Capítulo XXXVI EL JURAMENTO DEL CORSARIO NEGRO

En tanto que los filibusteros, ávidos de saqueo, se desbordaron como torrente impetuoso por la ciudad ya indefensa, con objeto de impedir que huyesen los habitantes hacia los bosques llevándose consigo los objetos más preciosos, el Corsario Negro, Carmaux, Wan Stiller y Moko removían los cadáveres amontonados en el interior del fuerte, con la esperanza de encontrar entre ellos el del odiado Wan Guld.

Por todas partes se les ofrecían escenas espantosas. Veíanse montones de muertos horriblemente deformados por las estocadas o los sablazos, con los brazos cortados, con el pecho abierto, con el cráneo hundido o saltado; terribles heridas de las cuales todavía manaba la sangre, que corría por el piso del glacis y por las escaleras de las casamatas formando charcos que despedían un olor acre.

Algunos todavía tenían en el cuerpo las armas con que los habían matado; otros estaban estrechamente abrazados a sus adversarios; otros empuñaban aún la espada o el sable que los había vengado. De entre tantos cadáveres salía de cuando en cuando el gemido de algún herido que con fatiga se removía entre masas de hombres inertes, mostrando el rostro pálido y lleno de sangre y pidiendo con apagada voz un sorbo de agua.

El Corsario, que no tenía odio a los españoles, así que veía algún herido apresurábase a desembarazarle de los muertos que le oprimían y rodeaban, y ayudado por Moko y los filibusteros, le transportaba a otro sitio, encargando al negro o a otros que le prodigasen los primeros cuidados.

Habían removido ya todos aquellos montones de desgraciados, cuando junto al ángulo del patio interior, donde había un montón de cadáveres de españoles y corsarios, oyeron una voz que les pareció conocida.

—¡Por mil tiburones! —exclamó Carmaux—. ¡Yo conozco esa voz ligeramente nasal!

—¡También yo! —dijo Wan Stiller.

—¿Será la de mi compatriota Darlas?

—¡No! —dijo el Corsario—; es la voz de un español.

—¡Agua, caballeros, agua! —oyeron decir bajo aquel montón de muertos.

—¡Truenos de Hamburgo! —exclamó Wan Stiller—. ¡Es la voz del catalán!

El Corsario y Carmaux se abalanzaron hacia el sitio, y apartaron rápidamente los cadáveres. Una cabeza empapada en sangre y después dos brazos largos y delgados aparecieron, seguidos de un larguísimo cuerpo cubierto con una coraza de acero, asimismo manchada de sangre y de pedazos de masa encefálica.

—¡Caray! —exclamó aquel hombre al ver al Corsario y a Carmaux—. ¡Eso sí que es una suerte que no esperaba!

—¡Tú! —exclamó el Corsario.

—¡Eh, catalán de mi corazón! —gritó alegremente Carmaux—. ¡Cuánto me alegro, compadre, de volver a verte vivo todavía! ¡Supongo que no te habrán estropeado demasiado los huesos!

—¿En dónde estás herido? —le preguntó el Corsario ayudándole a levantarse.

—Me dieron un sablazo en un hombro y otro en la cara; pero dicho sea sin ofensa, al corsario que me puso así lo ensarté como si fuera un cabrito. ¡En fin, caballeros, les juro que me produce una gran alegría verlos vivos!

—¿Crees que serán graves tus heridas?

—¡No, señor! Lo que hay es que me causaron un dolor tan agudo que me hicieron caer sin sentido. ¡Dadme de beber, señor; un sorbo tan sólo!

—¡Toma, compadre! —dijo Carmaux alargándole un frasco lleno de agua con aguardiente—. ¡Esto te dará fuerzas!

El catalán que se sentía invadir por la fiebre lo vació con avidez, y después mirando al Corsario Negro, dijo:

—Usted buscaba al gobernador de Maracaibo, ¿verdad?

—Sí —contestó el Corsario—. ¿Le has visto?

—¡Ah, señor! ¡Ha perdido usted la ocasión de ahorcarle, y yo, de devolverle los veinticinco palos!

—¿Qué quieres decir? —preguntó el Corsario con voz silbante.

—¡Que ese bribón, previendo que ustedes vencerían, no ha desembarcado aquí!

—Entonces, ¿a dónde ha ido?

—Uno de los soldados que le acompañaban, y que se quedó en Gibraltar, me dijo que Wan Guld hizo que la carabela del Conde de Lerma le llevase hasta las costas occidentales del lago para huir de los barcos de ustedes y para embarcarse en Coro, donde estaba anclado un velero español.

