Capítulo XXXV LA TOMA DE GIBRALTAR

La columna que el Corsario Negro y el Vasco debían conducir a través del pantano que defendía la batería, componíanla trescientos ochenta hombres armados de sables cortos y algunas pistolas, con treinta cargas solamente, pues no habían creído necesarios los arcabuces, por ser armas en absoluto inútiles contra los fuertes, y que, en cambio, los embarazarían mucho en un combate cuerpo a cuerpo.

Pero aquellos trescientos ochenta hombres eran otros tantos demonios que iban resueltos a todo, dispuestos a precipitarse con furia irresistible sobre cualquier género de obstáculos que encontraran, seguros de salir siempre vencedores.

A la orden de sus jefes se pusieron en marcha, llevando cada hombre un haz de leña y gruesas ramas de árboles para arrojarlos sobre el fango y poder avanzar a través de él.

Apenas llegaron a la orilla de aquel vasto pantano, cuando la batería española emplazada en el extremo opuesto lanzó por entre las cañas un huracán de metralla. Era una advertencia peligrosa, pero no suficiente para detener a aquellos fieros depredadores del mar.

El Corsario Negro y el Vasco lanzaron el formidable grito de guerra:

—¡Adelante, hombres del mar!

Los filibusteros se precipitaron en el pantano, arrojando haces de leña y troncos de árboles para preparar el camino, sin preocuparse del fuego de la batería enemiga, que de minuto en minuto era más acelerado y levantaba columnas de agua y fango bajo una incesante lluvia de metralla.

La marcha a través de aquel pantano se hacía cada vez más peligrosa a medida que los filibusteros se alejaban de las lindes de la selva.

No era suficiente para todos el puente hecho con los troncos y los haces de leña.

A derecha e izquierda caían los hombres en el fango, se sumergían hasta la cintura y no podían salir del atasco sin el socorro de sus compañeros. Para colmo de desventura, los materiales que habían llevado consigo con objeto de hacer el camino transitable, no alcanzaban para atravesar el pantano por completo.

Aquellos valientes se veían obligados de trecho en trecho, y siempre bajo el fuego de la batería, a sumergirse en el lodo para levantar los troncos y los haces y llevarlos adelante; labor en extremo fatigosa, y peligrosísima, además, dada la naturaleza de la marisma.

Mientras tanto, arreciaba el fuego de los españoles. La metralla pasaba silbando por entre las cañas, levantando nubes de agua cenagosa e hiriendo a los hombres que iban en primera fila, sin que estos pudieran contestar a aquellas descargas mortales, pues no llevaban más que pistolas.

En medio de aquel atolladero, el Corsario Negro y el Vasco conservaban una sangre fría admirable. Animaban a todos con la voz y con el ejemplo, daban aliento a los heridos, ya se adelantaban, ya volvían a retaguardia para dar prisa a los que portaban los troncos y los haces, e indicaban los lugares más cubiertos de cañas, para no exponer a sus hombres al incesante fuego de la batería.

Aun cuando los filibusteros comenzasen a dudar del éxito de aquella empresa, que consideraban como una verdadera locura, no perdían nada de su valor, y trabajaban encarnizadamente, seguros de que si llegaban a pasar el pantano vencerían fácilmente a los defensores de la batería.

Pero la metralla seguía haciendo estragos en las primeras filas. Más de doce corsarios heridos de muerte habían desaparecido bajo el fango del palúdico pantano, y otros veinte heridos se debatían en medio de los troncos de los árboles y de los haces de leña. ¡Pero aquellos valientes no se quejaban! Al contrario, arengaban a los compañeros, y rehusaban todo socorro para que no perdiesen tiempo.

—¡Adelante, compañeros! ¡Vengadnos! —decían animosamente.

Tanta tenacidad, tanta audacia, y el valor de los jefes, debían triunfar por fin de todos los obstáculos y de la resistencia de los españoles.

Rebasado el último trozo, después de nuevas pérdidas y de inmensas fatigas llegaron a poner pie en tierra firme. Organizarse a escape y lanzarse al asalto de la batería, fue cosa de un momento.

Nadie hubiera podido resistir el empuje de aquellos hombres terribles sedientos de venganza; ninguna batería, por formidable que fuera y por desesperadamente que la hubieran defendido, habría podido rechazarlos.

