Duodécima jornada

«El nuevo estado en que voy a entrar me obliga», dijo la Duclos, «a encaminaros por un instante, señores, hacia el detalle de mi persona. Es más fácil imaginar los placeres que se describen cuando el objeto que los proporciona es conocido. Yo acababa de alcanzar los veintiún años. Era morena, pero la piel, pese a eso, de la más agradable blancura. La abundante cabellera que cubría mi cabeza descendía en ondas flotantes y naturales hasta el final de mis muslos. Tenía los ojos que veis y que siempre han sido considerados hermosos. Mi talle estaba un poco lleno, aunque alto, flexible y fino. Respecto a mi trasero, a esta parte tan interesante para los libertinos de hoy, era, por confesión de todo el mundo, superior a cuanto puede verse de más sublime en la materia, y pocas mujeres en París lo tenían tan deliciosamente torneado: era lleno, redondo, muy gordo y muy rollizo, sin que esta gordura disminuyera un ápice su elegancia; el más ligero movimiento descubría al instante la rosita que tanto os gusta, señores, y que, yo estoy totalmente de acuerdo con vosotros, es el atractivo más delicioso de una mujer. Aunque llevaba mucho tiempo en el libertinaje, era imposible estar más lozana, tanto a causa del buen temperamento que me había dado la naturaleza como por mi extrema prudencia respecto a los placeres que podían ajar mi lozanía o perjudicar mi temperamento. Me gustaban muy poco los hombres, y solo me había apegado a ellos una única vez. Casi lo único que tenía de libertina era la mente, pero de manera tan extraordinaria que, después de haberos descrito mis atractivos, es muy justo que os entretenga un poco con mis vicios. Me han gustado las mujeres, señores, no lo oculto. Sin llegar, no obstante, al extremo de mi querida compañera, Madame Champville, que os contará sin duda que se ha arruinado por ellas, pero siempre las he preferido a los hombres en mis placeres, y los que ellas me proporcionaban han ejercido siempre sobre mis sentidos un dominio más poderoso que las voluptuosidades masculinas. He tenido, además, el defecto de que me gustara robar: es increíble hasta qué punto he llevado esta manía. Totalmente convencida de que todos los bienes deben ser iguales sobre la Tierra y de que solo la fuerza y la violencia se oponen a esta igualdad, primera ley de la naturaleza, he intentado corregir la suerte y restablecer el equilibrio lo mejor que he podido. Y sin esta maldita manía tal vez seguiría con el bienhechor mortal del que voy a hablaros».

«¿Y has robado mucho en tu vida?», le preguntó Durcet. «Muchísimo, señor; si no hubiera gastado siempre lo que robaba, hoy sería muy rica». «Pero ¿le has añadido alguna circunstancia agravante?», prosiguió Durcet. «¿Ha habido fractura, abuso de confianza, engaño manifiesto?» «Ha habido todo lo que puede haber», dijo la Duclos; «he creído que no debía detenerme en estos temas para no alterar el orden de mi narración, pero, ya que veo que esto puede divertiros, no olvidaré en un futuro comentároslos. A este defecto siempre me han reprochado añadir otro, tener muy mal corazón; pero ¿es culpa mía? ¿Acaso no proceden de la naturaleza nuestros vicios o nuestras perfecciones, y puedo yo endulzar un corazón que ella ha hecho insensible? No recuerdo que en toda mi vida haya llorado por mis males y mucho menos por los ajenos. Amé a mi hermana y la perdí sin el menor dolor: habéis sido testigos de la flema con la que acabo de enterarme de su pérdida. Vería, a Dios gracias, perecer el universo sin derramar una sola lágrima». «Así hay que ser», dijo el duque; «la compasión es la virtud de los necios, y, pensándolo bien, se advierte que siempre es ella la que nos hace perder voluptuosidades. Pero con ese defecto, tú debes de haber cometido crímenes, pues la insensibilidad conduce allí directamente». «Monseñor», dijo la Duclos, «las reglas que habéis prescrito a nuestros relatos me impiden hablaros de muchísimas cosas; las habéis dejado para mis compañeras. Pero solo puedo deciros una cosa: y es que, por muy malvadas que se describan ante vuestros ojos, podéis estar perfectamente seguros de que yo jamás he valido más que ellas». «He aquí lo que se llama hacerse justicia», dijo el duque. «Vamos, sigue; tenemos que contentamos con lo que nos digas, ya que nosotros mismos te hemos limitado, pero recuerda que, en nuestros encuentros, no prescindiré de tus malos comportamientos».

