Vigesimoctava jornada

Era un día de boda, y el turno de Cupidon y de Rosette para ser unidos por los lazos del himeneo, y, por una singularidad de nuevo fatal, ambos se hallaban en el caso de tener que ser castigados aquella noche. Como no encontraron a nadie en falta por la mañana, utilizaron toda esta parte del día en la ceremonia de la boda, y tan pronto como fue realizada, los reunieron en el salón para ver lo que hacían juntos. Como los misterios de Venus se celebraban con tanta frecuencia ante las miradas de aquellas criaturas, aunque ninguno los hubiera todavía practicado, poseían una teoría suficiente para hacerles ejecutar sobre esos temas más o menos lo que tenían que hacer. Así pues, Cupidon, a quien se le ponía muy tiesa, colocó su pequeña pilila entre los muslos de Rosette, que se dejaba hacer con todo el candor de la inocencia más absoluta; el muchacho se arreglaba tan bien que muy probablemente iba a triunfar, cuando el obispo, cogiéndole en sus brazos, se hizo meter a sí mismo lo que la criatura habría preferido, según creo, meter a su mujercita. Mientras perforaba el ancho culo del obispo, la contemplaba con unos ojos que demostraban su pesar, pero ella no tardó en estar ocupada, y el duque la folló entre los muslos. Curval se acercó para manosear lúbricamente el culo del pequeño follador del obispo, y como aquel bonito culito se hallaba, obedeciendo la orden, en el estado deseado, lo lamió y empalmó. Durcet, por su parte, hacía otro tanto a la chiquilla que el duque trabajaba por delante. Sin embargo, nadie se corrió, y se sentaron a la mesa; los dos jóvenes esposos, que habían sido admitidos a ella, sirvieron el café junto con Augustine y Zélamir. Y la voluptuosa Augustine, extremadamente confusa por no haber ganado la víspera el premio de la belleza, como enfurruñada, había dejado reinar en su peinado un desorden que la hacía mil veces más interesante. Curval se emocionó, y, examinándole las nalgas, dijo: «No concibo cómo esta bribonzuela no ganó la palma ayer, ¡pues que el diablo se me lleve si existe en el mundo un culo más hermoso que este!». Al mismo tiempo, lo entreabrió, y preguntó a Augustine si estaba dispuesta a satisfacerlo. «¡Oh!, sí», dijo ella, «y del todo, porque ya no puedo aguantar más». Curval la acuesta en un sofá, y, arrodillándose ante el hermoso trasero, en un instante le ha devorado la cagada. «¡Me cago en Dios!», dijo volviéndose hacia sus amigos y mostrándoles la polla pegada al vientre, «me hallo en un estado en el que haría cosas terribles». «¿Cuáles?», le dijo el duque, a quien le gustaba hacerle decir horrores cuando se encontraba en aquel estado. «¿Cuáles?», contestó Curval: «cualquier infamia que quieran proponerme, aunque tuviera que descuartizar la naturaleza y dislocar el universo». «Ven, ven», dijo Durcet que lo veía lanzar unas miradas furibundas sobre Augustine, «ven, vamos a escuchar a Duclos, ya es hora; pues estoy convencido de que si ahora te soltaran las riendas del cuello, hay una pobre pollita que pasaría un mal cuarto de hora». «¡Oh!, sí», dijo Curval, encendido, malísimo: «es algo que puedo afirmar con toda certeza». «Curval», dijo el duque, que empalmaba no menos furiosamente después de haber hecho cagar a Rosette, «que se nos deje ahora el serrallo, y dentro de dos horas habremos dado buena cuenta de él». El obispo y Durcet, más tranquilos por el momento, los cogieron a cada uno por el brazo, y fue en aquel estado, es decir, los calzones bajados y la polla al aire, como estos libertinos se presentaron ante la asamblea ya reunida en el salón de historias, y dispuesta a escuchar los nuevos relatos de Duclos que, habiendo previsto, por el estado de aquellos dos señores, que no tardaría en ser interrumpida, comenzó sin embargo en estos términos:

«Un señor de la corte, hombre de unos treinta y cinco años, acababa de hacerme pedir», dijo Duclos, «una de las muchachas más bonitas que había encontrado en mi vida. No me había advertido en absoluto de su manía, y, para satisfacerle, le entregué una joven modistilla que jamás había celebrado sesiones, y que era sin lugar a dudas una de las criaturas más bellas que él jamás había visto. Los reúno, y, con curiosidad por observar lo que va a ocurrir, corro a instalarme en mi agujero. “¿Dónde diablos ha ido Madame Duclos”, comenzó por decir, “a buscar una mala puta como tú? ¡Al fango sin duda!… Estabas intentando atrapar a unos soldados de la guardia cuando han ido a buscarte”. Y la joven, avergonzada, y que no estaba al corriente de nada, no sabía qué actitud adoptar. “¡Vamos!, desnúdate…”, prosiguió el cortesano. “¡Qué torpe eres!… En toda mi vida he visto una puta más fea y más estúpida… ¡Bueno! ¿Qué, acabaremos hoy?… ¡Ah!, ¿así que esto es el cuerpo que tanto me alabaron? Vaya tetas… ¡Parecen las ubres de una vaca vieja!” Y las manoseaba brutalmente. “¡Y este vientre!, ¡qué arrugado está!… ¿Has tenido ya veinte niños?” “Ni uno, señor, se lo aseguro”. “Claro, ni uno: es lo que dicen todas las zorras; si uno se las cree, siguen siendo vírgenes… ¡Vamos, date la vuelta! Qué culo tan infame…, con esas nalgas fofas y repugnantes… ¡Seguro que te han dejado el trasero así a fuerza de puntapiés en el culo!” Y, por favor, tened en cuenta, señores, que se trataba del trasero más hermoso que yo había visto jamás. Mientras tanto, la joven empezaba a inquietarse; yo casi percibía las palpitaciones de su corazoncito, y veía cómo sus bellos ojos se cubrían con una nube. Y cuanto más parecía turbarse, más la mortificaba el maldito bribón. Me resultaría imposible repetiros todas las impertinencias que le dirigió; nadie se atrevería a decírselas tan escocedoras a la más vil y la más infame de las criaturas. Al fin el corazón saltó y salieron las lágrimas: era para aquel instante para el que el libertino, que se masturbaba con todas sus fuerzas, había reservado el ramillete de sus letanías. Es imposible contaros todos los horrores que le dirigió sobre su piel, su cintura, sus facciones, sobre el infecto hedor que según él desprendía, sobre su comportamiento, sobre su inteligencia: en una palabra, lo buscó todo, lo inventó todo para desesperar su orgullo, y se le corrió encima, vomitando unas atrocidades que un gañán no se atrevería a pronunciar. Esta escena provocó algo muy gracioso; le sirvió de sermón a la joven; juró que en toda su vida volvería a exponerse a una aventura semejante, y, ocho días después, supe que estaba en un convento para el resto de sus días. Se lo conté al joven, a quien le divirtió sobremanera, y me preguntó después si podía hacer alguna nueva conversión.