—¿Y a dónde se dirigirá?

—A Puerto Cabello, pues allí tiene sus posesiones y sus parientes.

—¿Estás seguro de eso?

—Segurísimo, señor.

—¡Muerte y condenación! —gritó el Corsario con terrible voz—. ¡Escaparse otra vez más, cuando ya creía haberle alcanzado! ¡Sea! ¡Aunque se esconda en el Infierno, el Corsario Negro irá a encontrarle allí! ¡Así tenga que agotar todas mis riquezas, juro a Dios que hasta en las costas de Honduras he de buscarle! ¡Y tú vendrás, ya que los dos odiamos a ese hombre! ¡Otra pregunta!

—¡Diga usted, señor!

—¿Crees que sea posible ponerse en su persecución?

—Ya se habrá embarcado a estas horas, y antes de que pueda usted llegar a Maracaibo, el barco en que viaja estará en las costas de Nicaragua.

—¡Bueno; pero en cuanto hayamos regresado a las islas de las Tortugas organizaré una expedición como no se ha visto otra igual en el golfo de México! ¡Carmaux, Wan Stiller, encargaos de este hombre; lo confío a vuestros cuidados! ¡Y tú, Moko, sígueme a la ciudad! ¡Es preciso que yo hable al Olonés!

Seguido por el africano, el Corsario salió del fuerte y se dirigió a Gibraltar.

La ciudad, invadida por los corsarios sin que estos encontrasen apenas resistencia, ofrecía un espectáculo no menos desolador que el del interior del fuerte.

Todas las casas estaban saqueadas; por todos lados se oían los gritos de los hombres, el llanto de las mujeres, los chillidos de los niños, gritos feroces y disparos de armas de fuego.

Por las calles, tratando de poner a salvo los objetos más preciosos, se veían grupos de vecinos perseguidos por los corsarios y bucaneros. En todas partes estallaban sangrientas luchas entre saqueadores y saqueados, y por las ventanas caían a la calle cadáveres que se estrellaban en el suelo.

A veces se oían lamentos desgarradores, lanzados quizás por los notables de la ciudad sometidos a los tormentos que les infligían los corsarios con objeto de obligarlos a decir dónde habían escondido sus riquezas, porque aquellos terribles depredadores del mar, por obtener oro, no se detenían ante los medios más extremos.

Algunas de las casas que ya habían sido saqueadas ardían lanzando nubes de chispas con grave riesgo de incendiar toda la ciudad; imponentes llamas iluminaban la espantosa escena.

El Corsario, acostumbrado a tales espectáculos, que ya había visto repetirse en Flandes, no se impresionaba; pero apresuraba el paso haciendo un gesto de disgusto.

Así que llegó a la plaza central, vio al Olonés en medio de una banda de filibusteros que habían reunido allí a gran número de vecinos, y pesaba el oro que sus hombres continuaban acumulando y que llevaban de todas partes.

—¡Por las arenas de Olona! —exclamó el filibustero al verle—. ¡Creía que ya te habías marchado de Gibraltar, o que estabas ocupado en ahorcar a Wan Guld! ¡Tate! ¡No parece que estés muy contento, caballero!

—¡Cierto que no! —contestó el Corsario.

—Entonces, ¿qué noticias hay?

—¡Que a estas horas Wan Guld navega hacia las costas de Nicaragua!

—¡Se ha escapado otra vez! ¿Pero sois el diablo? ¡Por los arenales de Olona! ¿Es cierto lo que me dices?

—Sí, Pedro; va a refugiarse en Honduras.

—¿Y qué es lo que piensas hacer?

—Vengo a decirte que me vuelvo a las Tortugas para organizar una expedición.

—¿Sin mí? ¡Ah, caballero!

—¿Vendrás?

—¡Te lo prometo! Dentro de algunos días marcharemos, y apenas hayamos llegado a las islas de las Tortugas, reuniremos una nueva flota para seguir a ese viejo bribón.

—¡Gracias, Pedro; cuento contigo!

***

Terminado el saqueo, los filibusteros se embarcaron en las chalupas que les envió su escuadra, la cual permanecía en la boca del lago.

Además de doscientos prisioneros, de los cuales contaban obtener buenos rescates, llevaban gran cantidad de víveres, de mercaderías y de oro por valor de la enorme cantidad de doscientas sesenta mil piastras, suma que dilapidarían en pocas semanas en fiestas y banquetes en las islas de las Tortugas.

La travesía del lago se efectuó sin incidente alguno. A la mañana siguiente los corsarios subían a bordo de sus barcos para dirigirse a Maracaibo, pues tenían intención de hacer una nueva visita a la ciudad con objeto de volver a saquearla, si era posible.