«No os ocultaré nada, monseñor. Y ojalá, después de haberme oído, no os arrepintáis de haber concedido un poco de benevolencia a un ser tan malvado. Y prosigo. Pese a todos estos defectos y, por encima de todos, al de desconocer por entero el humillante sentimiento de la gratitud, que yo solo admitía como un peso injurioso para la humanidad y que degrada por completo el orgullo que hemos recibido de la naturaleza, con todos estos defectos, digo, mis compañeras me querían, y de todas ellas era la más buscada por los hombres. Así era mi situación, cuando un recaudador de impuestos llamado D’Aucourt vino a echar una cana al aire a casa de la Fournier. Como era uno de sus parroquianos habituales, aunque más con muchachas de fuera que con las de la casa, tenían grandes consideraciones con él, y Madame, que estaba empeñada en que nos conociéramos, me avisó con dos días de antelación de que le guardara lo que ya sabéis y que le gustaba más que a ninguno de los hombres que había visto; ahora lo veréis en detalle. D’Aucourt llega y, después de examinarme, riñe a Madame Fournier por no haberle ofrecido antes una criatura tan bonita. Yo le agradezco su honradez, y subimos. D’Aucourt era un hombre de unos cincuenta años, grueso, gordo, pero de un semblante agradable, dotado de ingenio y, lo que más me gustaba de él, de una dulzura y una honradez de carácter que me encantaron desde el primer momento. “Debes de tener el culo más hermoso del mundo”, me dijo D’Aucourt atrayéndome hacia él y metiendo bajo las faldas una mano que dirigió inmediatamente al trasero: “Soy un entendido en la materia, y las muchachas de tu porte tienen casi siempre un hermoso culo. ¡Bueno!, ¿no lo decía?”, prosiguió no bien lo hubo palpado un instante; “¡qué fresco, qué redondo!”. Y dándome la vuelta con presteza, mientras levantaba con una mano mis faldas hasta las caderas y palpaba con la otra, se dispuso a examinar el altar adonde se dirigían sus deseos. “¡Vaya!”, exclamó, “es realmente uno de los culos más bonitos que he visto en toda mi vida, y vaya si habré visto… Abrete… Veamos esta fresa… que la chupo…, que la devoro… Es realmente un culo precioso… ¡Eh!, dime, pequeña, ¿te han avisado?” “Sí, señor”. “¿Te han dicho que yo hacía cagar?” “Sí, señor”. “Pero ¿y tu salud?”, prosigue el financiero. “¡Oh, señor!, no hay problema”. “Es que yo llevo la cosa un poco lejos”, continuó, “y, si no estás completamente sana, correría cierto peligro”. “Señor”, le dije, “puede hacer absolutamente todo lo que quiera. Respondo de mí como de un niño recién nacido; puede actuar con toda seguridad”. Después de este preámbulo, D’Aucourt me ordenó inclinarme sobre él, manteniendo siempre mis nalgas abiertas, y pegando su boca a la mía sorbió mi saliva durante un cuarto de hora. Lo dejaba para soltar algún “¡joder!” y volvía de nuevo a succionar amorosamente. “Escupe, escupe en mi boca”, me decía de vez en cuando, “llénala de saliva”. Y entonces noté su lengua que giraba alrededor de mis encías, que se hundía cuanto podía y que parecía atraer hacia sí todo lo que encontraba. “Vamos”, dijo, “se me pone tiesa, manos a la obra”. Entonces volvió a mirar mis nalgas, ordenándome que diera vuelo a su polla. Saqué un pequeño instrumento de tres dedos de grosor, liso y de unas cinco pulgadas de largo, que estaba muy tieso y muy enfurecido. “Quítate las faldas”, me dijo D’Aucourt, “yo voy a quitarme los calzones; es preciso que ambos culos estén a sus anchas para la ceremonia que vamos a celebrar”. Después, tan pronto como le hube obedecido, continuó: “Súbete bien la camisa hasta debajo del corsé y muestra el trasero del todo… Echate de bruces en la cama”. Entonces se sentó en una silla y siguió acariciándome las nalgas, cuya visión parecía embriagarle. De pronto las separó, y noté como su lengua penetraba en lo más hondo para comprobar, decía, de una manera incontestable si era cierto que la gallina tenía ganas de poner: utilizo sus propias expresiones. Mientras tanto, yo no le tocaba: él mismo meneaba ligeramente el pequeño miembro seco que yo acababa de descubrir. “Vamos”, dijo, “hija mía, manos a la obra; la mierda está a punto, la he tocado, acuérdate de cagar poco a poco y de esperar siempre a que haya devorado un pedazo antes de empujar el siguiente. Mi operación es larga, pero no la precipites. Un golpecito en las nalgas te avisará de que empujes, pero que siempre sea poco a poco”. Habiéndose instalado entonces lo más cómodo posible respecto al objeto de su culto, pega su boca, y yo le suelto casi inmediatamente una cagarruta del tamaño de un pequeño huevo. Lo chupa, le da vueltas y más vueltas en la boca, lo mastica, lo saborea, y, al cabo de dos o tres minutos, veo claramente que lo traga. Empujo: idéntica ceremonia, y como mis ganas eran prodigiosas, diez veces consecutivas su boca se llena y se vacía sin que tenga jamás el aspecto de estar harto. “Ya está, señor”, le dije al final; “por más que empuje será inútil”. “Sí”, dijo, “mi pequeña, ¿ya no queda más? Vamos, entonces tengo que correrme, sí, tengo que correrme rebañando este hermoso culo. ¡Oh, me cago en Dios!, ¡cuánto placer me das! Jamás he comido una mierda más deliciosa, se lo pregonaré a todo el mundo. Dame, dame, ángel mío, dame este hermoso culo para que lo chupe, para que lo siga devorando”. Y hundiendo en él un pie de lengua, y masturbándose él mismo, el libertino esparce su leche por mis piernas, no sin una multitud de palabras soeces y de blasfemias, imprescindibles, por lo que me pareció, para completar su éxtasis. Cuando hubo terminado, se sentó, me dijo que me acercara y, contemplándome con interés, me preguntó si no estaba cansada de la vida de burdel y si no me gustaría encontrar a alguien que se decidiera a retirarme. Viéndole atrapado, me hice la difícil, y para evitaros unos pormenores que no tienen nada de interesante, después de una hora de discusión, me dejé persuadir, y decidimos que a partir del día siguiente iría a vivir a su casa a razón de veinte luises por mes y la alimentación; que, como era viudo, podría ocupar sin inconveniente alguno un entresuelo de su hotelito; que allí tendría una muchacha para servirme y la compañía de tres de sus amigos y de sus queridas, con los cuales se reunía para unas cenas libertinas cuatro veces por semana, a veces en casa de uno y a veces en casa de otro; que dijera que mi única preocupación sería comer mucho, y siempre lo que él me sirviera, porque, haciendo lo que él hacía, era esencial que me hiciera alimentar a su manera, comer mucho, digo, dormir mucho para que las digestiones fueran fáciles, purgarme regularmente todos los meses, y cagar dos veces al día en su boca; que esto no debía asustarme porque, hinchándome de comida como iba a hacer, más bien sentiría la necesidad de hacerlo tres veces que dos. El financiero, como primera prenda del acuerdo, me entregó un diamante muy hermoso, me abrazó, me dijo que me arreglara con la Fournier y que estuviera preparada a la mañana del día siguiente, momento en que él mismo vendría a buscarme. Mis adioses fueron breves; mi corazón no lamentaba nada, pues ignoraba el arte de encariñarse, pero mis placeres lamentaban a Eugénie, con la que mantenía desde hacía seis meses unas relaciones muy íntimas, y me fui. D’Aucourt me recibió a las mil maravillas y me instaló él mismo en el precioso apartamento que habría de ser mi vivienda, y no tardé en estar perfectamente instalada. Estaba condenada a hacer cuatro comidas, de las que se eliminaban una infinidad de cosas que, sin embargo, me habrían apetecido mucho, como el pescado, las ostras, las salazones, los huevos y todo tipo de productos lácteos; pero estaba tan bien compensada por otro lado que, a decir verdad, habría sido muy caprichoso por mi parte quejarme. La base de mi alimentación consistía en una inmensidad de pechugas de ave, y de caza desosada preparada de todo tipo de maneras, poca carne de carnicería, ningún tipo de grasa, muy poco pan y muy poca fruta. Tenía que comer este