo mismo que hacía Swann— tenía pegado al otro lado del cristal, como una preparación de historia natural en un microscopio, una mirada infinitesimal, llena de amabilidad, que sonreía incesantemente por todo, por lo alto de los techos, lo magnífico de la fiesta, lo interesante del programa y la excelente calidad de los refrescos.

—¡Caramba, ya era hora! Hacía siglos que no le echábamos a usted la vista encima —dijo el general; y al observar sus cansadas facciones, creyó que lo que lo alejaba de los salones era una enfermedad grave, y añadió—: ¡Pues tiene usted buena cara, sabe!, —mientras el marqués preguntaba: «¿Qué hace usted por aquí, amigo mío?», a un novelista mundano que acababa de calarse el monóculo, su único órgano de investigación psicológica y de implacable análisis, que respondió con aire importante y misterioso arrastrando la r: «Estoy observando…»

El monóculo del marqués de Forestelle era minúsculo, no tenía reborde y obligaba al ojo en que iba incrustado a una crispación dolorosa y constante, como un cartílago superfluo de inexorable presencia y rebuscada materia, con la cual el rostro del marqués tomaba una expresión de melancólica delicadeza que hacía creer a las mujeres que el marqués era capaz de sufrir mucho por ellas. Pero el del señor de Saint-Candé, ceñido, como Saturno, por un enorme anillo, era el centro de gravedad de un rostro que se gobernaba por la pauta del monóculo y la nariz roja y temblona, y los labios abultados y sarcásticos aspiraban con sus gestos a ponerse a la altura del brillante fuego graneado que lanzaba el disco de cristal, fuego preferido a las miradas más bonitas del mundo, por jovencitas snobs y depravadas, en las que despertaba ideas de artificiales delicias y de refinamientos de voluptuosidad; entre tanto, detrás de su monóculo correspondiente, el señor de Palancy, que paseaba lentamente por todas la fiestas su cabezota de carpa, con ojos redondos, y que, de cuando en cuando, alargaba las mandíbulas como para buscar su orientación, parecía que llevaba consigo tan sólo un fragmento accidental y acaso puramente simbólico del cristal de su pecera, fragmento destinado a representar el todo, y que recordé a Swann gran admirador de los Vicios y Virtudes, del Giotto en Padua, aquella Injusticia junto a la cual se ve un ramo frondoso que evoca las selvas donde tiene su guarida.

Swann se adelantó, a ruegos de la marquesa de Saint-Euverte, para oír un aria de Orfeo que tocaba un flautista, y se colocó en un rincón donde, por desgracia, no disfrutaba otra perspectiva que la de dos damas, ya de edad madura, sentadas una al lado de otra, la marquesa de Cambremer y la vizcondesa de Franquetot, que, como eran primas, se pasaban el tiempo en todas las reuniones, con sus bolsos en la mano y con sus hijas detrás, buscándose como si estuvieran perdidas en una estación y sin tranquilidad hasta que encontraban dos sillas juntas y las marcaban con su abanico o con su pañuelo; como la señora de Cambremer tenía muy pocas relaciones, se alegraba mucho de tener por compañera a la vizcondesa de Franquetot, que, por el contrario, estaba muy bien relacionada, y le parecía de muy buen y tono muy original mostrar a todas sus encumbradas amistades prefería a su compañía la de una dama poco brillante que le traía recuerdos de su juventud. Swann, lleno de irónica melancolía, estaba viendo cómo escuchaban el intermedio de piano («San Francisco hablando a los pájaros», de Liszt), que vino después del aria de flauta, y como iban siguiendo el vertiginoso estilo del pianista, la vizcondesa de Franquetot, con ansia, con ojos espantados, como si las teclas por donde el virtuoso iba corriendo ágilmente fueran una serie de trapecios a ochenta metros de altura, de los cuales podía caer a tierra, lanzando al mismo tiempo a su compañera miradas de asombro y de denegación que significaban: «Es increíble, nunca creí que un mortal pudiera hacer eso»; y la marquesa de Cambremer, como mujer que recibió sólida educación musical, llevando el compás con la cabeza, transformada en volante de metrónomo, con oscilaciones tan rápidas y amplias de hombro a hombro, que (con esa especie de extravío y abandono en la mirada propia de los dolores imposibles de retener y dominar, y que dicen: «¡Qué le vamos a hacer!»), a cada momento enganchaba con sus solitarios las tiras de su corpiño, y tenía que enderezar el negro racimo que llevaba en el pelo, sin dejar por eso de acelerar el movimiento. Al otro lado de la vizcondesa de Franquetot, un poco más adelante, estaba la marquesa de Gallardos, preocupada con su idea favorita, su parentesco con los Guermantes, del que sacaba para sí y para la gente mucha gloria y algo de vergüenza, porque las figuras preeminentes de la familia la tenían un poco de lado, quizá porque era muy pesada, porque era mala, o porque venía de una rama inferior, o quién sabe sin razón alguna. Cuando estaba al lado de una persona desconocida, como en ese momento era la vizcondesa de Franquetot, padecía porque la conciencia que ella tenía de su parentesco con los Guermantes no pudiera manifestarse externamente en caracteres visibles, como esos que en los mosaicos de las iglesias bizantinas están colocados unos juntos a otros y representan en una columna vertical, junto a un Santo Personaje, las palabras cuya pronunciación se le atribuye. Estaba pensando que en los seis años que llevaba, de casada su joven prima, la princesa de los Laumes, no la había invitado ni había ido a verla una sola vez. Esa idea la llenaba de cólera y al mismo tiempo de orgullo, porque a fuerza de decir a la gente que se extrañaba por no verla en casa de la princesa de los Laumes, que no iba allí para no encontrarse con la princesa Matilde —cosa que su ultralegitimista familia no le habría perdonado nunca—, acabó por creerse que ése era, en efecto, el motivo que le impedía ir a casa de su prima.

Sin embargo, recordaba, pero de un modo confuso, haber preguntado más de una vez a la princesa de los Laumes cómo podrían arreglarse para verse; pero a ese recuerdo humillante lo neutralizaba, y con mucho, murmurando: «A mí no me toca dar los primeros pasos, porque tengo veinte años más que ella». Gracias a la virtud de estas palabras interiores echaba altivamente atrás los hombros, despegándolos del busto; y como tenía la cabeza inclinada hacia a un lado, casi horizontal, recordaba la cabeza «añadida» de un faisán orgulloso que se sirve a la mesa con todo su plumaje. Era, por naturaleza, pequeña, hombruna y regordeta; pero los desaires le habían dado tiesura, como esos árboles que, nacidos en mala postura al borde de un precipicio, no tienen más remedio que crecer hacia atrás para guardar el equilibrio. Y obligada, para consolarse así de no ser tanto como los demás de Guermantes, a decirse siempre que si los trataba poco era por intransigencia de principios y por orgullo, aquella idea llegó a modelar su cuerpo, prestándole una especie de majestuoso porte que, para las gentes de clase media, parecía un signo de su alta estirpe, y que, de cuando en cuando, encendía, con fugitivo deseo, el apagado mirar de los calaveras de casino. Si se hubiera sometido la conversación de la marquesa de Gallardon a esos análisis, que, buscando la frecuencia mayor o menor con que se repite una palabra, nos llevan a descubrir la clave de un lenguaje cifrado, se habría visto que ninguna frase, ni siquiera la más usual, se daba tanto en sus labios como «en casa de mis primos los de Guermantes», «en casa de mi tía la de Guermantes», «la salud de Elzear de Guermantes», «el baño de mi prima la de Guermantes». Cuando le hablaban de un personaje famoso, respondía que, aunque no lo conocía personalmente, lo había visto muchas veces en casa de su tía la duquesa de Guermantes, pero con tono tan glacial y voz tan sorda, que se veía muy claro que no lo conocía personalmente, porque se lo impedían los principios arraigados y firmísimos que le empujaban los hombros hacia atrás, dándole, semejanza con uno de esos aparatos que hay en los gimnasios para desarrollar el tórax.

Y precisamente la princesa de los Laumes, que nadie creía que fuera a casa de la marquesa de Saint-Euverte, llegó en aquel momento. Para mostrar que no intentaba hacer pesar la superioridad de su rango en una casa a la que iba por mera condescendencia, entró encogiendo los hombros, aunque no había ninguna multitud apiñada que atravesar ni nadie a quien dejar paso, y se quedó expresamente en un rincón, como si aquél fuera el sitio apropiado para ella, igual que un rey que hace cola en un teatro mientras que las autoridades no se enteran de su presencia; y limitando su mirada —para que no pareciera que se hacía ver y que pedía el adecuado tratamiento— al dibujo de la alfombra o de su falda, se estuvo de pie en el sitio que más modesto le pareció (y adonde sabía que iría a sacarla con una exclamación de arrobo la marquesa de Saint-Euverte en cuanto la viera), junto a la marquesa de Cambremer, a quien no conocía. Observaba la mímica de su vecina, melómana ella también, pero no la imitaba. Y no es que no deseara la princesa, para cinco minutos que iba a pasar en casa de la Saint-Euverte, y para que el favor que así le hacía valiera aún más, mostrarse amabilísima. Pero sentía un horror instintivo a lo que ella llamaba «exageraciones», y deseaba mostrar que ella no tenía por qué entregarse a manifestaciones que no concordaban bien con el «estilo» del grupo de sus íntimos, pero que no dejaban de hacerle efecto, gracias a ese espíritu de imitación que el ambiente nuevo, aunque sea inferior, desarrolla hasta en las personas más seguras de sí mismas. Empezó a preguntarse si no sería aquella gesticulación cosa requerida por lo que estaban tocando, obra que no entraba en el marco de la música a que ella estaba acostumbrada, y si el abstenerse de aquellos balanceos no sería dar prueba de incomprensión de la obra y de desconsideración al ama de casa; de modo que para expresar por un «corte de cuentas» sus contradictorios sentimientos, ya se limitaba a subirse los tirantes de su traje, o a afirmar en su rubio pelo las bolitas de coral o de esmalte rosa, escarchadas de diamantes, que realzaban la sencillez y gracia de su peinado, mientras examinaba con fría curiosidad a su fogosa vecina, ya seguía la música por unos momentos, con su abanico, pero fuera de compás, para no abdicar su independencia. El pianista acabó con Liszt y empezó a tocar un preludio de Chopin, y la marquesa de Cambremer lanzó a la vizcondesa de Franquetot una cariñosa sonrisa de satisfacción de competencia y de alusión al pasado. Allá, cuando joven, había aprendido a acariciar el largo cuello sinuoso y desmesurado de las frases chopinianas, libres, táctiles, flexibles, que empiezan por buscarse su sitio por camino muy remoto y apartado del que tomaron al salir, muy lejos del punto donde esperábamos su contacto, pero que si se entregan a este retozo de su fantasía es para volver más deliberadamente —con retorno más premeditado y preciso, como dando en un cristal que resuene hasta arrancar gritos— a herirnos en el corazón.

Como vivió de joven en el seno de una familia provinciana con muy pocas relaciones, y no iba casi nunca a bailes, allá, en la soledad de su mansión, se embriagó, moderando o precipitando las danzas de estas imaginarias parejas, desgranándolas como flores, y abandonando un momento el baile imaginario para oír cómo soplaba el viento a la orilla del lago, entre los pinos, mientras que se adelantaba hacia ella, distinto de como se figuran las mujeres a los amantes de este mundo, un mancebo esbelto, de voz cantarina, extraña y falsa, calzados los guantes blancos. Pero hoy, la belleza de esa música pasada de moda parece muy ajada. Sin gozar ya de la estima de los inteligentes, perdió honor y gracia, y ni siquiera las personas de mal gusto disfrutan en ella más que placeres mediocres y callados. La marquesa de Cambremer echó hacia atrás una mirada furtiva. Sabía que su nuera (muy respetuosa con su nueva familia en todo menos en lo tocante a las cosas de la inteligencia, porque en este campo tenía ideas propias por haber aprendido hasta armonía y griego) despreciaba a Chopin y sufría oír música suya. Pero como esa wagneriana estaba lejos, con un grupo de muchachas jóvenes, la marquesa de Cambremer se entregó a sus deliciosas impresiones. También las sentía así la princesa de los Laumes. Aunque no tenía grandes prendas naturales para la música, desde los quince años le dio lecciones una profesora de piano del barrio de Saint-Germain, mujer de genio que al final de su vida, se vio en la miseria y a los setenta años tuvo que volver a dar lecciones a las hijas y a las nietas de sus primeras discípulas. Ya había muerto. Pero su método y su excelente sonido revivían a menudo en sus discípulas, aun en aquellas convertidas para siempre a la mediocridad, que abandonaron la música y nunca abrían un piano. Así que la princesa pudo mover la cabeza con pleno conocimiento de causa y sabiendo apreciar exactamente el modo como tocaba el pianista aquel preludio que ella se sabía de memoria. Murmuró: «siempre será delicioso»; y lo hizo frunciendo los labios románticamente como una flor bonita, y armonizó con ellos su mirada, que se cargó en aquel momento de vaguedad y sentimentalismo. Mientras tanto, la marquesa de Gallardon pensaba que sentía mucho no ver con más frecuencia a la princesa de los Laumes, porque estaba deseando darle una lección no contestando a su saludo. No sabía que tenía muy cerca a su prima. Un movimiento de cabeza de la vizcondesa de Franquetot descubrió a la princesa. E inmediatamente la Gallardon se precipitó hacia ella, molestando a todo el mundo; pero como no quería perder aquel porte altivo y glacial, que recordaba a todos que no deseaba mucho trato con una persona en cuyos salones podía encontrarse a la princesa Matilde, y a la que ella no debía ir a saludar primero, porque «no era de su tiempo», quiso compensar aquel porte de reserva y orgullo con algunas palabras que justificaran su saludo y obligaran a la princesa a entrar en conversación; así que en cuanto se vio cerca de su prima, con rostro seco y tendiendo la mano como una carta forzada, le dijo: «¿Qué tal está tu marido?», con el mismo tono de preocupación que si el príncipe estuviera gravemente enfermo. La princesa se echó a reír con una risa muy suya, que quería indicar a los demás que se estaba riendo de una persona y que al mismo tiempo la embellecía, concentrando los rasgos de su rostro en torno a su animada boca y a sus ojos brillantes, y le respondió:

—¡Pero si está divinamente!

Y todavía siguió riéndose. Sin embargo, la marquesa de Gallardon, enderezando el busto y con el rostro ya más frío, aunque todavía preocupado por el estado de salud del príncipe, dijo a su prima:

—Oriana (y aquí la princesa miró asombrada y risueña a un invisible tercer personaje, al que tomaba por testigo de que nunca autorizó a la marquesa para que la llamara por su nombre de pila), tengo mucho interés en que vayas mañana a casa a oír un quinteto con clarinete de Mozart. Me gustaría saber tu opinión.

Y parecía, no que estaba haciendo una invitación, sino que pedía un favor, que necesitaba el parecer de la princesa sobre el cuarteto de Mozart, como si fuera el plato original de una nueva cocinera y deseara saber lo que opinaba un entendido de sus méritos culinarios.

—Conozco el quinteto, y te puedo decir ahora mismo lo que me parece.

—Sabes, mi marido no está muy bien del hígado… se alegrará mucho de verte —replicó la Gallardon, que ahora imponía a la princesa la asistencia a su fiesta como un deber de caridad.

