Decimoquinta jornada

Rara vez el día posterior a una corrección ofrecía culpables. No hubo ninguno aquel día, pero siempre estrictos respecto a los permisos de cagar por la mañana, solo se concedió este favor a Hercule, Michette, Sophie y la Desgranges, y Curval estuvo a punto de correrse viendo actuar a esta última. Hicieron pocas cosas en el café, se contentaron con sobar unas cuantas nalgas y con chupar algunos agujeros de culos, y, llegada la hora, fueron rápidamente a instalarse en el gabinete de historias donde Duclos prosiguió en estos términos:

«Acababa de llegar a casa de la Fournier una muchacha de unos doce o trece años, siempre fruto de las seducciones de aquel hombre singular del que ya os he hablado. Pero yo dudo de que en mucho tiempo hubiera pervertido algo tan gracioso, tan fresco y tan bonito. Era rubia, alta para su edad, hecha como para pintarla, la fisonomía tierna y voluptuosa, los más hermosos ojos imaginables, y en toda su encantadora persona un conjunto dulce e interesante que acababa de hacerla hechicera. Pero ¡a qué envilecimiento habían sido entregados tantos encantos y qué vergonzoso estreno se les preparaba! Era la hija de una lencera de Palacio, muy acomodada y que seguramente estaba destinada a una suerte más dichosa que la de hacer de puta. Pero cuanta más felicidad hacía perder a sus víctimas con sus pérfidas seducciones nuestro hombre en cuestión, más disfrutaba. La pequeña Lucile estaba destinada a satisfacer desde su llegada los caprichos sucios y repugnantes de un hombre que, no contento con tener el gusto más crapuloso, quería además ejercerlo sobre una doncella. Llega: era un viejo notario forrado de oro y que poseía, con su riqueza, toda la brutalidad que dan la avaricia y la lujuria cuando se juntan en un alma vieja. Le muestran la criatura; por bonita que fuera, su primer gesto es de desdén; refunfuña, murmura entre dientes que ahora ya no es posible encontrar una muchacha linda en París; pregunta finalmente si es cierto que es virgen, le aseguran que sí, le ofrecen hacérselo ver. “¿Yo, ver un coño, señora Fournier, yo, ver un coño? Imagino que ni usted se lo cree; ¿me ha visto contemplar muchos desde que vengo a su casa? Los utilizo, es cierto, pero de una manera, me parece, que no demuestra un gran cariño por ellos”. “¡Bien!, señor”, dijo la Fournier, “en tal caso fíese de mí, le aseguro que es tan virgen como una criatura recién nacida”. Suben, y como podéis imaginar, curiosa ante tal mano a mano, corro a establecerme en mi agujero. La pobrecilla Lucile sentía una vergüenza que solo podría describirse con las expresiones superlativas que habría que utilizar para describir la desvergüenza, la brutalidad y el mal humor de su sexagenario amante. “¡Bien!, ¿qué haces ahí, tiesa, como una imbécil?”, le dijo en un tono brusco. “¿Tengo que decirte que te subas las faldas? ¿No hace ya más de dos horas que tendría yo que haber visto tu culo?… ¡Hala!, ¿qué esperas?” “Pero, señor, ¿qué tengo que hacer?” “¡Me cago en Dios!, ¿crees que esto se pregunta?… ¿Qué tengo que hacer? Tienes que subirte las faldas y enseñarme el culo”. Lucile obedece temblando y descubre un culito blanco y delicioso como el de la misma Venus. “Hum… Bonito medallón…”, dijo el bruto, “acércate…” Después, agarrándole y separándole duramente las dos nalgas: “¿Seguro que nadie te ha hecho nunca nada por ahí?”. “¡Oh!, señor, nadie me ha tocado jamás”. “¡Vamos!, échate un pedo”. “Pero, señor, no puedo”. “¡Venga!, esfuérzate”. Ella obedece, se escapa una ligera ventosidad y resuena en la boca emponzoñada del viejo libertino que se deleita murmurando. “¿Tienes ganas de cagar?”, prosigue el libertino. “No, señor”. “¡No importa!, yo sí que tengo ganas, y muchas, para que lo sepas. Así que prepárate a satisfacerlas… Quítate las faldas”. Desaparecen. “Ponte en el sofá, con los muslos bien altos y la cabeza bien baja”. Lucile se coloca, el viejo notario corrige su postura hasta que las piernas espatarradas muestran su lindo coñito lo más abierto posible, y exactamente a la altura del trasero de nuestro hombre, que puede utilizarlo como un orinal. Tal era su celestial intención, y, para hacer el orinal más cómodo, comienza por abrirlo con toda la fuerza de sus dos manos. Se acomoda, empuja, un zurullo acaba por depositarse en el santuario donde el mismo Amor no hubiera desdeñado tener un templo. Se vuelve y, con sus dedos, hunde cuanto puede en la vagina entreabierta el sucio excremento que acaba de soltar. Se coloca de nuevo, saca un segundo, después un tercero, y en cada uno de ellos siempre la misma ceremonia de introducción. Al llegar al último, la realizó con tanta brutalidad que la pequeña lanzó un grito y perdió quizás en esta repelente operación la preciosa flor con que la naturaleza la había adornado para entregarla en el himeneo. Aquel era el momento de goce de nuestro libertino. Haberle llenado el tierno y lindo coñito de mierda, prensarla y comprimirla, era su delicia suprema. Siempre saca al actuar una especie de pene de su bragueta; por blando que esté, lo menea y consigue, entregado a su repugnante tarea, arrojar al suelo unas pocas gotas de una esperma escasa y marchita cuya pérdida debía de lamentar muchísimo cuando solo la conseguía con semejantes infamias. Acabado el asunto desaparece; Lucile se lava, y no hay más que decir.

