Desde la mañana, a partir de algunas observaciones hechas sobre la mierda de los súbditos destinados a las lubricidades, se decidió que había que probar una cosa de la que Duclos había hablado en sus narraciones: me refiero a la supresión del pan y de la sopa en todas las mesas, a excepción de la de los señores. Esos dos objetos fueron eliminados; se dobló, por el contrario, las aves y la caza. No tardaron ni ocho días en descubrir una diferencia esencial en los excrementos: eran más blandos, más fundentes, de una delicadeza infinitamente mayor, y opinaron que el consejo de D’Aucourt a Duclos era el de un libertino realmente entendido en tales materias. Se pretendió que eso provocaría tal vez una cierta alteración en los alientos. «¡Bueno!, ¡qué importa!», dijo a este respecto Curval, a quien el duque formulaba la objeción; «está muy mal visto decir que, para dar placer, es preciso que la boca de una mujer o de un muchacho esté absolutamente sana. Dejando a un lado cualquier manía, os admitiré cuanto os parezca que el que quiere una boca hedionda solo actúa por depravación, pero concededme por vuestra parte que una boca que no tiene el menor olor no da ningún tipo de placer al ser besada: es preciso añadir siempre un poco de sal, un poco de picante a todos esos placeres, y este picante solo se encuentra en un poco de porquería. Por muy limpia que esté la boca, el amante que la chupa comete seguramente una porquería, y no tiene la menor duda de que es precisamente esa porquería lo que le gusta. Dad un grado más de fuerza al impulso, y querréis que aquella boca tenga algo de impuro: de acuerdo en que no huela a podredumbre o a cadaverina, pero que tampoco huela a leche o a niño, esto es lo que yo afirmo que no debe ser. Así que el régimen que les haremos seguir tendrá, como máximo, el inconveniente de alterar un poco sin corromper, y no hace falta más». Las visitas de la mañana no consiguieron nada: se cuidaban. Nadie pidió permiso para el retrete de la mañana, y se sentaron a la mesa. Habiendo sido solicitada Adélaïde, de servicio, por Durcet para que se meara en una copa de vino de Champaña, y no habiéndolo podido hacer, fue inmediatamente inscrita en el libro fatal por su bárbaro marido que, desde el comienzo de la semana, no hacía sino buscar la ocasión de encontrarla en falta. Pasaron al café; estaba servido por Cupidon, Giton, Michette y Sophie. El duque se folló a Sophie entre los muslos haciéndola cagar en su mano y embadurnándose con la mierda la cara, el obispo hizo otro tanto a Giton, y Curval a Michette; Durcet se la metió en la boca a Cupidon, después de hacerlo cagar. Nadie se corrió, y hecha la siesta fueron a escuchar a la Duclos.
«Un hombre al que todavía no habíamos visto», dijo la gentil mujer, «vino a proponemos una ceremonia bastante singular: se trataba de amarrarlo al tercer travesaño de una escalera de tijera; en ese tercer travesaño le ataban los pies, el cuerpo donde quedase, y sus manos, levantadas, en el punto superior de la escalera. En esta situación estaba desnudo; había que flagelarle con todas las fuerzas, y con el mango de las vergas cuando las puntas se habían gastado. Estaba desnudo, no hacía ninguna falta tocarlo, él tampoco se tocaba; pero, al cabo de una cierta dosis, su monstruoso instrumento emprendía el vuelo, se lo veía bambolearse entre los travesaños como el badajo de una campana, y poco después, impetuosamente, arrojaba su leche en medio de la habitación. Lo soltaban, pagaba, y todo había terminado.
»Nos mandó al día siguiente a uno de sus amigos, a quien había que pinchar la polla y los cojones, las nalgas y los muslos, con una aguja de oro; solo se corría cuando estaba ensangrentado. Yo misma lo despaché, y como siempre me decía que actuara con mayor energía, al hundirle la aguja casi hasta la cabeza en el glande, fue cuando vi caer su leche en mi mano. Al soltarlo, se arrojó sobre mi boca, que chupó prodigiosamente, y todo hubo terminado.
»Un tercero, también amigo de los dos primeros, me ordenó que lo flagelara con unas púas de hierro en todas las partes del cuerpo indistintamente. Lo hice sangrar; se miró en un espejo, y le bastó con verse en aquel estado para soltar su leche, sin tocar nada, sin sobar nada, sin exigirme nada.
»Aquellos excesos me divertían mucho, y yo sentía una secreta voluptuosidad en servirlos; o sea que todos los que se me entregaban quedaban encantados de mí. Fue más o menos en la época de esas tres escenas cuando un señor danés, que me había sido enviado para unas sesiones de placer diferentes y que no son de mi incumbencia, cometió la imprudencia de presentarse en mi casa con diez mil francos en diamantes, otro tanto en joyas, y quinientos luises en dinero contante y sonante. La presa era demasiado buena para dejarla escapar: entre Lucile y yo, robamos al gentilhombre hasta la última moneda. Él quiso querellarse, pero como yo sobornaba copiosamente a la policía, y, en aquel tiempo, con el oro se hacía lo que se quería, el gentilhombre recibió la orden de callarse y sus efectos pasaron a pertenecerme, a excepción de unas cuantas joyas que tuve que ceder a los oficiales de justicia para disfrutar tranquilamente del resto. Jamás había robado algo sin que al día siguiente me ocurriera algo afortunado: esta vez la buena suerte fue un nuevo cliente, pero uno de esos clientes cotidianos que hay que considerar como el plato fuerte de una casa.
