Capítulo 14 Los Fanáticos Del Turquestan

Kitab, sin poseer la categoría de Bukara y de Samarkanda, las “reinas de la estepa”, como la llaman los turquestanos, era en 1875 una ciudad importante por su población, su comercio y sus fortificaciones que, ligadas a las de Schaar, la hacían respetable. Aunque no se consideraba una roca inexpugnable para un ejército europeo, lo era para los bárbaros, debido a los veinte cañones y cierto número de culebrinas que guarnecían los reductos de su ciudadela. Poseía, como todos los centros poblados del Turquestán, gran número de mezquitas y bellísimos jardines, pero sus casas eran bajas, con muros de tierra batida de un metro de espesor y techos de cañas revestidas de creta. Sólo la del bey tenía más de un piso y vastas galerías y terrazas de estilo mitad chino y mitad musulmán y se erguía majestuosa en medio de esa chatura.

Una gran agitación reinaba en la ciudad en el momento en que el séquito de Hossein entraba en ella. Hombres de a pie y a caballo se cruzaban en todas direcciones aullando rabiosamente y blandiendo toda clase de armas, mientras multitud de mujeres y niños se dirigían a las salidas arreando’ camellos y carneros. De los muros, terraplenes y terrazas, se hacía fuego continuo contra un enemigo invisible, pues hasta entonces no había aparecido ningún ruso.

— ¡Al bazar! -ordenó Tabriz a sus hombres.

Atravesaron la parte meridional de la ciudad e hicieron alto en una amplia plaza ocupada por tiendas y bancos completamente vacíos, pues los vendedores habían huido llevándose las mercaderías. El coloso, después de haber dado un vistazo en derredor, enderezó hacia una construcción que se levantaba en un ángulo y tenía varias puertas de entrada.

— Ocupemos ante todo el caravanserrallo y esperemos a que se restablezca un poco la calma antes de ir a visitar al bey -díjole a Hossein-. Los moscovitas no acometerán antes de haber abierto brechas en las murallas. No ignoran que la ciudad está bien defendida, de manera que por el momento no tenemos por qué apresurarnos.

— Primo -propuso Abei-. ¿No te disgustas si me encargo de ir a ver al “beg” de Schaar que es aliado de Djura? No podrá negarme su apoyo, porque tiene una deuda de gratitud con mi padre.

— Una vez me contaste algo de él. Si mal no recuerdo le salvó la vida. ¿Se acordará de ello? -Yo se lo recordaré si lo ha olvidado. -¿Estará en la ciudad?

— Su caballería se retiró tras los muros y es de suponer que él ha entrado con ella. Yo sabré descubrirlo: estará en la ciudadela o en el palacio de Djura. Si tardo en volver, no te inquietes, primo.

Mientras la comitiva se acomodaba en un inmenso local destinado a servir de hospedaje a las caravanas provenientes de la estepa, Abei, después de haber rechazado una escolta, se dirigió lentamente a la ciudad. Sobre una pequeña altura se destacaba la ciudadela. protegida por cuatro reductos y por terraplenes almenados.

— Es más probable que se encuentre allí, rodeado de sus cañones -musitó Abei sonriente-. ¡No te imaginas la partida que voy a jugarte, querido primo!… ¡Te aseguro que

mis “thomanes” van a estar bien empleados!

Aunque ya no se produjesen descargas más allá de las huertas, la inquietud de la población estaba lejos de calmarse. Pelotones de gente armada recorría las callejuelas y de las terrazas se seguía tirando al acaso. También de la ciudadela disparaban los cañones consumiendo municiones inútilmente, y desde los minaretes se desgañitaban los almuecines clamando con voz estridente:

— ¡A las armas, hijos de Allah! ¡En nombre del Profeta, de Alí y de Hussein! ¡Muerte a los infieles!

Abei seguía trepando por las angostas vías y los tortuosos senderos que llevaban a la ciudadela sin preocuparse de toda esa alharaca y girando la mirada en torno para ver de descubrir a alguno de los bandidos que Hadgi debió dejar.