»Me endilgaron, cierto tiempo después, a uno cuya manía me pareció todavía más asquerosa. Era un viejo consejero de cámara. No solo había que verle cagar, sino ayudarle, facilitar con mis dedos el desatascamiento de la materia apretando, abriendo, comprimiendo adecuadamente el ano, y terminada la operación, limpiar con mi lengua con el mayor cuidado toda la parte que acababa de ser manchada».

«¡Ah, carajo!, una tarea muy fatigosa, en efecto», dijo el obispo: «¿acaso las cuatro damas que ves aquí, y que son, sin embargo, nuestras esposas, nuestras hijas o nuestras sobrinas, no cumplen este encargo todos los días? ¿Y para qué diablos sirve, dime, por favor, la lengua de una mujer, si no es para limpiar culos? Yo no le conozco otra utilidad». «Constance», dijo el obispo a la hermosa esposa del duque que estaba aquel día en su sofá, «demuéstrale un poco a la Duclos tu habilidad en este juego; toma, aquí tienes mi culo sucísimo, no ha sido limpiado desde esta mañana, lo guardaba para ti… Vamos, despliega tus talentos». Y la desdichada, harto acostumbrada a estos horrores, lo ejecuta como una mujer consumada. ¡Qué no producen, Dios mío, el temor y la esclavitud! «¡Oh, carajo!», dijo Curval presentando su feo y cenagoso agujero a la encantadora Aline, «no serás tú el único en dar aquí ejemplo. Venga, putita», le dijo a la bella y virtuosa muchacha, «supera a tu compañera». Y lo ejecutan. «Vamos, prosigue, Duclos», dijo el obispo, «solo queríamos demostrarte que tu hombre no pedía nada demasiado extraño y que una lengua de mujer solo es buena para limpiar el culo». La amable Duclos soltó una carcajada y continuó con lo que se leerá a continuación:

«Permitidme, señores», dijo, «que interrumpa por un instante el relato de las pasiones para comunicaros un acontecimiento que no tiene nada que ver con ellas. Solo me concierne a mí, pero como me habéis ordenado que siguiera los acontecimientos interesantes de mi historia, incluso cuando se refirieran al relato de los gustos, he creído que este era de tal índole que no debía quedar en silencio. Yo llevaba ya mucho tiempo en casa de Madame Fournier, convertida en la más antigua de su serrallo y en la que tenía mayor confianza. Era casi siempre yo quien concertaba las sesiones y recibía los fondos. Aquella mujer me había hecho de madre, me había socorrido en diferentes necesidades, me había escrito fielmente a Inglaterra, me había abierto amistosamente su casa a mi vuelta, cuando mi extravío me hizo desear un nuevo asilo. Veinte veces me había prestado dinero y muchas de ellas sin exigir su devolución. Llegó el instante de demostrarle mi gratitud y de responder a su extrema confianza en mí, y ahora juzgaréis, señores, cómo se abría mi alma a la virtud y el fácil acceso que esta encontraba allí. La Fournier cae enferma, y su primera preocupación es hacerme llamar. “Duclos, hija mía, te quiero”, me dijo, “tú lo sabes y voy a demostrártelo con la extrema confianza que voy a tener en ti en este momento. Pese a tu mala cabeza, te considero incapaz de engañar a una amiga; estoy muy enferma, soy vieja y no sé, en consecuencia, en qué acabará esto. Tengo unos parientes que se echarán sobre mi sucesión: quiero por lo menos sustraerles cien mil francos en oro que guardo en este cofrecito. Toma, hija mía”, dijo, “aquí los tienes, te los entrego y te exijo que dispongas de ellos de la manera que voy a prescribirte”. “Oh, mi querida madre”, le dije tendiéndole los brazos, “estas precauciones me llenan de tristeza; seguramente serán inútiles, pero, si desgraciadamente se revelaran necesarias, os juro que cumpliré exactamente vuestras intenciones”. “Lo creo, hija mía”, me dijo, “y por ello he pensado en ti. Así que este cofrecito contiene cien mil francos en oro; siento algunos escrúpulos, querida amiga, algunos remordimientos por la vida que he llevado, por la cantidad de muchachas que he arrojado al crimen y que he arrancado de Dios. De modo que quiero emplear dos medios para que la divinidad sea menos severa conmigo: el de la limosna y el de la oración. Las dos primeras partes de esta suma, de quince mil francos cada una de ellas, serán, la primera para ser entregada a los capuchinos de la Rue Saint-Honoré, a fin de que esos buenos padres celebren a perpetuidad una misa para la salvación de mi alma; la otra parte, con la misma cantidad, la entregarás, tan pronto como yo haya cerrado los ojos, al cura de la parroquia, a fin de que la reparta como limosnas entre los pobres del barrio. La limosna es una cosa excelente; nada como ella repara, a los ojos de Dios, los pecados que hemos cometido en la Tierra. Los pobres son sus hijos y él quiere a todos los que los alivian; con nada se le complace tanto como con las limosnas. Es la verdadera manera de ganar el cielo, hija mía. Respecto a la tercera parte, la harás de sesenta mil libras, que entregarás, inmediatamente después de mi muerte, al llamado Petignon, aprendiz de remendón, en la Rue du Bouloir. Ese desdichado es mi hijo, él no lo sabe, es un bastardo adulterino; quiero darle al pobre huérfano, al morir, unas muestras de mi ternura. Respecto a las diez mil libras restantes, querida Duclos, te ruego que te las quedes como una pobre muestra de mi cariño por ti y para compensarte de las molestias que te dará el empleo del resto. Ojalá esta pobre suma te ayude a tomar una decisión y a abandonar el indigno oficio que ejercemos, en el que no hay salvación, ni esperanza de tenerla jamás”. Interiormente encantada de poseer una tan buena suma y muy decidida, por miedo a confundirme en los repartos, a convertirla en un único lote para mí misma, me arrojé con lágrimas artificiosas en los brazos de la vieja matrona, renovándole mis juramentos de fidelidad, y ya solo me ocupé de los medios de impedir que un cruel regreso de la salud cambiara su resolución. Este medio se presentó al día siguiente: el médico ordenó un emético y, como era yo quien la cuidaba, fue a mí a quien entregó el paquete, advirtiéndome que contenía dos dosis, que me preocupara de separarlas, porque la haría reventar si se lo daba todo a la vez, y que solo le administrara la segunda dosis en el caso de que la primera no surtiera suficiente efecto. Prometí al Esculapio que tomaría todas las precauciones posibles, y tan pronto como dobló la espalda, expulsando de mi corazón todos aquellos fútiles sentimientos de gratitud que habrían detenido a un alma débil, descartando cualquier arrepentimiento y cualquier debilidad, y considerando únicamente mi oro, el dulce encanto de poseerlo y el delicioso cosquilleo que se experimenta cada vez que se proyecta una mala acción, pronóstico seguro del placer que proporcionará, entregándome únicamente a todo eso, digo, vertí inmediatamente las dos tomas en un vaso de agua y presenté el brebaje a mi dulce amiga, que, tragándolo con seguridad, no tardó en encontrar la muerte que yo había intentado procurarle. No puedo describiros lo que sentí cuando vi el éxito de mi acción. Cada uno de los vómitos con los que exhalaba su vida producían una sensación realmente deliciosa en todo mi organismo: la escuchaba, la miraba, estaba prácticamente ebria. Ella me tendía los brazos, me dirigía un último adiós, y yo disfrutaba, y concebía ya mil proyectos con el oro que iba a poseer. No fue largo; la Fournier la diñó aquella misma noche y yo me vi dueña de sus ahorros».

