Capítulo 8 La Estepa Turquestana

En el espacio que se extiende de oriente a occidente entre los mares Caspio y del Aral y linda con Persia, Afganistán, el Tíbet y Siberia vive un pueblo bravo y belicoso que ninguno de los Estados confinantes ha sido capaz de subyugar. Sólo los rusos, después de no fácil lucha y enormes sacrificios, lograron recientemente ponerle freno, pero no dominarlo, y aún hoy pueden considerarse todos sus kahanatos como independientes. Es el de los turcomanos, formados por varias razas que lo único que tienen de común entre ellas es una cosa: el instinto de la rapiña. En eso se parecen a los temibles “tuang” que imperan en el desierto del Sahara.

Ese pueblo inquieto, del que salieron en los pasados siglos las hordas que invadieron el Asia Menor y la península balcánica y unidas a los árabes hicieron temblar durante tanto tiempo a las aguerridas naciones del Mediterráneo, ocupa toda la inmensa estepa y el valle del Óx, parte de Jorasán y una porción de Beluchistán. Es una tierra ardiente y árida en verano y fría y nevosa en invierno, y en la que sólo crecen, gracias a las abundantes lluvias que caen en otoño y primavera, hierbas que asumen gran altura. Existen algunos oasis donde se cultivan con buenos resultados arroz, lino, algodón y frutas, los que se producen también en los valles que cruzan sus mayores ríos: el SyrCeria, el Kisel y el Óxus,

particularmente fértiles.

Cuatro castas diferentes se disputan el predominio: la de los usbeki, oriundos del Volga, que forman la gran masa; la de los turcomanos, ascendientes de los turcos de la parte europea; la de los quirguisos, llamados los “águilas de la estepa”, salvajes, depredadores, siempre en lucha con sus vecinos, y la de los bujaras, que son los más civilizados, a la par que los más débiles, y tienen que soportar el yugo de las otras tres. Al contrario de éstas, que viven como nómades y desprecian la agricultura, los bujaras cultivan el suelo y construyen aldeas. A ellos pertenecen los sartos.

El pelotón comandado por Tabriz se dirigió primeramente a la tienda del “beg” para poner a buen recaudo las arcas conteniendo sus riquezas. Poco a poco había ido clareando y el sol de otoño iluminaba la estepa; grupos de gacelas salían huyendo de las matas a velocidad fantástica y cantidad de liebres, animal cuya carne considera el musulmán tan impura como la del puerco, lo hacían casi por entre las patas de los caballos. Serían las siete cuando el coloso divisó la tienda que se destacaba solitaria sobre la dilatada llanura.

— Parece que hasta aquí no han llegado los “águilas” -dijo el gigante al jinete que galopaba a su lado y hacía las veces de ordenanza-. ¡No saben el botín que se han perdido!

…, Dime, ¿sabes quién los acaudilla?

— Se dice que un turcomano de las márgenes del Caspio -contestó el sarto.

— Hubiera jurado que todos eran quirguizos y procedían de la estepa del hambre… pero unos y otros, esos pajarracos son peligrosos cuando abren las alas. Acorta la marcha, que puede haber algunos ocultos que nos hagan fuego a quemarropa.

Se hallaban a un centenar de metros de la tienda. Tabriz detuvo su caballo y lo obligó a relinchar pellizcándole la oreja. De inmediato se escuchó otro relincho.

— Es el bridón de Abei que contesta -reconoció el gigante-. Podemos acercarnos con confianza.

Aflojó las riendas y en pocos instantes estuvo frente a la tienda, levantó el paño que- le servía de puerta y vio al animal atado a una pértiga.

— ¡Es extraño! -murmuró después de revisarlo-. ¡Ni un rasguño… ni una mancha de barro en las rodillas…! El caballo no ha caído… ¿cómo pudieron apoderarse de Abei? …

¡Aquí hay un misterio! …

Dejó dos hombres de guardia para que cuidasen la tienda y volvió a montar diciendo a los de la escolta:

— ¡Síganme y agucen bien los ojos y los oídos!

El pelotón se puso al galope. Tabriz había decidido marchar directamente hacia el Ungus-Bett, en cuyas riberas Abei había dejado a la caravana de camellos. De hacer sido éste sorprendido en el camino, tendría que encontrar sus huellas o su cadáver.

— Traten de ver si descubren águilas, no humanas, sino de plumas -recomendó a su gente-. Cuando éstas bajen es porque hay algún cuerpo que destrozar.

