Sexta jornada

Le correspondía a monseñor presentarse a las masturbaciones; se presentó. Si las discípulas de la Duclos hubieran sido hombres, es más que probable que monseñor no hubiera resistido. Pero una pequeña hendidura en la parte inferior del vientre era un furioso agravio a sus ojos y, aunque las mismas Gracias le hubieran rodeado, habría bastado el ofrecimiento de esta maldita hendidura para calmarle. Así que resistió como un héroe; creo incluso que ni siquiera empalmó, y las operaciones continuaron. Era fácil ver que sentía el mayor de los deseos de descubrir a las ocho muchachas en culpa, a fin de procurarse al día siguiente, que era el funesto sábado de corrección, a fin de procurarse, digo, en aquel momento, el placer de castigarlas a las ocho. Ya tenían seis; la dulce y bella Zelmire fue la séptima, y, a decir verdad, ¿lo había merecido, o el placer de la corrección que se proponían con ella predominaba sobre la auténtica equidad? Dejamos el caso sobre la conciencia del honesto Durcet y nos limitamos a narrar. Una bellísima dama vino también a engrosar la lista de los delincuentes: era la tierna Adélaïde. Durcet, su esposo, decía que quería dar ejemplo perdonándole menos que a otra, y había sido a él mismo a quien ella acababa de faltar. La había llevado a un determinado lugar, donde los servicios que ella debía prestarle después de ciertas funciones no eran nada limpios. No todo el mundo es tan depravado como Curval y, aunque ella fuera su hija, no compartía en absoluto sus gustos. O bien ella se resistió, o bien se portó mal, o quizá no fue más que una rabieta por parte de Durcet: el caso es que fue apuntada en el libro de las penitencias, con gran regocijo de la asamblea. Resultando improductiva la visita a los muchachos, pasaron a los placeres secretos de la capilla, placeres tan picantes y tan singulares que llegaban a negar a los que pedían ser admitidos en ellos el permiso de contribuir a proporcionarlos. Aquella mañana solo se vio allí a Constance, dos folladores subalternos, y Michette. En la comida, Zéphire, de quien cada vez estaban más contentos tanto por los encantos que parecían embellecerle más día a día como por el libertinaje voluntario al que llegaba, Zéphire, digo, insultó a Constance quien, aunque no sirviera, aparecía siempre de todos modos en el almuerzo. La llamó fabricante de niños y le dio unos cuantos manotazos en el vientre para enseñarle, decía, a aovar con su amante, después besó al duque, lo acarició, le masturbó un momento la polla, y supo calentarlo tan bien que Blangis juró que no acabaría la tarde sin que le empapara de leche. Y el chiquillo le provocaba, dijo que le desafiaba a hacerlo. Como estaba de servicio en el café, salió a los postres y apareció desnudo para servir al duque. En el instante en que abandonó la mesa, este, muy animado, se estrenó con algunas travesuras; le chupó la boca y la polla, lo colocó en una silla ante él, con el trasero a la altura de la boca, y lo lamió durante un cuarto de hora de esta manera. Al final su polla se amotinó, levantó su cabeza altiva, y el duque vio que el homenaje exigía finalmente alabanzas. Sin embargo, todo estaba prohibido, a excepción de lo que había hecho la víspera. Así que el duque decidióse a imitar a sus colegas. Tumba a Zéphire sobre un canapé, le hunde su instrumento en los muslos, pero sucede lo que le había sucedido a Curval: el instrumento sobresale seis pulgadas. «Haz lo que yo hice», le decía Curval, «masturba a la criatura sobre tu polla, riega tu glande con su leche». Pero al duque le pareció más divertido enfilar dos a la vez. Ruega a su hermano que le encaje allí a Augustine; se la pegan, las nalgas contra los muslos de Zéphire, y el duque, follando por así decirlo a la vez a una muchacha y a un muchacho, para introducir todavía una mayor lubricidad, masturba la polla de Zéphire sobre las bonitas nalgas redondas y blancas de Augustine y las inunda con la tierna leche infantil que, como es fácil imaginar, excitada por una cosa tan linda, no tarda en manar copiosamente. Curval, que encontró el caso divertido y que veía el culo del duque entreabierto, y