Capítulo 2 La traición de Abei

Después de tres días de alta fiebre con frecuentes accesos de delirio, durante los cuales no hizo más que invocar el nombre de Talmá, Hossein reconoció. por fin a su leal Tabriz.

Pero fue tal su estupor al verse yacente al lado de éste en un lugar desconocido, que al principio creyó estar todavía delirando, hasta que el gigante al notar que lo contemplaba con ojos desconcertados y -no abría los labios, le dijo:

— No te engañas, mi señor: soy yo, tu fiel servidor… ¿Cómo te sientes? A lo que parece mejor que ayer… Hemos escapado a la muerte por un pelo.

— ¡Tabriz… ! ¡Tú! …

— Habla en voz baja, señor; sino el capitán médico se disgustará, pues todavía estás débil.

— ¿Qué ha sucedido, Tabriz? ¿Qué haces tú ahí? ¿Dónde estamos? ¡Siento una confusión horrible en mi cerebro!

— Han pasado cosas que es mejor que las ignores por el momento -contestó el coloso con voz sorda-. Estamos en un hospital de los moscovitas, bajo los muros de Kitab.

— ¿Y Talmá?

— Calla, señor y no la nombres. No debes pensar en ella por ahora. Bástete saber que conozco a la persona que pagó a los “águilas” para robártela. Nuestras heridas me han abierto los ojos.

— ¿Qué quieres decir, Tabriz?

— Que no hemos caído bajo el plomo de los rusos. Un miserable nos ha baleado por la espalda y era un estepario como nosotros.

— ¿Quién era? ¿Conoces su nombre?

— Sí, patrón; pero no te lo diré hasta que no estés completamente sano. -Luego bajando la voz le preguntó-: ¿Llevabas algún documento en tu faja?

— No. ninguno -contestó el joven.

— ¿Otra traición? -se preguntó el gigante tirándose rabiosamente la barba.

— ¿Qué te sucede, Tabriz?

— Cuando el doctor te sacó la faja, cayó un sobre, señor.

— No es posible, no tenía nada encima. Cuando voy a la guerra sólo llevo mis armas y nunca papeles.

— Me habré engañado -admitió el coloso notando que su patrón se ponía intranquilo-.

Silencio, señor, que el doctor se acerca.

Este había entrado precediendo a varios enfermeros y al ver a Hossein con la cabeza inclinada sobre Tabriz, le había lanzado una mirada poco benigna.

— ¿Cómo está, jovencito? -le preguntó con acento rudo-. Ya decía yo que no moriría.

— Gracias a su ciencia y a sus cuidados, capitán -completó cortésmente Hossein-. Mi tío, el “beg” Giah Agha, le quedará muy agradecido.

— ¡Quién sabe! -dudó el facultativo en extraño tono-. Ten presente que con tu compañero están en calidad de prisioneros.

— ¿De guerra?

— ¡Ah, eso no lo sé! Pero no debes hablar mucho; tu fiebre todavía no ha cesado y necesitas reposo absoluto. En cuanto a ti -le dijo a Tabriz- podrás levantarte dentro de un par de días; tu resistencia es maravillosa.

Sin esperar respuesta pasó a inspeccionar a los otros enfermos. Apenas abandonó la tienda, dos casacos armados de fusil se colocaron junto a los dos turquestanos.

— Nos ponen guardias -comentó el gigante inquieto.

— ¡Silencio! -impuso uno de éstos-. Tenemos orden de no dejarlos hablar.

Tabriz dejó escapar una especie de gruñido y se metió dentro de las cobijas; su señor hizo lo mismo. Y así transcurrieron seis días; el coloso estaba completamente curado, pero no se le permitía poner los pies fuera de la tienda ni cambiar una palabra con su compañero. Al cumplirse la semana, Hossein aprovechó la visita del médico para expresarle:

— Capitán, creo que ya es tiempo de que me consienta abandonar el lecho. La herida se cicatriza rápidamente y el reposo no está hecho para los hombres de la estepa.

— Haga lo que usted quiera -le respondió el médico volviéndole la espalda.

El gigante se había levantado para ayudar a su señor a vestirse, pero fue detenido por el cosaco.

— ¡No te muevas! -le gritó-. ¡Eres prisionero!

Tabriz arqueó los brazos y cerró los puños dispuesto a triturar al nativo del Don, pero lo dominó una imperiosa mirada de Hossein. En ese mismo instante penetraba en la tienda una patrulla de soldados con la bayoneta calada. Al verla dijo aquél:

— Señor, ¿quieres que despachurre a estos imbéciles?

