El duque se levantó a las nueve. Era él quien debía comenzar a prestarse a las lecciones que la Duclos tenía que dar a las muchachas. Se instaló en un sillón y experimentó durante una hora las diferentes caricias, masturbaciones, poluciones y posiciones diversas de cada una de las chiquillas, conducidas y guiadas por su maestra, y, como es fácil imaginar, su fogoso temperamento se sintió furiosamente excitado por tal ceremonia. Tuvo que efectuar increíbles esfuerzos para no correrse, pero, bastante dueño de sí mismo, supo contenerse y regresó triunfante a vanagloriarse de que acababa de soportar un asalto que desafiaba a sus amigos a sostener con la misma flema. Esto dio lugar a fijar unas apuestas y una multa de 50 luises impuesta a quien eyaculara durante las clases. En lugar del desayuno y de las visitas, aquella mañana se empleó en regular el cuadro de las 17 orgías proyectadas para el final de cada semana, así como en la definitiva determinación de los desvirgamientos, que, después de haber conocido un poco más a los sujetos se consideraron con mayor capacidad de decidir de lo que habría sido posible antes. Como dicho cuadro regulaba de manera decisiva todas las operaciones de la campaña, hemos creído necesario ofrecer una copia de él al lector. Nos ha parecido que, conociendo después de haberlo leído el destino de los sujetos, se interesaría más por ellos en el resto de las operaciones.
Cuadro de los proyectos del resto del viaje
El 7 de noviembre, término de la primera semana, se procederá desde la mañana a la boda de Michette y Giton, y los dos esposos, a quienes la edad no permite unirse, así como a los tres himeneos siguientes, serán preparados desde aquella misma noche, sin guardar esta ceremonia mayor consideración que la de haber servido de distracción durante el día. Se procederá aquella misma noche a la corrección de los sujetos marcados en la lista del amigo del mes.
El 14, se procederá de igual manera a la boda de Narcisse y Hébé, con las mismas cláusulas anteriores.
El 21, de la misma manera, a la de Colombe y Zélamir.
El 28, igualmente, a la de Cupidon y Rosette.
El 4 de diciembre, debiendo haber contribuido las narraciones de la Champville a las ejecuciones siguientes, el duque desvirgará a Fanny.
El 5, esta Fanny será casada con Hyacinthe, que gozará de su joven esposa delante de la asamblea. Esta será la fiesta de la quinta semana y, de noche, las correcciones habituales, porque las bodas se celebrarán por la mañana.
El 8 de diciembre, Curval desvirgará a Michette.
El 11, el duque desvirgará a Sophie.
El 12, para celebrar la fiesta de la sexta semana, Sophie será casada con Céladon y con las mismas cláusulas que el matrimonio anterior. Lo que ya no se repetirá en los siguientes.
El 15, Curval desvirgará a Hébé.
El 18, el duque desvirgará a Zelmire, y el 19, para celebrar la fiesta de la séptima semana, Adonis se casará con Zelmire.
El 20, Curval desvirgará a Colombe.
El 25, día de Navidad, el duque desvirgará a Augustine, y el 26, para la fiesta de la octava semana, Zéphire se casará con Augustine.
El 29, Curval desvirgará a Rosette, y las estipulaciones anteriores han sido tomadas para que Curval, menos dotado que el duque, tenga las más jóvenes para él.
El 1 de enero, primer día en que las narraciones de la Martaine habrán permitido pensar en nuevos placeres, se procederá a las desfloraciones sodomitas en el orden siguiente:
El 1 de enero, el duque enculará a Hébé.
El 2, para celebrar la novena semana, habiendo sido Hébé desvirgada por delante por Curval, por detrás por el duque, será entregada a Hercule, que la disfrutará como se le mande delante de la asamblea.
El 4, Curval enculará a Zélamir.
El 6, el duque enculará a Michette, y el 9, para celebrar la fiesta de la décima semana, esta misma Michette, que habrá sido desvirgada por el coño por Curval, por el culo por el duque, será entregada a Brise-cul para disfrutar de ella, etc.
El 11, el obispo enculará a Cupidon.