El Corsario Negro y sus compañeros se embarcaron en el barco del Olonés. El Rayo había sido enviado a la salida del golfo para impedir una sorpresa por parte de las escuadras españolas, las cuales se encontraban haciendo crucero a lo largo de las costas del gran Golfo, para proteger las plazas marítimas de México, de Yucatán, de Honduras, de Nicaragua y de Costa Rica.

Carmaux y Wan Stiller no se habían olvidado de conducir con ellos al catalán, cuyas heridas no tenían gravedad alguna.

Como sospecharon los filibusteros, los habitantes de Maracaibo habían vuelto a entrar en la ciudad, esperando, sin duda, que no anclarían otra vez los buques corsarios; así, pues, aquellos desgraciados, que habían sufrido un completo saqueo y que se encontraban imposibilitados para oponer la más mínima resistencia, se vieron en la necesidad de aprontar treinta mil piastras, bajo pena de nuevas rapiñas y de un incendio general.

No contentos todavía, aquellos ávidos depredadores se aprovecharon de la nueva visita para saquear la iglesia, de la cual sacaron los vasos sagrados, los cuadros, los crucifijos y hasta las campanas, para dedicar todo a aprovisionar una capilla que pensaban edificar en las islas de las Tortugas.

A las doce del mismo día la escuadra corsaria se alejó definitivamente de aquellos parajes, y se dirigió apresuradamente hacia la salida del Golfo.

El tiempo se había puesto amenazador, y todos tenían prisa por alejarse de costas tan peligrosas como las citadas.

Hacia la parte de la sierra de Santa María se levantaban negros nubarrones que amenazaban con ocultar el Sol, próximo a ponerse. Por otro lado, la brisa se convertía en viento fuerte.

Las olas iban creciendo poco a poco, terminando por estrellarse violentamente en los costados de los barcos.

A las ocho de la noche, y cuando ya en el horizonte comenzaban a verse los relámpagos, y el mar se ponía fosforescente, la escuadra dio vista a El Rayo, que corría bordadas ante la punta de la Espada.

El Olonés mandó disparar un cohete para avisarle que se acercase; al mismo tiempo se echaba al agua la chalupa grande llevando a bordo al Corsario Negro, al catalán, a Wan Stiller, a Carmaux y a Moko.

Al ver la señal y las luces de la escuadra, Morgan puso la proa hacia la entrada del Golfo. La rápida nave del Corsario, se acercó en cuatro bordadas, y embarcó al Comandante y a sus amigos.

Apenas el Corsario puso el pie sobre la cubierta, le acogió un grito inmenso:

—¡Viva nuestro Comandante!

Seguido de Carmaux y de Wan Stiller, que sostenían al catalán, atravesó el Corsario su buque entre dos filas de marineros, y se dirigió rápidamente hacia una figura blanca que había aparecido en la escalera de la cámara.

Una exclamación de alegría salió de los labios de aquel hombre tan fiero.

—¡Usted, Honorata!

—¡Yo, caballero! —contestó la joven flamenca saliendo con presteza a su encuentro—. ¡Qué felicidad verle vivo todavía!

En aquel momento un relámpago deslumbrador rasgó las espesas tinieblas que reinaban en el mar, seguido de un retumbar lejano. La rápida claridad del meteoro iluminó el adorable semblante de la joven flamenca y de los labios del catalán salió un grito:

—¡Ella! ¡La hija de Wan Guld aquí! ¡Gran Dios!

El Corsario, que iba a precipitarse al encuentro de la Duquesa, se detuvo; en seguida, volviéndose impetuosamente hacia el catalán, que miraba a la joven con ojos enfurecidos, le preguntó con voz que no tenía nada de humano:

—¿Qué has dicho? ¡Habla, o te mato!

El catalán no contestó. Inclinado hacia adelante, miraba en silencio a la joven, la cual retrocedía lentamente vacilando, como si hubiese recibido una puñalada en el corazón.

Durante algunos instantes reinó un silencio sombrío en la cubierta de la nave, roto tan sólo por los sordos mugidos de las ondas. Los ciento veinte hombres de la tripulación no respiraban siquiera y concentraban toda su atención ya en la joven, que seguía retrocediendo, ya en el Corsario, que tenía el puño extendido hacia el catalán.

Todos presentían una próxima tragedia.

—¡Habla! —repitió el Corsario con voz ahogada—. ¡Habla!

—¡Esa es la hija de Wan Guld! —dijo el catalán rompiendo el silencio que reinaba a bordo.

—¿La conocías?

