Deseando los amigos poder distinguir claramente en cualquier instante del día a aquellos jóvenes, muchachas o muchachos, cuyos virgos debían pertenecerles, decidieron hacerles llevar, en todos sus diferentes atavíos, una cinta en el pelo que indicara a quién pertenecían. Así pues, el duque adoptó el rosa y el verde, y todo lo que llevara una cinta rosa delante le pertenecería por el coño, de la misma manera que todo lo que llevara una verde detrás sería suyo por el culo. A partir de ese momento Fanny, Zelmire, Sophie y Augustine colocaron un nudo rosa a un lado de su peinado, y Rosette, Hébé, Michette, Giton y Zéphire pusieron uno verde en la parte trasera de sus cabellos, como prueba de los derechos que el duque poseía sobre sus culos. Curval eligió el negro por delante y el amarillo por detrás, de modo que Michette, Hébé, Colombe y Rosette llevaron siempre en el futuro un nudo negro delante, y Sophie, Zelmire, Augustine, Zélamir y Adonis colocaron otro amarillo en el moño. Durcet marcó a Hyacinthe con una cinta lila por detrás, y el obispo, que solo poseía cinco primicias sodomitas, ordenó a Cupidon, Narcisse, Céladon, Colombe y Fanny llevar una violeta por detrás. Jamás, vistieran lo que vistieran, debían abandonar dichas cintas, y bastaba una mirada, viendo a uno de los jóvenes con un color por delante y otro por detrás, para distinguir inmediatamente quién tenía derechos sobre su culo y quién los tenía sobre su coño. Curval, que había pasado la noche con Constance, se quejó vivamente de ella por la mañana. No se sabe muy bien a qué se referían sus quejas; basta con muy poco para disgustar a un libertino. El caso es que se disponía a incluirla en la lista de castigos del sábado próximo, cuando la buena mujer declaró que estaba embarazada, pues Curval, el único del que cabía sospechar, junto con su marido, solo la había conocido carnalmente a partir de los comienzos de esta fiesta, o sea desde hacía cuatro días. Esta noticia divirtió mucho a nuestros libertinos por las voluptuosidades clandestinas que vieron perfectamente que les proporcionaría. El duque no salía de su asombro. En cualquier caso, el acontecimiento le valió la exención de la pena que, sin eso, hubiera debido sufrir por haber disgustado a Curval. Querían dejar madurar la pera, una mujer preñada les divertía, y lo que a partir de ahí se prometían divertía aún mucho más lúbricamente su pérfida imaginación. La dispensaron del servicio de mesa, de los castigos y de algunos otros pequeños detalles que su estado no hacía ya voluptuoso verle cumplir, pero siguió obligada al canapé y a compartir hasta nueva orden el lecho de quien quisiera elegirla. Fue Durcet quien, aquella mañana, se prestó a los ejercicios de poluciones, y, como su polla era extraordinariamente pequeña, dio más trabajo a las escolares. Sin embargo trabajaron; pero el pequeño financiero, que había desempeñado toda la noche el oficio de mujer, no pudo jamás sostener el de hombre. Estuvo acorazado, intratable, y el arte de las ocho encantadoras escolares, dirigidas por la más hábil maestra, ni siquiera consiguió hacerle levantar la pilila. Salió triunfante de la prueba, y como la impotencia siempre da un poco de este humor que, en libertinaje, se llama rabieta, sus visitas fueron asombrosamente severas. Rosette entre las muchachas y Zélamir entre los muchachos fueron sus víctimas: el uno no estaba como se le había dicho que estuviera —este enigma se explicará— y la otra se había desprendido desgraciadamente de lo que se le había dicho que conservara. Solo aparecieron en los servicios públicos la Duclos, Marie, Aline y Fanny, dos folladores de segunda clase, y Giton. Curval, que aquel día empalmaba mucho, se excitó mucho con la Duclos. La comida, donde se intercambiaron frases muy libertinas, no lo calmó en absoluto, y el café, servido por Colombe, Sophie, Zéphire, y su querido amigo Adonis, acabó de abrasar su cabeza. Cogió a este último y, derribándolo sobre un sofá, le colocó blasfemando su enorme miembro entre los muslos, por detrás, y como el enorme instrumento sobresalía más de seis pulgadas por el otro lado, ordenó al muchacho que masturbara con fuerza lo que salía y él se puso a masturbar a la criatura por encima del pedazo de carne con que lo tenía ensartado. Mientras tanto, ofrecía a la asamblea un culo tan sucio como ancho, cuyo orificio impuro acabó por tentar al duque. Viendo aquel culo a su alcance, hundió en él su nervioso