Capitulo 15 El Ataque A Kitab

Los habitantes del Asia central, especialmente los de la región conocida con el nombre de Tartaria independiente, son de una turbulencia increíble. Es raro que pase un año sin que estalle una insurrección y los tremendos castigos que se imponen a los vencidos no bastan para contenerlos. Desde que Yakub pudo formarse mediante una revolución, un Estado, que lo convirtió en poco tiempo en uno de los más prósperos y civilizados, muchos caudillos locales trataron de imitarlo. Los beys de Kitab y de Schaar se habían aliado para independizarse dei emir de Bukara y posiblemente lo consiguieran si no hubiese intervenido el imperio ruso, que ejercía sobre él su protectorado. Y como el emir no contaba con fuerzas para hacer frente a los revoltosos, el gobernador moscovita del Turquestán formó con las tropas que guarnecían Samarkanda un pequeño ejército y lo mandó con orden de aplastarlos. No era muy poderoso, pero lo suficiente como para derrotar a la indisciplinada horda de los shagrissiabs, excelentes para emboscadas pero pésimos para sostener una verdadera batalla.

La expedición, al mando del general Abramov, se había dividido en dos columnas: la del coronel Kiklalowsky, que debía detenerse en Diam y la del teniente coronel Schovnine con orden de tomar Kitab. Habían calculado que la lucha sería breve y las tropas llevaban víveres para diez días, aunque se habían acumulado en Diam provisiones en abundancia.

El 11 de agosto de 1875 la primera columna ocupó la aldea de Makrt sin disparar un solo tiro. Los habitantes estaban tan distantes de pensar en una invasión rusa, que fueron sorprendidos mientras cultivaban sus campos y no tuvieron tiempo de organizar la menor resistencia. Al día siguiente algunas bandas a caballo, después de dejar pasar al grueso de la soldadesca, atacaron su retaguardia matando e hiriendo a muchos, pero bastaron pocos disparos de mosquetes y culebrinas para dispersarlas.

El 13 por la tarde la columna llegaba sin combatir a las huertas de Urens-Reschlak, en la cintura externa de defensa de los shagrissiabs y poco después hacía su conjunción con la comandada por Schovnine. En la madrugada del 14 algunos contingentes de la plaza acometían de improviso el flanco del campamento con fuego violento aunque mal dirigido y desaparecían a las primeras descargas de los moscovitas. Una vez rechazado este intento, el general, seguido por su estado mayor, hacía un rápido reconocimiento de las murallas para escoger el punto a atacar y al anochecer se iniciaba el bombardeo de la ciudad.

Al oír Abei el tronar del cañón y ver acudir en masa a los defensores a los reductos, estalló en maldiciones. Se veía encerrado en la plaza amenazada, expuesto a los peligros de la lucha e imposibilitado de juntarse con los bandoleros que retenían a Talmá.

— ¡Allah condene a esos bribones de Djura y Babá! - aulló rojo de ira.

Los cinco “águilas” lo habían rodeado a la espera de instrucciones y asombrados de verlo tan furioso.

— ¿Y ustedes, estúpidos, no podían haberse dejado ver más pronto? -les espetó amenazándolos con el puño.

— Lo hemos buscado por todas partes, señor -le explicó el que lo había guiado-.

También a nosotros nos hubiera gustado salir antes de que los rusos nos encerrasen aquí.

El excitado joven se quedó un rato pensativo, luego se encogió de hombros y volviendo bridas murmuró:

— ¡B h! Acaso sea mejor así… Trataré de empujar adelante a los otros sin exponer mi piel…

Seguido por los cinco tunantes se dirigió al trote hacia el caravanserrallo donde encontró a Hossein y Tabriz con el séquito, listos para tomar parte en la defensa de la ciudad. Habían recibido un mensaje de Babá bey solicitando su ayuda.

— Creíamos que te había pasado algo -le dijo Hossein-. Las balas están cayendo como lluvia en las calles.

