En que se prosigue la materia comenzada y otros raros sucesos.
AMANECIÓ el Señor, y pusímonos todos en arma. Ya estaba yo tan hallado con ellos como si todos fuéramos hermanos (que esta facilidad y aparente dulzura se halla siempre en las cosas malas). Era de ver á uno ponerse la camisa de doce veces, dividida en doce trapos, diciendo una oracion á cada uno, como á sacerdote que se viste: á cuál se le perdia una pierna en los callejones de las calzas, y la venia á hallar adonde ménos convenía asomada; otro pidia guia para ponerse el jubón, y en media hora no se podia averiguar con él. Acabado esto, que no fué poco de ver, todos empuñaron aguja y hilo para hacer un punteado en un rasgado y otro.
Cual para culcusirse debajo del brazo, estirándole se hacia L. Uno, hincado de rodillas, remendaba un 5 de guarismo: socorría á los cañones. Otro, por plegar las entrepiernas, metiendo la cabeza entre ellas se hacia un ovillo. No pintó tan extrañas posturas Bosco como yo vi; porque ellos cosían, y la vieja les daba los materiales, trapos y arrapiezos de diferentes colores, los cuales habia traido el sábado. Acabóse la hora del remiendo (que así la llamaban ellos), y fuéronse mirando unos á otros lo que quedaba mal parado. Determinaron de irse fuera, y yo dije que queria trazasen mi vestido, porque queria gastar los cien reales en uno, y quitarme la sotana. Eso nó, dijeron ellos; el dinero se dé al depósito, y vistámosle de lo reservado luego, y señalémosle su diócesi en el pueblo, adonde él solo busque y apolille.
Parecióme bien: deposité el dinero, y en un instante, de la sotana me hicieron ropilla de luto de paño, y acortando el herreruelo, quedó bueno. Lo que sobró dél trocaron á un sombrero viejo reteñido; pusiéronle por toquilla unos algodones de tintero muy bien puestos. El cuello y los valones me quitaron, y en su lugar me pusieron unas calzas atacadas con cuchilladas no más de por delante; que lados y traseras eran unas carnuzas. Las medias calzas de seda aun no eran medias, porque no llegaban más de cuatro dedos más abajo de la rodilla, los cuales cuatro dedos cubria una bota justa sobre la media colorada que yo traia. El cuello estaba todo abierto, de puro roto; pusiéronmelo, y dijeron:
—El cuello está trabajoso por detrás y por los lados. Vuesamerced, si le mirare uno, ha de ir volviéndose con él, como la flor del sol; si fueren dos y miraren por los lados, saque piés, y para los de atrás traiga siempre el sombrero caido sobre el cogote; de suerte que la falda cubra el cuello y descubra toda la frente: y al que preguntare que por qué anda así, respóndale que porque puede andar la cara descubierta por todo el mundo. Diéronme una caja con hilo negro y blanco, seda, cordel y aguja, dedal, paño, lienzo, raso, y otros retacilios, y un cuchillo; pusiéronme una esquela en la pretina, yesca y eslabón en una bolsa de cuero, diciendo: Con esta caja puede ir por todo el mundo, sin haber menester amigos ni deudos: en ésta se encierra todo nuestro remedio; tómela y guárdela. Señaláronme por cuartel para buscar mi vida el de San Luis; y así empecé mi jornada, saliendo de casa con los otros; aunque por ser nuevo me dieron (para empezar la estafa), como á misacantano, por padrino el mismo que me trajo y convirtió.
