Trigésima jornada

«No sé, señores», dijo la hermosa mujer, «si habéis oído hablar de la fantasía, tan singular como peligrosa, del conde de Lernos, pero cierta relación que tuve con él me ofreció la ocasión de conocer a fondo sus maniobras, y habiéndolas encontrado muy extraordinarias, he creído que debían contar entre las voluptuosidades que me habéis ordenado que os detallara. La pasión del conde de Lernos consiste en inclinar al mal al mayor número de jóvenes y mujeres casadas posible, e independientemente de los libros que utiliza para seducirlas, no hay tipo de medios que no invente para entregarlas a los hombres; o favorece sus inclinaciones uniéndolas al objeto de sus deseos, o les busca amantes si no los tienen. Tiene una casa a tal propósito, donde se reúnen todas las parejas que arregla; las junta, les asegura la tranquilidad y el reposo, y él se dispone a disfrutar, en un gabinete secreto, del placer de verlas actuar. Pero es increíble hasta qué punto multiplica estos desórdenes, y todo lo que es capaz de hacer para formar estos matrimonios provisionales: tiene acceso a casi todos los conventos de París, a las casas de una gran cantidad de mujeres casadas, y lo hace tan bien que no pasa un día sin que haya en su casa tres o cuatro citas. Nunca deja él de sorprender las voluptuosidades de estas sin que ellos lo sepan, pero una vez situado en el agujero de su observatorio, como siempre está solo, nadie sabe qué hace para correrse, ni de qué modo se corre: sabemos únicamente el hecho, y basta, y he creído que era digno de seros contado.

»Es posible que la fantasía del viejo presidente Desportes os divierta más. Advertida de la etiqueta que se observaba habitualmente en casa de ese libertino, llego hacia las diez de la mañana, y, completamente desnuda, acudo al sillón donde está gravemente sentado, le presento mis nalgas a besar, y de buenas a primeras le suelto un pedo en las narices. Mi presidente, irritado, se levanta, agarra un manojo de vergajos que tenía cerca de él, y echa a correr tras de mí, que no pienso sino en escapar. “¡Impertinente!”, me dice, sin dejar de perseguirme; “¡ya te enseñaré a venir a mi casa a hacer infamias de este tipo!” Él no para de perseguirme, y yo de escapar. Alcanzo finalmente un rincón, me agazapo en él como si fuera un refugio inexpugnable, pero no tarda en atraparme; al verse dueño de mí, las amenazas del presidente aumentan; agita los vergajos, amenaza con golpearme; yo me acurruco, me acuclillo, me hago tan chica como un ratoncillo: este aspecto de terror y de envilecimiento impulsa finalmente su leche, y el viejo verde la arroja sobre mi seno aullando de placer».

«¡Cómo!, ¿sin darte un solo vergajo?», dijo el duque. «Sin ni siquiera bajarlos sobre mí», contestó Duclos. «Se ve que era un hombre muy paciente», dijo Curval; «amigos míos, estaréis de acuerdo en que nosotros no lo somos tanto cuando tenemos en la mano el instrumento que menciona la Duclos». «Un poco de paciencia, señores», dijo Champville, «pronto os mostraré otros del mismo tipo, y que no serán tan pacientes como el presidente de quien nos habla ahora Madame Duclos». Y esta, viendo que el silencio que se guardaba le permitía reanudar su relato, lo hizo de la siguiente manera:

«Poco tiempo después de esa aventura, fui a casa del marqués de Saint-Giraud, cuya fantasía consistía en colocar a una mujer desnuda en un columpio, y hacerla subir a una gran altura. A cada balanceo, posabas ante sus narices; él te esperaba, y, en ese momento, había que soltarle un pedo, o recibir un manotazo en el culo. Le satisfice lo mejor que pude; recibí unos cuantos manotazos pero le solté muchos pedos. Y el libertino, después de acabar por correrse al cabo de una hora de esta aburrida y fatigosa ceremonia, detuvo el columpio, y me despidió.