A la princesa no le gustaba decir a una persona que no quería ir a su casa. Y todos los días escribía cartas lamentándose de no haber podido ir, por una inopinada visita de su suegra, por una invitación de su cuñado, por la ópera o por haberse marchado al campo, a una reunión a la que nunca tuvo intención de asistir. Y así daba a mucha gente la alegría de suponer que estaba en muy buenas relaciones con ellos, que de buena gana habría ido a su casa, a no ser por aquellos contratiempos principescos, que tanto halagaban a sus amigos ver en competencia con su invitación. Además, como formaba parte de aquel ingenioso grupo de los Guermantes —donde sobrevivía algo de la gracia viva, sin lugares comunes ni sentimientos convencionales, que desciende de Merimée, y halla su última expresión en el teatro de Meilhac y Halévy—, adaptaba esa gracia al trato social, la trasponía hasta en su cortesía, que aspiraba a que fuese precisa, positiva, muy cercana a la humilde verdad. No exponía ampliamente a una señora cuán grandes eran sus deseos de asistir a una reunión en su casa; le parecía más amable enumerarle unas cuantas menudencias de las que dependía que pudiera ir o no.

—Mira, te diré —contestó a la marquesa de Gallardon—; mañana tengo que ir a casa de una amiga que me tiene comprometida hace ya mucho tiempo. Si nos lleva al teatro no me será posible, con toda mi mejor voluntad, ir a tu casa; pero si no salimos, como sé que estaremos solos, podré marcharme antes.

—¿Has visto a tu amigo Swann?

—No, no sabía que estuviera aquí esa alhaja de Swann; voy a hacer porque me vea.

—Es raro que venga aquí, a casa de la vieja Saint-Euverte —dijo la marquesa—. Ya sé que es hombre listo —añadió; queriendo dar a entender que era intrigante—; pero, de todos modos, es extraño ver a un judío en casa de una mujer que tiene un hermano y un cuñado arzobispos.

—Yo confieso con rubor que no me parece nada extraño —contestó la princesa de los Laumes.

—Ya sé que se ha convertido desde sus padres y sus abuelos. Pero dicen que los que abjuran su religión siguen tan apegados a ella como los demás, y que eso de la conversión es una farsa. ¿No lo sabes tú?

—Carezco de toda ilustración en ese punto.

El pianista, que tenía que tocar dos cosas de Chopin, una vez acabado el preludio, empezó una polonesa. Pero, en cuanto la marquesa de Gallardon indicó a su prima que Swann estaba allí, Chopin redivivo habría podido tocar todas sus obras sin ganarse la atención de la princesa de los Laumes. Hay dos clases de personas: unas que se sienten atraídas con gran curiosidad por las gentes que no conocen, y otras que sólo tienen interés por los conocidos; la princesa de los Laumes era de éstas. Le sucedía, como a muchas damas del barrio de Saint-Germain, que la presencia en un sitio donde ella estuviera de una persona de su grupo, a la que por lo demás no tenía nada de particular que decir, acaparaba exclusivamente su atención, a costa de todo lo restante. Desde aquel instante, con la esperanza de que Swann la viera, la princesa, como una rata blanca cuando le acercan un terrón de azúcar y luego se lo quitan, no hizo más que volver la cara, con mil gestos de connivencia, sin relación alguna con el sentimiento de la polonesa de Chopin, hacia donde Swann estaba, y si éste mudaba de sitio desplazábase paralelamente la imantada sonrisa de la princesa.

—Oriana, no te enfades, ¿eh? —dijo la marquesa de Gallardon, que no podía resistirse a sacrificar sus mayores esperanzas sociales y su deseo de deslumbrar a la gente, por el gusto oscuro inmediato y privado de decir una cosa desagradable—; pero hay quien dice que ese Swann es persona que no puede entrar en una casa decente. ¿Es cierto?

—Ya sabes muy bien que es verdad —contestó la princesa—, porque tú lo has invitado cincuenta veces y nunca ha ido a tu casa.

Y se marchó del lado de su mortificada prima, rompiendo de nuevo en una risa que escandalizó a los que escuchaban la música, pero que llamó la atención de la marquesa de Saint-Euverte, que por cortesía estaba cerca del piano, y que hasta entonces no había visto a la princesa. Se alegró mucho de verla, porque creía que aún seguía en Guermantes asistiendo a su suegro, que estaba enfermo.

—¿Pero estaba usted ahí, princesa?

—Sí, estaba en un rincón. He oído cosas muy bonitas.

—¡Ah! ¿Pero hace ya rato que está usted ahí?

—Sí, hace un rato largo, que se me ha hecho muy corto. Largo nada más que porque no la veía a usted.

La marquesa de Saint-Euverte quiso ceder su sillón a la princesa, que respondió:

—De ninguna manera. Yo estoy bien en cualquier parte.

Y fijándose intencionadamente, para manifestar más clara aún su sencillez de gran señora, en un pequeño asiento sin respaldo, dijo:

—Mire, con ese pouf tengo bastante. Así me estaré derecha. ¡Huy! Estoy metiendo ruido; me van a sisear.

Mientras tanto, el pianista, duplicando la velocidad, llevaba a su colmo la emoción musical, y un criado iba pasando refrescos en una bandeja, haciendo tintinear las cucharillas, sin ver las señas que, como todas las semanas, le hacía la señora para que se marchara. Una joven recién casada, a la que habían dicho que una mujer joven debe tener siempre la fisonomía animada, sonreía complacida y buscaba con los ojos a la señora de la casa para darle las gracias con su mirada por haberse acordado de invitarla. Sin embargo, iba siguiendo intranquila la música, no tan intranquila como la vizcondesa de Franquetot, pero con cierta preocupación, la cual tenía por objeto, no el pianista, sino el piano, porque había en él una bujía que temblaba a cada fortissimo, amenazando con prender fuego a la pantalla, o por lo menos con manchar de esperma el palosanto. Al fin, sin poder contenerse, subió los dos escalones del estrado donde estaba el piano y se precipitó a quitar la arandela. Pero cuando ya la iban a tocar sus manos sonó un último acorde, se acabó la polonesa y el pianista se levantó. Sin embargo, la atrevida decisión de aquella joven y la corta promiscuidad que resultó entre ella y el pianista produjeron una impresión más favorable que otra cosa.

—¿Se ha fijado usted en lo que ha hecho esa joven, princesa? —dijo el general de Froberville, que había ido a saludar a la princesa de los Laumes, abandonada un instante por la señora de la casa—. Es curioso. ¿Será una artista?

—No, es una de las pequeñas Cambremer —contestó ligeramente la princesa, y añadió en seguida—: Vamos, eso es lo que he oído decir, porque yo no tengo idea de quién pueda ser. Detrás de mí dijeron que eran vecinos de campo de la marquesa de Saint-Euverte; pero me parece que no los conoce nadie. Deben ser gente del campo. Además, yo no sé si usted está muy enterado de la brillante sociedad que aquí se congrega, pero yo no conozco ni de nombre a ninguna de estas gentes tan raras. ¿A qué dedicarán su vida, fuera de las reuniones de la marquesa de Saint-Euverte? Se conoce que las ha alquilado, con los músicos, las sillas y los refrescos. Reconocerá usted que esos invitados de «casa de Belloir» son espléndidos. ¿Tendrá valor para alquilar esos comparsas todas las semanas? ¡No es posible!

—Pero Cambremer es un nombre auténtico y muy antiguo —repuso el general.

—No veo inconveniente en que sea antiguo —respondió secamente la princesa—; pero, en todo caso, no es eufónico —añadió, pronunciando la palabra eufónico como si estuviera entre comillas, afectación de habla muy peculiar al grupo Guermantes

—Quizá. Es realmente muy bonita; está para comérsela —dijo el general, que no perdía de vista a la joven Cambremer—. ¿No es usted de mi opinión, princesa?

—Me parece que se hace ver mucho, y no sé si eso es siempre agradable en una mujer tan joven, porque se me figura que no es de mi tiempo —contestó la señora de los Laumes (esa expresión «de mi tiempo» era rasgo común a los Gallardon y a los Guermantes).

Pero la princesa, al ver que el general seguía mirando a la damita, añadió, un tanto por malevolencia hacia ella como por amabilidad hacia el general: «No es siempre agradable… para el marido. Siento mucho no conocerla; ya que tanto le gusta a usted, se la habría presentado —dijo la princesa, que probablemente no hubiera hecho lo que decía de haber conocido a la joven Cambremer—. Pero voy a decirle a usted adiós porque es hoy el santo de una amiga mía y tengo que ir a darle los días», dijo con tono modesto y sincero, reduciendo la reunión mundana a donde iba a ir, a la sencillez de una ceremonia aburrida, pero a la que era menester asistir por obligación y delicadeza. «Además, tengo que ver allí a Basin, que mientras que estaba yo aquí ha ido a visitar a unos amigos suyos; creo que usted los conoce, tienen nombre de puente, los Jena».

—Fue primero un nombre de victoria, princesa —dijo el general—. ¡Qué quiere usted!, para un soldado viejo como yo —añadió, quitándose el monóculo para limpiarlo, como el que se cambia de vendaje, mientras que la princesa miraba instintivamente a otro lado—, esa nobleza del Imperio es otra cosa, claro, pero en su género vale algo; son gentes que después de todo se han batido como héroes.

—No; si yo tengo un gran respeto a los héroes —dijo la princesa con tono levemente irónico—; si no voy con Basin a casa de esa princesa de Jena no es por nada de eso, sino porque no los conozco, nada más. Basin los conoce y los quiere mucho. No; no es lo que usted se imagina, no hay ningún flirt, yo no tengo por qué oponerme. Y, además, ¿para qué me sirve oponerme? —añadió con melancólica voz, porque todo el mundo sabía que el príncipe de los Laumes engañaba constantemente a su encantadora prima desde el día mismo que se casó con ella—. Pero, bueno; ahora no es ése el caso. Son conocidos suyos hace mucho tiempo, y hace muy buenas migas con ellos, con mucho gusto por mi parte. Claro que su casa, por lo que me ha dicho Basin, no… Figúrese usted que todos sus muebles son estilo «Imperio».

—Pero, princesa, es muy natural, es el mobiliario de sus abuelos.

—No digo que no; pero por eso no deja de ser feo. Comprendo perfectamente que no todo el mundo puede tener cosas bonitas; pero, por lo menos, que no se tengan cosas ridículas. ¡Qué quiere usted!; no conozco nada más académico y más burgués que ese horrible estilo, con unas cómodas que tienen cabezas de cisne, como las pilas de baño.

—Pero, si no me equivoco, creo que hasta tienen cosas de valor; me parece que en su casa está la famosa mesa de mosaico donde se firmó el tratado de…

—¡Ah!, yo no digo que no tengan cosas interesantes desde el punto de vista histórico. Pero por eso no va a ser bonito… si es horrible. Yo también tengo cosas de esas que Basin ha heredado de los Montesquieu. Pero las guardo en las buhardillas de Guermantes para que no las vea nadie. Y, además, ya le digo a usted que tampoco es por eso; me precipitaría a ir a su casa con Basin, iría allí en medio de sus esfinges y sus cobres si los conociera, pero… no los conozco. Y desde pequeña me tienen dicho que no está bien ir a casa de personas que uno no conoce —dijo con tono pueril—. Y hago lo que me enseñaron. ¿Qué harían esas buenas gentes al ver entrar en su casa a una persona desconocida? Quizá me recibieran muy mal.

Y, por coquetería, añadió a la sonrisa que la inspiraba esta hipótesis, y para embellecerla más, una expresión soñadora y dulce de la mirarla, que tenía fija en el general.

—Demasiado sabe usted, princesa, que no cabrían en su pellejo de alegría…

—No, ¿por qué? —le preguntó la princesa con extrema vivacidad, ya para aparentar que no se daba cuenta de que el general lo decía porque ella era una de las primeras damas de Francia, ya porque le gustara oírselo decir—. ¿Por qué, usted qué sabe? Quizá les desagradar mucho. Yo no sé, pero si juzgo por mí, ya me molesta tanto a veces ver a la gente que conozco, que si tuviera que ir a ver también a los que no conozco, por muy «heroicos» que fueran, sería cosa de volverse loca. Además, salvo en el caso claro de amigos viejos, como usted, a quienes no tratamos por eso sólo, yo no sé si eso del heroísmo se puede llevar muy bien en sociedad. A mí me es bastante cargante tener que dar comidas; pero figúrese usted si tuviera que dar el brazo a Espartaco para ir a la mesa… No, no; si nos juntamos trece no seré yo quien llame a Vercingitoris para que haga el catorce. Lo reservaría para las reuniones de gran gala. Y como en mi casa no las hay…

—¡Ah!, princesa, no en balde es usted una Guermantes. Bien claro se le ve el ingenio de la casa.

—Pero siempre se habla del ingenio de los Guermantes, yo no sé por qué. Como si les quedara algo a los demás, ¿verdad? —añadió soltando una carcajada alegre y ruidosa y recogiendo y juntando los rasgos fisonómicos todos en la red de su animación, con los ojos chispeantes, encendidos en un flamear radiante de alegría, que sólo podían prender las palabras, aunque fuera la misma princesa la que las decía, de alabanza a su ingenio o su belleza—. Ahí tiene usted a Swann, que está saludando a su Cambremer, ahí, junto a la vieja Saint-Euverte, ¿no lo ve? Pídale que lo presente, pero dese prisa, porque me parece que se va.

—¿Se ha fijado usted que mala cara tiene? —dijo el general.

—Vamos, Carlitos. Por fin viene. Ya empezaba a creer que no quería verme.»

Swann estimaba mucho a la princesa de los Laumes, y además, al verla, se acordaba de Guermantes, tierra cercana a Combray, región toda aquella que le gustaba muchísimo, y donde no iba ahora por no separarse de Odette. Y empleando unas formas medio artísticas, medio galantes, con las que se hacía grato a la princesa, y que se le ocurrían espontáneamente en cuanto volvía a tocar en aquel su ambiente de antes, y deseoso, además, de expresarse a sí mismo la nostalgia que sentía del campo, dijo, como entre bastidores, de modo que lo oyeran a la vez la marquesa de Saint-Euverte, con quien estaba hablando, y la princesa de los Laumes, para quien estaba hablando:

—¡Ah!, ahí está la princesa bonita. Mire usted, ha venido expresamente de Guermantes para oír el San Francisco de Asís, de Liszt, y como es un abejaruco lindo que ha venido volando, no ha tenido tiempo más que de picotear unas cerecillas de pájaro y unas flores de espino y ponérselas en la cabeza; todavía tienen unas gotitas de rocío y de esa escarcha que tanto miedo debe de dar a la duquesa. Es precioso, princesa.

—Pero, cómo, ¿conque la princesa ha venido expresamente de Guermantes? Eso es ya demasiado, no lo sabía; verdaderamente, no sé cómo darle las gracias —exclamó la Saint-Euverte, ingenuamente, poco hecha al modo de hablar de Swann. Y fijándose en el peinado de la princesa—: Es verdad, imita como si fuera castañitas, pero no, eso no… es una idea deliciosa. ¿Y cómo conocía la princesa el programa? Ni siquiera a mí me lo habían dicho los músicos.