Salimos de casa con paso tardo, los rosarios en la mano; tomámos el camino para mi barrio señalado: á todos hacíamos cortesía; á los hombres quitábamos el sombrero, deseando hacer lo mismo á sus capas; á las mujeres hacíamos reverencias, que se huelgan con ellas, y las paternidades mucho más. A uno decia mi buen ayo:
—Mañana me traen dineros; á otro:
Aguárdeme vuesamerced un dia, que me trae en palabras el banco. Cuál le pidia la capa, cuál le daba priesa por la pretina: en lo cual conocí que era tan amigo de sus amigos, que no tenia cosa suya. Andábamos haciendo culebra de una acera á otra, por no topar con casas de deudores. Ya le pedia uno el alquiler de la casa, otro el de la espada, y otro el de las sábanas y camisas: de manera que eché de ver que era caballero de alquiler, como muía. Sucedió pues que vió desde léjos un hombre que le sacaba los ojos (segun dijo) por una deuda, mas no podia el dinero; y porque no le conociese soltó detrás de las orejas el cabello, que traia recogido, y quedó nazareno entre verónico y caballero lanudo; plantóse un parche en un ojo, y púsose á hablar italiano conmigo. Esto pudo hacer miéntras el otro venia (que aun no le habia visto, por estar ocupado en chismes con una vieja). Digo de verdad que vi al hombre dar vueltas al rededor, como perro que se queria echar; hacíase más cruces que un ensalmador, y fuése diciendo: ¡Jesús! pensé que era él. A quien bueyes ha perdido... etc. Yo moríame de risa de ver la figura de mi amigo; entróse en un soportal á recoger la melena y el parche; y dijo:
—Estos son los aderezos de negar deudas. Aprended, hermano; que veréis mil cosas destas en el pueblo. Pasámos adelante, y en una esquina, por ser de mañana, tomámos dos tajadas de letuario, y aguardiente de una picarona; que nos lo dió de gracia (despues de dar el bienvenido á mi adestrador). Y díjome: Con esto vaya el hombre descuidado de comer hoy; por lo ménos esto no puede faltar. Afligíme yo, considerando que aun teníamos en duda la comida; y repliquéle, afligido por parte mi estómago. A lo cual respondió: Poca fe tienes con la religión y orden de los caminos. No falta el Señor á los cuervos ni á los grajos, ni aun á los escribanos, ¿y habia de faltar á los traspillados?.Poco estómago tienes.
—Es verdad, dije, pero temo mucho tener menos, y nada en él. En esto estábamos, y dió un reloj las doce, y como yo era nuevo en el trato, no les cayó en gracia á mis tripas el letuario, y tenia hambre como si tal no hubiera comido. Renovada pues la memoria, volvíme al amigo, y dije: Hermano, este del hambre es recio noviciado. ¡Estaba hecho el hombre á comer más que un sabañón, y hanme metido á vigilias! Si vos no la teneis, no es mucho; que criado con hambre desde niño (como el otro rey con parbona), os sustentáis ya con ella. No os veo hacer diligencia vehemente para marcar; y así, yo determino de hacer la que pudiere.
—¡Cuerpo de Dios (replicó) con vos! pues dan agora las doce, ¿y tanta priesa? Teneis muy puntuales ganas y ejecutivas, y han menester llevar en paciencia algunas pagas atrasadas. ¡No sino comer todo el dia! ¿Qué más hacen los animales? No se escribe que jamás caballero nuestro haya tenido cámaras; que ántes de puro mal proveídos, no nos proveemos. Ya os he dicho que á nadie falta Dios; y si tanta priesa teneis, yo me voy á la sopa de San Jerónimo, adonde hay aquellos frailes de leche como capones, y allí haré el buche. Si vos quereis seguirme, venid; y si no, cada uno á sus aventuras.
—Adiós, dije yo, que no son tan cortas mis faltas, que se hayan de suplir con sobras de otros; cada uno eche por su calle. Mi amigo iba pisando tieso y mirándose á los pies; sacó unas migajas de pan que traia para el efecto siempre en una cajuela, y derramóselas por la barba y vestidos: de suerte que parecía haber comido. Yo iba tosiendo y escarbando por disimular mi flaqueza, limpiándome los bigotes, arrebozado, y la capa sobre el hombro izquierdo, jugando con el decenario, que lo era por no tener más de diez cuentas. Todos los que me veian me juzgaban por comido; y si fuera de piojos, no erraran.
Iba yo fiado en mis escudillos, aunque me remordía la conciencia el ser contra la orden comer á sus costas quien vive de tripas horras en el mundo: ya iba determinado á quebrar el ayuno. Llegué con esto á la esquina de la calle de San Luis, adonde vivia un pastelero; asomábase uno de á ocho tostado, y con el resuello del horno tropezóme en las narices, y al instante me quedé (del modo que andaba) como perro perdiguero: puestos en él los ojos, le miré con tanto ahinco, que se secó el pastel como un aojado. Allí eran de contemplar las trazas que yo daba para hurtarle; resolvíame otra vez á pagarlo. En esto me dió la una; angustióme de manera, que me determiné de zamparme en un bodegon. Yo, que iba haciendo punta á uno, Dios que lo quiso, topo con un licenciado Flechilla, amigo mió, que venia haldeando por la calle abajo, con más barros que la cara de un sanguino, y tantos rabos, que parecía un chirrión: arremetió á mí en viéndome (que segun estaba, fué mucho conocerme). Yo le abracé, preguntóme cómo estaba; díjele luego:
—Señor licenciado, ¡qué de cosas tengo que contarle! Solo me pesa que me he de ir esta noche.
