Vigésima jornada

La noche anterior había ocurrido algo muy divertido: el duque, absolutamente borracho, en lugar de ir a su dormitorio, se había metido en la cama de la joven Sophie, y por mucho que le dijera esta criatura, que sabía perfectamente que lo que él hacía iba contra las reglas, se mantuvo en sus trece, sin dejar de sostener que estaba en su cama con Aline, que debía ser su compañera nocturna. Pero como con Aline podía tomarse determinadas confianzas que todavía le estaban prohibidas con Sophie, cuando quiso colocarla en posición para divertirse a su antojo, y la pobre criatura, a la que nunca habían hecho todavía nada semejante, sintió la enorme cabeza de la polla del duque golpear a la angosta puerta de su joven trasero y tratar de derribarla, la pobre pequeña comenzó a lanzar unos gritos espantosos y se escapó completamente desnuda hacia el centro de la habitación. El duque la siguió, blasfemando como un demonio, confundiéndola siempre con Aline: «Bribona», le decía, «¿así que es la primera vez?». Y, creyendo atraparla en su huida, tropieza con la cama de Zelmire, que confunde con la suya, y abraza a la joven, creyendo que Aline ha entrado en razón. Idéntico procedimiento con esta que con la otra, porque decididamente el duque quería lograr sus fines; pero tan pronto como Zelmire se da cuenta del proyecto, imita a su compañera, lanza un grito terrible y escapa. Sin embargo, Sophie, que había sido la primera en escapar, entendiendo perfectamente que no había otro medio de poner orden en este quid pro quo que ir en busca de la luz y de alguien con sangre fría que pudiera enderezarlo todo, había ido, en consecuencia, al encuentro de la Duclos. Pero esta, que en las orgías se había emborrachado como una bestia, estaba acostada casi sin conocimiento en medio del lecho del duque, y no pudo darle ninguna respuesta. Desesperada, sin saber a quién recurrir en tal circunstancia, y oyendo que todas sus compañeras pedían ayuda, se atrevió a entrar en el dormitorio de Durcet, que dormía con su hija Constance, y le contó lo que ocurría. Constance, ante este evento, se atrevió a levantarse, pese a los esfuerzos que Durcet, borracho, hacía por retenerla, diciéndole que quería correrse. Cogió una vela y se presentó en el dormitorio de las muchachas: las encontró a todas en camisón en medio de la estancia, y al duque persiguiéndolas sucesivamente a todas ellas y creyendo siempre que solo se trataba de la misma, que tomaba por Aline y de la que decía que aquella noche se había vuelto bruja. Al fin Constance le mostró su error, y rogándole que le permitiera llevarle a su dormitorio donde encontraría a Aline muy sumisa a todo lo que de ella quisiera exigir, el duque que, muy borracho y muy de buena fe, no tenía realmente otra intención que la de dar por el culo a Aline, se dejó llevar; la hermosa muchacha lo recibió, y se acostaron; Constance se retiró, y todo volvió a la calma en el aposento de las muchachas. Durante todo el día siguiente se rieron mucho de esa aventura nocturna, y el duque pretendió que si desgraciadamente, en un caso como aquel, hubiera desvirgado a alguien, no habría estado obligado a pagar una multa porque estaba borracho: le aseguraron que se equivocaba, y que la habría pagado con el mayor rigor. Desayunaron en el apartamento de las sultanas como de costumbre, y todas confesaron que habían pasado un miedo terrible. Sin embargo, pese a la revolución, no encontraron a ninguna en falta; todo estaba también en orden entre los muchachos, y como la comida, al igual que el café, no ofreció nada de extraordinario, pasaron al salón de historias, donde Duclos, totalmente recuperada de sus excesos de la víspera, divirtió aquella noche a la asamblea con los cinco relatos siguientes:

«También fui yo, señores», dijo, «quien sirvió en la sesión que voy a contaros. Era un médico; su primera preocupación fue visitar mis nalgas y, como las encontró soberbias, pasó más de una hora sin hacer otra cosa que besarlas. Por fin, me confesó sus pequeñas debilidades: se trataba de cagar; yo lo sabía, y me había preparado para ello. Llené un orinal de porcelana blanca que me servía para ese tipo de trabajos; tan pronto como él se adueña de mi ñorda, se arroja encima y la devora; mientras lo hace, me armo de un vergajo (era el instrumento con el que había que acariciarle el trasero), lo amenazo, golpeo, lo riño por las infamias a las que se entrega, y sin escucharme, el libertino, mientras engulle, se corre, y escapa con la velocidad del rayo arrojando un luis sobre la mesa.

