IV

En que se describe la cárcel y lo que sucedió en ella hasta salir la vieja azotada, los compañeros á la vergüenza, y yo en fiado.

ECHÁRONNOS á cada uno en entrando dos pares de grillos, y sumiéronnos en un calabozo o, que me vi ir allá, aprovechóme del dinero que traia conmigo; y sacando un doblon, dije al carcelero:

—Señor, óigame vuesamerced en secreto; y para que lo hiciese díle escudo como cara, y en viéndolo me apartó. Suplicóle á vuesamerced, le dije, que se duela de un hombre de bien. Busquéle las manos; y como sus palmas estaban hechas á llevar semejantes dátiles, cerró con los dichos veinte y cuatro, diciendo:

—Yo averiguaré la enfermedad, y si no es urgente, bajará al cepo. Yo conocí la deshecha, y respondíle humilde. Dejóme fuera, y á los amigos descolgáronlos abajo. Dejo de contar la risa tan grande que en la cárcel y por las calles habia con nosotros; porque, como nos traian atados y á empellones, unos sin capas, y otros con ellas arrastrando, eran de ver unos cuerpos pias remendados, y otros aloques de tinto y blanco. Aquel, por asirle de alguna parte segura (por estar todo tan manido), le agarraba el corchete de las puras carnes, y aun no hallaba de qué asir, segun los tenia roídos la hambre. Otros iban dejando á los corchetes en las manos los pedazos de ropillas y gregüescos. Al quitar la soga en que venían ensartados, se salían pegados los andrajos. Al fin, yo fui (llegada la noche) á dormir en la sala de los linajes. Diéronme mi camilla. Era de ver dormir algunos envainados, sin quitarse nada de lo que traian de dia; otros desnudarse de un golpe todo cuanto traian encima; cuáles jugaban. Y al fin cerrados, se mató la luz.

Olvidamos todos los grillos; estaba el servicio á mi cabecera, y á la media noche no hacían sino venir presos y soltar presos. Yo, que oí el ruido, al principio (pensando que eran truenos) empecé á santiguarme y llamar á santa Bárbara; mas viendo que olian mal, eché de ver que no eran truenos de buena casta. Olian tanto, que por fuerza detenia las narices en la cama: unos traian cámaras, y otros aposentos. Al fin, yo me vi forzado á decirles que mudasen á otra parte el vidriado; y sobre si le viene muy ancho, ó nó, tuvimos palabras. Usé el oficio de adelantado, que es mejor serlo de un cachete que de Castilla, y metíle á uno media pretina en la cara. El, por levantarse apriesa, derramóle, y al ruido despertó el concurso. Asábamonos allí á pretina zos á escuras, y era tanto el olor, que hubieron de levantarse todos. Con esto se alzaron grandes gritos; y el alcaide, sospechando que se le iban algunos vasallos, subió corriendo, armado con toda su cuadrilla. Llegó, abrió la sala, entró luz y informóse del caso. Condenáronme todos; yo me disculpaba con decir que en toda la noche me habian dejado cerrar los ojos........ El carcelero, pareciéndole que por no dejarme zabullir en el horado le daria otro doblon, asió del caso y mandóme bajar allá. Determinóme á consentir, ántes que á pellizcar el talego más de lo que estaba. Fui llevado abajo, donde me recibieron con albórbola y placer los amigos.

Dormí aquella noche algo desabrigado. Amaneció el Señor, y salimos del calabozo. Vímonos las caras; y lo primero que nos fué notificado fué dar para la limpieza (y no de la Virgen sin mancilla), so pena de culebrazo fino. Yo di luego seis reales; mis compañeros no tenian qué dar, y así quedaron remitidos para la noche. Habia en el calabozo un mozo tuerto, alto, abigotado, mohino de cara, cargado de espaldas y de azotes en ellas; traia más hierro que Vizcaya, dos pares de grillos y una cadena de portada. Llamábanle el Jayan; decia que estaba preso por cosas de aire; y así, sopeché yo era por algunos fuelles, chirimías ó abanicos. Y á los que le preguntaban si era por algo desto, respondia que nó, sino por pecados de otro tiempo....... Cuando el alcaide le reñía por alguna travesura, le llamaba botiller del verdugo y depositario general de culpas. Otras veces le amenazaba, diciendo: ¿Qué te arriesgas, pobrete, con el que ha de hacer humo? Dios es Dios, que te vendimie de camino Este hacia amistad con otro que llamaban Robledo, y por otro nombre el Trepado. Decia que estaba preso por liberalidades; y apurado eran de manos en pescar lo que topaba. Habia sido más azotado que postillon, porque todos los verdugos habian probado la mano en él. Tenia la cara con tantas cuchilladas, que á descubrirse puntos, no se la ganara un flux. Tenia nones las orejas y pegadas las narices, aunque no tan bien como la cuchillada que se las partia. A éstos se llegaban otros cuatro hombres (rapantes como leones de armas) todos agrillados y condenados al hermano de Rómulo. Decían ellos que presto podrían decir que habian servido á su rey por mar y por tierra. No se podia creer la notable alegría con que aguardaban su despacho.

