Capítulo 2 La tienda del “beg”

La luz se había extinguido en la, inmensa llanura que se extiende desde las riberas orientales del mar Caspio a las occidentales del lago Aral, cuya sola vegetación se compone de hierbas que en verano el sol ardiente reseca y reviven lozanas bajo el clima invernal. La noche no era muy oscura, sin luna ni estrellas; el cielo estaba lleno de vapores y el frío se sentía intensamente a causa de la abundante escarcha que cubre en la estación de otoño ese suelo que en estío quema como una brasa. Un viento seco y cortante que venía del mar, soplaba con intermitencias, doblando las altas hierbas y haciendo oscilar la tienda del Giah Ágha, pese a la gran piedra que tenía atada a la correa central para darle mayor estabilidad.

Los turcomanos, esos terribles nómades que tanto quehacer dieran no pocas veces a rusos, persas, beluchistanes y hasta afganos, son famosos por la construcción de sus tiendas, capaces de resistir los vientos impetuosos que se desencadenan en aquellas interminables planicies. Tienen una forma especial, diferente de la de los árabes y más aún de la de los “wigwam”, los pieles rojas americanos Semejan elevadas cúpulas debido a que su armazón consiste en pértigas elásticas profundamente plantadas en el suelo, con la parte superior arqueada y bien sujeta’ a un anillo de hierro. El revestimiento es de fieltro muy compacto, impenetrable a la lluvia y de color oscuro.

Aunque esas viviendas no son en general muy amplias, las de Giah Agha eran de excepcionales dimensiones, prueba de que su dueño no pertenecía a la simple clase de los criadores de caballos y camellos. Antes de armarla se había limpiado bien el terreno y ahora se hallaba extendida sobre él una magnífica alfombra persa de dibujos y colores bellísimos. Contenía valiosos cofres de cedro del Líbano llenos de incrustaciones de metal y grandes almohadones y cojines de seda roja con bordados de plata. De las pértigas colgaban armas dignas de un príncipe: arcabuces de larguísimos caños cubiertos de delicados arabescos y madreperlas en las culatas; “cangiares” de acero fino en cuyas empuñaduras se hallaban engarzadas zafiros y turquesas y en las hojas llevaban burilados versículos del Corán. En un ángulo se veían acurrucados cuatro hermosos halcones con las cabezas encerradas en capuchas de cuero y las garras sujetas con cadenitas de plata, los cuales gemían quedamente cada vez que la pesada piedra bomboleaba e imprimía a la tienda violenta oscilación.

El anciano “beg”, tendido sobre un muelle almohadón y con la cabeza apoyada contra una pértiga, fumaba plácidamente mirando distraído a los pájaros y prestando atención a los susurros del viento. Su narguilé, de cristal puro y grabado con viñetas doradas, expandía a intervalos con medida lentitud, por el tubo sobrante, nubecillas de humo impregnadas de un agudo olor a rosas, que se confundían con las que salían de los labios del fumador. Este había consumido casi todo el tabaco y el agua comenzaba a burbujear cuando una fuerte ráfaga que conmovió la tienda lo hizo sobresaltar.

— ¿No le habrá sucedido alguna desgracia al excelente Hossein? -murmuró- ¿Y qué será de Abei Dullah? ¿Dónde se habrá detenido la caravana? Estamos en la víspera de la boda y ya deberían estar aquí para limpiar las armas y preparar los caballos para la gran carrera.

Como si quisiese dar consistencia a sus presentimientos, se oyó en ese instante un tiro de fusil que repercutió largamente dentro de la tienda. El anciano dejó caer la cánula de su pipa y se incorporó llamando.

Apareció un turcomano de enorme estatura, imponente aspecto, gran barba rojiza e hirsuta y un par de ojos rapaces. Vestía como los de clase inferior: sombrero velludo en forma de piña, casaca de fieltro grosero, ancho cinturón de cuero que sostenía dos “cangiares” de curvas hojas, y botes negras terminadas en punta.

—¿Qué deseas, “beg”? -preguntó.

— -¿Has oído? ¿Habrá sido Hossein el que hizo fuego?

— -Sí, patrón; es su arcabuz el que ha disparado. Reconocería el tiro entre mil.

— ¿Contra quién lo habrá hecho? -caviló el viejo preocupado.

— No te inquietes, “beg” -lo tranquilizó el gigante-. Tu sobrino es el hombre más valeroso de la comarca y yo dormiría confiado aunque lo supiese haciendo frente a veinte enemigos.

— Antes de partir me habló de movimientos de los “águilas de la estepa” y tú sabes que cuando estos salteadores abandonan los desiertos del Aral, nunca lo hacen en corto número.

— Hossein se ríe de ellos -dijo el coloso encogiéndose de hombros-. Por otra parte, es bien conocido en la estepa el Giah Agha. ¿Quién osaría atacar a sus familiares? Bien saben esos bandidos que, peses tus años, no ha perdido tu brazo su fortaleza y que los guerreros de tu tribu son de los más valerosos. ¿No condenaste acaso a la ceguera el año pasado a diez barbas blancas que habían acaudillado a la partida de “águilas” que asaltaron una de tus caravanas? La lección les habrá servido de escarmiento, patrón…

— ¡Escucha, Tabriz! -lo interrumpió el anciano.