»Poco después, puse a otro en manos de Lucile, a quien le costó grandes esfuerzos hacerle correrse. Hacía falta en primer lugar que estuviera seguro de que el zurullo que se le ofrecía era de una vieja pordiosera, y, para que se convenciera, la vieja estaba obligada a cagar delante de él. Le proporcioné una de setenta años, llena de úlceras y de erisipela, y que llevaba unos quince años sin un solo diente en las encías: “Está bien, es excelente”, dijo, “así es como las quiero”. Después, encerrándose con Lucile y la cagada, fue preciso que la muchacha, tan hábil como complaciente, le excitara a comer aquella mierda infame. Él la olisqueaba, la miraba, la tocaba, pero tardaba en decidirse a más. Entonces Lucile, recurriendo a procedimientos decisivos, mete la pala en el fuego y, retirándola al rojo vivo, le anuncia que le quemará las nalgas para decidirlo a lo que exige de él, si no lo hace inmediatamente. Nuestro hombre se estremece, lo intenta una vez más: idéntica repugnancia. Entonces Lucile, despiadada, le baja los calzones, y exponiendo un feo culo completamente ajado, completamente escoriado por operaciones semejantes, le chamusca ligeramente las nalgas. El viejo verde blasfema, Lucile insiste, acaba por quemarlo con decisión en el centro del trasero; el dolor lo decide por fin, muerde un bocado; lo excitan otra vez con nuevas quemaduras, y al final todo pasa. Aquel fue el instante de su eyaculación, y he visto pocas más violentas; lanzó unos gritos agudísimos, se revolcó por el suelo; le creí loco o epiléptico. Encantado de nuestras buenas maneras, el libertino me prometió su asistencia, pero con la condición de darle siempre la misma muchacha y viejas diferentes. “Cuanto más asquerosas sean”, me dijo, “mejor las pagaré. No puedes imaginar”, añadió, “hasta dónde llega mi depravación en esto; casi ni yo mismo me atrevo a admitirlo”.

»Sin embargo, uno de sus amigos, que me envió al día siguiente, la llevaba, en mi opinión, mucho más lejos que él, pues, con la única diferencia de que en lugar de chisporrotearle las nalgas, había que herírselas duramente con unas tenacillas al rojo vivo, con la única diferencia, digo, de que necesitaba el zurullo del más viejo, del más sucio y del más repulsivo de todos los ganapanes. Un viejo criado de ochenta años, que teníamos en la casa desde hacía una inmensidad de tiempo, le gustó asombrosamente para esta operación, y engulló con deleite su cálida mierda, mientras Justine le daba una tunda con unas tenacillas que apenas podía agarrar de lo ardientes que estaban. Y además había que pellizcarle grandes pedazos de carne y casi asárselos.

»Otro se hacía cortar las nalgas, el vientre, los cojones y la polla con una gran lezna de zapatero, más o menos con las mismas ceremonias, o sea hasta que hubiera comido un zurullo que yo le presentaba en un orinal sin que él quisiera saber de quién era.

»Uno no se imagina, señores, hasta dónde los hombres llevan el delirio en el fuego de su imaginación. ¿Acaso no he visto a uno que, siempre dentro de los mismos principios, exigía que le asestara grandes bastonazos en las nalgas, hasta que se había comido la mierda que hacía sacar en su presencia del mismo fondo de la fosa séptica? Y su pérfida eyaculación solo llegaba a mi boca, en esta operación, cuando él había devorado aquel fango impuro».