Con sables y pistolas en mano hicieron irrupción en los terraplenes del reducto.

Una descarga de metralla tendió en tierra a los primeros, los otros subían al asalto como furias desatadas, matando a los artilleros sobre las piezas, embistiendo a los soldados que se sostenían en su puesto, abrumándoles con el número, y venciéndolos al fin, no obstante su vigorosa resistencia.

Un hurra formidable anunció a la banda del Olonés que el primero y quizás más difícil obstáculo estaba ya superado.

Pero aquella alegría debía durar poco. El Corsario y el Vasco, que se habían apresurado a bajar a la llanura para estudiar el camino que debían seguir, vieron que otro obstáculo les cerraba el paso hacia la montaña.

Al lado de allá de un bosquecillo habían podido distinguir que ondeaba una bandera española, indicando la presencia de otro fuerte del cual hasta entonces no habían tenido noticia.

—¡Por la muerte de todos los vascos! —bramó furiosamente Miguel—. ¿Todavía otro hueso duro que roer? ¡Ese condenado comandante de Gibraltar quiere exterminarnos! ¿Qué me dice usted, caballero?

—¡Pienso que este no es el momento de volver pies atrás!

—¡Hemos sufrido ya pérdidas crueles!

—Lo sé.

—¡Y nuestros hombres están fatigadísimos!

—Les concederemos algún descanso, y en seguida iremos a tomar también esa batería.

—¿Cree usted que sea una batería?

—Lo supongo.

—¿Y supone usted que habrá logrado llegar cerca de los fuertes el Olonés?

—Hacia la montaña no se ha oído disparo alguno; por lo tanto, supongo que debe de haber llegado con facilidad a los bosques sin encontrar obstáculo de consideración.

—¡Ese hombre tiene una suerte decidida!

—Espero que también hemos de tenerla nosotros, Miguel.

—¿Y qué debemos hacer ahora?

—Enviar algunos hombres para que exploren el bosque.

—¡Vamos, caballero; es preciso no dejar que se enfríe el entusiasmo de nuestra gente!

Volvieron a subir la eminencia inmediata al bosque, y enviaron algunos hombres escogidos entre los más atrevidos para que examinasen de cerca la batería.

Mientras se alejaban apresuradamente los exploradores, seguidos a cierta distancia por un pelotón de bucaneros encargados de protegerlos contra las emboscadas, el Corsario Negro y el Vasco mandaron transportar a los heridos al otro lado de la laguna para ponerlos a salvo en el caso de una retirada precipitada, y al propio tiempo dispusieron que se echaran más troncos y haces de leña para tener un camino expedito a sus espaldas.

Cuando terminaron de realizar esta última operación, vieron llegar a los exploradores y a los bucaneros. No eran muy buenas las noticias que les llevaban. En el bosque no había españoles; pera en la llanura se encontraron con una batería formidable defendida por muchas bocas de fuego y un buen golpe de tropas.

No había, pues, más remedio que dar el asalto, si habían de llegar al camino de la montaña. Del Olonés no tenían noticia alguna, pues no oyeron disparos en aquella dirección.

—¡En marcha, hombres de mar! —gritó el Corsario Negro desenvainando la espada—. ¡Hemos expugnado la primera batería y no retrocederemos ante la segunda!

Deseosos de llegar al pie de los muros de Gibraltar, los filibusteros no se hicieron repetir la orden. Dejaron unos cuantos hombres guardando a los heridos y se lanzaron resueltamente bajo los árboles. Marcharon con gran rapidez, esperanzados en sorprender al enemigo.

No era un simple terraplén; era un verdadero reducto, defendido con fosos, empalizadas y muros, en los que se veían ocho cañones que seguramente, vomitarían torrentes de metralla.

El Corsario Negro y el Vasco titubearon.

—¡Ese sí es un hueso bien duro de roer! —dijo Miguel al Corsario—. ¡No va a ser fácil atravesar la llanura bajo el fuego de esas piezas!

—Sin embargo, no podemos volver atrás, precisamente ahora que el Olonés estará ya cerca de los fuertes. ¡Se diría que habíamos tenido miedo, Miguel!

—Si por lo menos tuviéramos algunos cañones…

—Los españoles han clavado los de la batería que les hemos cogido. ¡Arriba al asalto!