— No oigo más que el murmullo del viento entre las hierbas.

— ¿Lleva los perros consigo Hossein? ¿No los sientes ladrar?

— Van con él, sí, pero no los oigo.

— No estoy tranquilo, Tabriz.

— ¿Quieres que monte a caballo y vaya en busca de tu sobrino?

— ¡No es necesario, mi bravo titán! -declaró en ese momento una voz sonora a la entrada de la tienda-. ¡Aquí me tienes, padre; completamente sanó!

El recién llegado era un joven no mayor de veinte años, cuyo hermoso semblante más reproducía las perfectas líneas masculinas de los persas que las angulosas y rudas de los turquestanos. Era de elevada estatura y de formas vigorosas; ojos muy negros y vivaces coronados por cejas tan tupidas y oscuras que parecían pintadas con antimonio; tenía una boca tan bien dibujada que la hubiera envidiado una niña y le daba sombra un bigotito castaño terminado en audaces puntas. Su rostro reflejaba la franqueza y la osadía y se adivinaba en sus miembros una fuerza poco común. Vestía como los grandes señores de Ispahán y Teherán: una casaca más bien corta, de anchos bordes dorados y abierta en el pecho para dejar en descubierto la camisa de blanca seda; amplia faja encarnada; calzones a la turca que le llegaban a las rodillas; altas botas amarillas con muchos pliegues, como las de los usbeki. En lugar de turbante cubría su cabeza una especie de “hobak” tártaro coronado por un pequeño penacho.

— ¿Estabas intranquilo, padre? -preguntó el joven desprendiéndose del fusil que llevaba colgado a la espalda y del “yatagán” de vaina roja laminada de oro.

— ¿Fuiste tú el que tiró hace poco, hijo mío? -inquirió a su vez el anciano, ya sereno.

— Sí, padre, disparé a quinientos metros de la tienda. -¿Contra quién?

— Me pareció ver una sombra que se deslizaba entre las hierbas y temiendo se tratase de algún asesino, le envié un tiro de advertencia para hacerle comprender que estábamos en guardia.

— ¿Lo mataste?

— No lo sé, pero dentro de poco regresarán los perros y si hubiera caído, traerán algún trozo de su vestidura…

En ese momento dos de esos animales penetraron en la tienda: un lebrel al que los turcomanos llaman “tazé”, grueso, alto, pesado, de mandíbulas formidables y un “gurdios” bajita, de orejas punteagudas, especie apta para toda clase de caza especialmente la del zorro, al que siguen obstinadamente durante días y noches enteros. Hossein miró al más grande y constató que no tenía nada en la boca ni estaba manchada de sangre.

— ¿Será posible que haya fallado? -comentó-. Sin embargo, hay pocos en la estepa que sepan emplear el arcabuz con tanta eficacia como yo.

— Has de haber tirado contra una sombra -sonrió el viejo-. ¿No has visto a los “águilas”?

— No, padre -daba este nombre al anciano- pero uno de nuestros camelleros me dijo que ayer por la mañana varios pastores le advirtieron que tuviera los ojos bien abiertos porque habían visto pasar muchos jinetes sospechosos la noche anterior.

Giah Agha hizo un gesto de duda y expresó:

— Nadie se atrevería a asaltarnos, hijo; ocupémonos, pues; de tu matrimonio. Piensa que mañana debes presentarte a tu novia con los mejores atavíos y las más bellas armas.

El rostro del joven se iluminó de intensa alegría.

— Suspiro por el instante en que volveré a verla, esta vez para hacerla mía. Hace tres meses que estamos separados.

— ¡Parece que la quieres mucho, muchacho!

— ¡Más que a la vida, padre! Y creo que seré el hombre más dichoso de la estepa.

— No te falta razón. Hossein, pues si a ti te consideran el joven más brillante que existe entre el Caspio y el Ara¡, ella es la más extraordinaria criatura que ha salido de las manos de Allah.

Con los ojos semicerrados el muchacho parecía perseguir una visión encantadora, porque tardó algún instante en volver a la realidad y ordenar:

¡Tabriz, tráeme mis armas! Voy a darles tal brillo que van a encandilar las hermosas pupilas de mi adorada Talmá!

El gigantesco turcomano, que hasta entonces había estado contemplando al joven con una especie de adoración, se acercó a un gran cofre cerrado de hierro y extrajo dos espléndidos “cangiares” con mangos de plata cincelada y engastados de turquesas y esmeraldas; un par de pistolas con placas de oro en las culatas y un sable legítimo de Damasco. Hossein se acomodó sobre un cojín y con un pedazo de fieltro se puso a frotar vigorosamente los metales. El viejo “beg” había vuelto a asir la cánula de su narguilé y fumaba espaciosamente a la par que seguía con interés y visible complacencia los movimientos de su sobrino. Tabriz, junto a la puerta, con los dos perros acurrucados a su lado, escrutaba en la negrura de la noche la misteriosa llanura. Durante algunos minutos reinó en la tienda un gran silencio sólo interrumpido por el crujir de las pértigas, hasta que Giah Agha preguntó a Hossein:

¿Llegará la caravana antes del alba?