«Todo es imaginable», dijo Curval sobando las nalgas de Desgranges; «estoy convencido de que todavía se puede llegar mucho más lejos». «¿Más lejos?», dijo el duque, que magreaba con alguna brusquedad el trasero desnudo de Adélaïde, su mujer del día. «¿Y qué diablos crees que se puede hacer?» «¡Peor!», dijo Curval, «¡mucho peor! Creo que nunca se va demasiado lejos en esas cosas». «Yo pienso lo mismo», dijo Durcet, que enculaba a Antinoüs, «y siento que mi cabeza refinaría mucho más todas esas marranadas». «Apuesto a que sé lo que Durcet quiere decir», dijo el obispo, que estaba ocioso. «¿De qué diablos se trata?», dijo el duque. Entonces el obispo se levantó, habló en voz baja con Durcet, que asintió, y el obispo fue a contárselo a Curval que dijo: «¡Ah!, claro que sí», y al duque que exclamó: «¡Ah!, joder, jamás se me habría ocurrido». Como esos señores no se explicaron más, nos ha resultado imposible saber qué quisieron decir. Y, aunque lo supiéramos, creo que por pudor haríamos bien en mantenerlo siempre bajo velo, pues hay muchísimas cosas que basta con insinuar; lo exige una prudente circunspección; podemos tropezamos con unos oídos castos, y estoy infinitamente convencido de que el lector ya nos agradece toda la que utilizamos con él; a medida que vayamos avanzando, más dignos de sus más sinceros elogios seremos respecto a este tema, cosa que ya casi podemos asegurarle. En fin, dígase lo que se diga, todos tenemos nuestra alma que salvar: ¿y de qué castigo, tanto en este mundo como en el otro, no sería digno aquel que, sin ninguna moderación, se complaciera, por ejemplo, en divulgar todos los caprichos, todos los gustos, todos los horrores secretos a que están sujetos los hombres en el fuego de su imaginación? Significaría revelar unos secretos que deben permanecer ocultos para la dicha de la humanidad; sería provocar la corrupción general de las costumbres, y precipitar a nuestros hermanos en Jesucristo en todos los extravíos adonde podrían conducirlos semejantes cuadros; y Dios, que ve el fondo de nuestros corazones, ese Dios poderoso que ha creado el cielo y la Tierra, y que un día debe juzgamos, ¡sabe si desearíamos tener que oírnos reprochar por El semejantes crímenes!

Terminaron unos horrores que habían comenzado. Curval, por ejemplo, hizo cagar a Desgranges; los demás, o lo mismo con diferentes sujetos, u otras cosas que no eran mejores, y pasaron a la cena. En las orgías, Duclos, que había oído disertar a los señores sobre el nuevo régimen anteriormente indicado, y cuyo objeto era que la mierda fuera más abundante y más delicada, les dijo que, siendo unos aficionados como ellos eran, le sorprendía verles ignorar el auténtico secreto para conseguir unas cagadas muy abundantes y muy delicadas. Interrogada respecto a la manera como debía hacerse, dijo que el único medio era provocar inmediatamente una ligera indigestión en el sujeto, no por hacerle comer unas cosas contrarias o malsanas, sino obligándole a comer precipitadamente fuera de las horas de las comidas. La experiencia se realizó aquella misma noche: fueron a despertar a Fanny, a la que nadie había reclamado aquella noche y que se había acostado después de la cena, y la obligaron a comer inmediatamente cuatro enormes bizcochos, y, a la mañana del día siguiente, ofreció uno de los mayores y más hermosos zurullos que habían tenido. Así que adoptaron este sistema, con la cláusula, sin embargo, de no dar pan, cosa que la Duclos aprobó y que solo podía mejorar los frutos que produciría el otro secreto. No pasó un día sin que no se provocaran así unas medio indigestiones a las muchachas y a los lindos muchachos, y lo que así se obtuvo es inimaginable. Lo digo de pasada, a fin de que, si algún aficionado quiere utilizar este secreto, esté firmemente convencido de que no lo hay mejor. Como el resto de la velada no produjo nada extraordinario, fueron a acostarse con objeto de prepararse al día siguiente para las brillantes nupcias de Colombe y de Zélamir, que debían ser la celebración de la fiesta de la tercera semana.

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