Vigesimoséptima jornada

Ya por la mañana comenzaron las delaciones autorizadas de víspera, y las sultanas, viendo que solo faltaba Rosette para que las ocho estuvieran castigadas, no desperdiciaron la ocasión de acusarla. Aseguraron que había pasado la noche echándose pedos, y como era una rabieta de las muchachas, tuvo a todo el serrallo contra ella, y fue apuntada inmediatamente. Todo el resto transcurrió a las mil maravillas, y a excepción de Sophie y Zelmire, que balbucearon un poco, los amigos fueron decididamente recibidos con el nuevo cumplido: «¡Me cago en Dios! ¿Queréis mi culo? Lleva mierda». Y, a decir verdad, la había por todas partes, pues, por miedo a la tentación del lavado, las viejas habían eliminado todas las palanganas, todas las toallas y toda el agua. La dieta de carne sin pan comenzaba a calentar todas aquellas boquitas que no se lavaban, y aquel día se descubrió que ya había una gran diferencia en los alientos. «¡Ah, diablos», dijo Curval besuqueando a Augustine, «ahora, por lo menos, se nota algo! ¡Al besar esto, se te pone tiesa!» Todo el mundo convino unánimemente en que así era infinitamente mejor. Como no ocurrió nada nuevo hasta el café, trasladaremos inmediatamente a él al lector. Era servido por Sophie, Zelmire, Giton y Narcisse. El duque dijo que estaba absolutamente convencido de que Sophie tenía que correrse, y que había que intentar absolutamente la experiencia. Dijo a Durcet que mirara y, acostándola en un canapé, la masturbó a la vez en los bordes de la vagina, en el clítoris, y en el agujero del culo, primero con los dedos, y después con la lengua. La naturaleza triunfó: al cabo de un cuarto de hora, la hermosa muchacha se turbó, enrojeció, suspiró; Durcet hizo observar todas estas reacciones a Curval y al obispo, que no podía creer que ya se corría, y el duque tuvo más motivos que todos ellos para convencerse, ya que el coñito se empapó por entero, y la bribonzuela le mojó todos los labios de flujo. El duque no pudo resistir la lubricidad de la experiencia; se levantó e, inclinándose sobre la muchacha, se le corrió en el coño entreabierto, metiendo en él con los dedos, hasta donde pudo, su esperma en el interior del coño. Curval, con la cabeza excitada por el espectáculo, la agarró y le pidió algo más que leche; ella ofreció su bonito culito, el presidente pegó a él la boca, y el lector inteligente adivina con facilidad lo que recibió. Durante aquel tiempo, Zelmire divertía al obispo: ella le chupaba y él le masturbaba el ano. Y todo eso mientras Curval se hacía masturbar por Narcisse, cuyo trasero besaba ardientemente. Sin embargo, solo se corrió el duque: Duclos había anunciado para aquella noche unos relatos más bonitos que los anteriores, y quisieron reservarse para escucharlos. Llegada la hora, se acomodaron, y he aquí cómo se expresó la interesante mujer:

«Un hombre del que jamás supe, señores», dijo, «ni sus relaciones ni sus medios de vida, y que, por consiguiente, solo podría describiros de manera muy imperfecta, me pidió mediante un billete que fuera a su casa, Rue Planche-du-Rempart, a las nueve de la noche. Me advertía en su billete que no sintiera ninguna suspicacia, y que, aunque no me dijera su nombre, no tendría motivo alguno de queja. Dos luises acompañaban la carta, y pese a mi prudencia habitual, que ciertamente habría debido oponerse a este paso teniendo en cuenta que yo no conocía al que me lo hacía dar, me arriesgué, fiándome por completo de no sé qué presentimiento que parecía advertirme en voz baja de que no tenía nada que temer. Llego, y un criado me dice que me desnude por completo y que solo así puedo entrar en el apartamento de su amo, obedezco la orden y, tan pronto como me ve en el estado deseado, me toma de la mano, y después de hacerme cruzar dos o tres aposentos, llama por fin a una puerta. Se abre, entro, el criado se retira, y la puerta se cierra, pero entre un horno y el lugar donde me metieron, respecto a la luz, no había la menor diferencia, y ni la luz ni el aire entraban en absoluto en aquella habitación por ningún lado. Apenas he entrado cuando se me acerca un hombre desnudo y me coge sin pronunciar una sola palabra; yo no pierdo la cabeza, persuadida de que todo consistía en hacer derramar un poco de leche para liberarme de todo aquel ceremonial nocturno; llevo inmediatamente mi mano a la parte inferior de su vientre, con la intención de que el monstruo pierda cuanto antes un veneno que le volvía tan malo. Encuentro una polla muy gruesa, muy dura y extremadamente revoltosa, pero al instante aparta mis dedos, parece no querer que lo toque, ni que lo examine, y me sienta en un taburete. El desconocido se sitúa cerca de mí, y agarra uno tras otro mis pechos, los aprieta y los comprime con tal violencia que le digo bruscamente: “¡Me hacéis daño!”. Entonces desiste, me levanta, me acuesta de bruces en un sofá alto y, sentándose entre mis piernas por detrás, comienza a hacer con mis nalgas lo que acababa de hacer a mis tetas: las palpa y las comprime con una violencia inigualable, las abre, las cierra, las amasa, las besa mordisqueándolas, chupa el agujero del culo y, como estas reiteradas compresiones eran menos peligrosas por ese lado que por el otro, no me opuse a nada, y, mientras dejaba hacer, procuraba adivinar cuál podía ser el objetivo de tanto misterio para unas cosas que parecían muy sencillas, cuando de repente oigo que mi hombre lanza unos gritos espantosos: “¡Huye, jodida puta, huye!”, me dijo, “¡escapa, zorra! Me corro y no respondo de tu vida”. Ya podéis imaginaros que mi primera intención fue salir corriendo; veo ante mí un débil resplandor: era el del día, que se introducía por la puerta por la que había entrado; me arrojo a ella, encuentro al criado que me había recibido, me echo en sus brazos, me devuelve mis ropas, me da dos luises, y me largo, contentísima de haber salido del paso a tan poco precio».

«Tuvisteis motivo para felicitaros», dijo Martaine, «pues aquello solo era un diminutivo de su pasión habitual. Os mostraré al mismo hombre, señores», continuó la mamá, «bajo un aspecto más peligroso». «No tan funesto como aquel bajo el cual yo lo presentaré a los señores», dijo Desgranges, «y me uno a Madame Martaine para aseguraros que fuisteis muy afortunada de salir así del paso, pues el mismo hombre tenía pasiones mucho más extrañas». «Esperemos, pues, para decidirlo a que sepamos toda su historia», dijo el duque, «y date prisa, Duclos, en contarnos otra, para eliminarnos del cerebro una clase de individuo que no dejaría de excitarlo».

«El que vi a continuación, señores», prosiguió Duclos, «quería una mujer que tuviera un pecho muy hermoso, y como es una de mis gracias, después de habérselo mostrado, me prefirió a todas mis pupilas. Pero ¿qué uso, tanto de mi pecho como de mi rostro, pretendía hacer el insigne libertino? Me tiende completamente desnuda sobre un sofá, monta a horcajadas sobre mi pecho, coloca su polla entre mis dos tetas, me ordena que la apriete con todas mis fuerzas, y al cabo de un breve ejercicio, el malvado las inunda de leche arrojándome después más de veinte escupitajos espesísimos a la cara».

«Bien», dijo refunfuñando Adélaïde al duque, que acababa de escupirle en la cara, «¡no veo qué necesidad hay de imitar esa infamia! ¿Acabará de una vez?», preguntó, mientras se secaba, al duque, que no se corría en absoluto. «Cuando me parezca bien, querida niña», le dijo el duque; «recuerda por una vez en la vida que solo estás aquí para obedecer y para dejar hacer. Vamos, continúa, Duclos, pues tal vez haría algo peor, y como adoro a esta hermosa criatura», dijo riéndose, «no quiero ultrajarla del todo».