—¡Sí!

—¿Juras que es ella?

—¡Lo juro!

Un verdadero rugido salió de la garganta del Corsario Negro al oír la solemne afirmación. Se replegó sobre sí mismo como si hubiera recibido un golpe de maza hasta casi ponerse en cuclillas; pero de pronto se irguió, dando un salto de tigre.

Entre el fragor de las olas resonó su voz enronquecida.

—La noche que yo surcaba estas aguas trayendo el cadáver del Corsario Rojo, juré… ¡Maldita sea aquella noche fatal en que condene a la mujer a quien amo!

—¡Comandante! —dijo Morgan acercándosele.

—¡Silencio! —gritó el Corsario con una explosión de llanto—. ¡Aquí mandan mis hermanos!

Un estremecimiento de terror supersticioso sacudió a la tripulación entera. Todas las miradas se habían vuelto hacia el mar, que brillaba lo mismo que la noche en que el Corsario Negro pronunció aquel juramento terrible creyendo ver surgir de entre las aguas tempestuosas, en cuyos negros abismos estaban sepultados, los cadáveres de ambos Corsarios.

Los filibusteros permanecían mudos, inmóviles, aterrados ante aquella escena. El mismo Morgan no se había atrevido a acercarse al comandante.

De repente la joven se encontró en el borde de la escalera que conducía a la cámara. Se detuvo un instante e hizo con las manos un gesto de muda desesperación; después descendió de espaldas, seguida siempre por el Corsario.

Cuando llegaron al saloncito, la joven duquesa se detuvo de nuevo; pero la energía que hasta entonces la había sostenido le faltó de pronto y se dejó caer desplomada en una silla.

El corsario, cerrando la puerta, gritó con voz ahogada por los sollozos:

—¡Desgraciada!

—¡Sí! —murmuró la joven con voz apenas inteligible—. ¡Desgraciada!

Sucedió un breve silencio, solamente interrumpido por los sordos sollozos de la flamenca.

—¡Maldito sea mi juramento! —volvió a decir el Corsario con ímpetu de desesperación—. ¡Usted, la hija de Wan Guld, de ese hombre abominable a quien he jurado odio eterno! ¡Hija del traidor que asesinó a mis hermanos! ¡Dios mío! ¡Esto es espantoso!

Nuevamente volvió a interrumpirse y en seguida prosiguió con mayor exaltación:

—Pero ¿usted no sabe, señora, que he jurado sacrificar a mi furor a cuantos tienen la desventura de pertenecer a la familia de mi mortal enemigo? ¡Lo juré la noche en que arrojaba al torbellino de las olas el cadáver de mi tercer hermano, muerto por el padre de usted; y Dios, el mar y mis hombres fueron testigos de aquel fatal juramento, que ahora va a costar la vida a la única mujer a quien he querido! ¡Porque usted, señora… morirá!

Al oír la joven duquesa aquella amenaza terrible se levantó.

—¡Pues bien! —dijo—: ¡Máteme usted! ¡Ha querido el destino que mi padre se convirtiera en traidor y en asesino! ¡Máteme usted; pero usted, con sus propias manos! ¡Moriré feliz, herida por el hombre a quien amo tanto!

—¡Yo! —exclamó el Corsario retrocediendo con espanto—. ¡No, no! ¡Qué horror! ¡No; no la mataré!

Cogió a la joven por un brazo y la arrastró hacia la gran ventana que daba a estribor.

Brillaba en aquel instante el mar como si corriesen por las olas chorros de bronce en fusión o de azufre líquido, y en el fresco horizonte cargado de nubes, relampagueaba de cuando en cuando.

—¡Mire usted! —dijo el Corsario en el colmo de la exaltación—. ¡Brilla el mar como la noche en que dejé caer al fondo de estas aguas los cadáveres de mis hermanos, víctimas de su padre de usted!

»¡Están allá abajo; me espían; miran mi barco; veo sus ojos clavados en mí; piden venganza; veo sus cadáveres oscilar entre las olas; han vuelto a flotar, porque quieren que cumpla mi juramento!

»¡Hermanos míos! ¡Sí, quedaréis vengados; pero yo he amado a esta mujer! ¡Velad por ella!».

Un acceso de llanto apagó su voz, que momentos antes parecía la de un loco o de un delirante.

Se inclinó sobre la ventana y miró a las olas, que se amontonaban mugiendo con creciente furor.

En su desesperación se le figuraba ver surgir los esqueléticos cadáveres del Corsario Rojo y del Corsario Verde.