«Duclos», dijo el duque, «di la verdad: ¿te masturbaste? ¿La sensación fina y voluptuosa del crimen alcanzó el órgano de la voluptuosidad?» «Sí, monseñor, lo confieso; y aquella misma noche me corrí cinco veces seguidas». «¡Así que es cierto!», dijo el duque exaltado, «¡así que es cierto que el crimen tiene por sí mismo un atractivo tal que, independientemente de cualquier voluptuosidad, puede bastar para inflamar todas las pasiones y arrojar en el mismo delirio que los actos propios de la lubricidad! ¿Y después?…» «Y después, señor duque, hice enterrar honorablemente a la patrona, heredé del bastardo Petignon, me guardé muy bien de hacer decir misas y aún más de distribuir limosnas, clase de acción que siempre me ha producido un auténtico horror, por muy bien que de ella hubiese hablado la Fournier. Sostengo que es preciso que haya desdichados en el mundo, que la naturaleza así lo quiere, que lo exige, y que es ir contra sus leyes pretender restablecer el equilibrio, si ella ha querido el desorden». «¡No me digas, Duclos, que tienes principios!», dijo Durcet. «Me encanta verte así; cualquier alivio ocasionado al infortunio es un crimen real contra el orden de la naturaleza. La desigualdad que ha instaurado en los individuos demuestra que esta discordancia le gusta, ya que la ha establecido y que la quiere tanto en las fortunas como en los cuerpos. Y de la misma manera que le está permitido al débil repararla mediante el robo, también le está permitido al fuerte restablecerla con el rechazo de sus ayudas. El universo no subsistiría un instante si todos los seres fueran exactamente semejantes; de esta desemejanza nace el orden que lo conserva y lo conduce todo. Así que hay que guardarse muy bien de turbarlo. Además, creyendo hacer un bien a esa desdichada clase de hombres, hago mucho mal a otra, pues el infortunio es el vivero donde el rico va a buscar los objetos de su lujuria o de su crueldad; yo le privo de esta rama de placer impidiendo mediante mis ayudas que esta clase se entregue a él. Así pues, con mis limosnas, solo he ayudado débilmente a una parte de la raza humana, y perjudicado extraordinariamente a la otra. De modo que considero la limosna no solo como una cosa mala en sí, sino como un crimen real contra la naturaleza que, al indicarnos las diferencias, no ha pretendido para nada que las turbemos. Así que, muy lejos de ayudar al pobre, de consolar a la viuda y de aliviar al huérfano, si actúo de acuerdo con las auténticas intenciones de la naturaleza, no solo les dejaré en el estado en que la naturaleza les ha puesto, sino que ayudaré incluso a sus intenciones prolongándoles ese estado y oponiéndome vivamente a que lo cambien, y para ello creeré permitidos todos los medios». «¿Cómo?», dijo el duque, «¿hasta robarlos o arruinarlos?» «Sin duda», dijo el financiero; «incluso aumentar su número, ya que su clase sirve a otra, y, multiplicándolos, si bien ocasiono un poco de dolor a la una, haré mucho bien a la otra». «Es un sistema muy duro, amigos míos», dijo Curval. «¡Se dice, sin embargo, que es muy dulce hacer bien a los desdichados!» «¡Error!», replicó Durcet, «este placer no se sostiene frente al otro. El primero es quimérico, el otro es real; el primero procede de los prejuicios, el otro está basado en la razón; uno, a través del órgano del orgullo, la más falsa de todas nuestras sensaciones, puede halagar por un instante el corazón, el otro es un auténtico placer del espíritu e inflama todas las pasiones por la misma razón de que contradice las opiniones habituales. En una palabra, con uno se me pone tiesa», dijo Durcet, «y siento muy poca cosa con el otro». «Pero ¿siempre hay que referirlo todo a los sentidos?», preguntó el obispo. «Todo, amigo mío», dijo Durcet, «son los únicos que deben guiamos en todas las acciones de la vida, porque son los únicos cuyo órgano es realmente imperioso». «Pero miles y miles de crímenes pueden nacer de este sistema», dijo el obispo. «Y qué me importa el crimen», contestó Durcet, «con tal de que yo me deleite. El crimen es un modo de la naturaleza, una manera con la que mueve al hombre. ¿Por qué no queréis que yo me deje mover tan bien por ella en este sentido como por el de la virtud? Ella necesita a los dos, y yo la sirvo tan bien en el uno como en el otro. Pero estamos metidos en una discusión que nos llevaría muy lejos. La hora de cenar está a punto de llegar, y Duclos está muy lejos de haber terminado su tarea. Prosigue, encantadora mujer, prosigue, y ten por seguro que acabas de confesarnos una acción y unos sistemas que te valdrán para siempre jamás nuestra estima así como la de todos los filósofos».