El 13, Curval enculará a Zelmire.
El 15, el obispo enculará a Colombe.
El 16, para la fiesta de la undécima semana, Colombe, que habrá sido desvirgada por el coño por Curval y por el culo por el obispo, será entregada a Antinoüs, que disfrutará de ella, etcétera.
El 17, el duque enculará a Giton.
El 19, Curval enculará a Sophie.
El 21, el obispo enculará a Narcisse.
El 22, el duque enculará a Rosette.
El 23, para la fiesta de la duodécima semana, Rosette será entregada a Bande-au-ciel.
El 25, Curval enculará a Augustine.
El 28, el obispo enculará a Fanny.
El 30, para la fiesta de la decimotercera semana, el duque se casará con Hercule de marido y con Zéphire de esposa, y la boda se realizará, al igual que las tres siguientes, delante de todo el mundo.
El 6 de febrero, para la fiesta de la decimocuarta semana, Curval se casará con Brise-cul de marido y con Adonis de esposa.
El 13 de febrero, para la fiesta de la decimoquinta semana, el obispo se casará con Antinoüs de marido y con Céladon de esposa.
El 20 de febrero, para la fiesta de la decimosexta semana, Durcet se casará con Bande-au-ciel de marido y con Hyacinthe de esposa.
En lo que se refiere a la fiesta de la decimoséptima semana que cae el 27 de febrero, víspera del final de las narraciones, se celebrará con unos sacrificios para los que los señores se reservan in petto la elección de las víctimas.
Mediante estas disposiciones, a partir del 30 de enero todos los virgos habrán caído, a excepción de los de los cuatro muchachos que los señores deben desposar como esposas y que se preservan intactos hasta entonces, a fin de hacer durar la diversión hasta el término del viaje. A medida que los objetos sean desvirgados, sustituirán a las esposas en los canapés, en las narraciones, y, de noche, al lado de los señores alternativamente a su elección, con los cuatro últimos putos, que los señores se reservan de esposas para el último mes. Tan pronto como una muchacha o un muchacho desvirgado haya sustituido a una esposa en el canapé, esta esposa será repudiada. A partir de ese momento, caerá en el descrédito general y tendrá el mismo rango que las sirvientas. Respecto a Hébé, de doce años de edad, a Michette, de doce años de edad, a Colombe, de trece años de edad, y de Rosette, de trece años de edad, a medida que hayan sido entregadas a los folladores y vistas por ellos, caerán de igual manera en el descrédito, solo serán admitidas en las voluptuosidades duras y brutales, tendrán el mismo rango que las esposas repudiadas y serán tratadas con el más extremo rigor. Y, a partir del 24 de enero, las cuatro se encontrarán en el mismo plano a este respecto.
A través de este cuadro, se ve que el duque habrá tenido los virgos de los coños de Fanny, Sophie, Zelmire y Augustine, y de los culos de Hébé, Michette, Giton, Rosette y Zéphire; que Curval habrá tenido los virgos de los coños de Michette, Hébé, Colombe y Rosette, y de los culos de Zélamir, Zelmire, Sophie, Augustine y Adonis; que Durcet, que no folla, habrá tenido el único virgo del culo de Hyacinthe, con el que se casará de esposa; y que él obispo, que solo folla en el culo, habrá tenido los virgos sodomitas de Cupidon, Colombe, Narcisse, Fanny y Céladon.
Habiendo dedicado el día entero tanto a establecer estas estipulaciones como a cotillear, y no habiendo encontrado a nadie en falta, todo transcurrió sin acontecimientos hasta la hora de la narración, en la que, siendo la disposición la misma, aunque siempre variada, la célebre Duclos subió a su tribuna y reanudó en estos términos su narración de la víspera.
«Un joven, cuya manía, aunque muy poco libertina en mi opinión, no por ello dejaba de ser bastante singular, apareció en casa de Madame Guérin muy poco después de la última aventura de la que os hablé ayer. Necesitaba una nodriza joven y lozana; mamaba de sus tetas y se corría sobre los muslos de esta buena mujer mientras se atiborraba de su leche. Su polla me pareció muy mezquina y toda su persona bastante enclenque, y su eyaculación fue tan suave como su operación.
