Los amigos se despreocuparon de prestarse una hora cada mañana a las lecciones de la Duclos. Fatigados de los placeres de la noche, temerosos, además, de que esta operación no les hiciera perder su leche tan de mañana, y pensando también que esta ceremonia les hastiaba demasiado pronto respecto a unas voluptuosidades y unos objetos que estaban interesados en mimar, decidieron que cada mañana uno de los folladores ocupara su lugar. Efectuaron las visitas. Solo faltaba una muchacha para que los ocho tuvieran que sufrir la corrección: era la hermosa e interesante Sophie, acostumbrada a respetar todos sus deberes. Por ridículos que pudieran parecerle, ella los respetaba, pero Durcet, que había prevenido a su guardiana Louison, supo hacerla caer tan bien en la trampa que fue declarada culpable y apuntada por consiguiente en el libro fatal. La dulce Aline, examinada igualmente de muy cerca, fue también estimada culpable, y, con ello, la lista de la noche quedó, pues, compuesta por las ocho muchachas, dos esposas y cuatro muchachos. Cumplimentadas estas tareas, solo pensaron en ocuparse de la boda que debía celebrar la fiesta proyectada para el final de la primera semana. Aquel día no se concedió ningún permiso de necesidades públicas en la capilla, monseñor se revistió de pontifical, y se dirigieron al altar. El duque, que representaba al padre de la muchacha, y Curval, que representaba al del muchacho, condujeron respectivamente a Michette y a Giton. Ambos iban extraordinariamente ataviados en traje de calle, pero en sentido contrario, o sea que el chiquillo iba de muchacha y la muchacha de muchacho. Desgraciadamente, nos vemos obligados, por el orden que nos hemos prescrito para las materias, a retrasar todavía por algún tiempo el placer que sentiría sin duda el lector en conocer los detalles de esta ceremonia religiosa; pero llegará sin duda un momento en que podamos desvelárselos. Pasaron al salón y, mientras esperaban la hora de la comida, nuestros cuatro libertinos, encerrados a solas con la encantadora parejita, les hicieron desnudarse y les obligaron a cometer juntos cuantas ceremonias matrimoniales les permitía su edad, a excepción, sin embargo, de la introducción del miembro viril en la vagina de la muchacha, cosa que habría podido hacerse ya que el muchacho empalmaba muy bien, y que no se permitió, a fin de que nada marchitara una flor destinada a otros usos. Pero, por el resto, les dejaron tocarse y acariciarse; la joven Michette manchó a su maridito, y Giton, con la ayuda de sus amos, masturbó muy bien a su mujercita. Ambos, sin embargo, empezaban a sentir con harta claridad la esclavitud en la que estaban para que la voluptuosidad, incluso la que su edad les permitía sentir, pudiera nacer en su pequeño corazón. Comieron; los dos esposos participaron del festín, pero, en el café, habiéndose excitado con ellos, los desnudaron, como estaban Zélamir, Cupidon, Rosette y Colombe, que servían el café aquel día. Y, como la jodienda entre muslos se había puesto de moda en aquel momento del día, Curval se apoderó del marido, el duque de la mujer, y les enmuslaron a los dos. El obispo, que desde que había tomado el café se ensañaba con el culo encantador de Zélamir, lo chupaba y lo hacía peer, no tardó en enfilarlo de la misma manera, mientras Durcet castigaba con sus pequeñas marranadas predilectas el culo encantador de Cupidon. Nuestros dos principales atletas no se corrieron y, apoderándose inmediatamente, el uno de Rosette y el otro de Colombe, las enfilaron por detrás y entre los muslos de la misma manera que acababan de hacer con Michette y Giton, ordenando a las encantadoras criaturas que masturbaran con sus bonitas manitas, y de acuerdo