Capítulo 3 El “mestvire”

Giah Agha al ver entrar a Abei cuya insignificante figura aparecía más mezquina junto a la de su primo Hossein, se levantó para inquirir con cierta ansiedad:

— ¿Traes acaso alguna mala noticia, Abei?

— No, padre -lo tranquilizó el recién venido tratando de evitar su inquisidora mirada-. La caravana no corre ningún peligro, a pesar que desde hace algunos días ha sido señalada en el norte una numerosa banda de “águilas de la estepa”.

— ¿Por qué has abandonado a nuestros hombres? -quiso saber el anciano.

— Para poder pasar con mi primo su última noche de libertad. Mañana se habrá unido para siempre a la mujer que ama y ya no podré gozar de su grata compañía. Por lo demás, nuestros hombres se bastan para tener a raya a los bandoleros.

— ¿Está preparado tu caballo para la gran carrera? Quiero que demuestres a los sartos la habilidad de los jinetes del Caspio.

— Desde hace siete días sólo lo alimento con heno bien seco -informó Abei-. Correrá más veloz que el viento, como las trombas de arena de los desiertos turanos. Tabriz: tráeme un narguilé y “cumis” para hacer más placentera la velada.

El coloso ató el caballo a un poste plantado a unos pasos de la tienda junto a otros tres soberbios ejemplares; luego trajo un gran vaso que contenía leche de camella fermentada y otra pipa de cristal de agua y provista del fuerte tabaco llamado “tumbac”. Abei se había sentado en cuclillas cerca de los halcones y se puso a sacudir las cadenas para despertarlos. Hossein había vuelto a dedicarse al pulido de sus armas; el viejo “beg”, recostado en sus almohadones, chupaba lentamente de su boquilla de ámbar. Todos permanecieron callados durante algunos minutos. Abei parecía divertirse en irritar a los pájaros, aunque un observador habría notado como a veces fijaba en el primo su mirada y contraía los labios en una perversa sonrisa. La voz de Tabriz rompió el silencio.

— Lo que usted oyó, patrón, fue realmente el sonido de una “guzla” y parece que se viene acercando -dijo.

Abei Dullah se estremeció y dejó de fumar.

— ¿Ves a alguien? -preguntó al servidor el viejo jefe.

— No, todavía -contestó éste.

— ¿Algún músico o romancero de la aldea de Talmá?

— No sería difícil que lo hubiese enviado mi prometida -dijo Hossein levantando la cabeza-. Tú sabes, padre, que los sartos tienen la costumbre de hacer concurrir a los más famosos para animar sus banquetes nupciales.

Un hombre había surgido de la oscuridad y ahora apresuraba el paso guiándose por la

luz que expandía la lámpara colgada delante de la tienda. Desde la puerta saludó a sus ocupantes:

— ¡Que Allah los cubra con su protección, mis buenos señores! Permítanme que alegre la velada del futuro esposo de la incomparable Talmá, la bella entre las bellas.

— Aproxímate -le dijo Tabriz-. La tienda del “beg” Giah Agha esta noche está abierta para todos,, hasta para los bandidos de la estepa, si viniesen con buenas intenciones.

El músico, arrancando sones a las cuerdas de su instrumento, penetró en la tienda mostrándose en plena luz. Era el mismo que soportaría más tarde el espantoso suplicio inventado por la mente infernal de los verdugos persas. Llevaba en la cabeza un pesado gorro de piel de cordero negro, en forma de cono truncado y vestía una largó túnica de burdo paño oscuro que le llegaba hasta las gruesas botas claveteadas. Todas sus armas parecía consistieran en un “yatagán” de ancha hoja, pero cierto abultamiento de la ropa hacía sospechar que llevase alguna pistola.

— ¿De dónde vienes? -le preguntó el “beg”.

— De la casa de la sin par Talmá, mi señor -respondió humildemente, curvando su dorso de bisonte-. He tocado bajo sus ventanas hasta la puesta del sol.

— ¿Es ella la que te manda? -quiso saber Hossein.

El músico tuvo una breve hesitación, y antes de contestar, miró de soslayo a Abei, que estaba entretenido con los halcones. Después de un rato dijo:

— No, mi señor.

— ¿Cómo has sabido, pues, que acampábamos aquí?