»Apareció en la misma habitación otro, al día siguiente, cuya manía os parecerá sin duda más divertida. Quería que la mujer estuviera envuelta con un velo que le ocultara herméticamente todo el pecho y toda la cara. La única parte del cuerpo que deseaba ver, y que tenía que ser absolutamente excepcional, era el culo; todo el resto le era indiferente, y cabía asegurar que se habría enfadado mucho de verlo. Madame Guérin le llevó una mujer de fuera, de una amarga fealdad y con cerca de cincuenta años de edad, pero cuyas nalgas estaban torneadas como las de Venus. Nada más hermoso podía ofrecerse a la vista. Yo quería ver esta operación. La vieja dueña, tapada como una monja, se puso inmediatamente de bruces en el borde de la cama. Nuestro libertino, hombre de unos treinta años y que me pareció ser togado, le sube las faldas por encima de los riñones, se extasía a la vista de las beldades de su gusto que se le ofrecen. Toca, abre el soberbio trasero, lo besa con ardor, e inflamando mucho más su imaginación por lo que supone que por lo que vería sin duda realmente si la mujer hubiera estado descubierta y fuera incluso bonita, cree que trata con la propia Venus, y al cabo de una carrera bastante breve, su instrumento, endurecido a fuerza de sacudidas, arroja una lluvia benigna sobre el conjunto del soberbio trasero que se expone a sus ojos. Su eyaculación fue viva e impetuosa. Estaba sentado ante el objeto de su culto; con una mano lo abría mientras que con la otra lo manchaba, y exclamó diez veces: “¡Qué hermoso culo! ¡Ah, qué delicia inundar de leche un culo semejante!”. Se levantó tan pronto como hubo terminado y desapareció sin manifestar siquiera el menor deseo de saber con quién había estado.
»Un joven clérigo reclamó a mi hermana poco tiempo después. Era joven y guapo, pero apenas se le veía la pollita, de lo pequeña y blanda que era. La tendió casi desnuda sobre un canapé, se arrodilló entre sus muslos, sosteniéndole las nalgas con ambas manos y cosquilleando con una de ellas el bonito agujerito de su trasero. Durante este tiempo, acercó la boca al coño de mi hermana. Le cosquilleó el clítoris con la lengua, y lo hizo con tanta habilidad, con un uso tan acompasado y tan igual de sus dos movimientos, que en tres minutos la sumió en el delirio. Vi cómo su cabeza se inclinaba, sus ojos se extraviaban, y la bribona exclamó: “¡Ah, mi querido abate, me haces morir de placer!”. El clérigo tenía por costumbre tragar todo el licor que su libertinaje hacía derramar. Lo hizo, y meneándosela, removiéndose a su vez mientras empujaba contra el canapé sobre el que estaba mi hermana, le vi esparcir por el suelo las marcas evidentes de su virilidad. A mí me tocó al día siguiente, y puedo aseguraros, señores, que es una de las más dulces operaciones que he vivido en toda mi vida. El bribón del clérigo obtuvo mis primicias, y la primera leche que perdí fue en su boca. Más diligente que mi hermana en devolverle el placer que me daba, agarré maquinalmente su polla flotante, y mi manita le devolvió lo que su boca me hacía sentir con tanta delicia».