Sin mirar siquiera si le seguían o no, el intrépido Corsario se lanzó por la llanura con la espada en la mano corriendo hacia el reducto.

En un principio vacilaron los filibusteros; pero viendo que detrás del Corsario se habían lanzado también el Vasco, Carmaux, Wan Stiller y el negro, se precipitaron a su vez, animándose con ensordecedores gritos.

Los españoles del reducto los dejaron acercarse hasta la distancia de mil pasos, y en seguida pusieron fuego a las piezas cargadas de metralla.

Los efectos de aquella descarga fueron desastrosos; las primeras filas de corsarios rodaron por tierra, mientras que las otras, aterradas, retrocedían precipitadamente, a pesar de los gritos de sus jefes, que los estimulaban a avanzar.

Algunos pelotones trataron de reorganizarse; pero una segunda descarga los obligó a seguir al grueso de la tropa, que se replegaba en desorden hacia el bosque para repasar la laguna.

Pero el Corsario Negro no los siguió. Reunió en derredor suyo diez o doce hombres, entre los cuales estaban Carmaux, Van Stiler y el negro, y se metió por entre algunas espesuras y grupos de árboles que flanqueaban la linde de la llanura; y realizando una rápida marcha, pudo rebasar el campo de tiro del reducto, llegando con facilidad al pie de la montaña.

Apenas había desaparecido entre el bosque, cuando oyó retumbar en la cumbre la artillería gruesa de los fuertes de Gibraltar y resonar los gritos de los filibusteros.

—¡Amigos! —gritó—. ¡El Olonés se dispone a dar el asalto a la ciudad! ¡Adelante mis valientes!

—¡Vamos a tomar parte en la otra fiesta! —dijo Carmaux—. ¡Es de esperar que esta sea más animada, y también más afortunada!

A pesar de hallarse cansadísimos, todos emprendieron con brío la ascensión por la montaña, abriéndose paso con gran fatiga por entre la maleza y las raíces de los árboles.

Entretanto, retumbaba en la cumbre la artillería de los fuertes. Los españoles debían de haber descubierto la banda del Olonés y se preparaban tal vez a una defensa desesperada.

Los filibusteros del famoso Corsario contestaban con una gritería ensordecedora, quizás para hacer creer al enemigo que eran más de los que eran en realidad. Como no tenían fusiles, trataban de asustar con sus gritos a los defensores de los fuertes.

Hasta el pie de la montaña y por todas partes llegaban y corrían las balas de los cañones gruesos. Aquellos grandes proyectiles de hierro señalaban su paso con fragorosos crujidos, derribando árboles seculares, que venían al suelo con enorme estrépito.

Apresurábanse el Corsario Negro y sus hombres para reunirse con el Olonés antes de que este comenzara el ataque contra los fuertes. Como hubiesen encontrado un sendero abierto entre los árboles, en menos de media hora llegaron casi a la cumbre, donde se hallaba ya la retaguardia del Olonés.

—¿Dónde está el jefe? —preguntó el Corsario.

—En la linde del bosque.

—¿Ha comenzado el asalto?

—Estamos esperando el momento oportuno antes de exponernos.

—¡Guiadme a donde esté!

De la banda se destacaron dos filibusteros, que le llevaron por entre las malezas hasta donde estaba el Olonés con otros segundos jefes.

—¡Por las arenas del Olona! —exclamó con alegría el filibustero—. ¡Aquí está un refuerzo que me llega a tiempo!

—¡Refuerzo bien pobre, Pedro! —contestó el Corsario—. ¡Te traigo doce hombres tan sólo!

—¡Doce! ¿Y los demás? —preguntó palideciendo el filibustero.

—Han sido rechazados hacia la laguna, después de haber experimentado gravísimas pérdidas.

—¡Mil rayos! ¡Y yo que contaba con ellos!

—Quizás hayan vuelto a intentar el asalto de la segunda batería, o encontrado otro camino. Hace poco oí retumbar el cañón en la llanura.

—¡No importa! ¡Entretanto daremos comienzo al asalto del fuerte más grande!

—¿Y cómo vamos a escalarle? ¡No tenemos escalas!

—¿De qué modo? Simulando una huida precipitada. Ya están prevenidos mis corsarios.

—¡Entonces, ataquemos!

—¡Filibusteros de las Tortugas! —gritó el Olonés—, ¡al asalto!