instrumento, sin dejar de chupar la boca de Zéphire, operación que había iniciado antes de que concibiera la idea que ejecutaba. Curval, que no esperaba semejante ataque, blasfemó de alegría. Pataleó, se ensanchó, se prestó. En aquel momento, la joven leche del encantador muchacho que él masturbaba gotea sobre la enorme cabeza de su instrumento enfurecido. La cálida leche que le moja, las reiteradas sacudidas del duque que también comenzaba a correrse, lo arrastran, lo decide todo, y unos chorros de una esperma espumosa inundan el culo de Durcet, que había ido a colocarse allí, enfrente, para que no se perdiera nada, dijo, y cuyas nalgas blancas y rollizas fueron dulcemente sumergidas por un licor encantador que él hubiera preferido en sus entrañas. Tampoco el obispo permanecía ocioso; lamía sucesivamente los agujeros de los divinos culos de Colombe y de Sophie; pero, fatigado sin duda por algunos ejercicios nocturnos, ni siquiera dio muestras de existencia y, al igual que todos los libertinos a quienes el capricho y el hastío vuelven injustos, acusó duramente a las dos deliciosas criaturas de los errores harto merecidos por su débil naturaleza. Dormitaron unos instantes y, habiendo llegado la hora de las narraciones, fueron a escuchar a la amable Duclos, que reanudó su relato de la siguiente manera:
«Había habido algunos cambios en la casa de Madame Guérin», dijo nuestra heroína. «Dos muchachas muy bonitas acababan de encontrar unos ingenuos que las mantenían y a los que engañaron como hacemos todas. Para sustituir esta pérdida, nuestra querida mamá había puesto los ojos en la hija de un tabernero de la Rue Saint-Denis, de trece años de edad y una de las criaturas más bonitas que pueda imaginarse. Pero la pequeña, tan honesta como piadosa, se resistía a todas las seducciones, cuando la Guérin, después de utilizar un procedimiento muy astuto para atraerla un día a su casa, la puso inmediatamente en manos del singular personaje cuya manía voy a describiros. Era un eclesiástico de cincuenta y cinco o cincuenta y seis años, pero lozano y vigoroso y que no aparentaba más de cuarenta. Ningún ser en el mundo tenía un talento más singular que este hombre para arrastrar a las jóvenes al vicio y, como era su arte más sublime, lo convertía asimismo en su único y exclusivo placer. Toda su voluptuosidad consistía en desarraigar los prejuicios de la infancia, en hacer despreciar la virtud y en adornar el vicio con los más bellos colores. No descuidaba nada: cuadros seductores, promesas lisonjeras, ejemplos deliciosos, todo era puesto en práctica, todo era hábilmente compuesto, todo artísticamente proporcionado a la edad, al tipo de mente de la criatura, y jamás erraba el golpe. En solo dos horas de conversación, estaba seguro de hacer una puta de la chiquilla más honesta y más razonable, y en los treinta años que ejercía este oficio en París, como había confesado a Madame Guérin, una de sus mejores amigas, tenía catalogadas a más de diez mil muchachas seducidas y arrojadas por él al libertinaje. Prestaba tales servicios a más de quince alcahuetas y, cuando no se los pedían, emprendía investigaciones por cuenta propia, corrompía cuanto encontraba y lo enviaba después a sus dientas. Pues lo más extraordinario, y lo que hace, señores, que os cite la historia de este singular personaje, es que jamás disfrutaba del fruto de sus trabajos; se encerraba a solas con la criatura, pero de todos los recursos que le prestaban su inteligencia y su elocuencia, salía muy inflamado. Era indudable que la operación excitaba sus sentidos, pero era imposible saber dónde y cómo los satisfacía. Minuciosamente observado, jamás se le vio otra cosa que un fuego prodigioso en la mirada al final de su discurso, algunos movimientos de su mano delante de su calzón, que anunciaba una franca erección producida por la obra diabólica que cometía, y nada más. Llegó; lo encerraron con la joven tabernera. Yo lo observaba, la entrevista fue larga, el seductor puso en ella un asombroso patetismo, la criatura lloró, animóse, pareció entrar en una especie de entusiasmo. Fue el instante en que los ojos del personaje se inflamaron más y cuando observamos los gestos sobre su calzón. Poco después se levantó, la criatura le tendió los brazos como para abrazarlo, él la besó como un padre y sin poner en ello ningún tipo de lubricidad. Salió él, y tres horas después la pequeña llegó a casa de Madame Guérin con sus bultos».
