Todos nuestros héroes se levantaron frescos como si hubieran vuelto de la confesión, a excepción del duque, que comenzaba a agotarse un poco. Acusaron de ello a Duclos: la verdad es que esta mujer se había adueñado por completo del arte de procurarle las voluptuosidades y que él confesó que solo se corría lúbricamente con ella. Es muy cierto que, en esas cosas, todo depende solamente del capricho, que la edad, la belleza, la virtud, todo esto cuenta poco, que solo se trata de un cierto tacto dominado con mucha mayor frecuencia por las bellezas otoñales que por aquellas sin experiencia que la primavera sigue coronando con todos sus dones. Había también otra criatura en la sociedad que comenzaba a hacerse muy amable y a volverse muy interesante: era Julie. Ya anunciaba la imaginación, el desenfreno y el libertinaje. Lo bastante política como para sentir que necesitaba protección, lo bastante falsa como para acariciar incluso a aquellos de los que tal vez se preocupaba muy poco en el fondo, se hacía amiga de la Duclos para intentar mantenerse siempre un poco en el favor de su padre, cuyo crédito en la sociedad conocía. Cada vez que le tocaba acostarse con el duque, se conjuntaba tan bien con la Duclos, utilizaba tanta destreza y tanta complacencia, que el duque siempre estaba seguro de conseguir unas eyaculaciones deliciosas cuando esas dos criaturas se esmeraban en procurárselas. De todos modos, él se hastiaba prodigiosamente de su hija, y es posible que sin la ayuda de la Duclos, que la apoyaba con todo su crédito, jamás habría podido alcanzar sus miras. Su marido, Curval, se hallaba más o menos en la misma situación, y, aunque por medio de su boca y de sus besos impuros ella le provocaba todavía algunas eyaculaciones, la repulsión estaba, sin embargo, próxima: diríase que nacía bajo el fuego mismo de sus impúdicos besos. Durcet la apreciaba muy poco, y ella solo lo había hecho correrse dos veces desde que se habían juntado. De modo que casi solo le quedaba el obispo, que apreciaba mucho su jerga libertina y que le encontraba el culo más lindo del mundo. La verdad es que lo tenía dotado como el de la propia Venus. Así que se encastilló en ese lado, pues estaba absolutamente determinada a gustar, y al precio que fuera; como sentía la extrema necesidad de una protección, buscaba una. Aquel día solo aparecieron en la capilla Hébé, Constance y la Martaine, y no se había encontrado a nadie en falta por la mañana. Después de que los tres sujetos hubieran soltado su deposición, Durcet tuvo ganas de hacer otro tanto. El duque, que merodeaba desde la mañana en torno a su trasero, aprovechó aquel momento para satisfacerse, y se encerraron en la capilla a solas con Constance, a quien mantuvieron para el servicio. El duque se satisfizo, y el pequeño financiero se le cagó por completo en la boca. Aquellos señores no se limitaron a esto, y Constance explicó al obispo que habían estado cometiendo infamias juntos una media hora seguida. Ya lo he dicho…, eran amigos desde la infancia y desde entonces no habían cesado de recordar sus placeres escolares. En cuanto a Constance, sirvió de poca cosa en este mano a mano; como máximo, limpió los culos, chupó y masturbó unas pollas. Pasaron al salón donde, después de un poco de conversación entre los cuatro amigos, se les anunció la comida. Fue espléndida y libertina como de costumbre, y, después de algunos manoseos y besos libertinos, de varias frases escandalosas que la sazonaron, pasaron al salón, en el que encontraron a Zéphire y Hyacinthe, Michette y Colombe, para servir el café. El duque folló entre los muslos a Michette, y Curval a Hyacinthe; Durcet hizo cagar a Colombe y el obispo se la metió en la boca a Zéphire. Curval, acordándose de una de las pasiones descritas la víspera por Duclos, quiso cagar en el coño de Colombe; la vieja Thérèse, que estaba en el café, la colocó, y Curval actuó. Pero, como hacía unas cagadas prodigiosas y proporcionadas a la inmensa cantidad de víveres con que se atiborraba todos los días, casi todo cayó al suelo y solo enmerdó superficialmente, por decirlo así, el bonito