De lo que ine sucedió en la córte luego que llegué hasta que anocheció.
A las diez de la mañana entrámos en la córte: fuímonos á apear de conformidad en casa de los amigos de don Toribio. Llegámos á la puerta, y llamó; abrióle una vejezuela muy pobremente abrigada y muy vieja. Preguntó por los amigos, y respondió que habian ido á buscar. Estuvimos solos hasta que dieron las doce, pasando el tiempo, él en animarme á la profesion de la vida barata, y yo en atender á todo. A las doce y media entró por la puerta una estantigua vestida de bayeta hasta los piés, más raida que su vergüenza. Habláronse los dos en gemianía, de lo cual resultó darme un abrazo y ofrecérseme. Hablámos un rato, y sacó un guante con diez y seis reales, y una carta, con la cual (diciendo que era licencia para pidir para una pobre) los habia allegado; vació el guante y sacó otro, y doblólos á usanza de médico. Yo le pregunté que por qué no se los ponia, y dijo que por ser entrambos de una mano, que era treta para tener guantes. A todo esto noté, que no se desarrebozaba, y pregunté (como nuevo, para saber) la causa de estar siempre envuelto en la capa; á lo cual respondió:
—Hijo, tengo en las espaldas una gatera, acompañada de un remiendo de lanilla y de una mancha de aceite; este pedazo de rebozo la cubre, y así se puede andar. Desarrebozóse, y hallé que debajo de la sotana traia gran bulto; yo pensé que eran calzas, porque eran á modo dellas, cuando él (para entrarse á espulgar) se arremangó, y vi que eran dos rodajas de cartón, que traia atadas á la cintura y encajadas á los muslos, de suerte que hacian apariencias debajo del luto, porque el tal no traia camisa ni gregüescos; que apénas tenia que espulgar, segun andaba desnudo. Entró al espulgadero, y volvió una tablilla, como las que ponen en las sacristías, que decia: Espulgador hay; porque no entrase otro. Grandes gracias di á Dios, viendo cuánto dió á los hombres en darles industria, ya que les quitase riquezas.
—Yo (dijo mi buen amigo) vengo del camino con mal de calzas; y así, me habré de recoger á remendar. Preguntó si habia algunos retazos; y la vieja (que re cogia trapos dos dias en la semana por las calles, como las que tratan en papel, para curar incurables cosas) dijo que nó, y que por falta de trapos se estaba quince dias habia en la cama, de mal de ropilla, don Lorenzo Iñiguez del Pedroso. En esto estábamos, cuando vino uno con sus botas de camino y su vestido pardo, con un sombrero prendidas las faldas por los dos lados: supo mi venida de los demás, y hablóme con mucho afecto; quitóse la capa, y traia (mire vuesamerced quién tal pensara) la ropilla de paño pardo la delantera, y la trasera de lienzo blanco, con sus fondos en sudor. No pude tener la risa; y él con gran disimulación dijo:
—Haráse á las armas, y no se reirá; yo apostaré que no sabe por qué traigo este sombrero con la falda presa arriba. Yo dije que por galantería y por dar lugar á la vista. Antes por estorbarla (dijo); sepa que es porque no tiene toquilla, y que así no lo echan de ver. Y diciendo esto, sacó más de veinte cartas y otros tantos reales, diciendo que no habia podido dar aquéllas. Traia cada una un real de porte, y eran hechas por él mismo; ponia la firma de quien le parecía; escribía nuevas que inventaba á las personas más honradas, y dábalas en aquel traje, cobrando los portes, y esto hacia cada mes: cosa que me espantó ver la novedad de la vida. Entraron luego otros dos, el uno con una ropilla de paño larga hasta medio valon, y su capa de lo mismo, levantado el cuello, porque no se viese el angeo, que estaba roto. Los valones eran de chamelote, mas no eran más de lo que se descubrían, y lo demás de bayeta colorada.
Este venia dando voces con el otro, que traia valona por no traer cuello, y unos frascos por no traer capa, y una muleta, con una pierna liada en trapajos y pellejos, por no tener más de una calza. Hacíase soldado, y habialo sido, pero malo y en partes quietas; contaba extraños servicios suyos, y á título de soldado entraba en cualquiera parte. Decia el de la ropilla y casi gregüescos:
La metad me debeis, ó por lo menos mucha parte. Si no me la dais, juro á Dios...
No jure á Dios (dijo el otro); que en llegando á casa no soy cojo, y os daré con esta muleta mil palos. Si daréis, no daréis, y en los mentises acostumbrados, arremetió el uno al otro, y asiéndose, se salieron con los pedazos de los vestidos en las manos á los primeros estirones. Metímoslos en paz, y preguntamos la causa de la pendencia. Dijo el soldado:
—¿A mí chanzas? No llevaréis ni medio. Han de saber vuesas mercedes que estando en San Salvador llegó un niño á este pobrete, y le dijo que si era yo el alférez Juan de Lorenzana, y dijo que sí, atento á que le vió no sé qué cosa que traia en las manos. Llevómele, y dijo (nombrándome alférez): Mire vuesamerced qué le quiere este niño; y como le entendí, dije que yo era. Recibí el recado, y con él doce pañizuelos, y respondí á su madre, que los enviaba á alguno de aquel nombre. Pídeme agora la metad, y ántes me haré pedazos que tal dé; todos los han de romper mis narices. Juzgóse la causa en su favor; solo se le contradijo el sonar en ellos, mandándole que los entregase á la vieja para honrar la comunidad, haciendo dellos unos remates de mangas que se viesen y representasen camisas: que el sonarse está vedado.
Llegó la noche; acostámonos tan juntos, que parecíamos herramienta en estuche. Pasóse la cena de claro en claro: no se desnudaron los más; que con acostarse como andaban de dia cumplieron con el precepto de dormir en cueros.