con las instrucciones recibidas, las monstruosas puntas de polla que sobresalían más allá de su vientre; y, mientras tanto, los libertinos manoseaban a su antojo los agujeros de los frescos y deliciosos culos de sus pequeñas propiedades. Nadie, sin embargo, derramó leche; se sabía que aquella noche había un trabajo delicioso y se refrenaron. A partir de aquel momento, se esfumaron los derechos de los jóvenes esposos, y su matrimonio, aunque efectuado con todas las de la ley, no fue más que un juego. Cada uno de ellos se reintegró a los grupos a que estaban destinados, y fueron a escuchar a la Duclos, que prosiguió así su historia:
«Un hombre, más o menos de los mismos gustos que el financiero que concluyó mis relatos de anoche, comenzará, si les parece bien, señores, los de hoy. Era un relator del Consejo de Estado de unos sesenta años y que unía a la singularidad de sus fantasías la de querer únicamente mujeres más viejas que él. La Guérin le ofreció una vieja celestina, amiga suya, cuyas nalgas arrugadas parecían un viejo pergamino útil para humedecer el tabaco. Este era, sin embargo, el objeto que debía servir a los homenajes de nuestro libertino. Se arrodilla delante de aquel culo decrépito, lo besa amorosamente; se le ventosea en la nariz, él se extasía, abre la boca, hace otro tanto, su lengua va a buscar con entusiasmo las blandas ventosidades que le sueltan. No puede resistir al delirio a que lo arrastra tal operación. Saca de su calzón un miembrecillo tan viejo, pálido y arrugado como la divinidad a la que ofrenda. “¡Ah!, ¡péate, péate, amiga mía!”, exclama masturbándose con todas sus fuerzas, “pea, mi corazón, solo de tus pedos espero yo el desencantamiento de este instrumento enmohecido”. La alcahueta insiste, y el libertino, ebrio de voluptuosidad, pierde entre las piernas de su diosa dos o tres desdichadas gotas de esperma a las que debía todo su éxtasis».
¡Oh terrible efecto del ejemplo! ¿Quién lo hubiera dicho? En el mismo instante, y como si se hubieran puesto de acuerdo, nuestros cuatro libertinos llaman a su lado a las dueñas de sus grupos. Se apoderan de sus viejos y feos culos, solicitan unos pedos, los obtienen, y están a punto de ser tan felices como el relator del Consejo, si el recuerdo de los placeres que les aguardan en las orgías no les contuviera. Pero los recuerdan, se paran ahí, despiden a sus Venus, y la Duclos continúa:
«Insistiré poco sobre la siguiente, señores», dijo la amable mujer; «ya sé que entre vosotros tiene pocos seguidores, pero, tomo me ordenasteis que lo dijera todo, obedezco. Un hombre muy joven y muy buen mozo tuvo la fantasía de lamerme el coño con mis reglas. Yo estaba acostada de espaldas, con los muslos abiertos; él, arrodillado delante de mí, me eh upaba levantando mis lomos con ambas manos para tener el coño más a su alcance. Tragó tanto la leche como la sangre, pues lo hizo con tanta destreza y era tan guapo que me corrí. Se masturbaba, estaba en el séptimo cielo, parecía que nada en el mundo pudiera ocasionarle tanto placer, y la eyaculación más cálida y más ardiente, hecha sin dejar de operar, no tardó en convencerme de que así era. Al día siguiente vio a Aurore, poco después a mi hermana, y en un mes nos pasó revista a todas, después de lo cual hizo sin duda lo mismo en todos los demás burdeles de París.
»Estaréis de acuerdo, señores, en que esta fantasía no es, sin embargo, más extraña que la de un hombre, antiguo amigo de la Guérin y al que ella había servido largo tiempo, de quien nos aseguró que toda su voluptuosidad consistía en comer embriones y abortos. Le avisaban cada vez que una pupila se encontraba en tal situación; acudía y engullía el embrión extasiándose de voluptuosidad».