coñito virgen, que indudablemente no parecía destinado por la naturaleza a placeres tan guarros. El obispo, deliciosamente masturbado por Zéphire, perdió su leche filosóficamente, sumando al placer que sentía el de la deliciosa escena de que era espectador. Estaba furioso; riñó a Zéphire, riñó a Curval, se enfadó con todo el mundo. Le hicieron beber un gran vaso de elixir para reparar sus fuerzas. Michette y Colombe le acostaron en un sofá para su siesta y no le abandonaron. Se despertó bastante recuperado y, para devolverle aún más sus fuerzas, Colombe se la chupó un instante: su instrumento levantó la cabeza, y pasaron al salón de historias. Aquel día tenía a Julie en su canapé; como le gustaba bastante, esta visión le devolvió un poco de buen humor. El duque tenía a Aline, Durcet a Constance, y el presidente a su hija. Cuando todo estuvo preparado, la bella Duclos se instaló en su trono y comenzó así:
«Es completamente falso decir que el dinero adquirido por medio de un crimen no da la felicidad. Puedo afirmar que no hay sistema tan falso. Todo prosperaba en mi casa; jamás la Fournier había visto tantos parroquianos. Fue entonces cuando se me ocurrió una idea, un poco cruel, lo confieso, pero que, sin embargo, me atrevo a vanagloriarme, señores, no os disgustará demasiado. Me pareció que, cuando no se le había hecho a alguien el bien que debía hacérsele, había una cierta malvada voluptuosidad en hacerle mal, y mi pérfida imaginación me inspiró esta broma libertina contra el tal Petignon, hijo de mi bienhechora y a quien yo había sido encargada de entregar una fortuna muy atractiva probablemente para ese desdichado, y que yo comenzaba a despilfarrar en locuras. He aquí lo que dio lugar a la oportunidad. Aquel desdichado aprendiz de remendón, casado con una pobre mujer de su condición, tenía como único fruto de aquel himeneo infortunado una muchacha de unos doce años, y que me había sido descrita como uniendo a los rasgos de la infancia todos los atributos de la más tierna belleza. Aquella criatura, educada pobremente, pero, sin embargo, con todo el cuidado que podía permitir la indigencia de los padres, cuyas delicias constituía, me pareció una excelente captura a realizar. Petignon jamás venía a casa; ignoraba los derechos que sobre ella tenía. Pero tan pronto como la Fournier me hubo hablado de él, mi primera preocupación fue hacerme informar sobre él y todas sus circunstancias, y así fue como supe que poseía un tesoro en casa. Al mismo tiempo, el marqués de Mesanges, libertino famoso y de profesión de la que la Desgranges tendrá sin duda más de una oportunidad de hablaros, se dirigió a mí para que le procurara una virgen menor de trece años, y esto al precio que fuere. Ignoro lo que quería hacer con ella, pues no pasaba por ser un hombre riguroso a este respecto, pero ponía como condición, después de que su virginidad hubiera sido comprobada por unos expertos, comprarla de mis manos por una suma establecida, y, a partir de aquel momento, ya no volvería a hablarse del asunto, dado que, decía, la criatura sería desterrada y tal vez no volvería jamás a Francia. Como el marqués era uno de mis parroquianos, y no tardaréis en verlo vosotros mismos en escena, puse todo en práctica para satisfacerlo, y la hijita de Petignon me pareció exactamente lo que necesitaba. Pero ¿cómo conseguirla? La criatura no salía jamás, la instruían en su misma casa, la cuidaban con una prudencia y una circunspección que no me permitían ninguna esperanza. No me era posible emplear por aquel entonces al famoso pervertidor de muchachas de que he hablado: estaba en el campo, y el marqués me urgía. Así que solo encontré un medio, y ese medio se ajustaba a las mil maravillas a la secreta malignidad que me empujaba a cometer aquel crimen, pues lo agravaba. Me decidí a crear problemas al marido y a la mujer, a intentar hacerlos encerrar a los dos, y, encontrándose así la chiquilla, o menos vigilada o en casa de amigos, me resultaría fácil atraerla a mi trampa. De modo que les lancé a un procurador amigo mío, hombre de armas tomar y en quien confiaba para estas