— ¿Crees que lo han asesinado? -le preguntó el ordenanza.

— No, no lo creo, y aunque nunca me ha sido muy simpático… -hizo un gesto vago con la mano.

Nubes de “coaboras”, especie de avutardas de plumas gris-amarillentas y manchas oscuras, volaban alrededor de pequeños estanques. El coloso no les prestó la menor atención, pues toda ella la tenía conservada en una línea abierta en la hierba que a cualquier otro le hubiera pasado inadvertida.

— Debe haberla hecho el caballo de Abei -musitó.

Hacía una hora que galopaban y ya se distinguía a través de la niebla formada por la evaporación de la humedad el río cercano, cuando se oyó un agudo lamento procedente de un cañaveral que bordeaba una laguna. En el mismo instante salió de allí volando una bandada de grajos. El gigante paró de golpe su cabalgadura a riesgo de quebrarle las patas.

— ¡Socorro! -clamó una voz.

— ¿Será Abei? -se preguntó el coloso-. ¿Qué haya tenido la suerte de encontrarlo? -Y se puso a gritar con todas sus fuerzas-: ¿Quién llama? … ¡Un poco de paciencia! … ¡Ya vamos!

Echó pie a tierra, lo mismo que su ordenanza, y con grandes precauciones ambos se internaron entre las plantas acuáticas abriéndose paso con el arcabuz. Al llegar al lugar de donde había partido el grito, inquirió:

— ¿Eres tú, señor?

— ¡No me engaño! -dijo una voz alborozada-. ¡Es Tabriz el que me habla!

El descomunal turcomano avanzó rápidamente y encontró al sobrino del “beg” atado de pies y manos y echado en medio de las plantas.

— ¿Qué haces aquí, mi señor? -preguntó Tabriz-. ¿Te sorprendieron los “águilas”?

— ¡Bien ves que estoy amarrado! -contestó Abei fingiendo indignación-. ¿Te parece que lo haya podido hacer yo mismo?

Con algunos golpes de “cangiar” el servidor cortó las ligaduras sin dejar de notar que estaban tan flojamente anudadas que con un pequeño esfuerzo hubiese podido desembarazarse de ellas.

— ¡Hace seis horas que estoy aquí! -dijo Abei ponién dose ágilmente en pie-. ¡Podías haber venido antes! -Teníamos que defender a Talmá, señor, y los malditos

bandoleros nos tuvieron ocupados hasta el alba. -¿Se la llevaron a Talmá?

— No, por verdadero milagro: una hora más que hubiésemos tardado y la casa habría sido tomada por asalto.

Abei se había puesto intensamente pálido y una profunda arruga surcaba su frente.

— ¡Hossein está allí?

— Sí, con el “beg”.

— ¿Y quiénes son estos hombres que te acompañan?

— Los sartos de Talmá.

— ¿Entonces se hará la boda? -quiso saber el primo felón, conteniendo a duras penas un gesto de rabia.

— Sí, señor, esta noche, a la caída de la tarde -le informó el servidor-; de manera que debemos ponernos en marcha sin pérdida de tiempo si quieres asistir. El “beg” cuenta con tus halcones y tu montura; la caravana debe de haber llegado ya con los regalos…

¡Traigan un caballo! -ordenó a los de la escolta.

Uno de los sartos avanzó, saltó a tierra delante de Abei y dijo:

— ¡Larga vida al sobrino del “beg” Giah Agha! ¡Aquí está el mío, señor!

El joven lo aceptó sin dar las gracias; el dueño montó en las ancas del de un compañero y el pelotón salió al galope en dirección a la tienda. El primo de Hossein no volvió a abrir la boca y parecía entregado a tétricos pensamientos.

— Señor -observó en cierto momento Tabriz-, se diría que estás muy disgustado.

— Es verdad -contestó el taciturno -estoy furioso contra esos perros ladrones y además intrigado: me gustaría saber quién los habrá impulsado a dar este golpe de mano.

— También yo me lo pregunto -asintió el coloso-. Detrás de esto debe esconderse la mano de algún poderoso: el khan de Bukara o el de Chiva.

— Es posible -convino Abei y volvió a encerrarse en su mutismo.