— Un pastor sarto me lo reveló y decidí venir a regocijar tu noche. Soy pobre y debo aprovechar todas las buenas ocasiones que se me ofrecen para poder vivir y ellas no se presentan todos los días.

— Mi siervo te dará de comer y beber -declaró el anciano- y cuando te vayas, no será con la bolsa vacía. Tabriz: trae algo para este hombre.

El gigante abrió un cofre, sacó un plato de plata llenode trozos de cordero asado y lo puso cerca del “mestvire” que se había sentado sobre la alfombra y templaba su “guzla”.

— Voy a narrarles, mi señores -comenzó éste- la historia del alfarero de Albonaz. ¿La conocen?

— No -respondió el “beg”.

— Escúchenla, entonces:

Al pie de las montañas de Albonaz, en una peque ña aldea, habitaba un “mollah”{4} de nombre Tafilet. Un día fue a visitarlo un alfarero al que conocía muy bien por haberle comprado varias veces vasijas de barro. El “mollah”, aunque pobrísimo, era muy hospitalario y le ofreció lo que tenía: moras e higos secos, después de lo cual ambos se echaron a la sombra de un bosquecillo de granados, al borde de un arroyo, y se entretuvieron fumando y conversando. En cierto momento dijo el alfarero:

— Tengo en casa una hija que es bella como una flor de la estepa y ha alcanzado la edad

del matrimonio. Si la pudiese colocar convenientemente, yo recuperaría mi libertad y podría casarme otra vez, pues mi primera esposa se me murió hace mucho tiempo.

— Mi querido amigo -le replicó el “mollah”- yo también tengo una hija cuyo rostro es hermoso como la luna, sus cabellos semejan hilos de. oro y tiene los labios más rojos que el fruto de los árboles bajo los cuales nos hallamos. Pero ¿para qué nos sirven a ti y a mí los encantos de nuestras criaturas? Una esposa vale más que una hija, porque atiende con mayor celo los quehaceres domésticos.

Al final, los dos viejos acordaron cambiarse las respectivas hijas: el “mollah” se casó con la del alfarero y éste con la del “mollah”. Desgraciadamente la primera era una cabecita alocada y poco después del matrimonio empezó a dirigir miradas dulces a los jóvenes cazadores que frecuentaban la aldea los días de mercado. El “mollah” se dio cuenta de ello y en castigo le cortó la nariz y la mandó de vuelta a casa de su padre, con la explicación de que la había puesto en ese estado para que adquiriese juicio. El alfarero al verla mutilada se quedó perplejo y discurrió de esta manera:

— Si mi hija se muestra sin nariz en la aldea, la gente se burlará de mí y me pondrá de apodo “el padre de la desnarizada”. ¿Cómo podré soportar semejante ultraje?

Y para que nadie pudiera mofarse de él, la mató. Pero luego, exaltado por los remordimientos pensó

— El “mollah” se portó como un bruto y me debo vengar.

Llamó a su mujer y le dijo:

— Tu padre le cortó la nariz a mi hija y tuve que matarla para no convertirme en el hazmerreír del vecindario. Ahora es preciso que yo tome mi revancha, cha, de manera que voy a cortarte también a ti la nariz y las orejas por añadidura, para devolverte a tu padre.

Al oír esto, la muchacha estalló en sollozos y le pidió que le concediese algunos días de gracia.

— No quiero negarte alguna concesión -dijo el alfarero; esperaré hasta mañana, así podré afilar mejor mi cuchillo.

A las once de la noche el hombre, que en contra de la prohibición del Profeta bebía demasiado, se hallaba profundamente dormido y la muchacha, que no deseaba verse desfigurada, se deslizó de la cama sin hacer ruido y abandonó la casa.

La noche era fría, borrascosa y muy oscura, pero la hija del “mollah” sabía dónde se encontraban las tiendas de la tribu de los terines, a los que quería pedir protección, ya que no dudaba que si regresaba a la casa de su padre éste la mataría para evitar pleitos con el alfarero y si apelaba a las autoridades, acabaría por ser entregada a su marido.

