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De lo que me sucedió en Sevilla hasta embarcarme á Indias.

PASÉ el camino de Toledo á Sevilla prósperamente: porque como yo tenia ya mis principios de fullero, y llevaba dados cargados con nueva pasta de mayor y menor, y tenia la mano derecha encubridora de un dado,—llevaba provisión de cartones de lo ancho y de lo largo para hacer garrotes de moros y ballestilla; y así no se me escapaba dinero. Dejo de referir otras muchas flores; porque á decirlas todas, me tuvieran más por ramillete que por hombre, y también porque ántes fuera dar que imitar, que referir vicios de que huyan los hombres; más quizá declarando yo algunas chanzas y modos de hablar, estarán más avisados los ignorantes, y los que leyeren mi libro serán engañados por su culpa.

No te fies, hombre, en dar tú la baraja, que te la trocarán al despabilar de una vela; guarda el naipe de tocamientos raspados ó bruñidos, cosa con que se conocen los azares. Y por si fueres pícaro, lector, advierte que en cocinas y caballerizas pican con un alfiler ó doblando los azares, para conocerlos por lo hendido. Y si tratares con gente honrada, guárdate del naipe, que desde la estampa fué concebido en pecado, y que con traer atravesado el papel, dice lo que viene. No te fies de naipe limpio, que al que da vista y retiene, lo más jabonado es sucio. Advierte que á la carteta el que hace los naipes, que no doble más arqueadas las figuras, fuera de los reyes, que las demás cartas; porque el tal doblar es por tu dinero difunto. A la primera, mira no den de arriba las que descarta el que da, y procura que no se pidan cartas ó por los dedos en el naipe ó por las primeras letras de las palabras. No quiero darte luz de más cosas; estas bastan para saber que has de vivir con cautela, pues es cierto que son infinitas las maulas que te callo. Dar muerte llaman quitar el dinero, y con propiedad; revesa llaman la treta contra el amigo, que de puro revesada no la entienden; dobles son los que acarrean sencillos, para que los desuellen estos rastreros de bolsas; blanco llaman al sano de malicia y bueno como el pan, y negro al que deja en blanco sus diligencias.

Yo pues con este lenguaje y estas flores llegué á Sevilla; con el dinero de los camaradas gané el alquiler de las mulas, y la comida y dineros á los huéspedes de las posadas. Fuíme luego á apear al mesón del Moro, donde me topó un condiscípulo mió de Alcalá, que se llamaba Mata, y agora se decia (por parecerle nombre de poco ruido) Matorral. Trataba en vidas, y era tendero de cuchilladas, y no le iba mal. Traia la muestra de las en su cara, y por las que le habian dado, concertaba tamaño y hondura de las que habia de dar; decia:

—No hay tal maestro como el bien acuchillado; y tenia razón, porque la cara era una cuera y él un cuero. Díjome que habia de ir á cenar con él y otros camaradas, y que ellos me volverían al mesón.

Fui, llegámos á su posada, y dijo:

—Ea, quite la capa vucé, y parezca hombre; que verá esta noche todos los buenos hijos de Sevilla; y abaje ese cuello y agobie de espaldas, la capa caida (que siempre andamos nosotros de capa caida), y ese hocico de tornillo, gestos á un lado y á otro; y haga vucé de la g, h, y de la h, g; y diga conmigo: gerida, mogino, jumo. Pahería, mohar, habalí y harro de vino. Tomélo de memoria. Prestóme una daga, que en lo ancho era alfanje, y en lo largo no se llamaba espada que bien podia. Bébase (me dijo) esta media azumbre de vino puro; que si no da vaharada no parecerá valiente. Estando en esto, y yo con lo bebido atolondrado, entraron cuatro dellos con cuatro zapatos de gotosos por caras, andando á lo columpio, no cubiertos con las capas, sino fajados por los lomos, los sombreros em pinados sobre las frentes, altas las faldillas de delante, que parecían diademas, un par de herrerías enteras por guarniciones de dagas y espadas, las conteras en guarnición, con los calcañares derechos, los ojos derribados, la vista fuerte, bigotes buidos á lo cuerno, y barbas turcas, como caballos. Hiciéronnos un gesto con la boca, y luego á mi amigo le dijeron (con voces mollinas, sisando palabras):

—Seidor.