— Es imposible que no hayan advertido nuestra llegada -murmuró-. Cincuenta hombres a caballo llaman la atención de cualquiera. A lo mejor me están esperando en las cercanías del caravanserrallo.

Eran las nueve de la mañana cuando llegó al sitio fortificado. Ya había percibido en uno de los reductos a un hombre de edad madura vestido como un príncipe, con grandes bordados de oro en la casaca blanca y un descomunal turbante de muselina verde. Al llegar a una de las puertas fue detenido por un centinela de gran estatura que le apuntaba un enorme trabuco.

— Pon de lado tu trombón -le dijo, con acento irónicoy ve a decirle a Babá bey que el sobrino de Giah Agha e hijo de Abei Hakub desea verle.

El shagrissiab, impresionado por el tono altanero y la calma del joven, hizo transmitir de inmediato el mensaje y poco después abría la puerta de par en par y escoltando por cuatro artilleros el visitante entraba en la ciudadela. Babá bey lo esperaba apoyado en su cimitarra en una pequeña explanada.

— ¿Eres el hijo de Abei Hakub? -le preguntó cuando hubo descendido del caballo.

— ¿No me parezco a mi padre, “beg”? Siempre me han dicho que soy su vivo retrato.

— En efecto -confirmó el emir de Schaar- me recuerdas al hombre que me salvó un día la vida. ¿Qué quieres de mí?

— ¿Has saldado con mi padre tu deuda de gratitud?

El “beg” lo miró un poco inquieto e hizo seña a los artilleros para que se retirasen.

— Llegas en un mal momento, mi joven amigo -le dijo luego-. Tenemos a los rusos en la puerta de la ciudad.

— Tal vez mi llegada puede serte propicia. No he venido solo; he traído cincuenta caballeros que valen por doscientos de tus shagrissiabs.

Babá bey le dirigió una mirada de estupor y su rostro se iluminó con una sonrisa.

— ¿Cómo? ¿Vienes a pedirme el pago de mi deuda de gratitud y al mismo tiempo me traes ayuda?

— Sí, y con una condición: que destines a mis hombres y a sus jefes donde sea más

intenso el fuego de los moscovitas.

— No te comprendo, jovencito. Tu padre me salvó la vida en la estepa un día en que una pequeña horda de quirguizos me habían asaltado. ¿Qué es lo que tú quieres ahora en retribución?

— Contéstame antes algunas preguntas. Ayer estuvo aquí una numerosa cabalgata conduciendo a una muchacha, ¿verdad?

— Sí, eso me informaron. Parece que se trataba de un matrimonio, porque la joven llevaba vestido de novia y una tiara valiosa.

— ¿Dónde se encuentran ahora?

— No lo sé; atravesaron velozmente la ciudad y salieron por la puerta opuesta sin detenerse.

— Bien; tu deuda está saldada, “beg” -declaró Abei con expresión gozosa-. La tropa que te he traído está comandada por un primo mío, también sobrino de Giah Agha. Mándalo a la primera línea de fuego y no te preocupes de otra cosa. El resto me concierne.

— He ahí un negocio para mí excelente -declaró Babá sonriendo-. No quiero averiguar cuál es el misterio que te impele a sacrificar a esos hombres; necesito gente valerosa y voy a disponer de la tuya.

— ¿Tienes alguna esperanza de resistir á los rusos? ¿Cuándo crees que intentarán el asalto a la plaza?

— No antes de mañana y si consigo fanatizar a la población, quizá pueda rechazarlos.

Esta noche saldrán a la calle los almuédanos con las reliquias sagradas del Islam y predicarán la guerra santa.

— ¿Cuento entonces con tu palabra, Babá bey?

— Puedes confiar en ella.

— Nos volveremos á ver en el campo de batalla.

El malvado jovenzuelo saludó con un gesto de la mano y abandonó la ciudadela al trote corto de su farsitano, dirigiéndose a la plaza del bazar. Hossein y Tabriz, después de haber adquirido alimentos para su gente se preparaban a comer cuándo lo vieron llegar sonriente y satisfecho.