»Había otro», prosiguió Duclos, «que me ordenaba que le buscara unas muchachas extremadamente sensibles, y que estuvieran a la espera de una noticia cuyo mal sesgo pudiera ocasionarles una enorme pena y conmoción. Siempre me costaba mucho encontrarlas, porque era difícil convencerlo. Nuestro hombre era un especialista, con el tiempo que llevaba practicando el mismo juego, y le bastaba una mirada para ver si el golpe que asestaba daba en el blanco. Así que yo no le engañaba, y le proporcionaba siempre unas muchachas en el estado de ánimo justo que él deseaba. Un día, le enseñé una que esperaba de Dijon las noticias de un joven al que idolatraba y que se llamaba Valcourt. Los reúno. “¿De dónde es usted, señorita?”, le pregunta amablemente nuestro libertino. “De Dijon, señor”. “¿De Dijon? ¡Ah!, pardiez, acabo de recibir de allí una carta en la que me cuentan una noticia que me entristece mucho”. “¿Y de qué se trata?”, pregunta con interés la joven; “como conozco a toda la ciudad, es posible que esta noticia pueda interesarme”. “¡Oh!, no”, prosigue nuestro hombre, “solo me interesa a mí; es la noticia de la muerte de un joven por el que estaba muy interesado. Acababa de casarse con una muchacha que mi hermano, que es de Dijon, le había buscado, una muchacha de la que estaba muy enamorado, y al día siguiente de la boda murió de repente”. “¿Su nombre, señor, por favor?” “Se llamaba Valcourt; era de París, de la calle tal, casa tal… ¡Oh!, seguro que usted no lo conoce”. Y en ese preciso instante la joven cae de espaldas y se desmaya. “¡Ah!, joder”, dice entonces extasiado nuestro libertino, desabrochándose los calzones y masturbándose encima de ella, “¡ah, me cago en Dios!, ¡así la quería! ¡Vamos, las nalgas, las nalgas!, solo necesito las nalgas para correrme”. Y, dándole la vuelta y arremangándola, pese a lo inmóvil que está, le suelta siete u ocho chorros de leche en el trasero, y se va, sin preocuparse de las consecuencias de lo que ha hecho, ni de lo que será de la desdichada».

«¿Y murió ella?», preguntó Curval, al que estaban follando. «No», dijo Duclos, «pero atrapó una enfermedad que le duró más de seis semanas». «¡Oh!, no está mal», dijo el duque. «Pero a mí me habría gustado», prosiguió el malvado, «que vuestro hombre hubiera elegido la época de la menstruación para contarle eso». «Sí», dijo Curval; «decid la verdad, señor duque: estáis empalmando, lo veo desde aquí, y lo que os gustaría de veras es que hubiera muerto al acto». «¡Pues sí, magnífico!», dijo el duque. «Ya que así lo queréis, lo acepto; yo no soy muy escrupuloso en cuanto a la muerte de una muchacha». «Durcet», dijo el obispo, «si no envías a correrse a estos dos pillos, esta noche tendremos jaleo». «¡Ah!, pardiez», dijo Curval al obispo, «¡cómo cuidáis a vuestra grey! ¿Qué importada dos o tres de más o de menos? Vamos, señor duque, vámonos al saloncito, y vayamos juntos, y acompañados, pues ya veo que esos señores no quieren que esta noche se les escandalice». Dicho y hecho: nuestros dos libertinos se hacen acompañar de Zelmire, Augustine, Sophie, Colombe, Cupidon, Narcisse, Zélamir y Adonis, escoltados por Brise-cul, Bande-au-ciel, Thérèse, Fanchon, Constance y Julie. Al cabo de un instante, se oyeron dos o tres gritos de mujeres, y los aullidos de nuestros dos malvados que se corrían a la vez. Augustine regresó con un pañuelo en la nariz, que le sangraba, y Adélaïde con un pañuelo sobre el pecho. Julie, por su parte, siempre harto libertina y harto astuta para salir del paso sin peligro, se reía como una loca, y decía que sin ella jamás se habrían corrido. Regresó el grupo; Zélamir y Adonis seguían con las nalgas embadurnadas de leche; y habiendo comprobado sus amigos que se habían comportado con toda la decencia y el pudor posibles, a fin de que no se les pudiera hacer ningún reproche, y ahora que, perfectamente tranquilos, ya estaban en disposición de escuchar, ordenaron a Duclos que continuara y ella lo hizo en estos términos: «Lamento», dijo la bella mujer, «que Monsieur de Curval se haya apresurado tanto en satisfacer sus necesidades, pues tenía para contarle dos historias de mujeres embarazadas que tal vez le hubieran producido algún placer. Conozco su predilección por este tipo de mujeres, y estoy segura de que si siguiera teniendo alguna veleidad, los dos cuentos le divertirían». «Cuenta, sigue contando», dijo Curval; «¿acaso no sabes que la leche jamás ha influido sobre mis sentimientos, y que el instante en que estoy más enamorado del mal es siempre aquel en que acabo de cometerlo?»