tipo de manjares incluso en el desayuno de la mañana y en la merienda de la tarde; a esas horas, me los servían sin pan, y D’Aucourt me rogó que poco a poco me fuera absteniendo por completo de él, hasta el punto que en los últimos momentos ya ni lo probaba, así como tampoco la sopa. El resultado de esta dieta, como él había ya previsto: dos deposiciones diarias, muy suaves, muy blandas y con el sabor más exquisito, que es lo que él pretendía, y que no podía darse con una nutrición normal; y había que creerle, porque era un experto. Nuestras operaciones se hacían cuando se levantaba y cuando se acostaba. Los detalles eran más o menos los mismos que os he contado: comenzaba siempre por chupar largo rato mi boca, que tenía que presentarle siempre en su estado natural y antes de lavarla; solo se me permitía enjuagarla después. Además no se corría en cada ocasión. Nuestro acuerdo no exigía ninguna fidelidad por su parte: D’Aucourt me tenía en su casa como el plato fuerte, como el asado de buey, pero no por ello dejaba de salir todas las mañanas a divertirse a otra parte. Dos días después de mi llegada, sus compañeros de orgía vinieron a cenar a casa, y como cada uno de los tres ofrecía en el gusto que analizamos un tipo de pasión diferente, aunque igual en el fondo, estaréis de acuerdo, señores, en que, debiendo constar en nuestra colección, insista un poco sobre las fantasías a las que se entregaron. Llegaron los invitados. El primero era un viejo consejero del Parlamento, de unos sesenta años, que se llamaba D’Erville; tenía por querida una mujer de cuarenta años, muy hermosa, y que no tenía más defecto que un cierto exceso de gordura; la llamaban Madame du Cange. El segundo era un militar retirado, de cuarenta y cinco a cincuenta años, que se llamaba Desprès; su querida era una mujer muy bonita de veintiséis años, con el cuerpo más hermoso que pueda imaginarse; se llamaba Marianne. El tercero era un viejo abate de sesenta años, que se llamaba Du Coudrais y cuya querida era un muchacho de dieciséis años, hermoso como el día y que presentaba como su sobrino. Se sirvió en los entresuelos de los que yo ocupaba una parte. La comida fue tan alegre como exquisita, y observé que la señorita y el muchacho estaban prácticamente a la misma dieta que yo. Los caracteres se mostraron durante la cena. Era imposible ser más libertino de lo que era D’Erville; sus ojos, sus frases, sus gestos, todo anunciaba el desenfreno, todo describía el libertinaje. Desprès parecía más tranquilo, pero no por ello la lujuria era menos el alma de su vida. El abate, por su parte, era el ateo más orgulloso que cabía ver: las blasfemias volaban sobre sus labios casi a cada palabra. En cuanto a las señoritas, imitaban a sus amantes, eran charlatanas y, en cualquier caso, bastante agradables. El muchacho, por su parte, me pareció tan tonto como guapo, y por más que la Du Cange, a la que se veía un poco prendada de él, le lanzara de vez en cuando tiernas miradas, él apenas tenía el aire de percibirlas. Todos los modales se perdieron en los postres y las conversaciones se volvieron tan marranas como los gestos. D’Erville felicitó a D’Aucourt por su nueva adquisición y le preguntó si yo tenía un culo hermoso, y si cagaba bien. “¡Pardiez!”, dijo mi financiero, “puedes averiguarlo cuando quieras; ya sabes que entre nosotros todos los bienes son comunes y que nos prestamos de tan buen grado las queridas como las bolsas”. “¡Ah, pardiez!”, dijo D’Erville, “acepto”. Y, cogiéndome inmediatamente de la mano, me propuso pasar a un gabinete. Como yo titubeara, la Du Cange me dijo descaradamente: “Vaya, vaya, señorita, aquí no gastamos cumplidos; mientras tanto, yo me ocuparé de su amante”. Y habiéndome hecho D’Aucourt, a quien consulté con la mirada, un signo de aprobación, seguí al viejo consejero. Él es, señores, quien os ofrecerá, al igual que los dos siguientes, los tres episodios del gusto que tratamos y que deben componer la mayor parte de mi narración de esta velada.