Swann, que siempre que veía una dama con la que tenía costumbre de hablar en tono de galantería, le decía alguna cosa delicada que pasaba inadvertida para muchas de las gentes del gran mundo, no se dignó explicar a la marquesa de Saint-Euverte que había hablado en pura metáfora. La princesa se echó a reír a carcajadas, porque en su círculo de íntimos se tenía en gran estima la gracia de Swann, y además, porque no podía oír ningún cumplido dirigido a ella sin que le pareciera muy fino y gracioso.

—Encantada, Carlos, de que le gusten a usted mis florecillas de espino. ¿Cómo es que estaba usted saludando a esa Cambremer? ¿También es vecina de campo suya?

La marquesa de Saint-Euverte, viendo que la princesa estaba muy a gusto charlando con Swann, se había ido.

—También lo es de usted, princesa.

—¡Mía! Pero esa gente en todas partes tiene tierras. ¡Qué envidia me dan!

—No son los Cambremer, sino los padres de ella; es una señorita Legrandin que iba a Combray. Yo no sé si usted se acuerda de que es condesa de Combray y de que el cabildo le debe a usted un censo.

—Lo que me debe el cabildo no lo sé, pero lo que sé es que el cura me saca todos los años cien francos, cosa que no me hace ninguna gracia. En fin, esos Cambremer tienen un nombre bastante chocante. Menos mal que acaba a tiempo, pero acaba mal —dijo riéndose.

—Pues no empieza mucho mejor —contestó Swann.

—En efecto, es una abreviatura doble.

—Sin duda fue alguien muy irritado y muy fino que no se atrevió a apurar la primera palabra.

—Pero, ya que no pudo por menos de empezar la segunda, debía haber rematado la primera, para acabar de una vez. Carlitos, estamos haciendo unos chistes deliciosos, pero es muy fastidioso eso de no verlo a usted —añadió con tono zalamero—, porque me gusta mucho que hablemos un rato. ¿Querrá usted creer que no he podido meter en la cabeza a ese idiota de Froberville que el nombre de Cambremer era chocante? La vida es una cosa horrible; hasta que no lo veo a usted, no dejo de aburrirme.

Indudablemente, esto no era absolutamente cierto. Pero Swann y la princesa tenían un mismo modo de juzgar las cosas menudas, que daba como resultado —efecto, a no ser que fuera la causa de ello— una gran analogía en la manera de expresarse y hasta en la pronunciación. Esa semejanza no llamaba la atención, porque sus voces eran muy diferentes. Pero si se lograba quitar a las frases de Swann la sonoridad que las envolvía y los bigotes por entre los cuales brotaban, se veía muy claro que eran las mismas frases e inflexiones de voz, el estilo del grupo Guermantes. Respecto a las cosas importantes, las ideas de Swann y de la princesa no coincidían en ningún punto. Pero desde que Swann se sentía tan triste, siempre con aquel escalofrío que no sobrecoge cuando vamos a echarnos a llorar, experimentaba el imperioso deseo de hablar de su pena, como un asesino de su crimen. Al oír lo que le dijo la princesa, de que la vida era una cosa horrible, sintió una impresión tan dulce como si le hubiera hablado de Odette.

—Sí, la vida es una cosa horrible. A ver si nos vemos a menudo, mi querida princesa. Lo agradable que tiene el pasar un rato con usted es que usted no está alegre. Podríamos vernos una de estas noches.

—¿Y por qué no viene usted a Guermantes? Mi madre política se alegraría mucho. La gente dice que aquello es feo, pero a mí no me disgusta nada. Tengo horror a las regiones pintorescas.

—Ya lo creo, es una tierra admirable —contestó Swann—, demasiado hermosa, con demasiada vida para mí en este momento; es una tierra para ser feliz. Quizá sea porque yo he vivido allí, pero todas las cosas de ese país me dicen algo. En cuanto se levanta un soplo de viento y los trigales empiezan a agitarse, me parece que va a llegar alguien, que voy a recibir una noticia. Y las casitas que hay a la orilla del río… no, me sentiría muy desgraciado…

—Cuidado, cuidado, Carlitos; ahí está la terrible Rampillon, que me ha visto; tápeme usted, recuérdeme qué es lo que le ha pasado, se ha casado su hija o su querido, yo no sé, o los dos, me parece que los dos, eso es, su querido con su hija. No, ahora recuerdo, es que la ha repudiado su príncipe. Haga usted como que me está hablando, para que esa Berenice no venga a invitarme a cenar. Digo, ya me voy. Oiga, Carlitos, y ya que nos vemos, me dejará usted que me lo lleve a casa de la princesa de Parma, que se alegrará mucho de verlo, y lo mismo Basin, que me está esperando allí. Si no fuera porque Memé nos da noticias suyas… Es que ahora no se lo ve a usted nunca.

Swann no quiso aceptar; había dicho a Charlus que volvería directamente a casa después de la fiesta de la marquesa, y no quería arriesgarse, por ir a casa de la princesa de Parma, a perderse una esquelita que estuvo toda la noche esperando que le entregara un criado en el concierto, y que quizá ahora, al volver a casa, le daría el portero. «Ese pobre Swann —dijo aquella noche la princesa a su marido— sigue tan simpático como siempre, pero tiene un aire tristísimo. Ya lo verás, porque ha dicho que va a venir a cenar una noche. En el fondo, me parece ridículo que un hombre de su inteligencia sufra por una persona de esa clase, y que, además, no tiene ningún interés, porque dicen que es idiota», añadió con esa prudencia de las gentes que no están enamoradas y que se imaginan que un hombre listo no debe sufrir de amor más que por una mujer que valga la pena; que es lo mismo que si nos asombráramos de que una persona se digne padecer del cólera por un ser tan insignificante como el bacilo vírgula.

Swann ya iba a marcharse; pero en el momento de escapar, el general de Froberville le pidió que lo presentara a la damita de Cambremer, y tuvo que volver a entrar en el salón para buscarla.

—Yo digo, Swann, que preferiría ser el marido de esa señora a que me asesinaran los salvajes, ¡eh!, ¿a usted qué le parece?

Esas palabras de «que me asesinaran los salvajes» hirieron a Swann en el corazón; y en seguida sintió deseo de continuar hablando de eso con el general:

—¡Ah!, pero ha habido muchas vidas notables que han acabado así. Ese navegante, cuyas cenizas trajo Dumont d’Urville… La Pérousse… (y con eso Swann se tenía por tan feliz como si hubiera hablado de Odette). Ese tipo de La Pérousse es muy simpático, a mí me atrae mucho —añadió melancólicamente.

—¡Ah, sí!… La Pérousse… —dijo el general—. Sí, es un hombre conocido. Creo que tiene su calle.

—¿Conoce usted a alguien en esa calle? —preguntó Swann un poco inquieto.

—No conozco más que a la señora de Chalinvault, la hermana de ese buen Chanssepierre. El otro día nos dio en su casa una función de teatro muy bonita. Es una casa que llegará a ser muy elegante, ya lo verá usted.

—¡Ah!, con que vive en la calle de La Pérousse. Es una calle simpática, muy bonita, muy triste.

—No, triste no; lo que pasa es que hace mucho tiempo que no va usted por allí; pero aquello ya no está triste, han empezado a edificar por todo aquel barrio.

Cuando, por fin, presentó Swann al general a la damita de Cambremer, aunque era la primera vez que ella oía el nombre del general, esbozó la misma sonrisa de alegría y sorpresa que si ese nombre le hubiera sido conocidísimo, porque, como no conocía a las amistades de su nueva familia, siempre que le presentaban a alguien suponía que era amigo de los suyos, y creyendo dar prueba de tacto aparentando que había oído hablar mucho de esa persona desde que estaba casada, ofrecía su mano con ademán vaciante, que tenía por objeto mostrar que su espontánea simpatía triunfaba sobre la aprendida reserva. Así que sus suegros, a los fue consideraba ella como las personas más ilustres de Francia, la miraban como a un ángel; entre otras cosas, porque así parecía que al casarla con su hijo lo hicieron más bien ganados por sus gracias personales que por su gran fortuna.

—Señora, ya se ve que es usted música de corazón —dijo el general, haciendo una alusión inconsciente al episodio de la arandela.

Pero el concierto se reanudó, y Swann comprendió que ya no podía irse hasta que se acabara aquel número. Le dolía verse encerrado en medio de aquellas gentes, cuyas tonterías y ridiculeces se le representaban más dolorosamente, porque como ignoraban su pasión, y aunque la hubieran conocido no habrían sido capaces de otra cosa que de sonreír, como de una niñería, o deplorarla, como una locura, ponían a Swann en el trance de considerar su amor como estado subjetivo, que sólo existía para él, sin nada externo que le afirmara su realidad; sufría muchísimo, y hasta el sonido de los instrumentos le daba ganas de gritar, de prolongar su destierro en aquel sitio, donde Odette no entraría nunca, donde no había nadie que la conociera, de donde estaba totalmente ausente.

Pero, de pronto, fue como si Odette entrara, y esa aparición le dolió tanto, que tuvo que llevarse la mano al corazón. Es que el violín había subido a unas notas altas y se quedaba en ellas esperando, con una espera que se prolongaba sin que él dejara de sostener las notas, exaltado por la esperanza de ver ya acercarse al objeto de su espera, esforzándose desesperadamente para durar hasta que llegara, para acogerlo antes de expirar, para ofrecerle el camino abierto un momento más con sus fuerzas postreras, de modo que pudiera pasar, igual que se sostiene una puerta que se va a caer. Y antes de que Swann tuviera tiempo de comprender y de decirse que era la frase de la sonata de Vinteuil y que no había que escuchar, todos los recuerdos del tiempo en que Odette estaba enamorada de él, que hasta aquel día lograra mantener invisibles en lo más hondo de su ser, engañados por aquel brusco rayo del tiempo del amor y creyéndose que había tornado, se despertaron, se remontaron de un vuelo, cantándole locamente, sin compasión para su infortunio de entonces, las olvidadas letrillas de la felicidad.

Y en vez de las expresiones abstractas «época en que yo era feliz», «cuando me querían», que pronunciaba sin mucho dolor porque todo lo que en ellas encerraba del tiempo pasado eran falsos extractos sin contenido, se encontró con aquello mismo que dio eterna fijeza al elemento específico y volátil de la dicha perdida; lo vio todo, los pétalos nevados y rizosos del crisantemo que ella le tiró al coche, y que él fue besando todo el camino, el membrete en relieve de la Maison Dorée, en aquella carta donde decía: «Me tiembla tanto la mano al escribir»; el fruncirse de sus cejas cuando le dijo en tono suplicante: «¿Tardará usted mucho en decirme que vuelva?»; percibió el olor de las tenacillas con que el peluquero le rizaba su «cepillo», mientras que Loredan iba en busca de la obrerita; las lluvias tormentosas que cayeron aquella primavera, la vuelta a casa en coche abierto, a la luz de la luna; todas y cada una de las mallas de costumbres mentales, de impresiones periódicas, de creaciones cutáneas que tejieron en el espacio de unas semanas esa red uniforme, en la que volvía a sentirse preso su cuerpo. En aquellos momentos pasados satisfacía la voluptuosa curiosidad de conocer los placeres de los que viven de amor. Y creyó que podría no pasar de ahí, que no iba a tener que aprender las penas de los que viven de amor; y ahora, el encanto de Odette no era nada comparado con ese formidable terror que lo prolongaba a modo de inquieto halo, con esa inmensa angustia de no saber minuto por minuto lo que hacía, por no poseerla para siempre y en todas partes. Se acordó del tono con que ella dijo: «Podremos vernos siempre, yo no tengo nada que hacer»; ella, que ahora siempre tenía que hacer; del interés y la curiosidad que le inspiraban la vida de Swann, el deseo ardiente de que él le hiciera, el favor —cosa que Swann temía entonces como posible causa de molestias— de dejarla penetrar en esa vida; cuánto tuvo que rogarle para que se dejara llevar a casa de los Verdurin; y en aquella época, en que la invitaba a ir a su casa una vez al mes, lo mucho que tuvo que repetirle ella, antes de que Swann cediera, «¡qué delicia tan agrande, sería el verse a diario!», delicia que entonces era el sueño de Odette, y a Swann le parecía un fastidio, y que luego fue cansándola a ella hasta romper definitivamente con la costumbre, mientras que para Swann se convertía en dolorosa e invencible necesidad. Y ya no sabía si era verdad que la tercera vez que se vieron cuando ella le preguntó: «¿Por qué no me deja usted venir más a menudo?», le contestó él, sonriendo y por galantería: «Es que tengo miedo a sufrir». Ahora le escribía también desde un restaurante o desde un hotel en cartas con membrete, pero las letras del nombre le quemaban como si fueran de fuego. «Escribe desde el hotel Vouillemont. ¿Qué ha ido a hacer allí?, ¿y con quién? ¿Qué habrá pasado?». Se acordó de los faroles aquellos que iban apagando en el bulevar de los Italianos, cuando se la encontró contra toda esperanza entre las erráticas sombras de aquella noche, que le pareció sobrenatural, y que, en efecto —noche en que no tenía que preguntarse si le iba a contrariar que la buscara, porque estaba seguro de que la mayor alegría de ella, sería verlo y volver con él—, pertenecía a un mundo misterioso en el que nunca se puede tornar a penetrar una vez que se nos cierran sus puertas. Y Swann vio, inmóvil, frente a aquella dicha rediviva, a un desgraciado que le dio lástima primero porque no lo conocía; tanta lástima, que tuvo que bajar la vista para que no se le vieran las lágrimas. Era él mismo.

Cuando lo hubo comprendido, cesó su compasión, pero sintió celos de su otro yo que Odette había querido, sintió celos de todos aquellos hombres, a los que miraba antes, diciendo: «Quizá los quiere», sin gran pena, mientras que ahora había cambiado la idea vaga de amar, en la que no hay amor, por los pétalos del crisantemo y el membrete de la Maison Dorée, que estaban llenos de amor. Y como su dolor iba siendo muy agudo, se pasó la mano por la frente, dejó caer el monóculo y limpió el cristal. Indudablemente, si en aquel momento se hubiera visto a sí mismo, habría añadido a su anterior colección de monóculos ese que se quitaba de la cabeza cual un pensamiento importuno y de cuya empañada superficie quería borrar las penas con su pañuelo.

Tiene el violín —cuando no se ve el instrumento y no se puede relacionarlo que se oye con su imagen, cosa que modifica su sonoridad— acentos semejantes a algunas voces de contralto que llegan a dar la ilusión de que hay una cantante. Alzamos la vista sin ver otra cosa que las cajas de los violines, preciosas como estuches chinos, y, sin embargo, por un momento aún, nos engaña la falsa llamada de la sirena; otras veces, se nos figura que en el fondo de la docta caja se oye a un genio cautivo que está luchando allá dentro, embrujado y frenético, como un demonio en una pila de agua bendita; cuando no, se nos representa un ser sobrenatural y puro que cruza por el aire difundiendo su invisible mensaje.