— ¡No muevas ni un dedo! -le ordenó Hossein-. Veamos de qué nos acusan estos moscovitas. Un prisionero de guerra no puede ser tratado como un bandido de la estepa.

El cabo que los había recogido del campo de batalla mandaba la patrulla y les aconsejó:

— Traten de seguirnos sosegados, porque tengo la consigna de hacer fuego en caso de rebelión. Yo espero que todo terminará bien para ustedes, mis pobres amigos.

— ¿De qué se nos acusa? -quiso saber el sobrino del “beg”-. ¿De haber querido abandonar Kitab antes de ser sometida? No deseábamos vernos mezclados en los asuntos de Djura y de Babá.

— Yo no lo sé… ¡Vamos, que al mayor no le gusta esperar!…

Los dos prisioneros fueron colocados en medio del piquete y conducidos a una pequeña tienda plantada a la sombra de un plátano delante de la cual un soldado montaba guardia. En el interior dos personas se hallaban sentadas a una mesa: una de edad madura, barba rubio oscuro y el pecho cubierto de medallas; la otra con un gran turbante verde, una casaca bordada en oro y una enorme cimitarra. El uno era el mayor ruso; el otro, un alto dignatario de la corte del khan de Bukara. Al entrar Hossein, el primero clavó sobre él sus ojos grisáceos.

— ¿Tú eres… ? -le preguntó después de un breve silencio.

— El sobrino del “beg” Giah Agha -le contestó el joven.

— ¿Le conoce? -inquirió el ruso volviéndose al personaje que estaba a su lado.

— Sí; Giah Agha es uno de los jefes más notables de la estepa occidental -respondió aquél- y hace algunos años dio bastante que hacer a mi señor. .. Un hombre peligroso.

— ¿Y su sobrino no lo será menos, verdad?

— Probablemente.

— Juzga usted demasiado de prisa -le observó Hossein con cierta ironía.

— ¿Niegas haber combatido contra nosotros? -le replicó el mayor-. Yo mandaba el batallón delante del cual has caído.

— No digo lo contrario. Pero me interesa hacerte observar, mayor, que yo no quería medirme con los rusos, pues j nunca me han interesado los negocios de Djura bey ni los del emir de Bukara. Venía persiguiendo a una banda de “águilas de la estepa” que me habían robado a mi prometida.

— ¡Bah, bah… ! -soltó el oficial con una sonrisa burlona-. No soy tan niño como para tragarme semejantes historias.

Una llamarada de ira Inundó el rostro del sobrino del “beg” al tiempo que Tabriz apretaba sus formidables puños.

— ¡Yo no he mentido jamás, mayor! -gritó el muchacho-. ¡No soy un bandolero! ¡Mi padre era un príncipe!… -¡Yo sostengo que has venido aquí con otra misión y tengo las pruebas! -afirmó el ruso. -¿Otra misión? ¿Cuál?

— La de atentar contra la vida del emir de Bukara y del general Abramow, comandante de la expedición contra los revoltosos.

— ¡Quien te ha dicho eso te ha mentido! -estalló Hossein hirviendo de indignación.

— ¿Y las cartas que te hemos encontrado encima? -¿Cartas? …

— ¡Ah, el infame! -rugió Tabriz-. ¡Lo había sospechado!

— ¿Lo ves? -se mofó el oficial-. Tu servidor involuntariamente se ha traicionado y te ha perdido.

— ¿Qué quieres decir, mayor? -inquirió el muchacho con ja mirada extraviada.

— Que cuando el médico te desnudó, encontró ocultas en tu ropa dos cartas que contenían las instrucciones para llevar a cabo los asesinatos.

— ¡Es imposible!

— ¿No lo crees?. . Pues bien, mira. ¿Reconoces esta caligrafía?

El ruso sacó de un bolsillo interior de su casaca dos ho- jas de papel y las puso bajo los ojos del joven. Este fijó en ellas la mirada y retrocedió espantado, pálido como un muerto, las pupilas dilatadas. Un grito desgarrador se escapó de sus labios.

— ¡La letra de mi primo…! ¡Ah. el miserable! ¡El infame!. .. ¡El fue entonces quien me hirió por la espalda para quitarme a Talmá! …

— Sí, mi señor -le confirmó el gigante con acento airado-. Yo lo vi cuando descargó sus pistolas contra nosotros. Ahora puedo decírtelo: es él quien lo ha tramado todo.

— ¡Canalla! … ¡Canalla! -rugió Hossein.