como suspirando por una polla como lo están todos los culos de los bujarrones en los momentos en que su polla empalma, acudió a devolverle lo que de él había recibido la antevíspera, y el querido duque recién comenzaba a sentir las voluptuosas sacudidas de esta intromisión cuando su leche, saliendo casi al mismo tiempo que la de Zéphire, fue a inundar de revés los bordes del templo cuyas columnas regaba Zéphire. Pero Curval no se corrió y, retirando del culo del duque su instrumento orgulloso y nervioso, amenazó al obispo, que se masturbaba de la misma manera entre los muslos de Giton, con hacerle experimentar la suerte que acababa de hacer sufrir al duque. El obispo le desafía, se entabla el combate; el obispo es enculado y perderá deliciosamente entre los muslos de la bonita criatura que acaricia una leche libertina tan voluptuosamente provocada. Mientras tanto Durcet, benévolo espectador, a quien solo le quedaban Hébé y la dueña, aunque casi borracho como una cuba, no perdía el tiempo y se entregaba silenciosamente a unas infamias que todavía estamos obligados a mantener bajo velo. Al fin llegó la calma, se durmieron, y llegando las seis de la tarde para despertar a nuestros actores, se dirigieron a los nuevos placeres que les preparaba la Duclos. Aquella noche, los grupos habían pasado de un sexo a otro: todas las muchachas de marineros y todos los muchachos de modistillas. El efecto fue encantador; nada inflama tanto la lubricidad como este pequeño trueque voluptuoso: gusta encontrar en un muchachito lo que le hace parecerse a una chiquilla, y la muchacha es mucho más interesante cuando adopta, para gustar, el sexo que se desearía que tuviera. Aquel día, cada cual tenía a su mujer en el canapé; se felicitaron recíprocamente por un orden tan religioso y, como todo el mundo estaba preparado para escuchar, la Duclos reanudó, como se verá, la continuación de sus lúbricas historias.

«Había en casa de Madame Guérin una ramera de unos treinta años, rubia, un poco llenita, pero singularmente blanca y lozana. La llamaban Aurore; tenía la boca encantadora, los dientes hermosos y la lengua voluptuosa, pero, quien lo diría, fuera defecto de educación o debilidad de estómago, aquella boca adorable tenía el vicio de dejar escapar en todo instante una cantidad prodigiosa de gases; y sobre todo cuando había comido mucho, pasaba a veces una hora entera sin dejar de soltar unos eructos que habrían hecho girar un molino. Es muy cierto que no hay un solo defecto que no encuentre un secuaz, y esta hermosa mujer, debido precisamente a él, tenía uno de los más ardorosos. Era un sabio y serio doctor de la Sorbona que, cansado de demostrar sin provecho alguno la existencia de Dios en las aulas, venía a veces al burdel para convencerse de la de la criatura. Avisaba previamente, y aquel día Aurore comía hasta reventar. Curiosa ante esta devota entrevista, vuelo al agujero, y reunidos mis amantes, después de algunas caricias preliminares, dirigidas todas ellas a la boca, veo que nuestro retórico deposita delicadamente a su querida compañera en una silla, se sienta enfrente y, abandonándole sus reliquias en el estado más deplorable en las manos, le dice: “Muévete, muévete, pequeña: tú conoces los medios de sacarme de este estado de languidez; utilízalos pronto, te lo ruego, pues tengo prisa en gozar”. Aurore, con una mano, recoge el fofo instrumento del doctor, con la otra le coge la cabeza, pega su boca a la de él, y ya la tenéis vomitándole en la mandíbula unos sesenta eructos, uno tras otro. Nada puede describir el éxtasis del servidor de Dios. Estaba en el séptimo cielo, respiraba, tragaba todo lo que le arrojaban, diríase que se hubiera sentido desolado de perder el más leve aliento, y, durante este tiempo, sus manos se extraviaban por el seno y bajo los refajos de mi compañera. Pero estos manoseos eran solo episódicos: el objeto único y capital era aquella boca que le colmaba de suspiros. Al fin su polla, hinchada por los cosquilleos voluptuosos que esta ceremonia le hacía sentir, descarga finalmente en la mano de mi compañera, y se marcha afirmando que jamás ha sentido tanto placer.