Como si los instrumentistas estuvieran, más que tocando la frase; procediendo a los ritos indispensables a su aparición y ejecutando los sortilegios necesarios para obtener y prolongar por unos instantes el prodigio de su evocación, Swann, que ya no podía verla, como si perteneciera a un mundo ultravioleta, y que saboreaba igual que la frescura de una metamorfosis esa momentánea ceguera que lo aquejaba al acercarse a ella; Swann sentía su presencia, como una diosa protectora y confidente de su amor, que para poder llegar hasta él delante de todo el mundo y hablarle un poco aparte se había endosado el disfraz de esas apariencia sonora. Y mientras pasaba ligera, calmante, murmurada, como un perfume, diciéndole todo lo que le tenía que decir, todas las palabras que Swann escrutaba con avidez, lamentando que huyeran tan pronto, sin querer hacía con los labios el movimiento de besar al paso su cuerpo armonioso y fugitivo. Ya no se sentía desterrado, y sólo porque la frase se dirigía a él, le hallaba a media voz de Odette. Porque ya no tenía aquella vieja idea de que la frase no los conocía. ¡Había sido testigo tantas veces de sus alegrías! Verdad que también les había avisado de la fragilidad de aquellos goces. Y mientras que en aquellos tiempos adivinaba un dolor en su sonrisa, en su entonación límpida y desencantada, ahora más bien le veía la gracia de una resignación alegre casi. Y de esas penas, de las que antes le hablaba la frase sin que lo alanzaran a él, de esas penas que iba arrastrando sonriente en un curso rápido y sinuoso, de esas penas que ahora eran suyas, sin esperanza de librarse jamás de ellas, le decía ahora la frase lo mismo que antaño le dijo de la felicidad: «¿Y qué es eso? Eso no es nada». Por primera vez el pensamiento de Swann saltó en un arranque de piedad y cariño hacia aquel Vinteuil, aquel hermano sublime que tanto debió de sufrir. ¿Cómo sería su vida? ¿De qué dolores debió sacar aquella fuerza de Dios, aquella ilimitada potencia de crear? Y cuando era la frase la que le hablaba de la vanidad de su pena, Swann sentía muy suave esa misma juiciosa prudencia que le pareció intolerable cuando leída en el rostro de los indiferentes, que juzgaban su amor como una divagación sin importancia. Y es que la frase, por el contrario, y cualquiera que fuese la opinión que tuviera sobre la brevedad de esos estados de ánimo, veía en ellos, no como las gentes, una cosa menos seria que la vida positiva, sino algo muy superior a ella: lo único que valía la pena de expresarse. Aquellas seducciones de la íntima tristeza es lo que ella intentaba imitar, volver a crear, y hasta su misma esencia, que está en ser incomunicable y aparecer como frívola a toda persona que no la sienta, la captó y la hizo visible la frase. De modo que todos aquellos oyentes —por poco músicos que fueran— confesaban su valor y saboreaban su divina dulzura, aunque luego en la vida ya no lo reconocieran en cada caso particular de amor que brotara a su lado. Sin duda, la forma en que la sonata había codificado esos sentimientos no podía resolverse en razonamientos. Pero, desde hacía más de un año que le revelaba a Swann muchas riquezas de su alma, le había brotado el amor a la música, al menos por algún tiempo, y consideraba él los motivos musicales como verdaderas ideas de otro mundo, de otro orden, ideas veladas por tinieblas desconocidas, imposibles de penetrar por la inteligencia, pero perfectamente distintas unas de otras, desiguales en cuanto a valor y significación. Cuando, después de la reunión de los Verdurin, hizo que le tocaran esa frase, quiso averiguar, porque lo circunvenía, lo rodeaba, al modo de un perfume o de una caricia, y se dio cuenta de que la poca distancia entre las cinco notas que la componían y la vuelta constante de dos de ellas eran origen de aquella impresión de dulzura encogida y temblorosa; pero, en realidad, sabía que estaba razonando, no sobre la frase misma, sino sobre sencillos valores, que, para mayor comodidad de la inteligencia ponía en lugar de esa entidad misteriosa, que ya percibió, antes de conocer a los Verdurin, en aquella reunión donde oyó la sonata por vez primera. Sabía que hasta el recuerdo del piano falseaba el plano en que veía las cosas de la música, porque el campo que se le abre al pianista no es un mezquino teclado de siete notas, sino un teclado inconmensurable, desconocido casi por completo, donde aquí y allá, separadas por espesas tinieblas inexploradas, han sido descubiertas algunos millones de las teclas de ternura, de coraje, de pasión, de serenidad que lo componen, tan distintas entre sí como un mundo de otro mundo, por unos cuantos grandes artistas que nos han hecho el favor, despertando en nosotros la equivalencia del tema que ellos descubrieron, de mostrarnos la gran riqueza, la gran variedad oculta, sin que nos demos cuenta, en esa noche enorme, impenetrada y descorazonadora de nuestra alma, que consideramos como el vacío y la nada. Vinteuil fue uno de esos músicos. En su frase, aunque presentara a la razón una superficie oscura, se sentía un contenido tan consistente, tan explícito, tan lleno de fuerza nueva y original, que los que la habían oído la guardaban en la memoria en el mismo plano que las ideas del entendimiento. Swann se refería a ella como a una concepción de la felicidad y del amor, cuya particularidad apreciaba tan perfectamente como la de la «Princesa de Clèves» o la de «René» en cuanto esos nombres se presentaban a su recuerdo. Hasta cuando no pensaba en la frase seguía latente en su ánimo, lo mismo que esas otras nociones sin equivalente, como la de la luz, el sonido, el relieve, la voluptuosidad física, etc., que son los ricos dominios en que se diversifica y se exalta nuestro reino interior. Quizá los perdamos, quizá se borren, si es que volvemos a la nada; pero mientras vivamos no nos queda otro remedio que darlos por conocidos, como no nos queda otro remedio con los objetos materiales, y como no podemos, por ejemplo, dudar de la lámpara encendida ante los objetos metamorfoseados de nuestro cuarto, de que pone en fuga hasta el recuerdo de la oscuridad. Por eso la frase de Vinteuil, lo mismo que algunos temas de Tristán, por ejemplo, que representan para nosotros una cierta adquisición sentimental, participaba de nuestra condición mortal, cobraba un carácter humano muy emocionante. Su suerte estaba ya unida al porvenir y a la realidad de nuestra alma, y era uno de sus más particulares y característicos adornos. Acaso la nada sea la única verdad y no exista nuestro ensueño; pero entonces esas frases musicales, esas nociones que en relación a la nada existen, tampoco tendrán realidad. Pereceremos; pero nos llevamos en rehenes esas divinas cautivas, que correrán nuestra fortuna. Y la muerte con ellas parece menos amarga, menos sin gloria, quizá menos probable.

Así que Swann no iba muy equivocado al creer que la frase de la sonata existía en realidad. Aunque, desde ese punto de vista, era humana, pertenecía a una clase de criaturas sobrenaturales que nunca hemos visto, pero que, sin embargo, reconocemos extáticos cuando algún explorador de lo invisible captura una de ellas, y la trae de ese mundo divino, donde le es dado penetrar para que brille unos momentos encima de nuestro mundo. Eso había hecho Vinteuil con la frasecita. Sentía Swann que el compositor se limitó con sus instrumentos de música a quitarle su velo, a hacerla visible, siguiendo y respetando su dibujo con mano tan delicada, prudente, cariñosa y segura que el sonido se alteraba a cada momento, difuminándose para indicar una sombra y cobrando vigor cuando tenía que seguir detrás de un perfil más atrevido. Y una prueba de que Swann no se equivocaba, al creer en la existencia real de esa frase, es que cualquier aficionado listo se habría dado cuenta en seguida de la impostura si Vinteuil, a falta de potencia para ver y traducir las formas de la frase, hubiera intentado disimular, añadiendo de cuando en cuando cosas de su cosecha, las lagunas de su visión olas debilidades de su mano.

Ya había desaparecido. Swann sabía que volvería a salir en el último tiempo, después de un largo trozo que el pianista de los Verdurin se saltaba siempre. En el cual había admirables ideas, que Swann no distinguió en la primera audición y que ahora veía, como si en el estuario de su memoria se hubieran quitado el disfraz uniforme de la novedad. Swann escuchaba los temas sueltos que iban a entrar en la composición de la frase, como las premisas en la conclusión necesaria, y asistía a su génesis. «¡Qué genial audacia! —se decía—, tan genial como la de un Lavoisier o un Ampère, la de Vinteuil, experimentando y descubriendo las secretas leyes de una fuerza desconocida, llevando a través de lo inexplorado, hacia la única meta posible, ese admirable carro invisible al que va fiado y que nunca verá.» ¡Qué hermoso diálogo oyó Swann entre el piano y el violín al comienzo del último tiempo! La supresión de la palabra humana, lejos de dejar el campo libre a la fantasía, como se habría podido creer, la eliminó; nunca el lenguaje hablado fue tan inflexiblemente justo ni conoció aquella pertinencia en las preguntas y aquella evidencia en las respuestas. Primero, el piano solo se quejaba como un pájaro abandonado por su pareja; el violín lo oyó y le dio respuesta como encaramado en un árbol cercano. Era cual si el mundo estuviera empezando a ser, como si hasta entonces no hubiera otra cosa que ellos dos en la tierra, o por mejor decir, en ese mundo inaccesible a todo lo demás, construido por la lógica de un creador, donde no habría nunca más que ellos dos: el mundo de esa sonata. ¿Es un pájaro, es el alma aun incompleta de la frase, o es un hada invisible y sollozante cuya queja repite en seguida, cariñosamente, el piano? Sus gritos eran tan repentinos, que el violinista tenía que precipitarse sobre el arco para recogerlos. El violinista quería encantar a aquel maravilloso pájaro, amansarlo, llegar a cogerlo. Ya se le había metido en el alma, ya la frase evocada agitaba el cuerpo verdaderamente poseso del violinista, como el de un médium. Swann sabía que la frase hablaría aún otra vez. Y estaba tan bien desdoblada su alma, que la espera del instante inminente en que iba a volver a tener delante la frase lo sacudió con uno de esos sollozos que un verso bonito o una noticia triste nos arrancan, no cuando estamos solos, sino cuando se lo decimos a un amigo, en cuya probable emoción nos vemos nosotros reflejados como un tercero. Reapareció, pero sólo para quedarse colgada en el aire, recreándose un instante, como inmóvil, y expirando en seguida. Por eso Swann no perdió nada de aquel espacio tan corto en que se prorrogaba. Todavía estaba allí como una irisada burbuja flotante. Así, el arco iris brilla, se debilita, decrece, alzase de nuevo, y antes de apagarse se exalta por un instante como nunca; a los dos colores que hasta entonces mostró añadió otros tonos opalinos, todos los del prisma, y los hizo cantar. Swann no se atrevía a moverse, y habría querido obligar a los demás a que se estuvieran quietos, como si el menor movimiento pudiera comprometer el sobrenatural prestigio, frágil delicioso, y que estaba ya a punto de desvanecerse. En verdad, nadie pensaba en hablar. La palabra inefable de un solo ausente, de un muerto quizá (Swann no sabía si Vinteuil vivía o no), exhalándose por sobre los ritos de los oficiantes, bastaba para mantener viva la atención de trescientas personas, y convertía aquel estrado en donde se estaba evocando un alma en uno de los más nobles altares que darse puedan para una ceremonia sobrenatural. De modo que, cuando, por fin, la frase se deshizo, flotando hecha jirones en los temas siguientes, aunque Swann en el primer momento se sintió irritado al ver a la condesa de Monteriender, famosa por sus ingenuidades, inclinarse hacia él para confiarle sus impresiones antes de que la sonata acabara, no pudo por menos de sonreír y de encontrar un profundo sentido, que ella no veía, en las palabras que le dijo Maravillada por el virtuosismo de los ejecutantes, la condesa exclamó, dirigiéndose a Swann: «Es prodigioso, nunca he visto nada tan emocionante». Pero, por escrúpulo de exactitud, corrigió esta primera aserción con una reserva: «Nada tan emocionante… desde los veladores que dan vueltas».

Desde aquella noche Swann comprendió que nunca volvería a renacer el cariño que le tuvo Odette, y que jamás se realizarían sus esperanzas de felicidad. Y los días en que por casualidad, era buena y cariñosa, y tenía alguna atención con él, Swann anotaba esos síntomas aparentes y engañosos de un insignificante retorno de su amor, con la solicitud tierna y escéptica, con esa alegría desesperanzada de los que están asistiendo a un amiga, en los últimos días de una enfermedad incurable, y relatan como hechos valiosísimos: «Ayer él mismo hizo sus cuentas, y se fijó en que nos habíamos equivocado en una suma; se ha comido un huevo con mucho gusto; si lo digiere bien, probaremos a darle una chuleta»; aunque saben que todo eso no significa nada en vísperas de una muerte inevitable. Indudablemente, Swann estaba seguro de que si ahora viviera separado de su querida, Odette acabaría por hacérsele indiferente, de modo que se hubiera alegrado mucho de que ella se fuera de París para siempre; a Swann, aunque no tenía coraje para irse, no le habría faltado valor para quedarse.

Se le había ocurrido hacerlo muchas veces. Ahora que había vuelto a su trabajo sobre Ver Meer, necesitaba ir, al menos por unos días, a La Haya, a Dresde y a Brunswick. Estaba convencido de que una «Diana vistiéndose», que compró el Mauritshuits en la venta de la colección Goldschmidt, atribuido a Nicolás Maes, era en realidad un Ver Meer. Y habría deseado estudiar el cuadro de cerca, para afirmar su convicción. Pero marcharse de París cuando Odette estaba allí, o aunque hubiera salido —como en lugares nuevos, donde las sensaciones no están amortiguadas por la costumbre, se reaviva y se anima el dolor—, era un proyecto tan duro para él, que si podía estar siempre pensando en él, es porque sabía que nunca lo iba a llevar a cabo. Pero ocurría que en sueños la intención del viaje retornaba, sin acordarse de que tal viaje era imposible, y llegaba a realización. Una noche soñó que salía de París para un año; inclinado en la portezuela del vagón, hacia un joven que estaba en el andén, diciéndole adiós, lloroso, Swann intentaba convencerlo de que se fuera con él. Al arrancar el tren, lo despertó la angustia, y se acordó de que iba a ver a Odette aquella noche, al día siguiente, casi a diario. Y entonces, bajo la impresión del sueño, bendijo las circunstancias particulares que le aseguraban la independencia de su vida, que le permitían estar siempre cerca de Odette, y gracias a las cuales podía lograr que consintiera en verlo alguna vez que otra; recapitulando todas esas ventajas: su posición, su fortuna a la que Odette tenía que recurrir lo bastante a menudo para hacerla vacilar ante una ruptura (hasta había quien decía que abrigaba la idea de llegar a casarse con él), su amistad con el barón de Charlus, que, a decir verdad, nunca había sacado a Odette grandes cosas en favor de Swann, pero que le daba la dulzura de sentir que ella oía hablar de su amante de un modo muy halagüeño a ese amigo de ambos, a quien tanto estimaba Odette, y hasta su inteligencia puesta, casi enteramente, a la labor de combinar cada día una nueva intriga para que su presencia fuera necesaria, ya que no agradable a Odette; y pensó en lo que habría sido de él si le hubiera faltado todo eso, que de ser pobre, humilde y necesitado, teniendo que trabajar forzosamente, atado a unos padres o a una esposa acaso, no habría tenido otro remedio que separarse de Odette, y que ese sueño que acababa de asustarlo, sería cierto. Y se dijo: «Nunca sabemos lo felices que somos. Por muy desgraciados que nos creamos, nunca es verdad». Pero calculó que esa existencia duraba ya unos años, que lo más que podía esperar es que durara toda la vida, que iba a sacrificar su trabajos, sus placeres, sus amigos, su vida entera, a la esperanza diaria de una cita que no le daba ninguna felicidad; se preguntó si no estaba equivocado, si lo que favoreció sus relaciones e impidió la ruptura no había perjudicado a su destino, y si no era el acontecimiento que debía desearse, ese de que tanto se alegraba, al ver que no pasaba de un sueño: la marcha; y se dijo que nunca sabemos lo desgraciados que somos, que por muy felices que nos creamos, nunca es verdad.