«¿Y el hombre?», dijo el duque. «Desapareció tan pronto como hubo dado su lección», contestó la Duclos. «¿Sin volver para comprobar el resultado de sus trabajos?» «No, monseñor, estaba seguro; jamás le había fallado ni una». «Un personaje muy extraordinario», dijo Curval. «¿Qué piensa, señor duque?» «Pienso», respondió este, «que solo se calentaba con la seducción y que se corría en sus calzones». «No», dijo el obispo, «no es eso; esto no era más que un preparativo de sus excesos; al salir de allí, apuesto a que iba a consumar otros mayores». «¿Mayores?», dijo Durcet. «¿Y qué voluptuosidad más deliciosa hubiera podido buscar que la de disfrutar de su propia obra, ya que era su maestro?» «¡Bueno!», dijo el duque, «creo que lo he adivinado; esto, como dice, no era más que un preparativo: se calentaba la cabeza corrompiendo muchachas, y se iba a encular muchachos… Apuesto a que era bujarrón». Preguntaron a la Duclos si tenía alguna prueba de lo que allí se suponía, y si no seducía también a chiquillos. Nuestra historiadora contestó que no tenía prueba alguna de ello y, pese a la afirmación muy verosímil del duque, todos quedaron en suspenso respecto al carácter del extraño predicador, y después de que acordaran unánimemente que su manía era realmente deliciosa, pero que había que consumar la obra o hacer algo peor después, la Duclos retomó así el hilo de su narración:
«Al día siguiente de la llegada de nuestra joven novata, que se llamaba Henriette, apareció un lascivo fantasioso que nos unió, a ella y a mí, a las dos, a trabajar juntas. Este nuevo libertino no tenía más placer que el de contemplar por un agujero todas las voluptuosidades un poco extrañas que sucedían en una habitación contigua. Le gustaba sorprenderlas y encontraba así en los placeres de los demás un divino alimento a su lubricidad. Le pusieron en la habitación de que os he hablado y a la que yo iba con tanta frecuencia, al igual que mis compañeras, a espiar, para divertirme, las pasiones de los libertinos. Me destinaron a entretenerle mientras él fisgara, y la joven Henriette pasó al otro apartamento con el mamón del agujero del culo del que os hablé ayer. La pasión muy voluptuosa de aquel libertino era el espectáculo que se quería ofrecer al fisgón, y para excitarle más, y conseguir que su escena fuera más cálida y de visión más agradable, se le previno de que la muchacha que se le daba era una novata y que celebraba con él su primera sesión. Bastó para convencerle fácilmente el aspecto pudoroso e infantil de la pequeña tabernera. Así que él se portó de lo más caliente y de lo más lúbrico posible en sus ejercicios libidinosos, que estaba muy lejos de creer observados. En cuanto a mi hombre, con el ojo pegado al agujero, una mano en mis nalgas, la otra en su polla que meneaba poco a poco, parecía regular su éxtasis de acuerdo con el que sorprendía. “¡Ah, qué espectáculo!”, decía de vez en cuando… “¡Qué bonito culo tiene esta chiquilla y qué bien lo besa el tipo!” Habiéndose corrido finalmente el amante de Henriette, el mío me tomó en sus brazos y, después de haberme besado un momento, me dio la vuelta, me magreó, me besó y lamió lúbricamente el trasero y me inundó las nalgas con las muestras de su virilidad».
«¿Masturbándose él mismo?», dijo el duque. «Sí, monseñor», replicó la Duclos, «y masturbándose una polla, os lo aseguro, que por su pequeñez increíble no vale ni la pena mencionarse».
«El personaje que apareció a continuación», prosiguió Duclos, «tal vez no merecería aparecer en mi lista, de no haberme parecido digno de citároslo por la circunstancia, en mi opinión bastante singular, que unía a sus placeres, en sí bastante simples, y que os mostrará hasta qué punto el libertinaje degrada en el hombre todos los sentimientos de pudor, de virtud y de honestidad. Este no quería fisgar, quería que le fisgaran a él. Y, sabiendo que había hombres cuya fantasía consistía en sorprender las voluptuosidades de los demás, rogó a la Guérin que ocultara a un hombre semejante y que le ofreciera el espectáculo de sus placeres. La Guérin llamó al hombre que yo había divertido unos días antes en el agujero, y sin decirle que el hombre que iba a espiar sabía perfectamente que sería espiado, lo que habría turbado sus voluptuosidades, le hizo creer que sorprendería a sus anchas el espectáculo que se le iba a ofrecer. El fisgón fue encerrado en la habitación del agujero con mi hermana y yo pasé con el otro. Se trataba de un joven de veintiocho años, guapo y lozano. Enterado del lugar del agujero, se colocó despreocupadamente frente a él y me hizo poner a su lado. Le masturbé. Tan pronto como empalmó, se levantó, enseñó su polla al fisgón, se volvió, mostró su culo, me arremangó, enseñó el mío, se arrodilló ante él, me masturbó el ano con la punta de su picha, lo abrió bien, lo enseñó todo con deleite y exactitud y se corrió masturbándose él mismo, mientras me mantenía arremangada por detrás delante del agujero, de modo que el que lo ocupaba en aquel momento decisivo veía a un tiempo mis nalgas y la polla enfurecida de mi amante. Si este se deleitó, Dios sabe lo que sintió el otro. Mi hermana dijo que estaba en el séptimo cielo y que confesaba no haber sentido jamás tanto placer, y en todo eso sus nalgas quedaron por lo menos tan inundadas como lo habían sido las mías».