canalladas. Se informa, desentierra a unos acreedores, los excita, los apoya; en pocas palabras, en ocho días el marido y la mujer están en la cárcel. A partir de aquel momento todo se hizo fácil; una astuta trotaconventos no tardó en acercarse a la chiquilla abandonada en casa de unos pobres vecinos; apareció en mi casa. Todo respondía en su aspecto: tenía la piel más suave y más blanca, los encantos más redondos, mejor formados… En una palabra, era difícil encontrar una criatura más bonita. Como, pagados todos los gastos, me salía a cerca de veinte luises, y el marqués daba por ella una cantidad determinada, más allá de la cual pretendía no tener que hablar ni tratar con nadie, se la dejé por cien luises, y como era esencial para mí que jamás se sospechara ninguna de mis intervenciones, me contenté con ganar sesenta luises en aquel negocio, y entregué otros veinte a mi procurador para liar las cosas, de modo que el padre y la madre de la joven criatura no pudieran durante mucho tiempo tener noticias de su hija. Supieron algo; su fuga era imposible de ocultar. Los vecinos culpables de negligencia se excusaron como pudieron y, en cuanto al querido remendón y a su esposa, mi procurador se movió tan bien que jamás pudieron solucionar este accidente, pues murieron ambos en la cárcel al cabo de cerca de once años de captura. Yo gané doblemente en esta pequeña desgracia, pues a la vez que me aseguraba la posesión cierta de la criatura que había vendido, me aseguraba asimismo la de los sesenta mil francos que me habían sido entregados para él. En cuanto a la chiquilla, el marqués llevaba razón: jamás volví a oír hablar de ella, y será seguramente Madame Desgranges quien os terminará su historia. Ya es hora de volver a la mía y a los acontecimientos cotidianos que pueden ofreceros los detalles voluptuosos cuya lista hemos comenzado».
«¡Oh, pardiez!», dijo Curval, «me gusta con locura tu prudencia. Se ve en ello una maldad reflexiva, un orden que me complace de manera extrema; y, además, la malicia de haber dado el tiro de gracia a una víctima que una solo habías arañado accidentalmente, eso me parece un refinamiento de infamia que puede colocarse al lado de nuestras obras maestras». «Yo habría hecho quizás algo peor», dijo Durcet, «pues, al fin y al cabo, esas personas podían conseguir su liberación. Hay tantos necios en el mundo que solo piensan en ayudar a esa clase de gente: durante todo el resto de su vida significan preocupaciones para uno». «Señor», replicó la Duclos, «cuando en la sociedad no se dispone del crédito de que vos disponéis y, para las bellaquerías, hay que utilizar personas subalternas, la circunspección se hace a menudo necesaria, y uno no se atreve entonces a todo lo que quisiera hacer». «Muy justo, muy justo», dijo el duque; «no podía hacer más». Y la amable criatura prosiguió así la continuación de su relato.
«Es espantoso, señores», dijo la buena mujer, «tener que seguiros hablando de infamias semejantes a las que llevo varios días exponiéndoos. Pero me habéis exigido que reuniera todo lo que pudiera tener que ver con ellas y que no deje nada velado. Tres ejemplos más de estas atroces marranadas, y pasaremos a otras fantasías.
»El primero que os citaré es el de un viejo director de patrimonios, de unos sesenta y seis años de edad. Hacía desnudar por completo a la mujer y, después de haberle acariciado un instante las nalgas con más brutalidad que delicadeza, la obligaba a cagar delante de él, en el suelo, en medio de la habitación. Cuando había disfrutado del panorama, acudía él a cagar en el mismo lugar, y después, juntando con sus manos las dos deposiciones, obligaba a la muchacha a acercarse de cuatro patas a comer la plasta, siempre mostrando bien el trasero, que debía haber tenido el cuidado de dejar bien enmerdado. Se hacía una paja durante la ceremonia y se corría cuando todo había sido comido. Pocas muchachas, como comprenderéis, señores, consentían en someterse a semejantes cochinadas, y, sin embargo, las quería jóvenes y lozanas… Yo las encontraba porque en París todo se encuentra, pero yo se las hacía pagar.