Algunas veces tenía la esperanza de que Odette muriera sin sufrir, por un accidente cualquiera, ella que estaba siempre correteando por calles y caminos todo el día. Cuando la veía volver sana y salva, se admiraba de que el cuerpo humano fuera tan ágil y tan fuerte, de que pudiera desafiar y evitar tantos peligros como lo rodean (y que a Swann le parecían innumerables, en cuanto los calculó a medida de su deseo), permitiendo así a los seres humanos que se entregaran a diario y casi impunemente a su falaz tarea de conquistar el placer. Y Swann se sentía muy cerca de aquel Mahomet II, cuyo retrato, hecho por Bellini, le gustaba tanto, que al darse cuenta de que se había enamorado locamente de una de sus mujeres, la apuñaló, para, según dice ingenuamente su biógrafo veneciano, recobrar su libertad de espíritu. Y luego se indignaba de no pensar más que en sí mismo, y los sufrimientos suyos le parecían apenas dignos de compasión, porque tenía tan en tan poco la vida de Odette.

Ya que no podía separarse de ella sin volver, al menos si la hubiera visto ininterrumpidamente, quizá su dolor habría acabado por calmarse, y su amor por desaparecer. Y desde el momento que ella no quería marcharse de París, Swann deseaba que no saliera nunca de París. Como sabía que su gran viaje de todos los años era el de agosto y septiembre, Swann tenía espacio para ir disolviendo con varios meses de anticipo esa idea en todo el tiempo por venir, que, ya llevaba dentro de sí por anticipación, y que como estaba compuesto de días homogéneos con los actuales, circulaba frío y transparente por su ánimo, aumentando su tristeza, pero sin hacerle sufrir mucho. Pero, de pronto, aquel porvenir interior, aquel río incoloro y libre, por virtud de una sola palabra de Odette, que le alcanzaba a través de Swann, se inmovilizaba, endurecíase su fluidez como un pedazo de hielo, se helaba todo él; Swann sentía de repente, dentro de sí, uña masa enorme e infrangible que pesaba sobre las paredes interiores de su ser hasta romperlas; y es que Odette le había dicho con una mirada sonriente y solapada, que lo estaba observando: «Forcheville va a hacer un viaje muy bonito para Pascua de Resurrección; va a Egipto», y Swann había comprendido en seguida que eso significaba: «Para Pascua de Resurrección me voy a Egipto con Forcheville». Y, en efecto; cuando algunos días después Swann le decía: «¿Y qué hay de ese viaje que me dijiste que ibas a hacer con Forcheville?», ella le respondía atolondradamente: «Sí, hijo mío, nos vamos el 19; te mandaremos una tarjeta desde las Pirámides». Y entonces Swann quería enterarse de si era o no querida de Forcheville, preguntárselo a ella. Sabía que era supersticiosa y que ciertos Juramentos no los haría en falso, y, además, el miedo que hasta entonces lo contuvo de irritar a Odette, de inspirarle odio, ya no existía, porque había perdido toda esperanza de que lo volviera a querer.

Un día recibió un anónimo diciéndole que Odette había sido querida de muchísimos hombres (entre otros Forcheville, Bréauté y el pintor), de algunas mujeres, y que iba mucho a casas de compromisos. Lo atormentó extraordinariamente el pensar que entre sus amigos había uno capaz de escribirle esa carta (porque la carta denotaba por algunos detalles un conocimiento íntimo de la vida de Swann). Reflexionó en quién podría ser. Pero Swann nunca sabía sospechar de los actos desconocidos de una persona, de esos actos que no tienen concatenación visible con sus palabras. Y cuando quiso saber si debía revestir la región desconocida donde nació esa acción innoble con el carácter aparente del barón de Charlus, del príncipe de los Laumes, del marqués de Orsan, como ninguno de ellos había hablado bien delante de él de los anónimos, y, al contrario de sus palabras había deducido muchas veces que los reprobaban, no encontró razón alguna para atribuir esa infamia a la índole de ninguno. Charlus era un poco chiflado, pero muy cariñoso y bueno. El príncipe, aunque seco, tenía un modo de ser sano y recto. Y Swann nunca había visto a una persona que fuera hacia él, hasta en las más tristes circunstancias, con unas palabras más sentidas y un ademán más adecuado y discreto que Orsan. Tanto que no podía comprender el papel poco delicado que se atribuía a Orsan en las relaciones que tenía con una mujer muy rica, y cada vez que pensaba en él, Swann dejaba a un lado esa mala reputación inconciliable con tantas pruebas de delicadeza. Un momento después sintió que se le oscurecía la inteligencia y se puso a pensar en otra cosa para recobrar su lucidez. Luego tuvo el valor de volver sobre esas reflexiones. Pero antes no podía sospechar de nadie, y ahora sospechaba de todo el mundo. Después de todo, Charlus lo quería, tenía buen corazón, sí; pero era un neurótico, y aunque quizá el día de mañana se echaría a llorar si le decían que Swann estaba malo, hoy, por celos, por rabia, por cualquier idea repentina, podía haber deseado hacerle daño. En el fondo, esta clase de hombres es la peor de todas. Claro que el príncipe de los Laumes no quería a Swann tanto como Charlus, ni mucho menos. Pero precisamente por eso no tenía con él las mismas susceptibilidades, y aunque era un temperamento frío, tan incapaz era de grandes acciones como de villanías. Swann se arrepentía de no haber dado la preferencia en la vida a seres así. Pensaba después que lo que impide a los hombres hacer daño es la bondad, y que en el fondo él no podía responder más que de naturalezas análogas a la suya, como era, en cuanto a los sentimientos, la del barón de Charlus. Sólo la idea de hacer daño a Swann lo habría sublevado. Pero con un hombre insensible, de otro genio, como el príncipe de los Laumes, era imposible prever a qué actos podían arrastrarlo diversos móviles. Lo principal es tener buen corazón, y Charlus lo tenía. Tampoco le faltaba a Orsan, y sus relaciones cordiales, aunque poco íntimas con Swann, se basaban, ante todo, en el gusto que tenían al ver cómo coincidían sus pensamientos en hablar juntos, y más se acercaban a un afecto tranquilo que el cariño de Charlus, capaz de entregarse a actos de pasión buenos o malos. Si había una persona que Swann comprendió que lo entendía y lo quería delicadamente, era Orsan. Sí; pero ¿y esa vida tan poco decente que hacía? Swann lamentó no haber tenido eso en cuenta, y haber confesado muchas veces en broma que nunca sentía simpatía y estima tan vivas como tratándose con un canalla. Por algo se decía ahora, los hombres han juzgado siempre a sus prójimos por sus actos. Eso es lo único que significa algo, y no lo que pensamos o lo que decimos. Charlus y el príncipe tendrán los defectos que se quiera, pero son personas honradas. Orsan no tiene ningún defecto, pero no es un hombre decente. Y quizá haya hecho una felonía más. Luego sospechó de su cochero Rémi, que no pudo haber hecho otra cosa que inspirar la carta; es cierto, y esa pista le pareció un momento la verdadera. En primer término, Loredan tenía motivos para aborrecer a Odette. Además, no podía por menos de suponer que, como los criados viven en una situación inferior a la nuestra, y añaden a nuestra fortuna y a nuestros defectos riquezas y vicios imaginarios, causa de que nos envidien y nos desprecien, tienen que obrar fatalmente por móviles distintos que los caballeros. También sospechó de mi abuelo. ¿Acaso no le había negado todos los favores que le pidió Swann? Además, con sus estrechas ideas burguesas quizá creyera que así le hacía un bien a Swann. Sospechó luego de Bergotte, del pintor, de los Verdurin, y al paso rindió un tributo de admiración a las gentes de la aristocracia, por no querer codearse con esas gentes de los círculos llamados artísticos, donde son posibles acciones tan innobles, y hasta se las bautiza de bromas graciosas; pero entonces se acordaba de los rasgos de rectitud de aquellos bohemios, y los comparaba con la vida de argucias y habilidades, casi de estafas, a que se veían llevados muchas veces los aristócratas por la falta de dinero y por la necesidad de lujos y placeres. En suma: ese anónimo le demostraba que conocía a un ser capaz de semejante villanía, pero no veía razón alguna para decidir si ese malvado se ocultaba en el fondo, inexplorado hasta entonces, del carácter del hombre cariñoso o del hombre frío, del artista o del burgués, del gran señor o del lacayo. ¿Qué criterio adoptar para juzgar a los hombres? En el fondo, acaso no conocía a una sola persona que no fuera capaz de una infamia. ¿Había que dejar de tratarse con todos? Su ánimo se llenó de bruma; se pasó la mano dos o tres veces por la frente, limpió con su pañuelo los cristales de los lentes, y pensando que, después de todo, gentes que valían tanto como él, trataban al barón de Charlus, al príncipe y a los demás amigos suyos, se dijo que eso significaba no que eran incapaces de una infamia, sino que en esta vida tenemos que someternos a la necesidad de tratar a gentes que no sabemos si son capaces o no de cometer una felonía. Y continuó estrechando la mano de todos los amigos de quienes sospechara, únicamente con la reserva, de pura forma, de que acaso habían querido hacerle daño. El fondo de la carta no le preocupó siquiera, porque ni una de las acusaciones formuladas contra Odette tenía sombra de verosimilitud. Swann era de esas personas tan numerosas que tienen el espíritu tardo y carecen de la facultad de invención. Sabía perfectamente, como verdad de orden general, que la vida de las personas está llena de contrastes, pero para cada ser, en particular, se imaginaba que la parte desconocida de su existencia era idéntica a la parte de ella que él conocía. Cuando estaba con Odette y hablaban de alguna acción o sentimiento indelicados de otra persona, ella los censuraba en nombre de los mismos principios que Swann oyera de boca de sus padres y a los que se mantuvo fiel; luego arreglaba sus flores en jarrón, bebía un sorbo de té y preguntaba a Swann cómo iban sus trabajos. Y Swann extendía esas costumbres a todo el resto de la vida de Odette, y repetía esos ademanes cuando quería representarse esa parte de la vida de ella que no veía. Si se la hubieran pintado portándose con otro hombre tal como se portaba o se había portado con él, habría sufrido, porque la imagen le parecería verosímil. Pero eso de que fuera a casa de alcahuetas, de que se entregara a orgías con mujeres y que hiciera la vida crapulosa de una criatura abyecta, era una divagación insensata, y los tes sucesivos, los crisantemos imaginados y las virtuosas indignaciones no dejaban pensar, a Dios gracias, en la posibilidad de tales cosas. Tan sólo de vez en cuando daba a entender a Odette que con mala intención le contaban todo lo que ella hacía; y utilizando hábilmente un detalle insignificante, pero cierto, que había llegado a su conocimiento por casualidad, y que era el único cabo que dejaba él pasar de esa reconstitución de la vida de Odette que llevaba dentro, le hacía suponer que estaba enterado de cosas que ni sabía ni sospechaba siquiera; y si muchas veces conjuraba a Odette a que le confesara la verdad, era consciente o inconscientemente, para que ella le dijera todo lo que hacía. Indudablemente Swann no mentía al decir a Odette que le gustaba la sinceridad, pero le gustaba como una proxeneta que podía tenerlo al corriente de lo que hacía su querida. Y como su amor a la sinceridad no era desinteresado, no le servía de nada bueno. La verdad que ansiaba era la que le iba a decir Odette; pero, para lograrla, no temía, recurrir a la mentira, a aquella mentira que describía siempre a Odette como camino seguro a la degradación de toda criatura humana. Y, en suma, venía a mentir tanto como Odette, porque era más infeliz que ella y no menos egoísta. Y Odette, al oír a Swann contarle cosas que ella misma había hecho, lo miraba con desconfianza, y por si acaso, con un poco de enfado, para que no pareciera que se humillaba y que tenía vergüenza de sus actos.

Un día, cuando estaba en uno de los períodos de calma más largos que pudo atravesar sin que lo atormentaran los celos, aceptó un convite al teatro que le hizo la princesa de los Laumes. Abrió un periódico para ver lo que daban, y al leer el título de la obra, Las muchachas de mármol, de Teodoro Barriere, sintió una impresión tan dolorosa que se hizo para atrás y volvió la cabeza a otro lado. Y es que la palabra «mármol», que ya no le hacía ninguna sensación por lo acostumbrado que a ella estaba, en aquel sitio nuevo en que figuraba, en aquel título, como iluminada por la luz de las candilejas, se le representó visiblemente y le trajo a la memoria el recuerdo de una cosa que le había contado Odette: y era que en una visita que hicieron al Palacio de la Industria ella y la señora de Verdurin, ésta le había dicho: «Ten cuidado, tú no eres de mármol, ya sabré yo deshelarte». Odette le aseguró que era broma, y él no hizo caso. Pero en aquella época tenía más confianza en Odette que ahora. Y cabalmente en el anónimo se aludía a amores de esa especie. Sin atreverse a alzar la vista hacia el periódico, lo desdobló para volver una hoja y no ver ya esa frase: «Las muchachas de mármol», y se puso a leer maquinalmente las noticias de provincias. Había habido una tormenta en la región del canal de la Mancha; señalábanse destrozos en Dieppe, Cabourg y Beuzeval. Y otra vez se hizo atrás.

Porque, al leer Beuzeval, se acordó de otro pueblo de aquella región, Beuzeville. El cual se escribe en los mapas unido por un guion a Bréauté, cosa que él había visto muchas veces, pero sin caer nunca en que ese Bréauté era el mismo nombre que el del amigo que en el anónimo se daba como uno de los amantes de Odette. Después de todo, la acusación en lo que a Bréauté se refería, no era completamente inverosímil; pero en lo relativo a la Verdurin era en absoluto inadmisible. Del hecho de que Odette mintiera algunas veces no podía deducirse que jamás decía verdad; en aquellas palabras que cruzó con la Verdurin, y que luego le contó a Swann, veía éste muy claro una de esas bromas inútiles y peligrosas que por ignorancia del vicio e inexperiencia de la vida gastan a veces, revelando así su inocencia, mujeres que, como por ejemplo Odette, distan mucho de sentir hacia otra mujer una exaltada pasión. Al contrario, la indignación con que rechaza Odette las sospechas que por un instante despertó su relato en Swann cuadraban muy bien con las aficiones y el temperamento de su querida, tal como él los conocía. Pero en aquel momento, por una inspiración de hombre celoso, como esas que dan al poeta o al sabio, que no tenían más que una rima o una observación, la idea o la ley que les ha de ganar la fama, Swann se acordó por vez primera de una frase que le dijo Odette hacía dos años: «Sabes, para la señora de Verdurin, ahora no hay nada más que yo; soy un encanto; me besa, quiere que vaya con ella de compras, me pide que la trate de tú». Muy lejos de considerar que esa frase tenía relación con las palabras absurdas del día del Palacio de la Industria, que un día le contó Odette, la estimó como prueba de calurosa amistad. Pero ahora, bruscamente, el recuerdo de aquel cariño de la Verdurin venía a superponerse al recuerdo de aquella conversación de mal gusto. No podía separarlos en su ánimo y los veía enlazados también en la realidad, porque el cariño de la Verdurin daba un tono de seriedad e importancia a aquellas bromas que ya parecían menos inocentes. Fue a casa de Odette. Se sentó a distancia de ella. No se atrevía a besarla por no saber si con su beso despertaría afecto o enfado. Se callaba e iba viendo morir su amor. De pronto adoptó una resolución.

