Capitulo 1

E L DJUMNA

Una calma absoluta reinaba en el Golfo de Bengala.

Las ondas movidas por el monzón de la noche anterior, que se había diluido con los primeros rayos del sol ecuatorial, se agitaban lentamente, sin tener la fuerza necesaria para romperse entre sí, haciendo un ruido monótono y suave.

Solamente en la elevada costa que se dibujaba hacia el norte, bordeada de escollos, parecía que las aguas estaban enfurecidas, pues en aquella dirección veíanse alzar con cierta violencia crestas bordeadas de espumas amarillentas que se oían de tanto en tanto romperse por encima de los bajíos.

Una nave, privada de sus velas, evidentemente abandonada a sí misma puesto que ningún hombre velase en el timón, se bamboleaba sobre aquellas ondas arrastrada por alguna corriente submarina, o simplemente por la marea.

Se trataba de un grab hindú, de tres palos, de proa notablemente afilada y adornada con esculturas que representaban semidioses indostánicos. Estaba construida casi íntegramente con aquella durísima madera de tek que resiste más de cien años sumergida, pudiendo desafiar por su dureza a las balas de un cañón de pequeño calibre.

Como hemos dicho, en sus mástiles no había ninguna vela tendida, pero en cubierta había un enorme perro negro, de aspecto feroz con collar de hierro, y más allá, bajo el mástil del trinquete el cuerpo de un hindú caído de espaldas, con la frente rota y las facciones grisáceas y manchadas de sangre seca, inmóvil, rígido como si hubiese estado muerto desde largas horas atrás.

El perro, de tanto en tanto lanzaba un lúgubre aullido que repercutía en la bodega cuyas bocas de tormenta estaban abiertas. El animal se paraba en sus patas posteriores, apoyando las anteriores en las amuras y mirando hacia la costa cercana, para dirigirse luego hacia el cuerpo tendido del hindú, y lamerlo como si quisiera reanimarlo.

Desde las cabinas se escuchaba una voz humana que gritaba violentamente:

-Abrid. ¡Abrid que os mataré a todos!

Luego seguía un estallido de imprecaciones en inglés e indostánico, que no tenían más respuesta que los siempre lúgubres aullidos del enorme perro negro.

Entretanto el grab continuaba avanzando hacia la costa que aparecía sobre el horizonte, llevado por la marea.

Sin dirección, sin un hombre que sujetase la rueda del timón, sin una vela que le diera un poco de estabilidad, la embarcación giraba sobre sí misma, presentando, ora la popa ora la proa a las escolleras que se perfilaban por delante. Empero, parecía que alguna grave avería hablase producido en su casco, pues poco a poco iba sumergiéndose como si su cargamento aumentara de peso con cada minuto transcurrido.

Ya las ondas lamían sus bordas pasando por momentos sobre las amuras, y el perro redoblaba sus carreras mostrándose cada vez más inquieto.

Cada vez que llegaba cerca de las bocas de tormenta, miraba hacia abajo prestando atención como si esperara escuchar algún sonido.

Repentinamente se produjo un violento choque. El grab estaba a pocos centenares de metros de los escollos, y su quilla había rozado el fondo haciéndolo volcar sobre estribor, mientras el perro, tras una breve duda se arrojaba al agua ladrando siempre con fuerza.

Del castillo de popa seguía saliendo la tonante voz que gritaba:

-¡Dejadme salir!

El hindú que tenía la frente rota, y que parecía muerto, debía de estar tan sólo desvanecido a causa de la pérdida de sangre, y al sentir el golpe sufrido por la nave, recuperó el conocimiento.

Haciendo un esfuerzo que le arrancó un largo gemido, se sentó y miró en derredor suyo.

Era un hombre de casi treinta años, piel oscura, alta estatura, con la cabeza cuidadosamente rasurada, pero el rostro adornado por una barba rala y muy negra. Como todos los marineros hindúes vestía un estropeado dubgah de dudoso color, que le cubría solamente la cintura y las rodillas.

Llevándose la mano a la frente la sacó bañada en sangre.