»Se trataba de un viejo cortesano que, cansado de los homenajes que recibía en el Palacio Real, le gustaba cambiar de papel en los prostíbulos. Quiso entrenarse conmigo; era preciso que yo le hiciera recitar su lección y, a cada falta que cometía, era condenado a arrodillarse y a recibir, unas veces en las manos, y otras en el trasero, unos fuertes azotes con una palmeta de cuero, como las que los maestros utilizan en clase. Yo debía descubrir cuándo estaba excitado al máximo; me apoderaba entonces de su polla y la meneaba hábilmente, sin dejar de reñirle, llamándole pequeño libertino, pequeño canalla, y otros insultos infantiles que le hacían correrse voluptuosamente. Cinco veces por semana, semejante ceremonia debía celebrarse en mi casa, pero siempre con una muchacha nueva y bien instruida, y yo recibía a cambio veinticinco luises al mes. Como conocía a tantas mujeres en París, me resultó fácil prometerle lo que pedía y cumplirlo; tuve diez años en mi pensión a aquel encantador colegial, que por aquella época se decidió por ir a tomar otras lecciones en el infierno.
»Sin embargo yo iba envejeciendo y, aunque mi rostro fuera de los que se conservaban, comenzaba a darme cuenta de que casi solo era por capricho que los hombres querían tratar conmigo. Seguía teniendo, sin embargo, clientes bastante buenos, pese a mis treinta y seis años de edad, y el resto de aventuras en que participé ocurrieron entre aquella edad y la de cuarenta.
»Aunque, digo, con treinta y seis años, el libertino de quien voy a contaros la manía que cerrará esta velada solo quería tratar conmigo. Era un cura, de unos sesenta años de edad (pues yo solo recibía a personas de una cierta edad, y cualquier mujer que quiera hacer fortuna en nuestro oficio me imitará, sin duda, en esto). Llega el santo hombre y, tan pronto como estamos juntos, pide ver mis nalgas. “He aquí el culo más hermoso del mundo”, me dijo; “pero desgraciadamente no será el que me proporcionará la pitanza que voy a devorar. Mira”, me dijo, poniéndome sus nalgas en las manos: “aquí está el que me la proporcionará… Hazme cagar, por favor”. Me apodero de un orinal de porcelana que coloco sobre mis rodillas, el cura se sitúa a la altura conveniente, yo aprieto su ano, lo entreabro, y le proporciono en una palabra todas las diferentes agitaciones que imagino que pueden acelerar su evacuación. Se produce; un enorme zurullo llena el plato, lo ofrezco al libertino, lo coge, se echa encima, devora, y se corre al cabo de un cuarto de hora de la más violenta fustigación administrada por mí sobre las mismas nalgas que acaban de poner un huevo tan hermoso. Todo había sido engullido; había acompasado tan bien su trabajo que la eyaculación solo se produjo con el último bocado. Durante todo el tiempo que yo le había estado azotando, no paraba de excitarle con frases como: “¡Vamos, guarro!”, le decía, “¡marrano más que marrano!, ¿cómo puedes comer mierda así? ¡Ah, ya te enseñaré, bribón, a entregarte a semejantes infamias!”. Y era con estos procedimientos y con estas palabras con lo que el libertino alcanzaba el colmo del placer».
Aquí, Curval, antes de cenar, quiso ofrecer a la sociedad la realidad del espectáculo que Duclos acababa de ofrecer en pintura. Llamó a Fanchon, esta lo hizo cagar, y el libertino devoró, mientras la vieja bruja lo zurraba con todas sus fuerzas. Como esta lubricidad calentó las cabezas, quisieron mierda por todas partes, y entonces Curval, que no se había corrido, mezcló su zurullo con el de Thérèse, a la que hizo cagar inmediatamente. El obispo, acostumbrado a servirse de los placeres de su hermano, hizo otro tanto con la Duclos, el duque con Marie, y Durcet con Louison. Era atroz, increíble, lo repito, utilizar a unas viejas tortilleras, cuando tenían a sus órdenes unos objetos tan lindos: pero ya se sabe que la saciedad nace en el seno de la abundancia, y que en medio de las voluptuosidades uno se deleita con los suplicios. Cometidas estas porquerías sin que costaran más que una sola eyaculación, y fue a cargo del obispo, se sentaron a la mesa. Decididos a seguir con las marranadas, solo quisieron en las orgías a las cuatro viejas y las cuatro historiadoras, y despidieron al resto. Se dijeron y se hicieron tantas que al fin todo el mundo se corrió, y nuestros libertinos solo fueron a acostarse en brazos del agotamiento y de la embriaguez.