»Unos tres años después de haberme convertido en dueña de la casa de la Fournier, vino a verme un hombre con una singular proposición: se trataba de encontrar unos libertinos que se divirtieran con su mujer y su hija, con la única condición de ocultarlo en un rincón para ver todo lo que les harían. Él me las entregaría, decía, y no solo el dinero que yo ganara con ellas sería para mí, sino que él añadiría dos luises más por cada sesión que les organizara. Había algo más: solo quería, para su mujer, hombres de un determinado gusto, y para su hija hombres de otro tipo de fantasía: para su mujer, necesitaba hombres que se le cagaran en las tetas, y para su hija, era preciso que, al levantarle las faldas, expusieran claramente su trasero ante el agujero desde el cual lo observaría, a fin de poderlo contemplar a sus anchas, y que después se le corrieran en la boca: para cualquier otra pasión, no entregaba su mercancía. Después de haberle hecho prometer que él respondía de cualquier consecuencia en el caso de que su mujer y su hija acabaran por quejarse de haber venido a mi casa, acepté todo lo que quiso, y le prometí que las personas que me traería serían tratadas tal como él quería. Al día siguiente, me trajo su mercancía: la esposa era una mujer de treinta y seis años, poco agraciada, pero alta y bien hecha, con un notable aspecto de dulzura y de modestia; la señorita tenía quince años, era rubia, un poco gorda, y con la más tierna y más agradable fisonomía del mundo. “A decir verdad, señor”, dijo la esposa, “nos obligáis a hacer unas cosas…” “Lo siento mucho”, dijo el libertino, “pero tiene que ser así; creedme, haced lo que queráis, pero yo no me echaré atrás. Y si os resistís en lo mínimo a las proposiciones y a los actos a los que vais a someteros, os llevo mañana mismo a vos, señora, y a vos, señorita, al fondo de una región de donde no volveréis en toda vuestra vida”. Entonces la esposa derramó unas cuantas lágrimas, y como el hombre al que la destinaba estaba esperando, le rogué que pasara al apartamento que le estaba destinado, mientras su hija permanecería totalmente segura en otra habitación con mis pupilas, hasta que le llegara el turno. En aquel momento cruel, hubo también algunos lloros, y vi claramente que era la primera vez que el brutal marido exigía semejante cosa de su mujer; y, desgraciadamente, el estreno era duro, pues, dejando a un lado el gusto barroco del personaje a quien la entregaba, era este un viejo libertino muy autoritario y muy brusco, y que no la trataría con excesiva corrección. “Vamos, basta de lágrimas”, le dijo el marido al entrar. “Pensad que os estoy observando y, que si no satisfacéis ampliamente al buen hombre a quien os entrego, entraré yo mismo para obligaros a hacerlo”. Ella entra, y el marido y yo pasamos a la habitación desde la cual se podía ver todo. No podéis imaginaros hasta qué punto se excitó la imaginación de aquel viejo malvado al contemplar a su desdichada esposa víctima de la brutalidad de un desconocido. Se deleitaba con cada cosa que se le exigía; la modestia y el candor de la pobre mujer, humillada bajo los atroces tratos del libertino que se divertía con ella, eran para él un delicioso espectáculo. Pero cuando la vio brutalmente arrojada al suelo, y el viejo mamarracho, a quien se la había entregado, cagársele en el pecho, y cuando vio los llantos y las repugnancias de su mujer ante la proposición y la ejecución de esta infamia, ya no se aguantó más, y la mano con que yo le masturbaba quedó inmediatamente cubierta de leche. Al fin, concluyó esta primera escena y, si bien le había dado placer, no fue nada comparado con lo que disfrutó de la segunda. No había sido sin grandes dificultades, y sobre todo sin grandes amenazas, que habíamos conseguido hacer entrar a la joven, testigo de las lágrimas de su madre e ignorante de lo que se le había hecho. La pobre pequeña ponía todo tipo de dificultades; al fin la decidimos. El hombre a quien la entregaba estaba perfectamente aleccionado sobre lo que tenía que hacer; era uno de mis parroquianos habituales al que yo gratificaba con este buen regalo, y que, por gratitud, consentía a todo lo que yo le exigía. “¡Oh!, ¡qué hermoso culo!”, exclamó el padre libertino, en cuanto el cliente de su hija nos lo mostró totalmente desnudo. “¡Oh, me cago en Dios, qué hermosas nalgas!” “¿Cómo?”, le dije, “¿así que es la primera vez que las veis?” “Sí, realmente”, me dijo, “he necesitado este recurso para disfrutar de este espectáculo; pero, si bien es la primera vez que veo este hermoso pandero, juro que no será la última”. Yo lo masturbaba con fuerza, él se extasiaba; pero cuando vio la indignidad que se exigía de la joven virgen, cuando vio las manos de un consumado libertino pasearse sobre aquel hermoso cuerpo que jamás había sufrido semejante manoseo, cuando vio que la hacía arrodillarse, que la obligaba a abrir la boca, que introducía una enorme polla y que se corría dentro, se dejó caer, blasfemando como un poseído, afirmando que en toda su vida había sentido tanto placer y dejando en mis dedos unas pruebas evidentes de este placer. Terminado todo, las pobres mujeres se retiraron llorando mucho, y el marido, harto entusiasmado por tal escena, encontró sin duda la manera de convencerlas a ofrecerle con frecuencia el mismo espectáculo, pues las recibí en mi casa durante más de seis años, hice pasar a las dos desdichadas criaturas, de acuerdo con la orden que recibía del marido, por todas las diferentes pasiones que acabo de relataros, a excepción de unas diez o doce, que no era posible que satisficieran porque no ocurrían en mi casa».

