Capítulo 1 Los prisioneros

— A tus órdenes, sargento.

— Adelante. Tal vez haya que recoger algunos caídos en los barrancos… ¡Cargaba bien ese puñado de shagrissiabs! … Si Djura bey hubiese dispuesto de un par de miles como ellos, no hubiera caído tan fácilmente Kitab en nuestras manos.

— Deben haber quedado bastantes de los nuestros allí, sargento.

— Sí; vayan pues y atención donde ponen los pies. Cuida que no se apague la linterna; la noche es muy oscura.

— Así lo haré, sargento.

Cuatro soldados de línea mandados por un vigoroso cabo de pelo rojizo, avanzaron con precaución en el espacio comprendido entre los dos barrancos donde había sido casi exterminada la escolta de Hossein.

— No debemos estar lejos, muchachos -apuntó el superior-: las aves rapaces revolotean sobre nuestras cabezas y eso es señal de que hay muertos cerca. Abran los ojos.

— Esto es más negro que la boca de un cañón -protestó el que llevaba la linterna.

— Pídele a la luna que se muestre, tú que eres hijo de pope -le retrucó un compañero.

— Sería más seguro poner fuego a estas hierbas.

— Para que nos asáramos todos, ¿verdad? Cómo se conoce que no eres cosaco y no entiendes de cosas de estepa. Cuando arde, querido, hasta el incendio de los pozos petroleros de Bakú, con todos sus depósitos, haría un papel deslucido al lado de ella …

¡Ah, ya hemos llegado … ! ¡Entre hombres y caballos hay una buena cantidad de cadáveres aquí!

A cincuenta metros del segundo barranco se habían detenido. El cabo tomó la linterna y proyectó la luz delante suyo.

— Vamos a ver si encontramos algún camarada para darle sepultura; de los bribones de shagrissiabs no hay que preocuparse, los cuervos y halcones se encargarán de ellos.

— También puede haber algún herido -observó un soldado.

No sin repugnancia se pusieron todos a extraer cuerpos humanos debajo de los animales. Los caídos mostraban un aspecto fiero y todos tenían en sus manos contraídas por la agonía un “cangiar” o una pistola.

— Son bien feos -comentó el graduado- y tienen cara de bandoleros.

— Este no, cabo -exclamó uno de los subordinados que se había inclinado sobre un cuerpo-. Hasta haría buena figura entre los de la guardia imperial.

— A ver, Mikaloff. … -dijo el nombrado acercándose con la linterna-. En efecto, es un lindo muchacho.

— ¡Parece un príncipe! -admiró otro de los rusos-. Debe ser hijo de algún emir… no hay más que verle las armas… ¡Qué lástima haberlo muerto! ¡Tan joven!

— Levántalo un poco, Olaff -le indicó el cabo.

Dos soldados retiraron a Hossein de debajo del caballo y el suboficial se puso a revisarlo.

— Delante no se le ve ninguna herida… Denlo vuelta… ¡Ah, aquí, debajo del omóplato izquierdo! … ¡Bala! … ¡Pero me parece imposible que haya podido ocasionarle la muerte…! ¡Vamos, muchachos, todavía no ha expirado! … ¡Yo entiendo bastante de esto!

Los cuatro soldados que habían sentido una súbita simpatía por el joven, lo apoyaron sobre uno de los animales muertos; el cabo le quitó el “cangiar” de la mano, pulió la hoja y se la arrimó contra los labios diciendo:

— El aire es frío; veamos si se empaña el acero.

Algunos segundos después lo retiró y profirió un grito de gozo al ver que un ligero velo había enturbiado el metal.

— ¡Respira! … Aunque sea nuestro enemigo, me gustaría que se salvase.

Interrumpió el examen y retrocedió bruscamente, lo mismo que sus subordinados, acudiendo rápidos a sus fusiles. Una sombra gigantesca había surgido a pocos pasos y se les acercaba tambaleante increpándolos con voz ronca:

— ¡Qué están haciendo, canallas! … ¿Son los cuervos de la estepa?. .. ¡No toquen a ese joven o los mato a todos! .. .

— ¡Eh, eh! ¡Nosotros somos rusos y no ladrones! -le gritó el cabo preparándose a agredirlo.