— ¿Qué noticias traes, primo? ¿Supiste algo de Talmá? -le preguntó el primero, impaciente.

— Tu Talmá está aquí, pero Babá bey todavía no sabe dónde la ocultara. Tiene una sospecha y me ha jurado sobre el Corán que nos ayudará a encontrarla… Pero no hay que alegrarse demasiado, primo: como me lo temía, el servicio habrá que pagarlo.

— ¡Qué dices?… ¿Cómo?

— Exige en compensación que le ayudemos contra los rusos.

— Si no es más que eso, lo haremos con todo placer -terció Tabriz-. Siempre que encuentre y nos devuelva a Talmá, sablearemos cumplidamente á los moscovitas, ¿verdad,

señor?

— ¿Y los “águilas”? -preguntó Hossein.

— Huyeron después de haber dejado aquí a la muchacha.

— ¿Pero, a quién se la dejaron? ¿No te lo dijo?

— No lo sabe aún.

— Señor -intervino el coloso- si Babá bey juró sobre el Corán, como buen musulmán mantendrá su promesa. Vamos a ayudarlo a rechazar a esos malditos rusos… Claro que hubiera sido mejor no mezclarnos en este negocio, pero ya que nos vemos envueltos en él, moveremos las manos lo mejor que sepamos.

— Ahora almorcemos -propuso Abei-. Dentro de poco comenzará la procesión de las reliquias para despertar el fanatismo de los creyentes y nosotros debemos también tomar parte. Encontraremos a Talmá, primo, no lo dudes, pues no ha salido de la ciudad. Y el que pagó a los “águilas” para robártela, pagará con la vida su bribonada. ¿Verdad, Tabriz?

— Yo me-encargo de eso -respondió el hombrón mostrando sus peludos brazos-. Bastará un apretón y … ¡crac! Me va a quedar el cuello entre los dedos…

La comida transcurrió silenciosa; los tres parecían preocupados, especialmente Abei, que no podía separar los ojos de las manos del gigante. Al ruido de los tiros y al bullicio callejero había sucedido un profundo silencio, pues la gente se había retirado a sus casas y se preparaba a tomar parte en la procesión de la noche. Y cuándo el sol había apenas tramontado, los almuecines, -desde los alminares de las mezquitas comenzaron a convocar al pueblo:

— ¡He ahí a la luna del Islam que surge! … ¡Por la gloria de Hussein y de Alí! …

¡Demuestren los creyentes a estos. santos su fe!…

— Vamos a hacerlo también nosotros como buenos mahometanos -dijo Hossein-.

Además, podríamos encontrar a Talmá entre la muchedumbre…

Montaron todos a caballo y abandonaron el local. La ciudad se había llenado de lámparas y de todas partes centelleaban luces rojas, verdes, amarillas, blancas, que le daban un aspecto fantástico. Por las callejas descendían torrentes de antorchas que dejaban tras sí nubes de humo y de chispas. Un mundo de gente llenaba la plaza, rodeaba la mezquita dedicada á los dos santones y salmodiaba versículos del Corán. Los turquestanos están considerados como los más fanáticos de los musulmanes, casi tanto como los hindúes lo son de su religión. No se arrojan, como éstos, debajo de los carros para dejarse aplastar a centenares, pero celebran sus fiestas, aún hoy, con derramamiento de sangre. En sus procesiones eligen de entre la enorme concurrencia cierto número de exaltados que ponen a su frente armados de armas blancas y arrastrando pesadas cadenas, les cuales, durante la ceremonia, con feroz y repugnante voluptuosidad se hacen cortes y tajos en la cara, el pecho y los brazos entre aullidos ensordecedores e invocaciones a Alí Hussein.

Llega a tal grado su erotismo, que los parientes y amigos se ven obligados a desarmarlos para evitar que se degüellen. Pero a pesar de esta vigilancia siempre se cuentan, después de cada procesión, varios muertos, a los que se envidia, porque es convicción general que han ascendido al paraíso de Mahoma.