—Eso me pesa á mí, y si no fuera tarde, y ir con priesa á comer, me detuviera, porque me aguarda una hermana casada y su marido.
—¿Que aquí está mi señora Ana? Aunque lo deje todo, vamos; que quiero hacer lo que estoy obligado.
Abrí los ojos en oyendo que no habia comido; fuíme con él, y empecéle á contar que una mujercilla (que él habia querido mucho en Alcalá) sabía yo dónde estaba, y que le podia dar entrada en su casa. Pegósele luego al alma el envite; que fué industria tratarle de cosas de gusto. Llegámos tratando en ello á su casa: entramos; yo me ofrecí mucho á su cuñado y hermana; y ellos, no persuadiéndose á otra cosa sino á que yo venia convidado, por venir á tal hora, comenzaron á decir que si lo supieran que habian de tener tan buen huésped, que hubieran prevenido algo. Yo cogí la ocasion, y convidóme, diciendo que era de casa y amigo viejo, y que se me hiciera agravio en tratarme con cumplimiento. Sentáronse, y sentóme; y porque el otro lo llevase mejor (que ni me habia convidado ni le pasaba por la imaginación), de rato en rato le pegaba con la mozuela, diciendo que me habia preguntado por él, y que le tenia en el alma, y otras mentiras deste modo: con lo cual llevaba mejor el verme engullir; porque tal destrozo como yo hice en el ante, no lo hiciera una bala en el de un coleto. Vino la olla, y comímela en dos bocados casi toda sin malicia; pero con priesa tan fiera, que parecia que aun entre los dientes no la tenia bien segura. Dios es mi padre, que no come un cuerpo más presto el monton de la Antigua de Valladolid (que le deshace en veinte y cuatro horas), que yo despaché el ordinario, pues fué con más priesa que un extraordinario correo. Ellos bien debían notar los fieros tragos del caldo y el modo de agotar la escudilla, la persecución de los huesos y el destrozo de la carne; y si va á decir verdad, entre vuelta y juego empedré la faldriquera de mendrugos. Levantóse la mesa, apartámonos yo y el licenciado á hablar de la ida en casa de la dicha, la cual le facilité mucho; y estando hablando con él á una ventana, hice que me llamaban de la calle, y dije: ¿A mí, señor? Va bajo. Pidíle licencia, diciendo que luego volvería: quedóme aguardando hasta hoy; que desparecí por lo del pan comido y la compañía deshecha. Topóme otras muchas veces, y disculpóme con él, contándole mil embustes, que no importan para el caso.