«No sé, señores», dijo Duclos retomando el hilo de sus relatos, «si habéis oído hablar de la pasión del comandante de Saint-Elme. Tenía una casa de juego donde todos los que iban a arriesgar su dinero eran rudamente desplumados; pero la cosa más extraordinaria es que el comendador empalmaba al estafarles: a cada trampa que les hacía, se corría en sus calzones, y una mujer a la que conocí muy bien, y que él había mantenido largo tiempo, me dijo que a veces la cosa le excitaba tanto que se veía obligado a ir a buscar en ella algún que otro alivio al ardor que le devoraba. No se limitaba a eso: todo tipo de robo tenía para él el mismo atractivo, y ningún objeto estaba seguro con él. Si estaba en vuestra mesa, os robaba los cubiertos; en vuestro gabinete, las joyas; cerca de vuestro bolsillo, la tabaquera o el pañuelo. Todo valía con tal de que pudiera cogerlo, y todo le hacía empalmar, e incluso correrse, en cuanto lo había cogido.

»Pero en eso era sin duda menos extraordinario que el presidente del Parlamento, con el que tuve tratos muy poco tiempo después de mi llegada a casa de la Fournier, y cuya clientela seguía conservando, pues siendo su caso bastante quisquilloso, solo quería tratar conmigo. El presidente tenía alquilado todo el año un pequeño apartamento en la Place de Grève; solo lo ocupaba como portera una vieja sirvienta, y la única consigna de esta mujer era arreglar el apartamento y hacer avisar al presidente tan pronto como se veía en la plaza algún preparativo de ejecución. Inmediatamente el presidente mandaba a decirme que estuviera a punto, venía a buscarme disfrazado y en coche de punto, y nos dirigíamos a su pequeño apartamento. La ventana de la habitación estaba puesta de manera que dominaba exactamente y de muy cerca el cadalso; allí nos colocábamos el presidente y yo a través de una celosía, sobre uno de cuyos travesaños él apoyaba un excelente catalejo, y, en espera de que el paciente apareciera, el secuaz de Temis se entretenía en una cama besándome las nalgas, episodio que, entre paréntesis, le gustaba de manera extraordinaria. Finalmente, cuando el alboroto nos anunciaba la llegada de la víctima, el togado retomaba su lugar en la ventana y me hacía ocupar el mío a su lado, con la orden de manosearle y masturbarle ligeramente la polla, acompasando mis sacudidas a la ejecución que se disponía a observar, de modo que la esperma solo se escapara en el momento en que el reo entregaba su alma a Dios. Todo seguía su curso, el criminal subía al patíbulo, el presidente contemplaba; cuanto más se acercaba el reo a la muerte, más furiosa se ponía en mis manos la polla del malvado. Al fin se precipitaban las cosas: era el momento de correrse: “¡Ah, me cago en Dios!”, decía entonces, “¡jodido sea Dios! ¡Cómo me gustaría ser yo mismo su verdugo, lo habría hecho mucho mejor que ese!”. Por otra parte, las impresiones de sus placeres se medían por el tipo de suplicio: un ahorcado solo le producía una sensación muy liviana, un hombre desnucado le hacía delirar, pero si era abrasado o descuartizado, se desmayaba de placer. Hombre o mujer le daba igual: “Solo me haría un poquito más de efecto”, decía, “una mujer embarazada, y desgraciadamente esto no es posible”. “Pero, señor”, le decía yo un día, “por vuestro cargo cooperáis con la muerte de esta infortunada víctima”. “Sin duda”, me contestó, “y es lo que más me divierte: en los treinta años que llevo juzgando, nunca he votado por otra cosa que por la muerte”. “¿Y no creéis”, le dije, “que se os podría reprochar un poco la muerte de esas personas como un asesinato?” “¡Bueno!”, me dijo, “¿es necesario ser tan escrupuloso?” “Pero”, le dije, “se trata, sin embargo, de lo que la gente llamaría un horror”. “¡Oh!”, me dijo, “hay que saber tomar partido sobre el horror de todo lo que hace empalmar, y eso por una razón muy sencilla: sea lo que sea, por horrible que queráis imaginarlo, ya no lo es para uno a partir del momento en que te hace correrte; así que solo lo es a los ojos de los demás; pero ¿quién me asegura que la opinión de los demás, casi siempre falsa sobre todas las cosas, no lo sea también en este caso? No hay nada”, prosiguió, “profundamente bueno ni profundamente malo; todo depende de nuestras costumbres, de nuestras opiniones y de nuestros prejuicios. Establecido este punto, es extremadamente posible que algo absolutamente indiferente en sí mismo sea, sin embargo, indigno ante vuestros ojos y muy delicioso ante los míos, y a partir de que me gusta, teniendo en cuenta la dificultad de adjudicarle un sitio exacto, a partir de que me divierte, ¿no sería yo un loco si me privara de ello solo porque vos la censuráis? Vamos, vamos, querida Duclos, la vida de un hombre es algo tan poco importante que se puede jugar con ella todo lo que se quiera, como se haría con la de un gato o la de un perro; al más débil le corresponde defenderse; dispone, más o menos, de las mismas armas que nosotros. Y ya que sois tan escrupulosa”, añadía mi hombre, “¿qué diríais, pues, de la fantasía de un amigo mío?” Y me permitiréis, señores, que el gusto que me contó sea y concluya el quinto relato de mi velada.

