Capítulo 7 La Desaparición De Abel Dullah

Después de la partida apresurada de Hossein y Tabriz, el viejo “beg” había quedado completamente solo en la tienda, pues Abei Dullah marchó también en procura de la escolta que debía venir de occidente. Hechos sus preparativos de defensa, en previsión de que algún grupo de salteadores pudiese intentar un golpe de mano sabiéndolo sin compañía, había vuelto a dedicarse a aspirar el aromático humo de su narguilé. Como la noticia de la inminente boda de su sobrino Hossein con la bella Talmá se había difundido por toda la estepa y los presentes de los ricos son siempre de gran valor, no era difícil que el ataque de los bandoleros del desierto estuviese dirigido más contra los regalos que contra los contrayentes. Eso, por lo _venos, pensaba el “beg”, que en su juventud había sido un guerrero indómito y cuyos ardores bélicos los años no habían logrado atenuar.

Apenas los tres compañeros habían desaparecido en la oscuridad, aprontó sus arcabuces persas de largo alcance, se acomodó dos pistolas en la cintura, al lado de su “cangiar”

adornado de rubíes, y turquesas, y fue a situarse en la entrada de la tienda.

— Si los bandoleros tienen el antojo de hacerme una visita -musitó- los recibiré con todos los honores que merecen.

Su pipa se había apagado; volvió a encenderla y prosiguió:

— La escolta no puede tardar en llegar: el caballo de Abei nada tiene que envidiar en ligereza al de Hossein y al mío… A propósito. Será mejor que ponga a éste al seguro y que lo tenga cerca… ¡Heggiaz! -gritó.

Un relincho respondió en seguida al llamado y un soberbio bridón surgió de la sombra y corrió a poner su hocico en las manos de su amo. Era todo negro, de reluciente pelaje y enjaezado con lujo oriental: la gualdrapa que lo cubría hasta el vientre estaba bordada en plata, con adornos de perlas en los cuatro ángulos y de la montura y bridas colgaban cadenillas con monedas de oro. El “beg” le echó una bocanada de oloroso humo en las narices, que el animal pareció gustar, y le dijo:

— Acuéstate cerca mío, mi bravo Heggiaz: tú percibes a los enemigos desde lejos mejor que yo.

El caballo obedeció dócilmente y se tendió en medio de las hierbas que crecían junto a la tienda. Pasó más de una hora, durante la cual se oyó el silbido del viento y el movimiento que hacían los halcones inquietos. El anciano ya no fumaba con su calma habitual, como lo denunciaba el fuerte burbujear del agua del narguilé.

— Abei debería ya estar aquí con la escolta -murmuraba preocupado-. ¡A menos que haya tenido algún encuentro con los “águilas”! ¿Y Hossein? ¿Habrá llegado a casa de Talmá? Por él no temo, pues lleva consigo a Tabriz que vale por diez hombres y además, es más fuerte y valiente que su primo…

De pronto el caballo lanzó un agudo relincho y volvió las orejas hacia el oeste. El anciano se puso de pie y martilló uno de sus fusiles a la par que aguzaba el oído.

— Debe ser Abei que se adelantó a la escolta -se dijo al percibir un precipitado galope.

Pocos minutos después vio al que lo producía dar la vuelta a la tienda, acaso para frenar su impulso, y topar violentamente contra Heggiaz.

— ¡Ader que vuelve sin Abei! -exclamó al reconocer al animal-. ¿Qué desgracia le habrá sucedido? Una caída no es posible, pues no sólo es un experimentado jinete, sino que su corcel no se habría movido de su lado.

Llevó a éste bajo la lámpara y lo observó: no mostraba ninguna herida y su guarnición estaba intacta. El anciano hizo un gesto desesperado.

— ¡Hossein y Talmá en peligro, Abei desaparecido y yo sin poder saber nada! ¡Malditos

“águilas”! ¡Que la ira del Profeta caiga sobre ellos! ¿Qué hacer? …

Permaneció un momento inmóvil contemplando con mirada colérica la dilatada estepa; luego tomó una resolución.

— ¡Iré a pedir ayuda a los sartos!

Ató a un poste el caballo del sobrino, apagó la lámpara, bajó la pesada manta que servía de puerta a la tienda y echándose el fusil a la espalda llamó a su Heggiaz. Tomado de las crines puso un pie en el estribo y con la agilidad de un joven saltó a la silla.

— ¡Y ahora, mi bravo, no pares hasta la aldea de los sartos! -dijo a su bridón.

El noble animal partió como un rayo hacia el norte, en dirección al poblado próximo a la casa habitada por Talmá, de quien dependía como una especie de feudo, ya que. el padre había sido “beg” de la tribu. Giah Agha pensaba alcanzarlo antes de una hora y media y la fortuna favoreció sus propósitos, pues los bandoleros, seguros de no ser molestados y ansiosos de apoderarse de los tesoros encerrados en la casa, habían cometido la imprudencia de no distribuir centinelas en la llanura y pudo atravesarla sin ningún mal encuentro, fuera de algún grupo de lobos que no se atrevieron a atacarlo. Era la medianoche cuando entró en la aldea integrada por un centenar de casitas y en la que reinaba un profundo silencio. Sus habitantes dormían como benditos sin imaginar que los

“águilas de la estepa” estaban asaltando la morada de su señora. El “beg” se detuvo delante de una casa mayor que las demás y descargó su arcabuz al aire. No había cesado el eco de la detonación y ya se veían iluminarse algunas de las pequeñas ventanas y partir gritos de diferentes casas. En la terraza de la más cercana apareció un hombre armado de fusil y con una antorcha encendida.