«Mi primera idea, tan pronto como mi buena patrona estuvo enterrada, fue la de ocupar yo misma su casa y regirla como había hecho ella. Comuniqué el proyecto a mis compañeras, y todas, pero sobre todo Eugénie, que seguía siendo mi bienamada, me prometieron considerarme como su mamá. Yo no era excesivamente joven para pretender este título: tenía cerca de treinta años y todo el juicio que hacía falta para dirigir el convento. Así que, señores, ya no es como prostituta que voy a terminar el relato de mis aventuras, sino como abadesa, lo bastante joven y suficientemente bonita como para ocuparme muchas veces del cliente yo misma, como ocurrió con mucha frecuencia y como me preocuparé de haceros notar cada vez que ocurra. Todos los parroquianos de la Fournier siguieron conmigo, y conseguí el secreto de atraer otros nuevos, tanto por la limpieza de mis apartamentos como por la excesiva sumisión de mis pupilas a todos los caprichos de los libertinos y por la elección afortunada de mis súbditos.

»El primer cliente que llegó fue un viejo tesorero de Francia, antiguo amigo de la Fournier. Yo lo di a la joven Lucile, con la que pareció muy entusiasmado. Su manía habitual, tan sucia como desagradable para la muchacha, consistía en cagar sobre la misma cara de su Dulcinea, embadurnarle todo el rostro con su mierda, y después besarla y chuparla en este estado. Lucile, por amistad hacia mí, se dejó hacer todo lo que quiso el viejo sátiro, y él se le corrió en el vientre besando una y otra vez su repelente obra.

»Poco después, vino otro que recibió Eugénie. Se hacía traer un tonel lleno de mierda, sumergía en él a la muchacha desnuda y la lamía en todas las partes del cuerpo comiéndose la porquería, hasta que la devolvía tan limpia como la había recibido. Era un famoso abogado, hombre rico y muy conocido y que, poseyendo para el disfrute de las mujeres las más débiles cualidades, lo remediaba con este tipo de libertinaje que había amado toda su vida.

»El marqués de ***, antiguo parroquiano de la Fournier, vino, poco después de su muerte, a asegurarme su favor. Me aseguró que seguiría viniendo a mi casa y, para convencerme de ello, aquella misma noche vio a Eugénie. La pasión de aquel viejo libertino consistía en empezar por besar prodigiosamente la boca de la muchacha. Tragaba la mayor cantidad posible de saliva, después le besaba las nalgas un cuarto de hora, la hacía peerse, y finalmente pedía el gran paquete. Tan pronto como había terminado, conservaba el zurullo en su boca y, haciendo agachar a la muchacha encima de él, que le abrazaba con una mano y le masturbaba con la otra, mientras él saboreaba el placer de esta masturbación cosquilleándole el agujero mierdoso, era preciso que la señorita se comiera el zurullo que ella acababa de dejarle en la boca. Aunque pagaba este gusto muy caro, encontraba muy pocas muchachas que quisieran prestarse. Fie ahí por qué el marqués vino a hacerme la corte; estaba tan deseoso de conservar mi trato como yo podía estarlo de conservar el suyo».