—Mira, Odette —le dijo—, yo ya sé que te soy odioso, pero no tengo más remedio que hacerte una pregunta. ¿Te acuerdas de aquella cosa que se me ocurrió a propósito de ti y de la señora de Verdurin? Dime si es verdad, o con ella o con otra.

Sacudió la cabeza, frunciendo los labios, con ese gesto que ponen, a veces, algunas personas cuando al preguntarles si van a ir a ver la cabalgata, o si asistirán a la revista, contestan que no irán, que eso las aburre. Pero ese movimiento de cabeza, que por lo general se emplea tratándose de una cosa por venir, cuando se usa para denegar un hecho pasado, da a esa negativa muy poca seguridad. Y, además, con él parece que se evocan más bien razones de conveniencia personal que de reprobación o de imposibilidad moral. Y al ver que Odette hacía el gesto de que no era verdad, Swann comprendió que quizá era verdad.

—Ya te lo dije, lo sabes muy bien —añadió irritada y triste.

—Sí; ya, ya; pero, ¿estás segura? No me digas «ya te lo dije», dime «nunca he hecho esas cosas con ninguna mujer».

Ella repitió como chica de escuela, con tono irónico y para quitárselo de encima:

—Nunca he hecho esas cosas con ninguna mujer.

—Quieres jurármelo por tu medalla de Nuestra Señora de Laghet?

Swann sabía que no se atrevería a jurar en falso:

—Calla, no sabes lo que me haces sufrir —exclamó, escapándose con un brusco movimiento del aprieto de la pregunta—. ¿Acabarás de una vez? No sé qué es lo que tienes; por lo visto, has resuelto que te odie y te aborrezca. Mira, ahora que quería yo volver contigo a los buenos tiempos, igual que antes, me das las gracias así.

Pero él no la soltó, como cirujano que espera que acabe el espasmo para seguir su operación, sin renunciar a hacerla.

—Estás muy equivocada si te figuras que por eso voy a tomarte el menor odio, Odette —le dijo con embustera y persuasiva suavidad—, yo nunca te hablo más que de lo que sé, y siempre me callo más que lo que digo. Pero tú, confesando, endulzarás eso que cuando me lo cuentan otros me inspira aborrecimiento hacia ti. Si me enfado contigo no es por tus actos, que te los perdono porque te quiero, sino por tu falsía, por esa absurda falsía que empleas en negar cosas que yo sé. ¿Cómo quieres que siga queriéndote cuando veo que me sostienes y me juras una cosa que me consta que es falsa? Odette, ¿para qué prolongas este martirio para los dos? Si tú quieres, en un minuto se acaba y te quedas libre. Júrame por tu medalla si has hecho o no eso:

—Y yo qué sé —respondió ella colérica—; quizá allá hace mucho tiempo, dos o tres veces, sin darme cuenta de lo que hacía.

Swann ya había previsto todas las posibilidades. Pero, indudablemente, entre la realidad y las posibilidades hay la misma relación que entre recibir una puñalada y ver cómo pasan las nubes levemente por encima de nuestras cabezas, porque esas palabras «dos o tres veces» se le grabaron como una cruz en pleno corazón. ¡Qué cosa tan rara eso de que unas palabras «dos o tres veces», sólo una frase, unas cosas que se dan al aire, así, a distancia, puedan desgarrar el corazón como si lo tocaran, y envenenar como un tóxico que se ha ingerido! Swann pensó, sin querer, en aquello que oyó en la reunión de la marquesa de Saint-Euverte: «Desde lo de los veladores que dan vueltas no había visto nada tan emocionante». El dolor que sentía no tenía parangón con nada de lo que se había figurado. No sólo porque en tus horas de más desconfianza no había llegado tan lejos en sus figuraciones de cosas malas, sino porque aquella cosa, si llegó alguna vez a su imaginación, era de modo vago e incierto, sin el horror particular que se desprendía de esas palabras «dos o tres veces», sin esa específica crueldad tan distinta de todo lo conocido antes como un mal que se padece por vez primera. Y, sin embargo, a esa Odette, origen de tales dolores, no por eso la quería menos, sino que érale, por el contrario, más preciosa, como si, a medida que iba acreciéndose su dolor, aumentara el valor del calmante, del contraveneno que sólo ella poseía. Y aun sentía más deseos de cuidarla, como pasa con una enfermedad cuando descubrimos que es más grave de lo que se creía. Deseaba que aquella cosa atroz que Odette le dijo haber hecho «dos o tres veces» no se volviera a repetir. Y para eso tenía que velar sobre Odette. Se suele decir que revelando a un amigo los defectos de su querida sólo se logra unirlo más a ella, porque él no da crédito a lo que le dicen, pero si lo cree, se une aún más a ella. Pero, ¿cómo protegerla de una manera eficaz?, se preguntaba Swann. Podría defenderla de una determinada mujer, pero quedaban aún centenares de mujeres, y Swann comprendió la locura aquella que lo asaltó cuando, la noche que no encontró a Odette en casa de los Verdurin, empezó a desear la posesión de otro ser, que es siempre cosa imposible. Afortunadamente para Swann, debajo de aquellas penas nuevas que se le habían entrado en el alma como horda de invasores, existía un fondo de carácter más antiguo, más suave, trabajador silencioso, como las células de un órgano herido que en seguida se ponen a rehacer los tejidos lesionados o como los músculos de un miembro paralizado que tienden a recobrar el movimiento. Esos habitantes de su alma, los más antiguos y los más autóctonos, se entregaron con todas sus fuerzas a ese trabajo oscuramente reparador que da la ilusión del descanso a un convaleciente, a un operado. Esta vez, al contrario de lo usual, esa quietud por agotamiento se produjo más bien en el corazón de Swann que en su cerebro. Pero todas las cosas de la vida que tuvieron existencia tienden a renacer, y lo mismo que un animal moribundo se agita otra vez a impulso de una convulsión que va se creía acabada, el mismo dolor volvió a trazar la misma cruz en el corazón de Swann, que ya parecía salvado. Acordóse de aquellas noches de luna, cuando reclinado en su victoria, que lo llevaba a la calle de La Pérouse iba cultivando voluptuosamente en su propio ser las emociones del enamorado, sin saber el envenenado fruto que fatalmente habrían de producir. Pero todos esos pensamientos duraron un secundo, el tiempo de llevarse la mano al corazón, de recobrar el aliento y de sonreír para disimulo de su tortura. Y volvió a las preguntas. Porque a sus celos, que se habían tomado más trabajo que aquel de que habría sido capaz un enemigo suyo, para darle el golpe y causarle el dolor más grande que sintiera, a sus celos no les parecía, aunque había sufrido bastante y querían herirlo más hondo. Y cual perversa divinidad, los celos, inspiraban a Swann y lo empujaban a su ruina. Si al principio su suplicio no se agravó, no fue por su culpa, sino de Odette.

—Bueno, amiga mía, ya se acabó —le dijo—. ¿Era con una persona que yo conozco?

—No, no, te lo juro; y, además, me parece que he exagerado; yo no he llegado a eso.

Swann, sonriente, prosiguió:

—¡Qué quieres!, es poca cosa eso, pero siento que no me puedas decir el nombre. Si pudiera representarme a la persona ya no volvería a acordarme de nada. Lo digo por ti, porque así ya no te molestaría. ¡Me calma tanto eso de representarme las cosas!… Lo horrible es lo que no se puede imaginar. Pero demasiado buena has sido ya, no quiero cansarte. Muchas gracias por todo el bien que me has hecho. Se acabó. Mira, una cosa nada más: ¿cuánto tiempo hace de eso?

—Pero, Carlos, ¿no ves que me estás haciendo un daño mortal? Es viejísimo. No había vuelto a pensar en eso; parece que tú me lo quieres recordar. Poco saldrías ganando —añadió por maldad voluntaria o estupidez inconsciente.

—Lo único que quería saber es si te conocía yo ya. Hubiera sido muy natural que ocurriera aquí mismo… ¿No podrías acordarte de una noche determinada? Es para que yo me pueda representar lo que hacía yo aquella noche… Ya ves, Odette, vida mía, no es posible que no te acuerdes de con quién era.

—Yo no sé, creo que fue en el Bosque, una noche que tu viniste a buscarnos a la isla. Creo que habías cenado en casa de la princesa de los Laumes —dijo ella contenta por poder dar un detalle concreto, que demostraba la veracidad de sus palabras—. En una mesa de al lado estaba una mujer, a la que yo no veía hacía mucho tiempo. Me dijo: «Vamos a ver el efecto de la luna en el agua, allí, detrás de aquella roca». Yo, a lo primero, bostecé, y respondí: «Estoy cansada, no quiero moverme de aquí». Pero ella decía que nunca se vio tan hermosa luna. Y yo le dije que no me la daba, que ya sabía yo adónde iba a parar.

Odette contó todo aquello medio riendo, ya porque le pareciera muy natural, ya porque así creyera que atenuaba la importancia de los hechos, o para no aparecer como humillada. Pero al ver la cara de Swann, cambió de tono:

—Eres un miserable, te complaces en torturarme, en hacerme decir mentiras que tengo que inventar para que me dejes en paz.

Ese segundo golpe fue aún más cruel que el primero, para Swann. Nunca supuso que fuera una cosa tan reciente, oculta sin que sus miradas hubieran sabido descubrirla, no en un pasado desconocido, sino en noches que recordaba perfectamente que había vivido con Odette, que él se figuraba conocer muy bien y que ahora, retrospectivamente, le parecieron atroces y falsas; de repente, entre ellos, abríase un vacío terrible, ese momento en la isla del Bosque. Odette, aunque no era inteligente, tenía el encanto de la naturalidad. Contó aquella escena con voz y ademanes tan sencillos que Swann, anhelante, lo iba viendo todo, el bostezo de Odette, la roca. La oía contestar con tono alegre: «¡Ay!, a mí no me la das». Se dio cuenta de que aquella noche ya no le sonsacaría nada más, que no debía esperar ninguna nueva revelación, se calló y le dijo:

—¡Pobrecilla mía, ya sé que te he hecho sufrir mucho! Ya se acabó, ya no me volveré a acordar de eso.

Pero Odette vio que se quedaba Swann con la mirada fija en las cosas que no sabía, en aquel pasado de su amor, que se presentaba a su memoria monótono y dulce porque era muy indeciso, y que ahora desgarró ella como una herida con la evocación de aquel minuto en la isla del Bosque, a la luz de la luna, la noche de la cena en casa de la princesa de los Laumes. Pero tan acostumbrado estaba Swann a considerar la vida como una cosa interesante y a admirar los curiosos descubrimientos que en su campo se hacen, que aun sufriendo hasta el punto de imaginarse que no podía resistir dolor tan grande, se decía: «Realmente, la vida es asombrosa y nos guarda sorpresas bonitas; el vicio está mucho más extendido de lo que la gente se figura. Aquí está esa mujer, en la que yo tenía confianza, tan sencilla y honrada, al parecer, normal y sana en sus gustos, aunque un poquito ligera, y por una delación absurda la interrogo y lo poco que me confiesa revela muchas cosas más de las que se podían suponer». Claro es que no podía limitarse a estas desinteresadas reflexiones. Aspiraba a juzgar exactamente la importancia de lo que Odette le contara, para ver si podía deducir si esas cosas las había hecho muchas veces, y si era probable que se repitieran. Rumiaba las frases de ella: «Yo sabía adónde iba a parar»; «Dos o tres veces»; «A mí no me la das»; pero estas frases, al reaparecer en la memoria de Swann, ya no iban desarmadas como antes: cada una llevaba su cuchillo y le asestaba nueva puñalada. Estuvo un rato, como un enfermo que no puede por menos de ejecutar a cada instante el movimiento que le da el dolor, repitiéndose: «No me quiero mover de aquí», «A mí no me la das»; pero tan fuerte era el sufrimiento que tenía que pararse. Se maravillaba de que unas cosas que antes juzgaba él con ligereza y buen humor, se le aparecieron ahora tan graves como una enfermedad que puede matar. Claro que conocía a muchas mujeres a quienes podría haber encargado que vigilaran a Odette. Pero acaso no se colocaran en el mismo punto de vista con que él miraba esos actos y siguieran opinando de ellos lo mismo que Swann opinaba antes, en todo el voluptuoso curso de su vida; quizá le dijeran, riéndose: «Mira el tonto celoso que quiere privar de un gusto a los demás». ¿Por qué misterioso escotillón, abierto de repente a sus pies, cayó él (que antes sólo sacaba del amor de Odette delicados placeres) en ese nuevo círculo infernal, cuya salida no veía por parte alguna? ¡Pobre Odette! No le guardaba rencor por eso; la culpa no la tenía ella. ¿Acaso no decía todo el mundo que fue su propia madre la que la echó en brazos de un inglés riquísimo, en Niza, cuando ella era aún una chiquilla? Y estimaba lo dolorosamente exacto de esas palabras del Diario de un Poeta, de Alfredo de Vigny, que antes leía con indiferencia: «Cuando se enamora uno de una mujer hay que preguntarse: ¿Qué seres la rodean? ¿Qué vida hace? Y en esto descansa toda la felicidad de la existencia». Asombrábase Swann de que simples frases que iba deletreando mentalmente: «Yo ya sabía adónde iba a parar» y «A mí no me la das», pudieran hacerle tanto daño. Aunque comprendía que lo que él llamaba simples frases no eran más que piezas de la armadura donde se encerraba, para volver a herirlo, el dolor que sintió cuando el relato de Odette. Porque ese dolor es el que volvía a sentir. En vano sabía ya el daño que encerraban esas palabras; en vano sabía que, andando el tiempo, las olvidara un poco y las perdonara, porque en el momento de repetírselas el dolor lo colocaba de nuevo en el estado en que estaba antes de que hablase Odette, confiado y sin saber nada; y sus celos, para que pudiera herirlo bien la confesión de Odette, volvían a ponerlo en la posición del que no sabe, y al cabo de unos meses aquella historia ya vieja, lo trastornaba como una nueva revelación. Admirábase de la terrible potencia reproductora de su memorial Sólo podía esperar que se calmara su tortura por la progresiva debilidad de esa generadora que va perdiendo fecundidad con los años. Y cuando ya parecía que la potencia dañina de unas de las palabras de Odette se iba agotando, llegaba una de aquellas en que apenas se fijara Swann, una palabra casi nueva, a relevarla, a herirlo con un vigor fresco. Lo más penoso era el recuerdo de la noche que cenó en casa de la princesa de los Laumes; pero ese punto sólo era el centro de su enfermedad, la cual irradiaba confusamente por todo su alrededor en los días anteriores y posteriores a aquél. Y cuando quería tocar a cualquier recuerdo de Odette, era la temporada entera en que los Verdurin iban a cenar a la isla del Bosque lo que le hacía daño. Tanto que, poco a poco, la curiosidad que en él despertaban los celos se fue neutralizando por temor a las nuevas torturas que se infligiría al satisfacerlas. Se daba cuenta de que la vida de Odette, antes de que se conocieran, período que Swann nunca había intentado representarse, no era la abstracta extensión que vagamente entreveía, sino una trama de años determinados, tejida con incidentes concretos. Pero temía que, si se enteraba de esos hechos, aquel pasado incoloro, fluido y soportable no tomara un cuerpo tangible e inmundo, un rostro diabólico e individual. Y no hacía ningún intento para representárselo, no ya por pereza de pensar, sino por miedo a sufrir. Tenía la esperanza de que ya vendría un día en que pudiera oír el nombre de la isla del Bosque, el de la princesa de los Laumes, sin que le doliera la herida antigua, y le parecía imprudente provocar a Odette a que le diera palabras nuevas, nombres de sitios y de circunstancias distintos, que, apenas calmada su angustia, la reavivaran bajo otra forma.