«Si el joven tenía una hermosa polla y un hermoso culo», dijo Durcet, «había motivos para tener una buena eyaculación». «Pues tuvo que ser deliciosa», dijo la Duclos, «ya que su polla era muy larga, bastante gorda y su culo tan suave, tan rollizo, tan bellamente formado, como el del propio Amor». «¿Abriste sus nalgas?», dijo el obispo, «¿mostraste su agujero al fisgón?» «Sí, monseñor», dijo la Duclos, «él mostró el mío, yo presenté el suyo, lo ofrecía de la manera más lúbrica del mundo». «He presenciado una docena de escenas como esta en mi vida», dijo Durcet, «que me han costado profusión de leche. Las hay pocas más deliciosas: me refiero a las dos, pues tan bonito es sorprender como querer serlo».
«Un personaje que tenía más o menos los mismos gustos», continuó la Duclos, «me llevó a las Tullerías unos meses después. Quería que fuera a buscar hombres y que los masturbara exactamente delante de sus narices, en medio de un montón de sillas entre las cuales se había ocultado; y después de haber masturbado así a siete u ocho, se sentó en un banco de una de las avenidas más concurridas, arremangó mis faldas por detrás, mostró mi culo a los transeúntes, sacó su polla al aire y me ordenó que le masturbara delante de todo el mundo, cosa que, aunque fuera de noche, provocó un escándalo tal que, cuando soltó cínicamente su leche, había más de diez personas rodeándonos, y nos vimos obligados a escapar para que no nos pasara nada.
»Cuando le conté a la Guérin nuestra historia, se rio y me dijo que había conocido a un hombre en Lyon, donde los muchachos desempeñan el oficio de rufianes, un hombre, digo, cuya manía era por lo menos igual de extraña. Se disfrazaba como los alcahuetes, él mismo buscaba clientes a dos putas que pagaba y mantenía para eso, después se ocultaba en un rincón para ver desarrollarse el trabajo que, dirigido por la puta que él contrataba para ello, no dejaba de mostrarle la polla y las nalgas del libertino que ella trataba, única voluptuosidad que complacía a nuestro falso alcahuete y que tenía el arte de hacerle correrse».
Habiendo terminado aquella noche la Duclos su relato muy temprano, emplearon el resto de la velada, antes del momento del servicio, en algunas lubricidades especiales; y como tenían la cabeza recalentada por el cinismo, prescindieron del gabinete y todos se divirtieron delante de los demás. El duque hizo desnudar por completo a la Duclos, la hizo agacharse, apoyada en el respaldo de una silla, y ordenó a la Desgranges que lo masturbara a él sobre las nalgas de su compañera, de modo que la cabeza de su polla rozara a cada sacudida el agujero del culo de la Duclos. Añadieron a este unos cuantos episodios más que el orden de las materias todavía no nos permite desvelar, pero el caso es que el agujero del culo de la historiadora fue completamente regado y el duque, muy bien servido y rodeado por todos lados, se corrió con unos aullidos que demostraron hasta qué punto se había calentado su cabeza. Curval se hizo follar, el obispo y Durcet, por su parte, hicieron con uno y otro sexo cosas muy extrañas, y se sirvió la cena. Después de la cena, se bailó. Los 16 jóvenes, cuatro folladores y las cuatro esposas pudieron formar tres contradanzas, pero todos los actores de este baile iban desnudos, y nuestros libertinos, acostados negligentemente en los sofás, se divertían deliciosamente con todas las diferentes bellezas que les ofrecían sucesivamente las diversas actitudes que la danza les obligaba a adoptar. Tenían a su lado a las historiadoras, que les masturbaban con mayor o menor rapidez en proporción al mayor o menor placer que sentían, pero, agotados por las voluptuosidades del día, nadie se corrió, y cada cual fue a buscar en la cama las fuerzas necesarias para entregarse el día siguiente a nuevas infamias.