De cómo fui á la escuela y lo que en ella me sucedió.
A otro dia ya estaba comprada cartilla y hablado al maestro. Fuí, Señor, á la escuela; recibióme muy alegre, diciendo que tenia cara de hombre agudo y de buen entendimiento. Yo con esto, por no desmentirle, dí muy bien la licion aquella mañana. Sentábame el maestro junto á sí; ganaba la palmatoria los más dias por venir antes, y íbame el postrero, por hacer algunos recaudos de señora (que así llamábamos á la mujer del maestro). Tenía los á todos con semejantes caricias obligados. Favoreciéronme demasiado, y con esto creció la invidia entre los demás niños. Llegábame de todos á los hijos de caballeros, y particularmente á un hijo de don Alonso Coronel de Zúñiga, con el cual juntaba meriendas. Ibame á su casa los dias de fiesta, y acompañábale cada día. Los otros, ó que porque no les hablaba, ó que porque les parecia demasiado punto el mio, siempre andaban poniéndome nombres tocantes al oficio de mi padre. Unos me llamaban don Navaja, otros me llamaban don Ventosa; cuál decia, por disculpar la invidia, que me queria mal porque mi madre le habia chupado dos hermanitas pequeñas de noche. Otro decia que á mi padre le habian llevado á su casa para que la limpiase de ratones, por llamarle gato. Otros me decian zape cuando pasaba, y otros miz. Cuál decia: Yo le tiré dos brengenas á su madre cuando fué obispa. Al fin, con todo cuanto andaban royéndome los zancajos, nunca me faltaron, gloria á Dios aunque yo me corria, disimulábalo, todo lo sufria, hasta que un día un muchacho se atrevió á decirme á voces hijo de una hechicera; lo cual, como lo dijo tan claro (que aun si lo dijera turbio no me pesara), agarré una piedra y escalabréle. Fuíme á mi madre corriendo, que me escondiese, y contéla el caso todo; á lo cual me dijo:
—Muy bien hiciste; bien muestras quién eres; solo anduviste errado en no preguntarle quién se lo dijo. Cuando yo oí esto (como siempre tuve altos pensamientos), volvíme á ella, y dije:
—¡Ah madre! pésame solo de que algunos de los que allí se hallaron me dijeron no tenia que ofenderme por ello, y no les pregunté si era por la poca edad del que lo habia dicho. Roguéle que me declarase si pudiera habelle desmentido con verdad. Rióse, y dijo:
—¡Ah noramala! ¿Eso sabes decir? No serás bobo; gracias tienes; muy bien hicistes en quebrarle la cabeza; que esas cosas, aunque sean verdad, no se han de decir.—Yo con esto quedé como muerto, determinado de coger lo que pudiese en breves dias, y salirme de casa mi padre: tanto pudo conmigo la vergüenza. Disimulé; fué mi padre, curó al muchacho, apaciguólo y volvióme á la escuela, adonde el maestro me recibió con ira, hasta que oyendo la causa de la riña se le aplacó el enojo, considerando la razón que habia tenido. En todo esto, siempre me visitaba el hijo de don Alonso de Zúñiga, que se llamaba don Diego, porque me queria bien naturalmente; que yo trocaba con él los peones (si eran mejores los mios). Dábale de lo que almorzaba, y no le pedia de lo que él comia; comprábale estampas, enseñábale á luchar, jugaba con él al toro, y entreteníale siempre. Así que, los más dias sus padres del caballerito, viendo cuanto le regocijaba mi compañía, rogaban á los mios que me dejasen con él á comer, cenar y aun dormir los más dias. Sucedió pues uno de los primeros que hubo escuela por navidad, que viniendo por la calle un hombre, que se llamaba Poncio de Aguirre (el cual tenia fama de consejero), que el don Diaguito me dijo:
—Hola, llámale Poncio Pilato, y hé á correr. Yo, por darle gusto á mi amigo, llaméle Poncio Pilátos. Corrióse tanto el hombre, que dió á correr tras mí con un cuchillo desnudo para matarme; de suerte que fué forzoso meterme huyendo en casa de mi maestro. Dando gritos entró el hombre tras mí, y defendiéndome el maestro, asigurando que no me matase, prometiéndole de castigarme. Y así luego, aunque la señora le rogó por mí (movida de lo que la servia), no aprovechó: mandóme desatacar, y azotándome, decia tras cada azote:
—¿Diréis más Poncio Pilátos? Lo respondía:
—No, señor; y respondílo dos veces á otros tantos azotes que me dió. Quedé tan escarmentado de decir Poncio Pilato, y con tal miedo que, mandándome al día siguiente decir, como solia, las oraciones á los otros, llegando al Credo (advierta vuesamerced la inocente malicia), al tiempo de decir: Padeció so el poder de Poncio Pilato, acordándome que no habia de decir más Pilátos, dije: Padeció so el poder de Poncio de Aguirre. Dióle al maestro tanta risa de oir mi simplicidad, y de ver el miedo que le habia tenido, que me abrazó y me dió una firma, en que me perdonaba de azotes las dos primeras veces que los mereciese. Con esto fui yo muy contento. Llegó (por no enfadan) el tiempo de las Carnestolendas; y trazando el maestro de que se holgasen sus muchachos, ordenó que hubiese rey de gallos. Echámos suerte entre doce señalados por él, y cúpome á mí. Avisé á mis padres que me buscasen galas. Llegó el día, y salí en un caballo ético y mustio, el cual, más de manco que de bien criado, iba haciendo reverencias. Las ancas eran de mona, muy sin cola, el pescuezo de camello y más largo, la cara no tenia sino un ojo, aunque overo. Echábansele de ver las penitencias, ayunos y fullerías del que le tenia á cargo en el ganarle la ración. Yendo pues en él dando vuelcos á un lado y otro, como fariseo en paso, y los demás niños todos adrezados tras mí, pasamos por la plaza (aun de acordarme tengo miedo), y llegando cerca de las mesas de las verdureras (Dios nos libre), agarró mi caballo un repollo á una, y ni fué visto ni oido, cuando lo despachó á las tripas, á las cuales, como iba rodando por el gaznate, no llegó en mucho tiempo. La bercera (que siempre son desvergonzadas) empezó á dar voces. Llegáronse otras, y con ellas pícaros, y alzando zanahorias garrofales, nabos frisones, brengenas y otras legumbres, empiezan á dar tras el pobre rey. Yo, viendo que era batalla nabal, y que no se habia de hacer á caballo, quise apearme; mas tal golpe me le dieron al caballo en la cara, que yendo á empinarse, cayó conmigo (hablando con perdon) en una privada: púseme cual vuesamerced puede imaginar. Ya mis muchachos se habian armado de piedras, y daban tras las verdureras, y escalabraron dos. Yo á todo esto, despues que caí en la privada, era la persona más necesaria de la riña. Vino la justicia, prendió á berceras y muchachos, mirando á todos qué armas tenían, y quitándoselas, porque habian sacado algunas dagas de las que traian por gala, y otros espadas pequeñas. Llegó á mí; y viendo que no tenia ningunas, porque me las habian quitado, y metídolas en una casa á secar con la capa y sombrero; pidióme, como digo, las armas, al cual respondí, todo sucio, que si no eran ofensivas contra las narices, que yo no tenia otras. Y de paso quiero confesar á vuesamerced que cuando me empezaron á tirar las brengenas, nabos, etc., que, como llevaba plumas en el sombrero, entendí que me habian tenido por mi madre, y que la tiraban, como habian hecho otras veces; y así, como necio y muchacho, empecé á decir: Hermanas, aunque llevo pumas, no soy Aldonza Saturno de Rebollo, mi madre; como si ellas no lo echaran de ver por el talle y rostro, miedo me disculpa la ignorancia y el sucederme la desgracia tan de repente. Pero volviendo al alguacil, quiso llevarme á la cárcel, y no me llevó porque no hallaba por dónde asirme (tal me habia puesto del lodo). Unos se fuéron por una parte, y otros por otra, y yo me vine á mi casa desde la plaza, martirizando cuantas narices topaba en el camino. Entré en ella, conté á mis padres el suceso, y corriéronse tanto de verme de la manera que venía, que me quisieron maltratar. Yo echaba la culpa á las dos leguas de rocin exprimido que me dieron. Procuraba satisfacerlos, y viendo que no bastaba, salíme de su casa, y fuíme á ver á mi amigo don Diego, al cual hallé en la suya descalabrado, y á sus padres resueltos por ello de no le inviar más á la escuela. Allí tuve nuevas de cómo mi rocin, viéndose en aprieto, se esforzó á tirar dos coces, y de puro flaco se desgajaron las ancas, y se quedó en el lodo, bien cerca de acabar. Viéndome pues con una fiesta revuelta, un pueblo escandalizado, los padres corridos, mi amigo descalabrado, y el caballo muerto, determiné de no volver más á la escuela ni á casa de mis padres, sino de quedarme á servir á don Diego, o por decir mejor, en su compañía, y esto con gran gusto de sus padres, por el que daba mi amistad al niño. Escribí á mi casa que yo no habia menester ir más á la escuela, porque aunque no sabía bien escribir, para mi intento de ser caballero lo que se requería era escribir mal; y así, desde luego renunciaba la escuela por no darles gasto, y su casa para ahorrarlos de pesadumbre. Avisé de dónde y cómo quedaba, y que hasta que me diesen licencia no los veria.