Después de haber cruzado la planicie, atravesado montañas, vadeado ríos de aguas heladas y haberse extraviado no pocas veces, llegó… no al campamento mento de la tribu que buscaba, sino a uno de los rusos del mar Caspio. Y cuando la aurora asomaba por oriente, la mujer del alfarero e hija del “mollah”, llah”, se dio por salvada.”

Aquí interrumpió el “mestvire” su relato y arrancó algunos acordes a las cuerdas de su instrumento.

— ¿Y después? -preguntó Hossein que había escuchado la historia con sumo interés.

— Después -concluyó el romancero con tono marcadamente burlón- la muchacha se Basó con el jefe de una tribu turcomana y dejó en sus manos, a los tres meses de matrimonio, la nariz y las orejas.

Y coronó el epílogo con una ruidosa carcajada que hizo palidecer intensamente al orgulloso joven.

— ¿Qué es lo que quieres demostrar con esa historia? -preguntó éste con las cejas fruncidas.

— Que todas las mujeres son infieles -le contestó el músico.

— ¿Y vienes a decírmelo justamente a mí, que estoy por casarme. con Talmá? ¿Esconde acaso tu relato una amonestación o alguna otra cosa?

— Yo no lo sé, mi señor -expresó humildemente el mestvire”-. Sólo narro lo que he aprendido y nada más.

— Cuenta algo mejor -intervino el anciano al observar que el enojo de Hossein aumentaba por grados-. Los romanceros de nuestra estepa son más poéticos en sus relatos: El juglar pareció concentrarse, pero por debajo de sus tupidos párpados miraba fijamente a Abei Dullah el cual simulaba no prestarle ninguna atención. Luego bebió la mitad del vaso de “cumis”, templó la “guzla” y dijo:

— Escuchen esta canción:

He buscado la tumba de mi amada y no supe encontrarla. contrarla. ¡Ay de mí!

suspiraba gimiendo, ¿dónde está mi adorada?…

Divisé una rosa entre hojas y espinas, sola, aislada, y la interrogué con el corazón palpitante: ¿Eres tú mi amada? La flor en señal de asentimiento se estremeció meció e inclinándose dulcemente dejó caer algunas gotas de rocío, símiles a lágrimas.

Un ruiseñor voló por encima de mi cabeza y se posó sobre una mata. Me dirigí a él y le pregunté con voz tierna: ¿Eres tú mi amada? El ave extendió las alas, tomó con el pico la rosa y en su melodioso lenguaje me respondió que sí.

Una blanca estrella iluminó de improviso con suave fulgor a la rosa y al ruiseñor.

Interpelé a la estrella magnífica en su belleza: ¿Eres tú mi amada? Y ella me contestó con un chispazo de luz que hirió mis ojos.

El aire en ese momento me acarició levemente el rostro y me susurró al oído: ¡Ahí está la que buscas!

¡No te inquietes por ella! Transcurre los días tranquila desde la aurora hasta el crepúsculo; pasa la noche serena desde el atardecer hasta la madrugada; el ser que tú has amado se ha dividido en tres: una rosa, un ruiseñor, una estrella… “

El “mestvire” se puso de pie.

— La noche es oscura y los lobos pueden salir de sus madrigueras -dijo-. Mañana tengo que hallarme delante de la casa de la bella Talmá y habré de tocar y cantar largamente…

¡Buenas noches, mis señores!

— ¿Por qué no pernoctas aquí? -quiso saber el “beg”-. No faltan ni cojinetes ni tapetes y podrás comer y beber hasta hartas te.

— Prefiero volver a mi humilde choza -manifestó el “guzlero”-. Tengo mucho que pensar para extraer de mi memoria los cuentos más hermosos que quiero relatar mañana durante el banquete de bodas.

Giah Agha sacó de uno de sus bolsillos una bolsita conteniendo varias monedas de oro y la arrojó a su huésped que la atrapó al vuelo.

— ¡Buena suerte, mi señor! -deseó con un dejo de ironía en el tono a Hossein, ocupado en fregar vigorosamente el caño de una pistola.

Cambió una imperceptible seña con Abei Dullah y después de hacer una profunda reverencia al viejo “beg”, con su “guzla” en bandolera salió de la tienda. Durante algunos segundos se le oyó canturrear, hasta que el murmullo de las hierbas movidas por el viento cubrió su voz.

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