Todos éstos, mollinos de ver que mis compañeros no contribuían, ordenaron á la noche de darles culebrazo bravo con una soga dedicada al efecto. Vino la noche, fuimos ahuchados á la postrera faldriquera de la casa; mataron la luz; yo metíme luego debajo la tarima. Empezaron á silbar dos dellos, y otro á dar sogazos. Los buenos caballeros (que vieron el negocio de revuelta) se apretaron de manera las carnes (ayunas, cebadas, comidas y almorzadas de sarna y piojos), que cupieron todos en un resquicio de la tarima: estaban como liendres en cabellos, ó chinches en cama. Sonaban los golpes en la tabla, callaban los dichos. Los bellacos, viendo que no se quejaban, dejaron el dar azotes, y empezaron á tirar ladrillos, piedras y cascote que tenían recogido. Allí fué ella, que uno le halló el cogote á don Toribio, y le levantó una pantorrilla en él de dos dedos. Comenzó á dar voces que le mataban. Los bellacos, porque no se oyesen sus aullidos, cantaban todos juntos, y hacian ruido con las prisiones. El, por esconderse, asió de los otros para meterse debajo. Allí fué el ver cómo con la fuerza que hacian les sonaban los huesos como tablillas de san Lázaro. Acabaron su vida las ropillas; no quedaba andrajo en pié; menudeaban tanto las piedras y cascotes, que dentro de poco tiempo tenia el dicho don Toribio más golpes en la cabeza que una ropilla abierta. Y no hallando ningún remedio contra el granizo que sobre él llovía, viéndose cerca de morir mártir (sin tener cosa de santidad ni aun de bondad), dijo que le dejasen salir; que él pagaría luego y daría sus vestidos en prendas. Consintiéronselo, y á pesar de los otros que se defendían con él, descalabrado y cómo pudo se levantó y pasó á mi lado. Los otros, por presto que acordaron á prometer lo mismo, ya tenían las chollas con más tejas que pelos. Ofrecieron, para pagar la patente, sus vestidos, haciendo cuenta que era mejor estarse en la cama por desnudos que por heridos; y así, aquella noche los dejaron estar, y á la mañana les pidieron que se desnuda sen. Desnudáronse, y se halló que de todos sus vestidos juntos no se podia hacer una mecha á un candil. Quedáronse en la cama, digo envueltos en una manta, la cual era la que llaman ruana, que es donde se espulgan todos. Empezaron luego á sentir su abrigo, porque habia piojo con hambre canina, y otro que en un bocado de uno dellos quebraba ayuno de ocho dias; habialos frisones, y otros que se podian echar á la oreja de un toro. Pensaron aquella mañana ser almorzados dellos; quitáronse la manta, maldiciendo su fortuna, deshaciéndose á puras uñadas. Yo me salí del calabozo, diciendo que me perdonasen si no les hacia mucha compañía, porque me importaba el no hacérsela. Torné á repasar las manos al carcelero con tres de á ocho; y sabiendo quién era el escribano de la causa, enviéle á llamar con un picarillo. Vino, metíle en un aposento, y empecéle á decir (despues de haber tratado de la causa) cómo yo tenia no sé qué dinero; supliquéle que me lo guardase, y que en lo que hubiese lugar favoreciese la causa de un hijodalgo desgraciado que por engaño habia incurrido en tal delito.

—Crea vuesamerced (dijo, despues de haber pescado la mosca), que en nosotros está todo el juego, y que si uno da en no ser hombre de bien, puede hacer mucho mal. Más tengo yo en galeras de balde por mi gusto, que hay letras en el proceso. Fíese de mí, y crea que le sacaré á paz y á salvo.

