Decimoséptima jornada

La terrible antipatía del presidente hacia Constance estallaba a diario. Había pasado la noche con ella por un acuerdo especial con Durcet, a quien correspondía, y formuló a la mañana siguiente las quejas más amargas. «Ya que a causa de su estado», dijo, «no queremos someterla a los castigos normales, por miedo de que aborte antes del momento en que nos dispongamos a recibir ese fruto, por lo menos, maldito sea», decía, «habría que encontrar un medio de castigar a esta puta cuando comete tonterías». Pero fijémonos un poco en el maldito espíritu de los libertinos. Cuando se analiza este error prodigioso, oh lector, adivina de qué se trataba: se trataba de que se había desgraciadamente puesto de frente cuando se le pedía el trasero, y esos errores no se perdonaban. Pero lo peor de todo es que negaba el hecho: pretendía, con bastante fundamento, que era una calumnia del presidente, que solo intentaba perderla, y que jamás se acostaba con él sin inventar semejantes mentiras. Pero como las leyes eran formales a este respecto, y a las mujeres jamás se las creía, se trató de saber cómo se castigaría en el futuro a esta mujer sin riesgo de estropear su fruto. Se decidió que por cada delito se le obligaría a comer un zurullo y, en consecuencia, Curval exigió que comenzara inmediatamente. Fue aprobado. Estaban entonces desayunando en el apartamento de las muchachas; le dieron la orden de presentarse, el presidente cagó en medio de la habitación, y se le ordenó que se acercara a cuatro patas a devorar lo que aquel hombre cruel acababa de hacer. Ella se prosternó, pidió perdón, nada los enterneció; y la naturaleza había puesto bronce en lugar de corazón en aquellos vientres. Nada tan divertido como todos los melindres que la pobre mujercita hizo antes de obedecer, y Dios sabe cómo se rieron. Al fin tuvo que decidirse; el corazón le brincó a media operación, pero no le quedaba más remedio que acabarla, y todo pasó. Cada uno de nuestros malvados, excitado por aquella escena, se hacía masturbar, viéndola, por una chiquilla, y Curval, singularmente excitado por la operación y al que Augustine masturbaba a las mil maravillas, sintiéndose a punto de correrse, llamó a Constance, que estaba terminando su triste desayuno y le dijo: «Ven, puta, cuando se ha comido pescado, hay que echarle salsa; es blanca, ven a recibirla». También tuvo que pasar por esto, y Curval, que mientras tanto hacía cagar a Augustine, soltó la esclusa en la boca de la desdichada esposa del duque, comiendo la fresca y delicada mierdecita de la interesante Augustine. Se realizaron las visitas; Durcet encontró mierda en el orinal de Sophie. La joven se disculpó diciendo que se había sentido indispuesta. «No», dijo Durcet manipulando los excrementos, «no es verdad: una cagalera de indigestión es una plasta, y esto es un zurullo muy sano». Y, tomando inmediatamente su funesto cuaderno, anotó en él el nombre de la encantadora criatura, que corrió a ocultar sus lágrimas y deplorar su situación. Todo el resto estaba en regla, pero en la habitación de los muchachos, Zélamir, que había cagado la víspera en las orgías y a quien se había comunicado que no se limpiara el culo, se lo había limpiado sin permiso. Todo aquello eran crímenes capitales: Zélamir fue anotado. Pese a ello, Durcet le besó el culo y se hizo chupar por él un instante; después pasaron a la capilla, donde vieron cagar a dos folladores subalternos, y a Aline, Fanny, Thérèse y la Champville. El duque recibió en su boca la mierda de Fanny y se la comió, el obispo la de los dos folladores, de las que engulló una, Durcet la de Champville, y el presidente la de Aline, que se zampó, pese a correrse, al lado de la de Augustine. La escena de Constance había calentado las cabezas, pues llevaban mucho tiempo sin permitirse semejantes extravagancias por la mañana. En la comida se habló de moral. El duque dijo que no concebía cómo las leyes, en Francia, castigaban el libertinaje, ya que el libertinaje, al ocupar a los ciudadanos, los distraía de cábalas y de revoluciones; el obispo dijo que las leyes no castigaban exactamente el libertinaje sino sus excesos. Entonces se analizaron estos, y el duque demostró que ninguno de ellos era peligroso, ninguno podía resultar sospechoso al gobierno, y que no solo era crueldad sino también un absurdo querer censurar semejantes minucias. De las palabras pasaron a los efectos. El duque, medio borracho, se abandonó en brazos de Zéphire, y chupó durante una hora la boca de la hermosa criatura, mientras Hercule, aprovechando la situación, hundía su enorme instrumento en el ano del duque. Blangis se dejó hacer, y sin otra acción, sin otro gesto que besar, cambió de sexo sin darse cuenta. Sus compañeros se entregaron por su parte a otras infamias, y fueron a tomar el café. Como acababan de hacer muchas tonterías, fue bastante tranquilo y quizás el único de todo el viaje en que no se derramó leche. Duclos, ya encima del estrado, esperaba a la compañía y, cuando esta se hubo acomodado, comenzó de la siguiente manera:

«Acababa de sufrir una pérdida en mi casa que me resultaba dolorosa por muchos aspectos: Eugénie, a la que amaba apasionadamente, y que me era extremadamente útil a causa de sus extraordinarias complacencias con todo lo que podía procurarme dinero, Eugénie, digo, acababa de serme robada de la manera más singular. Un criado, después de pagar la suma convenida, había venido a buscarla, decía, para una cena en el campo, de la que traería quizá siete u ocho luises. Yo no estaba en casa cuando eso ocurrió, pues jamás la habría dejado salir así con un desconocido; pero solo se dirigieron a ella, y ella aceptó… No he vuelto a verla en toda mi vida».

«Ni la verás», dijo Desgranges; «la fiesta que le proponían era la última de su vida, y me tocará a mí desenlazar esa parte de la novela de la hermosa muchacha». «¡Ah! ¡Dios mío!», dijo Duclos, «¡una muchacha tan hermosa, con veinte años, la cara más fina y más agradable!» «Y añadid», dijo Desgranges, «el más bello cuerpo de París: todos esos atractivos le fueron funestos. Pero continúa, y no avancemos ahora las circunstancias».

«Fue Lucile», dijo la Duclos, «quien la sustituyó tanto en mi corazón como en mi cama, pero no en los trabajos de la casa, pues estaba muy lejos de poseer su sumisión y su complacencia. De todos modos, en sus manos confié poco después al prior de los benedictinos, que de vez en cuando venía a visitarme, y que habitualmente se divertía con Eugénie. Después de que el buen padre le masturbara el coño con la lengua, y le chupara bien la boca, había que azotarle ligeramente con unas varas, solo en la polla y en los cojones, y se corría sin empalmar, por el mero frote, por la mera aplicación de las varas sobre aquellas partes. Su mayor placer, entonces, consistía en ver a la muchacha hacer saltar por el aire, con las puntas de las varas, las gotas de leche que salían de su polla.

»Al día siguiente, yo misma despaché a otro al que había que aplicar cien azotes exactos en el trasero; anteriormente él besaba el culo, y, mientras se le azotaba, se masturbaba él mismo.