«¡Vaya rodeos para prostituir a una mujer y a una hija!», dijo Curval. «¡Como si esas zorras estuvieran hechas para otra cosa! ¿Acaso no han nacido para nuestros placeres, y, a partir de ese momento, no deben satisfacerlos como sea?» «Yo he tenido muchas mujeres», dijo el presidente, «tres o cuatro hijas, de las que solo me queda, a Dios gracias, Mademoiselle Adélaïde, a la que, por lo que creo, el señor duque se folla en este momento, pero si alguna de esas criaturas hubiera rechazado las prostituciones a las que las he sometido regularmente, que me condenen en vida, o me condenen, lo que es peor, a follar únicamente coños en toda mi vida, si no les hubiera saltado la tapa de los sesos». «Presidente, estáis empalmado», dijo el duque; «vuestras jodidas frases os descubren siempre». «¿Empalmar? No», dijo el presidente; «pero estoy a punto de hacer cagar a Mademoiselle Sophie, y confío en que su deliciosa mierda algo producirá…» «¡Oh!, a fe mía, más de lo que pensaba», dijo Curval después de haber engullido el zurullo; «¡mirad, por el Dios que me paso por los cojones, mi polla toma consistencia! ¿Quién de vosotros, señores, quiere pasar conmigo al tocador?» «Yo», dijo Durcet, arrastrando consigo a Aline, a la que llevaba una hora magreando. Y habiéndose hecho seguir nuestros dos libertinos por Augustine, Fanny, Colombe y Hébé, por Zélamir, Adonis, Hyacinthe y Cupidon, sumando a estos después a Julie y dos viejas, la Martaine y la Champville, Antinoüs y Hercule, reaparecieron al cabo de media hora, habiendo perdido cada uno de ellos su leche en los más dulces excesos de la crápula y del libertinaje. «Vamos», dijo Curval a Duclos, «ofrécenos tu desenlace, mi querida amiga. Y si consigue que empalme de nuevo, podrás vanagloriarte de un milagro, pues, a fe mía, hace más de un año que no había perdido tanta leche de golpe. La verdad es que…» «Bueno», dijo el obispo; «si la escuchamos, será peor que la pasión que debe contamos Duclos. Así pues, como no hay que ir de lo fuerte a lo débil, acepta que te hagamos callar y que atendamos a nuestra hermosa historiadora». Acto seguido la bella mujer terminó sus relatos con la pasión siguiente:

«Ya ha llegado la hora, señores», dijo, «de contaros la pasión del marqués de Mesanges, a quien yo, si recordáis, había vendido la hija del desdichado zapatero que agonizaba en la cárcel con su pobre mujer, mientras yo disfrutaba del legado que le había dejado su madre. Como es Lucile quien le satisfizo, pondré en su boca, si no os parece mal, el siguiente relato. “Llego a casa del marqués”, me dijo la encantadora criatura, “a eso de las diez de la mañana. Tan pronto como he entrado, se cierran todas las puertas. ‘¿Qué vienes a hacer aquí, malvada?’, me dijo el marqués enfadadísimo. ‘¿Quién te ha permitido venir a interrumpirme?’ Y como no me habías avisado de nada, no te será difícil imaginar hasta qué punto me asustó esta recepción. ‘¡Vamos, desnúdate!’, prosiguió el marqués. ‘Ahora que te tengo, zorra, ya no saldrás de mi casa… Vas a morir; ha llegado tu último instante’. Entonces, me deshice en lágrimas, me arrojé a los pies del marqués, pero no hubo manera de doblegarlo. Y, como no me daba suficiente prisa en desnudarme, él mismo desgarró mis ropas arrancándolas a la fuerza de mi cuerpo. Pero lo que acabó de asustarme fue ver cómo las arrojaba al fuego a medida que me las quitaba. ‘Todo esto es inútil’, decía arrojando pieza a pieza todo lo que quitaba a una gran chimenea. ‘Ya no necesitas vestido, mantilla, ni corpiño: lo único que necesitas es un ataúd’. En un momento quedé completamente desnuda. Entonces el marqués, que no me había visto jamás, contempló un instante mi trasero, lo manoseó blasfemando, lo entreabrió, lo volvió a cerrar, pero no lo besó. ‘Vamos, puta’, dijo, ‘¡ya está!, seguirás a tus ropas, y voy a amarrarte a esos morillos; ¡sí, joder!, ¡sí, me cago en Dios!, ¡quemarte viva, zorra, tener el placer de respirar el olor que desprenderá tu carne abrasada!’ Y, diciendo esto, cae extasiado en un sillón, y se corre lanzando su leche sobre mis ropas que siguen ardiendo. Llama, entran, un criado se me lleva, y descubro, en una habitación contigua, unas ropas para vestirme por completo, el doble de hermosas de las que él había consumido”.