»El segundo ejemplo de los tres que me quedan por contaros en este género exigía también una absoluta docilidad por parte de la muchacha; pero, como el libertino la quería extremadamente joven, me era más fácil encontrar niñas para prestarse a semejantes cosas que mujeres hechas. Entregaba al que voy a citaros una pequeña florista de trece a catorce años, muy bonita. Llega, hace quitar a la chiquilla solo lo que la cubre de cintura para abajo; le manosea un instante el trasero, la hace peer, después se propina a sí mismo cuatro o cinco lavativas que obligan a la chiquilla a recibir en su boca y a tragar a medida que el chorro cae en su garganta. Durante aquel tiempo, como él estaba a horcajadas sobre su pecho, con una mano se masturbaba una polla bastante gorda y con la otra le sobaba el pubis, y, para esto, la quería siempre sin un solo pelo. Aquel del que os hablo quiso volver a empezar después de seis veces, porque todavía no se había corrido. La chiquilla, que no paraba de vomitar, le pidió tregua, pero él se le rio en las narices e hizo lo que quiso, y solo a la sexta vi correr su leche.
»Un viejo banquero viene finalmente a ofrecernos el último ejemplo de estas marranadas tomadas como tema principal, pues os advierto que, como accesorio, volveremos a verlas con bastante frecuencia. Necesitaba una mujer hermosa, pero de cuarenta a cuarenta y cinco años y con los pechos extremadamente caídos. Tan pronto como estuvo con ella, la hizo desnudarse solo de cintura para arriba, y después de manosear brutalmente sus tetas, “¡Qué bonitas tetas de vaca!”, exclamó. “¿Para qué pueden servir unas tripas semejantes si no es para limpiarse el culo?” Después, las retorcía, las estrujaba entre sí, las estiraba, las trituraba, les escupía encima, y les ponía a veces su pie mugriento encima, sin parar de decir que no había cosa más infame que un pecho y que no entendía a qué había podido destinar la naturaleza aquellos pellejos y por qué había estropeado y deshonrado con ellos el cuerpo de la mujer. Después de todas estas frases estrafalarias, se quedó desnudo como la palma de la mano. ¡Pero, Dios, qué cuerpo! ¿Cómo describíroslo, señores? No era más que una úlcera, supurando incesantemente pus de los pies a la cabeza y cuyo infecto olor se olía incluso en la habitación vecina donde yo estaba. Esta era, sin embargo, la bonita reliquia que había que chupar».
«¿Chupar?», dijo el duque.
«Sí, señores», dijo Duclos, chuparlo de los pies a la cabeza sin dejar ni un espacio del tamaño de un luis de oro por donde no hubiera pasado la lengua. Por muy prevenida que estuviera la muchacha que yo le había dado, en cuanto vio aquel cadáver ambulante, retrocedió horrorizada. «¿Qué pasa, zorra?», dijo, «¿acaso te doy asco? Sin embargo tienes que chuparme, tu lengua tiene que lamer absolutamente todas las partes de mi cuerpo. ¡Ah!, ¡no te hagas la remilgada! Otras lo han hecho; vamos, vamos, basta de miramientos».
»Es muy cierto que el dinero lo puede todo; la desdichada que yo le había dado estaba en la más absoluta miseria, tenía dos luises que ganarse con ello; ella hizo todo que se le pidió, y el viejo gotoso, encantado de notar una suave lengua pasearse por su cuerpo repelente y suavizar el ardor que lo devoraba, se masturbaba voluptuosamente durante la operación. Cuando estuvo terminada, y me creeréis si os digo que no fue sin terribles repugnancias por parte de la infortunada, cuando estuvo terminada, digo, la hizo tenderse en el suelo de espaldas, se montó a horcajadas sobre ella, se le cagó en las tetas, y apretándolas después, una tras otra, las utilizó para limpiarse el trasero. Pero no vi ni una sola eyaculación, y, cierto tiempo después, supe que necesitaba varias operaciones semejantes para conseguir una; y como era un hombre que rara vez iba dos veces al mismo lugar, ya no le vi más y, a decir verdad, me sentí muy cómoda».
