Decimocuarta jornada

Aquel día descubrieron que el tiempo venía a favorecer todavía más los infames proyectos de nuestros libertinos y a sustraerlos, mejor aún que su precaución, de los ojos del universo entero. Había caído una tremenda nevada que, llenando el pequeño valle que los rodeaba, parecía proteger el retiro de nuestros cuatro malvados incluso de las aproximaciones de los animales; pues, en el caso de los humanos, ya no podía existir ni uno solo que osara llegar hasta ellos. No es fácil imaginar cómo favorecen la voluptuosidad tales seguridades y lo que se llega a hacer cuando uno puede decirse: «Estoy solo aquí, estoy en el confín del mundo, sustraído a todas las miradas y sin que ninguna criatura pueda llegar hasta mí; ya no hay frenos, ya no hay barreras». A partir de ese momento, los deseos se precipitan con un ímpetu que ya no conoce límites, y la impunidad que los favorece incrementa muy deliciosamente toda la ebriedad. Solo quedan entonces Dios y la conciencia: ahora bien, ¿qué fuerza puede ejercer el primer freno a los ojos de un ateo de corazón y de pensamiento? ¿Y qué dominio puede poseer la conciencia sobre aquel que se ha acostumbrado hasta tal punto a vencer sus remordimientos que se convierten para él casi en goces? ¡Desdichado rebaño, entregado a la dentellada asesina de semejantes malvados, cómo hubieras temblado si la experiencia de la que carecías te hubiera permitido el uso de estas reflexiones! Aquel día era el de la fiesta de la segunda semana; solo se preocuparon de celebrarla. El matrimonio que debía efectuarse era el de Narcisse y Hébé, pero lo que tenía de más cruel era que ambos esposos estaban en el caso de ser castigados aquella misma noche. Así que, del seno de los placeres del himeneo, tenían que pasar a las amarguras de la escuela; ¡qué pena! El pequeño Narcisse, que era inteligente, lo hizo notar, pero ello no impidió que se celebraran las ceremonias habituales. El obispo ofició, unieron a los dos esposos y se les permitió que se hicieran, uno al otro y a los ojos de todo el mundo, todo lo que quisieran. Pero ¿quién lo creería? El orden estaba ya demasiado extendido, y el chiquillo, que aprendía muy bien, encantadísimo del aspecto de su mujercita y consciente de que no era capaz de metérsela, se disponía sin embargo a desvirgarla con sus dedos si le hubieran dejado. Lo evitaron a tiempo, y el duque, apoderándose de ella, la jodió entre los muslos inmediatamente, mientras que el obispo le hacía otro tanto al esposo. Comieron, fueron admitidos al festín y, como se les hizo comer de manera prodigiosa, ambos, al salir de la mesa, se satisfacieron cagando, el uno a Durcet y el otro a Curval, que engulleron deliciosamente las pequeñas digestiones infantiles. El café lo sirvieron Augustine, Fanny, Céladon y Zéphire. El duque ordenó a Augustine que masturbara a Zéphire y a este que le cagara en la boca al mismo tiempo que él se corría. La operación salió a las mil maravillas, hasta el punto de que el obispo quiso hacer lo mismo con Céladon: Fanny le hizo una paja, y la criatura recibió la orden de cagar en la boca de monseñor tan pronto como sintiera manar su leche. Pero por este lado no se produjo un éxito tan brillante como por el otro; la criatura jamás consiguió cagar al mismo tiempo que se corría, y como esto no era más que un experimento, y los reglamentos no ordenaban nada al respecto, no se le infligió ningún castigo. Durcet hizo cagar a Augustine, y el obispo, que la tenía empinada, se la hizo mamar por Fanny a la vez que ella le cagaba en la boca; se corrió y, como su crisis había sido violenta, brutalizó un poco a Fanny y no consiguió, desgraciadamente, que fuera castigada, por muchos deseos que parecía tener de que así fuera. No había nadie tan provocador como el obispo. Tan pronto como se había corrido, le habría encantado enviar al diablo al objeto de su placer; se sabía, y no había nada que las muchachas, las esposas y los muchachos temieran más que hacerle correrse. Después de la siesta, pasaron al salón donde, una vez que cada uno hubo ocupado su lugar, la Duclos retomó así el hilo de su narración:

«Yo iba de vez en cuando a hacer unas sesiones en la ciudad, y, como habitualmente eran más lucrativas, la Fournier intentaba quedarse de ellas lo más que podía. Un día me mandó a casa de un viejo caballero de Malta, que me abrió una especie de armario completamente lleno de cajas que contenían cada una de ellas un orinal de porcelana en el que había un zurullo. Este viejo verde había llegado a un acuerdo con una de sus hermanas, que era abadesa de uno de los más importantes conventos de París. Solicitada por él, esta buena mujer le enviaba todas las mañanas unas cajas llenas de las mierdas de sus pupilas más bonitas. Él las ordenaba, y cuando llegué me ordenó que tomara el número que me indicó y que era el más antiguo. Se lo ofrecí, “¡Ah!”, dijo, “es de una muchacha de dieciséis años hermosa como el día. Mastúrbame mientras me la como”. Toda la ceremonia consistía en meneársela y en presentarle las nalgas mientras él devoraba, y dejar después en el mismo plato mi mierda en lugar de la que él acababa de comerse. Me contemplaba mientras lo hacía, me limpiaba el culo con la lengua y se corría chupándome el ano. A continuación, se cerraban los cajones, me pagaba, y nuestro hombre, a quien visitaba de muy buena mañana, volvía a dormirse como si nada hubiera ocurrido.

»Otro, en mi opinión más extraordinario (era un viejo fraile), entra, pide ocho o diez zurullos de quien sea, muchachas o muchachos, le da igual. Los mezcla, los amasa, muerde en medio y se corre devorando por lo menos la mitad mientras yo se la chupo.

»Un tercero, y es el que me ha dado más asco de todos en toda mi vida. Me ordena que abra bien la boca. Yo estaba desnuda, acostada en el suelo sobre un colchón, y él a horcajadas encima de mí; me deposita su mierda en el gaznate, y el miserable viene a comérsela en mi boca regándome los pechos de leche».

«¡Ja, ja!, ese es gracioso», dijo Curval; «carajo, me entran ganas de cagar, tengo que probarlo. ¿A quién elijo, señor duque?» «¿A quién?», replicó Blangis; «a fe mía que os aconsejo a mi hija Julie; está ahí, al alcance de vuestra mano, su boca os gusta, utilizadla». «Gracias por el consejo», dijo Julie refunfuñando; «¿qué os he hecho yo para que digáis tales cosas contra mí?» «¡Eh!, ya que eso la enoja», dijo el duque, «y es una hija bastante buena, tomad a Mademoiselle Sophie; es fresca, es bonita, solo tiene catorce años». «De acuerdo, vaya por Sophie», dijo Curval cuya polla turbulenta comenzaba ya a gesticular. Fanchon se aproxima a la víctima; el corazón de la pobre y desdichada pequeña ya se altera de antemano. Curval se ríe, acerca su enorme, feo y sucio trasero a la carita encantadora y nos ofrece la imagen de un sapo que se dispone a marchitar una rosa. Lo masturban, la bomba sale. Sophie no pierde ni una migaja, y el crápula comienza a reabsorber lo que ha soltado y se lo traga todo en cuatro bocados, mientras le hacen una paja sobre el vientre de la pobre e infortunada pequeña que, terminada la operación, echa las tripas en la cara de Durcet que las recibe con énfasis y que se masturba mientras el vómito lo cubre. «Vamos, Duclos, continúa», dijo Curval, «y alégrate del efecto de tus discursos; ya ves qué resultados provocan». Entonces Duclos continuó en estos términos, encantadísima en el fondo de su alma por el gran éxito de sus relatos:

«El hombre que vi después de aquel cuyo ejemplo acaba de seduciros», dijo Duclos, «quería absolutamente que la mujer que se le presentara tuviera una indigestión. En consecuencia, la Fournier, que no me había avisado de nada, me hizo tragar en la comida una cierta droga que reblandeció mi digestión y la volvió fluida, como si mi plasta fuera la consecuencia de una medicina. Llega nuestro hombre, y después de unos cuantos besos preliminares en el objeto de su culto, cuyo retraso yo no podía soportar a causa de los cólicos que comenzaban a atormentarme, me deja libre para operar. La inyección sale, yo sostengo su polla, él desfallece, traga todo, me pide más; le ofrezco una segunda andanada, pronto seguida de una tercera, y la pilila libertina deja finalmente en mis dedos unas pruebas inequívocas de la sensación que ha recibido.