Cuando la comitiva de Hossein llegó a la plaza decorada con banderas verdes y tiendas negras, la columna de fieles ya estaba organizada. Unos trescientos fanáticos, cubiertos con amplias túnicas blancas y arrastrando con ruido infernal gruesas cadenas abrían el cortejo, flanqueados por allegados y personas amigas que llevaban hachones encendidos.

Seguían varios almuecines conduciendo por la brida a tres caballos blancos fastuosamente enjaezados, grandes penachos en la frente y cubiertos con gualdrapas bordadas en oro y plata. El primero llevaba dos cimitarras con sendas manzanas ensartadas, la fruta predilecta de Alí, el yerno de Mahoma asesinado por los partidarios de Omar, el aspirante al califato; el segundo animal cargaba un traje de seda verde que representaba el que la víctima endosaba el día de su sacrificio; y al tercero se le había colocado en el dorso un cesto que contenía dos palomas, símbolo de la horrible matanza que hicieran en las huestes de Hussein los sostenedores de Omar. Detrás de los corceles venían soldados, jinetes, peatones, todos apiñados, chocando, empujándose, entre el estrépito indescriptible de miles y miles de voces que repetían desaforadamente:

— ¡Alí! Hussein! ¡Protejednos de los infieles! ¡Extermínenlos! ¡Fulmínenlos! ¡Allah!

¡Allah!

— ¡Mahoma! ¡Mahoma!

En medio de esa turba marchaban los “begs” de Kitab y de Schaar caballeros en cándidos bridones y seguidos de un brillante estado mayor. El desfile se hacía a pasos acelerados, porque los fanáticos que lo encabezaban se habían puesto a correr. De pronto se elevó de la muchedumbre un alarido formidable:

— ¡Alí! … ¡Hussein! … ¡Allah! …

Los exaltados habían empezado a tajearse rostro, brazos, cuello; usando sus cimitarras, cuchillos y “yataganes” con insano deleite y la sangre les manchaba la ropa y salpicaba a los vecinos. El horrible espectáculo impresionaba muy poco a esa masa de salvajes y cuando alguno de los martirizados se desplomaba en medio de convulsiones, la boca llena de espuma y los ojos fuera de las órbitas, lo metían en una casa, lo lavaban y trataban de reponerlo dándole a beber “choumis” o aguardiente de centeno. Ya duraba el desfile una media hora cuando Abei, que como muchos otros había tenido que desmontar para no aplastar a los caminantes, se sintió tirar fuertemente de la manga. Tabriz y Hossein se hallaban muy adelante, pues habían sido separados en la confusión. Un tipo barbudo con el rostro medio tapado por un gran turbante le susurró al oído:

— Señor, deja pasar a estos idiotas; apóyate en la pared y ten bien sujeto al caballo. -

Después lo empujó contra una puerta y agregó:

— Hadgi…

— Espera -le contestó Abei radiante.

Cuando hubo desfilado toda la procesión, el bandido le manifestó:

— No podemos perder tiempo; los rusos se acercan…

— ¿Eres uno de los hombres de Hadgi?

— Sí, señor, y cuatro compañeros me esperan junto a la . puerta de Ravatak. Tengo que comunicarle que la joven está segura en las montañas de Kasret, de manera que debemos

apresurarnos a salir para no quedar asediados.

— Vamos -dijo Abei y masculló para sí: “mañana los rusos harán aquí una masacre y será difícil que Hossein y Tabriz escapen con vida … ¡Talmá me pertenece!…”

En quince minutos estuvieron en el lugar donde se hallaban los otros compinches, pero cuando quisieron salir al campo libre, un grupo de guerreros les salió al paso.

— La puerta ha sido cerrada -les informó-. Los rusos nos están sitiando.

Un cañonazo retumbó en las tinieblas como anuncio de que las columnas del general Abramow había iniciado la conquista de la ciudad.

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