»El presidente me dijo que aquel amigo solo quería tratar con las mujeres que van a ser ejecutadas. Cuanto más próximo está el momento en que pueden serle entregadas a aquel en que van a morir, más paga por ellas; pero es necesario que sea siempre después de que su sentencia les haya sido comunicada. Capacitado por su situación de tener ese tipo de buena suerte, jamás le falla una, y le he visto pagar hasta cien luises por un encuentro de esta clase. Sin embargo, no se las folla, solo les exige que muestren sus nalgas y que caguen; asegura que nada iguala el sabor de la mierda de una mujer a la que se le acaba de provocar un trastorno. No hay nada que no imagine para conseguir estos encuentros, y tampoco quiere, como podéis suponer, que se le conozca. A veces se presenta como el confesor, otras como un amigo de la familia, y, siempre con la esperanza de serles útil si ellas son complacientes, exhibe sus proposiciones. “Y cuando ha terminado, cuando ha quedado satisfecho, ¿cómo imagináis, mi querida Duclos, que finaliza su operación?”, me decía el presidente… “Exactamente igual que yo, querida amiga; reserva su leche para el desenlace, y la suelta viéndolas expirar deliciosamente”. “¡Ah!, ¡qué malvado!”, le dije. “¿Malvado?”, me interrumpió… “¡Pamplinas, y solo pamplinas, hija mía! Nada de lo que hace empalmar es malvado, y el único crimen del mundo es negarse algo a ese respecto”».