El coloso se quedó callado y paseaba los ojos de Hossein a la linterna. De pronto dejó escapar un alarido desgarrador.

— ¡Mi señor…! ¡Muerto! ¡Muerto!.. , ¡Que Allah maldiga al condenado asesino!

— ¿Y si te engañaras, Hércules? -le dijo el suboficial-. ¿Quién es?

— ¡Mi patrón! … ¡El sobrino del “beg” Giah Agha! …

— Me imaginé que era de buena casa. Tranquilízate, Hércules; no está muerto; todavía no ha llegado al paraíso de Mahoma; parece que vive.

Tabriz dio un salto adelante, pero cayó sobre el mismo. caballo en que estaba apoyado su señor.

— ¡Condenada bala! -gimió apretando los dientes.

— ¿También tú estás herido? -le preguntó el cabo.

— Sí, pero no me preocupo por mí, ¡se necesita más que una bala para abatirme!.. .

— Ya lo veo, pareces más fuerte que un gorila.

— Cabo -le observó Olaff- estamos perdiendo el tiempo en charlar en vez de curar al muchacho.

— Tienes razón. Colóquenlo en una frazada y llevémoslo al campamento; nuestros médicos se encargarán de él. Más tarde volveremos a inspeccionar a los caídos. Tú, Hércules, ¿puedes seguirnos? … Para llevarte a ti haría falta un elefante…

— ¡Salven a mi señor! Yo iré detrás de ustedes, pero es él quien debe vivir.

— ¡Uhm! -murmuró el cosaco-. ¡Con tal de que no lo fusile luego o lo prive de la vista el emir de Bukara…! ¡No es muy tierno ese bárbaro con los rebeldes que turban sus sueños!

Quitó a Hossein la blusa, hizo tiras de la camisa de seda, le revisó la herida, colocó dentro una mecha de hilo, fajó rápidamente y mandó que lo acomodaran con toda delicadeza en una de las frazadas que los soldados llevaban en banderola.

— ¡Vaya! Creo que un doctor del ejército no lo haría mejor -alardeó al término de la operación. Se volvió a Tabriz que se mantenía en pie por un milagro de voluntad y le preguntó-: ¿Qué puedo hacer por ti, Hércules? ¿Quieres que revise tu herida?

— Harás lo que quieras, moscovita -le contestó el gigante- pero más tarde, en el campamento.

— ¡He aquí un magnífico oso! -masculló el suboficial-.

¡Tienen la piel dura estos shagrissiabs! -luego levantando la voz ordenó-: ¡Ligero, muchachos, al campamento!

Los soldados levantaron las cuatro puntas de la cobija y se pusieron en marcha seguidos por Tabriz que parecía haber sanado repentinamente. A la media hora alcanzaron las huertas de Kitab donde los rusos estaban acampados; atravesaron un bosque de tiendas y se detuvieron delante de una muy vasta, iluminada por un gran farol y sobre la cual tremolaba la bandera de la cruz roja. En el interior había alineados unos veinte colchones, en la mayor parte de los cuales se hallaban tendidos hombres con la cabeza o algún miembro vendado. Bajo una linterna, en el centro, se hallaba sentado el capitán médico, barbudo, fumando un grueso cigarro y leyendo un diario vaya a saber cuanto tiempo atrasado.

— ¿Qué me traes, Alikof? -preguntó al cabo-. ¿No terminó todavía la cosecha?

— No, capitán; pero el que traigo no es de los nuestros.

— ¿Un rebelde? Llévenselo a Djura bey o a su socio Babá -dijo el doctor disgustado.

— No llegaría vivo… Es un pez gordo, capitán; el hijo de un “beg”, parece…

— Bueno, veamos… -tiró el cigarro y se acercó al herido-. ¡Por San Pedro y San Pablo! -

exclamó-. ¿Dónde pescaste a tan lindo muchacho?

— Entre un cúmulo de cadáveres, capitán; parece que está con vida.

— ¿En qué parte está herido?

— En la espalda.

— ¡No es una herida gloriosa, que digamos! … Hazlo poner en aquella cama vacía y alcánzame los fierros.

— Hay otro más capitán -repuso el cabo señalando a Tabriz que entraba en ese momento.