»Tan pronto como me hube encerrado con D’Erville, muy excitado por los vapores de Baco, me besó en la boca con los mayores arrebatos y me lanzó tres o cuatro eruptos de vino de Aï que estuvieron a punto de hacerme arrojar por la boca lo que me pareció inmediatamente que él tenía muchas ganas de ver salir por otra parte. Me alzó las faldas, examinó mi trasero con toda la lubricidad de un libertino consumado, después me dijo que no le sorprendía la elección de D’Aucourt, porque yo tenía uno de los culos más hermosos de París. Me rogó que empezara con unos cuantos pedos, y cuando hubo recibido una media docena volvió a besarme la boca, sobándome y abriéndome fuertemente las nalgas. “¿Te vienen ganas?”, me dijo. “Ya han venido”, le dije. “Pues bien, preciosa criatura”, me dijo, “caga en este plato”. Y, para ello, había traído uno de porcelana blanca, que sostuvo mientras yo empujaba y él examinaba escrupulosamente la salida del zurullo de mi trasero, espectáculo delicioso que lo embriagaba, decía, de placer. Cuando hube terminado, recogió el plato, respiró deliciosamente el voluptuoso manjar que contenía, manoseó, besó, olisqueó el zurullo, después, diciéndome que ya no podía más y que la lubricidad lo embriagaba a la vista de la ñorda más deliciosa que había visto en toda su vida, me rogó que le chupara la polla. Aunque esta operación no tuvo nada de agradable, el temor de enfadar a D’Aucourt enojando a su amigo me hizo aceptar. Se sentó en un sillón, con el plato apoyado en una mesa vecina sobre la cual se echó de bruces, con la nariz metida en la mierda; estiró las piernas, yo me coloqué en un asiento más bajo, cerca de él, y después de extraer de su bragueta una fofa sospecha de pene en lugar de un miembro real, me vi, pese a mi repugnancia, chupeteando la bonita reliquia, esperando que en mi boca adquiriría por lo menos un poco de consistencia: me equivocaba. Tan pronto como la hube recogido, el libertino empezó su operación; devoró más que comió el lindo huevecito fresquísimo que yo acababa de poner para él: no tardó más de tres minutos, durante los cuales sus extensiones, sus movimientos, sus contorsiones, me anunciaron una voluptuosidad de las más ardientes y de las más expresivas. Pero, por mucho que hizo, nada se levantó, y el miserable diminuto instrumento, después de haber llorado de despecho en mi boca, se retiró más avergonzado que nunca y dejó a su dueño en ese abatimiento, en ese abandono, en ese agotamiento que es la consecuencia funesta de las grandes voluptuosidades. Volvimos. “¡Ah, maldito sea Dios!”, dijo el consejero; “jamás he visto cagar así”.

»Cuando regresamos, solo estaban el abate y su sobrino, y acto seguido os contaré lo que hacían. Por mucho que los demás intercambiaran sus queridas, Du Coudrais, muy satisfecho, jamás tomaba otra y jamás cedía la suya. Le habría sido imposible, contaron, divertirse con una mujer; era la única diferencia que había entre D’Aucourt y él. En todo lo restante, efectuaba la misma ceremonia, y, cuando aparecimos, el muchacho estaba apoyado en una cama, ofreciendo el culo a su querido tío que, arrodillado ante él, recibía amorosamente en su boca y después engullía, todo ello masturbándose él mismo una minina muy pequeña que vimos colgar entre sus muslos. Pese a nuestra presencia, el cura se corrió perjurando que aquella criatura cada día cagaba mejor.