—Me había extraviado, primo y gracias a estos hombres he podido hallar el camino.

— Llegas a buen punto. Los moscovitas se aprestan a expugnar la ciudad y arremeten por la puerta de Ravatak -informó Tabriz.

— Ven, primo -le dijo Hossein-. Enseñémosles cómo se baten los nómades turquestanos.

A una seña¡ el pelotón, reforzado por los cinco quirguizos, se puso en marcha hacia el sitio amenazado. Los rusos querían terminar pronto y atacaban vigorosamente, seguros de que los parapetos de adobe no podrían ofrecer mucha resistencia. El general había mandado excavar una profunda trinchera frente al punto elegido para abrir una brecha y hecho colocar en ella cañones y culebrinas. Las columnas de ataque las había ocultado detrás de un barranco. Los shagrissiabs, a pesar de que no tenían ninguna duda respecto al éxito de la batalla, habían acudido en tropel a defender las murallas y hacían un fuego infernal de mosquetería apoyado por los tiros de la ciudadela. Las balas enemigas desfondaban los techos de las casas, ponían en fuga a sus mujeres y niños y producían

incendios que no se preocupaban de apagar. Cuando los hombres de Hossein llegaron al puesto que debían ocupar, se hacía un fuego intenso por ambas partes. Abandonaron los caballos y se achataron detrás de las almenas de los terraplenes, mientras el primero y Tabriz se hacían cargo de una batería de falconetes. Los defensores eran tres o cuatro veces más numerosos que los atacantes, pero no tenían disciplina y estaban mal dirigidos; cada cual combatía por su cuenta y la artillería, de tipo anticuado, carecía de eficacia. A las siete de la mañana las piezas instaladas en la torre de Ravatak habían sido silenciadas y se había abierto un gran boquete en los muros. Los cazadores resguardados en el barranco se habían dividido en dos columnas y se preparaban a dar el asalto.

— Tabriz —manifestó el sobrino mayor del “beg” sin dejar de descargar su pieza -esto toca a su fin; los shagrissiabs no podrán resistir un cuarto de hora más.

— Pienso lo mismo señor -le contestó el coloso-. Estos hombres no son comparables a los de la estepa; temen demasiado a las bayonetas moscovitas.

— ¿Cómo terminará la aventura?

— Seguramente mal si no escapamos más que de prisa, primo -dijo una voz a sus espaldas-. Ya no tenemos nada que nacer aquí. Acaba de decirme Babá bey que Talmá no está en la ciudad.

— ¿Qué has dicho? -aulló Hossein.

— Que los bandidos antes de la llegada de los rusos la llevaron a las montañas de KasretSultán.

— ¿Y por qué no lo dijo antes ese bellaco?

— Seguro que para utilizar nuestra fuerza -presumió Tabriz.

— Es posible -concedió Abei- aunque más bien creo que no lo sabía.

— ¿Qué hacemos, Tabriz?

— Me parece que sólo una cosa nos queda que hacer: retirarnos antes que acometan los sitiadores. Como no disponen de bastantes tropas para rodear la ciudad, quizás podamos salir por la puerta de Raschid, donde no se percibe ruidos de combate.

— Será una defección de parte nuestra -opinó Hossein.

— Es evidente de buena guerra, señor -le replicó el gigante-. El “beg” nos ha engañado y nosotros le devolvemos el golpe. Vamos, señor, no tenemos nada que ver con el emir de Bukara ni con sus protectores. -Se volvió a sus hombres y le ordenó con su vozarrón de trueno-: ¡A caballo, amigos! ¡A cargar a los rusos!

Era tal la confusión reinante que nadie se preocupó de la retirada del pelotón auxiliar.

Los atacantes, protegidos por la artillería de la trinchera y profiriendo fragorosas ¡hurras!, se habían lanzado al asalto llevando altas escaleras y sin preocuparse de los millares de fusiles que disparaban contra ellos. El séquito de Hossein atravesó a galope tendido la ciudad atiborrada de fugitivos, muchos de los cuales fueron atropellados y pisoteados por los caballos, y alcanzaron la puerta de Raschid guardada por algunos defensores.