»Algún tiempo después me reclamó un tercero; este ponía más ceremonia en todos los puntos: me avisaba con ocho días de antelación, y era preciso que yo hubiera pasado todo ese tiempo sin lavar ninguna parte de mi cuerpo, y especialmente el coño, el culo y la boca; y que, a partir del momento del aviso, pusiera a macerar en un orinal lleno de mierda y de orina por lo menos tres haces de varas. Al fin llegó; era un viejo recaudador de gabelas, hombre muy acomodado, viudo sin hijos, y que celebraba con frecuencia fiestas semejantes. La primera cosa de la que se informó era de si yo había sido exacta respecto a la abstinencia de las abluciones que me había prescrito; le aseguré que sí, y, para convencerse, comenzó por darme un beso en los labios que sin duda le satisfizo, y yo sabía que si, al darme aquel beso, estando yo en ayunas, hubiera reconocido que yo había utilizado algún lavatorio, no habría querido proseguir la sesión. Así que subimos; contempla las varas en el orinal donde yo las había puesto, después, ordenando que me desnudara, husmea atentamente todas las partes del cuerpo que me había prohibido más explícitamente que lavara. Como yo había sido muy exacta, encontró sin duda el olorcillo que él deseaba, pues le vi calentarse en sus arreos y exclamar: “¡Ah, leche!, ¡esto, esto es lo que quiero!”. Entonces le manoseé a mi vez el trasero; era exactamente un cuero hervido, tanto por el color como por la dureza de la piel. Después de haber acariciado por un instante, manoseado, entreabierto las ásperas cachas, me apodero de las varas, y, sin secarlas, comienzo por atizarle diez golpes con todas mis fuerzas; pero no solo no hizo ningún movimiento, sino que mis golpes parecía que ni siquiera rozaban aquella inexpugnable ciudadela. Después de aquella primera tanda, le hundí tres dedos en el ano y los removí con todas mis fuerzas; pero nuestro hombre era igualmente insensible en todas partes: ni siquiera se movió. Terminadas estas dos primeras operaciones, fue él quien actuó; apoyé el vientre en la cama, él se arrodilló, abrió mis nalgas, y paseó alternativamente su lengua por los dos agujeros, los cuales, sin duda, de acuerdo con sus órdenes no debían ser muy aromáticos. Después de que él me chupara a fondo, yo vuelvo a azotarle y a meterle los dedos, él se arrodilla de nuevo y me lame, y así sucesivamente por lo menos quince veces. Al fin, conocedora de mi papel y rigiéndome por el estado de su pene que yo observaba sin tocar, con el mayor cuidado, en una de sus genuflexiones le suelto mi zurullo en las narices. Se echa hacia atrás, grita que soy una insolente, y se corre masturbándose él mismo y lanzando unos gritos que se habrían oído en la calle, de no ser por las precauciones que yo había tomado para impedir que pudieran llegar. Pero la ñorda cayó en el suelo; no hizo más que verla y olería, no la recogió en su boca y no la tocó en absoluto. Había recibido por lo menos doscientos azotes, y, puedo decirlo, sin que apareciera, sin que su trasero endurecido por una prolongada costumbre mostrara la más ligera marca».

«¡Oh, diantre!», dijo el duque, «he aquí un culo, presidente, que puede competir con el tuyo». «Es muy cierto», dijo Curval balbuceando, porque Aline lo masturbaba, «es muy cierto que el hombre del que se habla tiene exactamente mis nalgas y mis gustos, pues yo apruebo infinitamente la ausencia del bidé, pero la preferiría más prolongada: me gustaría que no hubiera tocado agua en por lo menos tres meses». «Presidente, se te está poniendo gorda», le dijo el duque. «¿Tú crees?», dijo Curval. «A fe mía que es mejor que se lo preguntes a Aline, ella te dirá lo que pasa, pues por mi parte estoy tan acostumbrado a este estado que jamás me doy cuenta de cuando termina, ni de cuando empieza. Todo lo que puedo asegurarte es que, en este momento en que te hablo, quería una puta muy marrana; quería que cayera sobre mí desde el agujero del retrete, que su culo oliera mucho a mierda, y que su coño oliera a marea. ¡Hola, Thérèse!, tú, cuya mugre se remonta al diluvio, tú que desde el bautizo no te has limpiado el culo, y cuyo infame coño apesta a tres leguas a la redonda, tráeme todo esto a la nariz, por favor, y añádele, si quieres, una cagada». Thérèse se acerca; con sus encantos sucios, repulsivos y marchitos, frota la nariz del presidente, deposita además la mierda desecada; Aline masturba, el libertino se corre; y Duclos reanuda así el resto de su narración:

«Un viejo solterón, que recibía todos los días a una nueva muchacha para la operación que voy a contaros, me rogó a través de una amiga mía que fuera a verle, y me explicaron al mismo tiempo el ceremonial habitual de aquel inveterado viejo verde. Llego, me examina con la mirada flemática que proporciona la costumbre del libertinaje, mirada segura y que, en un minuto, aprecia el objeto que se le ofrece. “Me han dicho que teníais un hermoso culo”, me dijo, “y como yo tengo, desde hace cerca de sesenta años, una gran debilidad por las bellas nalgas, he querido ver si estabais a la altura de vuestra reputación… Arremangaos”. Esta palabra enérgica era una orden suficiente; no solamente ofrezco la medalla, sino que la acerco cuanto puedo a las narices de aquel libertino profesional. Primero me mantengo erguida; poco a poco me inclino y le muestro el objeto de su culto de todas las formas que pueden gustarle más. A cada movimiento, notaba las manos del viejo verde que se paseaban por la superficie y que perfeccionaban la situación, ora consolidándola, ora poniéndola más a su guisa. “El agujero es muy ancho”, me dijo, “parece que te has prostituido sodomitamente con mucha violencia en tu vida”. “Ay, señor”, le dije, “vivimos en un siglo en que los hombres son tan caprichosos que, para gustarles, hay que prestarse un poco a todo”. Entonces sentí que su boca se pegaba herméticamente al agujero de mis nalgas, y su lengua intentaba penetrar en el orificio. Aproveché el momento con habilidad, tal como se me había recomendado, y dejé caer sobre su lengua la ventosidad más densa y más suave. El procedimiento no le disgusta en absoluto, pero tampoco le conmueve; al fin, después de una media docena, se levanta, me lleva a la esquina de su cama, y me muestra un cubo de loza en el que se remojaban cuatro haces de varas; encima del cubo pendían varias disciplinas colgadas de unas escarpias doradas. “Armate”, me dijo el libertino, “con ambas armas; ahí tienes mi culo: como ves, es seco, flaco y muy curtido; toca”. Y después de que le obedeciera: “Ya ves”, continuaba, “es un viejo cuero hecho a los golpes y que solo se excita con los excesos más increíbles. Voy a mantenerme en esta actitud”, dijo, echándose a los pies de su cama, boca abajo y con las piernas en el suelo; “sírvete sucesivamente de los dos instrumentos, unas veces las varas y otras las disciplinas. Será largo, pero tendrás una señal segura de la proximidad del desenlace: tan pronto como veas que a este culo le va a ocurrir algo extraordinario, prepárate para imitar lo que le verás hacer; nos cambiaremos de sitio, yo me arrodillaré delante de tus hermosas nalgas, harás lo que me has visto hacer, y me correré. Pero sobre todo no te impacientes, porque te prevengo una vez más de que hace falta mucho tiempo”. Comienzo, cambio de instrumento como me ha recomendado. Pero ¡vaya flema, Dios mío!, estaba empapada en sudor; para golpear con mayor comodidad, me había arremangado el brazo hasta el hombro. Ya llevaba más de tres cuartos de hora dándole con todas mis fuerzas, a veces con las varas, otras con las disciplinas, y no veía que mi trabajo avanzara. Nuestro libertino, inmóvil, se estaba más quieto que si hubiera estado muerto; se diría que saboreaba en silencio los movimientos internos de voluptuosidad que recibía de esta operación, pero ningún vestigio exterior, ninguna apariencia que influyera lo más mínimo en su piel. En fin, sonaron las dos y yo llevaba desde las once metida en harina; de repente, lo veo levantar el lomo y abrir las nalgas; paso por allí una y otra vez mis vergas a determinados intervalos, sin dejar de azotarle; sale un zurullo, azoto, mis golpes hacen volar la mierda al suelo. “Vamos, ánimo”, le digo, “ya hemos llegado”. Entonces nuestro hombre se levanta enfurecido; su polla dura y revoltosa pegada al vientre. “Imítame”, dice, “imítame, solo necesito mierda para darte leche”. Me agacho rápidamente en su lugar, se arrodilla como había dicho, y le pongo en la boca un huevo que guardaba para él desde hacía casi tres días. Al recibirlo, le sale la leche, y se echa hacia atrás aullando de placer, pero sin tragarlo y sin conservar más de un segundo el zurullo que acabo de depositarle. Por otra parte, exceptuando a vosotros, señores, que sois sin duda unos modelos en este género, he visto a pocos hombres con unas crispaciones más agudas; casi se desmayó al derramar su leche. La sesión me valió dos luises.