El galeno miró al recién llegado con asombro y dijo sonriendo:

— A ese bastará con suministrarle una buena sopa para que se reponga.

— No, capitán; también él tiene una bala en el cuerpo; con todo, ha llegado aquí sin ayuda.

— ¡Ni que tuviese el alma asegurada con pernos de acero! … Bueno, que espere; vamos a ocuparnos del muchacho. Si no ha muerto hasta ahora, es posible que se salve.

Se acercó a Hossein y le puso el oído sobre el corazón comprobando que latía; luego revisó la herida.

— Es grave, sin duda -opinó- pero acaso no sea mortal. Vamos a extraerle ante todo la bala.

Mientras le quitaba la larga faja de seda que le rodeaba la cintura, cayó a tierra un pequeño sobre que .recogió y guardó en su bolsillo, acto que no dejó de notar el gigante aunque no creyó oportuno hacer observaciones. El cabo había traído la caja con los instrumentos quirúrgicos y dos enfermeros preparaban paños y fajas de hilo. El capitán hizo colocar de bruces al paciente y primero sondeó la herida, la ensanchó e introdujo una pinza. Procedía rápidamente, con mano segura, revelando una gran práctica en su profesión. Al cabo de algunos minutos retiró suavemente el utensilio y enseñó a los circunstantes una bala redonda cubierta de sangre.

— Afortunadamente la detuvo el omóplato -explicó-; si hubiese continuado su camino habría atravesado el pulmón.

— ¿No es bala rusa, verdad, señor? -preguntó Tabriz cuyos ojos echaban llamaradas de cólera.

El médico dejó caer la pieza en una vasija para lavarla y cuando la sacó dijo:

— Está revestida de cobre: es una bala turquestana… ¿De manera que se matan entre ustedes?

— No señor; es que se ha cometido un delito infame y lo comprueba la herida en la espalda. Este joven valeroso no ha mostrado nunca los talones al enemigo…

En ese momento se escapó un suspiro de la boca de Hossein.

— ¡Buena señal! -declaró el capitán-. Vamos a ver ahora lo que tienes tú, titán; los enfermeros se ocuparán de tu amo.

El coloso se tendió sobre un colchón vacío que se hallaba al lado del de Hossein después de haberse quitado la ropa sin ayuda de nadie.

— Una herida casi idéntica, también en el omóplato, pero el derecho en lugar del izquierdo -manifestó el médico-. Parece que el que les tiró quiso dar un doble golpe…

Aquí la cosa va a ser más fácil. .. ¡Lo que es a ti, ni aunque la bala hubiese sido de falconete te hubiese volteado!

Durante la operación que duró algunos minutos Tabriz no emitió una sola queja y cuando oyó el ruido del metal en la vasija preguntó:

— ¿Turquestana, doctor?

— Exactamente igual a la otra.

— ¡El miserable…!

— ¿Conoces al asesino? ¿Es un estepario como tú?

— Sí, capitán; un falso camarada, al que encontraré un día y mataré como a un chacal, no obstante ser sobrino de un “beg” y pariente de mi señor.

— Calla ahora y piensa en curarte. Los enfermos no deben hablar.

— Todavía una palabra, señor. ¿Respondes de la vida de mi señor? ¿Crees que vivirá?

— Pienso que ya no corre ningún peligro. Dentro de un par de días podrá hablar, pero por ahora debe estar completamente tranquilo. A ti te asaltará la fiebre muy pronto, ¡aguántala!

Abandonó la tienda-hospital y pasó a otra pequeña que i se hallaba a poca distancia y contenía un catre de campaña, una mesita y una silla, todo en bastante mal estado. Se sentó, encendió un cigarro y extrajo del bolsillo el sobre que había caído de la faja de Hossein.

— Puede ser un documento importante -murmuró abriéndolo.

Contenía dos hojas de papel, pero debía ser muy grave lo que en ellas estaba escrito, porque el facultativo había experimentado un sobresalto y enarcado las cejas.

— ¡Un complot contra el general Abramow y el emir! -exclamó espantado-. ¡Hizo muy bien en escapar Djura ‘ bey!… ¡Y estos dos eran los encargados de asesinarlos’ ¡No valía la pena sacarles las balas para tener que meterles más tarde una docena! … ¡Veremos lo que dirá el khan de Bukara!

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