— ¡Abran! -les gritó Tabriz desenvainando su “cangiar”-. ¡Orden de Djura bey!

— ¿Qué van a hacer? -le preguntó el que mandaba la patrulla.

— ¡Cargar a los rusos por la espalda! -contestó el coloso-. ¡Apúrate, antes de que tomen por asalto la torre de Ravatak!

La puerta fue abierta y la comitiva cruzó como un huracán el puente levadizo.

— Preparen los arcabuces -indicó Hossein-. Esta calma es sospechosa… ¿No ves nada, Tabriz?

— No, y participo de tus temores. Este silencio me huele a celada.

— ¡Carguemos a fondo, el “cangiar” entre los dientes! … ¡Adelante! …

El primer barranco se hallaba a mil metros de la última huerta. Cuando lo alcanzaron e iniciaron el descenso, vie

n ron surgir de repente ante ellos una selva de bayonetas. Ya era demasiado tarde para detener las cabalgaduras y el pelotón pasó volando y derribando a cuanto enemigo encontró a su paso, pero trascientos metros más lejos se alzaba otro barranco y de él partió una descarga cerrada capaz de voltear a la mitad de los animales.

— ¡A tierra! -gritó Hossein-. ¡Parapetarse detrás de los caballos!… ¡Fuego al barranco!

La orden fue obedecida en el acto y los disparos respondidos con otros disparos. Abei, aprovechando la confusión, había hecho una seña a sus compinches y cuando pudieron oírlo los instruyó:

— Aquí… cerca mío… no se expongan… un golpe supremo … o no les daré ni un

“thomán”.. .

El rostro del miserable en ese momento se había puesto morado. Tendido cerca de su caballo no miraba a los rusos, sino a su primo y al gigante que se hallaban a pocos pasos delante de él.

— ¡Amigos! -voceó Hossein- ¡no tiren hasta que se muestren…! ¡Ahora!… ¡Fuego!…

Unos cincuenta moscovitas avanzaban con precaución por entre las hierbas: quince - o veinte cayeron heridos en las piernas, pues los esteparios habían apuntado bajo. Eso desorganizó un poco a los atacantes, pero inmediatamente, como por encanto, surgió una media “sotnia” de cosacos de las matas y derribó con acertados tiros un buen número de contrarios.

— ¡Estamos perdidos, Tabriz! -exclamó Hossein.

— ¡No tenemos más recurso que cargar, señor! -precisó el coloso-. ¡En vuelo y a fondo!

— Da la orden antes de que nos estropeen todos los animales.

El gigante estaba por incorporarse cuando dos descargas, de frente y de atrás, que procedían de los dos barrancos, les aniquilaron más de la mitad de la gente.

— ¡A caballo los que quedan … ! -ordenó Hossein poniéndose de pie.

Un tiro de pistola sonó detrás de él. Tabriz, con los dientes apretados se volvió empuñando el “cangiar” y bramando:

— ¡Traición! ¡Trai…!

No pudo terminar: se oyó una segunda detonación y el gigante, herido en la espalda, cayó al lado de su señor… ¡Pero había visto la mano que había disparado! En el mismo instante Abei, que había saltado sobre su farsitano, gritaba con voz tonante:

— ¡A montar! … ¡Carguen!.. .

Quince hombres, entre ellos los “águilas” de Hadgi, habían respondido a la orden lanzando el grito de guerra: -¡“Uran”! ¡“Uran”!

Y como un hato de demonios se arrojaron con incontenible impulso sobre los rusos que ocupaban las márgenes -del barranco y les cayeron encima en forma tan brusca, que para no ser aplastados se apartaron desordenadamente, sin intentar hacerles frente. Los audaces jinetes esteparios pasaron como una flecha y desaparecieron tras las altas hierbas saludados por una última pero tardía descarga.

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