Una hora después llegaron a la tienda y próximos a ella hallaron a los dos bribones que dejaron en libertad la noche anterior Hossein y Tabriz. Este, ayudado por los sartos, arrancó las pértigas y plegó los paños; hizo retirar alfombras y tapices, cofres y cojines y cargar todo sobre los caballos, dejando a Abei que se ocupase de sus halcones. A las tres de la tarde la caravana llegaba a la casa de Talmá rebosante de gente venida de todos los poblados vecinos.

La realización de un matrimonio en las estepas turanas es un acontecimiento de singular importancia que se realiza con grandes comilonas y diversiones y juegos en que los concurrentes hacen derroche de alegría y alarde de habilidades. Ese día se da hospitalidad a todo el mundo, amigos y forasteros y hasta a enemigos, los cuales no tienen nada que temer, por lo menos mientras duran las fiestas. Cuando los contrayentes son ricos, les agrada hacer ostentación de lujo y munificencia y no es raro que congreguen a millares de personas, algunas procedentes de lugares muy alejados, sabedoras de que se organizarán cacerías y carreras y banquetes colosales.

Las nupcias de Talmá y Hossein había atraído un numeroso concurso de caballeros bien montados, en hábito de fiesta, con enormes turbantes de variados colores y armas relucientes. ¿Quiénes eran y de dónde venían? Nadie hubiera osado dirigirles esa pregunta que, de acuerdo con la ley de la hospitalidad turquestana hubiese constituido una grave ofensa. Muchos eran sartos del Takhunt, gente amiga, que se distinguía por su larga túnica; otros, de blusa corta y anchas fajas de algodón, amplios calzones y botas amarillas

o rojas, de cara barbuda y aspecto de bandoleros, pertenecían a otras tribus situadas, a leguas de distancia.

Los servidores de Talmá, con la colaboración de algunos aldeanos y de la escolta del

“beg”, llegada con los regalos, habían hecho todos los preparativos. Se habían tendido larguísimas mesas para el banquete nocturno y alineado cantidad de calderas para cocinar los trozos de carnero que habían preparado durante el día los cocineros improvisados, y al lado de ellas formaban centenares de tinajas rebosantes de leche ácida de camella. Todos los invitados podían comer y beber a reventar, para que pudiesen después alabar y propagar por todas partes las riquezas y la generosidad del “beg” y de los esposos.

El sonido de un cuerno anunció a los huéspedes, que se habían formado en dos interminables filas a lo largo de la estepa, que la cacería con halcones, primer número de la fiesta, iba a comenzar y que tres gacelas, animales velocísimos, serían la presa de esos rapaces. Se abrió la puerta principal de la casa y apareció Abei pomposamente ataviado en su hermoso bridón y llevando en el puño izquierdo, resguardado por un grueso guante, a su pájaro favorito. Detrás venían los novios: Hossein endosaba un hermoso traje persa de seda blanca con grandes alamares de oro y un gorro cónico con penacho adornado de diamantes y esmeraldas; Talmá, montada en cándida yegua, vestía su indumento de esposa: una magnífica túnica de seda encarnada, sin mangas, que dejaba al descubierto sus hermosos brazos engalanados con preciosas pulseras; calzones a la turca, de seda blanca; una faja azul rodeando sus curvas escultóricas y babuchas rojas con bordados de plata: cubría su cabeza con una especie de tiara de plata dorada incrustada de turquesas y tenía los cabellos separados en dos grandes trenzas, alargadas artificialmente con pelos de camello, sujetas por ristras de perlas y tapadas en parte por un rico encaje antiguo salpicado de rubíes, zafiros y esmeraldas, que le llegaba hasta la cintura. Giah Agha, que venía el último, estaba envuelto en una severa casaca de paño oscuro, se había ceñido un cinturón de piel amarillo que apretaba su famosa cimitarra de Damasco y rodeado su cráneo con un monumental turbante cuyo penacho sostenía un zafiro de inestimable valor.

Cada cual llevaba un halcón en la izquierda perfectamente enguantada y su aparición fue saludada con un alarido salvaje que salía de mil bocas:

— ¡“Uran”!…¡“Urán”!

Era el tradicional grito de los turquestanos que, como el de los cosacos, expresa a la vez furor y entusiasmo y es de exaltación y de guerra. En seguida de una choza levantada en medio de las altas hierbas se le dio libertad a tres graciosas gacelas capturadas vivas el día anterior, las cuales se lanzaron en veloz carrera por la vasta llanura, perseguidas por una turba de jinetes a la que precedían los novios el “beg”, Abei y Tabriz, flanqueados por grandes lebreles con la lengua afuera y la cola al viento.

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