»Al día siguiente, despaché a otro personaje cuya barroca manía tendrá quizás algunos secuaces entre vosotros, señores. Comenzaron por colocarle en la habitación contigua a la que nosotros solíamos trabajar y en la que había aquel agujero tan cómodo para las observaciones. Se queda solo. Otro actor me esperaba en la habitación vecina: era un cochero de simón que había sido contratado al azar y que estaba al corriente de todo. Como yo también lo estaba, interpretamos bien nuestros personajes. Se trataba de hacer cagar al Faetón exactamente en frente del agujero, para que el libertino oculto no se perdiera nada de la operación. Recibo el zurullo en un plato, ayudo a que salga por entero, le abro las nalgas, le aprieto el ano, no olvido nada de lo que puede hacer cagar cómodamente. Tan pronto como mi hombre ha terminado, le cojo la polla y lo hago correrse sobre su mierda, y todo esto siempre muy a la vista de nuestro observador. Al fin, con el plato lleno, corro a la otra habitación. “Tenga, cómaselo rápido, señor”, exclamé, “¡está caliente!” No se lo hace decir dos veces; coge el plato, me ofrece su polla, que yo masturbo, y el tunante se come todo lo que le presento, mientras su leche exhala bajo los movimientos elásticos de mi mano diligente».

«¿Y qué edad tenía el cochero?», dice Curval. «Más o menos treinta años», dice Duclos. «¡Oh!, eso no es nada», contestó Curval. «Durcet puede contarte cuando quieras que conocimos a un hombre que hacía lo mismo, y exactamente en las mismas circunstancias, pero con un hombre de sesenta a setenta años que había que buscar entre lo más crapuloso que daba la hez del pueblo». «Pero solo así es bonito», dijo Durcet, cuyo pequeño instrumento comenzaba ya a levantar cabeza después de la aspersión de Sophie; «cuando os parezca, apuesto a que lo hago con el decano de los inválidos». «Estáis empalmando, Durcet», dijo el duque, «os conozco: cuando comenzáis a poneros marrano, es que vuestra lechada hierve. ¡Tomad!, yo no soy el decano de los inválidos, pero para satisfacer vuestra intemperancia os ofrezco lo que llevo en las entrañas y que creo que será abundante». «¡Oh, tripas de Dios!», dijo Durcet, «esto sí que es una suerte, mi querido duque». Acercándose al duque actor, Durcet se arrodilla al pie de las nalgas que van a colmarlo de gusto; el duque empuja, el financiero engulle, y el libertino, a quien este exceso de crápula transporta, se corre jurando que nunca ha sentido tanto placer. «Duclos», dijo el duque, «ven a devolverme lo que yo he dado a Durcet». «Monseñor», contestó nuestra historiadora, «ya sabe que lo he hecho esta mañana, y que vos mismo os lo habéis tragado». «¡Ah!, es cierto, es cierto», dijo el duque. «Pues bien, Martaine, tengo que recurrir a ti, porque no quiero un culo de criatura; noto que mi leche quiere salir, y que, sin embargo, exigirá un cierto esfuerzo, por lo que quiero algo especial». Pero Martaine se hallaba en el mismo caso que Duclos; Curval la había hecho cagar por la mañana. «¡Cómo, rediós!», dijo el duque, «¿así que esta noche no encontraré una mierda?» Y entonces Thérèse se adelantó y ofreció el culo más sucio, más ancho y más hediondo que era posible ver. «¡Ah!, paso por esto», dijo el duque colocándose, «y si en el desorden en que me hallo este infame culo no surte efecto, ¡ya no sé a qué tendré que recurrir!» Thérèse empuja, el duque recibe; el incienso era tan horrendo como el templo desde donde se exhalaba, pero cuando uno se empalma como empalmaba el duque, no se queja jamás del exceso de porquería. Ebrio de voluptuosidad, el malvado lo engulle todo y hace saltar a las narices de Duclos, que lo masturba, las pruebas más incontestables de su vigor viril. Se sentaron a la mesa, las orgías estuvieron dedicadas a las penitencias. Aquella semana había siete delincuentes: Zelmire, Colombe, Hébé, Adonis, Adélaïde, Sophie y Narcisse. La tierna Adélaïde sufrió la peor de las suertes. Zelmire y Sophie también quedaron con algunas huellas de los tratos a que fueron sometidas, y sin más detalles, ya que las circunstancias todavía no nos lo permiten, todos fueron a acostarse y a buscar en los brazos de Morfeo las fuerzas necesarias para hacer sacrificios de nuevo a Venus.

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