De pronto se volvió hacia la joven, que se le había escapado. De su rostro desapareció toda huella de dolor. El Corsario Negro se convirtió en el terrible depredador del mar, lleno de odio implacable.

—¡Dispóngase para morir, señora! —le dijo con voz lúgubre—. ¡Ruegue usted a Dios y a mis hermanos que la protejan!

Salió del saloncillo con paso firme y, sin volver la cabeza, subió la escalerilla, atravesó la cubierta y llegó al puente de órdenes.

Los hombres de la tripulación no se habían movido. Únicamente el timonel, erguido en la cubierta de cámaras guiaba a El Rayo hacia el Norte, siguiendo a las naves filibusteras, cuyas luces brillaban en lontananza.

—¡Señor —dijo el Corsario acercándose a Morgan—, mande usted preparar un bote para echarlo al agua!

—¿Qué es lo que quiere usted hacer, Comandante? —preguntó el segundo.

—¡Sostener mi juramento! —contestó el Corsario con voz casi apagada.

—¿Quién va a bajar al bote?

—¡La hija del traidor!

—¡Señor!…

—¡Silencio! ¡Nos miran mis hermanos! ¡Obedezca usted! ¡Aquí en este barco, manda el Corsario Negro!

Pero nadie se había movido para obedecerle. Aquellos hombres, tan fieros como su jefe, que se habían batido cien veces con valor desesperado, en aquel instante supremo se sentían como clavados a las tablas del barco por invencible terror.

La voz del Corsario Negro resonó de nuevo en el puente de órdenes con acento de amenaza:

—¡Hombres de mar, obedeced!

El contramaestre de la tripulación salió de las filas, hizo seña a algunos hombres para que le siguieran, y por la escala de estribor echó al mar un bote, mandando poner dentro víveres, pues comprendíase ya lo que quería hacer el Corsario con la desgraciada hija de Wan Guld. Apenas habían terminado, cuando vieron salir de la cámara a la joven flamenca.

Todavía llevaba el vestido blanco y los cabellos esparcidos por la espalda y los hombros.

La joven atravesó la cubierta del barco sin pronunciar una palabra y como si apenas posara los pies sobre las tablas pero marchaba erguida, resuelta, sin vacilar.

Cuando llegó junto a la escala, desde donde el contramaestre le indicaba el bote, que las olas hacían chocar contra los costados del buque, se detuvo un instante y se volvió hacia la popa mirando al Corsario, cuya negra figura se dibujaba siniestramente, sobre el cielo, iluminado por vivísimos relámpagos.

Miró durante algunos segundos al feroz enemigo de su padre, que seguía inmóvil en el puente, con los brazos estrechamente cruzados sobre el pecho, le hizo una seña de despedida con la mano, descendió a escape la escalera y saltó a la chalupa.

El contramaestre retiró la cuerda, sin que el Corsario hubiera hecho un gesto para detenerle.

De los labios de la tripulación salió un grito:

—¡Sálvela!

El Corsario no contestó. Se inclinó sobre la amura y miró al bote, empujado por las olas mar adentro, haciéndolo oscilar de un modo espantoso.

El viento soplaba con fuerza y en las cavidades del cielo rasgueaban vivísimos relámpagos, en tanto que el ruido de las olas se unía al retumbar del trueno.

La chalupa seguía alejándose. En la proa se destacaba la blanca figura de la joven flamenca. Tenía los brazos extendidos hacia El Rayo, y sus ojos parecían clavados en el Corsario.

La tripulación en pleno se precipitó a estribor siguiéndola con la vista; pero nadie hablaba; comprendieron que habría sido inútil toda tentativa para conmover al vengador.

Mientras tanto, el bote se alejaba. Entre las olas fosforescentes y en medio de los resplandores que hacían chispear las aguas destacábase como un punto perdido en la inmensidad de los mares. Ya se levantaba a lo alto de crestas espumeantes, ya desaparecía en los negros abismos, para volver en seguida a mostrarse, como si le protegiera un genio misterioso.

Todavía pudo vérsele durante algunos minutos; al cabo desapareció en el tenebroso horizonte, envuelto en nubes tan negras como si fueran de tinta.

Cuando los filibusteros, aterrados, volvieron los ojos hacia el puente, vieron que el Corsario se doblegaba sobre sí mismo, que se dejaba caer en un montón de cuerdas y que escondía el rostro entre las manos. Entre los gemidos del viento y el fragor de las olas exhalaba a intervalos desgarradores sollozos.

Carmaux se había acercado a Wan Stiller y, señalándole el puente de órdenes, le dijo con voz triste:

—¡Mira, allá arriba: el Corsario Negro llora!

FIN

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