»Pero, apenas de vuelta a casa, encontré a Lucile ocupada con otro anciano que, sin haberle hecho ninguna caricia preliminar, se hacía simplemente fustigar desde los riñones hasta el final de las piernas con unas varas empapadas en vinagre, y, asestados los golpes con la máxima fuerza que su brazo alcanzaba, este terminaba la operación haciéndose chupar. La muchacha se arrodillaba delante de él tan pronto como le daba la señal, y, haciendo flotar sus viejos cojones gastados sobre sus tetas, tomaba el fofo instrumento en su boca donde el pecador arrepentido no tardaba en llorar sus faltas».

Y habiendo terminado así la Duclos lo que tenía que decir en su velada, como la hora de la cena todavía no había llegado, hicieron algunas bribonadas aguardándola. «Debes de estar rendido, presidente», dijo el duque a Curval; «hoy ya te he visto correrte dos veces, y tú no estás demasiado acostumbrado a perder en un día tanta cantidad de leche». «Apostemos por una tercera», dijo Curval que manoseaba las nalgas de la Duclos. «¡Oh!, todo lo que tú quieras», dijo el duque. «Pero con una condición», dijo Curval, «y es que todo me esté permitido». «¡Oh!, no», replicó el duque, «sabes muy bien que hay cosas que nos hemos prometido no hacer antes de la época en que nos corresponda. Hacernos follar era una de ellas: antes de hacerlo debíamos esperar a que se nos citara en el orden recibido algún ejemplo de esta pasión; y sin embargo, por nuestras propias representaciones, señores, todos nos lo hemos saltado. Hay muchos placeres especiales que también habríamos debido prohibirnos hasta el momento de su narración, y que toleramos con la condición de que transcurran en nuestras habitaciones o en nuestros gabinetes. Tú acabas de entregarte a ellos hace un momento con Aline: ¿no quiere decir nada que ella haya lanzado un grito desgarrador, y que se cubra ahora el pecho con un pañuelo? ¡Bien! Elige, pues, o entre esos placeres misteriosos, o entre los que nos permitimos públicamente, y que tu tercera eyaculación provenga de uno de esos dos tipos de cosas, y apuesto cien luises a que no la consigues». Entonces el presidente preguntó si podía pasar al tocador del fondo, con los sujetos que se le antojaran; se lo concedieron, con la única condición de que Duclos estaría presente y que ella sería quien certificaría la exactitud de esta eyaculación. «Vamos», dijo el presidente, «acepto». Y, para comenzar, se hizo dar primeramente, delante de todo el mundo, 500 latigazos por la Duclos; hecho esto, se llevó consigo a su querida y fiel amiga Constance, a quien se le rogó, no obstante, que no hiciera nada que pudiera perjudicar su embarazo; se le sumó su hija Adélaïde, Augustine, Zelmire, Céladon, Zéphire, Thérèse, Fanchon, la Champville, la Desgranges, y la Duclos con tres folladores. «¡Oh!, joder», dijo el duque, «no habíamos convenido que utilizaras tantos sujetos». Pero el obispo y Durcet, tomando el partido del presidente, aseguraron que no se había hablado del número. De modo que el presidente se encerró con su equipo, y al cabo de una media hora, que el obispo, Durcet y Curval, con los sujetos que les quedaban, no pasaron rezando a Dios, al cabo de una media hora, digo, Constance y Zelmire regresaron llorando, y el presidente no tardó en seguirlas con el resto de su equipo, apoyado por la Duclos, que rindió testimonio de su vigor y certificó que merecía en justicia una corona de mirto. El lector aceptará que no le revelemos lo que el presidente había hecho: las circunstancias todavía no nos lo permiten; pero había ganado la apuesta y esto era lo esencial. «He aquí cien luises», dijo al recibirlos, «que me servirán para pagar una multa a la cual temo que pronto seré condenado». Esta es también otra cosa que rogamos al lector que nos permita no explicarle hasta el momento debido, pero que vea aquí solamente cómo el malvado preveía sus faltas de antemano y cómo tomaba su decisión sobre el castigo que debían acarrearle, sin preocuparse lo más mínimo de prevenirlas o evitarlas. Puesto que, a partir de aquel instante hasta el del comienzo de las narraciones del día siguiente, solo ocurrieron cosas normales, trasladaremos inmediatamente allí al lector.

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