El ruso y el representante del emir no parecían haberse conmovido ni por el dolor del joven ni por la cólera del coloso. El primero susurró al oído del segundo.

— ¡Que hábiles comediantes son estos salvajes de la estepa! -y volviéndose a Hossein que se había dejado caer en una silla ocultando el rostro entre las manos, le precisó-: ¿De modo que ha reconocido la caligrafía?

— Sí, es la de mi primo Abei.

— ¿Y dónde está ese primo?

— No lo sé. Debe de haber huido.

— Habrá ido a reunirse con los “águilas”, mi señor- intervino Tabriz-. No me queda la menor duda que ha sido él quien los contrató.

— ¿Sabrán por lo menos dónde se han refugiado esos bandidos?

— Posiblemente en las montañas.

— ¡Y el primo con ellos! … Ha sido más astuto que ustedes -dijo el mayor irónicamente-. Ya pensará el emir mandar a desanidarlos, si tiene tiempo.

Permaneció un rato en silencio y luego golpeó las manos. De inmediato entró el cabo seguido por la patrulla.

— Conduzca a estos hombres a la ciudadela y que se le ponga doble guardia.

— ¿Qué piensas hacer de nosotros, señor? -preguntó Hossein poniéndose en pie.

— Lo decidirá el representante del emir -contestó el oficial-. Si el asunto dependiera de mí, estaría resuelto. Ustedes son dos individuos peligrosos y acreedores a un pozo de Siberia en el fondo de una mina.

— ¿De manera que no crees en lo que hemos dicho y nos tratas como a bandoleros?

— No; como a rebeldes.

— No hemos tomado parte en la insurrección… ¡lo juro!

— Han hecho fuego contra nosotros y eso basta.

— Porque nos impedían irnos… ¡Son unos miserables que abusan de la fuerza!

— ¡Eh, jovencito! ¡Recuerda que aquí no estamos en la estepa y pon un poco de cuidado en lo que dices…! ¡Tenemos plomo en nuestros fusiles!

— ¡Y nosotros acero en nuestros “cangiares”! -réspondió orgullosamente Hossein.

— ¡Y puños que abisman en nuestros brazos! -agregó Tabriz.

— ¡Llévenlos! -ordenó el mayor al suboficial-. Ya los he aguantado bastante.

Cuando quedaron solos el ruso y el bukaro, preguntó el primero al segundo:

— ¿Cree usted lo que han contado los prisioneros? -No -contestó secamente el interpelado.

— ¿No cree tampoco que el joven sea un personaje importante? A mí me lo parece.

— Es posible que sea un sobrino del “beg” Giah .Agha.

— Es un hombre fuerte ese “beg”?

— Goza de gran autoridad en la estepa de occidente por j haber purgado la región del bandidaje que la asolaba y también por haber contenido los avances de mi señor que deseaba extender sus dominios más allá del Amú-Darja.

— ¿Cree que ese joven quisiera de veras atentar contra :a vida del emir?

— No tengo la menor duda; es más, sospecho que pertenezca a la secta de los “babi”.

— ¿Los “babi”? ¿Quiénes son ésos?

— Fanáticos que persiguen derribar a todos los emires y también al cha de Persia. En ese país han recibido golpes terribles, especialmente en Zindjan, donde fueron pasados por las armas todos los que tomaron las tropas de Nasserel-Din. Pero a pesar de todo, se han infiltrado también en nuestro khanato.

— ¿Qué piensa hacer con los prisioneros?

— Conducirlos a Bukara junto con los rebeldes capturados. Esta es la orden de mi señor.

— ¿Y si no fuesen afiliados a la secta?

— El emir decidirá.

— Pero sepa -le previno el ruso- que después de interrogarlos deberán devolvernos a todos los prisioneros vivos… ¡no lo olvide: vivos! Europa entera tiene puestos los ojos sobre nosotros….

— No mataremos a ninguno; lo prometo en nombre del emir. Nosotros respetamos los tratados.

— Bien; le entregaré, también a estos dos, pero “babis” no, tendrá que devolvérnoslos.

Tenemos demasiadas tierras desocupadas en torno al Caspio y esta gente no se encontrará mal allí. Y sacaremos también del medio a pretendientes como Djura bey y Babá bey. Nosotros no trabajamos por los bellos ojos de su señor. Mañana pondremos a su disposición a todos los insurrectos de Kitab; pueden retenerlos durante una semana, pero no más, ¿me entiende? Hablo en nombre del general Abramow y del gobierno del Turquestán. Creo que estamos de acuerdo.

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