«Yo conocí a ese hombre», dijo Curval, «su existencia y sus gustos son la cosa más cierta del mundo». «De acuerdo», dijo el obispo, «pero lo que es tan cierto como la existencia de vuestro hombre es que yo no lo imitaré». «¿Y por qué no?», dijo Curval. «Estoy convencido de que eso puede producir una eyaculación, y si Constance quiere dejarme, ya que se dice que está preñada, le prometo que le haré salir a su señor hijo antes de tiempo y que me lo comeré como una sardina». «¡Oh!, es harto sabido vuestro horror por las mujeres preñadas», contestó Constance, «sabemos que os librasteis de la madre de Adélaïde porque quedó embarazada por segunda vez y, si Julie quiere hacerme caso, que tenga cuidado». «Es muy cierto», dijo el presidente, «que no me gusta la paternidad, y que, cuando la bestia está preñada, me inspira una furiosa repugnancia, pero suponer que yo maté a mi mujer por tal motivo es algo que podría llevarte a engaño. Entérate, zorra, más que zorra, de que no necesito ningún motivo para matar a una mujer, y sobre todo a una vaca como tú a la que impediría hacer su becerro si me pertenecieras». Constance y Adélaïde se echaron a llorar, y esta circunstancia comenzó a desvelar el odio secreto que el presidente sentía por la encantadora esposa del duque, quien, muy lejos de defenderla en esta discusión, contestó a Curval que debía saber que le gustaba la paternidad tan poco como a él y que, si bien Constance estaba preñada, todavía no había parido. Aquí las lágrimas de Constance redoblaron; estaba en el canapé de Durcet, su padre, quien, por todo consuelo, le dijo que, si no se callaba inmediatamente, la echaría pese a su estado a puntapiés en el culo. La pobre desdichada ocultó en su corazón afligido las lágrimas, que le reprochaban y se limitó a decir; «¡Ay, Dios mío!, qué desgraciada soy, pero es mi suerte, tengo que cumplirla». Adélaïde, deshecha en lágrimas, y a la que el duque, en cuyo canapé estaba, fastidiaba con todas sus fuerzas para hacerla llorar aún más, consiguió secar igualmente su llanto, y concluida esta escena un poco trágica, aunque muy regocijante para el malvado espíritu de nuestros libertinos, Duclos prosiguió en estos términos:
«Había en casa de la Guérin una habitación construida con bastante gracia y que nunca servía más que para un solo hombre. Tenía un doble techo, y esta especie de entresuelo muy bajo, y en el que solo se podía estar acostado, servía para instalar al libertino de extraña calaña cuya pasión satisfice. Se encerraba con una muchacha en esta especie de trampa, y su cabeza quedaba situada de manera que encajara con un agujero que daba a la habitación superior. La muchacha, encerrada con el hombre en cuestión, no tenía otra misión que masturbarle, y yo, colocada encima, debía hacer lo mismo a otro hombre. El agujero, situado en un lugar muy oscuro, estaba abierto como por descuido, y yo, como por limpieza y para no estropear el suelo, tenía que dejar caer la leche, al hacer la paja a mi hombre, en el agujero y, por consiguiente, sobre la cara del otro que correspondía exactamente a esta abertura. Todo estaba construido con tanto arte que era imposible descubrirlo, y la operación funcionaba a las mil maravillas: en el momento en que el paciente recibía en sus narices la leche del que era masturbado encima, él añadía la suya, y todo concluía.
»La vieja de la que acabo de hablaros hace un momento reapareció, pero para ocuparse de otro campeón. Este, un hombre de unos cuarenta años, la hizo desnudarse y le lamió después todos los agujeros de su viejo cadáver; culo, coño, boca, narices, sobaco, orejas, nada fue olvidado, y a cada mamada el ruin tragaba todo lo que recogía. No se detuvo ahí, le hizo masticar unos pedazos de pastel que él tragó tan pronto como ella los hubo desmenuzado; le hizo conservar largo rato en la boca unos buches de vino con los que ella se lavó, hizo gárgaras y él engulló de igual manera; y durante todo ese tiempo su polla permanecía en una erección tan prodigiosa que la leche parecía a punto de escapar sin que fuera necesario provocarla. Al fin la sintió a punto de salir y, abalanzándose sobre su vieja, le hundió, por lo menos un pie, la lengua en el agujero del culo y se corrió como un condenado».