En aquel instante, el duque, excitado, dijo que, aunque sonara la cena, él quería, antes de sentarse a la mesa, llevar a la práctica esta fantasía. Y he aquí lo que hizo: hizo acercarse a Sophie, recibió su cagada en la boca, después obligó a Zélamir a comer la cagada de Sophie. Esta manía hubiera podido ser un placer para cualquier otro menos para una criatura como Zélamir; poco formado para percibir toda su delicia, solo la vivió con repugnancia y se anduvo con remilgos. Pero, amenazándole el duque con toda su cólera si titubeaba un solo minuto, lo hizo. La idea pareció tan divertida que todos la imitaron en mayor o menor medida, pues Durcet pretendió que había que repartir los favores y que no era justo que los muchachos comieran la mierda de las muchachas y que las muchachas no tuvieran nada para ellas, y, en consecuencia, hizo que Zéphire se le cagara en la boca y ordenó a Augustine que viniera a comer la papilla, cosa que la hermosa e interesante muchacha hizo hasta vomitar las entrañas. Curval imitó este trastorno y recibió la ñorda de su querido Adonis, que Michette vino a comer no sin imitar la repugnancia de Augustine. El obispo imitó a su hermano, e hizo cagar a la delicada Zelmire, obligando a Céladon a tragar la compota. Hubo detalles de repugnancia muy interesantes para unos libertinos ante cuyos ojos los tormentos que infligen son placeres. El obispo y el duque se corrieron, los otros dos, o no pudieron, o no quisieron, y se pasó a la cena. Allí la acción de la Duclos fue extraordinariamente elogiada. «Ha tenido la inteligencia de sentir», dijo el duque, que la protegía enormemente, «que el agradecimiento era una quimera y que sus vínculos jamás debían detener y ni siquiera aplazar los efectos del crimen, porque el objeto que nos ha servido no tiene ningún derecho en nuestro corazón; solo ha trabajado en su favor, su mera presencia es una humillación para un espíritu fuerte, y hay que odiarlo o deshacerse de él». «Eso es tan cierto», dijo Durcet, «que jamás veréis a un hombre inteligente intentar provocar la gratitud. Convencidísimo de que va a crearse enemigos, no lo procurará jamás». «No es para agradarnos para lo que trabaja el que nos sirve», interrumpió el obispo: «es para situarse por encima de nosotros con sus buenas acciones. Ahora bien, yo me pregunto qué merece un proyecto semejante. Al servirnos no dice: “Os sirvo, porque quiero vuestro bien”; dice únicamente: “Os obligo para rebajaros y para situarme por encima de vos”». «Estas reflexiones», dijo Durcet, «demuestran, por consiguiente, el engaño de los servicios que se prestan y cuán absurda es la práctica del bien. Pero, se dice, es para uno mismo: de acuerdo, para aquellos cuya debilidad de espíritu puede prestarse a esos mediocres goces, pero para aquellos, como nosotros, a los que nos repugnan sería muy tonto, a fe mía, procurárselos». Habiendo esta conversación calentado las cabezas, se bebió mucho y fueron a celebrar las orgías, para las que nuestros inconstantes libertinos decidieron hacer acostar a las criaturas y pasar una parte de la noche bebiendo, solo con las cuatro viejas y las cuatro historiadoras, y entregarse allí, a cuantas más mejor, a todo tipo de infamias y de atrocidades. Como entre aquellas 12 interesantes personas no había ni una que no hubiera merecido la horca o la rueda varias veces, dejo al lector pensar e imaginar lo que allí se dijo. De las palabras pasaron a los actos, el duque se calentó, y no sé por qué, ni cómo, pero se dijo que Thérèse llevó durante algún tiempo sus marcas. Sea como fuere, dejemos a nuestros actores pasar de esas bacanales al casto lecho de su esposa, que se les había preparado a cada uno de ellos para aquella noche, y veamos lo que ocurrió al día siguiente.

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