Aquí el duque no pudo dejar de interrumpir. Especialmente excitado por las poluciones a las que se había prestado de mañana, creyó que este tipo de lubricidad, realizado con la deliciosa Augustine, cuyos ojos despiertos y picaros anunciaban el más precoz de los temperamentos, le haría perder una leche que picoteaba con excesiva viveza sus cojones. Ella era de su grupo, a él le gustaba bastante, le estaba destinada para la desfloración: la llamó. Aquella noche iba vestida de niña y estaba encantadora bajo su disfraz. La dueña le arremangó las faldas y la colocó en la posición que había descrito Duclos. El duque se apoderó inmediatamente de sus nalgas, se arrodilló, metió un dedo en el borde del ano cosquilleándolo suavemente, agarró el clítoris que la amable criatura tenía ya muy marcado, y lo chupó. Las languedocianas tienen temperamento, y Augustine aportó la prueba: sus bonitos ojos se animaron, suspiró, sus muslos se elevaron automáticamente, y el duque se sintió bastante contento de obtener una joven leche que fluía sin duda por primera vez. Pero nunca se obtienen dos dichas consecutivas. Hay libertinos tan encallecidos en el vicio que, cuanto más sencillo y delicado es lo que hacen, menos se excita su maldita cabeza. Nuestro querido duque era uno de ellos; tragó la esperma de la deliciosa criatura sin que la suya quisiera salir. Viose llegar el instante, pues nada es tan inconsecuente como un libertino, el instante, digo, en que iba a acusar a la pobre y desdichada pequeña que, confusísima por haber cedido a la naturaleza, ocultaba su cabeza entre las manos e intentó regresar a su sitio. «Que traigan otra», dijo el duque lanzando unas miradas furiosas a Augustine, «se la chuparé a todas si no consigo correrme». Traen a Zelmire, la segunda muchacha de su grupo y que también le correspondía. Tenía la misma edad que Augustine, pero la pesadumbre de su situación cohibía en ella todas las facultades de un placer que, tal vez en otro caso, la naturaleza también le hubiera permitido saborear. La arremangan hasta mostrar dos pequeños muslos más blancos que el alabastro; enseña un pequeño pubis carnoso, cubierto de una suave pelusilla que apenas comenzaba a nacer. La colocan; obligada a ofrecerse, obedece maquinalmente, pero por mucho que el duque se esfuerce, no ocurre nada. Se incorpora furioso al cabo de un cuarto de hora y, precipitándose hacia su gabinete con Hercule y Narcisse, dice: «¡Ah, joder! Ya veo que no es la caza que necesito», refiriéndose a las dos muchachas, «y que solo lo conseguiré con esta». Ignoramos cuáles fueron los excesos a que se entregó, pero al cabo de un instante se oyeron unos gritos y unos alaridos que demostraban que había alcanzado la victoria y que los muchachos eran, para una eyaculación, unos vehículos siempre mucho más seguros que las más adorables muchachas. Mientras tanto, el obispo se había encerrado igualmente con Giton, Zélamir y Bande-au-ciel, y, cuando los arrebatos de su eyaculación golpearon también los oídos, los dos hermanos que, probablemente, se habían entregado más o menos a los mismos excesos, regresaron para escuchar con mayor tranquilidad el resto del relato que nuestra heroína reanudó en estos términos:
«Pasaron cerca de dos años sin que aparecieran por casa de la Guérin otros personajes que personas de gustos demasiado corrientes para contároslos, o de los mismos que acabo de mencionaros, cuando me comunicaron que me arreglara y sobre todo que me lavara bien la boca. Obedecí, y bajé cuando me avisaron. Un hombre de unos cincuenta años, gordo y robusto, estaba con Guérin. “Mire, señor, ahí la tiene”, dijo. “Solo cuenta con doce años y es limpia y aseada como si saliera del vientre de su madre, puedo asegurarlo”. El cliente me examina, me hace abrir la boca, examina mis dientes, respira mi aliento y, contento de todo sin duda, entra conmigo en el templo destinado a los placeres. Nos sentamos los dos cara a cara y muy cerca. Nada tan serio como mi galán, nada más frío y más flemático. Me miraba de reojo, me inspeccionaba con los ojos semientornados, y yo no acababa de entender a dónde podía llevar todo aquello, cuando, rompiendo al fin el silencio, me dice que retenga en mi boca la mayor cantidad posible de saliva. Le obedezco y, cuando considera que tengo la boca llena, se arroja con ardor a mi cuello, rodea mi cabeza con su brazo a fin de inmovilizarla y, pegando sus labios a los míos, bombea, succiona, chupa y traga con avidez todo el licor encantador que yo había almacenado y que parece colmarlo de éxtasis. Succiona mi lengua con igual furor y, tan pronto como la nota seca y descubre que ya no queda nada en mi boca, me ordena que recomience la operación. El repite la suya, yo rehago la mía, y así ocho o diez veces consecutivas. Chupó mi saliva con tanta furia que sentí una opresión en el pecho. Creí que por lo menos algunas chispas de placer coronarían su éxtasis; me equivocaba. Su flema, que solo se alteraba un poco en los momentos de las más ardientes succiones, volvía a ser la misma cuando había terminado, y, cuando le dije que ya no podía más, volvió a mirarme de reojo, a examinarme, como había hecho al comenzar, se levantó sin decir palabra, pagó a la Guérin y se fue».