Pero ocurría que las cosas desconocidas, las cosas que tenía miedo a conocer se las revelaba Odette misma espontáneamente y sin darse cuenta; es que Odette ignoraba lo grande que era la distancia que el vicio creaba entre su vida real y la vida de relativa inocencia que Swann creyó, y a veces seguía creyendo; que hacía su querida: un ser vicioso, como aparenta siempre la misma virtud delante de las personas que no quiere que se enteren de sus vicios, carece de conciencia para darse cuenta exacta de cómo esos vicios, que van creciendo de modo continuo e insensible para él, lo arrastran fuera del modo usual de vivir. Como todos los recuerdos cohabitaban en lo hondo del alma de Odette, aquellos recuerdos de las acciones que ocultaba a Swann daban sus reflejos a otros, los contagiaban, sin que ella les encontrara nada raro, sin que desentonaran en medio de aquel ambiente particular que dentro de su alma los rodeaba; pero, al contárselos a su querido, Swann se asustaba por el ambiente terrible que dejaban transparentar. Un día quiso preguntarle, sin herir su susceptibilidad, si había estado alguna vez en casa de una alcahueta. Estaba convencido Swann de que no; el anónimo introdujo en su mente aquella suposición, pero de un modo puramente mecánico, sin encontrar ningún crédito; pero, sin embargo, allí estaba, y Swann, para librarse de la presencia puramente material, pero molesta siempre, de la sospecha, deseaba que se la extirpara Odette:

—No; y sabes, no será porque no me persigan —añadió, revelando con su sonrisa una satisfacción vanidosa, sin ocurrírsele que tal sentimiento podría parecer a Swann poco legítimo—. Una hay que se estuvo aquí esperándome dos horas, y me ofrecía el dinero que yo pidiera. Según parece, la mandaba un embajador que le había dicho: «Si no viene, me suicido». Le dijeron que yo no estaba en casa, pero no tuve más remedio que salir a hablar con ella yo misma para que se marchara. Me habría alegrado que hubieras visto cómo la recibí. Mi doncella, que estaba en el cuarto de al lado, cuenta que yo decía a grito pelado: «¿No le he dicho a usted que no quiero? Me parece que estoy en edad de hacer lo que me dé la gana. Si necesitara dinero, lo comprendo…». El portero ya tiene orden de no dejarla entrar y decirle que estoy en el campo. ¡Cuánto me habría alegrado de que hubieras estado oyéndolo desde cualquier rincón! Me parece que te habrías quedado satisfecho. ¡Ya ves si tiene algo bueno tu Odette, aunque haya alguien que la encuentre detestable!

Por lo demás, aquellas confesiones que Odette hacía de las cosas que se figuraba descubiertas por su querido, más que dar remate a las dudas viejas, servían de punto de partida a nuevas sospechas. Porque las confesiones nunca guardan proporción con las dudas. Aunque Odette quitara lo más esencial, siempre quedaba en lo accesorio algún detalle que Swann no había imaginado, que venía a abrumarlo con su novedad y con el cual podría cambiar los términos del problema de sus celos. Y ya nunca olvidaba aquellas confesiones. Como cadáveres flotaban por su ánimo, las rechazaba, las mecía. Y se le iba envenenando el alma.

Una vez Odette le habló de una visita que le había hecho Forcheville el día de la fiesta París-Murcia. «¿Pero lo conocías ya? ¡Ah sí, es verdad! —dijo, corrigiéndose para que no pareciera que lo ignoraba—». Y de pronto se echó a temblar, porque se le ocurrió que aquel día de la fiesta, precisamente cuando ella le escribió la carta que Swann guardaba como una alhaja, quizá había estado almorzando con Forcheville en la Maison Dorée. Ella juró que no. «Pues, sin embargo, hay algo de la Maison Dorée que tú me contaste y que luego he averiguado que no era verdad», le dijo para asustarla. «Sí, claro que no estuve allí la noche aquella que tú me buscaste en Prévost, cuando te dije yo que salía de la Maison Dorée», le respondió ella (creyendo que Swann lo sabía) con decisión, que más que cinismo revelaba timidez, miedo de contrariar a Swann, aunque esto lo quería ocultar por amor propio, y deseo de hacerle ver que era capaz de franqueza. De modo que el golpe tuvo la precisión y el vigor que si fuera de mano de verdugo, y lo asestó Odette sin ninguna crueldad, porque no tenía conciencia del daño que hacía a Swann; hasta se echó a reír, para no tener cara de humillación y azoramiento. «Sí, es verdad que no estuve en la Maison Dorée, salía de casa de Forcheville. Había estado en Prévost, eso es lo cierto, y allí me lo encontré y me invitó a que subiera a ver sus grabados. Pero entonces llegó una visita. Te dije que salía de la Maison Dorée, por si lo otro no te gustaba. Ya ves que lo hacía con buena intención. Quizá me equivoqué, pero al menos te lo digo francamente. ¿De modo que qué interés podría tener en no decirte que había almorzado con él el día de la fiesta París-Murcia si hubiera sido verdad? Además, entonces aún no nos conocíamos mucho tú y yo, ¿verdad, Carlos?» Y él sonrió con la cobardía propia de ese ser sin fuerza en que lo convirtieron las palabras aplastantes de Odette. ¡Así que hasta en aquellos meses que nunca se atrevía a recordar, porque eran los de la felicidad, hasta en aquellos meses, cuando Odette lo quería, era falsa con él! Y como aquel momento (la noche de las primeras catleyas), en que ella le contó que salía de la Maison Dorée, debía de haber otros muchos encubriendo cada uno de ellos una mentira que Swann no sospechaba. Se acordó de que un día le dijo: «No tengo más que decir a la señora de Verdurin que no me tuvieron el vestido a tiempo, o que mi cab vino muy tarde. Ya me las arreglaré yo». También a él debió de ocultarle muchas veces, sin que Swann se diera cuenta, tras las palabras con que explicaba un retraso o justificaba el cambio de hora de una cita, algún compromiso con otro, un otro al que habría dicho: «No tendré más que decir a Swann que no me trajeron el vestido a tiempo o que mi cab vino muy tarde. Ya me las arreglaré yo». Y por debajo de los más dulces recuerdos de Swann, de las palabras, más sencillas que Odette le decía, y que se creía él como un Evangelio, de las ocupaciones de cada día que ella le contaba, de los lugares que más frecuentaba, la casa de la modista, la avenida del Bosque, el Hipódromo, sentía insinuarse (disimulada en ese sobrante de tiempo, que hasta en la más detallada jornada deja espacio y lugar para esconder algunos hechos) la presencia invisible y subterránea de mentiras que tenían la propiedad de manchar de ignominia las cosas más caras que le quedaban, sus noches mejores, hasta la calle de La Pérousse, por donde Odette habría pasado a horas distintas de las que decía Swann; y sentía que circulaba por todas partes aquel soplo de horror que lo azotó al oír lo de la Maison Dorée, y que iba, como las bestias inmundas de la Desolación de Nínive, desmoronando piedra a piedra el edifico de su pasado. Y si ahora sentía pena al oír el nombre de la Maison Dorée, no era como le había ocurrido en casa de la marquesa de Saint-Euverte, porque le recordaba una felicidad perdida hacía mucho tiempo, sino porque le traía a la memoria una desgracia recién sabida. Luego aquel nombre de la Maison Dorée fue poco a poco haciendo menos daño a Swann. Porque lo que nosotros llamamos nuestro amor y nuestros celos no son en realidad una pasión continua e indivisible; se componen de una infinidad de amores sucesivos y de celos distintos, efímeros todos, pero que por ser muchos e ininterrumpidos, dan una impresión de continuidad y una ilusión de cosa única. La vida del amor de Swann y la fidelidad de sus celos estaban formados por la muerte de innumerables deseos y por la infidelidad de innumerables sospechas, que tenían todos por objeto a Odette. Si hubiera pasado mucho tiempo sin verla, los deseos muertos no habrían tenido sustitutos. Pero la presencia de Odette seguía sembrando en el corazón de Swann cuándo cariño, cuándo sospechas.

Alunas noches estaba con Swann amabilísima, y le advertía duramente que debía aprovecharse de aquella buena disposición, so pena de que no volviera a repetirse en años; era menester volver en seguida a casa en busca de «la catleya», y el deseo que Swann le inspiraba era tan repentino, inexplicable e imperioso, tan demostrativas e insólitas las caricias que le prodigaba luego, que aquel brutal e inverosímil cariño daba a Swann tanta pena como una mentira o una ruindad. Una noche que, cediendo a las órdenes de Odette, volvieron juntos a su casa, cuando ella entretejía en sus besos palabras de apasionado amor, tan en contraste con su sequedad de ordinario, a Swann le pareció de pronto que oía ruido; se levantó, buscó por todas partes, sin encontrar a nadie; pero ya no tuvo valor para volver junto a Odette, que, entonces, en el colmo de la rabia, rompió un jarrón y le dijo: «Contigo no se puede hacer nada». Y a él le quedó la duda de si su querida tenía a alguien oculto para hacerlo sufrir de celos o para excitar su sensualidad.

Algunas veces iba a las casas de citas con la esperanza de enterarse de algo relativo a Odette, aunque no se atrevía a nombrarla: «Tengo una chiquita que le va a gustar», le decía el ama y Swann se pasaba una hora hablando tristemente con una pobre muchacha, toda asombrada de que no hiciera más que hablar. Hubo una muy joven y muy guapa que le dijo un día: «Lo que yo quisiera es encontrar un amigo, porque podría estar seguro de que no iría con nadie más». «¿Crees tú de verdad que una mujer agradece que la quieran y no engañe nunca?», le preguntó Swann ansiosamente. «¡Ah!, claro, eso va en caracteres». Swann no podía por menos de decir a estas chicas las mismas cosas que agradaban a la princesa de los Laumes. A esa que buscaba un amigo le dijo: «Muy bien; hoy has traído ojos azules, del mismo color de tu cinturón». «También usted lleva puños azules.» «Bonita conversación para un sitio como éste. Quizá te esté yo molestando y tengas que hacer.» «No, nada. Si me aburriera usted, se lo habría dicho. Al contrario, me gusta mucho oírlo hablar.» «Muchas gracias. ¿Verdad que estamos hablando muy formalitos?», dijo al ama de casa, que acababa de entrar. «Esto estaba yo pensando precisamente. ¡Qué serios! Y es que ahora la gente viene aquí a hablar. El príncipe decía el otro día que se está aquí mejor que en su casa. Y es que, según parece, la gente aristócrata tiene ahora unos modos… Dicen que es un escándalo. Pero, me voy, no quiero molestar.» Y dejó a Swann con la muchacha de ojos azules. Pero él, al poco rato se levantó y se despidió; la chica le era indiferente porque no conocía a Odette.

El pintor estuvo muy malo, y Cottard le recomendó un viaje por mar; algunos fieles se animaron a marcharse con él, y los Verdurin, que no se podían acostumbrar a estar solos, alquilaron un yate que luego acabaron por comprar; así que Odette hacía frecuentemente viajes por mar. Desde hacía un poco tiempo, cada, vez que Odette se marchaba, Swann sentía que su querida le iba siendo más indiferente; pero, como si esa distancia moral estuviera en proporción con la material, en cuanto sabía que Odette estaba de vuelta ya no podía pasarse sin verla. Una vez se marcharon para un mes; así lo creían Swann y Odette; pero ya porque en el viaje les fuera entrando en ganas, ya porque Verdurin hubiera arreglado las cosas así de antemano, para dar gusto a su mujer, sin decir nada a los fieles, más que poco a poco, ello es que de Argel fueron a Túnez, y luego a Italia, a Grecia, Constantinopla y Asia menor. El viaje duraba ya casi un año. Y Swann estaba muy tranquilo y se sentía casi feliz. Aunque la señora de Verdurin intentó convencer al pianista y al doctor Cottard de que ni la tía del uno ni los enfermos del otro los necesitaban para nada, y que no era prudente dejar volver a París a la señora del doctor, que, según aseguraba la Verdurin, no se hallaba en su estado normal, no tuvo más remedio que darles libertad en Constantinopla. Un día, poco después de la vuelta de aquellos tres viajeros, Swann vio pasar un ómnibus que iba al Luxemburgo, donde él tenía precisamente que hacer; lo tomó, y, al entrar, se encontró enfrente de la señora de Cottard, que estaba haciendo sus visitas de «día de recibir», en traje de gran gala, pluma en el sombrero, manguito, paraguas, tarjetero y guantes blancos recién limpios. Cuando revestía esas insignias, si el tiempo no era lluvioso, iba a pie de una a otra casa, dentro del mismo barrio, y para pasar de un barrio a otro utilizaba el ómnibus con billete de correspondencia. En los primeros momentos, antes de que la nativa bondad de la mujer atravesara la almidonada pechera de la burguesa presuntuosa, habló a Swann, naturalmente con voz lenta, torpe y suave, que muchas veces sumergía con su trueno el rodar del ómnibus, de las mismas cosas que oía y repetía en las veinticinco casas cuyas escaleras trepaba al cabo de un día:

—Ni que decir tiene que un hombre tan al corriente como usted, habrá visto en los Mirlitons el retrato de Machard, que está de moda en París. ¿Qué le parece? ¿Es usted de los que aprueba o de los que censuran? En ninguna reunión se habla de otra cosa, y para ser chic, puro y enterado, hay que opinar algo del tal retrato.

Swann respondió que no lo había visto, y entonces la señora de Cottard temió que le hubiera molestado tener que confesarlo.

—¡Ah!, muy bien, usted por lo menos lo dice francamente, y no cree que sea una deshonra el no haber visto el retrato de Machard. Creo que hace usted muy bien. Yo sí que lo he visto, y los pareceres están muy divididos. Hay quienes opinan que es muy lamidito, muy de manteca; pero a mí me parece ideal. Claro que no se parece nada a esas mujeres azules y amarillas que pinta nuestro amigo Biche. Pero yo, si le digo a usted la verdad, y a riesgo de pasar por poco moderna, no los entiendo. Sí que reconozco las cosas buenas que hay en el retrato de mi marido, es menos extravagante de lo que suelen ser sus obras; pero, de todos modos, ha ido a pintarle un bigote azul. Y, en cambio, precisamente el marido de esta amiga que voy ahora a visitar (y que me da el gusto de disfrutar un rato de su compañía de usted) le ha prometido que cuando sea académico (es un compañero de mi marido) hará que lo retrate Machard. ¡Para mí es un sueño! Otra amiga dice que le gusta más Leloir. Yo no entiendo de pintura, y quizá en cuanto a ciencia valga más Leloir. Pero, en mi opinión, el primer mérito de un retrato, sobre todo cuando cuesta cien mil francos, es que sea parecido y de un parecido agradable.