— ¡A las armas, sartos! -aulló con voz tonante-. ¡Nos asaltan los “águilas”!

— ¡Cállate, grajo! -le espetó el anciano-. En lugar de chillar, baja y reúne a toda tu gente.

— ¿Quién eres? -quiso saber el sarto.

— ¡El “beg” Giah Agha!

El hombre desapareció para presentarse poco después acompañado de varios otros que llevaban en las manos lámparas y mosquetes.

— ¿Tú, señor? -exclamó con expresión de estupor el que había dado la alarma.

— ¡Mientras ustedes duermen, los bandidos están asaltando la casa de vuestra patrona!

— ¡La casa de la princesa! -repitieron muchas voces.

— ¡No pierdan tiempo! Reúnan la mayor cantidad de combatientes y síganme. Daremos a los condenados “águilas” una buena lección.

De todas partes venían corriendo hombres armados y cada cual con su respectiva montura.

— ¿Cuántos son? -preguntó el “beg”.

— Unos doscientos -contestó el de mayor edad.

— Bien. ¡A caballo! ¡Giah Agha los conduce!

La fama del viejo caudillo era conocida; por otra parte, los sartos siempre se mostraron valientes soldados, en sus continuas guerras con quirguizos y usbekis, los eternos depredadores de la llanura turana. En un lapso corto el pelotón estuvo listo y abandonó la plaza acompañado por las voces de las mujeres y ancianos que le. gritaban:

— ¡Regresen vencedores!

También el almuecín había subido al pequeño minarete de la mezquita, ya medio derrumbado, y berreaba con todas sus fuerzas:

— “¡Slonchay! … ¡Dismillahir rahmunvir rahim! ”{5}

El “beg” se había puesto a la cabeza del escuadrón y lo conducía con una velocidad vertiginosa. Habían recorrido apenas un par de millas cuando comenzaron a oír el estruendo de la mosquetería.

— ¡Preparen las armas! -ordenó el jefe, enderezándose en los estribos y empuñando su

“cangiar”-. ¡Y peguen sin compasión!

La desenfrenada carrera prosiguió todavía por algunos minutos mientras las descargas se hacían más seguidas e intensas.. De pronto algunos de los sartos comenzaron a gritar:

— ¡“Kabarda! ¡Kabarda! ”{6}

Varios hombres huían a caballo a través de la estepa; lampos de fuego salían de las hierbas y se cruzaban con otros procedentes de la casa de Talmá, ahora visible.

— ¡Toca a cargar, ordenanza! -comandó el “beg”.

Un hombre que lo seguía de cerca sacó de la silla una especie de corneta y se puso a soplarla con furia, arrancándole notas estridentes que se propagaban a gran distancia. Eso fue lo que produjo el desbande de los “águilas de la estepa”.

— ¡Padre! -gritó Hossein, cuando el anciano jefe llegó junto a la casa.

— ¿Dónde está Talmá? -preguntó Giah Agha mientras bajaba del caballo-. Manda abrir la puerta.

— Está aquí, cerca mío -contestó el joven dando la orden a los servidores.

En tanto se retiraban las dos pesadas losas que cerraban las entradas de la casa, los sartos emprendieron la persecución de los malhechores, deseosos de vengar los arrasamientos de sus tierras y los robos de majadas que tantas veces habían sufrido de

ellos. El “beg” penetró al interior precedido de su ordenanza y se encontró con Hossein y Talmá que lo esperaban al pie de la escalera que llevaba a la galería.

— ¡Allah sea loado y su Profeta! -exclamó abrazando a los dos jóvenes-. Temía no llegar a tiempo… Espero que los “águilas” ya no volverán a turbar vuestra felicidad.

— ¡Gracias por el augurio, padre! -respondió la melodiosa voz de Talmá.

— ¿Y Abei? -inquirió Hossein-. ¿Está dando caza a los enemigos?

— No lo he visto -le informó el anciano. Su caballo volvió a la tienda sin jinete.

— ¡Abei desaparecido!… -gritaron a un tiempo los dos prometidos.

— Temo, hijos míos, que haya tenido alguna malaventura antes de alcanzar a la caravana.

— ¡Hay que salir a buscarlo! …

— Sí; voy a confiar esa misión a Tabriz. Me apenaría que no asistiese a vuestra boda.

El gigante era muy conocido de los sartos: eligió a veinte de ellos, montó a Heggiaz, el cual a pesar de la larga carrera aparecía como recién salido de la caballeriza, y se puso en marcha al instante, mientras desde la veranda el “beg” le gritaba:

— ¡Regresa pronto y con él!

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