»Un hombre más extraordinario me exigió, cierto tiempo después, una particularidad que no merece ser pasada en silencio. Aquel día la Guérin me había hecho comer casi a la fuerza, tan copiosamente como días antes había visto engullir a mi compañera. Se había preocupado de que me sirvieran todo lo que ella sabía que más me gustaba, y después de contarme, al levantarnos de la mesa, todo lo que había que hacerle al viejo libertino con el que ella iba a unirme, me hizo tragar inmediatamente tres granos de emético en un vaso de agua caliente. Llega el viejo verde; era un habitual del burdel al que ya había visto muchas veces con nosotras, sin preocuparme demasiado de lo que venía a hacer. Me abraza, hunde una lengua sucia y repelente en mi boca, que acaba por completar con su hedor el efecto del vomitivo. Ve que mi estómago se altera, entra en éxtasis: “¡Valor, pequeña!”, exclamaba, “¡valor!, no desperdiciaré ni una gota”. Al corriente de lo que tenía que hacer, lo siento en un canapé, apoyo su cabeza sobre uno de los bordes. Él tenía los muslos abiertos; desabrocho su calzón, me apodero de un instrumento corto y fofo que no anuncia erección alguna, lo sacudo, abre la boca. Mientras lo masturbó, y soporto los manoseos de sus manos impúdicas que se pasean por mis nalgas, le arrojo a quemarropa en la boca toda la incompleta digestión de la comida que hacía vomitar el emético. Nuestro hombre está en el séptimo cielo, se extasía, traga, busca él mismo en mis labios la impura eyaculación que le embriaga, no pierde ni una gota y, cuando cree que la operación va a terminar, provoca su continuación con unos cosquilleos de su lengua; y su polla, aquella minina que apenas toco, por lo abrumada que me siento por mi crisis, esa polla que sin duda solo se calienta con tales infamias, se hincha, se yergue y deja llorando bajo mis dedos la prueba no sospechosa de las impresiones que esta porquería le procura».

«¡Ah!, me cago en Dios», dijo Curval, «esta sí que es una pasión deliciosa, pero todavía podría ser refinada». «¿Y cómo?», dice Durcet con una voz entrecortada por los suspiros de la lubricidad. «¿Cómo?», dice Curval, «¡ah!, me cago en Dios, con la elección de la mujer y de los manjares». «De la mujer… ¡Ah!, ya entiendo, tú querrías allí una Fanchon». «¡Ah!, sin duda». «¿Y los manjares?», prosiguió Durcet mientras Adélaïde lo masturbaba. «¿Los manjares?», replicó el presidente, «¡ah, carajo!, obligándole a devolverme lo que yo habría acabado de entregarle de la misma manera». «O sea», continuó el financiero cuya cabeza comenzaba a trastornarse por completo, «¿que le vomitarías en la boca, que ella tendría que tragarlo y después devolvértelo?» «Exactamente». Y precipitándose los dos a su gabinete, el presidente con Fanchon, Augustine y Zélamir, Durcet con la Desgranges, Rosette y Bande-au-ciel, se vieron obligados a esperar cerca de media hora para continuar los relatos de Duclos. Al fin reaparecieron. «Acabas de hacer porquerías», le dijo el duque a Curval, que fue el primero en regresar. «Algunas», dijo el presidente, «es la felicidad de mi vida, y, por lo que a mí se refiere, solo aprecio la voluptuosidad en lo que tiene de más sucio y más repulsivo». «Pero, por lo menos, ¿se ha derramado leche?» «Ni una gota», dijo el presidente, «¿acaso crees que me parezco a ti y que tengo, como tú, leche que perder a cada minuto? Dejo esas hazañas para ti y para los vigorosos campeones como Durcet», prosiguió al verle entrar, casi sin poder sostenerse de agotamiento. «Es cierto», dijo el financiero, «no he conseguido resistirme. Esta Desgranges es tan marrana tanto por lo que dice como por lo que hace, se presta con tanta facilidad a todo lo que uno quiere…» «Vamos, Duclos», dijo el duque, «prosigue, pues si no le quitamos de una vez la palabra, el pequeño indiscreto nos contará todo lo que ha hecho, sin pensar en lo horrible que resulta jactarse así de los favores recibidos de una mujer bonita». Y la Duclos, obediente, continuó así su historia:

«Ya que a estos señores les gustan tanto las extravagancias», dijo nuestra historiadora, «lamento que no hayan contenido por un instante su entusiasmo, porque me parece que su efecto habría sido más eficaz a partir de lo que todavía me resta por contaros esta noche. Lo que el señor presidente ha pretendido que faltaba para perfeccionar la pasión que acabo de contar se encontraba al pie de la letra en la siguiente. Lamento que no me haya dado tiempo a acabarla. El viejo presidente de Saclanges ofrece al pie de la letra las singularidades que el señor de Curval parecía desear. Habían elegido, para hacerle frente, a la decana de nuestro cabildo. Era una mujerona alta y robusta, de unos treinta y seis años, granujienta, borracha, blasfema, con modales de verdulera o de pescadera, aunque, por otra parte, bastante bonita. Llega el presidente; les sirven la cena; ambos se emborrachan hasta perder el sentido, ambos vomitan en la boca del otro, ambos engullen y se devuelven mutuamente lo que se prestan. Caen finalmente sobre los restos de la cena, sobre las porquerías con que acaban de regar el suelo. Entonces me mandan a mí, pues mi compañera ya no tenía conocimiento ni fuerzas. Era, sin embargo, el momento importante del libertino. Lo encuentro en el suelo, con la polla tiesa y dura como una barra de hierro; empuño el instrumento, el presidente balbucea y blasfema, me atrae hacia él, chupa mi boca y eyacula como un toro dando vueltas y vueltas y sin cesar de revolcarse sobre sus inmundicias.

»Aquella misma mujer nos ofreció poco después el espectáculo de una fantasía por lo menos tan sucia. Un grueso fraile, que le pagaba muy bien, se colocó a horcajadas sobre su vientre; los muslos de mi compañera estaban totalmente espatarrados, y atados a unos pesados muebles para que no pudieran moverse. En esta actitud, sirvieron varios manjares sobre el bajo vientre de la mujer, en crudo y sin ningún plato. El buen hombre agarra los pedazos con la mano, los hunde en el coño abierto de su Dulcinea, los revuelve una y otra vez y solo los come después de haberlos impregnado por completo de las sales que la vagina le proporciona».

«He aquí una manera de comer completamente nueva», dijo el obispo. «Y que no os gustaría nada, ¿verdad, monseñor?», dijo Duclos. «¡No, voto a Dios!», contestó el servidor de la Iglesia, «no me gusta tanto el coño como para eso». «¡Bien!», continuó nuestra historiadora, «escuchad, pues, la historia con la que voy a cerrar mis narraciones de esta noche. Estoy convencida de que os divertirá más».

«Llevaba ya ocho años en casa de Madame Guérin. Acababa de cumplir los diecisiete, y durante todo aquel tiempo no había pasado un solo día sin ver llegar regularmente todas las mañanas a un cierto recaudador de impuestos con el que tenían las mayores consideraciones. Era un hombre que tendría entonces unos sesenta años, gordo, pequeño y bastante parecido desde todos los puntos de vista al señor Durcet. Tenía su misma frescura y sus mismas carnes. Necesitaba cada día una muchacha nueva, y las de la casa solo le servían como último recurso o cuando la de fuera faltaba a la cita. El señor Dupont, así se llamaba nuestro financiero, era tan difícil en la elección de las muchachas como en sus gustos. No quería en absoluto que la muchacha fuera una puta, a menos que no hubiera más remedio, tal como acabo de contar: era preciso que fueran obreras, dependientas, sobre todo de tiendas de modas. La edad y el color estaban igualmente regulados: las quería rubias, entre los quince y los dieciocho años, ni más ni menos, y por encima de todas estas cualidades era preciso que tuvieran el culo torneado y de una limpieza tan excepcional que el mínimo grano en el agujero se convertía en un motivo de exclusión. Cuando eran vírgenes, les pagaba doble. Aquel día esperaban para él a una joven encajera de dieciséis años, cuyo culo pasaba por modélico; pero él no sabía que este era el regalo que querían hacerle, y como la joven mandó recado diciendo que no podía librarse aquella