«A fe mía», dijo el duque, «que el final de la operación de ese hombre me parece muy razonable, y jamás he entendido que unas tetas pudieran servir realmente para otra cosa que para limpiar culos». «Es cierto», dijo Curval, que sobaba brutalmente las de la tierna y delicada Aline, «es cierto, a decir verdad, que eso de las tetas es una cosa muy infame. Yo nunca las veo sin enfurecerme; siento, al verlas, como un asco, como una repugnancia… Solo el coño me da un asco más fuerte». Y al mismo tiempo se lanzó a su gabinete, arrastrando por el pecho a Aline, y haciéndose seguir por Sophie y por Zelmire, las dos muchachas de su serrallo, y por Fanchon. No sabemos muy bien lo que allí hizo, pero se oyó un gran grito de mujer y, poco después, los aullidos de su eyaculación. Regresó; Aline lloraba y se tapaba el seno con un pañuelo, y como todos esos acontecimientos jamás impresionaban, o como máximo daban risa, Duclos reanudó imperturbable el hilo de su historia:
«Yo misma despaché», dijo, «unos días después, a un viejo fraile cuya manía, más fatigosa para la mano, no era sin embargo tan repugnante para el corazón. Me entregó un enorme y asqueroso trasero cuya piel era como de pergamino: había que masajearle el culo, sobárselo, apretarlo con todas mis fuerzas, pero, cuando llegué al agujero, nada le parecía bastante violento; había que agarrar las pieles de esta parte, frotarlas, pellizcarlas, estrujarlas violentamente entre mis dedos, y solo derramaba su leche por el vigor de la operación. Además, se masturbaba a sí mismo durante la operación, y ni siquiera me arremangó las faldas. Pero se veía que aquel hombre estaba tremendamente habituado a esta manipulación, pues su trasero, por otra parte fofo y colgante, estaba revestido, sin embargo, de una piel tan gruesa como el cuero. Al día siguiente, por los elogios, sin duda, que hizo en su convento de mi manera de actuar, me trajo a uno de sus colegas, cuyo culo debía ser abofeteado con todas las fuerzas de mi mano; pero este, más libertino y más curioso, visitaba cuidadosamente, antes, las nalgas de la mujer, y mi culo fue besado, lamido diez o doce veces seguidas, con unas pausas cubiertas por unas bofetadas sobre el suyo. Cuando su piel se puso escarlata, su polla se empinó, y puedo asegurar que era uno de los más hermosos instrumentos que he manejado; entonces, la puso entre mis manos, ordenándome que lo masturbara con una mientras seguía abofeteándole con la otra».
«O me engaño», dijo el obispo, «o ya hemos llegado a la sección de las fustigaciones pasivas». «Sí, monseñor», dijo la Duclos, «y como ya he cumplido mi tarea de hoy, estaréis de acuerdo en que deje para mañana el comienzo de los gustos de esta índole de los que nos ocuparemos durante varias veladas seguidas». Como todavía faltaba cerca de media hora para la cena, Durcet dijo que, para estimular el apetito, quería tomar unas cuantas lavativas; sospecharon sus intenciones, y todas las mujeres se estremecieron, pero la decisión estaba tomada, no había manera de escaparse. Thérèse, que le servía aquel día, aseguró que las ponía a las mil maravillas; de la afirmación pasó a la prueba, y, tan pronto como el pequeño financiero tuvo las entrañas llenas, dijo a Rosette que tenía que venir a ofrecer el pico. Hubo un poco de resistencia, un poco de dificultades, pero no había más remedio que obedecer, y la pobre pequeña tragó dos, para vomitarlas después, cosa que, como es fácil imaginar, no tardó en ocurrir. Afortunadamente llegó la hora de la cena, pues se disponía sin duda a recomenzar. Pero habiendo cambiado esta novedad la disposición de todos los ánimos, decidieron ocuparse de otros placeres. En las orgías, soltaron unas cuantas cagadas sobre las tetas y se hicieron cagar muchos culos; el duque comió delante de todo el mundo la mierda de la Duclos, mientras la buena mujer se la chupaba y las manos del libertino se perdían un poco por todas partes; su leche salió con abundancia, y habiéndole imitado Curval con la Champville, hablaron finalmente de ir a acostarse.