»Eso es lo que me contó Lucile; queda ahora por saber si fue para eso o para algo peor que empleó la joven virgen que le vendí». «Para algo mucho peor», dijo la Desgranges, «y ha hecho muy bien en dar a conocer un poco al marqués, pues yo tendré ocasión de hablar de él a estos señores». «Ojalá pueda, señora», dijo Duclos a la Desgranges, «y ustedes, mis queridas compañeras», añadió dirigiendo la palabra a sus otras dos compañeras, «hacedlo con más sal, inteligencia y donaire que yo. Ha llegado su tumo, el mío ha terminado, y no me queda sino rogar a estos señores que quieran perdonarme el tedio que tal vez les he ocasionado con la monotonía casi inevitable de semejantes relatos, que, fundidos todos ellos en un mismo molde, solo pueden destacar por sí mismos».

Después de estas palabras, la bella Duclos saludó respetuosamente a la compañía, y bajó del estrado para acercarse al canapé de los señores, donde fue generalmente aplaudida y acariciada. Sirvieron la cena, a la que fue invitada, favor que todavía no había sido concedido a ninguna mujer. Ella fue tan amable en la conversación como divertida había sido en el relato de su historia, y, en recompensa por el placer que había procurado a la asamblea, fue nombrada directora general de los dos serrallos, con la promesa, dada aparte por los cuatro amigos, de que, pese a los extremos a que pudieran llegar con las mujeres en el curso del viaje, ella sería siempre respetada, y con toda seguridad devuelta a su casa en París, donde la sociedad la compensaría ampliamente del tiempo que le había hecho perder, y de los trabajos que se había tomado para procurarles placeres. Los tres, Curval, el duque y ella, se emborracharon de tal manera en la cena que casi quedaron incapacitados de poder pasar a las orgías. Dejaron que Durcet y el obispo las hicieran a su modo, y fueron a celebrarlas aparte, en el saloncito del fondo, con Champville, Antinoüs, Brise-cul, Thérèse y Louison, donde cabe asegurar que se cometieron y se dijeron tantas infamias como los otros dos amigos pudieran inventar por su parte. A las dos de la madrugada todo el mundo fue a acostarse, y así es como terminó el mes de noviembre y la primera parte de esta lúbrica e interesante narración, de la que no haremos aguardar la segunda al público, si vemos que acoge bien la primera.

Faltas que he cometido:

He revelado en exceso las historias de retrete al principio; solo hay que desarrollarlas después de los relatos que las mencionan.

Hablado en exceso de la sodomía activa y pasiva; velarlo, hasta que los relatos las mencionen.

Me he equivocado al pintar a Duclos sensible a la muerte de su hermana; esto no responde al resto de su carácter; cambiar eso.

Si he dicho que Aline era virgen al llegar al castillo, me he equivocado: no lo es, y no debe serlo; el obispo la ha desvirgado por todas partes.

Y, no habiendo podido releerme, esto debe estar lleno seguramente de otras faltas.

Cuando lo pase en limpio, que una de mis primeras preocupaciones sea la de tener siempre a mi lado un cuaderno de notas, donde convendrá que sitúe exactamente cada acontecimiento y cada retrato a medida que los escriba, pues, sin esto, me liaré terriblemente a causa de la multitud de personajes.

Partir, para la segunda parte, del principio de que Augustine y Zéphire duermen en la habitación del duque ya desde la primera parte, así como Adonis y Zelmire en la de Curval, Hyacinthe y Fanny en la de Durcet, Céladon y Sophie en la del obispo, aunque todo eso no haya sido todavía desvirgado.

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