mañana de sus padres y que no la esperaran, la Guérin, que sabía que Dupont no me había visto nunca, me ordenó inmediatamente que me vistiera de burguesa, que tomase un coche de punto al final de la calle y que me presentara en la casa un cuarto de hora después de que Dupont hubiera entrado, interpretando bien mi papel y haciéndome pasar por una aprendiz de modas. Pero, por encima de todo, lo más importante que debía cumplir era llenarme inmediatamente el estómago de una media libra de anís, detrás de la cual me tragué un gran vaso de un licor balsámico que ella me dio y cuyo efecto debía ser el que oiréis inmediatamente. Todo salía perfectamente bien; disponíamos afortunadamente de unas cuantas horas, con lo cual nada falló. Llego con un aspecto totalmente ingenuo. Me presentan al financiero que comienza por mirarme atentamente, pero, como yo me comportaba con la más escrupulosa atención, no pudo descubrir nada en mí que desmintiera la historia que le vendían. “¿Es virgen?”, dijo Dupont. “No por ahí”, dijo la Guérin poniendo la mano sobre mi vientre, “pero por el otro lado yo respondo”. Y mentía impúdicamente. Daba igual, nuestro hombre se lo creyó, y esto era lo que hacía falta. “Arremánguela, arremánguela”, dijo Dupont. Y la Guérin levantó mis faldas por detrás, inclinándome un poco sobre ella, y así descubrió al libertino el templo entero de su homenaje. Lo examina, toca un instante mis nalgas, sus dos manos las abren y, satisfecho sin duda de su examen, dice que el culo está bien y que le contentará. Después me hace unas cuantas preguntas sobre mi edad, sobre el oficio que desempeño, y satisfecho de mi supuesta inocencia, y del aire de ingenuidad que adopto, me hace subir a su apartamento, pues poseía uno propio en casa de la Guérin, donde solo entraba él y no podía ser observado desde ningún lugar. Tan pronto como hubimos entrado, cierra con cuidado la puerta y, después de examinarme un instante más, me pregunta en un tono y un aire bastante brutal, actitud que mantuvo todo el tiempo, me pregunta, digo, si es cierto que jamás me han follado por el culo. Como estaba en mi papel ignorar una expresión semejante, me la hice repetir, explicándole que no le entendía, y cuando, con sus gestos, me hizo comprender lo que quería decir de una manera que no había más remedio que entenderle, le contesté con un aire de honor y de pudor que me sentiría muy molesta si alguna vez me hubiera prestado a semejantes infamias. Entonces me dice que me quite solamente las faldas, y tan pronto como le hube obedecido, dejando que mi blusa siguiera ocultando la parte delantera, la levantó por detrás cuanto pudo por debajo de mi corsé, y como al desnudarme se había caído mi pañoleta, y mi pecho quedó totalmente descubierto, se enfadó. “¡Que el diablo se lleve las tetas!”, exclamó. “¡Eh!, ¿quién os pide tetas? Es lo que más me irrita de todas esas criaturas: siempre la impúdica manía de enseñar las tetazas”. Y apresurándome a cubrirlas me acerqué a él como para pedirle excusas, pero al ver que le mostraba la parte delantera por la actitud que iba a adoptar, se enfureció de nuevo: “¡Eh!, quédate de una vez tal como te pongo, me cago en Dios”, dijo, cogiendo mis caderas y colocándome de modo que solo le presentara el culo, “quédate así, ¡diablos! Quiero tan poco tu coño como tus pechos: lo único que necesito es tu culo”. Y al mismo tiempo se levantó y me llevó al borde de la cama, sobre la que me instaló medio boca abajo, sentándose después en una silla muy baja entre mis piernas, de modo que su cabeza se hallara a la altura exacta de mi culo. Sigue examinándome un instante más y, descontento todavía del resultado, se levanta para colocarme un cojín bajo el vientre, cosa que aún hacía sobresalir más mi culo; se sienta de nuevo, me mira, y todo ello con sangre fría, con la flema del libertinaje consciente. Al cabo de un momento, se apodera de mis dos nalgas, las abre, acerca su boca abierta al agujero, sobre el cual la pega herméticamente, e inmediatamente, obedeciendo