«¡Eh, me cago en Dios!», dijo Curval, «¿acaso hace falta una persona joven y bonita para que te corras? Una vez más, en todos los placeres lo más sucio es lo que atrae la leche: cuanto más sucio, más voluptuosamente fluye». «Son las sales», dijo Durcet, «que se desprenden del objeto que ayuda a nuestra voluptuosidad, y excitan nuestros espíritus animales y los ponen en marcha; ahora bien, ¿quién puede negar que todo lo que es viejo, sucio o hediondo contiene una mayor cantidad de estas sales y, por consiguiente, más medios para provocar y determinar nuestra eyaculación?» Siguieron discutiendo un momento, por una y otra parte, esta tesis, y, como había mucho que hacer después de cenar, hicieron servir la cena un poco antes, y en los postres las muchachas, todas ellas condenadas a penitencias, pasaron al salón donde debían ser estas ejecutadas junto con los cuatro muchachos y las dos esposas igualmente condenadas, lo que daba un total de catorce víctimas, a saber: las ocho muchachas conocidas, Adélaïde y Aline, y los cuatro muchachos, Narcisse, Cupidon, Zélamir y Giton. Nuestros amigos, ebrios ya de la fortísima voluptuosidad de su gusto que les esperaba, acabaron de calentarse con una prodigiosa cantidad de vinos y de licores, y se levantaron de la mesa, para pasar al salón donde los esperaban los pacientes, en tal estado de embriaguez, de furor y de lubricidad que seguramente nadie hubiera querido encontrarse en el lugar de aquellos desdichados delincuentes. Aquel día solo debían encontrarse en las orgías los culpables y las cuatro viejas para el servicio. Todos estaban desnudos, todos temblaban, todos lloraban, todos esperaban su suerte, cuando el presidente, sentándose en un sillón, preguntó el nombre y la falta de cada sujeto. Durcet, tan achispado como su colega, tomó el cuaderno y quiso leer, pero pareciéndole poco claros los objetos, y no pudiendo continuar, le sustituyó el obispo, y aunque tan borracho como su colega, pero aguantando mejor el vino, leyó en voz alta uno tras otro el nombre de cada culpable y su falta; e inmediatamente el presidente dictaba una penitencia proporcionada a las fuerzas y a la edad del delincuente, de todos modos siempre muy dura. Celebrada esta ceremonia, las ejecutaron. Nos desespera que el orden de nuestro plan nos impida describir aquí estas lúbricas correcciones, pero que nos perdonen nuestros lectores. Sienten como nosotros la imposibilidad en que nos hallamos de satisfacerlos por ahora; pueden estar seguros de que no perderán nada. La ceremonia fue muy larga: había 14 sujetos que debían ser castigados, y se entremezclaron episodios muy divertidos. Todo fue, sin duda, delicioso, ya que nuestros cuatro malvados se corrieron y se retiraron ellos mismos tan cansados, tan ebrios tanto de vinos como de placeres que, sin la ayuda de los cuatro folladores que vinieron a recogerlos, jamás hubieran podido llegar a sus apartamentos donde, pese a todo lo que acababan de hacer, les seguían esperando nuevas lubricidades. El duque, que tenía aquella noche a Adélaïde para acostarse, no la quiso. Había estado entre las castigadas, y había sido tan bien castigada por él que, habiéndose corrido del todo en su honor, no quiso saber nada de ella aquella noche, y, haciéndola acostar en el suelo sobre un colchón, dio su lugar a la Duclos, siempre mejor que nunca en el disfrute de sus favores.