La banda de corsarios que había estado hasta entonces escondida debajo de los árboles y entre la maleza, para guarecerse contra las tremendas descargas de ambos fuertes [7] , se precipitaron hacia la explanada al oír la voz de mando de sus jefes.

El Olonés y el Corsario Negro se pusieron a la cabeza y avanzaban corriendo, para evitar a su gente pérdidas demasiado graves.

Los españoles del fuerte más próximo, que era el más importante y el mejor artillado, al verlos aparecer dispararon con metralla para barrer la explanada; pero era ya demasiado tarde. A pesar de que cayeron muchos de los asaltantes, estos llegaron debajo de las murallas y de las torres y treparon por las escarpas disparando las pistolas para alejar a los defensores.

No obstante la desesperada defensa de la guarnición, algunos habían logrado subir, cuando de pronto se oyó resonar la voz tonante del Olonés:

—¡Hombres de mar! ¡En retirada!

Los corsarios, que se encontraban imposibilitados de subir a las torres y a los bastiones, no tan sólo por falta de escalas, sino también por la resistencia que oponían los españoles, se apresuraron a abandonar la empresa y huyeron atropelladamente hacia el vecino bosque, pero con las armas bien empuñadas.

Los defensores del fuerte, creyeron poder exterminarlos con facilidad, en lugar de ametrallarlos con los cañones bajaron rápidamente los puentes levadizos y se lanzaron imprudentemente al campo para caer sobre ellos. Esto era lo que esperaba el Olonés.

Al verse perseguidos, los corsarios se volvieron de frente a un tiempo y acometieron con furioso denuedo a los enemigos.

Los españoles, que no habían pensado en aquel contraataque vertiginoso, sorprendidos por tanta furia, retrocedieron sin orden y en seguida se detuvieron, por miedo a que los corsarios se aprovechasen de su retirada para penetrar en el fuerte.

Una batalla encarnizada y sangrienta se empeñó en la explanada y ante los bastiones. Corsarios y españoles luchaban con igual furor a cintarazos, a sablazos y pistoletazos, mientras que los que permanecían en los glacis disparaban torrentes de metralla que diezmaban juntamente amigos y enemigos.

Ya estaban a punto los españoles —que eran dos veces más en número— de arrojar a los filibusteros y salvar a Gibraltar, cuando en el campo de la lucha apareció la banda de Miguel el Vasco, que había logrado abrirse camino a través del bosque y de la montaña.

Aquellos trescientos hombres, llegados tan a punto, decidieron la suerte de la contienda.

Atacados por todas partes, los españoles se vieron rechazados al interior del fuerte; pero con ellos entraron también los enemigos, con el Corsario Negro y el Vasco, que habían salido ilesos por milagro. Sin embargo, aun cuando rechazados, los españoles oponían una fiera resistencia, decididos a dejarse matar antes de permitir que se arriase la bandera de España.

El Corsario Negro se había lanzado dentro de un amplio patio en donde doscientos españoles combatían con desesperado encarnizamiento, procurando rechazar a los adversarios y abrirse paso a través de sus filas para correr en defensa de Gibraltar. Ya había caído más de un arcabucero bajo la formidable espada del filibustero cuando vio que se le echaba encima un hombre ricamente vestido y con la cabeza cubierta con un amplio sombrero de fieltro adornado con una pluma de avestruz.

—¡Guárdese usted, caballero! —gritó—. ¡Voy a matarle!

El Corsario, que acababa de desembarazarse en aquel momento de un capitán de arcabuceros, que se hallaba muerto a sus pies, se volvió rápidamente y lanzó un grito de estupor.

—¡Usted, Conde!

—¡Yo, caballero! —contestó el castellano saludándole con la espada—. ¡Defiéndase, señor, porque ya no está la amistad entre nosotros; usted combate por el filibusterismo, y yo por la bandera de la vieja Castilla!

—¡Déjeme pasar, Conde! —contestó el Corsario queriendo arrojarse sobre un grupo de españoles que hacían frente a los suyos.

—¡No, señor mío! —dijo el castellano—. ¡O le mato a usted, o usted me mata a mí!

—¡Conde, le ruego que me deje pasar! ¡No me obligue a tener que cruzar el hierro con usted! ¡Si quiere usted batirse, ahí tiene centenares de filibusteros detrás de mí! ¡Yo tengo con usted una deuda de reconocimiento!