Después de aquellas frases inspiradas por su alta pluma, las iniciales de oro de su tarjetero, el numerito puesto en sus guantes por el tintorero que los limpió, y lo molesto que le era hablar a Swann de los Verdurin, la esposa del doctor vio que aún faltaba mucho para la calle Bonaparte, donde había mandado parar al conductor, e hizo caso a su corazón que le aconsejaba otras palabras.

—Le han debido de sonar a usted mucho los oídos durante este viaje que hemos hecho con los señores de Verdurin —le dijo—. No se hablaba más que de usted.

A Swann le extrañó mucho, porque suponía que su nombre no se pronunciaba nunca delante de los Verdurin.

—Claro, Odette estaba allí, y con eso ya se ha dicho todo.

—Odette no puede pasarse mucho tiempo sin hablar de usted, esté dondequiera. Y ya puede usted calcular que no es para hablar mal. ¿Qué, lo duda usted? —dijo al ver que Swann hacía un gesto de escepticismo.

Y, arrastrada por lo sincero de su convicción, y sin poner ninguna mala intención en aquellas palabras que tomaba sólo en el sentido que se emplea para hablar del afecto que se tienen dos amigos, dijo:

—Le adora a usted. Claro que eso no se podría decir delante de ella, ¡buena la haríamos! Pero por cualquier cosa; por ejemplo, al ver un cuadro, decía: «Si él estuviera aquí, ya les diría si es auténtico o no. Para eso nadie como él». Y a cada momento preguntaba: «¿Qué estará haciendo ahora? ¡Si trabajara un poco! Lástima que un hombre de tanto talento sea tan perezoso. (Usted me dispensará que hable textualmente.) Lo estoy viendo en este momento: está pensando en nosotros, se pregunta por dónde andaremos». Y tuvo una frase que a mí me gustó mucho; la señora de Verdurin le dijo: «¿Cómo es posible que vea usted lo que está haciendo en este momento, si estamos a ochocientas leguas de él?». Y Odette respondió: «Para la mirada de una amiga no hay imposibles». No se lo juro a usted, no se lo digo para halagarlo, tiene usted en Odette una amiga como hay pocas. Y además, es usted el único, se lo digo por si no lo sabe. El otro día, cuando nos íbamos a separar, me lo decía la señora de Verdurin (porque ya sabe usted que cuando nos vamos a separar se habla con más confianza): «No es esto decir que Odette no nos quiera; pero todo lo que le digamos nosotros no pesa nada junto a cualquier cosa que le diga Swann.» ¡Ay!, ya para el conductor. Charlando con usted iba a pasarme de la calle Bonaparte… ¿Quiere usted hacerme el favor de decirme si mi pluma no está caída?

Y la señora del doctor sacó de su manguito, para ofrecérsela a Swann, una mano de la que se escapaba un billete de correspondencia, una visión de vida elegante que se difundió por todo el ómnibus, y un olor de tintorería. Y Swann sintió hacia aquella dama una simpatía desbordante, y lo mismo por la señora de Verdurin (y casi casi por Odette, porque el sentimiento que ésta le inspiraba ahora, como ya no iba teñido de dolor, no era amor), mientras que desde la plataforma la vio entrarse valerosamente por la calle Bonaparte con la pluma del sombrero bien tiesa, recogiéndose la falda con una mano, llevando en la otra el paraguas y el tarjetero de modo que se vieran bien las iniciales, mientras dejaba balancearse el manguito.

Para competir con los sentimientos enfermizos que Odette inspiraba a Swann, la esposa del doctor, con terapéutica superior a la de su marido, injertó en Swann otros sentimientos normales, de gratitud y amistad, que en el ánimo de Swann transformaban a Odette en un ser mucho más humano (más parecido a las demás mujeres porque ese sentimiento lo inspiraban otras mujeres también), y que aceleraba su transformación definitiva en aquella Odette amada con tranquilo afecto, que una noche, después de la fiesta del pintor, lo llevó a su casa a beber un vaso de naranjada con Forcheville, cuando Swann entrevió que podía vivir feliz a su lado.

Antaño pensaba con terror en que acaso llegara un día en que ya no estuviera enamorado de Odette, y se prometía estar avizor, para retener su amor y aferrarse a él, en cuanto sintiera que iba a escapársele. Pero ahora, conforme su amor iba debilitándose, se debilitaba simultáneamente su deseo de seguir enamorado. Porque cuando cambiamos y nos convertimos en un ser distinto, no podemos seguir obedeciendo a los sentimientos de nuestro yo anterior. A veces, sentía celos al leer en un periódico el nombre de uno de los hombres que pudieron haber sido amantes de Odette. Pero eran unos celos muy ligeros, y como le probaban que aún no había salido por completo de aquellas tierras donde tanto sufrió —pero dónde hallara también voluptuosas maneras de sentir—, y que los zigzags del camino le dejarían todavía entrever de lejos y furtivamente las bellezas pasadas, le excitaban agradablemente, como le pasa al melancólico parisiense que sale de Venecia para volver a Francia cuando el último mosquito le demuestra que no están muy lejos aún el estío e Italia. Pero, por lo general, cuando se esforzaba en fijarse en aquel tiempo tan particular de su vida, de donde salía ahora, si no para seguir allí, por lo menos para verlo claramente antes de que ya fuera tarde, su esfuerzo era estéril; habríale agradado mirar aquel amor, de donde acababa de salir, como se mira un paisaje que va desapareciendo; pero es muy difícil desdoblarse así y darse el espectáculo de un sentimiento que ya no está dentro del corazón; en seguida se le entenebrecía el cerebro, no veía nada, renunciaba a mirar, se quitaba los lentes y limpiaba los cristales, y pensando que más valía descansar un poco, que dentro de un rato tendría aún tiempo, volvía a hundirse en su rincón, con esa falta de curiosidad y ese embotamiento del viajero adormilado que se baja el ala del sombrero para poder dormir en el vagón que lo va arrastrando cada vez más rápido, lejos de ese país donde vivió tanto tiempo, de ese país que él se prometía no dejar huir sin darle un último adiós. Y como ese viajero que se despierta ya en Francia, cuando Swann obtuvo casualmente la prueba de que Forcheville había sido querido de Odette, notó que ya no sentía ningún dolor, que el amor estaba ya muy lejos, y lamentó mucho no haberse dado cuenta del momento en que salió para siempre de sus dominios. Y lo mismo que antes de dar a Odette el primer beso, quiso grabar en su memoria el rostro con que ella se le apareció hasta entonces, y que con el recuerdo de este beso iba a transformarse, ahora habría querido, por lo menos en pensamiento, despedirse, mientras que aún estaba viva, de aquella Odette que le inspiró amor y celos, de aquella Odette que lo hacía sufrir y que ya no volvería a ver nunca. Se equivocaba. Aún la vio otra vez, unas semanas después. Fue durmiendo, en el crepúsculo de un sueño. Paseaba él con la señora de Verdurin, con el doctor Cottard, con un joven que llevaba un fez en la cabeza y al que no pudo identificar. Con Odette, con Napoleón III y con mi abuelo; iban por un camino paralelo al mar y cortado a pico, unas veces a mucha altura y otras sólo a algunos metros, de modo que no hacían más que subir y bajar cuestas; los paseantes que iban subiendo una cuesta no veían ya a los que estaban bajando por la siguiente; amenguaba la poca luz del día, y parecía que se iba a echar encima una negra noche. A trechos las olas saltaban la orilla, y Swann sentía que le salpicaban las mejillas gotas de agua helada. Odette le decía que se las secara, pero él no podía, y eso lo colocaba, respecto a Odette, en una situación de azoramiento como si estuviera vestido con camisa de dormir. Tenía la esperanza de que con la oscuridad nadie se fijaría; pero la señora de Verdurin lo miró fijamente, con asombrados ojos, durante un largo rato, mientras que se le iba deformando la figura, se le alargaba la nariz y le brotaban enormes bigotes. Se volvió a mirar a Odette; tenía las mejillas pálidas, con unas manchitas rojas; estaba muy ojerosa y con las facciones muy cansadas; pero lo miraba con mirar lleno de ternura, con ojos que parecía que iban a desprenderse, igual que dos lágrimas, para caer sobre él; y Swann la quiso tanto, que habría deseado llevársela en seguida. De pronto Odette volvió la muñeca, miró un relojito y dijo: «Tengo que marcharme»; y se fue despidiendo de todos de la misma manera, sin llevar aparte a Swann, ni decirle dónde se verían aquella noche o al día siguiente. No se atrevió a preguntárselo, y aunque su deseo habría sido irse detrás, tuvo que contestar, sin poder volver la cabeza, a una pregunta de la señora de Verdurin; pero el corazón le daba vuelcos, y sentía odio a Odette y ganas de saltarle los ojos, que tanto le gustaban un momento antes, y de aplastarle las marchitas mejillas. Siguió subiendo en compañía de la señora de Verdurin, separándose, a cada paso que daba, de Odette, la cual iba bajando en dirección contraria. Al cabo de un segundo hacía ya muchas horas que ella se había marchado. El pintor le llamó la atención sobre el hecho de que Napoleón III se hubiera eclipsado apenas desapareció Odette. «Debían estar de acuerdo —añadió—; se reunirían ahí al bajar la cuesta; no han querido despedirse por el qué dirán. Odette es su querida.» El joven desconocido se echó a llorar. Swann se puso a consolarlo: «Después de todo, tiene razón —le dijo secándole las lágrimas y quitándole el fez para que estuviera más cómodo—. Yo se lo he aconsejado más de diez veces. No hay motivo para apenarse tanto. Ese es el hombre que la comprenderá». Y de ese modo se hablaba Swann a sí mismo, porque aquel joven, que al principio no reconocía, era él; como hacen algunos novelistas, había repartido su personalidad en dos personajes: el que soñaba y el que veía delante de él con un fez en la cabeza.

En cuanto a Napoleón III, era Forcheville: le dio ese nombre por una vaga asociación de ideas, por cierta modificación de la fisonomía habitual del conde y por el cordón de la Legión de Honor que llevaba en bandolera; pero, en realidad, por todo lo que el tal personaje representaba y recordaba en el sueño, se trataba, indudablemente, de Forcheville. Porque Swann, cuando estaba dormido, sacaba de imágenes incompletas y mudables deducciones falsas, y, momentáneamente, tenía tal potencia creadora que se reproducía por simple división, como algunos organismo inferiores; con el calor que sentía en la palma de la mano modelaba el hueco de otra mano que se figuraba estar estrechando, y de sentimientos e impresiones inconscientes iba sacando peripecias que, lógicamente encadenadas, acabarían por traer a un punto determinado del sueño de Swann el personaje necesario para recibir su amor o para despertarlo. De pronto, se hizo una noche negrísima, se oyó tocar a rebato, pasó gente corriendo, huyendo de las casas que estaban en llamas; Swann oyó el ruido de las olas que saltaban, y su corazón, que le latía en el pecho con la misma violencia. De pronto, las palpitaciones se aceleraron, sintió un dolor y una náusea inexplicables, y un campesino, lleno de quemaduras, le dijo al pasar: «Vaya usted a preguntar a Charlas dónde acabó la noche Odette con su camarada; Charlus ha estado con ella hace tiempo, y Odette se lo dice todo. Ellos son los que han prendido fuego». Era su ayuda de cámara, que acababa de despertarlo, diciendo:

—Señor, son las ocho; ha venido el peluquero, y le he dicho que vuelva dentro de una hora.

Pero esas palabras, al penetrar en las ondas del sueño de Swann, llegaron a su conciencia, después de esa desviación en virtud de la cual un rayo de sol en el fondo del agua parece un sol, lo mismo que un momento antes el ruido de la campanilla de la puerta, que en el fondo de los abismos del sueño tomó sonoridades de rebato, engendró el episodio del fuego. Entre tanto, la decoración que tenía delante fue deshaciéndose en polvo; abrió los ojos y oyó, por última vez, el ruido de una ola que iba alejándose. Se tocó la cara. Estaba seca. Sin embargo, se acordaba de la sensación del agua fría y del sabor de sal. Se levantó y se vistió. Había mandado ir temprano al barbero porque el día anterior escribió Swann a mi abuelo que por la tarde iría a Combray. Se había enterado de que la señora de Cambremer, la antigua señorita Legrandin, iba a pasar allí unes días, y asociando en su recuerdo la gracia de aquel rostro joven y de la campiña que hacía tanto tiempo que no había visto, se decidió a salir de París arrastrado por el atractivo de la dama y del campo. Como las distintas circunstancias casuales que nos ponen delante de una persona no coinciden con el tiempo de nuestro amor, sino que unas veces ocurren antes de que nazca, y otras se repiten después que ha terminado, esas primeras apariciones que hace en nuestra vida un ser, destinado a gustarnos más adelante, toman, retrospectivamente, a nuestros ojos un valor de presagio y aviso. De esa manera había Swann pensado muchas veces en la imagen de Odette cuando la vio por vez primera en el teatro, sin ocurrírsele que la iba a volver a ver, y lo mismo se acordaba ahora de la reunión de la marquesa de Saint-Euverte, donde presentó al general de Froberville a la señora de Cambremer. Son tan múltiples los intereses de nuestra vida, que no es raro que en una misma circunstancia una felicidad que no existe aún coloque sus jalones junto a la agravación de un mal efectivo que padecemos. Y eso quizá, le habría ocurrido a Swann en cualquier parte que no hubiera sido la reunión de la marquesa de Saint-Euverte. ¡Quién sabe si en el caso de no haber asistido a ella, de haber estado en otra parte, no le hubieran acaecido otras dichas u otras penas, que después se le habrían representado como inevitables! Pero lo que le parecía inevitable es lo que había ocurrido, y casi veía un elemento providencial en el hecho de haber ido a la reunión de la marquesa, porque su espíritu, deseoso de admirar la riqueza de invención de la vida, e incapaz de sostener por mucho tiempo una pregunta difícil; como la de saber qué es lo que habría sido mejor, consideraba los sufrimientos de aquella noche y los placeres aún insospechados que en su fondo germinaban —y que no se sabía cuáles pesaban más—, como ligados por una especie de necesario encadenamiento.

Luego, una hora después de despertarse, mientras daba instrucciones al peluquero, para que su peinado no se deshiciera con el traqueteo del tren, se volvió a acordar de su sueño vio, tan cerca como los sentía antes, el cutis pálido de Odette, las mejillas secas, las facciones descompuestas, los ojos cansados, todo aquello que, en el curso de sucesivas ternuras, que convirtieron su duradero amor a Odette en un largo olvido de la imagen primera que de ella tuvo, había ido dejando de notar desde los primeros días de sus relaciones, y cuya sensación exacta fue a buscar, sin duda, su memoria mientras estaba durmiendo. Y con esa cazurrería intermitente que le volvía en cuanto ya no se sentía desgraciado, y que rebajaba el nivel de su moralidad, se dijo para sí: «¡Cada vez que pienso que he malgastado los mejores años de mi vida, que he deseado la muerte y he sentido el amor más grande de mi existencia, todo por una mujer que no me gustaba, que no era mi tipo!».

 

 

TERCERA PARTE:

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