»Marianne y D’Aucourt, que se divertían juntos, no tardaron en reaparecer, seguidos de Desprès y de la Du Cange, quienes, por lo que dijeron, solo se habían magreado mientras me esperaban. “Porque”, dijo Desprès, “ella y yo somos viejos conocidos, y en cambio, tú, mi hermosa reina, a la que veo por vez primera, me inspiras el más ardiente deseo de solazarme inmediatamente contigo”. “Pero, señor”, le dije, “el señor consejero se lo ha llevado todo; ya no me queda nada por ofrecerle”. “Bien”, me dijo riendo, “no te pido nada, soy yo quien te ofrecerá todo; solo necesito tus dedos”. Con curiosidad por ver qué significaba ese enigma, le sigo y, tan pronto como nos encerramos, me pide besarme el culo solo un minuto. Se lo ofrezco y, después de dos o tres chupadas en el agujero, desabrocha sus calzones y me pide que le devuelva lo que acaba de prestarme. La actitud que había adoptado me inspiraba algunas sospechas; estaba a horcajadas en una silla, apoyándose en el respaldo y teniendo debajo de él una bandeja a punto de ser utilizada. Por lo que, viéndole dispuesto a realizar él mismo la operación, le pregunté qué necesidad había de que yo le besara el culo. “La mayor, corazón mío”, me contestó, “pues mi culo, el más caprichoso de todos los culos, solo caga cuando lo besan”. Obedecí, pero con cierta timidez, y él dándose cuenta, me dijo imperiosamente: “¡Más cerca, carajo!, más cerca, señorita, ¿le asusta un poco de mierda?”. Al fin, por condescendencia, llevé mis labios hasta las cercanías del agujero; pero tan pronto como los notó se desahoga, y la irrupción fue tan violenta que una de mis mejillas se encontró totalmente tiznada. Solo necesitó de un tirón para llenar el plato; en toda mi vida había visto yo una cagada semejante: colmaba por sí sola una profundísima ensaladera. Nuestro hombre se apodera de ella, se acuesta encima de ella en el borde de la cama, me presenta su culo completamente lleno de mierda y me ordena que le masturbe enérgicamente mientras que él devolverá inmediatamente a sus entrañas lo que acaba de vomitar. Por muy sucio que estuviera aquel trasero, tuve que obedecer. “Sin duda su querida lo hace”, me dije; “no puedo ser más remilgada que ella”. Hundo tres dedos en el orificio cenagoso que se presenta; nuestro hombre está en el séptimo cielo, se hunde en sus propios excrementos, chapotea en ellos, se nutre de ellos, una de sus manos sostiene la bandeja, la otra sacude una polla que se anuncia muy majestuosamente entre sus muslos. Mientras tanto yo reduplico mis cuidados, triunfan; descubro por el estrechamiento de su ano que los músculos erectores están a punto de arrojar la semilla; no me turbo, la bandeja se vacía y el buen hombre se corre. De vuelta al salón, descubro al inconstante D’Aucourt con la bella Marianne. El tunante se había pasado por la piedra a las dos. Ya solo le quedaba el paje, con el que creo que también se habría arreglado la mar de bien si el celoso cura hubiera accedido a cedérselo. Cuando nos reunimos todos, se habló de desnudarnos y de hacer en grupo unas cuantas extravagancias. El proyecto me encantó, porque me daba la ocasión de ver el cuerpo de Marianne, que tenía muchas ganas de examinar. Era delicioso, firme, blanco, esbelto, y su culo, que sobé dos o tres veces bromeando, me pareció una auténtica obra maestra. “¿De qué os sirve una muchacha tan bonita”, le dije a Desprès, “para el placer que creo que preferís?” “¡Ah!”, me dijo, “no conoces todos nuestros misterios”. No conseguí saber más y, aunque viví más de un año con ellos, ninguno de los dos quiso aclararme nada, y siempre he ignorado el resto de sus acuerdos secretos que, sean de la suerte que fueran, no impiden que el gusto que su amante satisfizo conmigo no sea una pasión completa y digna bajo todos los aspectos de ocupar un lugar en esta colección. En cualquier caso, solo podía ser algo episódico, y que ya ha sido o sin duda será a lo largo de nuestras veladas. Después de unos cuantos libertinajes bastante indecentes, algunos pedos, unas pocas cagarrutas restantes, muchas palabras y grandes impiedades por parte del cura, que parecía sentir en decirlas una de sus más perfectas voluptuosidades, nos vestimos