— No lo creo, padre -contestó el muchacho-. Los camellos estaban agotados y también los caballos, salvo el de mi primo Abei.

— ¿Por qué no vino con nosotros Abei? Ahora se encontraría mejor aquí que acampando en la estepa. La caravana cuenta con bastantes hombres para defenderse.

Hossein dejó la pieza que estaba limpiando, se puso de pie y mirando fijamente al anciano le dijo:

— ¿No has notado, padre, que desde hace algún tiempo mi primo ha cambiado de humor?

— Es verdad -confirmó el “beg” después de un momento de reflexión-. Me he dado cuenta de que se ha vuelto excesivamente frío y muy avaro de palabras. Es que sin duda ha de pensar con demasiada intensidad en su bella prima, pero deberá tener paciencia y cumplir antes los veinte años para que le entregue a la muchacha que ama. Y entonces, tú en las orillas del Aral, él en las costas del Caspio y yo en la estepa, uniremos los dos mares y la planicie con nuestros corazones.

El sobrino lo dejó hablar y cuando hubo terminado le replicó:

— ¡La muchacha que ama! ¡Te engañas, padre! ¡No la ama, la detesta!.. . ¿Y sabes por qué?

El barbiblanco hizo un gesto de estupor. Hossein prosiguió:

— Porque le dijeron que la hija del Rahn de los Tadyicki sólo hubiera aceptado la mano de un hombre… -Se interrumpió indeciso.

— Continúa -lo alentó el anciano. -… que se llama el “beg” Hossein.

— ¡Tú!

— Eso se dice.

— ¡Pero yo la he destinado a tu primo! -gritó Giah Agha con la frente contraída.

— El “beg” Hossein únicamente ama a la bella Talmá; su corazón no late sino por la más esplendente hija de los sartos. Nada tiene que temer Abei de mí, padre; bien sabes que soy leal.

— Sí -reconoció el viejo “beg” ya tranquilo-; eres demasiado noble para engañar a tu primo. Los dos han crecido juntos; su padre y el tuyo eran hermanos y ambos cayeron valientemente combatiendo contra las falanges del kahn de Bukara; por tus venas y las de Abei corre la misma sangre. Los adopté a los dos y los amo como si fuesen carne de mi carne; todas mis riquezas les pertenecerán un día, pero ¡guay si surgiere entre ustedes alguna rivalidad! ¡El anciano Giah Agha, el antiguo guerrero que hizo temblar hasta a los rusos, sería inexorable!

— Soy leal -repitió el joven- y sólo amo a ti y a Talmá.

En ese instante Tabriz se levantó rápidamente para contener a los perros que se habían puesto a aullar y forcejeaban por lanzarse afuera.

— ¿Qué pasa? -preguntó el señor-. ¿Es el murmullo del viento o los dulces sones de una

“guzla” lo que percibe mi oído? ¿Quién puede ser el hombre que en una noche semejante se divierta haciendo música en medio de la estepa?

No había terminado de decirlo cuando el grueso lebrel dio un fuerte ladrido y Tabriz informó:

— Oigo nítidamente el galope de un caballo. ¿Será alguno de la caravana?

Hossein sin hablar tomó su largo fusil y lo martilló.

— ¿Qué haces? -le preguntó el “beg”.

— Puede ser un “águila”, padre -respondió el joven yendo a reunirse con Tabriz que trataba de atravesar las tinieblas con la mirada.

— Sí, es un caballo -confirmó el coloso turcomano- y parece venir de occidente. ¿No lo distingues, patrón?

En la oscura línea del horizonte que el leve resplandor de algún relámpago lejano alumbraba de cuando en cuando se divisaba la figura de un animal,-que se acercaba en carrera desenfrenada.

— ¿Quién vive? -le gritó Hossein apuntando su fusil cuando estuvo a corta distancia.

— ¡Abei Dullah! -contestó una voz traída por el viento.

— ¡Mi primo! -exclamó el joven sorprendido-. ¿Por qué habrá abandonado la caravana que conduce los regalos de boda para mi prometida? ¿Habrá sido asaltada por los bandoleros esteparios?

El jinete, que avanzaba a gran velocidad haciendo dar al corcel ‘saltos extraordinarios para salvar las grietas del terreno, en pocos segundos estuvo junto a la tienda y abandonó la silla con habilísimo movimiento.

— ¡La ventura sea contigo, Hossein! -gritó como saludo, mientras Tabriz tomaba al caballo por la rienda-. ¿Está nuestro padre todavía despierto?

— Sabes bien que no se duerme en vísperas de bodas -respondió el primo- y que el novio esta noche debe preparar sus armas.

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