-¡Estoy vivo todavía! Creía haber muerto y encontrarme en presencia de Visnú… -

murmuró-. ¡Ah! ¡Miserables! Recuerdo perfectamente todo. ¿Habrán matado al capitán?

En aquel instante oyó los ladridos del perro que se alejaba nadando. Apoyándose contra la amura pudo ver que el animal subía a la costa trotando sobre los bancos de arena.

-Hasta Pandú me abandona…

-Entonces retrocedió, tambaleándose. Acababa de advertir que el grab estaba sumergido hasta los ojos de buey.

-Han abierto el fondo del Djumna -murmuró.

Trató de reunir sus fuerzas para gritar, pero la vista se le nubló, las piernas se doblaron, y volvió a caer sobre cubierta, privado nuevamente del sentido.

¿Cuánto tiempo permaneció inconsciente? Posiblemente varias horas, pues cuando volvió en sí, el sol que antes había estado a regular altura, descendía sobre el horizonte.

Se incorporó con gran fatiga, irguiéndose por un milagro de equilibrio, pues sus fuerzas estaban agotadas. Un nuevo mareo estuvo a punto de derribarlo por segunda vez, pero haciendo un esfuerzo se sobrepuso, aferrándose a la amura de babor para mirar hacia afuera.

El navío estaba perfectamente inmóvil. Volcado a medias sobre un banco de arena, que le había impedido sumergirse por completo, estaba encallado en forma tal que ninguna maniobra hubiera podido volverlo a reflotar.

El hindú miró en derredor buscando a Pandú, pero el perro no había regresado. Prestó atención, pero el único sonido que se escuchaba era el de la brisa nocturna.

-Abandonado por todos… -repitió el desdichado.

-Busquemos agua potable.

Aferrándose a las amuras para mantenerse en pie, se dirigió a popa, donde había un barril de agua atado a la pared del castillo.

Avidamente bebió en una taza de hojalata, apagando la sed provocada por la fiebre y la debilidad. Luego se improvisó un vendaje con un trozo de vela.

Había terminado de hacerlo. cuando un golpe formidable. llegó hasta sus oídos.

Parecía que alguien trataba de desfondar la puerta de una cabina.

-¡Quién vive! -gritó asustado y lleno de asombro.

Un nuevo golpe, más violento que el primero, resonó en el castillo de popa, seguido de un alarido:

-¡Abrid!

-¡El patrón! -exclamó el hindú estremeciéndose.

-¡No se atrevieron a matarlo! -Y sin perder tiempo bajó la escalera aferrándose para no caer.

La cámara estaba totalmente inundada: los muebles, cajas y aparatos flotaban, entrechocándose.

El hindú se sumergió hasta las rodillas, preguntando:

-¿Eres tú, capitán?

-Sí, soy yo. ¿Quién eres?

-Sciapal.

-¡Sciapal! ¿Tú no has huido?

-No.

-¿Tienes un hacha?

-En el castillo hay una que utilizó Garrovi para romperme la cabeza.

-¡Garrovi! -Repitió el hombre que estaba prisionero dentro del camarote-. ¿Aún vive ese miserable?

El hindú no respondió. Había vuelto a cubierta, donde recogió su hacha manchada de sangre.

-Aquí estoy, patrón -exclamó mientras bajaba la escalera.

-¿Y los demás? -preguntó el prisionero con acento feroz.

-Huyeron.

-¡Maditos sean! ¿Y el barco?

-Está perdido.

-¿Encalló?

-Sí.

-Lo había sospechado. Abre.. . Me estoy ahogando.

El hindú alzó el hacha y golpeó la puerta de la cabina, pero sus fuerzas estaban tan debilitadas, y la madera de la puerta era tan resistente, que apenas consiguió sacudirla. Sin embargo redobló sus intentos, hasta que la vio caer a sus pies.

Un hombre salió de la cabina, de un salto subió por la escalera y al llegar a cubierta miró en derredor con ojos inyectados en sangre: era Alí Middel, capitán del Djumna

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