—¡No, señor mío; no tiene usted ninguna! Estamos iguales. ¡Antes de que se arríe la bandera, el Conde de Lerma habrá muerto, así como el Gobernador de este fuerte y todos sus valientes oficiales!

Y dicho esto se arrojó sobre el Corsario, atacándole con furia.

El señor de Ventimiglia, que conocía su superioridad sobre el castellano, y a quien se le hacía doloroso tener que matar a tan leal y generoso noble, dio dos pasos atrás, gritando:

—¡Le ruego que no me ponga en la necesidad de matarle!

Mientras en derredor de ellos hervía la lucha con creciente furor, entre gritos, imprecaciones, gemidos de heridos y detonaciones de arcabuces y pistolas, se acometieron con ánimo de vencer o morir.

El Conde atacaba con ímpetu, redoblando las estocadas y cubriendo al Corsario con furioso centelleo de golpes, que este paraba prontamente.

Además de la espada ambos tiraron de los puñales para parar mejor las estocadas. Avanzaban, retrocedían, teniéndose en pie con gran trabajo a causa de la sangre que corría por el suelo, y atacándose siempre con nuevo aliento.

De pronto el Corsario, que había renunciado a la idea de matar al noble castellano, hizo saltar la hoja de su espada por medio de una batida en tercia seguida de un rápido semicírculo, juego que ya le había salido bien en casa del Notario.

Desgraciadamente, rodó cerca de los pies del castellano el capitán de arcabuceros que cayó antes bajo las estocadas del Corsario. Precipitarse encima, arrancarle la espada que todavía oprimía entre los dedos contraídos por la muerte y arrojarse nuevamente sobre su adversario fue cosa de un solo momento.

Al propio tiempo fue corriendo en su ayuda un soldado español.

Obligado el Corsario a hacer frente a aquellos dos enemigos, ya no dudó. De una estocada tendió al soldado y, volviéndose contra el Conde, que le acometía de lado, se tiró a fondo.

El castellano, que no esperaba aquel doble golpe, recibió la estocada en mitad del pecho, y la espada del filibustero le salió por la espalda.

—¡Conde! —gritó el señor de Ventimiglia cogiéndole en los brazos antes de que cayese—. ¡Triste victoria es esta para mí pero usted lo ha querido!

El castellano, que se había puesto tan pálido como un muerto y que había cerrado los ojos, volvió a abrirlos para mirar al Corsario y le dijo sonriendo tristemente:

—¡Así lo tenía dispuesto el Destino, caballero! ¡Por lo menos, no veré arriar la bandera de Castilla!

—¡Carmaux, Wan Stiller! ¡Socorro! —gritó el Corsario.

—¡Es inútil, caballero! —respondió el Conde con voz exánime—. ¡Soy hombre muerto! ¡Adiós, caballero!

Una bocanada de sangre le cortó la palabra. Cerró los ojos, quiso sonreír de nuevo y en seguida exhaló el último suspiro.

El Corsario, más conmovido de lo que él mismo podía creer, depositó en el suelo el cadáver del noble y fiero castellano, le besó en la frente, todavía tibia, recogió suspirando la ensangrentada espada y se lanzó en medio del tumulto de la pelea bramando con voz sollozante:

—¡A mí, hombres de mar!

El combate hervía aún con furor terrible dentro del fuerte.

En los bastiones, en el glacis, en los torreones, en los corredores, hasta en las casamatas, los españoles se batían con la rabia que infunde la desesperación. El viejo y valiente comandante de Gibraltar, así como todos sus oficiales habían perecido; pero los demás no se rendían.

La matanza duró una hora, durante la cual casi todos los defensores cayeron en derredor de la bandera de la patria antes que entregar las armas.

Mientras los filibusteros del Olonés ocupaban el fuerte, el Vasco con otra gruesa partida acometía al segundo fuerte, que se hallaba a poca distancia, obligando a rendirse a sus defensores después de haberles prometido la vida.

Tan ruda batalla, comenzada por la mañana, terminó a las dos; pero cuatrocientos españoles y ciento veinte filibusteros yacían muertos, parte en el bosque y parte en derredor del fuerte tan obstinadamente defendido por el viejo gobernador de Gibraltar.

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