Fuése con esto, y volvióse desde la puerta á pedirme algo para el buen Diego García el alguacil, que importaba el acallarle con mordaza de plata; y apuntóme no sé qué del relator para ayuda de comerse cláusula entera. Dijo:

—Un relator, señor, con arquear las cejas, levantar la voz, dar una patada para hacer atender al alcalde divertido (que las más veces lo están), hacer una acción, destruye un cristiano. Díme por entendido, y añadí otros cincuenta reales; y en pago me dijo que enderezase el cuello de la capa, y dos remedios para el catarro que tenia de la frialdad de la cárcel; y últimamente me dijo: Ahorre de pesadumbre, que con ocho reales que dé al alcaide, le aliviará; que esta es gente que no hace virtud sino es por interés. Cayóme en gracia la advertencia. Al fin él se fué, y yo di al carcelero un escudo; quitóme los grillos, dejábame entrar en su casa. Tenia una ballena por mujer, y dos hijas del diablo, feas y necias.

Sucedió que el carcelero (que se llamaba Tal Blandones de San Pablo, y la mujer doña Ana Moraez) vino á comer, estando yo allí, muy enojado y bufando; no quiso comer. La mujer, recelando alguna gran pesadumbre, se llegó á él, y le enfadó tanto con las acostumbradas importunidades, que dijo:

—¿Qué ha de ser, si el bellaco ladrón de Almendros el Aposentador me ha dicho (teniendo palabras con él sobre el arrendamiento) que vos no sois limpia?

--¿Tantos rabos me ha quitado el bellaco? dijo ella. Por el siglo de mi agüelo, que no sois hombre, pues no le pelastes las barbas. ¿Llamo yo á sus criados que me limpien? Y volviéndose á mí, dijo: Vale Dios que no me podrá decir judía como él, que de cuatro cuartos que tiene, los dos son de villano, y los otros ocho maravedís de hebreo. A te, señor don Pablos, que si le oyera, que yo le acordara que tiene las espaldas en el aspa de san Andrés. Entonces, muy afligido el alcaide, replicó:

—¡Ay mujer! que callé porque dijo que en esa teníades vos dos ó tres madejas; que lo sucio no os lo dijo por lo puerco, sino por el no le comer.

—¿Luego judía dijo que era? ¿Y con esa paciencia lo decís, buenos tiempos? ¿Así sentís la honra de doña Ana Moraez, hija de Estefanía Rubio y Juan de Madrid, que sabe Dios y todo el mundo?

—¿Cómo hija (dije yo) de Juan de Madrid?

-De Juan de Madrid (respondió ella) el de Auñon. Voto á N. que el bellaco que tal dijo es un judío. Y volviéndome á ellas, dije:

—Juan de Madrid, mi señor, que esté en el cielo, fué primo hermano de mi padre, y daré yo probanza de quién es y cómo, y esto me toca á mí; y si salgo de la cárcel, yo le haré desdecir cien veces al bellaco: ejecutoria tengo en el pueblo tocante á entrambos con letras de oro. Alegráronse mucho todos Con el nuevo pariente, y cobraron ánimo con lo de la ejecutoria; y ni yo la tenia ni sabía quiénes eran. Comenzó el marido á quererse informar del parentesco por menudo; y porque no me cociese en mentira hice que me salia de enfado, votando y jurando. Tuviéronme, diciendo que no se tratase ni pensase más en ello. Yo fie rato en rato salia muy al descuido, diciendo: ¡Juan de Madrid! Burlando es la probanza que yo tengo suya. Otras veces decia: ¡Juan de Madrid el mayor! Su padre de Juan de Madrid fué casado con Ana de Acebedo la gorda; y callaba otro poco.

Al fin, con estas cosas el alcaide me daba de comer y cama en su casa; y el buen escribano (solicitado dél y cohechado con el dinero) lo hizo tan bien, que sacaron la vieja delante de todos en un palafrén pardo á la brida, con un músico de culpas delante. Era el pregón éste: A esta mujer por ladrona. Llevábale el compás en las costillas el verdugo, segun lo que le habian recetado los señores de los ropones. Luego seguían todos mis compañeros en los overos de echar agua, sin sombreros y las caras descubiertas. Sacábanlos á la vergüenza, y cada uno, de puro roto, llevaba la suya de fuera. Desterráronlos por seis años; yo salí en fiado por virtud del escribano: y el relator no se descuidó, porque mudó tono, habló quedo, brincó razones y mascó cláusulas enteras.

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