Fuíme por las calles de Dios, llegué á la puerta de Guadalajara, y sentóme en un banco de los que tienen á sus puertas los mercaderes: quiso Dios que llegaron á la tienda dos (de las que piden prestado sobre sus caras) tapadas de medio ojo, con su vieja y pajecillo. Preguntaron si habia algún terciopelo de labor extraordinaria: yo empecé luego (para trabar conversación) á jugar del vocablo del tercio y pelado, y pelo, y apelo, y por peli, y no dejé hueso sano á la razón. Sentí que les habia dado mi libertad algún seguro de algo de la tienda; y como quien aventuraba á no perder nada, ofrecílas lo que quisiesen. Regatearon, diciendo que no tomaban de quien no conocían. Yo me aproveché de la ocasión, diciendo que habia sido atrevimiento ofrecerles nada; pero que me hiciesen merced de aceptar unas telas que me habian traido de Milán, que á la noche llevaría un paje (que les dije que era mió por estar enfrente aguardando á su amo, que estaba en otra tienda, por lo cual estaba descaperuzado). Y para que me tuviesen por hombre de partes y conocido, no hacia sino quitar el sombrero á todos los oidores y caballeros que pasaban; y sin conocer á ninguno, les hacia cortesía, como si los tratara familiarmente. Ellas juzjaron con esto, y con un escudo de oro que yo saqué de los que traia (con achaque de dar limosna á un pobre que me la pidió), que yo era un gran caballero. Parecióles irse, por ser ya tarde; y así me pidieron licencia, advirtiéndome con el secreto que habia de ir el paje. Yo las pedí por favor, y como en gracia, un rosario engarzado en oro que llevaba la más bonita dellas, en prendas de que las habia de ver á otro dia sin falta. Regatearon dármele, yo les ofrecí en prenda los cien escudos, y dijéronme su casa; y con intento de estafarme en más, se fiaron de mí, y preguntáronme la posada, diciéndome que no podia entrar paje en la suya á todas horas, por ser gente principal. Yo las llevé por la calle Mayor, y al entrar en la de las Carretas es cogí la casa que mejor y más grande me pareció, que tenia un coche sin caballos á la puerta; y díjeles que aquella era, y que allí estaba ella, el coche y el dueño para servirlas. Nombréme don Alvaro de Córdoba, y entróme por la puerta delante de sus ojos. Y acuérdome que cuando salimos de la tienda, llamé uno de los pajes (con grande autoridad) con la mano; hice que le decia que se quedasen todos, y que me aguardasen allí; y verdad es que le pregunté si era criado del comendador mi tio. Dijo que nó; y con tanto acomodé los criados ajenos como buen caballero.
Llegó la noche escura, y acogímonos á casa todos. Entré y hallé al soldado de los trapos con una hacha de cera que le dieron para que acompañase á un difunto, y se vino con ella. Llamábase éste Magazo, y era natural de Olías; habia sido capitan en una comedia, y se habia combatido con moros en una danza. Cuando hablaba con los de Flándes, decia que habia estado en la China, y á los de la China en Flándes. Trataba de formar un campo, y nunca supo sino espulgarse en él; nombraba castillos, y apénas los habia visto en los ochavos. Celebraba mucho la memoria del señor don Juan, y oíle decir yo muchas veces de Luis Quijada que habia sido honra de amigos. Nombraba turcos, galeones y capitanes, todos los que habia leido en unas coplas que andaban desto; y como él no sabía nada de mar (porque no tenia nada de naval más de comer nabos), dijo, contando la batalla que habia tenido el señor don Juan en Lepanto, que aquel Lepanto fué un moro muy bravo. Como no sabía el pobrete que era nombre del mar, pasábamos con el lindos ratos. Entró luego mi compañero, deshechas las narices y toda la cabeza entrepajada, lleno de sangre y muy sucio. Preguntárnosle la causa; y dijo que habia ido á la sopa de San Jerónimo, y que pidió porcion doblada, diciendo que era para unas personas honradas y pobres. Quitáronselo á los otros mendigos para dárselo; y ellos, con el enojo, siguiéronle, y vieron que en un rincón detrás de la puerta estaba sorbiendo con gran valor. Sobre si era bien hecho engañar por engullir, y quitar á otros para sí, se levantaron voces, y tras ellas palos, y tras los palos chichones y tolondrones en su pobre cabeza. Embistiéronle con los jarros, y el daño de las narices se lo hizo uno con una escudilla de madera, que se la dió á oler con más priesa que convenia. Quitáronle la espada; á las voces salió el portero, y aun no los podia meter en paz. En fin, se vió en tanto peligro el pobre hermano, que decia:
—Yo volveré lo que he comido; y aun no bastaba, porque ya no reparaban sino en que pedia para otros y no se preciaba de sopon.
—¡Miren el todo trapos, como muñeca de niños, más triste que pastelería en cuaresma, con más agujeros que una flauta, y más remiendos que una pia, y más manchas que un jaspe, y más puntos que un libro de música (decía un estudiantón destos de la capacha, gorronazo); que hay hombre en la sopa del bendito santo, que puede ser obispo ó otra cualquier dignidad, y se afrenta un don Peluche de comer! Graduado soy de bachiller en artes por Sigüenza. Metióse el portero de por medio, viendo que un vejezuelo que allí estaba decía que, aunque acudía al brodio, era descendiente del Gran Capitan, y que tenia deudos.
Aquí lo dejo, porque el compañero estaba ya fuera desaprensando los güesos.