la orden que he recibido y la urgente necesidad que sentía, le suelto en el fondo de su gaznate el pedo más ruidoso que debe haber recibido en toda su vida. Se aparta furioso. “¿Cómo es posible, pequeña insolente?”, me dijo, “¿cómo te atreves a peerte en mi boca?” Y vuelve a colocarla inmediatamente. “Sí, señor”, le dije, soltando una segunda ventosidad, “así trato yo a los que me besan el culo”. “¡Bien!, ¡péate, péate pues, tunanta!, ya que no puedes aguantarte, pea cuanto quieras y puedas”. A partir de este momento ya no me contengo, nada puede expresar la necesidad de soltar ventosidades que me dio la droga que había tomado; y nuestro hombre, extasiado, los recibe a veces en la boca y otras en las narices. Al cabo de un cuarto de hora de semejante ejercicio, se echa finalmente en un canapé, me atrae hacia él, siempre con mis nalgas sobre su nariz, me ordena que le masturbe en esta posición, sin abandonar un ejercicio con el que siente tan divinos placeres. Suelto pedos, le masturbó, meneo una minina blanducha poco más larga y poco más gruesa que el dedo; a fuerza de sacudidas y de pedos, el instrumento acaba por ponerse tieso. El aumento del placer de nuestro hombre, el instante de su crisis, me es anunciado por un redoblamiento de iniquidad por su parte. Es su propia lengua la que provoca ahora mis pedos; ella es la que se clava en el fondo de mi ano, como para provocar las ventosidades, quiere que las lance sobre ella, disparata, para que se pierda la cabeza, y su pequeño y miserable instrumento acaba por regar tristemente mis dedos con siete u ocho gotas de una esperma clara y pardusca que le devuelven por fin a la razón. Pero, como en su caso la brutalidad servía tanto para fomentar el extravío como para reemplazarlo apresuradamente, apenas me dio tiempo de vestirme. Gruñía, refunfuñaba, en una palabra, me ofrecía la imagen odiosa del vicio cuando ha satisfecho su pasión y esta inconsecuente grosería que, tan pronto como el prestigio, ha caído, intenta vengarse mediante el menosprecio del culto usurpado por los sentidos».

«He aquí a un hombre que me gusta más que todos los anteriores», dijo el obispo… «¿Y sabes si a la mañana siguiente tuvo su pequeña novicia de dieciséis años?» «Sí, monseñor, la tuvo, y al otro una virgen de quince años, aún más bonita. Como pocos hombres pagaban tanto, pocos había tan bien servidos». Habiendo excitado esta pasión unas cabezas tan acostumbradas a los desórdenes de este tipo y recordándoles un gusto que celebraban unánimemente, no quisieron esperar más para llevarlo a la práctica. Cada uno cogió lo que pudo y pilló un poco de todas partes. Llegó la cena; la sazonaron con casi todas las infamias que acababan de escuchar; el duque emborrachó a Thérèse y la hizo vomitar en su boca; Durcet hizo peerse a todo el serrallo y recibió más de sesenta a lo largo de la velada. Curval, a quien se le ocurría todo tipo de extravagancias, dijo que quería celebrar sus orgías a solas y se encerró en el saloncito del fondo con Fanchon, Marie, la Desgranges y treinta botellas de vino de Champaña. Tuvieron que llevarse a los cuatro: los encontraron nadando en las olas de sus porquerías y al presidente dormido, con la boca pegada a la de la Desgranges, que seguía vomitando. Los otros tres, en unos géneros semejantes o diferentes, habían hecho por lo menos otro tanto; habían pasado igualmente sus orgías bebiendo, habían emborrachado a sus putos, les habían hecho vomitar, habían hecho peerse a las muchachas, habían hecho de todo y, de no ser por la Duclos que había conservado el juicio, había puesto todo en orden y los llevó a acostarse, es más que probable que la Aurora de los dedos de rosa, al entreabrir las puertas del palacio de Apolo, los hubiera encontrado sumidos en sus inmundicias, más parecidos a cerdos que a hombres. Necesitados únicamente de descanso, cada uno se acostó a solas y fue a buscar en el seno de Morfeo un poco de fuerzas para el día siguiente.

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