y fuimos todos a acostarnos. A la mañana del día siguiente, acudí como de costumbre al despertar de D’Aucourt, sin que ninguno de los dos nos reprocháramos nuestras pequeñas infidelidades de la víspera. Me dijo que, después de mí, no conocía a muchacha alguna que cagara mejor que Marianne. Le hice unas cuantas preguntas sobre lo que ella hacía con un amante que se bastaba tan bien a sí mismo, pero me dijo que era un secreto que ni el uno ni el otro habían querido jamás revelar. Y recuperamos, mi amante y yo, nuestra rutina habitual. Yo no estaba tan arrestada en casa de D’Aucourt como para que a veces no se me permitiera salir. Decía que se fiaba plenamente de mi honestidad; yo debía ver el peligro a que le expondría estropeando mi salud, y me dejaba dueña de todo. Así que le atendí y obedecí en todo lo que se refería a esta salud por la que se tomaba egoístamente tanto interés, pero en todo lo demás me consideré autorizada a hacer más o menos todo lo que me granjeara dinero. Y en consecuencia, vivamente solicitada por la Fournier para ir a hacer sesiones a su casa, me entregué a todas aquellas en las que ella me aseguró un honesto beneficio. Ya no era una pupila suya: era una señorita mantenida por un recaudador de impuestos y que, para complacerla, accedía a pasar una hora en su casa… Podéis imaginaros cómo se pagaba esto. En una de estas infidelidades pasajeras fue cuando encontré al nuevo secuaz de mierda del que voy a hablaros».

«Un momento», dijo el obispo; «no he querido interrumpirte antes de que llegaras a una pausa, pero, ya que has llegado, acláranos, por favor, dos o tres objetos esenciales de esta última parte. Cuando celebrabais las orgías después de los encuentros a dos, el cura, que hasta entonces solo había acariciado a su puto, ¿le fue infiel y te manoseó, y los otros lo fueron a sus mujeres para acariciar al muchacho?» «Monseñor», dijo la Duclos, «el cura jamás abandonó a su muchacho; alienas nos miró a nosotras, aunque estuviéramos desnudas y a su lado. Pero se divirtió con los culos de D’Aucourt, de Desprès y de D’Erville; los besó, los lamió; D’Aucourt y D’Erville le cagaron en la boca, y él se tragó más de la mitad de cada una de las dos cagadas. Pero a las mujeres no las tocó. No ocurrió lo mismo con los otros tres amigos, respecto a su joven puto; le besaron y le lamieron el agujero del culo. Desprès se encerró con él para no sé qué operación». «Bien», dijo el obispo, «ya ves que no lo habías dicho todo, y que esto, que no contaste, representa una pasión más, ya que ofrece la imagen del gusto de un hombre que se hace cagar en la boca por otros hombres, aunque sean muy ancianos». «Es cierto, monseñor», dijo Duclos; «hacéis que me dé cuenta de que estaba equivocada, pero no me enfado, porque así se termina mi velada, que ya iba siendo demasiado larga. Una cierta campana que oiremos dentro de poco me habría convencido de que no tendría tiempo de terminar la velada con la historia que iba a empezar, y que, si os parece bien, la dejaremos para mañana».

En efecto, sonó la campana, y como nadie se había corrido en toda la velada y todas las pollas, sin embargo, estaban enhiestas, fueron a cenar prometiéndose desquitarse en las orgías. Pero el duque no consiguió llegar tan lejos y, después de ordenar a Sophie que le presentara las nalgas, hizo cagar a la hermosa muchacha y se tragó el zurullo de postre. Durcet, el obispo y Curval, todos ellos igualmente ocupados, exigieron la misma operación, el primero a Hyacinthe, el segundo a Céladon y el tercero a Adonis. Como este último no pudo satisfacerle, fue anotado en el siniestro libro de castigos, y Curval, blasfemando como un malvado, se vengó en el culo de Thérèse, que le soltó a bocajarro la mierda más completa que era posible ver. Las orgías fueron libertinas, y Durcet, renunciando a las cagadas de la juventud, dijo que aquella noche solo quería las de sus tres viejos amigos. Le contentaron, y el pequeño libertino se corrió como un semental devorando la mierda de Curval. La noche introdujo un poco de calma en tanta intemperancia y devolvió a nuestros libertinos los deseos y las fuerzas.

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