«Así que no se negaba nada», dijo la Martaine, «y Madame Desgranges y yo tendremos ocasión, y me ufano de ello, de entreteneros con algunas anécdotas lúbricas y criminales del mismo personaje». «¡Ah!, me parece muy bien», dijo Curval, «pues se trata de un hombre que me gusta mucho. Así es como hay que pensar sobre los placeres, y su filosofía me encanta infinitamente. Es increíble hasta qué punto el hombre, ya limitado en todas sus diversiones, en todas sus facultades, intenta restringir aún más los límites de su existencia con sus indignos prejuicios. No nos imaginamos, por ejemplo, cómo ha limitado todas sus delicias el que ha legislado el asesinato como un crimen; se ha privado de cien placeres, a cual más delicioso, atreviéndose a adoptar la odiosa quimera de ese prejuicio. ¿Y qué diablos puede importar a la naturaleza uno, diez, veinte, quinientos hombres de más o de menos en el mundo? Los conquistadores, los héroes, los tiranos, ¿se imponen a sí mismos esta absurda ley de no atreverse a hacer a los demás lo que no queremos que se nos haga a nosotros? A decir verdad, amigos míos, no quiero ocultaros que me estremezco cuando oigo a algún idiota atreverse a decirme que así es la ley de la naturaleza, etcétera. ¡Justo cielo!, ávida de asesinatos y de crímenes, es en hacerlos cometer y en inspirarlos en lo que la naturaleza dicta su ley, y la única que graba en el fondo de nuestros corazones es la de satisfacernos a expensas de quien sea. Pero paciencia, quizá pronto tendré una mejor ocasión de hablaros ampliamente de estas materias; las he estudiado a fondo, y, al comunicároslas, confío convenceros como yo lo estoy de que la única manera de servir a la naturaleza es seguir ciegamente sus deseos, sean cuales fueren, porque, siéndole tan necesario para el mantenimiento de sus leyes el vicio como la virtud, sabe aconsejarnos sucesivamente lo que en cada instante conviene a sus intenciones. Sí, amigos míos, otro día os hablaré de todo esto, pero, por el momento, es preciso que pierda leche, pues ese diablo de hombre de las ejecuciones de la Grève me ha hinchado por completo los cojones». Y pasando al saloncito del fondo con Desgranges, Fanchon, sus dos buenas amigas, porque eran tan malvadas como él, se hicieron seguir los tres de Aline, Sophie, Hébé, Antinoüs y de Zéphire. No sé muy bien lo que el libertino imaginó en medio de aquellas siete personas, pero fue largo; se le oyó gritar mucho: «¡Vamos, giraos!, que no es esto lo que os pido», y otras frases malhumoradas, mezcladas con blasfemias a las que se le sabía muy propenso en sus escenas de libertinaje; y las mujeres reaparecieron finalmente, muy coloradas, muy despeinadas, y con aspecto de haber sido furiosamente magreadas en todos los sentidos. Durante ese tiempo, el duque y sus dos amigos no habían perdido el tiempo, pero el obispo era el único que se había corrido, y de una manera tan extraordinaria que todavía no nos está permitido contarla. Fueron a sentarse a la mesa, y Curval siguió filosofando un poco, pues en él las pasiones no influían en nada sobre los sistemas; firme en sus principios, era tan impío, tan ateo, tan criminal después de perder su leche como en pleno fuego del temperamento, y así es como todos los sabios deberían ser. Jamás la leche debe dictar ni dirigir los principios; deben ser los principios los que dicten la manera de perderla. Y, se empalme o no, la filosofía, independiente de las pasiones, debe ser siempre la misma. La diversión de las orgías consistió en una comprobación en la que todavía no se habían fijado, y que, sin embargo, era interesante: quisieron determinar qué muchacha y qué muchacho tenían el culo más hermoso. En consecuencia, hicieron colocar primero a los ocho muchachos en una hilera, de pie, pero un poco echados hacia delante: es la verdadera manera de examinar bien un culo y de juzgarlo. El examen fue muy largo y muy severo; debatieron las opiniones, las modificaron, las verificaron 15 veces consecutivas, y la manzana fue concedida de manera unánime a Zéphire: todos convinieron en que era físicamente imposible encontrar nada más perfecto y mejor moldeado. Pasaron a las muchachas; adoptaron las mismas posturas; la decisión fue en un principio muy prolongada: era casi imposible decidir entre Augustine, Zelmire y Sophie. Augustine, mayor, mejor hecha que las otras dos, quizás hubiera triunfado incontestablemente entre los pintores; pero los libertinos prefieren la gracia a la exactitud, la rotundidad a la regularidad. Tuvo en su contra un pequeño exceso de delgadez y de delicadeza; las otras dos ofrecían una carne tan fresca, tan rolliza, unas nalgas tan blancas y tan redondas, una curva del lomo tan voluptuosamente moldeada que triunfaron sobre Augustine. Pero ¿cómo decidir entre las dos restantes? Diez veces las opiniones empataron. Por fin venció Zelmire; reunieron a las dos encantadoras criaturas, las besaron, las sobaron, las masturbaron toda la velada, ordenaron a Zelmire que masturbara a Zéphire, el cual, corriéndose a las mil maravillas, dio el mayor placer que puede observarse en el placer; masturbó a su vez a la joven, que se extasió en sus brazos; y todas estas escenas de una lubricidad inefable hicieron perder la leche al duque y a su hermano, pero solo conmovieron débilmente a Curval y a Durcet, que convinieron en que necesitaban unas escenas menos color de rosa para conmover su vieja alma deteriorada, y que todas aquellas bromas solo eran buenas para los jóvenes. Al fin se acostaron, y Curval, metido en unas nuevas infamias, se desquitó de las tiernas pastorelas de que acababa de ser testigo.

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