—So compadre, respondió mi ayo. Sentáronse; y para preguntar quién era yo no hablaron palabra, sino el uno miró á Matorral, y abriendo la boca y empujando hácia mi el labio de abajo, me señaló; á lo cual mi maestro de novicios satisfizo empuñando la barba y mirando hácia abajo; y con esto con mucha alegría se levantaron todos, y me abrazaron y hicieron muchas fiestas, y yo de la propria manera á ellos, que fué lo mesmo que si catara cuatro diferentes vinos. Llegó la hora de cenar; vinieron á servir á la mesa unos grandes picaros, que los bravos llaman cañones. Sentámonos todos juntos á la mesa: aparecióse luego el alcaparrón, y con esto empezaron (por bienvenido) á beber á mi honra, que yo de ninguna manera, hasta que la vi beber, no entendí que tenia tanta. Vino pescado y carne, y todo con apetitos de sed. Estaba una artesa en el suelo toda llena de vino, y allí se echaba de bruces el que queria hacer la razón. Contentóme la penadilla. A dos veces no hubo hombre que conociese al otro. Empezaron pláticas de guerra; menudeábanse los juramentos; murieron de brindis á brindis veinte ó treinta sin confesion. Recetáronsele al asistente mil puñaladas; tratóse de la buena memoria de Domingo Tiznado y Gayón; derramóse vino en cantidad al alma de Escamilla. Los que las cogieron tristes lloraron tiernamente al malogrado Alonso Alvarez. Ya á mi compañero con estas cosas se le desconcertó el reloj de la cabeza, y dijo, algo ronco, tomando un pan con las dos manos y mirando á la luz:

—Por esta, que es la cara de Dios, y por aquella luz que salió por la boca del ángel, que si vucedes quieren, que esta noche hemos de dar al corchete que siguió al pobre Tuerto. Levantóse entre ellos alarido disforme, y sacando las dagas, lo juraron, poniendo las manos cada uno en un borde de la artesa; y echándose sobre ella de hocicos, dijeron:

—Así como bebemos este vino, hemos de beber de la sangre á todo acechador.

—¿Quién es este Alfonso Alvarez, pregunté, que tanto se ha sentido su muerte?

Mancebo, dijo el uno, lidiador ahigadado, mozo de manos y buen compañero. Vamos; que me retientan los demonios. Con esto salimos de casa á montería de corchetes.

Yo, como iba entregado al vino, y habia renunciado en su poder mis sentidos, no advertí al riesgo que me ponia. Llegámos á la calle de la Mar, donde encaró con nosotros la ronda. No bien la columbraron, cuando sacando las espadas, la embistímos. Yo hice lo mismo, y limpiámos dos cuerpos de corchetes de sus malas ánimas al primer encuentro. El alguacil puso la justicia en sus piés, y apeló por la calle arriba dando voces; no lo pudimos seguir por haber cargado delantero. Y al fin nos acogimos á la iglesia Mayor, donde nos amparamos del rigor de la justicia, y dormimos lo necesario para espumar el vino que hervia en los cascos. Y vueltos ya en nuestro acuerdo, me espantaba yo de ver que hubiese perdido la justicia dos corchetes y huido el alguacil de un racimo de uva, que entonces lo éramos nosotros. Pasábamoslo en la iglesia notablemente, porque al olor de los retraídos vinieron ninfas, desnudándose por vestirnos. Aficionóseme la Grajales; vistióme de nuevo de sus colores; súpome bien y mejor que todas esta vida; y así, propuse de navegar en ansias con la Grajales hasta morir. Estudié la jacarandina, y á pocos dias era rabí de los otros rufianes. La justicia no se descuidaba de buscarnos; rondábanos la puerta; pero con todo, de media noche abajo rondábamos disfrazados.

Yo, que vi que duraba mucho este negocio, y más la fortuna en perseguirme,—nó de escarmentado (que no soy tan cuerdo, sino de cansado, como obstinado pecador), determiné, consultándolo lo primero con la Grajales, de pasarme á Indias con ella, á ver si mu dando de mundo y tierra mejoraría mi suerte. Y fuéme peor, pues nunca mejora su estado quien muda solamente de lugar, y no de vida y costumbres.

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