«¡Ah, me cago en Dios, me cago en Dios!», dijo Curval, «yo soy más afortunado que él, porque yo me corro». Todas las cabezas se alzan, y todos ven al querido presidente haciendo a su esposa Julie, compañera aquel día en el canapé, lo mismo que Duclos acababa de contar. Había referencias de que esta pasión era bastante de su gusto, y que Julie se la satisfacía a las mil maravillas, mejor sin duda de lo que la Duclos había hecho con su galán, si hay que creer por lo menos las búsquedas que este exigía y que distan mucho de lo que el presidente deseaba.
«Un mes después», dijo Duclos, a la que habían ordenado que continuara, «traté con un mamón de una ruta absolutamente opuesta. Se trataba de un viejo cura que, después de haberme previamente besado y acariciado el trasero durante más de media hora, hundió su lengua en el agujero, la penetró, la clavó, la revolvió una y otra vez con tanto arte que casi creí sentirla en el fondo de mis entrañas. Pero este, menos flemático, abriendo mis nalgas con una mano, se masturbaba muy voluptuosamente con la otra y se corrió atrayendo hacia sí mi ano con tanta violencia, cosquilleándolo tan lúbricamente, que compartí su éxtasis. Cuando terminó, examinó todavía un instante mis nalgas, miró fijamente el agujero que acababa de ensanchar, no pudo dejar de besarlo aún una vez más, y se marchó, asegurándome que volvería a reclamarme con frecuencia y que estaba muy contento de mi culo. Cumplió su palabra y, durante cerca de seis meses, me visitó tres o cuatro veces por semana para la misma operación a la que me había acostumbrado tanto que no la realizaba sin hacerme expirar de placer. Episodio, por otra parte, que creo que le resultaba bastante indiferente, pues jamás pensé que se informara o preocupara de ello. Es posible incluso, así son de raros los hombres, que tal vez le hubiera disgustado».
Aquí Durcet, a quien este relato acababa de inflamar, quiso, al igual que el viejo cura, chupar el agujero de un culo, pero no el de una muchacha. Llama a Hyacinthe: era el que más le gustaba de todos. Lo coloca, le besa el culo, le masturba la polla, se la chupa. Por el temblor de sus nervios, por el espasmo que precedía siempre a la eyaculación, parece que su miserable minina, que Aline meneaba lo mejor que podía, iba a soltar al fin su semilla, pero el financiero no era tan pródigo de su leche: ni siquiera empalmó. Piensan en cambiar de objeto, le ofrecen a Céladon y no adelanta nada. Una afortunada campana que anunciaba la cena salva el honor del financiero. «No es culpa mía», dice riendo a sus colegas, «lo estáis viendo, estaba a punto de conseguir la victoria; esta maldita cena la retrasa. Cambiaremos de voluptuosidad, así, cuando Baco me haya coronado, regresaré más ardiente a los combates del amor». La cena, tan suculenta como alegre, y tan lúbrica como siempre, fue seguida de orgías en las que se cometieron muchas pequeñas infamias. Hubo muchas bocas y culos chupados, pero una de las cosas con la que más se divirtieron fue tapar la cara y el pecho de las muchachas y apostar a identificarlas examinando solo sus nalgas. El duque se equivocó varias veces, pero los tres restantes estaban tan acostumbrados a los culos que no se equivocaron ni una sola vez. Fueron a acostarse, y el día siguiente trajo nuevos placeres y algunas nuevas reflexiones.