«Pues bien», dijo Duclos, «conocí a un hombre cuya manía consistía en ver parir a una mujer. Se masturbaba viéndola en sus dolores, y se corría sobre la cabeza de la criatura en cuanto asomaba.

»Otro colocaba a una mujer preñada de siete meses sobre un pedestal aislado, a más de quince pies de altura. Se la obligaba a mantenerse de pie y sin perder la cabeza, pues si desgraciadamente hubiera sentido vértigos, ella y su fruto se habrían aplastado para siempre. El libertino del que os hablo, muy poco conmovido por la situación de aquella infeliz, a la que pagaba para esto, la retenía allí hasta que se había corrido, y se masturbaba delante de ella gritando: “¡Ah, qué hermosa estatua, qué bello adorno, la hermosa emperatriz!”».

«Tú habrías sacudido la columna, ¿no es cierto, Curval?», dijo el duque. «¡Oh!, en absoluto, os equivocáis; demasiado sé el respeto que se debe a la naturaleza y a sus obras. ¿Acaso la más interesante de todas no es la propagación de nuestra especie? ¿No es una especie de milagro que debemos adorar incesantemente, y que debe provocarnos hacia aquellas que lo realizan el más tierno interés? Por lo que a mí respecta, jamás veo una mujer preñada sin sentirme enternecido: ¡imaginaros lo que es una mujer que, como un horno, hace germinar un poco de moco en el fondo de su vagina! ¿Existe algo tan hermoso, tan tierno como eso? Constance, ven aquí, por favor, ven para que bese en ti el altar donde se opera ahora un misterio tan profundo». Y como ella estaba justamente en su camarín, no tuvo él necesidad de ir a buscar muy lejos el templo que quería dañar. Pero hay motivos para creer que no fue en absoluto como entendía Constance, que sin embargo solo se fiaba a medias, pues se le oyó lanzar inmediatamente un grito que no parecía en nada consecuencia de un culto o de un homenaje. Y Duclos, viendo que el silencio se había instaurado, terminó sus relatos con el cuento siguiente:

«Conocí a un hombre», dijo la hermosa mujer, «cuya pasión consistía en oír los gritos de las criaturas. Necesitaba una madre que tuviera una criatura de un máximo de tres o cuatro años; exigía que esta madre golpeara rudamente a la criatura delante de él, y cuando la criaturita, irritada por aquel trato, comenzaba a lanzar grandes gritos, la madre tenía que agarrar la polla del viejo verde y masturbarla fuertemente frente a la criatura, en cuyas narices se corría, tan pronto como la veía hecha un mar de lágrimas».

«Apuesto», dijo el obispo a Curval, «a que a ese hombre le gustaba la procreación tanto como a ti». «Eso me parece», dijo Curval. «Debía de ser además, de acuerdo con el principio de una dama de la que se dice que era muy inteligente, debía de ser, digo, un gran malvado; pues cualquier hombre, en su opinión, que no ame los animales, ni a las criaturas, ni a las mujeres preñadas, es un monstruo digno del patíbulo». «Pues yo entablo un proceso al tribunal de esta vieja comadre», dijo Curval, «ya que está claro que no me gustan ninguna de las tres cosas». Y, como era tarde y la interrupción había ocupado una gran parte de la velada, se sentaron a la mesa. En la cena se debatieron los temas siguientes, a saber: de qué le servía la sensibilidad al hombre, y si era útil o no su felicidad. Curval demostró que solo era peligrosa, y que era el primer sentimiento que había que limar en las criaturas, habituándolas desde el principio a los espectáculos más feroces. Y como cada cual había tratado de manera diferente el tema, se quedaron con la opinión de Curval. Después de la cena, el duque y él dijeron que había que mandar a la cama a las mujeres y a los muchachitos y celebrar las orgías solo entre hombres. Todo el mundo accedió a este proyecto, se encerraron con los cuatro folladores, y pasaron casi toda la noche haciéndose follar y bebiendo licores. Se acostaron a las dos, al despuntar el día, y la mañana siguiente trajo los acontecimientos y los relatos que el lector encontrará, si se toma la molestia de leer lo que sigue.

Share on Twitter Share on Facebook